13

No quiero moverme porque hasta respirar me lastima las costillas. Las contusiones me duelen más ahora, por la mañana, que anoche. Tendido en la cama de mi viejo cuarto, compruebo el estado de mi memoria en busca de lagunas. Me recuerda a cuando era niño y me pasaba la lengua por la encía después de que se me cayera un diente. Pero recuerdo perfectamente la noche de ayer: a mis hermanos mirándome desde arriba, a Barron dándome patadas en el estómago. Recuerdo la pistola transformándose, enroscándose en la muñeca de aquel hombre. Lo único que no recuerdo es cómo llegué hasta la cama, pero creo que eso es porque perdí el conocimiento.

—Dios —gimo mientras me paso la mano por la cara y luego me la miro para asegurarme de que sigue siendo mi mano. Para asegurarme de que no ha adoptado otra forma.

Bajo el brazo con cuidado y me toco la herida de la pierna que cubre las piedrecillas. Noto bajo los dedos la dureza completa de una de ellas y el contorno fragmentado de las otras dos, ahora rotas. Mi piel da un respingo de dolor cuando aprieto. No estaba loco. Una piedra se resquebrajó bajo mi piel anoche cada vez que Barron intentó manipularme.

Barron.

Él es el trabajador de la memoria. Él cambió los recuerdos de Maura. Y los míos.

Se me encoge el estómago y ruedo suavemente sobre un costado, temiendo que pueda vomitar y el vómito me asfixie. Veo a la gata blanca sentada sobre una pila de ropa sucia. Sus ojos son dos rendijas.

—¿Qué haces aquí? —susurro. Mi voz suena como si tuviera trozos de cristal atascados en la garganta.

Se levanta y estira las pezuñas para amasar el jersey sobre el que yace. Las uñas se hunden en el tejido como pequeñas agujas. Arquea el lomo.

—¿Les viste traerme hasta aquí? —pregunto con voz ronca.

Se lame el morro con su lengua rosada.

—Deja de jugar conmigo —digo.

Se agazapa y salta súbitamente sobre mi cama. Suelto un gemido de dolor.

—Sé quién eres —digo—. Sé lo que te hice.

«Solo tú puedes deshacer la maldición». Claro.

Siento su suave pelaje en el brazo y alargo la mano. Me deja acariciarle el lomo. Miento. No sé quién es. Creo que sé quién era, pero no estoy seguro de quién es ahora.

—No sé cómo devolverte a tu estado anterior —digo—. He descubierto que fui yo quien te transformó, pero ignoro cómo lo hice.

Se pone tensa y me giro para hundir la cara en su pelaje. Noto las ásperas almohadillas de sus pezuñas. Las diminutas zarpas me arañan la piel.

—No tengo un amuleto de sueños —digo—. No tengo nada para impedir que me manipules. Puedes hacerme soñar, ¿verdad? Como el día de la tormenta y el tejado. Como antes de que fueras una gata.

Su ronroneo es como un rugido, como un trueno distante.

Cierro los ojos.

Me despierto todavía dolorido. Estoy tumbado en un charco de sangre y resbalo al intentar sentarme. Inclinados sobre mí están Philip, Barron, Anton y Lila.

—No recuerda nada —dice Lila la chica. Cuando sonríe, muestra unos dientes caninos terminados en afiladas puntas. Parece mayor de catorce años. Parece hermosa y terrible. Reculo.

Se ríe.

—¿Hay algún herido? —pregunto.

—Yo —responde—. ¿No lo recuerdas? Estoy muerta.

Me arrodillo y de pronto me encuentro en el escenario del teatro de Wallingford. Solo. El pesado telón azul está echado y creo poder oír los murmullos de una multitud al otro lado. Cuando bajo la vista el charco de sangre ya no está y en su lugar hay una trampilla abierta. Me levanto trabajosamente, resbalo y casi caigo por el agujero.

—Necesitas maquillaje —dice alguien.

