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Trigésimo cuarto año

Silo 17

Solo pasó las cuerdas a través de las asas de las botellas de plástico vacías. Al chocar entre sí, los recipientes emitían una especie de repiqueteo musical. Recogió la bolsa de tela y se quedó allí un momento, rascándose la barba, consciente de que se había olvidado de algo. ¿De qué? Se palpó el pecho en busca de la llave. Era un viejo hábito, fruto de los años, que no había podido quitarse. La llave, por supuesto, no estaba allí. La había guardado en un cajón cuando dejó de ser necesario cerrar las cosas, cuando no quedó nadie a quien tenerle miedo.

Se llevó dos bolsas de latas de sopa y verduras, una minúscula porción de la enorme montaña de basura. Luego, con las manos ocupadas y seguido por un repicar metálico a cada paso, acarreó las cosas por el pasillo oscuro hasta el pozo iluminado que había al otro extremo.

Necesitó dos viajes para transportarlo todo. Pasó entre las máquinas negras, muchas de las cuales habían dejado de funcionar con el paso de los años. Tal vez hubieran sucumbido al calor. Para abrir la puerta tenía que mover el archivo. El silo ya no tenía cerraduras ni gente, pero aun así él seguía haciéndolo. Al tirar de la pesada puerta volvió a sentir la presencia de su padre, como siempre, y salió a un mundo enorme poblado sólo por fantasmas y cosas tan malas que no podía ni recordarlas.

Los pasillos estaban iluminados y vacíos. Solo saludó a las cámaras al pasar. Muchas veces pensaba que algún día se vería a sí mismo en los monitores, pero las cámaras habían dejado de funcionar hacía una eternidad. Y además, para que pasara eso tendría que haber dos copias de él. Una que estaría allí de pie y otra junto a los monitores. Se rió al pensar lo tonto que era. Era Solo.

Al salir al rellano notó el aire fresco y lo asaltó una preocupante sensación de altura. Pensó en el agua que subía. ¿Cuánto tardaría en llegar hasta él? «Demasiado», pensó. Para entonces ya se habría ido. Pero le daba pena pensar en su casita bajo los servidores, anegada un día. Todas las latas vacías que formaban el gran montón junto a los servidores flotarían hasta el techo. El ordenador y la radio echarían pequeñas burbujas de aire. Esta idea, la del gorgoteo de los equipos y las latas meciéndose en la superficie, le hizo sonreír y dejó de preocuparle que sucediera. Arrojó las dos bolsas de latas vacías sobre la barandilla y esperó a oír el ruido que hacían al estrellarse sobre el rellano del piso cuarenta y dos. Lo hicieron. Se volvió hacia la escalera.

¿Arriba o abajo? Arriba significaba tomates, pepinos y calabacines. Abajo, bayas, trigo y patatas, que había que desenterrar. Lo de abajo había que dedicarle más tiempo a cocinarlo. Partió hacia arriba.

Empezó a contar los escalones mientras subía.

—Ocho, nueve, diez —susurró. Cada una de las escaleras era distinta y había montones de ellas. Tenían mil compañeras, toda clase de escaleras hermanas, como amigas, a ambos lados. Más cosas como ellas—. Hola, peldaño —dijo. Ya se había olvidado de contar. El peldaño no respondió. Él no hablaba el idioma de los peldaños, el cantarín tintineo de las botas al subir y bajar.

Un ruido. Solo oyó un ruido. Se detuvo y prestó atención, pero normalmente, cuando hacía esto, los ruidos se daban cuenta y les entraba la timidez. Aquél era otro de aquellos ruidos. Oía constantemente cosas que no existían. Por todas partes había bombas y luces conectadas que se encendían y se apagaban a su propio capricho. Una de las bombas había tenido una fuga unos años antes y Solo la había reparado. Necesitaba un nuevo proyecto. Ya repetía los mismos una vez tras otra, como recortarse la barba cuando le llegaba al pecho, y aquellos proyectos ya eran aburridos.

Solo haría una pausa para beber y orinar antes de llegar a las granjas. Sus piernas estaban bien. Más fuertes aún que cuando era joven. Las cosas difíciles se volvían más sencillas cuantas más veces las hacías. Pero no más divertidas. Él habría preferido que fuesen fáciles desde el principio.

Completó una última vuelta antes del rellano del piso doce, y se disponía a silbar una tonada de recolectores cuando vio que se había dejado la puerta abierta. No sabía cómo podía haber ocurrido. Nunca se dejaba las puertas abiertas. Nunca.

