15

Las luces de Atlantic City brillan como el día a lo largo del paseo marítimo. Nos apeamos del taxi delante del hotel Taj Mahal, adormilados y estirando el cuerpo tras el largo viaje.

Miro mi reloj. Las nueve y cuarto. Lila llega tarde.

—A partir de aquí puedo yo sola —dice.

Con un bostezo saco un bolígrafo, su bolígrafo, el que ha utilizado antes en el tren para pintarrajearse la pierna. Le anoto mi número de móvil en el brazo, justo por encima de la orilla del guante.

Lila contempla con los párpados entornados cómo las marcas de tinta se extienden por su piel. Me pregunto qué pasaría si la besara ahora, bajo la luz de las farolas, con los ojos abiertos.

—Llámame para hacerme saber que estás bien —digo con suavidad.

Lila se mira el número.

—¿Vuelves a casa?

Niego con la cabeza.

—Voy a estirar las piernas y a comer algo. No voy a ningún lado hasta que me llames.

Asiente.

—Deséame suerte.

—Suerte.

La observo mientras camina con aire arrogante hacia la entrada del hotel. Aguardo un par de minutos y cruzo las puertas del casino.

Dentro aspiro el olor familiar a puritos rancios y whisky. Las tragaperras tintinean, las monedas resuenan. La gente se inclina sobre las ranuras con un gran vaso de plástico en una mano y fichas en la otra. Algunos tienen pinta de llevar aquí mucho tiempo.

Dos tipos de seguridad se despegan de la pared y echan a andar hacia mí.

—Eh, muchacho —dice uno de ellos—, un momento. —Probablemente se han percatado de que soy menor de edad.

—Ya me iba —digo, y desaparezco por la puerta de atrás. El aire del mar me corta el rostro.

Camino por los gastados tablones grises del paseo marítimo, las manos en los bolsillos, mientras me imagino a Lila allí arriba con su padre. Cuando yo era niño Zacharov era un personaje misterioso, una leyenda, el coco. Le vi unas tres veces, y una de ellas fue mientras me estaban echando de la fiesta de cumpleaños de su hija.

Recuerdo que se rió.

Detrás del Taj Mahal, unas ancianas arrimadas a la barandilla arrojan algo a la arena. Unos hombres vestidos con chándal fuman cerca de la entrada, lanzando piropos a las mujeres que pasan. Y un hombre con el pelo blanco y un abrigo largo de cachemir contempla el mar.

Me palpo el bolsillo del móvil. Debería llamar al abuelo pero ahora mismo no tengo ganas de inventar excusas.

El tipo del pelo blanco se vuelve hacia mí. Miro a mi alrededor y reparo en dos hombretones que están intentando pasar inadvertidos cerca del escaparate de una tienda de caramelos.

—Cassel Sharpe —dice el señor Zacharov con un ligero acento que hace que mi nombre suene exótico. Aunque es de noche lleva gafas de sol. En el alfiler de su corbata brilla una gruesa piedra de color rojo pálido—. Creo haber recibido una llamada hecha desde tu móvil.

Mi madre tenía razón en lo del teléfono fijo, después de todo.

—Ajá —digo con fingida naturalidad.

Mira a su alrededor como si pudiera reconocer a Lila entre la gente.

—¿Dónde está?

—En la habitación —respondo—. Donde dijo que estaría.

Oigo un maullido gutural y me doy la vuelta, sobresaltado. Mis músculos aúllan. Había olvidado lo doloridos que los tenía.

El señor Zacharov ríe.

—Gatos —dice—. Hay docenas de gatos asilvestrados debajo del paseo. A Lila le encantaban los gatos. ¿Recuerdas?

No respondo.

—Si hubiera estado en la habitación mi gente me habría avisado. —Zacharov ladea la cabeza y se lleva una mano enguantada al bolsillo—. Creo que estás jugando. ¿A quién le pediste que se hiciera pasar por mi hija al teléfono? ¿Pensabas pedirme dinero? Parece un juego muy estúpido.

—Lila le pidió que acudiera solo. —Me inclino hacia él y Zacharov levanta una mano para impedir que me acerque en exceso. Uno de sus gorilas echa a andar hacia nosotros. Bajo la voz—. Seguramente vio a uno de sus hombres y se largó.

Ríe.

—Eres un villano patético, Cassel Sharpe. Me decepcionas.

—No —digo—. Ella es realmente… —El gorila me coge por detrás y tira de mis brazos hacia arriba con fuerza—. Cuidado —resoplo—. Mis costillas.

—Gracias por indicarme dónde pegar —dice el tipo. Tiene la nariz torcida. Es un estereotipo viviente.

El señor Zacharov me da unas palmaditas en la mejilla. Puedo oler el cuero de su guante.

—Pensaba que saldrías como tu abuelo, pero vuestra madre os echó a perder a los tres.