Me doy la vuelta. Es Daneca. Viste una cota de malla brillante y camina hacia mí con una borla. Me abofetea la cara con ella. Se levanta una nube de polvo.

—Estoy soñando —digo en voz alta, pero eso apenas me ayuda.

Abro los ojos y ya no estoy en el escenario de Wallingford sino en el pasillo de un majestuoso teatro. Sobre la alfombra escarlata las paredes forradas de madera tienen polvo en las hendiduras. De las luces gotean cristales y los techos de yeso están pintados con frescos dorados. En los asientos de platea, frente al escenario, gatos con ropa se abanican mutuamente, agitan programas y maúllan. Me pongo a dar vueltas y algunos me miran. Los ojos les brillan con el reflejo de la luz.

Tropiezo con una de las hileras de asientos y ocupo uno justo cuando el telón encarnado se abre.

Lila aparece en el escenario luciendo un largo vestido victoriano de color blanco con botones perlados. La siguen Anton, Philip y Barron, cada uno con indumentarias de períodos diferentes. Anton lleva un traje violeta de los años cuarenta y un enorme sombrero de plumas, Philip viste como un lord isabelino, con jubón y gorguera, y Barron una túnica negra hasta los pies. No puedo decidir si va de sacerdote o de juez.

—¡Hete aquí una joven muchacha que adora divertirse! —exclama Lila llevándose el dorso de la muñeca a la frente.

Barron hace una profunda reverencia.

—Pues da la casualidad de que yo puedo ser muy divertido a veces.

—Pues da la casualidad —interviene Anton— de que Philip y yo tenemos un pequeño apaño donde yo me deshago de gente a cambio de dinero. No puedo permitir que su padre lo sepa. Algún día asumiré el mando del negocio.

—Ay de mí —dice Lila.

Barron sonríe y se frota las manos.

—Pues da la casualidad de que a mí me gusta el dinero.

Philip me mira, como si me estuviera hablando a mí.

—Anton es nuestra oportunidad para escapar de la mediocridad. Y creo que mi novia está embarazada. Lo entiendes, ¿verdad? Lo hago por todos nosotros.

Niego con la cabeza. No lo entiendo.

Lila suelta un gritito y empieza a encogerse, a cambiar de forma, hasta quedar reducida al tamaño de un ratón. En ese instante la gata blanca salta de un palco. El vestido se le engancha en las astillas de los tablones del suelo y resbala por su cuerpo peludo. Se abalanza, atrapa al ratón-Lila con los dientes y le arranca la cabecita. La sangre salpica el escenario.

—Basta, Lila —digo—. Déjate de juegos.

La gata engulle los restos y me mira. Los focos del escenario giran entonces hacia mí y parpadeo, deslumbrado. Me levanto. La gata blanca me sigue. Veo tan claramente que sus ojos —uno azul y otro verde— son los de Lila que retrocedo a trompicones hasta el pasillo.

—Tienes que cortarme la cabeza —dice.

—No —replico.

—¿Me quieres? —pregunta.

Sus dientes semejan cuchillos de marfil.

—No lo sé —digo.

—Si me quieres tienes que cortarme la cabeza.

De pronto me aparece una espada en la mano y la estoy blandiendo. La gata empieza a cambiar, como ha hecho Lila, pero está creciendo, transformándose en algo monstruoso. Los aplausos del público son ensordecedores.

Mis costillas aúllan pero me obligo a sacar las piernas de la cama. Entro en el cuarto de baño, hago pipí y mastico un puñado de aspirinas. Mientras me contemplo en el espejo, examino mis ojos rojos y la colección de moretones junto a las costillas, pienso de nuevo en el sueño, en la gata alzándose imponente sobre mí.

Es absurdo, pero no me estoy riendo.

—¿Eres tú? —dice la voz del abuelo desde el pie de la escalera.

—Sí —respondo.

—Has dormido mucho —dice, y puedo oírle farfullar, probablemente sobre lo vago que soy.

—No me encuentro bien —digo desde el hueco de la escalera—. Me temo que hoy no podré limpiar.

