12

—Eh, levanta —me está diciendo alguien. Parpadeo desconcertado. Estoy tumbado en el sofá de la sala y Philip se encuentra de pie frente a mí—. Duermes como un muerto.

—Si los muertos roncaran —dice Barron—. Oye, qué gran trabajo. La sala te ha quedado fantástica. Nunca la había visto tan limpia.

El miedo trepa por mi garganta, robándome el aire.

Miro al abuelo. Sigue inconsciente en el sillón abatible, con un cubo al lado. Estuvo vomitando un buen rato, pero parecía recuperado cuando finalmente se durmió. Coherente. Me extraña que el ruido no le haya despertado.

—¿Qué le disteis? —pregunto mientras saco una pierna de debajo de la manta de punto.

—Está bien —dice Philip—. Te lo prometo. Estará como nuevo por la mañana.

Me tranquiliza el movimiento de su pecho. Mientras observo cómo duerme, por un momento tengo la impresión de que sus párpados tiemblan.

—Siempre te preocupas por él —farfulla Barron—. Y nosotros siempre te decimos que está bien. Siempre están bien. ¿Por qué te preocupas tanto?

Philip le clava una mirada.

—Deja en paz a Cassel. La familia cuida de la familia.

Barron ríe.

—Justamente por eso no debería preocuparse. Estamos aquí para cuidar de los dos. —Se vuelve hacia mí—. Pero será mejor que te vistas de una vez, don angustias. Sabes que Anton detesta que le hagan esperar.

No sé qué otra cosa hacer, así que me pongo los tejanos y una sudadera con capucha sobre la camiseta con la que estaba durmiendo.

Parecen muy relajados mientras aguardan, tanto que, basándome en lo que Barron acaba de decir, llego a la vaga conclusión de que todo esto ha sucedido antes. Philip y Barron me han sacado de esta casa con anterioridad —puede que de la residencia del colegio— y no recuerdo nada. ¿Sentí pánico entonces? Ahora siento pánico.

Cojo mis guantes y me pongo unas botas. Las manos me tiemblan como consecuencia de la adrenalina y el miedo, tanto que me cuesta mucho ponerme los guantes.

—Muéstrame los bolsillos —dice Philip.

—¿Qué? —Dejo de atarme los cordones para mirarle.

Suspira.

—Gíralos.

Lo hago pensando en el corte de la pantorrilla, en los amuletos dentro de mi piel. Frota la tela de los bolsillos para asegurarse de que no esconde nada y me cachea. Cierro los puños y son tales las ganas que tengo de asestarle un puñetazo que los brazos me duelen.

—¿Buscas caramelos?

—Necesitamos saber qué llevas encima, eso es todo —dice suavemente Philip.

La adrenalina ha podido más que el agotamiento. Estoy completamente despejado y empezando a cabrearme.

Retrocedo.

—¡No me toques!

El instinto es algo curioso. Mantengo el tono de voz bajo, porque en algún absurdo rincón de mi mente esto sigue siendo un asunto familiar. Ni por un momento se me pasa por la cabeza gritar socorro.

Barron levanta las manos.

—Vale, tranquilo. Pero esto es importante. Los viejos recuerdos tardan unos minutos en asentarse. Haz memoria. Estamos en esto juntos. Estamos en el mismo bando.

Entonces caigo en la cuenta de que me han manipulado. Antes de despertarme. El pánico me sube por la piel y he de hacer inspiraciones cortas para no echar a correr. Asiento con la cabeza para ganar tiempo. Ignoro qué recuerdos esperan que tenga.

Veo que Barron vuelve a ponerse el guante y flexiona la mano, estirando el cuero.

Sé lo que significa una mano desnuda.

No es Philip el que está detrás de los recuerdos robados. Anton no es el trabajador de la memoria.

Barron lo es. Tiene que ser él. No perdió sus recuerdos porque lo manipularon; no está distraído. Cada vez que nos arrebata un recuerdo a Maura o a mí o a las demás personas a las que debe de estar manipulando él pierde uno de sus recuerdos. Es la reacción. Busco en mis recuerdos alguna ocasión en que Barron hiciera un trabajo de la suerte pero no encuentro nada, solo una vaga sensación de que sé que es un trabajador de la suerte. Ni siquiera puedo recordar cuándo empecé a «saber» tal cosa.

Ahora que me concentro en eso, el recuerdo ni siquiera me parece real. Se me escabulle como la copia borrosa de una copia.

—¿Estás listo? —pregunta Philip.

