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Silo 1

El eco de las botas de Donald resonaba por la cámara de almacenamiento del último piso, donde las cápsulas se extendían por millares como piedras preciosas. Se detuvo para comprobar otro nombre. Había perdido la cuenta de su posición en el pasillo y temía tener que empezar desde cero. Se llevó el pañuelo a la boca y volvió a toser. Después de limpiarse los labios siguió adelante. Llevaba algo pesado y frío en un bolsillo, pegado al muslo. Algo pesado y frío ocupaba también el interior de su pecho.

Finalmente encontró la cápsula marcada con el nombre de Troy. Pasó la mano por la ventanilla y miró el interior. Había un hombre allí, más viejo de lo que aparentaba. Más viejo de lo que Donald recordaba. Una luz azulada cubría su carne pálida. Las cejas y la cabellera blancas despedían reflejos de color celeste.

Donald lo miró, vaciló, reconsideró su plan. Había acudido allí sin silla de ruedas ni equipo médico. Solamente con una fría gravedad. Con un fragmento de la verdad y el deseo de saber más. A veces había que abrir algo antes de cerrarlo para siempre.

Se inclinó sobre el panel de control y repitió el proceso que había liberado a su hermana. Mientras introducía la contraseña pensó en Charlotte, allí arriba, en los barracones. No debía saber lo que iba a hacer. No podía saberlo. Turman había sido como un segundo padre para ambos.

Movió el dial hacia la derecha. Los números parpadearon y subieron un grado. Donald se incorporó y empezó a caminar. Rodeó la cápsula con el nombre del individuo en el que lo habían convertido, el sarcófago que ahora contenía a su creador. El frío que sentía en el corazón se extendió a sus miembros mientras Turman se deshelaba. Donald tosió sobre el trapo y lo manchó de rosa. Volvió a guardárselo en el bolsillo y sacó la cuerda.

Mientras estaba allí, en aquella inversión de papeles, descongelando al hombre del deshielo, se acordó de un informe que había encontrado en los archivos de Victor. Había escrito sobre antiguos experimentos en los que se reemplazaba a los guardias por sus prisioneros y, al poco tiempo, quienes habían sido objeto de abusos empezaban a abusar de los demás. La idea de que la gente pudiera cambiar tan de prisa le resultaba detestable. Es más, le parecía inverosímil. Pero había visto cambiar a hombres y mujeres buenos que llegaban a Capitol Hill con las mejores intenciones. Durante su primer turno le habían confiado un cierto poder y había podido sentir su atractivo. Su conclusión era que los sistemas perversos generaban hombres perversos y que todos los hombres tenían capacidad de perversión. Razón por la que había que acabar con algunos sistemas.

La temperatura siguió subiendo y el sistema de la tapa se activó y la abrió con un suspiro. Donald alargó los brazos y acabó de levantarla. Casi esperaba que saliese una mano disparada de su interior y lo agarrara por la muñeca, pero allí dentro no había más que un hombre tendido, inmóvil, cubierto de vapor. Sólo un hombre, patético y desnudo, con un tubo metido en el brazo y otro entre las piernas. De musculatura flácida. Carne pálida congregada en los pliegues de las arrugas. Pelo apelmazado en mechones. Cogió las manos de Turman y las juntó. Le rodeó las muñecas con la cuerda y le dio varias vueltas. Luego cogió uno de los extremos y lo pasó entre las manos y las vueltas anteriores antes de sujetarlo todo con un fuerte nudo. Retrocedió y examinó las arrugadas pestañas del anciano en busca de signos de vida.

Los labios de Turman se movieron. Se separaron y parecieron soltar un primer y experimental jadeo. Era como ver la resurrección de un muerto, y Donald sintió por primera vez toda la admiración que merecían aquellas máquinas. Tosió sobre su puño mientras Turman empezaba a moverse. El anciano pestañeó y la escarcha que aún quedaba en el rabillo de sus ojos se fundió y resbaló hacia abajo, en un remedo de humanidad. Donald vio que sus arrugadas manos se levantaban hacia su cara y recordó lo que se sentía, se acordó de unos párpados que no se decidían a separarse, que parecían haberse quedado pegados con el paso del tiempo. Turman emitió un gruñido al reparar en las ataduras. A medida que recobraba la conciencia, empezaba a darse cuenta de que algo no iba bien.

—Quédese quieto —le dijo Donald. Colocó una mano sobre la frente del anciano y pudo sentir el frío que aún albergaba su carne—. Calma.

—Anna… —susurró Turman. Se pasó la lengua por los labios y Donald, al verlo, se dio cuenta de que ni siquiera había traído un poco de agua. Ni tampoco la bebida amarga. Era obvio lo que había ido a hacer allí.

—¿Me oye? —preguntó.

Turman volvió a pestañear y por fin abrió los ojos; sus pupilas se dilataron. Centró la mirada en la cara de Donald y sus ojos se movieron sobre su rostro como si su capacidad de reconocimiento se hubiera atrofiado.

—¿Hijo…? —preguntó con voz ronca.