—Yo tampoco me siento muy en forma que digamos. Menuda nochecita la de ayer. Bebí tanto que casi no la recuerdo.

Bajo abrazándome las costillas de forma casi inconsciente. Doy un traspié. Me siento raro. Estoy incómodo en mi piel. Soy Humpty Dumpty. Ni todos los caballos del rey ni todos los hombres del rey han conseguido recomponerme.

—¿Ha sucedido algo de lo que quieras hablarme? —me pregunta el abuelo. Pienso en mi impresión de anoche, cuando me pareció que sus ojos parpadeaban en la penumbra. Me pregunto qué oyó. Qué sospecha.

—No —digo, y me sirvo una taza de café. Lo bebo solo y el calor en la barriga es la primera cosa agradable que recuerdo sentir desde hace un tiempo.

El abuelo ladea la cabeza.

—Tienes un aspecto horrible.

—Ya te he dicho que no me encuentro bien.

El teléfono suena en la otra habitación con una estridencia que me crispa los nervios.

—Me dices muchas cosas —replica el abuelo antes de marcharse.

Veo a la gata en la escalera, su cuerpo blanco y espectral envuelto en un rayo de sol. La veo borrosa. Mis hermanos estaban incómodos, pero no por los motivos que yo creía. No porque yo fuera un asesino o alguien externo al círculo. De hecho, estaba tan metido en el círculo que ni siquiera lo sabía. Por un momento quiero lanzar la vajilla por los aires, quiero gritar, bramar. Quiero coger este poder recién hallado y transformar todo lo que toco.

Plomo en oro.

Carne en piedra.

Palos en serpientes.

Agarro la taza de café y visualizo la boca de la pistola derritiéndose y transformándose en mi mano, pero por mucho que intento evocar ese momento la taza no cambia. El eslogan sigue diciendo TRANSPORTES AMHERST: LO SUBIMOS TODO sobre un brillante fondo granate.

—¿Qué haces? —me pregunta el abuelo, tendiéndome el teléfono. Mi mano da un respingo y me derramo el café en la camiseta—. Es Philip. Dice que te dejaste algo en su casa.

Sacudo la cabeza.

—Cógelo —insiste con exasperación, y como no se me ocurre una excusa para no hacerlo, lo cojo.

—¿Sí? —digo.

—¿Qué le has hecho? —Puedo oír la ira en su voz, y algo más. Pánico.

—¿A quién? —pregunto.

—A Maura. Se ha ido y se ha llevado a mi hijo. Tienes que decirme dónde está, Cassel.

—¿Yo? —pregunto. ¿Anoche estuvo mirando cómo Barron me pateaba hasta dejarme sin conocimiento y hoy me acusa de planear la huida de Maura? La rabia me nubla la vista. Estrujo el teléfono con tanta fuerza que temo romper la cubierta de plástico.

Debería estar disculpándose conmigo. Debería estar suplicando.

—Sé que has estado hablando con ella. ¿Qué le dijiste? ¿Qué le hiciste?

—Oh, cuánto lo siento —digo automáticamente, presa de una furia gélida—. No lo recuerdo.

Pulso el botón de colgar con una sensación de venganza tan placentera que tardo unos instantes en comprender lo estúpido que he sido.

Entonces recuerdo que no soy Cassel Sharpe, hermano menor y decepción de todos, ya no. Soy uno de los trabajadores más poderosos de una de las maldiciones más raras.

No voy a llevarme a Lila fuera de la ciudad. No voy a moverme de aquí.

Son ellos los que deberían tenerme miedo a mí.

Aproximadamente una hora más tarde, el abuelo se marcha preguntándome si necesito algo de la tienda. Le digo que no. Me dice que meta un poco de ropa en una bolsa.

—¿Por qué? —pregunto.

—Nos vamos a Carney —dice.

Asiento con la cabeza, me abrazo las costillas y le veo partir.

