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2049

Washington D. C.

Las altas vitrinas de cristal habían servido en su día como librerías. Había indicios de ello. Los objetos que albergaban tenían siglos de antigüedad, mientras que los goznes y las diminutas cerraduras de las puertas de vidrio no pasaban de décadas. Los marcos que rodeaban los cristales eran de madera de cerezo, pero las estanterías habían sido construidas en roble. Alguien había tratado de disimular esta diferencia añadiendo unas capas de pintura, pero la textura era distinta. El color no era el mismo. Para una persona perceptiva, eran detalles que saltaban a la vista.

El congresista Donald Keene se fijó en todo aquello sin pretenderlo. Simplemente se dio cuenta de que, tiempo atrás, en aquel lugar se había producido una gran purga, una generación forzada de espacio. En algún momento del pasado habían expurgado la sala de espera del senador de los preceptivos libros de derecho, salvo unos pocos elegidos. Estos volúmenes descansaban silenciosos en los rincones más umbríos de las vitrinas de cristal. Tenían el lomo surcado de grietas y el viejo cuero se les desprendía por capas, como piel vieja quemada por exceso de sol.

Un puñado de colegas de Keene, todos ellos recién elegidos, ocupaban la sala de espera, sumidos en un estado de agitación que les impedía permanecer quietos. Al igual que Donald, eran jóvenes y estaban dominados aún por un impenitente optimismo. Iban a llevar el cambio a la colina del Capitolio. Esperaban conseguir lo que sus predecesores, tan ingenuos como ellos, no habían logrado.

Mientras esperaban a que les llegara el turno de reunirse con Turman, el poderoso senador de su estado natal de Georgia, charlaban nerviosamente entre sí. Eran un hatajo de sacerdotes, se dijo Donald, puestos en fila para conocer al nuevo papa, para besarle el anillo. Suspiró con fuerza y se concentró en el contenido de la vitrina, ensimismado en la contemplación de los tesoros que había detrás del cristal, mientras otro representante del estado de Georgia parloteaba sobre los centros de Control y Prevención de Enfermedades de su distrito.

—… y en su página web tienen una guía detallada de respuesta y contingencia para… no te lo pierdas, para una invasión zombi. ¿A que parece increíble? Putos zombis. Como si el mismísimo CDC creyese que puede suceder que, de repente, empecemos a comernos unos a otros…

Donald contuvo una sonrisa temiendo que su reflejo fuese visible en el cristal. Desvió la mirada hacia una colección de fotografías que ocupaba la pared, en las que se veía al senador con cada uno de los cuatro últimos presidentes. En cada toma se veía la misma postura, el mismo apretón de manos y el mismo fondo formado por banderas y enormes y bonitos escudos. El senador era siempre el mismo, mientras que los presidentes iban y venían. Tenía el cabello cano en la primera foto y seguía teniéndolo en la última; parecía absolutamente ajeno al paso de las décadas.

Pero aquellas fotografías colocadas allí, unas junto a otras, resultaban devaluadas de algún modo. Las escenas parecían montajes. Falsas. Era como si todos los miembros de aquel grupo, formado por los hombres más poderosos del mundo, hubieran suplicado la oportunidad de posar con él en un escenario de cartón piedra, en la atracción de una feria de pueblo.

Donald se echó a reír y uno de los congresistas de Atlanta se unió a él.

—Sí, ¿verdad? Zombis. Es para morirse de risa. Pero vamos a pensarlo un momento, ¿de acuerdo? ¿Para qué iba a publicar el CDC ese manual, si no…?

Donald sintió el deseo de corregir al otro congresista, de explicarle de qué se reía en realidad. «Mire esas sonrisas», hubiera querido decir. Sólo se veían en las caras de los presidentes. La expresión del senador parecía indicar que habría preferido estar en cualquier otro lugar. Era como si cada uno de los que formaban aquella sucesión de comandantes en jefe del país hubiera sabido quién era el hombre más poderoso en aquella sala, quién seguiría estando allí mucho después de que ellos hubieran pasado y se hubiesen marchado.

