17

—Muy ingenioso —dice Barron mientras contempla mi pierna ensangrentada. Se guarda los restos de tres piedras rojas y húmedas en el bolsillo—. ¿Cuánto tiempo llevas utilizando este truco?

Hasta los mejores planes se tuercen. Al universo no le gusta que la gente piense que puede controlarlo. Todos los planes exigen cierto grado de improvisación, pero normalmente no se tuercen tan pronto.

—Que te den —digo, comentario bastante pueril, pero es mi hermano y tiene el poder de sacar esa parte de mí—. Adelante, pégame lo bastante fuerte para arrancarme un par de dientes. Así seré el rey de la fiesta.

—Tu hermano recuerda —dice Anton meneando la cabeza—. Estamos jodidos y bien jodidos, Barron. Buen trabajo.

Barron blasfema entre dientes.

—¿A quién se lo has contado?

Me vuelvo hacia él.

—Sé que soy un trabajador. Un trabajador transformador. Empieza tú por contarme por qué me hiciste creer que no lo era.

Cruzan una mirada de desesperación, como si estuvieran pensando en pedir tiempo muerto y meterse en la otra habitación para discutir qué van a contarme.

Barron se sienta en el otro lado de la cama y recupera la calma.

—Mamá nos pidió que te mintiéramos. Lo que tú eres… es peligroso. Mamá creía que era mejor para ti que no lo supieras hasta que fueras mayor. Cuando de niño lo averiguaste, me pidió que te lo hiciera olvidar. Así fue como empezó todo.

Miro las sábanas rojas y el sangrante boquete de mi pierna.

—¿Mamá está al corriente de esto?

Barron niega con la cabeza sin hacer caso de la mirada de advertencia que le lanza Anton.

—No. No queríamos preocuparla. La cárcel ha sido un fuerte palo para ella y las reacciones de sus trabajos la vuelven emocionalmente inestable. Pero el dinero escasea, ya escaseaba antes de que la encarcelaran. Eso lo sabes.

Asiento lentamente con la cabeza.

—A Philip se le ocurrió una idea. El asesinato es la mejor forma de conseguir dinero rápido. Y los que más ganan son los asesinos que son de fiar, los que pueden hacer desaparecer un cuerpo para siempre. Contigo podíamos hacerlo. —Me cuenta todo eso como si debiera felicitar a mi hermano Philip por su ingenio—. Anton se aseguraba de que nadie supiera quién era el verdadero responsable de los asesinatos.

—¿Y yo no tengo nada que decir? ¿Respecto a lo de ser un asesino?

Se encoge de hombros.

—Eras un crío. No era justo que pasaras por semejante trauma, así que te hacíamos olvidar todo lo que hacías. Solo queríamos protegerte…

—¿Qué me dices de las patadas en el estómago? ¿Te parecieron lo bastante traumáticas? ¿O de esto? —Me señalo la pierna—. ¿Es así como me proteges, Barron?

—Philip quería protegerte —interviene Anton—. No habrías podido mantener la boca cerrada. Hasta ahora te lo han puesto fácil. Ya es hora de que te curtas. —Titubea, su voz pierde firmeza—. Cuando yo tenía tu edad sabía que no debía replicarle a la realeza trabajadora. Mi madre me hizo estos cortes en la garganta cuando cumplí trece años y cada año, hasta que cumplí los veinte, los reabría para llenarlos de ceniza. Para recordarme quién era. —Se toca las cicatrices cinceladas en el cuello—. Para recordarme que el dolor es el mejor maestro.

—Dinos solamente si se lo has contado a alguien —dice Barron.

No puedes estafar a un hombre honrado. Solo los avariciosos o los desesperados están dispuestos a dejar a un lado sus reservas para conseguir algo que no merecen. He oído a muchas personas —incluido mi padre— decir eso para justificar sus estafas.

—Quiero una parte del dinero —digo a Anton—. Ya que me lo gano, yo decido cómo lo gasto.

—De acuerdo —acepta.

—Le conté a Sam, mi compañero de cuarto, que era un trabajador. No le dije de qué clase, solo que lo era.

