Paso las siguientes dos semanas encerrado para ponerme al día con los deberes. Daneca y Sam me ayudan sentándose conmigo en la biblioteca hasta el toque de queda, cuando yo he de marcharme a casa y ellos a la residencia. Paso tanto tiempo en el colegio que el abuelo me compra un coche. Me lleva a casa de un amigo suyo que me endosa un Mercedes-Benz Turbo de 1980 por dos mil pavos.
Va fatal, pero Sam me ha prometido que me ayudará a retocarlo para que funcione con grasa. Ganó un concurso de ciencias estatal con la conversión de su coche fúnebre y cree que podemos aspirar a un concurso de ciencias internacional con los ajustes que tiene previstos para mi coche. Hasta entonces, cruzo los dedos para que el motor siga funcionando.
Cuando ese martes me dirijo al coche para volver a casa me encuentro a Barron apoyado en él, girando un juego de llaves en un dedo enguantado de negro. Ha estacionado la moto al lado de mi coche.
—¿Qué quieres? —le pregunto.
—Es noche de pizza —me dice.
Le miro como si hubiera perdido un tornillo.
—Es martes.
El problema de falsificar deprisa y corriendo un año entero de la vida de una persona es que la imaginación se te desboca. Puede que solo tengas intención de introducir los detalles que necesitas, pero eso deja mucho espacio por llenar. Yo llené ese espacio con la relación que me habría gustado que tuviéramos.
Me cohíbe un poco, ahora que tengo a Barron delante, pensar que efectivamente vamos a salir a cenar pizza cada dos martes y hablar de nuestros sentimientos.
—Conduzco yo —digo al fin.
Pedimos una pizza con mucho queso, salsa, salchicha y pepperoni en un pequeño restaurante con compartimentos y una máquina de discos sobre cada mantel de linóleo. Cubro mi porción con copos de pimiento picante.
—Regreso a Princeton para terminar mis estudios —me cuenta antes de pegarle un bocado al pan con ajo—. Ahora que mamá va a salir de la cárcel algo me dice que no tardará en volver a necesitar un abogado. —Me pregunto si puede regresar a la universidad, si puede llenar las lagunas de su cerebro con libros de Derecho y recordarlos siempre y cuando no vuelva a manipular. Es un gran «siempre y cuando».
—¿Tienes idea de qué día sale exactamente?
—Dicen que el viernes, pero como ya han cambiado la fecha dos veces no sé si creérmelo. Pero supongo que deberíamos comprar un pastel por si acaso. Lo peor que puede pasar es que tengamos que comérnoslo.
La memoria es algo curioso. Barron parece relajado, como si yo le gustara de verdad, porque no recuerda que me odiaba. O tal vez recuerde el sentimiento de disgusto pero presuponga que le gustaba más de lo que me odiaba. Yo, por el contrario, no estoy relajado. No puedo dejar de recordar. Quiero saltar de la silla y estrangularle.
—¿Qué crees que será lo primero que hará mamá cuando salga? —le pregunto.
—Entrometerse —contesta con una carcajada—. ¿A ti qué te parece? Empezará a intentar que las cosas se hagan como ella quiere. Y recemos por que coincida con la forma en que nosotros queremos hacerlas.
Bebo del refresco con la pajita, retiro grasa de mi guante con la lengua y contemplo la posibilidad de transformar a Barron en una porción de pizza y dársela al niño de la mesa de al lado.
Así y todo, me gusta tener un hermano con el que poder charlar.
Mantén cerca a tus amigos y más cerca aún a tus enemigos.
Tal cosa me dice Zacharov cuando me cuenta que ha decidido que Philip siga trabajando para la familia, donde puede tenerlo vigilado. La gente no suele salir de las familias mafiosas con vida, por lo que no debería sorprenderme.
Le pregunto al abuelo si ha visto a Philip, pero solo obtengo un gruñido por respuesta.
Lila me telefonea el miércoles.
—Hola —digo. No reconozco el número.