Lila me mira desde los montones de ropa, papeles y fuentes que cubren la mesa del comedor. Está comiendo algo. Me acerco y veo un trozo de tocino cuya grasa está empapando una bufanda.

—¿Te lo ha dado el abuelo? —pregunto.

Se sienta sobre las patas traseras y se lame el morro.

Mi móvil está sonando. En el identificador de llamadas leo Daneca.

—Le diste esquinazo —digo a Lila—. ¿En serio que has venido caminando?

Lila bosteza, mostrando sus colmillos.

Sé que tengo que transformarla ahora, antes de que regrese el abuelo. Antes de que las costillas vuelvan a dolerme y no pueda concentrarme.

Ojalá supiera cómo.

Los ojos le brillan cuando me acerco a ella.

«Me echaron una maldición. Una maldición que solo tú puedes romper».

Alargo una mano y le acaricio el pelaje. Siento sus huesos ligeros, frágiles, como los de un pájaro. Me concentro en el instante en que el cañón de la pistola empezó a convertirse en escamas, trato de evocar la energía que lo transformó.

Nada.

Imagino a Lila, imagino que la gata se alarga y crece hasta transformarse en una chica. Mientras eso hago, caigo en la cuenta de que ignoro el aspecto que Lila tendría ahora. Ahuyento esa ocurrencia de mi mente y me permito hacer una combinación entre la chica que conocía y la chica de mi sueño. Más o menos. Imagino que cambia, lo imagino hasta que estoy temblando de tanto concentrarme, pero no cambia.

La gata suelta un hondo gruñido.

Arrastro una de las sillas del comedor, me derrumbo en ella y apoyo la frente en la madera del respaldo.

Cuando transformé la pistola no estaba pensando en ello. Mi instinto asumió el control. Era como una especie de memoria muscular o una parte de mi cerebro a la que solo podía acceder cuando alguien que me importaba estaba en peligro.

He estado enfadado muchas veces y sin embargo nunca he convertido mis guantes en hojas o transformado a una persona involuntariamente. Por lo tanto, no es algo emocional.

Pienso en la hormiga que Barron me dijo que no había convertido en palo. No puedo recordar qué hice en aquella ocasión.

Miro a mi alrededor. La espada que encontré cuando estaba limpiando la sala de estar se halla justo donde la dejé, apoyada en la pared. La levanto y siento su peso como si me encontrara alejado de mi cuerpo. La espada pesa, no es como los ligeros floretes del colegio.

«Si me quieres, córtame la cabeza».

—Lila —digo—, no sé cómo cambiarte.

Avanza hasta el canto de la mesa y salta al suelo. Surrealista. Todo esto es surrealista. No está ocurriendo.

—Estoy pensando en hacer algo para obligarme a actuar, para obligar a la magia a manifestarse. Algo loco.

Esto es absurdo. Alguien tiene que detenerme. Ella tiene que detenerme.

La gata acaricia la hoja de la espada con la mejilla, cerrando los ojos, y luego con el resto del cuerpo. Adelante y atrás. Adelante y atrás.

—¿Realmente te parece una buena idea?

Maúlla y regresa de un salto a la mesa. Se sienta y espera.

Poso una mano en su lomo.

—Voy a blandir esta espada sobre tu cabeza, ¿de acuerdo? Pero no voy a golpearte.

«Detenme».

—No te muevas.

Se limita a observar, a esperar. Está completamente inmóvil. Solo agita la cola.

Echo la espada hacia atrás y la impulso hacia su cuerpecillo. La acompaño con todo mi peso.

Dios mío, me dispongo a matarla por segunda vez.

Y entonces lo veo. De repente todo se vuelve líquido. Sé que puedo transformar la espada en una cuerda, en una cortina de agua, en una nube de polvo. Y la gata ya no es un conjunto de frágiles huesecillos y pelo. Puedo ver la terrible maldición vertida sobre ella, ocultando a la muchacha que hay debajo. Un simple tirón mental las separa.

De pronto estoy bajando la espada hacia la silueta desnuda de una chica acuclillada. Me apresuro a subirla pero pierdo el equilibrio en el proceso.