Anton deja ir un largo suspiro.

—¿Eso es todo?

Rompe a reír. Barron le imita. Un instante después los tres estamos carcajeándonos como si les hubiera contado el chiste más gracioso que han oído en su vida.

Un chiste que, avariciosos y desesperados, están dispuestos a creer.

—Genial, genial —dice Anton—. Ponte algo elegante, ¿de acuerdo? No se trata de un baile de instituto.

Renqueo hasta el armario. Me agacho y rebusco en mi mochila algo adecuado. Apartando mi uniforme y algunos tejanos, encuentro una camisa y me enderezo.

—De modo que Philip tuvo una idea y vosotros la secundasteis. No es propio de vosotros —digo, caminando torpemente hacia la puerta. Tropiezo con algo como si fuera sin querer, finjo perder el equilibrio y caigo sobre Barron. Mis dedos son rápidos y ágiles.

—Caray, perdona.

—Ve con más cuidado —me dice.

Me apoyo en el marco de la puerta y bostezo cubriéndome la boca con la mano.

—Va, cuéntame la verdadera razón de que no dijerais nada.

Barron esboza una extraña sonrisa.

—Es tan injusto. Tú, nada menos que tú, recibes el Santo Grial del trabajo de maldiciones mientras que yo he de conformarme con cambiar los recuerdos, como si fuera parte de algún equipo de limpieza. No niego que eso te hace la vida más fácil. Podía estafar en el colegio o hacer que alguien olvidara lo que le había hecho. Pero ¿qué valor tiene realmente? No mucho. ¿Sabes cuántos trabajadores transformadores nacen en el mundo en una década? Uno, a lo mejor. A lo mejor. Naciste con un poder extraordinario y ni siquiera eras capaz de apreciarlo.

—No sabía que lo tenía —protesto.

—Es un poder desperdiciado —dice, colocando su mano enguantada sobre mi hombro. El pelo de la nuca se me eriza.

Intento reaccionar como si no le hubiera robado el último amuleto intacto que me quitó, y me lo hubiera tragado. Puede que sea un desperdicio como trabajador transformador, pero no como prestidigitador.

Al final entro en el cuarto de mis padres y cojo un viejo traje de papá. Como era de esperar, mamá no ha tirado una sola de sus pertenencias, de modo que sus trajes siguen colgados en el fondo del armario, algo desfasados y con olor a naftalina, como si estuvieran esperando a que papá regrese de unas largas vacaciones. Localizo una americana cruzada que me queda como un guante y cuando introduzco las manos en los bolsillos del pantalón de raya diplomática, encuentro un pañuelo de papel que todavía conserva el perfume de su colonia.

Lo aprieto entre mis dedos mientras sigo a Anton y a Barron hasta el Mercedes.

Durante el trayecto en coche Anton fuma un cigarrillo detrás de otro y me vigila constantemente por el retrovisor.

—¿Recuerdas lo que tienes que hacer? —pregunta cuando entramos en el túnel de Manhattan.

—Ajá —digo.

—Todo saldrá bien. Si quieres, cuando todo esto termine te haremos una gargantilla. Y también a Barron.

—Ajá —vuelvo a decir. Dentro del traje de papá me siento extrañamente peligroso.

La puerta de bronce de Koshchey’s está abierta de par en par cuando nos detenemos en el bordillo. Hay dos hombres enormes, con gafas de sol y abrigo de lana largo, consultando una lista. Una mujer con un brillante vestido dorado que va del brazo de un hombre de pelo blanco hace un mohín mientras esperan detrás de un trío de hombres que están fumando puros. Dos mozos se acercan al Mercedes y abren las portezuelas. Uno de ellos aparenta mi edad y le sonrío, pero no me devuelve la sonrisa.

Nos hacen pasar directamente. Sin consultar la lista. Solo nos cachean para comprobar que no vamos armados.

El restaurante está abarrotado. Hay mucha gente en la barra, pasando copas hacia atrás para que otras personas las lleven a las mesas. Un grupo de tíos jóvenes está sirviendo chupitos de vodka.

—¡Por Zacharov! —brinda uno.