—… con consejos como que todo el mundo debe tener un bate de béisbol, linternas y velas, ¿no? Por si acaso. Ya sabe, para aplastarles el cerebro.

Donald sacó el teléfono y consultó la hora. Miró de reojo la puerta de la sala y se preguntó cuánto más tendría que esperar. Después de guardar el teléfono, dirigió de nuevo la mirada hacia la vitrina y estudió un estante en el que habían colocado un uniforme con tanto cuidado como si hubiera sido una delicada pieza de origami. La pechera izquierda de la chaqueta estaba cubierta por una panoplia de medallas. Las mangas estaban plegadas y recogidas con alfileres para resaltar las trenzas doradas cosidas a los puños. Delante del uniforme, sobre un expositor de madera, descansaba una colección de monedas conmemorativas, demostraciones de aprecio a hombres y mujeres que se encontraban en otros países.

Eran verdaderos ejercicios de elocuencia: el uniforme aludía al pasado y las monedas a los soldados desplegados en aquel mismo momento en el frente. Ambos, pertenecientes a un par de guerras distintas. En una de ellas, el senador había combatido de joven. La otra había tratado de impedirla cuando era un hombre mayor y más sabio.

—… sí, parece una locura, pero ¿sabe lo que le hace la rabia a un perro? Es decir, lo que le hace de verdad, en términos biológicos…

Donald se inclinó hacia adelante para examinar mejor las monedas conmemorativas. El número y lema de cada una de ellas representaba un grupo operativo. ¿O era un batallón? No lo recordaba. Su hermana Charlotte lo sabría. Ella estaba allí, en alguna parte, en el campo de batalla.

—Oiga, ¿no lo pone esto un poco nervioso?

Donald se dio cuenta de que la pregunta estaba dirigida a él. Se volvió y miró al locuaz congresista. Debía de tener unos treinta y tantos años, como él. Al verlo, Donald reconoció su propia calvicie incipiente, los primeros indicios de barriga que él también estaba desarrollando: el desagradable descenso hacia la madurez.

—¿Que si me ponen nervioso los zombis? —respondió con una carcajada—. No. La verdad es que no.

El otro congresista se colocó a su lado y sus ojos se dejaron atraer por el imponente uniforme que tenía delante, hinchado como si el pecho del soldado que lo había llevado en su día aún lo ocupara.

—No —dijo el hombre—. Me refiero a estar aquí para verlo a él.

La puerta de la sala de recepción se abrió y desde el otro lado se oyeron por un momento los timbres de los teléfonos.

—¿Congresista Keene?

Había una recepcionista de avanzada edad en la puerta, ataviada con una blusa blanca y una falda negra que resaltaban su delgada y atlética figura.

—El senador Turman lo recibirá ahora —anunció.

Donald le dio unas palmaditas en el hombro al congresista de Atlanta al pasar a su lado.

—Eh, buena suerte —balbuceó el otro a su espalda.

Donald sonrió. Reprimió la tentación de volverse y decirle que conocía muy bien al senador, que había brincado sobre sus rodillas de niño. Pero estaba demasiado ocupado conteniendo su propio nerviosismo como para hacer tonterías.

Atravesó la puerta, forrada de arriba abajo de paneles de maderas nobles, y entró en el santuario del senador. No era como cruzar el vestíbulo de la casa de un hombre para ir a recoger a su hija antes de una cita. Esto era algo distinto. Era la presión de reunirse como colegas, a pesar de que Donald seguía sintiéndose como si fuese aquel niño.

—Por aquí —dijo la recepcionista.

Lo condujo entre un par de grandes mesas, en las que trinaba una docena de teléfonos con breves ráfagas de timbrazos. Jóvenes de los dos sexos, con trajes y blusas impecables, respondían las llamadas de dos en dos. Sus expresiones de hastío indicaban que el volumen de trabajo era el habitual para la mañana de un día laborable cualquiera.

