14

El sol de la tarde entra a raudales por la ventana y me despierto con la cabeza recostada contra unos rizos rubios y una piel tibia. Al principio estoy tan desorientado que no entiendo a quién puedo tener al lado y tan ligera de ropa.

Sam está cerrando la puerta del cuarto.

—Eh, tío —susurra.

Con un leve gesto de protesta, Lila se vuelve hacia la pared rozando su cuerpo contra el mío y la camisa se le arruga. Se tapa la cabeza con la almohada.

Recuerdo vagamente haber caminado hasta la pequeña tienda situada a tres manzanas de mi casa, haber pedido un taxi por teléfono y haberme sentado en la acera a esperarlo con Lila reclinada sobre mí. Había calculado que mi habitación de la residencia estaría libre durante un par de horas. No podía pensar en otro lugar en otro lugar adónde ir.

—Tranquilo, no he visto a Valerio —dice Sam—. Pero la próxima vez pon un calcetín en la puerta.

—¿Un calcetín?

—Según mi hermano es la señal universal para echar un… Vaya, una forma amable de decirle a tu compañero de cuarto que esa noche se busque otro plan, de evitar que entre y te pille en plena faena.

—Entiendo —digo con un bostezo—. Lo siento. Un calcetín. Lo tendré en cuenta.

—¿Quién es? —susurra, señalando a Lila con el mentón—. ¿Estudia siquiera aquí? —Baja la voz todavía más—. ¿Te has vuelto loco?

Lila se da la vuelta y le esboza una sonrisa adormilada.

—Qué uniforme tan mono —dice con su nueva voz ronca.

Sam enrojece.

—Soy Lila y sí, Cassel está loco. Pero seguro que ya te habías dado cuenta de eso. Ya estaba loco cuando le conocí, y es evidente que con el tiempo su locura ha ido a más. —Me alborota el pelo con sus dedos enguantados.

Hago una mueca.

—Es una vieja amiga. Una amiga de la familia.

—Los colegas están volviendo —dice Sam, enarcando las cejas—. Será mejor que tú y tu compi os larguéis.

Lila se apoya en un codo.

—¿Te encuentras mejor? —No parece importarle estar medio en cueros con una pierna apretada contra mí. Puede que se acostumbrara a la desnudez cuando era gata, pero yo estoy totalmente desacostumbrado.

—Sí —digo. Todavía me noto las costillas, pero el dolor ha remitido.

Bosteza y se despereza ladeando el cuerpo y haciendo que la columna le cruja de forma audible.

Tengo la sensación de que el mundo se ha vuelto del revés. Ya no hay normas.

—Oye —digo a Sam, porque si el mundo se ha vuelto loco, significa que yo también puedo hacer lo que me dé la gana—. ¿Adivina qué? Soy un trabajador.

Mi compañero me mira boquiabierto. Lila se levanta de la cama de un salto.

—No puedes contarle eso —dice.

—¿Por qué no? —pregunto, y me vuelvo hacia Sam—. Lo descubrí ayer. ¿No es alucinante?

—¿De qué tipo? —consigue farfullar.

—Si se lo dices te mato —interviene Lila—, pero primero le mataré a él.

—Retiro la pregunta —dice Sam levantando las manos en son de paz.

Todavía tengo ropa en el armario y los cajones. Cojo lo que necesito y me voy a la biblioteca para tomar prestado dinero de mi negocio.

Entramos en la tienda de la esquina a la que acuden todos los estudiantes de Wallingford para robar chicles. Lila coge un bote de champú, jabón, una enorme taza de café y tres chocolatinas. Pago.

El dueño, el señor Gazonas, me sonríe.

—Es un buen chico —le dice a Lila—. Educado. No roba. Muy diferente de los demás chicos que vienen por aquí. No lo dejes escapar.

Su comentario me hace reír.

Me apoyo en la pared de fuera.

—¿Quieres llamar a tu madre?

Lila sacude la cabeza.

—¿Con lo cotillas que son en Carney? Ni hablar. No quiero que nadie sepa que he vuelto, con excepción de mi padre.

Asiento lentamente.

—Pues llamamos a tu padre.

—Primero necesito una ducha —replica, liándose la bolsa de plástico en la muñeca. Se ha remangado uno de mis pantalones de pinzas y parece una vagabunda con la camisa holgada y las botas de cordones que encontró en el fondo de mi armario.