—¡Por los bares y los corazones abiertos! —exclama otro.

—Y las piernas —añade Anton.

—¡Anton! —Un joven de constitución delgada se acerca a él sonriendo y alzando un chupito—. Llegas tarde. Vas a tener que alcanzarnos.

Anton me mira durante un largo instante antes de marcharse con su amigo. Entro en una espaciosa sala de baile, pasando junto a sonrientes peones de a saber cuántas familias. Me pregunto cuántos de ellos son fugitivos, cuántos de ellos abandonaron una vida corriente en Kansas o las Carolinas para venir a la gran ciudad y ser reclutados por Zacharov. Barron sigue estrujándome el omóplato con la mano. Lo siento como una amenaza.

Sobre el pequeño escenario del fondo una mujer con un traje de color rosa pálido está hablando por el micrófono de un atril.

—Se estarán preguntando por qué necesita Nueva York proporcionar fondos para detener una propuesta que afectará a New Jersey. ¿No deberíamos guardar nuestro dinero por si necesitamos lidiar esa misma batalla aquí, en nuestro estado? Déjenme que les diga, damas y caballeros, que si la propuesta se aprueba en un lugar, y más aún en un lugar donde tantos de nosotros tenemos familiares, se extenderá a otros. Necesitamos defender el derecho de nuestros vecinos a la intimidad para asegurarnos de que quedará alguien para defender el nuestro.

Una chica con un vestido negro, rizos castaños recogidos hacia atrás con pasadores de pedrería y una sonrisa excesivamente amplia se aprieta contra mí. Está radiante y he de morderme la lengua para no decírselo.

—Hola —me saluda lánguidamente Daneca—. ¿Te acuerdas de mí?

Consigo evitar poner los ojos en blanco ante su exagerada actuación.

—Te presento a mi hermano Barron. Barron, ésta es Dani.

Barron nos mira.

—Hola, Dani.

—Le gané al ajedrez cuando su colegio vino a jugar contra el mío —explica, adornando la historia que inventamos ayer.

—¿En serio? —Barron se relaja ligeramente y sonríe—. Entonces eres una chica muy lista.

Daneca palidece. Barron se ve bien con su traje, su mirada fría y sus rizos angelicales. Creo que Daneca no está acostumbrada a que sociópatas con labia coqueteen con ella; se le traba la lengua.

—Lo bastante lista para… lo bastante lista.

—¿Puedo hablar con ella unos minuto? —le pregunto—. A solas.

Barron asiente.

—Voy a comer algo. Vigila la hora, jugador.

—Descuida —digo.

Me coge del hombro. Sus dedos se hunden en mis músculos nudosos de una forma que me resulta agradable. Fraternal.

—Estás preparado, ¿verdad?

—Lo estaré —digo, pero he de mirar hacia otro lado. No quiero que sepa lo mucho que me duele que se muestre tan amable ahora, cuando sé que todo es falso.

—Un tipo duro —dice, y pone rumbo a los samovares de té y las bandejas repletas de arenques en vinagre, de pescado brillando en el glaseado rubí de la salsa de granada y de mil modalidades diferentes de piroshki.

Daneca se inclina hacia mí, me introduce por debajo de la americana una bolsa de sangre rodeada de cables y susurra:

—Le hemos dado las cosas a Lila.

Levanto la vista involuntariamente. Los nudos de mi estómago se tensan un poco más.

—¿Has hablado con Lila?

Daneca niega con la cabeza.

—Sam está con ella en estos momentos. No le ha hecho ninguna gracia que solo pudiéramos conseguir una pistola de mentira que Sam está todavía encolando.

Visualizo la sonrisa mordaz de Lila.

—¿Sabe lo que tiene que hacer?

Daneca asiente.

—Conociendo a Sam, seguro que no se deja un detalle. Quería que me asegurara de que serás capaz de volver a unir tus cables al mecanismo disparador.

—Creo que sí. Tengo…

—Cassel Sharpe —dice alguien, y me doy la vuelta. El abuelo viste un traje marrón y un sombrero ladeado con un alfiler de plumas en la cinta—. ¿Qué demonios haces aquí? Espero que tengas una excusa convincente.