Donald alargó una mano al pasar por delante de una de las mesas y rozó la madera con las yemas de los dedos. Caoba. En aquel sitio los ayudantes tenían mesas de mejor calidad que la suya. Por no hablar de la decoración: la gruesa alfombra, las grandes y antiguas molduras de las paredes, el techo de azulejos, las lámparas colgantes que parecían estar hechas de cristal genuino…

Al otro lado de la sala de los timbrazos y los pitidos se abrió otra puerta también forrada de paneles de madera. Tras ella apareció el congresista Mick Webb, cuya reunión acababa de terminar. Mick no se fijó en Donald, demasiado absorto en la carpeta abierta que tenía delante.

Donald se detuvo y esperó a que se acercase su colega y antiguo compañero de universidad.

—Bueno —preguntó—, ¿qué tal ha ido?

Mick levantó la mirada y cerró bruscamente la carpeta. Se la guardó debajo del brazo y asintió.

—Bien, bien. Ha ido de maravilla. —Sonrió—. Siento que hayamos tardado tanto. El viejo parece no aburrirse de mí.

Donald se echó a reír. Era cierto. Mick había conseguido el cargo con facilidad. Poseía el carisma y la confianza que suelen acompañar a los hombres altos y apuestos. Donald solía tomarle el pelo diciendo que si no se le hubiera dado tan rematadamente mal recordar nombres, algún día habría podido ser presidente.

—Tranquilo —repuso mientras señalaba hacia atrás con el pulgar—. Estaba haciendo nuevos amigos.

Mick sonrió.

—Ya me lo imagino.

—Sí, bueno, ya te veré en el rancho.

—Claro. —Mick le tocó en el hombro con la carpeta a modo de despedida y se encaminó a la salida. Donald, al reparar en la mirada de pocos amigos que le dirigía la recepcionista del senador, apretó el paso. La mujer lo invitó a entrar en una oficina en penumbra y cerró la puerta tras él.

—El congresista Keene.

El senador Paul Turman se levantó detrás de su mesa y le tendió la mano. Esbozó su ya clásica sonrisa, una sonrisa con la que Donald había acabado por familiarizarse a fuerza de verla en fotografías y en televisión, así como cuando era niño. A pesar de su edad —debía de acercarse a los setenta años, si es que no había cruzado aún esa barrera—, el senador estaba delgado y parecía en buena forma. Su camisa Oxford cubría un torso de constitución marcial. Un grueso cuello surgía por debajo de la corbata, y llevaba el cabello cano tan pulcra e impecablemente recortado como un recluta.

Donald atravesó la sala a oscuras y le estrechó la mano.

—Me alegro de verlo, señor.

—Siéntate, por favor. —Turman le soltó la mano y señaló uno de los sillones que había al otro lado de su mesa. Donald se sentó en el de cuero rojo brillante, con los brazos tachonados de ojales dorados tan consistentes como los recios remaches de una viga de acero.

—¿Cómo está Helen?

—¿Helen? —Donald se alisó la corbata—. Muy bien. Ha vuelto a Savannah. Se alegró mucho de verlo en la recepción.

—Tienes una mujer preciosa.

—Gracias, señor. —Donald hizo un esfuerzo por relajarse, lo que no lo ayudó nada a conseguirlo. En aquella oficina reinaba la oscuridad de un crepúsculo, a pesar de que la lámpara del techo estaba encendida. En el exterior, el cielo estaba cubierto por nubes bajas y oscuras que resultaban desagradables. Si se ponía a llover, tendría que utilizar el túnel para volver a su oficina. Detestaba estar allí abajo. A pesar de las alfombras y de los pequeños candelabros que había en las paredes a intervalos regulares, él sabía que estaba bajo tierra. Los túneles de Washington lo hacían sentir como una rata en una alcantarilla. Siempre tenía la sensación de que el techo estaba a punto de ceder.

—¿Cómo te trata el trabajo?

—El trabajo está bien. No paro, pero me gusta.