—Hola a ti también. —Parece contenta—. ¿Quieres quedar?
—Quiero —digo, sintiendo que el corazón me da un vuelco. Me cambio de hombro la mochila con inopinada torpeza.
—Ven a la ciudad. Podríamos comprar chocolate caliente, y hasta puede que te deje ganar a un videojuego. Llevo cuatro años sin practicar. Quizá esté un poco oxidada.
—Te pegaré tal paliza que hasta tu avatar se reirá de ti.
—Cretino. Te espero el sábado —dice, y cuelga.
Sonrío durante toda la cena.
El viernes, a la hora del almuerzo, salgo al patio del colegio. Hace calor y muchos estudiantes han salido con su comida para tomarla sobre el césped. Sam y Daneca están sentados con Johan Schwartz, Jill Pearson-White y Chaiyawat Terweil. Me hacen señas.
Levanto una mano y me dirijo a una pequeña arboleda. He estado pensando en todo lo que ha sucedido y todavía hay algo que me inquieta.
Saco el móvil y marco un número. No espero que nadie conteste, pero contesta.
—Despacho del doctor Churchill —dice Maura.
—Soy Cassel.
—¡Cassel! Me estaba preguntando cuándo llamarías. ¿Sabes cuál es la mejor sensación del mundo? Conducir por una carretera con la música a tope, el viento en el pelo y tu bebé gorgojeando feliz en su sillita.
Sonrío.
—¿Sabes adónde te diriges?
—Todavía no —responde—. Supongo que lo sabré cuando lleguemos allí.
—Me alegro por ti. Solo quería llamarte para decírtelo.
—¿Sabes qué es lo que más echo de menos? —pregunta.
Niego con la cabeza, hasta que caigo en la cuenta de que no puede verme.
—No.
—La música. —Su voz se torna dulce y queda—. Era tan hermosa. Ojalá pudiera volver a oírla, pero es imposible. Philip se la llevó.
No puedo evitar un escalofrío.
Daneca se acerca a mí cuando cuelgo. Parece molesta.
—En marcha —me dice—, o llegaremos tarde.
Debo de haberme quedado petrificado, porque titubea.
—No tienes que hacerlo si no quieres.
—No es eso. Quiero hacerlo. —No estoy seguro de eso, pero de lo que sí estoy seguro es de que Daneca y Sam estuvieron a mi lado cuando les necesité. Probablemente el verdadero sentido de la amistad no sea devolver los favores, pero me da igual. Debo, por lo menos, intentarlo.
Daneca, Sam y yo estamos cruzando el patio cuando veo a Audrey junto a la puerta del edificio de Bellas Artes, comiendo una manzana.
Me sonríe de la forma que solía hacerlo.
—¿Adónde vais, chicos?
Respiro hondo.
—Reunión de HEX. Conocer los derechos de los trabajadores.
—¿En serio? —Mira a Daneca.
—¿Qué puedo decir? —Me encojo de hombros—. Estoy probando cosas nuevas.
—¿Puedo ir con vosotros? —No se levanta, como si estuviera esperando que le diga que no.
—Claro —dice Daneca antes de que yo pueda asimilar que Audrey quiere venir—. Las reuniones de HEX sirven para comprender mejor al otro.
—Y hay café gratis —añade Sam.
Audrey arroja su manzana a los arbustos que hay cerca de la entrada.
—Entonces, contad conmigo.
La reunión se celebra en la sala de música de la señora Ramírez, que hace de moderadora. Hay un piano en un rincón, y en la pared del fondo, arrimados a una estantería llena de carpetas con partituras, los tambores de una batería. Un címbalo hace equilibrios en el estante inferior, cerca de una pared de ventanales y una cafetera gorgojeante.
La señora Ramírez está sentada en la otra punta de la sala, en el taburete del piano, con un círculo de estudiantes. Entro y acerco otras cuatro sillas. Enseguida nos hacen sitio, pero la chica que está de pie no interrumpe su intervención.