Eso me hace reír.

El gorila vuelve a tirar de mis brazos hacia arriba. Emiten un ruido extraño, como si se hubieran desencajado, y yo emito una clase diferente de ruido.

—Papá. —La voz de Lila, queda y extrañamente amenazadora, atraviesa el fragor del paseo marítimo—. Deja en paz a Cassel.

Lila sube los escalones de la playa. Durante unos breves instantes la veo como imagino que la ve su padre, en parte como un fantasma, en parte como una desconocida. Está hecha toda una mujer, ya no es la niña que perdió, pero posee su misma boca cruel.

Además, no puede haber mucha gente con un ojo azul y otro verde.

Zacharov parpadea y se quita lentamente las gafas de sol.

—¿Lila? —Su voz suena quebradiza como el cristal.

El matón relaja las manos y me lo sacudo con vehemencia. Me froto los brazos para desentumecerlos.

—Espero que tus hombres sean de confianza —dice Lila—. Porque esto es un secreto. Yo soy un secreto.

—Lo siento —dice el señor Zacharov—. Pensaba que se trataba de una farsa… —Alarga sus manos enguantadas hacia Lila.

Lila se queda donde está, como si estuviera lidiando con algo salvaje en su interior.

—Larguémonos de aquí —le digo, posando una mano en su brazo—. Aclararemos esto en privado.

Zacharov me mira como si no pudiera recordar quién soy.

—Dentro —añado.

Los dos gorilas de abrigo largo parecen alegrarse de tener algo que hacer.

—La gente está mirando —dice uno de ellos mientras coloca una mano en la espalda del señor Zacharov y lo conduce hacia el casino.

El otro me mira con recelo. Lila me coge de la mano y le clava una mirada fría que agradezco. El tipo retrocede y entra en el Taj Mahal detrás de nosotros.

Me vuelvo hacia Lila enarcando las cejas.

—Tienes un don especial para recibir palizas —dice.

Nadie nos hace preguntas cuando cruzamos el casino y entramos en el ascensor.

La patente emoción reflejada en el rostro de Zacharov es algo íntimo, algo que sé que él no querría que yo viera. Me pregunto si debería intentar irme, pero la mano enguantada de Lila está estrujando la mía con una fuerza feroz. Trato de mantener la mirada por encima de las puertas del ascensor, observando cómo suben los números.

La suite tiene una pared forrada de madera con una pantalla plana, un diván de cuero y una mesa baja con un cuenco de hortensias frescas. Es una habitación enorme, cavernosa, dotada de grandes ventanales que se abren a la inmensidad del negro océano. Uno de los matones arroja su abrigo sobre una silla y me deja ver las pistolas que lleva amarradas bajo los brazos y en la espalda. Tiene más pistolas que manos.

Zacharov vierte un líquido claro en un vaso de cristal tallado y se lo bebe de un trago.

—¿Queréis beber algo? —nos pregunta—. Hay Coca-Cola en el minibar.

Me levanto.

—No —dice—. Eres mi invitado. —Dirige un gesto de cabeza a uno de sus hombres. Este suelta un gruñido y va hasta la nevera.

—Solo agua —dice Lila.

—Y aspirinas —añado yo.

—Venga ya —dice el tipo cuando nos tiende los vasos y las aspirinas—. Tampoco te he hecho tanto daño.

—Es cierto. —Mastico tres aspirinas y trato de recostarme en los almohadones de una forma que no me provoque el deseo de gritar.

—Bajad al casino —ordena Zacharov a los gorilas—. Ganad algo de dinero.

—Vale —responde uno de ellos. Agarra su abrigo y se marcha con su compañero. Zacharov me mira como si quisiera pedirme que me una a ellos.

—Cassel —dice—, ¿cuánto hacía que conocías el paradero de mi hija?

—Tres días, más o menos —contesto.

Lila afila la mirada pero me digo que es absurdo esconderlo.

Zacharov se sirve otra copa.

—¿Por qué no me llamaste antes?

—Lila apareció de repente —digo, lo cual, básicamente, es cierto—. Hasta ese momento había creído que estaba muerta. No la veía desde los catorce años. Me he limitado a seguir sus instrucciones.

Zacharov da un sorbo a su copa y hace una mueca de dolor.

—Lila, ¿piensas decirme dónde has estado?

Lila encoge sus delgados hombros y evita mirarle.

—Estás protegiendo a alguien. ¿A tu madre? Siempre he pensado que se te había llevado para separarte de mí. Dime que te hartaste de la vieja…

—¡No! —exclama Lila.

Zacharov sigue absorto en su diatriba.

—Tu madre prácticamente me acusó de haberte asesinado. Le contó al FBI que yo había dicho que te prefería muerta a que estuvieras con ella. ¡Al FBI!

—No estaba con mamá —dice Lila—. Papá, mamá no tuvo nada que ver con esto.