Había algo encajado en la esquina, contra la barandilla. Parecía un trozo de metal de desecho de uno de sus proyectos. Era un fragmento de tubería de plástico. Lo cogió. Tenía agua dentro. Lo olisqueó. Olía raro, y Solo había empezado a tirar el agua por encima de la barandilla cuando le resbaló entre los dedos. Se quedó paralizado y esperó a que llegase el traqueteo lejano de la caída. No llegó.

Torpe. Se reprendió por olvidadizo y torpe. Mira que dejarse una puerta abierta… Cuando se disponía a entrar vio lo que la mantenía abierta. Un mango negro. Alargó el brazo hacia él y vio que era un cuchillo, con la hoja clavada en la rejilla del suelo.

Oyó un ruido dentro, en las profundidades de las granjas. Solo se quedó muy quieto un instante. El cuchillo no era suyo. No era tan despistado. Sacó la hoja y dejó que la puerta se cerrase mientras un millar de pensamientos revoloteaban por su cabeza, repentinamente alerta. Las ratas no podían hacer algo así. Sólo las personas. O un fantasma muy poderoso.

Tenía que hacer algo. Atar los tiradores o encajar algo bajo la puerta, pero tenía demasiado miedo. Así que, en vez de ello, dio media vuelta y echó a correr. Bajó la escalera con el cuchillo de otra persona en la mano, entre el traqueteo de las botellas, mientras la mochila vacía rebotaba contra su espalda. Las botellas se engancharon en la barandilla, la cuerda se puso tensa y, después de dar dos tirones para tratar de soltarlas, lo logró. Su agujero. Tenía que llegar hasta su agujero. Corrió con la respiración entrecortada, mientras los ruidos y vibraciones del otro perturbaban su soledad. No tuvo que quedarse quieto y en silencio para oírlos. Era un fantasma muy estrepitoso. Y sólido. Pensó en el machete, que se le había partido en dos hacía años. Pero tenía aquel cuchillo. Aquel cuchillo. Bajó dando vuelvas y vueltas por la escalera, sumido en un terror muy intenso, hasta llegar al rellano. ¡No era ése! El treinta y tres. Uno más. Dejó de contar, dejó de contar. Corría tan de prisa que estuvo a punto de tropezar. Sudaba. Llegó a casa.

Cerró las puertas detrás de él y paró un momento para recobrar el aliento, con las manos en las rodillas. Cogió la escoba del suelo y la deslizó entre los tiradores de la puerta. La escoba siempre mantenía a los fantasmas a raya. Esperaba que funcionase también con uno tan ruidoso como ése.

Atravesó la puerta de seguridad y corrió por el pasillo. Una de las bombillas del techo se había fundido. Un proyecto. Pero no tenía tiempo. Llegó a la puerta de metal. Entró corriendo. Se detuvo y volvió atrás. Se apoyó en la puerta y la cerró. Luego se agachó, apoyó el hombro en el archivador y lo empujó contra la puerta con un espantoso chirrido. Le pareció oír unos pasos fuera. Pasos rápidos. El sudor le caía a gotas de la nariz. Agarró el cuchillo y echó a correr entre los servidores. Hubo un chirrido detrás de él, el roce de metal contra metal. Solo ya no estaba solo. Habían venido a por él. Se acercaban, se acercaban. Notaba el sabor del miedo en la boca, metálico. Corrió hacia la rejilla. Habría tenido que dejarla abierta. Al menos la cerradura estaba rota. Se había oxidado. No, se equivocaba. Necesitaba la cerradura. Así que se metió en la escalerilla, cogió la rejilla del suelo y la colocó en su sitio, encima de su cabeza. Se escondería. Se escondería. Como en los primeros años. Alguien empezó a tirar de la rejilla para quitársela de la mano. Intentó pincharlo en los dedos. Hubo un chillido de sobresalto emitido por una voz femenina, una mujer que respiraba pesadamente y le decía que estuviese tranquilo desde allí arriba.

Solo temblaba. Una de sus botas resbaló en la escalerilla. Pero aguantó. Se quedó muy quieto mientras aquella mujer le hablaba. Tenía los ojos muy grandes y muy llenos de vida. Sus labios se movían. Le había hecho daño, pero ella no quería hacérselo a él. Únicamente quería saber cómo se llamaba. Se alegraba de verlo. La humedad que veía en sus ojos era felicidad por haberlo encontrado. Solo pensó que —tal vez— él mismo fuese como una pala, un abrelatas o cualquier otra de esas cosas oxidadas que andaban tiradas por ahí. Algo que se podía encontrar. Que alguien podía encontrar. Y que había encontrado.