Me levanto y noto que las piernas me tiemblan. Una cosa es sospechar que mi hermano me estaba manipulando y otra tenerlo al lado ahora que sé que lo ha hecho. «Soy el mejor timador de esta familia —me digo para serenarme—. Sé mentir. Puedo parecer tranquilo hasta que estoy tranquilo».

Otro rincón de mi mente, sin embargo, brama, se retuerce y busca otros recuerdos falsos. Sé que es imposible buscar lo que no está y sin embargo lo hago, recorro los últimos días —semanas, años— como si pudiera toparme de repente con las lagunas.

¿Cuánto de mi vida ha reimaginado Barron? El miedo me hiela la sangre.

Bajamos los escalones del porche en silencio, en dirección a un Mercedes estacionado en la calle con las luces atenuadas y el motor runruneando. Anton espera en el asiento del conductor. Parece mayor que la última vez que lo vi y una cicatriz le recorre el filo del labio superior. Hace juego con la cicatriz de queloides del cuello.

—¿Por qué habéis tardado tanto? —pregunta, encendiendo un cigarrillo y arrojando la cerilla por la ventana.

Barron se instala en el asiento de atrás, a mi lado.

—¿A qué viene tanta prisa? Tenemos toda la noche. Y éste no tiene clase mañana. —Me alborota el pelo con su mano enguantada.

La aparto. Mi irritación me resulta familiar, como si Barron pensara que estamos dando un paseo en coche con la familia.

Philip sube al asiento del copiloto, se vuelve hacia nosotros y sonríe.

Tengo que averiguar qué creen ellos que sé. Tengo que actuar con astucia. Puede que piensen que estoy algo desorientado pero no en la completa inopia.

—¿Qué vamos a hacer esta noche?

—Vamos a ensayar para este miércoles —dice Anton—. Para el asesinato.

Estoy seguro de que mi cuerpo ha dado un respingo. Mi corazón se acelera. ¿Asesinato?

—Y luego bloquearéis el recuerdo —digo, procurando mantener la voz serena. Recuerdo lo que Encorvada Annie me contó sobre bloquear el acceso a un recuerdo de tal manera que más adelante sea posible retirar el bloqueo y recuperar el recuerdo. Me pregunto si hemos ensayado otras veces. Si es así, estoy jodido—. ¿Por qué os empeñáis en hacerme olvidar?

—Te estamos protegiendo —responde automáticamente Philip.

Ya.

Me inclino hacia delante.

—Entonces, ¿me toca el trabajo de siempre? —digo. La pregunta es lo suficientemente vaga para no desvelar mi ignorancia y, al mismo tiempo, alentar una respuesta.

Barron asiente con la cabeza.

—Solo tienes que acercarte a Zacharov, posar tu mano desnuda en su muñeca y convertir su corazón en piedra.

Trago saliva y me concentro en no modificar mi respiración. No pueden estar hablando en serio.

—¿No sería más fácil pegarle un tiro? —pregunto, porque todo esto es absurdo.

Anton me clava una mirada severa.

—¿Estáis seguros de que puede hacerlo? Parece un poco desequilibrado con tanta manipulación en la memoria. Estamos hablando de mi futuro.

«Mi futuro». Entiendo. Es el sobrino de Zacharov. Si le pasa algo al jefe, la responsabilidad recae sobre sus hombros.

—No nos vaciles —me dice Philip en su tono estoy-siendo-paciente—. Será pan comido. Llevamos planeándolo mucho tiempo.

—¿Qué sabes sobre el Diamante Resucitador? —pregunta Barron.

—Le dio la inmortalidad a Rasputín, o algo así —digo con deliberada vaguedad—. Zacharov lo consiguió en una subasta en París.

Barron frunce el entrecejo, como si no esperara que supiera tantas cosas.

—El Diamante Resucitador tiene treinta y siete quilates y el tamaño de la uña pulgar de un adulto —explica—. Es de color rojo claro, como una gota de sangre derramada en un charco de agua.

Me pregunto si está citando a alguien o algo. El catálogo de Christie’s, por ejemplo. Si me concentro únicamente en los detalles, como en un rompecabezas, quizá logre calmarme.

—No solo protegió a Rasputín de múltiples intentos de asesinato, sino que de él pasó a otra gente. Se habla de pistolas de asesinos que resultaron no estar cargadas en el momento crítico y de venenos que lograron colarse en la taza del envenenador. A Zacharov le han disparado en tres ocasiones y las balas ni le han rozado. No se puede matar a la persona que tiene el Diamante Resucitador.