Telefoneo a la misma compañía de taxis que nos trajo hasta aquí.

—No tenemos dónde asearnos —digo.

—Vamos a un hotel.

Hay un hotel no muy lejos de donde estamos, un establecimiento sencillo y agradable donde se alojan a veces los padres.

—No nos darán habitación, créeme. Los estudiantes lo intentan constantemente.

Se encoge de hombros.

Le cuelgo el teléfono a la operadora.

—Ya lo tengo —digo. Estoy pensando que las habitaciones de hotel tienen las puertas abiertas mientras las limpian. No tenemos ninguna posibilidad de que nos den una habitación, pero con un poco de suerte podríamos colarnos en una para ducharnos.

Nos disponemos a cruzar el aparcamiento cuando veo a Audrey acompañada de dos de sus amigas, Stacey y Jenna. Stacey me enseña el dedo corazón. Jenna le da un codazo a Audrey. Sé que debería apartar la vista pero no lo hago. Audrey levanta la cabeza. Tiene la mirada sombría.

—¿La conoces? —pregunta Lila.

—Sí —digo, y finalmente giro hacia el hotel.

—Es guapa.

—Sí —repito, y me meto las manos en los bolsillos, hasta el fondo, hasta tocar la costura con mis dedos enguantados.

Lila sigue mirando hacia atrás.

—Seguro que tiene ducha.

He aquí otra cosa que mi madre me repetía una y otra vez sobre los timos. Lo primero que tienes que hacer es ganarte la confianza de tu víctima, pero el timo resulta siempre más convincente si otra persona y no tú atrae a la víctima. Por eso la mayoría de los timos requiere un compañero.

—Cassel me lo ha contado todo sobre ti —dice Lila. Su sonrisa hace que de vagabunda pase a parecer una chica corriente, incluso con el pelo enmarañado.

Audrey me mira primero a mí, luego a Lila y de nuevo a mí, como si estuviera intentando decidir si esto es parte de algún juego.

—¿Qué te ha contado? —pregunta Jenna antes de dar un largo sorbo a su Coca-Cola light.

—Mi prima acaba de llegar de la India. —Señalo a Lila con la cabeza—. Sus padres vivían en un ashram. Le estaba hablando de Wallingford.

Audrey se lleva las manos a las caderas.

—¿Es tu prima?

Lila enarca las cejas unos segundos, luego esboza una gran sonrisa.

—Ah, lo dices por mi piel blanca.

Stacey se sobresalta. Audrey me mira para ver si estoy ofendido. En Wallingford, la idea de corrección política es no hacer comentarios de índole racial. Jamás. La piel morena y el pelo negro deben ser tan invisibles como el cabello pelirrojo o el cabello rubio o esas pieles tan blancas que están veteadas de venas azules.

—Tiene una explicación —dice Lila—. Somos medio primos. Mi madre se casó con el hermano de su madre.

Mi madre no tiene ningún hermano.

No muevo ni una ceja.

No sonrío.

No reconozco que engañar a la chica de la que podría estar todavía enamorado me acelera el pulso.

—Audrey —digo, porque me conozco bien el guión—, ¿te importa que hablemos un momento?

—Cassel —interviene Lila—, tengo que cortarme el pelo. Tengo que ducharme. Vamos. —Sonríe a Audrey y me coge del brazo—. Ha sido un placer conocerte.

Sigo mirando fijamente a Audrey, esperando una respuesta.

—Podríais hablar en Wallingford —dice Jenna.

—Ella podría utilizar las duchas de la residencia —añade, vacilante, Audrey.

Soy malvado.

—Entonces, ¿podemos hablar? —le insisto—. Sería estupendo.

—Está bien —responde sin mirarme.

Camino de Wallingford Lila me lanza una sonrisa rápida.

—Genio —me dice con los labios.

Audrey y yo nos sentamos en los escalones de cemento del edificio de Bellas Artes. Tiene el cuello salpicado de manchas, le salen cuando está nerviosa. Se retira constantemente el cabello de la cara y se lo mete detrás de la oreja, pero vuelve a soltarse con cada golpe de brisa.

—Lamento lo que pasó en la fiesta —digo. Deseo acariciarle el pelo, echárselo hacia atrás, pero me contengo.