Ayer, mientras repasábamos el plan, en ningún momento se me pasó por la cabeza que mi abuelo pudiera aparecer. Porque soy imbécil, básicamente, un imbécil que no sabe elaborar planes. Claro que está aquí. ¿Dónde iba a estar si no?

En serio, ¿qué más podría ir mal?

—Me trajo Barron —digo—. ¿Qué hay de malo en que salga una noche entre semana? Es prácticamente un acontecimiento familiar.

El abuelo mira a su alrededor como si estuviera buscando su propia sombra.

—Debes irte a casa ahora mismo.

—Vale —digo en un tono apaciguador, levantando las manos—. Pero primero deja que coma algo.

Daneca retrocede y se marcha al bar. Me lanza un guiño que parece transmitir la absurda suposición de que lo tengo todo bajo control.

—No —dice el abuelo—. Vas a sacar tu culo de aquí ahora mismo. Te llevaré a casa en coche.

—¿Qué pasa? No me he metido en ningún lío.

—Tendrías que haberme telefoneado después de que te dejara la nota, eso pasa. Éste no es lugar para ti, ¿entendido?

Un hombre con traje oscuro y un diente de oro nos mira y se ríe de la escena familiar que estamos representando. Niño malcriado. Hombre anciano. Pero el abuelo parece exaltado.

—Está bien —digo mirando el reloj. Son las diez menos diez—. Pero cuéntame qué está pasando.

—Te lo contaré por el camino —responde mientras me coge del brazo.

Quiero soltarme pero en los últimos días ya me han desencajado el brazo suficientes veces. Dejo que me conduzca hacia la puerta hasta que estoy lo bastante cerca de la barra para poder atraer la atención de Anton.

—Mira a quién tenemos aquí —exclamo—. ¿Conoces a mi abuelo?

Por la forma en que Anton entorna los párpados me digo que el abuelo no es santo de su devoción. La barra de cinc está cubierta de chupitos y al menos una botella de Pshenichnaya vacía.

—He pasado un momento para ver a unos viejos amigos —dice el abuelo—. Ya nos íbamos.

—Cassel no —dice Anton—. Todavía no ha bebido nada. —Me sirve un chupito, gesto que atrae la atención de los demás peones jóvenes. Dirigen sus miradas escrutadoras hacia mí.

En el rostro de Anton hay una tensión abrasadora, velada por su sonrisa torcida y la forma lánguida en que se apoya en la barra. Si quiere tener el control de la familia tendrá que aprender a controlar a tipos como mi abuelo. No puede permitirse que un anciano le ponga en evidencia. Tiene algo que probar, y no le importa utilizarme a mí para ello.

—Bebe —me dice Anton.

—Es menor de edad —protesta el abuelo.

Los tipos de la barra estallan en carcajadas. Me bebo el vodka de un trago. El calor inunda mi estómago y me achicharra la garganta. Toso. Ríen con más ganas aún.

—Ocurre como con todo lo demás —dice uno de los tipos—. La primera vez es la peor.

Anton me sirve otro chupito.

—Te equivocas —dice—. La segunda vez es la peor porque sabes lo que te espera.

—Adelante, bebe —me dice el abuelo—. Después nos marcharemos.

Consulto la hora. Las diez y veinte.

El segundo trago me abrasa hasta las entrañas.

Uno de los tipos me da una palmada en la espalda.

—Vamos, deje que el chico se quede —le dice a mi abuelo—. Nosotros cuidaremos de él.

—Cassel —me dice el abuelo con firmeza, transformando mi nombre en una reprimenda—, no querrás ir arrastrándote por tu elegante colegio.

—He venido con Barron —digo. Alargo una mano y me sirvo un tercer trago. Los tipos están encantados.

—Y te marcharás conmigo —dice el abuelo entre dientes.

Esta vez el vodka desciende por mi garganta como si fuera agua. Me separo de la barra y hago ver que me tambaleo. Estoy embriagado de seguridad en mí mismo. «Soy Cassel Sharpe». Mis labios quieren pronunciar las palabras. «Soy más inteligente que todos vosotros y he tenido en cuenta hasta el último detalle».