Se disponía a preguntarle al senador por Anna, pero en aquel momento se abrió la puerta que había tras él y perdió la ocasión de hacerlo. La recepcionista entró con dos botellas de agua. Donald le dio las gracias y, al ir a desenroscar el tapón, vio que ya la habían abierto.

—Espero que no estés demasiado ocupado como para hacer algo por mí. —El senador Turman enarcó una ceja. Donald tomó un sorbo de agua mientras se preguntaba si aquello, lo de la ceja, sería una habilidad que se podía llegar a dominar. Cada vez que lo veía hacerlo sentía el impulso de ponerse firmes y saludar marcialmente.

—Seguro que puedo sacar tiempo —asintió—. Sobre todo después de lo mucho que hizo por mí. Dudo que hubiera pasado de las primarias por mí mismo —concluyó mientras jugueteaba nerviosamente con la botella en el regazo.

—Mick Webb y tú sois Bulldogs los dos, ¿verdad?

Donald tardó un momento en darse cuenta de que el senador se refería a su mascota de la universidad. No había seguido mucho los deportes cuando estaba estudiando en Georgia.

—Sí, señor. Bueno, Dawgs.

Esperaba no haberse equivocado.

El senador sonrió. Se inclinó hacia adelante para que su rostro captase parte de la suave luz que caía sobre la mesa. Bajo la atenta mirada de Donald, aparecieron las sombras de unas arrugas fáciles de pasar por alto en cualquier otra circunstancia. El rostro enjuto y la barbilla cuadrada de Turman lo hacían parecer más joven de cara que de perfil. Era un hombre que conseguía que se le abriesen puertas abordando a los demás de frente, no tendiendo emboscadas.

—Estudiaste arquitectura en Georgia.

Donald asintió. Era fácil olvidarse de que conocía mejor a Turman que el senador a él. Uno de los dos aparecía con bastante más frecuencia en los titulares de la prensa.

—Así es. Allí obtuve la licenciatura, así como un máster en Administración Pública. Pensé que podría hacer más bien gobernando a la gente que dibujando cajas de cerillas para meterla dentro.

Sintió un vacío en el estómago al darse cuenta de lo que acababa de decir. Era una frase tonta que había acuñado en la universidad, algo que tendría que haber dejado enterrado en el pasado, junto con la costumbre de aplastar latas de cerveza con la frente o la fascinación por las minifaldas y los traseros de las estudiantes. Por enésima vez, se preguntó para qué lo habrían convocado allí junto con los demás congresistas novatos. Cuando recibió la invitación, pensó que se trataba de un acto puramente social. Luego, cuando Mick comenzó a alardear de su cita, supuso que se trataría de una formalidad o una tradición. Pero ahora se preguntaba si no sería algún juego de poder, la ocasión de ganarse a los representantes de Georgia para cuando llegase el momento en que Turman necesitase que la cámara baja (y ciertamente menor) votase en algún sentido.

—Dime una cosa, Donny, ¿qué tal se te da guardar secretos?

Donald sintió que se le helaba la sangre. A pesar de que tenía los nervios a flor de piel, se obligó a bromear.

—Logré que me eligieran, ¿no?

El senador Turman sonrió.

—Así que probablemente aprendiste la mejor lección que se puede aprender sobre los secretos. —Levantó la botella a modo de saludo—. La negación.

Donald asintió y tomó un trago de agua. No sabía muy bien adónde quería ir a parar el senador, pero estaba empezando a sentirse incómodo. Podía oler uno de los chanchullos que había prometido erradicar a sus votantes si salía elegido.

El senador se reclinó en su asiento.

—La negación es el secreto fluido vital de esta ciudad —dijo—. Es el sabor que liga el resto de los ingredientes. Siempre les digo lo mismo a los recién elegidos: la verdad saldrá a la luz, como siempre lo hace… pero mezclada con todas las mentiras. —Agitó una mano en el aire—. Hay que negar cada verdad y cada mentira con el mismo vigor. Dejar que esas páginas web y esos zumbados que no paran de hablar sobre las conspiraciones confundan al público por ti.