—Soy una mujer independiente. Tomo mis propias decisiones. —Sus manos enguantadas pellizcan el tejido de sus mallas grises.

—Lo que quiero decir es que…

—Sé lo que quieres decir —me interrumpe—. Que estaba borracha y no deberías haber besado a una chica que está borracha y aún menos delante de su novio. Es poco caballeroso.

—¿Greg es tu novio? —Ahora entiendo su reacción.

Audrey se muerde el labio inferior y se encoge de hombros.

—¡Y encima voy y le pego! —me apresuro a añadir para hacerle reír—. Nada de duelos al amanecer. Debes de estar muy decepcionada. Ya no quedan caballeros en el mundo.

Sonríe con patente alivio al comprender que no voy a interrogarla.

—Estoy decepcionada.

—Yo soy más gracioso que Greg —digo. Hoy me resulta más fácil hablar con ella, ahora que sé que no maté a la última chica de la que estuve enamorado. No era consciente de lo pesada que me resultaba esa carga hasta que la he soltado.

—Pero le gusto más de lo que jamás te gusté a ti.

—Entonces le debes de gustar mogollón. —Lo digo mirándola fijamente a los ojos, y mi recompensa es el intenso rubor que le sube por las mejillas.

Me clava un puño en el brazo.

—Eres gracioso.

—¿Significa eso que todavía te gusto?

Se echa hacia atrás, desperezándose.

—No estoy segura. ¿Volverás a Wallingford?

Asiento con la cabeza.

—Volveré.

—Tictac —dice—. Podría olvidarme de ti.

Sonrío.

—La ausencia hace que las pasiones pequeñas se apaguen y que se aviven las grandes.

—Tienes buena memoria —dice, pero está mirando un punto por encima de mi hombro.

—¿Te he mencionado también que soy más listo que Greg? —Como no reacciona me doy la vuelta para ver qué mira.

Lila está cruzando el patio con una falda larga y un jersey que sin duda le ha sacado a alguien. Se ha cortado tanto el pelo que ahora lo lleva más corto que yo: un sombrerete plateado sobre la cabeza. Todavía calza mis botas y lleva carmín rosa en los labios. Se me corta la respiración.

—Pareces otra —dice Audrey.

La sonrisa de Lila se amplía. Se acerca a mí y enlaza su brazo con el mío.

—Muchas gracias por dejarme utilizar la ducha.

—De nada. —Audrey nos está observando como si de repente pensara que hay algo sospechoso en lo que acaba de ocurrir. Puede que solo sea el cambio que ha dado Lila.

—Tenemos un tren que coger, Cassel —dice Lila.

—Ajá —respondo—. Te llamaré.

Audrey asiente, todavía perpleja.

Lila y yo echamos a andar hacia la acera y sé lo que eso representa. El escaqueo y la huida. No importa la dimensión del timo, los pasos son siempre los mismos.

Por lo visto no me parezco en nada a mi padre. En realidad, soy como mi madre.

La estación de tren se halla prácticamente vacía sin el tráfico de trabajadores de entre semana. Hay un tío más o menos de mi edad sentado en uno de los bancos de madera pintada discutiendo con una chica que tiene los ojos rojos e hinchados. Y una anciana apoyada en un carrito de la compra. Al fondo, dos chicas con sendas crestas teñidas de rosa chillón se desternillan delante de una Game Boy.

—Deberíamos llamar a tu padre. —Saco el móvil del fondo de mi bolsillo—. Asegurarnos de que estará en su despacho cuando lleguemos.

Lila está mirando el vidrio de una máquina expendedora con una expresión ilegible. Su reflejo vibra ligeramente, como si estuviera temblando.

—No vamos a Nueva York. Tenemos que conseguir que se reúna conmigo en otro lugar.

—¿Por qué?

—Porque no quiero que nadie sepa que estoy viva salvo él. Nadie. No tenemos ni idea de quién está trabajando con Anton.

—Está bien. —Asiento con la cabeza. Después de la experiencia por la que ha pasado, supongo que un poco de paranoia no está fuera de lugar.

—He oído muchas cosas —dice—. Estoy al tanto de su plan.

—Esta bien —repito. En ningún momento se me ha pasado por la cabeza que no lo estuviera.

