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Silo 1
Troy estaba haciendo un solitario mientras el silo Doce se desmoronaba. El juego tenía algo que lo sumía en un feliz aturdimiento. Su monótona repetición era más eficaz que las pastillas para mantener a raya las oleadas de la depresión. Su nula exigencia en materia de habilidad permitía ir más allá de la distracción y entrar en el reino de la completa anulación mental. La verdad era que el jugador ganaba o perdía la partida en el mismo momento en el que el ordenador repartía las cartas. El resto sólo era el proceso de averiguar cuál era el resultado.
Para ser un juego de ordenador, era absurdamente tosco desde el punto de vista tecnológico. En lugar de cartas sólo tenía una serie de letras y números. Los palos se indicaban con los símbolos *, &, % y +. A Troy le fastidiaba no saber qué símbolo representaba los corazones y cuál las picas. Aunque se trataba de algo arbitrario y en realidad no tenía la menor importancia, el mero hecho de ignorarlo le resultaba frustrante.
Había tropezado con el juego por accidente, mientras curioseaba por unas carpetas del ordenador. Tuvo que experimentar un poco para aprender que se barajaba con la barra espaciadora y las cartas se repartían con las flechas, pero tenía tiempo de sobra para cosas así. Aparte de reunirse con los jefes de departamento, repasar las notas de Merriman y releer la Orden, tenía muy poco que hacer. Así que le sobraba el tiempo para desplomarse en el baño de su oficina y llorar hasta que le corrían regueros de baba por la barbilla, para sentarse bajo el chorro ardiente de la ducha, para meterse las pastillas en los carrillos y así disponer de una pequeña reserva para los peores momentos, para preguntarse por qué los fármacos ya no eran tan eficaces como antes, a pesar de que había doblado la dosis por decisión propia.
Puede que la capacidad de aturdimiento del juego fuese precisamente la razón de su existencia, del esfuerzo que alguien había invertido para crearlo y de que después hubiera decidido esconderlo. Lo había visto en el rostro de Merriman mientras bajaban en el ascensor, en el último día de su turno. Los productos químicos sólo aplacaban lo peor del dolor, esa angustia indefinible. Pero las heridas menores volvían a aflorar a la superficie. Esos arranques de repentina tristeza tenían que salir de alguna parte.
Mientras colocaba en su lugar las últimas cartas, su mente vagaba libremente. El ordenador le había concedido una victoria al barajar y Troy iba a llevarse todo el mérito por verificarlo. En la pantalla apareció un «¡BUEN TRABAJO!» en grandes letras negras. Resultaba extrañamente satisfactorio que un juego de producción casera le dijese esto, que había hecho un buen trabajo. Le inspiraba un sentimiento de realización, de haber hecho algo fructífero durante el día.
Dejó que el mensaje parpadease en la pantalla y mientras tanto recorrió el despacho con la mirada en busca de algo que hacer. Tenía que terminar algunas enmiendas a la Orden, redactar anuncios para los jefes de los demás silos y asegurarse de que el vocabulario de los memorandos cumplía con una normativa siempre cambiante.
Él mismo se equivocaba muchas veces y los llamaba búnkers en lugar de silos. Era complicado para quienes habían vivido en los tiempos del Legado. A pesar de la medicación, pervivía un viejo léxico, una manera de ver el mundo. Sentía envidia de los hombres y las mujeres de los demás silos, que nacerían y morirían en sus propios mundos en miniatura, que se enamorarían y dejarían de estar enamorados, que conservarían sus sufrimientos en el recuerdo, los sentirían, aprenderían de ellos y serían transformados por ellos. La intensidad de sus celos era aún mayor que la envidia que sentía por las mujeres de su propio silo, perpetuamente dormidas en sus cámaras salvavidas…
Alguien llamó a la puerta, a pesar de que estaba abierta. Al levantar la mirada vio a Randall, uno de los miembros de la oficina psiquiátrica del otro lado del pasillo, plantado en el umbral. Lo invitó a pasar con una mano mientras minimizaba el juego con la otra. Luego la apoyó sobre su copia de la Orden, encima de la mesa, tratando de aparentar que estaba ocupado.
—Tengo el informe sobre creencias que quería. —Randall agitó una carpeta en el aire.