—Eh… sí, señor. —Donald no sabía qué más decir, así que optó por tomar otro trago de agua.

El senador volvió a enarcar una ceja. Se mantuvo un instante en silencio y entonces, como si tal cosa, preguntó:

—¿Crees en los extraterrestres, Donny?

A Donald casi se le sale el agua por la nariz. Se tapó la boca con la mano, tosió y tuvo que secarse la barbilla. El senador se mantuvo impávido.

—¿Extraterrestres? —Donald negó con la cabeza y se secó la palma mojada en los pantalones—. No, señor. Me refiero a todo eso de las abducciones. ¿Por qué?

Se preguntó si irían a informarlo sobre algo. ¿Por qué le había preguntado el senador si era capaz de mantener un secreto? ¿Se disponía a ponerlo al corriente acerca de algún asunto de seguridad nacional? El senador se mantuvo en silencio.

—No existen —dijo al fin. Buscó algún indicio o tic revelador con la mirada—. ¿Verdad?

El anciano sonrió.

—De eso se trata —asintió—. Pero lo sean o no, la gente seguiría diciendo las mismas tonterías. ¿Te sorprendería que te dijese que son muy reales?

—Caray, sí, me sorprendería mucho.

—Bien. —El senador empujó una carpeta que había sobre la mesa hacia él.

Donald la miró y levantó una mano.

—Espere. ¿Existen o no? ¿Qué está intentando decirme?

El senador Turman se echó a reír.

—Pues claro que no. —Levantó la mano de la carpeta y apoyó los codos sobre la mesa—. ¿Has visto lo mucho que le está costando a la NASA convencernos de que organicemos un viaje de ida y vuelta a Marte? Nunca llegaremos a otro planeta. Nunca. Y nadie va a venir aquí. ¿Para qué iban a hacerlo?

Donald no sabía qué pensar, pero se sentía mucho mejor que apenas un minuto antes. Entendía lo que quería decir el senador, que la verdad y la mentira podían parecer blancas y negras, pero cuando se mezclaban todo se volvía gris y confuso. Dirigió los ojos hacia la carpeta. Era muy similar a la que llevaba Mick. Le recordó el cariño que parecía sentir el gobierno por todas las cosas anticuadas.

—Esto es un ejemplo de negación, ¿no? —Estudió al senador—. Lo que está haciendo ahora mismo. Está tratando de despistarme.

—No. Lo que estoy haciendo es decirte que dejes de ver tantas películas de ciencia ficción. A ver, ¿por qué crees que esos cabezas de chorlito siempre están soñando con colonizar otros planetas? ¿Tienes la menor idea de lo que costaría? Es ridículo. Absurdo, desde el punto de vista de la eficiencia de costes.

Donald se encogió de hombros. No creía que fuese ridículo. Volvió a enroscar el tapón de la botella.

—Soñar con los espacios abiertos está en nuestra naturaleza —dijo—. Buscar espacio para extendernos. ¿No es así como terminamos aquí?

—¿Aquí? ¿En América? —El senador se echó a reír—. El espacio no nos lo encontramos al llegar. Infectamos a un montón de gente, los matamos y así apareció el espacio. —Turman señaló la carpeta con el índice—. Lo que nos lleva a esto. Tengo un proyecto en el que me gustaría que trabajases.

Donald dejó la botella sobre el forro de cuero del imponente escritorio y cogió la carpeta.

—¿Se trata de un comité?

Trató de atenuar sus esperanzas. Era tentador pensar que podía aparecer como coautor de un proyecto de ley en su primer año en el cargo. Abrió la carpeta y la inclinó hacia la ventana. En el exterior estaba formándose una tormenta.

—No, nada de eso. Se trata del INS-COE.

