2110
Silo 1
El silo Doce se estaba desmoronando, y para cuando Troy y los demás llegaron a la sala de comunicaciones, flotaba en el aire el ruido de las conversaciones por radio y un fuerte olor a sudor. Había cuatro hombres apelotonados alrededor de un puesto de comunicaciones que normalmente tenía un solo operador. Su aspecto reflejaba a la perfección lo que sentía Troy. Aterrorizados y superados por los acontecimientos, parecían estar deseando hacerse un ovillo y esconderse en cualquier parte. Su pánico era la fuerza de Troy. Le permitía fingir. Podía mantener el control de las cosas.
Dos de los hombres llevaban la camisa del pijama en lugar del mono naranja, lo que parecía indicar que los habían despertado para que acudieran a la sala. Troy se preguntó cuánto tiempo habría pasado antes de que se decidieran a llamarlo a él.
—¿Qué novedades tenemos? —preguntó Saul al más veterano de los presentes, que tenía un auricular pegado a la oreja.
El hombre se volvió. Su cabeza pelada relucía bajo la luz del techo y tenía las arrugas de la frente cubiertas de sudor y las cejas blancas enarcadas por la preocupación.
—No consigo que nadie responda en el servidor —explicó.
—Quiero oír las comunicaciones del Doce —dijo Troy mientras señalaba a uno de los otros trabajadores. Un hombre al que conocía hacía apenas una semana se quitó los cascos y pulsó un interruptor. Los altavoces de la sala escupieron una retahíla de gritos y órdenes superpuestos. Los demás dejaron lo que estaban haciendo y prestaron atención.
Uno de los trabajadores, un hombre de treinta y tantos años, estaba revisando docenas de grabaciones en video. El caos reinaba por todas partes. En una de las escenas se veía una escalera de caracol rebosante de gente que intentaba avanzar a empujones. Una cabeza desapareció, alguien que había caído al suelo y que presumiblemente sería pisoteado por el resto al avanzar. Todos los ojos estaban abiertos de par en par y las mandíbulas apretadas o los labios separados en un grito.
—A ver la sala de servidores —dijo Troy.
El hombre que estaba en los controles tecleó algo. La escena del gentío desapareció, reemplazada por una imagen tranquila de los equipos, perfectamente inmóviles. Sobre las carcasas de los servidores y las planchas del suelo se reflejaban las luces parpadeantes de una llamada sin respuesta.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Troy. Sentía una calma inusitada.
—Aún estamos tratando de averiguarlo, señor.
Le pusieron una carpeta en las manos. Había varias personas en el pasillo asomadas al interior. La noticia estaba propagándose y comenzaba a reunirse una multitud. Troy sintió que un reguero de sudor le resbalaba por la nuca, pero también la misma calma espeluznante de antes, aquella resignación a un destino inevitablemente estadístico.
Una voz desesperada, dominada por un pánico palpable, se abrió camino entre todas las que llegaban por la radio:
—… están entrando. Joder, están atravesando la puerta. Van a pasar…
Todos los presentes en la sala de comunicaciones contuvieron el aliento. Los comentarios y la actividad cesaron un momento mientras escuchaban y esperaban. Troy estaba bastante seguro de saber a qué puerta se refería el hombre aterrorizado. Sólo una compuerta separaba la cafetería de la esclusa. Tendrían que haberla hecho más sólida. Muchas cosas tendrían que haber sido más sólidas.
—Estoy solo aquí arriba, muchachos. Van a pasar. Mierda, van a pasar…
—¿Es un ayudante? —preguntó Troy al tiempo que hojeaba los documentos de la carpeta. Había varios informes rutinarios del director de Informática del silo Doce. Ninguna alarma. Hacía dos años de la última limpieza. El índice de temor era de ocho la última vez que lo habían medido. Un poco alto, pero no demasiado.
—Sí, creo que sí —asintió Saul.
El hombre que estaba revisando las imágenes de video volvió a mirar a Troy.
—Señor, vamos a tener un éxodo masivo.
—Sus radios están apagadas, ¿no?
Saul asintió de nuevo.
—Hemos desconectado los repetidores. Pueden hablar entre ellos, pero nada más.
Troy combatió el impulso de volverse hacia los rostros de los curiosos que observaban desde el pasillo.
—Bien —dijo. En aquel tipo de situaciones, la prioridad era contener el brote. No dejar que se propagase a las células adyacentes. Era un cáncer. Había que extirparlo sin lamentar las pérdidas.
La voz de la radio volvió a oírse entre chirridos:
—Ya casi están, ya casi están, ya casi están…
Troy trató de imaginarse la estampida, la presión de los seres humanos, la propagación del pánico. La Orden establecía con toda claridad la prohibición de intervenir, pero él se sentía como si tuviese la conciencia aturdida. Alargó una mano hacia el operador de radio.
—Déjeme hablar con él —dijo Troy.