—No se mueva —le dijo Donald mientras Turman se volvía hacia un lado y se cubría la boca con las manos atadas para toser. Al ver la cuerda que llevaba alrededor de las muñecas, su expresión se tornó confusa. Donald volvió la mirada hacia la lejana puerta—. Necesito que me escuche.

—¿Qué está pasando aquí? —Turman se agarró al borde de la cápsula y trató de incorporarse. Donald metió la mano en el bolsillo para buscar la pistola. Turman se quedó boquiabierto al ver que el cañón de acero negro lo apuntaba. Su conciencia terminó de deshelarse al instante. Permaneció completamente inmóvil, sin mover más que los ojos para mirar a Donald—. ¿Qué año es? —preguntó.

—Doscientos años antes de que nos asesine a todos —respondió éste. Su odio hacía temblar el cañón. Empuñó el arma con las dos manos y retrocedió un paso. Turman estaba maniatado y débil, pero Donald no quería correr riesgos. El viejo era como una víbora dormida en una mañana de frío. Donald no podía sino pensar en lo que podía hacer cuando se caldeara el día.

Turman se pasó la lengua por los labios y lo estudió. Los hombros del anciano despedían vapor.

—Anna te lo ha contado —dijo al fin.

Donald sintió el sádico impulso de decirle que Anna había muerto. Y también otro, fruto de la arrogancia, el de contarle que lo había deducido todo por sí mismo. Pero lo que hizo fue limitarse a asentir.

—Debes saber que es el único modo —susurró Turman.

—Hay mil modos —replicó Donald. Agarró el arma con una sola mano mientras se secaba el sudor de la palma de la otra en el mono.

Turman observó el arma un momento y luego recorrió con la mirada la parte de la sala que había detrás de Donald, tal vez en busca de ayuda. Después volvió a recostarse apoyándose en la cápsula. Del interior de la unidad salía vapor, pero Donald vio que el anciano empezaba a tiritar de frío.

—Antes pensaba que lo que quería era vivir para siempre —dijo Donald.

Turman se echó a reír. Inspeccionó una vez más la cuerda que llevaba alrededor de las muñecas y después miró la aguja y el tubo que colgaban de su brazo.

—Sólo lo suficiente.

—¿Lo suficiente para qué? ¿Para diezmar la humanidad hasta reducirla a la nada? ¿Para liberar uno de esos silos y luego sentarse aquí a ver cómo mueren los demás?

Turman asintió. Dobló las rodillas y las rodeó con los brazos. Sin el mono, sin los hombros orgullosos estirados hacia atrás, parecía realmente frágil y flaco.

—Salvó a toda esa gente solamente para matar a la mayoría de ellos. Y a nosotros.

Turman susurró algo como respuesta.

—Más alto —lo apremió Donald.

El anciano hizo el gesto de llevarse un vaso imaginario a la boca. Donald le mostró la pistola. Era lo único que tenía. Turman se dio unas palmadas en el pecho y Donald se acercó un paso.

—Explíqueme por qué —exigió—. Ahora soy yo el que manda. Yo. Explíquemelo o le juro que soltaré a todo el mundo ahora mismo.

Turman entornó los ojos hasta cerrarlos casi del todo.

—Idiota —susurró—. Se matarán unos a otros.

Su voz era casi inaudible. Donald podía oír el zumbido de las cámaras criogénicas a su alrededor. Se acercó un paso más. A cada instante que pasaba estaba más convencido de que hacía lo correcto.

—Sé lo que cree que va a pasar —le espetó Donald—. Estoy al corriente de esa gran purificación, ese reinicio. —Le clavó el cañón en el pecho—. Sé que usted ve los silos como astronaves que llevan a la gente a un mundo mejor. He leído todas las notas y los memorandos a los que tenía acceso. Pero quiero que me cuente una cosa antes de morir…

Sintió que se le doblaban las piernas. Un ataque de tos se apoderó de él. Intentó sacar el pañuelo, pero la saliva rosada roció la cápsula plateada antes de que pudiera taparse la boca. Turman lo miraba. Donald se enderezó e intentó recordar lo que estaba diciendo.

—Quiero saber para qué tanto dolor —continuó Donald con la voz ronca y la garganta ardiendo—. La sucesión de vidas miserables, toda la gente enterrada aquí abajo a la que pensaba asesinar, a la que nunca pensaba despertar. Su propia hija… —Escudriñó el rostro de Turman en busca de reacciones—. ¿Por qué no nos congelaron durante mil años y luego, una vez que hubiera terminado todo, nos despertaban? Ahora sé lo que le ayudé a construir. Quiero saber por qué no podíamos pasarlo todo durmiendo. Si quería un sitio mejor para nosotros, ¿por qué no llevarnos hasta allí? ¿Para qué tanto sufrimiento?

Turman permaneció totalmente inmóvil.

—Dígamelo —le exigió Donald. La voz se le quebró, pero fingió que no pasaba nada. Volvió a levantar el cañón, que había ido bajando por sí solo.

—Porque nadie puede saberlo —respondió Turman al fin—. Debe morir con nosotros.