—Pensaba que era un mito —digo—. Una leyenda.

—Ahora resulta que es un experto en manipulaciones —espeta Anton.

Pero a Barron le brillan los ojos.

—Llevo mucho tiempo investigando el Diamante Resucitador.

Me pregunto hasta dónde recuerda de su investigación o si ha quedado reducida a unas pocas frases. Puede que no esté citando un catálogo, puede que esté citando una de sus libretas.

—¿Cuánto tiempo? —le pregunto.

Ahora está realmente enfadado.

—Siete años.

Philip suelta un bufido.

—¿Empezaste a investigar antes de que Zacharov consiguiera el diamante?

—Fui yo quien le habló de él. —La expresión de Barron es firme, segura, pero creo ver el miedo en su semblante. Está mintiendo, aunque nunca lo reconocerá. No habría prueba en el mundo que le hiciera retractarse de una afirmación. Si lo hiciera, tendría que reconocer la enorme cantidad de memoria que ha perdido.

Philip y Anton se miran, riendo entre dientes. Ellos también saben que Barron está mintiendo. Me recuerda a cuando íbamos juntos al cine los veranos que pasábamos en Carney con nuestros abuelos. Muy a mi pesar, esa familiaridad me relaja.

—¿Realmente acepté hacer esto? —digo.

Se ríen aún más.

He de actuar con mucho, mucho tiento.

—Si el Diamante Resucitador impide el asesinato, ¿estáis seguros de que podré eludirlo?

Me digo que mi pregunta se halla dentro de los límites de ignorancia o duda creíbles. Anton me sonríe por el retrovisor.

—No vas a hacer un trabajo mortal. Por muy poderosa que sea esa piedra, no podrá detener tu tipo de magia.

Mi tipo de magia.

«Convertir un corazón en piedra».

¿Yo? ¿Yo soy el trabajador transformador?

«¿Quién te ha maldecido?», preguntaba a la gata en el sueño.

«Tú».

Creo que voy a vomitar. No, voy a vomitar. Cierro los ojos, giro la cabeza hacia el frescor de la ventanilla y me concentro en contener las náuseas.

Está mintiendo. Tiene que estar mintiendo.

—Soy… —comienzo.

Soy un trabajador. Soy un trabajador. Soy un trabajador.

La idea repica en mi cabeza como esas pequeñas pelotas locas que no paran de dar botes. No puedo pensar más allá de eso.

Pensaba que daría cualquier cosa por ser un trabajador, pero ahora lo veo como una espantosa violación de mi fantasía infantil.

«¿Qué gracia tiene fingir ser un trabajador a menos que se trate del más experto profesional de la maldición más rara del mundo?». Supongo que la diferencia es que ahora ya no tengo que fingir.

—¿Estás bien? —me pregunta Barron.

—Claro —digo lentamente—, solo un poco cansado. Es muy tarde y la cabeza me está matando.

—Pararemos a tomar café —dice Anton.

Paramos. Consigo derramar la mitad del mío en la camiseta y la quemadura del hirviente líquido es lo primero que me hace sentir seminormal.

La entrada del restaurante. —Koshchey’s— es tan recargada que parece sacada de otra época. La puerta, de lustroso bronce, parece de oro y está flanqueada por sendos pájaros de fuego con las plumas pintadas de celeste, naranja y rojo.

—Qué buen gusto —dice Barron.

—Oye, que pertenece a la familia —dice Anton—. Más respeto.

Barron se encoge de hombros. Philip menea la cabeza.

La acera ofrece esa quietud que solo se ve a primera hora de la mañana, y en esa quietud el restaurante me parece extrañamente majestuoso. Puede que tenga mal gusto.

Anton introduce una llave en la cerradura y abre. Entramos en una estancia oscura.

—¿Estás seguro de que no hay nadie? —pregunta Philip.

—Estamos en mitad de la noche —dice Anton—. ¿Quién quieres que haya? No me fue fácil hacerme con esta llave.

—Bien —dice Barron—, este lugar estará lleno de mesas y políticos. Tipos ricos y aburridos que no tienen reparos en codearse con gángsteres. Y puede que algunos trabajadores de las familias Volpe y Nonomura. Actualmente nos estamos aliando con ellos. —Cruza la sala para señalar un lugar situado bajo una inmensa araña de luces con algunos grandes cristales azules entre los transparentes. Brilla incluso en la penumbra—. Habrá un estrado y discursos estridentes y aburridos.

Miro a mi alrededor.