—El problema es que cuesta mucho no discriminar cuando se trata de algo ilegal —está diciendo—. Todo el mundo piensa que los trabajadores son criminales. La gente utiliza la palabra «trabajador» para referirse a un criminal. Y si hacemos un trabajo, aunque solo sea una vez, somos criminales. Por lo tanto, la mayoría de nosotros lo somos, porque tenemos que descubrirlo de alguna manera y esa manera consiste, por lo general, en hacer que algo ocurra.
No sé cómo se llama, solo sé que es de último año. Habla sin mirar a nadie y su voz es firme. Su valentía me sobrecoge.
—Hay muchos trabajadores que nunca hacen nada malo. Acuden a bodas y hospitales y dan buena suerte a la gente. Otros trabajan en centros de acogida y transmiten esperanza a las personas, les inyectan optimismo y seguridad en sí mismas. Además, ¿a quién le apetece hacer cosas malas? La reacción es terrible. Si un trabajador de la suerte cuanto hace es dar buena suerte a la gente, solo recibirá buena suerte. No tiene por qué tratarse de algo malo.
Hace una pausa y levanta los ojos para mirarnos a nosotros. Para mirarme a mí.
—Magia —dice—. No es más que magia.
Cuando esa tarde llego a casa, el abuelo está preparándose una taza de té en la cocina. Hemos limpiado mucho. Las encimeras están prácticamente despejadas y la cocina ya no tiene pegotes de comida. Hay una botella de bourbon en la mesa con el tapón todavía puesto.
—Ha llamado tu madre —dice—. Ya ha salido.
—¿Ya ha salido? —repito como un idiota—. ¿De la cárcel? ¿Está aquí?
—No, pero tienes visita —dice, volviéndose para limpiar el grifo—. Esa hija de Zacharov está en tu cuarto.
Levanto la vista como si pudiera ver a través del techo, sorprendido y contento. Me pregunto qué piensa Lila de la casa, hasta que recuerdo que ha estado antes aquí, muchas veces. También en mi cuarto, como gata. Finalmente asimilo las demás palabras de mi abuelo.
—¿Por qué la llamas «esa hija de Zacharov»? ¿Y dónde está mamá? No puede haber llegado muy lejos. La cárcel te ayuda a tomarte las cosas con calma.
—Shandra ha cogido una habitación en un hotel. Dice que no quiere que la veamos así. Lo último que sé es que estaba pidiendo que le subieran una botella de champán y patatas fritas bañadas en salsa ranchera a su baño de espuma.
—¿En serio?
El abuelo suelta una carcajada, pero parece forzada.
—Ya conoces a tu madre.
Paso junto a él y junto a las últimas cajas de trastos del comedor y subo los escalones de dos en dos. No entiendo el humor de mi abuelo, pero la necesidad de ver a Lila eclipsa cualquier otra preocupación.
—Cassel —me llama el abuelo. Me doy la vuelta y me apoyo en la barandilla—. Tráeme a Lila. Hay algo que debo contaros.
—Vale —respondo, pero en realidad no quiero oír lo que sea que tenga que decir. Dos rápidas zancadas en el rellano y abro la puerta de mi dormitorio.
Lila está sentada en la cama, leyendo una de las viejas colecciones de historias de fantasmas que nunca devolví a la biblioteca. Se da la vuelta y esboza una sonrisa pícara.
—Te he echado mucho de menos —dice, tendiéndome una mano.
—¿Sí?
No puedo dejar de mirarla, de mirar la forma en que el sol que entra por la mugrienta ventana acaricia sus pestañas, haciéndolas brillar como el oro, la forma en que su boca se entreabre. Se parece a la chica con la que trepaba a los árboles, la que me agujereó la oreja y me lamió la sangre, pero por otro lado no se parece. El tiempo le ha hundido las mejillas y ha dotado a sus ojos de un brillo febril.
La he imaginado tantas veces en esta habitación que casi siento que mi imaginación ha hecho que se materialice; una Lila imaginaria tendida en mi cama. La sensación de irrealidad hace que me sea más fácil acercarme a ella a pesar de que el corazón me aporrea el pecho como un martillo.