—¿El qué debe morir?

Turman se pasó la lengua por los labios.

—El conocimiento. Las cosas que dejamos fuera del Legado. La capacidad de destruirlo todo con sólo pulsar un botón.

Donald se echó a reír.

—¿Cree que no volveremos a descubrirla? ¿La forma de destruirnos?

Turman encogió los hombros desnudos. El vapor que emitían se había disipado.

—Al cabo de mucho tiempo. Mucho más del que tenemos ahora.

Donald señaló las cápsulas que lo rodeaban con el arma.

—Así que todo esto debe desaparecer también. Se supone que debemos escoger una sola tribu, que sólo una de las astronaves aterrizará y todas las demás serán destruidas, ¿no? ¿Ése es el pacto que hicieron?

Turman asintió.

—Bueno, pues alguien lo quebrantó —le soltó Donald—. Alguien me puso aquí, en su lugar. Ahora el Pastor soy yo.

Turman abrió los ojos de par en par. Su mirada pasó del arma a la placa que Donald llevaba junto al cuello. El castañeteo de sus dientes se interrumpió cuando apretó la mandíbula.

—No —exclamó en voz baja.

—Yo nunca pedí este trabajo —replicó Donald, más para sí mismo que para Turman. Volvió a levantar el cañón—. Ninguno de ellos.

—Ni yo —respondió éste, y Donald volvió a acordarse de los prisioneros y los guardias de los experimentos. Podría haber sido él quien estuviera ahora en la cápsula. Y el que estaba fuera con el arma podría haber sido cualquiera. Era el sistema.

Había cien cosas más que quería preguntar o decir. Quería contarle al anciano que había sido como un padre para él, pero ¿qué pasaba cuando un padre abusaba de aquellos a los que amaba? Quería reprenderlo a gritos por todo el daño que le había hecho al mundo, pero una parte de él sabía que el daño ya estaba hecho mucho antes y que era irreversible. Y por último, había una parte de él que quería suplicar ayuda, liberar al anciano de la cápsula; una parte que quería ocupar su lugar, acurrucarse allí dentro y volver a dormir, una parte que sabía que ser prisionero era mucho mejor que hacer de guardia. Pero su hermana estaba arriba, recuperándose. Los dos tenían más preguntas que requerían respuesta. Y en otro silo, no muy lejos de allí, estaba sucediendo una transformación, el fin de un levantamiento, y Donald quería saber cómo terminaba.

Todas estas cosas y muchas otras pasaron volando por su mente. No pasaría mucho tiempo antes de que el doctor Wilson volviese a su mesa y lanzase una mirada casual a la pantalla en el momento justo en que apareciesen las imágenes de la cámara en la que se encontraba. Y al mismo tiempo que Turman abría los labios para decir algo, Donald se dio cuenta de que despertar al anciano para oír sus excusas había sido un error. No tenía nada que enseñarle.

Turman se inclinó hacia adelante.

—Donny —dijo.

Alargó las muñecas atadas hacia la pistola que empuñaba Donald. Sus brazos se movían lenta y débilmente, no con la esperanza —pensaba Donald— de arrebatársela, sino para acercársela, para pegársela al pecho o a la boca, tal como había hecho Victor. Tal era la tristeza que había en sus ojos.

La mano de Turman pasó sobre el borde de la cápsula y buscó el arma, y Donald estuvo a punto de entregársela, sólo para ver lo que hacía con ella.

En vez de eso, apretó el gatillo. Lo hizo antes de que tuviera tiempo de lamentarlo.

La detonación fue inconcebiblemente estruendosa. Hubo un brillante destello, un ruido espantoso cuyo eco resonó sobre un millar de almas dormidas, y entonces un hombre se desplomó en el interior de un ataúd.

La mano de Donald temblaba. Recordó sus primeros días en el cargo, todo lo que había hecho aquel hombre por él, aquella primera reunión, al comienzo de todo. Lo habían contratado para hacer un trabajo para el que a duras penas estaba cualificado. Para hacer un trabajo que al principio ni siquiera podía concebir. Aquella primera mañana, al despertar como congresista y comprender que sólo él y un puñado de personas más se encontraban al timón de una poderosa nación, había sentido tanto miedo como orgullo. Pero desde el principio no había sido otra cosa que un demente al que se le había encargado levantar las paredes de su propio manicomio.

Esta vez sería distinto. Esta vez aceptaría la responsabilidad y dirigiría sin miedo. Junto con su hermana, en secreto. Averiguarían qué le pasaba al mundo y lo arreglarían. Restaurarían el orden en todo lo que se había perdido. En otro silo se había iniciado un experimento, un cambio de papeles, y Donald tenía ganas de ver los resultados.

Estiró el brazo y cerró la tapa de la cápsula. La brillante superficie estaba manchada de saliva rosa. Volvió a toser y se limpió la boca. Se guardó la pistola en el bolsillo y se alejó de allí con el corazón aún latiendo apresuradamente por lo que había hecho. Y la cápsula, con el muerto en su interior, continuó con su silencioso zumbido.