—Prométeme que no le contarás a mi padre lo que me pasó —dice, y baja la voz—. No quiero que sepa que he sido un gato.

—Está bien —digo por tercera vez—. No diré nada que no quieras que diga, pero tu padre esperará que le cuente algo. —Me avergüenza el alivio que siento. No estaba seguro de qué iba a ocurrir. Por muy enfadado que esté con Barron y Philip, por mucho que ahora les odie, si Zacharov se enterara de lo que hicieron no hay duda de que los mataría. No estoy seguro de querer que mueran.

Lila alarga una mano hacia mi móvil.

—Tú no estarás. Iré sola.

Abro la boca, pero Lila me clava una mirada de advertencia para que piense detenidamente lo que voy a decir antes de hablar.

—Deja que por lo menos haga el trayecto contigo. Desapareceré una vez que estés en tu destino. Sana y salva.

—Puedo cuidar de mí misma. —Sus palabras suenan como un gruñido.

—Lo sé. —Le alargo el móvil.

—Bien —dice, abriéndolo.

Frunzo el entrecejo mientras la veo marcar el número. Si bien es cierto que no contárselo a Zacharov retrasará mi necesidad de tomar algunas decisiones, no es una solución. Su vida está en peligro. Necesitamos una estrategia.

—No es posible que pienses que tu padre va a echarte la culpa. Tendría que estar loco.

—Creo que mi padre sentirá lástima por mí.

Puedo oír el tono al otro lado de la línea.

—Pensará que fuiste muy valiente.

—Tal vez, pero no pensará que puedo cuidar de mí misma.

Oigo una voz de mujer y Lila se lleva el teléfono a la oreja.

—¿Puedo hablar con el señor Ivan Zacharov? —Hay una larga pausa. Lila aprieta los labios—. No se trata de ninguna broma. Estoy segura de que querrá hablar conmigo. —Patea la pared con una bota demasiado grande—. ¡Pásemelo!

Enarco las cejas. Cubre el auricular con una mano.

—Ha ido a buscarlo —me transmite con los labios.

—Hola, papá —dice, cerrando los ojos.

Segundos después:

—No, no puedo demostrar que soy yo. ¿Cómo quieres que lo haga?

Puedo oír la voz de Zacharov como un zumbido distante que va ganando potencia.

—No lo sé, no lo recuerdo —espeta Lila con la voz tirante—. No me llames embustera. ¡Soy Lillian!

Se muerde el labio y me pasa el teléfono.

—Habla tú con él.

—¿Qué quieres que le diga? —le pregunto en voz baja. La mera idea de hablar con el señor Zacharov hace que me suden las manos.

Lila coge un folleto de una bandeja y me lo planta delante.

—Dile que se reúna con nosotros aquí.

Miro el folleto.

—Tiene una habitación en el Taj Mahal —susurra Lila.

Cojo el teléfono.

—Eh, hola, señor —digo al auricular, pero Zacharov sigue gritando, hasta que finalmente parece comprender que Lila ya no está al teléfono.

Tiene la voz propia de alguien acostumbrado a que sus órdenes sean obedecidas.

—¿Dónde está? ¿Dónde estáis? Solo dime eso.

—Quiere que nos encontremos en Atlantic City. Dice que usted tiene una habitación en el Taj Mahal.

Se hace un silencio tan sepulcral que durante unos instantes creo que me ha colgado.

—¿En qué tinglado me estoy metiendo? —dice, despacio, al fin.

—Su hija únicamente quiere que se reúna con ella. Solo. Vaya esta noche a las nueve. Y no se lo diga a nadie. —Como no sé de qué otra manera impedir que me discuta, cierro el teléfono.

Miro a Lila.

—¿Crees que podremos estar allí a las nueve?

Abre la hoja de horarios.

—De sobra. Ha salido perfecto.

Introduzco lentamente un billete de veinte en la máquina situada junto a las escaleras y pulso nuestro destino. El cambio cae en monedas, dólares de plata que tintinean en la bandeja como campanillas.

No existe un tren directo de Jersey a Atlantic City. Tienes que ir hasta Filadelfia y hacer transbordo en la estación de Thirtieth Street para Atlantic City. En cuanto ocupamos nuestros asientos Lila rasga la bolsa y devora las tres chocolatinas con ávidos y rápidos bocados. Hecho esto, se limpia la cara deslizando los nudillos de su puño desde la mejilla hasta la nariz. No es un gesto humano, o por lo menos no es la forma en que los humanos realizan ese mismo gesto.