Caigo al suelo y la espada sale volando. Se estrella contra un arcón veneciano que hay en la otra punta del comedor.

La muchacha es una maraña de rizos del color del heno y piel quemada por el sol. Intenta levantarse pero no puede. Quizá haya olvidado cómo se hace.

Esta vez, cuando llega la reacción, siento como si se me ajironara el cuerpo.

—Cassel —dice. Está inclinada sobre mí con una camisa que le va grande. Casi puedo ver la totalidad de sus piernas desnudas cuando vuelvo la cabeza—. Cassel, viene alguien, despierta.

Las costillas me duelen de nuevo. Ignoro si es bueno o malo. Necesito dormir, nada más. Si duermo lo suficiente, cuando me despierte me encontraré otra vez en Wallingford y Sam estará rociándose demasiada colonia, y las cosas volverán a ser como se supone que deben ser para mí.

Me da un bofetón, fuerte.

Ahogo un grito y abro los ojos. La mejilla me escuece. Veo la empuñadura de la espada y los añicos de un jarrón que debió de caerse del arcón. Hay libros y papeles tirados por el suelo.

—Viene alguien —dice. Su voz es diferente de como la recuerdo. Áspera. Ronca.

—Mi abuelo —digo—. Fue a comprar.

—Ahí fuera hay dos personas.

Su cara me resulta familiar y extraña al mismo tiempo. Mirarla me produce dolor de estómago. Alargo una mano.

Ella retrocede. Lógicamente, no quiere que la toque. Mira lo que puedo hacerle.

—Deprisa —dice.

Me levanto a trompicones.

—¡Oh! —exclamo en voz alta, porque acabo de acordarme de la estupidez que le dije a Philip. No puedo creer que alguna vez haya pensado que soy bueno mintiendo.

—El armario —digo.

El armario de los abrigos está abarrotado de pelo y lana apolillada. Apartamos las cajas del fondo y nos escurrimos dentro. La única manera de caber sin apoyarme en la puerta es agacharme por debajo de la barra y dejar que las perchas se cierren sobre mí. Me golpeo el brazo con la barra. Lila entra detrás de mí y cierra la puerta. Se aprieta contra mis doloridas costillas respirando entrecortadamente. Su aliento huele a hierba y a otra cosa, algo más sustancioso y turbio. Noto su calor en mi cuello.

No puedo verla, solo veo la luz que se cuela por el contorno de la puerta. Uno de los cuellos de visón de mi madre me roza el mentón y olisqueo un vago rastro de perfume.

La puerta principal se abre y oigo la voz de Philip.

—¿Cassel? ¿Abuelo?

Hago un movimiento brusco. Es solo un reflejo, pero basta para que Lila me sujete los brazos y me hunda los dedos en los bíceps.

—Chis —susurra.

—Calla tú —susurro a mi vez.

La he cogido inconscientemente por los hombros, como respuesta a su gesto. En la oscuridad es un fantasma. Irreal. Sus hombros tiemblan ligeramente, vibran bajo mis manos.

Los dos tenemos las manos desnudas. Es chocante.

Se está inclinando hacia delante.

Su boca resbala por la mía. Sus labios se abren, suaves e incitantes. Nuestros dientes se tocan, y ella sabe como todos los pensamientos oscuros que he tenido. He aquí el beso con el que fantaseaba a mis catorce años e incluso después, cuando sabía que era morboso pensar de ese modo en ella, el beso que ansiaba y nunca recibí, y ahora que está ocurriendo no puedo detenerlo. Mis hombros presionan la pared. Para no tambalearme me agarro al hombro de un abrigo, con tanta fuerza que noto cómo la vetusta lana se desgarra en mi mano.

Me muerde la lengua.

—No está aquí —dice Barron—. Y tampoco el coche.

Lila gira bruscamente la cabeza, ladeando el cuello, por lo que tengo su pelo en mi cara.

—¿Qué crees que le contó al abuelo? —pregunta Philip.