—¿Estás bien? —Anton me mira como si estuviera intentando averiguar si estoy borracho. Sus planes dependen de mí. Le miro con cara de beodo y confío en que eso le llene de pavor. Por qué tendría que ser yo el único que lo pasa mal.

El abuelo me empuja hacia la salida, hacia la marea de gente.

—La dormirá en el coche.

—Déjame ir primero al baño —le pido—. Enseguida vuelvo.

Me fulmina con la mirada.

—Por favor —insisto—. El trayecto es largo.

El reloj de la pared marca las diez y media. Anton no tardará en ocupar su puesto de guardaespaldas de Zacharov. Es probable que Barron ya esté buscándome. No obstante, es imposible saber cuánto tardará Zacharov en ir al baño. Podría tener una vejiga de hierro.

—Te acompaño —dice el abuelo.

—Confía en mí. Puedo mear sin meterme en líos.

—Lo sé —dice—, pero no me fío.

Vamos a los lavabos, situados tan cerca de la cocina que tenemos que entrar en la zona semioscura y sin ventanas situada detrás del bar. Miro a mi alrededor y localizo a Zacharov con una bella mujer de larga melena dorada colgada del brazo. La pálida gema roja de su corbata hace juego con los rubíes que a ella le penden de las orejas. La gente se acerca para expresarle su apoyo y estrecharle la mano, guante de piel contra guante de piel.

Creo ver a Lila entre la multitud. Su pelo blanco bajo las luces. Los labios pintados de rojo sangre.

No debería estar todavía aquí. Va a estropearlo todo.

Me desvío hacia el bufet, hacia ella. Cuando llego ya no está.

—¿Qué pasa ahora? —me pregunta el abuelo.

Me meto un syrniki de sabor a rosas en la boca.

—Ya que se te ha metido en la cabeza no dejarme comer —digo—, lo estoy haciendo a escondidas.

—Sé lo que pretendes —dice—. No dejas de mirar el reloj. Se acabaron las tonterías, Cassel. O meas o no meas.

—Está bien.

Entro en el lavabo. Las diez cuarenta. Ignoro durante cuánto tiempo más podré darle largas al abuelo.

Hay algunos hombres en el lavabo peinándose delante de los espejos. Un tipo rubio y flaco, con los ojos hinchados, está esnifando una raya de coca sobre el mostrador. Ni siquiera se molesta en levantar la vista cuando la puerta se abre.

Entro en el primer cubículo y me siento en la tapa del retrete para intentar serenarme.

Mi reloj marca las diez cuarenta y tres.

Me pregunto si Lila quiere que todo salga mal. Me pregunto si realmente la vi entre la gente o el miedo me hizo imaginarlo.

Me quito la americana, me desabrocho la camisa y me pego la bolsa de sangre artificial directamente en la piel con cinta adhesiva, aceptando con resignación el doloroso tirón de vello que habré de sufrir más tarde, cuando tenga que arrancármela. Paso el cable por el interior del bolsillo del pantalón, desgarrando la costura, y añado más cinta adhesiva al disparador para que sea fácil de asir.

Las diez cuarenta y siete.

Busco la botella con el vómito pegada con cinta detrás de la taza. Ahí está, pero ignoro quién de los tres cedió al fin y vomitó. Sonrío al imaginarlo.

Las diez cuarenta y ocho. Conecto el cable al disparador.

—¿Estás bien? —me pregunta el abuelo.

Alguien suelta una risita.

—Ya termino —digo.

Finjo una arcada y vierto en el retrete la mitad del contenido de la botella. El olor avinagrado a vómito de tres días invade el cubículo. Tengo otra arcada, esta vez real.

Vierto el resto del vómito y devuelvo cuidadosamente la botella a la cinta. Tener que agacharme es la peor parte. Tengo otra arcada.

—¿Estás bien? —El abuelo ya no parece estar impaciente—. ¿Cassel?

—Estoy bien —digo, y escupo.