Varias cabezas se volvieron en su dirección. Un grupo de personas que se regían estrictamente por el protocolo lo miraron aturdidas. Al cabo de un momento, alguien le puso el micrófono en la mano. Troy no vaciló. Pulsó el botón de transmisión.
—¿Ayudante?
—¿Hola? ¿Comisario?
El operador de video pasó entre las distintas cámaras hasta que, de pronto, agitó una mano en el aire y señaló uno de los monitores. En una esquina de la pantalla se veía el número «72» y había un hombre con un mono plateado desplomado sobre una mesa. Tenía una arma en la mano y se veía un charco de sangre alrededor de un teclado.
—¿Es el comisario? —preguntó Troy.
El operador se secó la frente y asintió.
—¿Comisario? ¿Qué hago?
Troy pulsó el botón del micrófono.
—El comisario está muerto —dijo al ayudante, sorprendido por la firmeza de su propia voz. Sin soltar el botón de transmisión se preguntó por la suerte de aquel desconocido. En aquel momento se acordó de que la mayoría de los moradores de los silos se creían solos. No sabían de la existencia de los demás ni de su verdadero propósito. Y ahora, de pronto, Troy había entrado en contacto con él, como una voz incorpórea llegada desde las nubes.
En una de las pantallas apareció el ayudante, que tenía un comunicador en la mano, con un cable en espiral unido a un equipo de radio instalado en la pared. El número que se veía en la esquina era el «1».
—Debe encerrarse usted en la celda —le dijo Troy, consciente de que la solución menos evidente era la mejor. Al menos de manera temporal—. Asegúrese de que tiene todas las llaves en su poder.
Observó la reacción del ayudante en el monitor. Todos los presentes, tanto en la sala como en el pasillo, tenían la mirada clavada en el hombre de la pantalla.
La puerta de la sala de seguridad superior era visible apenas en la imagen deformada de la vista de la cámara. Los bordes de la puerta parecían combarse hacia el exterior debido al efecto de las lentes. Y el centro de la puerta estaba combado hacia el interior debido a la fuerza de la multitud. Estaban aporreando la puerta. El ayudante no respondió. Soltó el micrófono y rodeó la mesa a toda prisa. Le temblaban las manos de tal modo que cuando las estiró hacia las llaves, la baja resolución de la cámara casi fue incapaz de captarlas.
Una grieta apareció en el centro de la puerta. En la sala de comunicaciones alguien exhaló de manera audible. Troy sintió el impulso de perorar sobre las estadísticas. Había estudiado aquella situación y se había preparado para vivirla desde el otro extremo, para dirigir a un pequeño grupo de personas en caso de catástrofes, no para dirigirlas a todas.
Puede que por eso estuviera tan calmado. Estaba presenciando un horror que tendría que haber vivido en primera persona, un horror al que debería haberse enfrentado antes de morir.
Finalmente, el ayudante logró sacar las llaves. Atravesó la habitación a la carrera y desapareció. Troy se lo imaginó tratando de abrir la cerradura mientras la puerta reventaba hacia dentro y una multitud furiosa se abría paso a través de la grieta abierta en la superficie de madera. Era una puerta sólida y resistente, pero no lo suficiente. Era imposible saber si el ayudante había logrado ponerse a salvo. Pero tampoco es que importase demasiado. Era algo temporal. Todo era algo temporal. Si abrían las puertas, si lograban salir, sufrirían un destino mucho peor que el de ser pisoteado.
—La compuerta interior de la esclusa está abierta, señor. Están tratando de salir.
Troy asintió. Seguramente el problema se había iniciado en Informática y se había propagado a partir de allí. Puede que el responsable fuese el jefe, pero lo más probable es que hubiera sido su sombra. Alguien que tenía acceso a los códigos de anulación. Ésa era la maldición: tenía que haber alguien al mando, una persona tenía que guardar los secretos. Podría ser que hubiera alguien que no pudiera hacerlo. Era un hecho estadísticamente predecible. Se recordó a sí mismo que era algo inevitable, que las cartas ya estaban repartidas y que sólo había que esperar a que la partida siguiese su curso hasta el final.
—Señor, una brecha. La compuerta exterior.
—Active las bombonas. Ya —ordenó Troy.
Saul llamó a la sala de control del otro lado del pasillo y transmitió la orden. En la pantalla, una neblina blanca inundó la esclusa.
—Cierren la sala de servidores —añadió Troy—. Bloquéenla.
Había memorizado esa parte de la Orden.
—Asegúrense de que disponemos de la copia de seguridad más reciente, por si acaso. Y conéctela a nuestro sistema eléctrico.
—Sí, señor.
Los presentes que tenían algún cometido parecían menos nerviosos que los otros, que no podían hacer otra cosa que moverse en el sitio mientras observaban y escuchaban.
—¿Y la imagen exterior? —preguntó Troy.