Se interrumpe y la mira fijamente.

—¿Entonces? ¿Te hizo alguien…? —Deja la frase inacabada y se vuelve hacia mí—. ¿Le hiciste daño a mi hija?

Titubeo.

—Él no me hizo nada —dice Lila.

Zacharov posa una mano enguantada en mi hombro.

—Falta poco para el recurso de apelación de tu madre, ¿verdad, Cassel?

—Así es, señor —digo.

—No me gustaría que las cosas se le torcieran. Si descubro…

—Olvídate de él —espeta Lila— y escúchame a mí, papá. Aunque solo sea un minuto. No estoy preparada para hablar de lo ocurrido. Deja de buscar a alguien a quien culpar. Deja de interrogarnos. Ahora estoy en casa. ¿No te alegras de que haya vuelto?

—Naturalmente que sí —dice Zacharov, claramente ofendido.

Me toco inconscientemente las costillas. Quiero otra aspirina, pero ignoro dónde las ha puesto el gorila.

—Si estoy confiando en ti es por ella —añade, y a renglón seguido suaviza el tono—. Mi hija y yo necesitamos hablar. Necesitamos estar a solas. Lo entiendes, ¿verdad?

Asiento con la cabeza. Lila está mirando del negro océano. No vuelve la cara.

Zacharov se saca la cartera del interior de la americana y cuenta quinientos dólares.

—Toma —dice.

—No puedo aceptarlo.

—Me sentiría mejor si lo hicieras —insiste.

Me levanto y contengo una mueca de dolor. Niego con la cabeza.

—Espero que no se esté refiriendo a su corazón.

Suelta un bufido.

—Uno de los muchachos te acompañará a casa.

—Entonces, ¿puedo irme?

—No te hagas ilusiones. Puedo recogerte como quien recoge una moneda de diez céntimos de la acera cuando me apetezca.

Quiero decirle algo a Lila, pero sigue dándome la espalda. No puedo adivinar sus pensamientos.

—El miércoles doy una pequeña fiesta en un local llamado Koshchey’s para recaudar fondos. Deberías venir —dice Zacharov—. ¿Sabes por qué me gusta Koshchey’s?

Niego con la cabeza.

—¿Sabes quién es Koshchey el Inmortal?

—No —digo, pensando en el extraño mural del techo del restaurante.

—En el folclore ruso Koshchey es un hechicero que puede convertirse en un torbellino y destruir a sus enemigos. —Zacharov acaricia el fulgurante alfiler que descansa sobre su torso—. Guarda su alma en un huevo de pato para que no puedan matarle. No me contraríes, Cassel. No te convengo como enemigo.

—Entiendo —digo, y abro la puerta. Lo que entiendo es que Lila y yo estamos solos en esto y ni siquiera tenemos un plan.

—Otra cosa, Cassel.

Me doy la vuelta.

—Gracias por traerme a mi hija.

Salgo. Mientras espero el ascensor me suena el móvil. Estoy tan cansado que me representa un esfuerzo enorme sacarlo del bolsillo.

—¿Diga?

—¿Cassel? —dice el decano Wharton. No parece contento—. Lamento telefonearle tan tarde, pero acabamos de recibir la última llamada de uno de nuestros miembros del consejo de la costa Oeste. Bienvenido de nuevo a Wallingford. Nos llegó el informe de su médico y el consejo al completo ha votado a su favor. Nos gustaría que permaneciera como estudiante externo durante un período de prueba y, si no se mete en más líos, considerar la posibilidad de readmitirle en la residencia para su último año.

Ahogo la risa irónica que amenaza con trepar por mi garganta. Mi timo ha funcionado. Puedo volver al colegio. Pero no puedo volver a ser la persona que pensaba que era.

—Gracias, señor —logro farfullar.

—Esperamos verle mañana por la mañana, señor Sharpe. Puesto que ha pagado hasta final de curso, puede usted desayunar y comer en la cafetería si así lo desea.

—¿El lunes por la mañana? —digo.

—En efecto, mañana por la mañana. A menos que tenga otros planes —replica secamente.

—No, por supuesto que no. Hasta mañana entonces, decano. Gracias, decano.

Uno de los gorilas de Zacharov me lleva a casa en coche. Resulta que se llama Stanley. Es de Iowa y prácticamente no habla ruso. No se le dan bien los idiomas, dice.

Me cuenta todo eso cuando detiene el coche delante de mi casa. Aunque me obligó a sentarme en el asiento de atrás de la limusina, con la mampara de plástico ahumado de por medio, supongo que podía ver más de lo que yo creía. Supongo que me vio desabrocharme la camisa y frotarme los moratones de las costillas para comprobar el estado de mis huesos. No lo supongo únicamente por lo dicharachero que estuvo cuando llegamos a casa; también me regaló su frasco de aspirinas.