Tiro de la cadena y me abotono la camisa con cuidado. Seguidamente me pongo la americana pero no la cierro.

La puerta del lavabo se abre y oigo la voz de Anton.

—Todo el mundo fuera. Necesitamos el lavabo vacío.

Las piernas me tiemblan de alivio. Abro la puerta del cubículo y me apoyo en el marco. Mis arcadas han ahuyentado ya a casi todo el mundo, pero los rezagados y el cocainómano están desfilando junto a Anton. Zacharov se detiene delante de los lavamanos.

—Desi Singer —dice frotándose la comisura de la boca—. Cuánto tiempo.

—Enhorabuena por la fiesta —dice solemnemente mi abuelo con un gesto de cabeza que casi parece una reverencia—. No sabía que te interesara la política.

—A quienes infringimos las leyes es a quienes más debería interesarnos. Después de todo, lidiamos con ellas más que el resto de la gente.

—Dicen que todos los grandes sinvergüenzas acaban metidos en política —señala el abuelo.

Zacharov sonríe, pero cuando me ve su sonrisa desaparece.

—No debería estar aquí —dice a Anton.

—Lo siento —digo alargando una mano—. Estoy un poco borracho. Una fiesta magnífica, señor.

El abuelo hace ademán de apartarme el brazo pero Anton se lo impide.

—Es el hermano pequeño de Philip. —Anton sonríe como si todo esto fuera un chiste de lo más gracioso—. Hágale ese regalo al chico.

Zacharov alarga lentamente su mano mientras me mira a los ojos.

—Cassel, ¿verdad?

Nuestras miradas se encuentran.

—No tiene que estrecharme la mano si no quiere, señor.

Me sostiene la mirada.

—Adelante.

Uno mi mano a la suya y con la otra le cubro la muñeca. Deslizo mis dedos enguantados por debajo de su manga y fuerzo uno de ellos por la pequeña abertura del cuero para poder rozarle la piel de la muñeca. Zacharov pone ojos como platos cuando le toco, como si hubiera sufrido una descarga eléctrica. Recula.

Lo atraigo firmemente hacia mí.

—Ha de fingir que se muere —susurro en su oído—. Acabo de convertirle el corazón en piedra.

Zacharov se tambalea hacia atrás, horrorizado. Mira a Anton y por un momento temo que pregunte algo que suponga mi sentencia. Se estampa bruscamente contra la bisagra de un cubículo, retrocede a trompicones y se golpea la cabeza con el secador de manos. Suelta un grito ahogado y resbala por la pared con la mano aferrada a la camisa, como si quisiera cogerse el pecho.

Nos quedamos mirando cómo se le cierran los ojos. Boquea una vez más, como si quisiera atrapar un último soplo de aire.

No está mal como actor.

—¿Qué has hecho? —grita mi abuelo—. Deshaz lo que sea que hayas hecho, Cassel. —Me mira como si no me conociera.

—Cierra el pico, viejo —espeta Anton clavando un puñetazo en el cubículo que el abuelo tiene detrás.

Quiero golpear a Anton pero el tiempo apremia. La ausencia de reacción no tardará en delatarme.

Me concentro en transformarme a mí mismo. Me imagino un cuchillo cayendo sobre mi cabeza, trato de sentir el impulso, alimentado por el peligro, de manipular la manipulación.

He de hacer que el miedo me invada. Pienso en Lila, me imagino apuntándole con el cuchillo. Visualizo que lo levanto y siento todo el peso del horror y el autodesprecio. El falso recuerdo todavía tiene el poder de aterrorizarme.

De hecho, la mano me tiembla ligeramente, y de pronto siento que mi carne se vuelve maleable. Imagino que la mano de mi padre sustituye a mi mano. Visualizo sus muñones y sus ásperas callosidades.

La mano de mi padre acompañada de su traje.

Una pequeña transformación. Un cambio menor que espero tenga una reacción menor.

Una onda expansiva recorre mi carne. Me concentro en dar un paso hacia la pared pero siento que mi pie se expande, se derrite.