—Oh, bien, bien. —Troy la cogió. Siempre estaban con las carpetas. Le recordaban a los dos grupos que habían construido aquel lugar: políticos y médicos. Ambos procedían de una época pretérita, una época de papeleo. ¿O es que ninguno de ellos se fiaba de ningún dato que no se pudiese triturar o quemar?
—El jefe del silo Seis ha escogido y preparado a su sucesor. Quiere programar la presentación para formalizarlo.
—Muy bien. —Troy hojeó la carpeta y vio las transcripciones mecanografiadas de la sala de comunicaciones de cada silo. Esperaba con impaciencia la ceremonia de formalización. Cualquier tarea que ya hubiera realizado antes le inspiraba algo menos de miedo.
—Aparte de eso, la población del silo Treinta y dos está dando algunos problemas. —Randall rodeó la mesa y se pasó la lengua por los labios antes de proceder a presentar el informe. Troy miró de reojo el monitor para asegurarse de que había minimizado la partida—. Están acercándose al límite a toda velocidad. El doctor Haines cree que podría tratarse de un lote de implantes anticonceptivos fallidos. El jefe del Treinta y dos, un tal Biggers… aquí está… —Randall sacó el informe correspondiente—… lo niega y dice que ninguna mujer con un implante activo se ha quedado embarazada. Dice que la lotería está amañada o que les pasa algo a nuestros ordenadores.
—Mmm. —Troy cogió el informe y lo estudió. El silo Treinta y dos había llegado a los nueve mil habitantes y su edad de promedio había descendido hasta los veintipocos años—. Hay que programar una llamada para mañana a primera hora de la mañana. No me trago lo de la lotería amañada. De hecho, ni siquiera deberían organizarla, ¿verdad? Al menos hasta que haya espacio.
—Eso es lo que le he dicho.
—Y los recuentos de población de todos los silos los realizan los mismos equipos. —Procuró formular la frase como si no fuese una pregunta, pero lo era. No lo recordaba.
—Así es —confirmó Randall.
—Lo que significa que nos están mintiendo. Es decir, algo así no sucede de la noche a la mañana. Biggers debió de verlo venir, lo que quiere decir que: o lo sabía de antes, lo que querría decir que es cómplice, o ha perdido el control de la situación.
—Exacto.
—Muy bien. ¿Qué sabemos sobre el segundo de Biggers?
—¿Su sombra? —Randall titubeó—. Tendría que buscar su archivo, pero lleva bastante tiempo en el puesto. Estaba allí antes de que comenzásemos nuestros turnos.
—Bien. Hablaré con él por la mañana. Sólo con él.
—¿Cree que deberíamos reemplazar a Biggers?
Troy asintió con expresión lúgubre. La Orden era muy clara con respecto a aquellos problemas que carecían de explicación: «Comenzar por arriba. Asumir que la explicación es una mentira». Debido a esta norma, Randall y él estaban hablando de un hombre al que iban a apartar de su puesto como si fuese una pieza de maquinaria rota.
—Muy bien, una cosa más…
El atronador ruido de unas botas que se acercaban por el pasillo interrumpió la frase. Randall y Troy levantaron los ojos mientras Saul irrumpía en la sala, con los ojos abiertos de par en par por el miedo.
—Señores…
—Saul, ¿qué pasa?
El oficial de comunicaciones tenía cara de haber visto un millar de fantasmas.
—Lo necesitamos en la sala de comunicaciones, señor. Ahora mismo.
Troy se apartó de la mesa. Randall lo siguió.
—¿De qué se trata? —preguntó Troy.
Saul se alejó a paso vivo por el pasillo.
—Es el silo Doce, señor.
Pasaron corriendo junto a un hombre con una escalerilla que estaba reemplazando una bombilla averiada hacía tiempo. La gran placa de plástico rectangular que había quitado del techo parecía un portal abierto a los cielos. Troy tuvo dificultades para seguir a los otros sin quedarse sin aliento.
—¿Qué pasa en el silo Doce? —resopló.
Saul se volvió un instante hacia él, con el rostro crispado de preocupación.
—Creo que lo estamos perdiendo, señor.
—¿El qué, el contacto? ¿No puede hablar con ellos?
—No. El silo, señor. El silo. Todo él.