—¿Y tú me has echado de menos? —pregunta estirando el cuerpo como una gata. Suelta el libro sin ponerle el punto.
—Llevo años echándote de menos —digo, irremediablemente sincero por una vez en mi vida. Quiero deslizar mis dedos desnudos por el contorno de su mejilla y seguir el polvo de pecas que cubren su blanca piel, pero no me parece lo bastante real todavía para tocarla.
Se acerca un poco más y todo en ella es embriagadoramente cálido y suave.
—Yo también —dice queda, entrecortadamente.
Me río y eso ayuda a que mi cabeza se aclare algo.
—Quisiste matarme.
Menea la cabeza.
—Siempre me has gustado. Siempre te he deseado. Siempre.
—Oh —digo estúpidamente. Y la beso.
Abre la boca bajo la mía y se reclina en la cama, arrastrándome con ella. Me rodea el cuello con sus brazos y suspira contra mi boca. La piel me arde. Se me tensan los músculos, como si me preparara para una pelea. Es tanta la tirantez que estoy temblando.
Hago una inspiración trémula.
La felicidad me invade. Es tan grande que casi no puedo contenerla.
Ahora que he empezado a acariciarla no puedo parar, como si el lenguaje de mis manos pretendiera decirle todas las cosas que no sé decir en voz alta. Mis dedos enguantados resbalan por la cinturilla de sus tejanos, por su piel. Lila sacude ligeramente la cintura para empujar sus pantalones hacia abajo y acerca su mano a los míos. Estoy respirando su aliento, mis pensamientos penetran en una espiral incoherente.
Alguien aporrea la puerta de mi cuarto.
Me da igual. Sigo.
—Cassel —dice el abuelo desde el otro lado.
Ruedo sobre la cama y me levanto. Lisa está colorada y respira deprisa. Tienes los labios rojos y húmedos, la mirada oscura. Yo todavía me tambaleo.
—¿Qué? —grito.
La puerta se abre y me encuentro al abuelo en el rellano con el teléfono en la mano.
—Necesito que hables con tu madre.
Miro a Lila con cara de disculpa. Tiene las mejillas sonrojadas y está peleándose con los tejanos, intentando abotonarlos.
—Luego la llamo. —Estoy fulminando a mi abuelo con la mirada, pero no parece advertirlo.
—No. Vas a coger este teléfono y a escuchar lo que tiene que decirte.
—Abuelo —protesto.
—Habla con tu madre, Cassel. —Nunca me ha hablado con tanta dureza.
—¡Vale! —Agarro el teléfono y salgo al rellano arrastrando al abuelo conmigo.
—Enhorabuena por haber salido de la cárcel, mamá —digo.
—¡Cassel! —Parece feliz de hablar conmigo, como si yo fuera el príncipe de algún país extranjero—. Lamento no haber ido directamente a casa. Estoy deseando ver a mis pequeños, pero no imaginas lo que ha sido vivir con un montón de mujeres todos estos años y no tener ni un momento de intimidad. Y la ropa se me cae. He adelgazado mucho con esa horrible comida. Necesito muchas cosas nuevas.
—Genial —digo—. ¿Así que estás en un hotel?
—En Nueva York. Sé que tenemos mucho de que hablar, cielo. Siento mucho no haberte dicho antes que eras un trabajador, pero sabía que la gente intentaría aprovecharse de ti. Y mira lo que han hecho. Claro que si el juez me hubiera escuchado y hubiera comprendido que una madre tiene que estar con sus hijos nada de esto habría sucedido. Mis niños me necesitan.
—Ocurrió antes de que te metieran en la cárcel —digo.
—¿El qué?
—Lila. Intentaron que la matara antes de que a ti te metieran en la cárcel. La encerraron en una jaula antes de que a ti te metieran en la cárcel. No tuvo nada que ver contigo.
Se le quiebra la voz.