Anton saca de su abrigo una navaja mariposa y la abre. La hace girar en sus dedos, titilante como las escamas de un pez. Se inclina sobre Zacharov y le corta el alfiler de la corbata con cuidado.

—Las cosas van a ser muy diferentes a partir de ahora —dice guardándose el Diamante Resucitador en el bolsillo.

Se vuelve hacia mí con la navaja todavía en la mano y de repente me parece un plan lamentable.

—Estoy seguro de que no lo recuerdas —me dice con voz queda—, pero me hiciste un amuleto, de modo que no te molestes en intentar manipularme.

Como si pudiera hacer otra cosa aparte de caer de rodillas al suelo al tiempo que mi cuerpo se contrae y retuerce.

A través de mi vista nublada y cambiante veo que mi abuelo se acuclilla junto a Zacharov.

Las extremidades de mi cuerpo empiezan a cambiar, me brotan aletas en la piel y un quinto y sexto brazo que golpean la pared. Mi cabeza se agita adelante y atrás. Mi lengua se bifurca. Siento fuertes calambres cuando los huesos forcejean hasta conseguir salirse de sus articulaciones. Mis ojos se convierten en mil ojos y contemplan la pintura del techo parpadeando al unísono. Me digo que falta poco para que esto acabe, pero no veo el final.

Anton se acerca al abuelo.

—Eres un trabajador leal, por eso lamento tanto tener que hacer esto.

—No des un paso más —dice el abuelo.

Anton sacude la cabeza.

—Me alegro de que Philip no tenga que verlo. No lo entendería, pero creo que tú sí. Los jefes han de tener cuidado con la gente que tiene cosas que contar sobre ellos.

Intento darme la vuelta pero mis patas son cascos de caballo que repiquetean contra las baldosas. No sé cómo manejarlos. Intento gritar pero mi voz no es mi voz; emite una especie de gorjeo, probablemente debido al pico que se me está formando en la cara.

—Adiós —dice Anton a mi abuelo—. Me dispongo a convertirme en una leyenda.

Alguien aporrea la puerta. La navaja se detiene delante de la garganta de mi abuelo.

—Soy yo —dice Barron—. Abre.

—Déjame abrir la puerta —dice el abuelo—. Y guarda ese cuchillo. Si le soy leal a alguien, es a este muchacho. Y si quieres que él te sea leal, sabrás lo que te conviene.

—Anton —digo desde el suelo. Me cuesta formar palabras con mi ensortijada lengua—. ¡Puerta!

Anton me mira, cierra la navaja y abre la puerta.

Me concentro en llevarme la mano transformada al bolsillo del pantalón.

Barron entra con pasos rígidos y luego tropieza hacia delante, como si alguien le hubiese empujado por detrás.

—Poned las manos donde pueda verlas —dice una voz femenina.

Lila lleva puesto un vestido rojo corto y ceñido, sin otro complemento que la enorme pistola plateada que centellea bajo las luces fluorescentes. La puerta se cierra a su espalda. Parece una pistola de verdad. Y está apuntando directamente hacia Anton.

Los labios de Anton se abren como si se dispusiera a decir su nombre, pero no emiten sonido alguno.

—¿A qué esperas? —dice Lila.

—Él ha matado a tu padre. —Anton me señala con su navaja—. No he sido yo, ha sido él.

La mirada de Lila se vuelve hacia el cuerpo yacente de Zacharov y el cañón de la pistola tiembla.

Deslizo una mano por debajo de mi americana, confiando en que los dedos conserven su forma el tiempo suficiente para poder utilizarlos. Mi lengua funciona de nuevo.

—No lo entiendes. No era mi intención…

—Estoy harta de tus excusas —dice Lila bajando la pistola hacia mí. La mano le tiembla—. No sabías lo que estabas haciendo. No lo recuerdas. No era tu intención hacer daño a nadie.

No parece que esté actuando.

Intento levantarme.

—Lila…

—Cierra el pico, Cassel —dice, y me dispara.

Manchas de sangre me rocían la camisa.

Boqueo como un pez.

Cuando cierro los ojos oigo al abuelo exclamar mi nombre.

No hay como un disparo para convertirte en el centro de la fiesta.