La imagen del gentío que trataba de avanzar a empujones en medio de una nube blanca fue reemplazada por otra, una amplia toma exterior de una claustrofóbica muchedumbre cuyos miembros caían de rodillas y se arañaban la cara y el cuello mientras, a su alrededor, una nube se propagaba en todas direcciones desde la abarrotada rampa.
Nadie en la sala de comunicaciones se movió o dijo palabra alguna. Sonó un grito ahogado procedente del pasillo. Troy no tendría que haber permitido que se quedaran a mirar.
—De acuerdo —dijo—. Desconéctenlo.
La imagen del exterior se puso negra. No tenía ningún sentido presenciar la lucha de la multitud por regresar o asistir a la muerte de un montón de hombres y mujeres aterrorizados en aquellas colinas.
—Quiero saber por qué ha sucedido. —Troy se volvió y estudió a todos los presentes—. Quiero saberlo y también quiero saber lo que vamos a hacer para impedir que se repita. —Devolvió la carpeta y el micrófono a los hombres de los puestos—. No se lo comuniquen aún a los jefes de los demás silos. Al menos hasta que tengamos respuestas para las preguntas que sin duda nos plantearán.
Saul levantó una mano.
—¿Y la gente que queda dentro del Doce?
—La única diferencia entre los habitantes del silo Doce y los del Trece es que en el Doce no habrá futuras generaciones. Nada más. Todos los habitantes de los silos morirán más tarde o más temprano. Todos moriremos, Saul. Incluso nosotros. Simplemente, a ellos les ha tocado hoy. —Señaló el monitor apagado con la cabeza y trató de no imaginarse lo que estaría sucediendo realmente en el interior de aquel lugar—. Sabíamos que esto podía pasar y que no será la última vez. Concentrémonos en los demás. Procuremos aprender de lo sucedido.
Hubo gestos de asentimiento por toda la sala.
—Quiero informes individuales antes de que termine el turno —dijo Troy. Por primera vez se sentía como si realmente estuviera al mando de algo—. Y si logramos contactar con alguien de Informática del Doce, interróguenlo a fondo. Quiero saber quién, cómo y por qué.
Varios de los exhaustos ocupantes de la sala se pusieron tensos un momento y luego fingieron que estaban atareados. La multitud del pasillo se disolvió al comprender que el espectáculo había terminado y el jefe se encaminaba en su dirección.
El jefe.
Troy sentía en su plenitud la realidad de su puesto por primera vez, el peso de la responsabilidad. De regreso a su oficina lo siguieron los murmullos y las miradas de reojo. Hubo cabeceos de aprobación y simpatía, gente que daba gracias por ocupar un puesto inferior al suyo. Troy pasó por delante de todos ellos.
«Otros intentarán escapar», pensó. Por muchas precauciones que tomaran, era imposible crear un sistema infalible. Lo máximo que podían hacer era planificar, hacer acopio de provisiones y suministros, no pararse a llorar por el cilindro abandonado y muerto y centrar sus esperanzas y esfuerzos en los demás.
Al volver a su despacho, cerró la puerta y se apoyó en ella un momento. Sentía el mono pegado a la espalda debido a la fina película de sudor que le había provocado la acelerada caminata. Respiró hondo varias veces antes de acercarse a la mesa y apoyar las manos sobre su copia de la Orden. Seguía temiendo que sus creadores se hubieran equivocado. ¿Cómo podía planificar cualquier eventualidad una sala llena de doctores? ¿De verdad serían más fáciles las cosas con el paso de las generaciones, a medida que la gente olvidara y se esfumaran los susurros de los supervivientes originales?
Troy no estaba tan seguro. Observó la pared de los planos, con uno de gran tamaño en el que se veían todos los silos esparcidos por las colinas, cincuenta círculos separados entre sí como las estrellas de la antigua bandera a la que había servido antaño.
Un potente estremecimiento recorrió el cuerpo de Troy: sus hombros, sus codos y sus manos se retorcieron. Tuvo que agarrarse al borde de la mesa hasta que pasó. Abrió el primer cajón, sacó un rotulador rojo y se acercó al enorme mapa, con el pecho contraído aún por los temblores.
Antes de que tuviese tiempo de pensar en la perdurabilidad de lo que iba a hacer, antes de que pudiese darse cuenta de que la marca que iba a trazar quedaría a la vista de todos los turnos futuros, antes de plantearse siquiera que podía convertirse incluso en una tendencia, en una acción imitada por sus sucesores, estampó una gruesa «X» sobre el silo Doce.
El rotulador chirrió al avanzar violentamente sobre el papel. Fue como si llorase. Troy parpadeó para ahorrarse la borrosa visión de la X roja y cayó de rodillas. Se inclinó hacia delante hasta apoyar la frente contra el grueso haz de planos, que crujieron y se arrugaron mientras su pecho se estremecía con fuertes sollozos.
Con las manos en el regazo y los hombros encorvados bajo el peso de otra tarea que le había sido impuesta, Troy lloró. Lloró en silencio, para que no pudieran oírlo desde el otro lado del pasillo.