—Oh, cariño, estoy segura de que eso no es verdad. Seguro que no lo recuerdas bien.
—No-me-hables-de-recuerdos. —Prácticamente escupo las palabras. Cada una cae de mi lengua como una gota de veneno.
Mi madre calla, algo tan impropio de ella que, de hecho, no puedo recordar que haya ocurrido antes.
—Cielo… —dice al fin.
—¿A qué viene esta llamada? ¿Tan importante es para que el abuelo se empeñe en que me ponga?
—Oh, no es nada. Tu abuelo, que está un poco disgustado. El caso es que te he hecho un regalo, algo que has deseado toda tu vida. Oh, cariño, no imaginas lo feliz que me hace que hayas conseguido sacar a tus hermanos mayores de semejante apuro. Ellos también lo están. Quién lo iba a decir, tú, el pequeño, cuidando de ellos. Mereces un regalo exclusivo para ti.
Un temor gélido trepa por mi estómago.
—¿Qué es?
—Solo un poco de…
—¿Qué has hecho?
—Verás, ayer fui a ver a Zacharov. ¿Te he contado alguna vez que nos conocemos? Así es. Bueno, el caso es que al salir me encontré a esa adorable hija suya. Siempre te gustó, ¿verdad? —pregunta.
—No —respondo. Estoy meneando la cabeza.
—¿No te gustaba? Pensaba que…
—No. Mamá, por favor, dime que no la tocaste. Dime que no la manipulaste.
Parece desconcertada pero también impenitente, como si estuviera intentando convencerme de que me gusta un jersey que me ha comprado en un saldo de mercadillo.
—Pensaba que te alegrarías. Y se ha puesto muy guapa, ¿no crees? No tanto como tú, por supuesto, pero es más guapa que esa pelirroja de la que no te despegabas.
Reculo y me estampo contra la pared, como si ya no recordara cómo utilizar las piernas.
—Mamá —gimo.
—¿Qué pasa, cielo?
—Solo quiero que me digas qué hiciste. Dilo. —Hay que estar muy desesperado para rogarle a alguien que eche abajo tus esperanzas.
—No son cosas que deban hablarse por teléfono —me dice en un tono de desaprobación.
—¡Dilo! —grito.
—Vale, vale. Le he tocado para que te ame —dice—. Hará cualquier cosa por ti. Lo que quieras. ¿No es fabuloso?
—Deshazlo —digo—. Tienes que deshacerlo. Haz que vuelva a ser la de antes. Te la llevaré y podrás manipularla para que vuelva a su estado normal.
—Cassel, sabes que no puedo. Puedo hacer que te odie. Puedo incluso hacer que no sienta nada por ti, pero no puedo deshacer lo que ya he hecho. Si tanto te molesta, espera a que se le pase. Lo que ahora siente se irá debilitando con el tiempo. Bueno, no será exactamente la de antes…
Cuelgo. El teléfono vuelve a sonar. Veo cómo se enciende la luz, veo el nombre del hotel en la pantalla identificadora.
Lila me encuentra sentado en el rellano, a oscuras, con el teléfono todavía sonando en la mano, cuando sale a averiguar por qué tardo tanto.
—¿Cassel? —me susurra.
Casi no puedo mirarla.
Lo más importante para un estafador es no pensar nunca como una víctima. Las víctimas creen que van a conseguir un precio tirado por un bolso robado y luego se disgustan cuando el forro se descose. Creen que van a conseguir entradas en primera fila por cuatro chavos de un tío que espera bajo la lluvia y se sorprenden cuando los billetes no son más que trozos de papel mojado.
Las víctimas creen que pueden conseguir algo a cambio de nada.
Las víctimas creen que pueden conseguir eso de lo que no son dignas y nunca podrán serlo.
Las víctimas son estúpidas, patéticas y tristes.
Las víctimas creen que llegarán una noche a casa y la chica que han amado desde que eran niños les corresponderá de repente.
Las víctimas olvidan que cuando algo es demasiado bueno para que sea verdad es una estafa.