—Nada —dice Barron—. Estás sacando las cosas de quicio.

—No le oíste por teléfono —dice Philip—. Recordó algo. Ignoro qué, pero lo suficiente para saber que alguien ha estado manipulándole.

Algo cruje bajo uno de sus pies. Con todo lo que hay desparramado por el suelo, puede ser cualquier cosa.

—Es un bocazas. Te estás emparanoiando.

Noto el aliento caliente de Lila en el cuello.

Pasos en la escalera me indican que van a buscarme arriba.

Estamos tan juntos que me resulta imposible no tocarla. Y eso me trae a la memoria que Lila probablemente ha estado tocándome para hacerme soñar.

—Aquella noche en Wallingford, ¿estabas en el cuarto conmigo? —susurro.

—Querían que te llevara hasta ellos —dice—. Hacerte caminar sonámbulo hasta ellos. He hecho caminar a mucha gente hasta ellos mientras dormía.

Visualizo una silueta blanca en la escalinata, el perro del director de la residencia empezando a ladrar antes de que Lila le hiciera soñar a él también.

—¿Por qué me has besado? —le pregunto en voz baja.

—Para callarte la boca —dice—. ¿Qué creías?

Guardamos silencio. Puedo oír a mis hermanos caminar por los chirriantes tablones que hay sobre nuestras cabezas. Me pregunto si están en sus antiguos cuartos. Me pregunto si están en mi cuarto, hurgando en mis cosas como yo hurgué en las de Barron.

—Gracias —digo al fin, con sarcasmo. El corazón me va a cien.

—No recuerdas nada, ¿verdad? Lo imaginaba. Barron me dijo que te echaste a reír cuando te contó que yo estaba en una jaula, pero no es cierto, ¿verdad?

—Naturalmente que no —respondo—. Nadie me dijo que estabas viva.

Lila suelta una risa extraña, gutural.

—¿Cómo crees que perecí?

Pienso en la jaula y en los tres años que Lila ha pasado en ella. En que semejante experiencia volvería loco a cualquiera. Aunque ella no parece más loca que el resto de la gente. Que yo, por ejemplo.

—Te clavé un cuchillo. —La voz se me quiebra pese a saber que es un recuerdo falso.

Lila calla. Solo puedo oír el martilleo de mi corazón.

—Lo recuerdo —digo—. La sangre. Resbalando en la sangre. Mirando tu cuerpo y sintiéndome satisfecho por haberme salido con la mía. Me parece tan real, como si fuera imposible que alguien pudiera inventarse algo tan atroz. Y lo que sentí… Es peor que no sentir nada, como un simple psicópata. Es mucho más duro pensar que disfrutaste. —Me alegro de que estemos a oscuras. No puedo imaginarme diciendo todo esto mirándola a los ojos.

—Tenían que matarme —dice Lila—. Barron y yo estábamos en casa de tu abuelo, en el sótano. Me agarró por los brazos y me sujetó contra el suelo. Al principio pensé que estaba jugando, que quería forcejear, hasta que llegasteis tú y Philip. Philip te estaba diciendo algo y tú decías que no con la cabeza.

Quiero decirle que eso no es verdad, que no sucedió, pero lo cierto es que no lo sé.

—Yo le pedía a Barron que dejara que me levantase, pero él ni siquiera se dignaba mirarme. Philip sacó un cuchillo y fue en ese instante cuando pareciste cambiar de opinión. Te acercaste a Barron y a mí y bajaste la mirada, pero tuve la sensación de que en realidad no me estabas mirando a mí, de que no me reconocías. Barron se levantó y sentí un gran alivio, hasta que tú me agarraste por las muñecas y me aplastaste contra la alfombra. Con más fuerza que él.

Trago saliva y cierro los ojos, temiendo lo que dirá a continuación.

Unos pasos en la escalera la detienen.

—Continúa —susurro en un tono más alto del que pretendo, aunque probablemente no tan alto como para que me oigan mis hermanos—. Cuéntame el resto.