Donald asintió. «Cómo no». De pronto, el preámbulo sobre los secretos y las conspiraciones tenía todo el sentido del mundo, al igual que la presencia de los congresistas de Georgia en el exterior. Se trataba de la Instalación de Contención y Eliminación, conocida por el acrónimo INS-COE, el eje del nuevo proyecto de ley sobre la energía del senador, el depósito que albergaría algún día la mayoría de los residuos nucleares del mundo. O, si uno hacía caso a las páginas web que había mencionado Turman, la próxima Área 51, o el lugar donde estaban construyendo una nueva y mejorada superbomba, o la instalación de contención para grupos de anarquistas que se habían pasado de la raya al comprar armas. Tenías donde elegir. Había tanto ruido que era muy fácil ocultar cualquier verdad.

—Sí —dijo Donald un poco desanimado—. Hemos recibido algunas llamadas muy divertidas de mi distrito sobre este asunto. —Optó por no mencionar una sobre reptilianos—. Quiero que sepa, señor, que en privado respaldo el proyecto al ciento por ciento. —Levantó la mirada hacia el senador—. Me alegro de no haber tenido que votar por él en público, pero ya iba siendo hora de que alguien diese la cara, ¿no?

—Exactamente. Por el bien común. —El senador Turman tomó un largo trago de agua y se aclaró la garganta—. Eres un joven brillante, Donny. No todos se dan cuenta de lo importante que será esto para nuestro estado. Un verdadero salvavidas. —Sonrió—. Perdona, aún te llaman Donny, ¿no? ¿O ya sólo Donald?

—Lo que usted prefiera —mintió Donald. Ya no le gustaba que lo llamaran Donny, pero cambiar de nombre en mitad de la vida de uno es prácticamente imposible. Devolvió su atención a la carpeta y obvió la carta de presentación. Debajo había un esbozo que se le antojó fuera de lugar. Era… demasiado familiar. Familiar y al mismo tiempo ajeno, como si procediese de otra vida.

—¿Has visto la memoria económica? —preguntó Turman—. ¿Sabes cuántos puestos de trabajo ha creado el proyecto de la noche a la mañana? —Chasqueó los dedos—. Cuarenta mil. Y eso sólo en Georgia. Y muchos de ellos en tu distrito, entre transportistas y estibadores. Claro, ahora que se ha aprobado, nuestros colegas menos diligentes se quejan de que no les hayan dejado presentar sus propias propuestas…

—Esto lo dibujé yo —lo interrumpió Donald mientras sacaba el esbozo. Se lo mostró a Turman como si creyese que al senador iba a sorprenderle su presencia en la carpeta. Donald se preguntó si sería cosa de la hija del senador, una especie de chiste o un saludo con un guiño por parte de Anna.

Turman asintió.

—Sí, bueno, hay que detallarlo más, ¿no te parece?

Donald estudió el boceto arquitectónico mientras se preguntaba a qué clase de prueba estaban sometiéndolo. Recordaba el esbozo. Era un proyecto que había realizado en el último minuto para la clase de biotectura, en su último año. No había nada inusual o extraordinario en él, sólo era un gran edificio cilíndrico de unos cien pisos, recubierto de hormigón y vidrio, con balcones de jardines colgantes y un corte lateral que permitía ver las zonas de alojamiento, trabajo y comercio. La estructura era sencilla allí donde, según recordaba, sus compañeros habían sido más audaces, y meramente práctica donde podría haber corrido mayores riesgos. Unos voladizos verdes sobresalían del techo, un horrible cliché, un guiño a la neutralidad del carbono.

En suma, un proyecto monótono y aburrido. Donald era incapaz de imaginarse un diseño tan simple en medio de los desiertos de Dubái, entre la última y extraordinaria hornada de rascacielos autosuficientes. Y, desde luego, no comprendía para qué lo quería el senador.

—Detallarlo más —repitió las últimas palabras de éste en un murmullo. Hojeó el resto de la carpeta en busca de pistas.

—Espere. —Vio una lista de requisitos como las que detallan los clientes cuando buscan contratistas—. Esto parece una propuesta de diseño. —Palabras que había olvidado haber aprendido alguna vez captaron repentinamente su atención: «flujo de tráfico interior», «planes de bloqueo», «HVAC», «hidroponía»…

—Me temo que tendrás que renunciar a la luz del sol —dijo el senador Turman mientras se inclinaba hacia adelante haciendo chirriar su silla.