Incómodo, miro por la ventanilla sucia y resquebrajada el mar de casas que pasan a toda velocidad. Cada una con sus secretos.

—Cuéntame qué sucedió aquella noche —digo—. El resto. Cuando te transformé.

—Está bien, pero primero es preciso que comprendas por qué mi padre no puede enterarse de lo que me ocurrió. Soy su único descendiente y para colmo mujer. Las familias como la mía son muy tradicionales. Las mujeres pueden ser trabajadoras poderosas pero raras veces son jefas. ¿Entiendes?

Asiento con la cabeza.

—Si mi padre se enterara de lo sucedido, se vengaría de Anton y de tus hermanos, puede que incluso de ti, y yo me convertiría en la hija a la que hay que proteger. Ya nunca podría convertirme en la jefa de la familia. Voy a dirigir mi propia venganza y voy a salvar a mi padre de Anton. De ese modo se dará cuenta de que merezco ser su heredera. —Cruza las piernas, arrimando sus pies a los míos. Mis botas le van enormes y uno de los cordones está suelto.

Me cuesta imaginármela como jefa de la familia Zacharov.

Asiento de nuevo. Me viene la imagen de Barron asestándome patadas en las costillas. De Philip mirándome mientras me retuerzo en el suelo. La ira me sube por dentro, caliente y peligrosa.

—Vas a necesitarme.

Lila afila la mirada.

—¿Es eso un problema?

Detesto a Barron y Philip, pero son mis hermanos.

—Quiero que dejes a mis hermanos fuera de esto.

Puedo ver cómo cierra los dientes de golpe y tensa la mandíbula.

—Merezco una venganza —contesta.

—Si quieres ocuparte de tu familia a tu manera, adelante. Pero deja que yo me ocupe de la mía.

—Ni siquiera sabes qué te hicieron a ti.

Siento una oleada de pánico. Trago saliva.

—Cuéntamelo.

Lila se humedece los labios.

—¿Quieres saber qué ocurrió esa noche? Bien. Como te dije, estaban discutiendo. Anton le dijo a Barron que se deshiciera de mí. Tú debías transformarme en… en algo. Algo de cristal para que Barron pudiera hacerme añicos. Algo muerto para que estuviera muerta. Eso decían mientras tú me retenías contra el suelo. Philip te decía que si no accedías a hacerlo se verían obligados a hacerme daño y a ponerlo todo perdido. Barron te decía una y otra vez que recordaras lo que yo te había hecho y yo gritaba una y otra vez que no te había hecho nada.

Baja un instante la mirada.

Gestos que delatan. Todo el mundo los tiene.

—¿Por qué Anton te quería muerta?

—Porque quiere convertirse en el jefe de mi familia. Temía que mi padre nunca lo eligiera como heredero si yo estaba por en medio, por eso siempre me quiso muerta. Solo necesitaba encontrar una forma de matarme que no lo involucrara.

»La excusa que utilizó para deshacerse de mí era que Barron me había pedido que hiciera que algunas personas salieran de sus casas sonámbulas. Les rozaba durante el día y por la noche tenían cierto sueño, se levantaban de la cama y salían al jardín. Unas veces se despertaban camino de la puerta y la maldición se rompía, otras no. Yo no sabía para qué era. Barron decía que eran personas que debían dinero a mi padre y que de esa manera podía hablar con ellas, impedir que salieran perjudicadas. Anton descubrió que Barron me había utilizado para ayudar y le dijo que yo debía morir o de lo contrario…

—¿De lo contrario qué? ¿Qué tiene de extraordinario hacer que la gente camine sonámbula? —Me recuesto. El asiento de plástico chirría.

—Tus hermanos… hacen desaparecer a personas. Ése es su trabajo.

—¿Las matan? —pregunto, elevando la voz. No sé de qué me sorprendo. Sé que los criminales hacen cosas malas y soy consciente de que mis hermanos son criminales. Supongo que había dado por sentado que lo que Philip hacía para Anton eran trabajillos de poca monta. Como romper piernas y cosas así.