Me tapa la boca con la mano.

—Calla —susurra, pero su tono es furibundo.

Si forcejeo con ella haré ruido de verdad.

—No quiero que se lo cuentes a Anton —dice Philip.

Su voz suena muy cerca y el cuerpo de Lila da un respingo. Deslizo las manos por sus brazos para tranquilizarla pero solo consigo que tiemble aún más.

—¿Contarle qué? —pregunta Barron—. ¿Qué crees que Cassel nos va a dejar colgados? ¿Quieres que el plan se vaya al garete?

—Lo que no quiero es que nos estalle en la cara. Y Anton parece cada día más inestable.

—Podemos ocuparnos de Anton cuando todo esto acabe. Cassel está bien. Te inquietas demasiado por él.

—Solo sé que es un plan arriesgado y que necesitamos a Cassel para llevarlo a cabo. Creo que te olvidaste de hacerle olvidar.

—¿Sabes que creo? —dice Barron—. Creo que el problema es la zorra de tu mujer. Te dije que la dejaras ir.

—Cierra el pico. —Puedo oír la rabia bajo la aparente calma de Philip.

—Como quieras, pero Cassel estuvo hablando con ella anoche, después de la cena. Es evidente que tu mujer descubrió lo suficiente para querer marcharse.

—Pero Cassel…

—Cassel nada. Ella le contó sus sospechas y él decidió pincharte para averiguar si eran ciertas, para ver tu reacción. Todavía no sabe nada, y no lo sabrá si no te dejas llevar por el pánico. Así de sencillo. Asunto zanjado. Larguémonos de aquí.

—¿Y Lila?

—Ya la encontraremos. Es un gato. ¿Qué puede hacer un gato?

La puerta principal se cierra. Después de lo que parecen diez minutos abro la puerta del armario. Miro a mi alrededor. Hay mucho desorden, pero no más que antes.

Lila sale detrás de mí y cuando me vuelvo esboza una sonrisa torcida. Gira hacia el cuarto de baño.

La cojo por la muñeca.

—¿Por qué haces esto? Cuéntame cómo lograste escapar de Barron. Por qué me arrastraste hasta el tejado de Smythe Hall con aquel sueño delirante.

—Quería matarte —dice, y su sonrisa se amplía.

La suelto, como si su muñeca quemara.

—¿Qué?

—Pero no fui capaz —continúa—. Te odiaba más aún que a ellos, pero no fui capaz. Increíble, ¿no?

Siento como si me hubiera robado el aire de los pulmones.

—No —digo—, no lo es.

La puerta de la cocina se abre con un chirrido. Lila se aprieta contra la pared y me lanza una mirada de alarma. No hay tiempo para correr hasta el armario, de modo que entro en la cocina para afrontar lo que sea que tenga que afrontar y dar a Lila unos minutos para esconderse.

Philip sonríe desde la puerta.

—Sabía que estabas.

—Acabo de llegar —digo, aunque sabe que estoy mintiendo.

Avanza un paso y yo retrocedo otro a mi vez. Me pregunto si tiene intención de matarme. Levanto las manos, todavía desnudas. No parece reparar en ellas.

—Necesito que hables con ella —dice, y por un momento no sé de quién me habla—. Dile a Maura que fui débil. Dile que lo siento. Dile que no sabía cómo frenarme.

—Ya te he dicho que no sé dónde está.

—Vale —dice, tirante—. Nos veremos el miércoles por la noche. Cassel, puede que estés cabreado o tengas algunas preguntas, pero te aseguro que al final todo esto habrá merecido la pena. Confía un poco más en nosotros y tendrás todo lo que siempre has deseado.

Se marcha y echa a andar colina abajo, donde aguarda el coche de Barron. Lila entra en la cocina y me pone una mano en el hombro. Me la sacudo.

—Tenemos que largarnos de aquí —dice—. Necesitas descansar.

Me vuelvo para decirle que estoy de acuerdo pero ya está sacando unos guantes y un abrigo del armario.