—¿Disculpe? —Donald levantó la carpeta—. ¿Qué es exactamente lo que quiere que haga?

—Yo sugeriría las luces que utiliza mi esposa. —Formó un diminuto círculo con las manos, apuntando hacia el centro—. Las usa para que las semillas germinen en invierno, pero cada bombilla me cuesta una verdadera fortuna.

—Se refiere a luces de crecimiento.

Turman volvió a chasquear los dedos.

—No te preocupes por los costes. Tú pide lo que necesites. Además, dispondrás de ayuda para la parte técnica. Ingenieros. Un equipo técnico.

Donald siguió hojeando la carpeta.

—¿Para qué es esto? ¿Y por qué yo?

—Es lo que llamamos un edificio de contingencia. Lo más probable es que no lleguemos a utilizarlo nunca, pero no nos dejarán almacenar las barras de combustible agotado si no ponemos este monstruo cerca. Es como la ventana que tuve que abrirle a mi sótano para que la casa pudiera pasar la inspección. Era un… ¿cómo lo llamáis vosotros?

—Punto de salida —dijo Donald, usando un término técnico que había acudido a su mente sin habérselo propuesto.

—Sí, un punto de salida. —Señaló la carpeta—. Ese edificio es como esa ventana. Algo que tenemos que construir para que el resto del proyecto pueda pasar la inspección. Éste será el sitio donde se refugiarán los empleados de la instalación en el improbable caso de que se produzca un ataque o una fuga. Un refugio. Y tiene que ser perfecto, porque de lo contrario el proyecto se irá al garete en menos que canta un gallo. El hecho de que nuestro proyecto haya sido aprobado no significa que ya esté todo hecho, Donny. Hace décadas hubo otro en la zona oeste que también aprobaron y que recibió la financiación que necesitaba, pero al final acabó cancelándose.

Donald sabía a qué se refería. Una instalación de contención enterrada debajo de una montaña. La comidilla en el Capitolio era que el proyecto de Georgia tenía las mismas probabilidades de salir adelante. De repente, le parecía que la carpeta pesaba tres veces más. Lo que le estaban pidiendo era que participase en un futuro fracaso. Que lo apoyase con todo el peso del cargo que acababa de obtener.

—He puesto a Mick Webb a trabajar en algo relacionado: logística y planificación. Tendréis que colaborar en algunas cosas. Y Anna va a dejar su puesto en el MIT para echar una mano.

—¿Anna? —Donald buscó el agua a tientas con una mano temblorosa.

—Claro. Dirigirá el equipo de ingenieros del que te he hablado. Ahí hay una lista con lo que va a necesitar. Es bastante extensa.

Donald tomó un sorbo de agua y se obligó a tragar.

—Sí, sé que podría pedírselo a otra gente, pero el proyecto no debe fracasar, ¿comprendes? Necesito que quede en familia. Por eso quiero gente a la que conozco, gente en la que puedo confiar. —El senador Turman entrelazó los dedos—. Si te han elegido para algo, ha sido para hacer esto. Y quiero que lo hagas bien. Precisamente por eso te ayudé.

—Claro. —Donald ladeó la cabeza para ocultar su confusión. Durante las elecciones le había preocupado que el apoyo del senador se debiese a sus antiguos vínculos familiares. Por alguna razón, la realidad era aún peor. No era Donald el que había estado aprovechándose del senador; era justo al contrario. Mientras estudiaba el boceto que tenía en el regazo, el nuevo congresista se dio cuenta de que un trabajo para el que nunca se había sentido preparado se esfumaba delante de sus ojos… reemplazado por otro que parecía igualmente aterrador.

—Un momento —dijo con la mirada clavada en el viejo boceto—. No lo entiendo. ¿Para qué son las luces de crecimiento?

Turman sonrió.

—Porque —respondió— el edificio que quiero que diseñes para mí estará bajo tierra.