Lila frunce el entrecejo y mira a su alrededor, pero nadie parece interesado en nosotros pese a mi arrebato. Reduce su voz a un susurro, como si de ese modo pudiera paliar mi error.

—No las matan. Consiguen que su hermano pequeño lo haga por ellos. Él convierte a las personas en objetos y luego ellos se deshacen de los objetos.

—¿Qué? —La he oído, pero no puedo creer que haya oído bien.

—Te han estado utilizando como triturador de basura humana. —Forma un marco con las manos y mira por él—. He aquí el retrato de un asesino adolescente.

Me levanto, aunque estamos en un tren y no tengo adónde ir.

—¿Cassel? —Lila me tiende una mano.

Doy un paso atrás. Siento un rugido en los oídos. Lo agradezco. No creo que pueda escuchar mucho más.

—Lo siento. Pero por fuerza tenías que sospechar que…

Creo que voy a vomitar.

Cruzo las pesadas puertas y me detengo en la plataforma que une los dos coches. Esta baila adelante y atrás bajo mis pies. Me encuentro justo encima de los ganchos y cadenas que dan al tren forma de serpiente. Un aire frío me echa el pelo hacia atrás, luego el aire caliente del motor me golpea la cara.

Me quedo ahí, con las manos sobre el metal, hasta que empiezo a serenarme.

Creo que ahora comprendo por qué acorralaron y dispararon a todos aquellos trabajadores. Creo que ahora entiendo ese miedo.

En gran medida somos quienes recordamos ser. Por eso cuesta tanto abandonar un hábito. Si nos creemos embusteros, esperamos no decir la verdad. Si nos creemos sinceros, nos esforzamos más por decirla.

Durante tres días enteros no fui un asesino. Lila había regresado de entre los muertos y con ella la mitigación de mi autodesprecio. Ahora, sin embargo, una pila de cadáveres se tambalea sobre mi cabeza, amenazando con derrumbarse y ahogarme en un mar de culpa.

Toda mi vida he deseado que mis hermanos confiaran en mí. Que compartieran conmigo sus secretos. Quería que me vieran, Philip sobre todo, como un cómplice a su altura.

Incluso después de la paliza que me propinaron mi primer impulso fue intentar salvarles.

Ahora solo deseo venganza.

Después de todo, ya soy un asesino. Nadie espera realmente de un asesino que deje de matar. Mis dedos se cierran sobre la barra metálica del tren como si ésta fuera la garganta de Philip. No quiero ser un monstruo, pero quizá sea demasiado tarde para poder ser otra cosa.

La puerta de la plataforma se abre y el revisor pasa por mi lado.

—No puedes estar aquí —me dice, mirando atrás.

—Vale —respondo.

El hombre abre la puerta del siguiente coche para seguir picando billetes. En realidad le da igual. Probablemente podría quedarme aquí un buen rato antes de que volviera a pasar.

Aspiro dos bocanadas más de aire fétido y regreso junto a Lila.

—Qué melodramático —dice cuando me siento—. Con salida furibunda y todo.

Parece que tenga el contorno de los ojos amoratado. Ha encontrado un bolígrafo en algún lugar y empezado a hacerse garabatos en la pierna, por debajo de la rodilla.

Me siento fatal, pero no me disculpo.

—Lo sé —digo—. Soy un tío muy melodramático. Salto por cualquier cosa.

Eso le hace sonreír, pero enseguida recupera la seriedad.

—Te odiaba cuando te veía tumbado en tu cómoda cama de la residencia, pensando en calificaciones y chicas y no en lo que me hiciste.

Aprieto los dientes.

—Has dormido en mi cama. ¿En serio te parece tan cómoda?

Se ríe, pero suena más como un sollozo.

Miro por la ventanilla. Ahora estamos dentro de un bosque.

—No he debido decir eso. Estabas durmiendo en una jaula. No soy una buena persona, Lila. —Titubeo—. Pero me importaba… me importa lo que te hice. Pensaba en ti todos los días. Y no imaginas cuánto lo siento.

—No quiero tu compasión —dice, pero su voz es ahora más dulce.

—Tú te la pierdes —le replico.

Esboza una sonrisa torcida y me da un puntapié con mi bota.

—Me gustaría que me contaras el resto de la historia. Cómo te transformé. Cómo escapaste. No volveré a perder los papeles. Escucharé todo lo que decidas contarme.

Asiente con la cabeza y se pone de nuevo a dibujar garabatos en su pierna. Remolinos que parten de un círculo de tinta azul.

—Está bien. Nos habíamos quedado en que me tienes inmovilizada contra la moqueta. Pareces furioso, colérico, pero de repente sonríes de una manera extraña. Me asusto, me asusto de verdad, porque estoy convencida de que vas a hacerlo. Entonces te inclinas sobre mí y me susurras al oído: «Huye».

—¿Huye? —pregunto.

—Absurdo, ¿verdad? Te tengo encima, ¿cómo quieres que huya? Pero de pronto empiezo a cambiar. —El bolígrafo le aprieta la piel, con fuerza ahora. Le está arañando la pierna—. Notaba como si la piel se me estuviera encogiendo. Mis huesos se retorcían y poco a poco me fui encorvando, achicando. Se me nubló la vista, y de repente me di cuenta de que podía escurrirme, escapar de tus manos. No sabía cómo se corría con cuatro patas, pero eché a correr de todos modos.

»Te oí chillar pero no miré atrás. Todo eran gritos. Me dieron caza debajo de unos arbustos. Había logrado salir de la casa pero no fui capaz de correr lo bastante deprisa.

Deja de garabatear y empieza a pincharse la pierna con la punta del bolígrafo.

—Eh —digo, posando mi mano enguantada en la suya.

Lila parpadea, como si hubiera olvidado dónde estaba.

—Barron me metió en una jaula y me puso un collar eléctrico en el cuello, como ésos que ponen a los perros cuando son pequeños. Dijo que prefería eso a tenerme muerta. Ya no me interponía en su camino pero podía seguir utilizándome. Yo hacía que la gente caminara hasta vosotros sonámbula. Es fácil para un gato colarse en una casa y tocar a alguien. También hacía que tú salieras sonámbulo de tu residencia y fueras al lugar donde tus hermanos aguardaban. Me mirabas con indiferencia, como a un animal. —Suelta un bufido—. Pensaba que tu intención había sido salvarme. Pero no volviste a intentarlo.

No sé qué decir. Siento un pesar profundo y afilado que duele más de lo que puedo expresar con palabras. Quiero acariciarla, pero no soy digno de ello.

Menea la cabeza.

—Sé que Barron te manipuló. Si estoy aquí es gracias a ti. No debería decir eso.

—No te preocupes. —Respiro hondo—. Tengo muchas cosas que lamentar.

—Debí imaginar que te habían cambiado los recuerdos. Barron está tan ocupado intentando conseguir que la gente recuerde lo que él quiere y olvide todo lo demás que no se da cuenta de que está vaciando su propio cerebro. No puede tener la sartén por el mango porque ha olvidado dónde está. La soledad puede volverte loco. A veces Barron se olvidaba de ponerme agua o comida y yo me pasaba el día maullando. —Deja de hablar y mira por la ventanilla—. Me contaba yo misma historias para que el tiempo pasara más deprisa, cuentos de hadas, fragmentos de libros. Pero se me agotaron. Al principio intentaba escapar, pero con el tiempo también se me agotó la esperanza.

Baja la voz y se inclina tanto hacia mí que su aliento me eriza los pelos de la nuca.

—Cuando descubrí que ibais a hacer daño a mi padre, cuando les oí hablar de ello, me di cuenta de que lo importante no era escapar. Supe que tenía que matarte.

—Me alegro de que no lo hicieras. —Pienso en mis pies descalzos resbalando en la pizarra.

Sonríe.

—Últimamente Barron ya no me tenía tan vigilada. Logré desgastar la parte de nailon del collar lo suficiente, pero aun así me costó sacármelo.

Pienso en las costras de sangre que tenía en el pelaje la primera vez que la vi.

—¿Todavía me odias? —pregunto.

—No lo sé. Un poco.

Las costillas me duelen. Quiero cerrar los ojos. En algún lugar del vagón rompe a llorar un bebé. El ejecutivo sentado dos filas más adelante está hablando por teléfono.

—No quiero sorbete —dice—. No me gustan los sorbetes. Ponme helado, el que sea.

Pienso que quizá me merezca que las costillas me duelan más.