—¿Qué es?

—Una recaudación de fondos para «Vote no a la segunda propuesta». Zacharov será el anfitrión.

Barron me mira extrañado. Me pregunto si tendría que haberlo sabido.

—¿Y esperáis que me acerque a él sin más? —pregunto—. ¿Delante de todo el mundo?

—Tranqui —dice Philip—. Te repito por enésima vez que tenemos un plan. Llevamos demasiado tiempo esperando esto para hacer estupideces, ¿de acuerdo?

—Mi tío tiene costumbres muy fijas —dice Anton—. No tendrá a sus guardaespaldas cerca porque no puede dar a sus colegas de sociedad y a las otras familias la impresión de que está asustado. Así que en lugar de guardaespaldas contratará a peones competentes para que se turnen como su séquito. Philip y yo estaremos dos horas pegados a su culo, desde las diez y media.

Asiento con la cabeza pero mi mirada viaja hasta las paredes, los óleos de casas con patas de gallinas correteando junto a mujeres que atraviesan los cielos en calderos, todo ello reflejado en inmensos espejos. También nuestros movimientos se reflejan, de manera que estoy constantemente pensando que veo moverse a otra persona cuando en realidad soy yo.

—Tu trabajo consistirá en no quitarnos el ojo de encima y esperar a que Zacharov se dirija al lavabo. Cuando lo utiliza no quiere que haya nadie más, por lo que estará solo. Será entonces cuando le toques.

—¿Dónde está el lavabo? —pregunto.

—Hay dos lavabos de caballeros —dice Anton, alargando una mano—. Uno tiene una ventana. Zacharov elegirá el otro. Te lo enseñaré.

Barron y Philip se dirigen a una puerta negra y brillante con la figura de un hombre a caballo pintada en dorado. Les sigo.

—Nosotros entramos con Zacharov —dice Philip—. Tú esperas unos minutos y entras.

—Yo no estaré en el lavabo —aclara Barron—, sino fuera, contigo, para asegurarme de que todo va bien.

Empujo la puerta y entro en un cuarto de baño enorme. Un mosaico de azulejos cubre la pared del fondo, un gran pájaro rojo, naranja y dorado volando delante de un árbol cubierto de lo que semejan coles pero imagino que son hojas realmente estilizadas. El secador de manos está encajado en esa pared pero alguien lo ha pintado de un dorado casi idéntico al de los azulejos. Los cubículos están a un lado, los urinarios al otro, junto a un mostrador de mármol lleno de lavamanos de refulgente bronce.

—Yo haré de Zacharov —dice Anton, y camina hasta el lavamanos. Entonces me mira y creo que cae en la cuenta de que está a punto de ser ficticiamente asesinado—. No, espera, yo haré de mí. Barron, tú serás mi tío. —Cambian posiciones.

—Bien, adelante —me dice Anton.

—¿Qué digo? —pregunto.

—Hazte el borracho —responde Barron—. Demasiado borracho para darte cuenta de que no deberías estar aquí.

Me acerco a Barron tambaleándome.

—Sacadlo de aquí —ordena Barron, creo que tratando de imitar el acento ruso.

Le alargo una mano enguantada y procuro arrastrar las palabras.

—Es un verdadero honor, señor.

Barron se queda mirándome.

—No sé si Zacharov le daría la mano.

—Claro que sí —asegura Anton—. Philip dirá que Cassel es su hermano pequeño. Repite, Cassel.

—Señor, es un verdadero honor estar aquí. No imagina cuánto agradezco la forma en que está contribuyendo a proteger a los trabajadores para que podamos explotar a la gente de a pie. —Vuelvo a tenderle la mano.

—Deja de hacer el tonto —dice Philip, pero no demasiado en serio—. Concéntrate en el dinero y en cómo harás que tus dedos toquen su piel.

—Le deslizaré la mano por debajo del puño de la manga. Me abriré un agujero en el guante. Solo necesito que mi dedo más largo le roce la piel.

Barron ríe.

—El viejo truco de mamá. Así fue como embaucó a aquel tipo en el hipódromo. Lo recordabas.

Reprimo un comentario sobre los recuerdos y asiento con la cabeza, bajando la vista.

—Adelante —dice Anton—. Muéstramelo.

Extiendo mi mano derecha y cuando Barron la estrecha le envuelvo la muñeca con mi mano izquierda. Ésta le tiene retenido el brazo, de modo que aunque forcejee tardará unos instantes en soltarse. Anton abre mucho los ojos. Tiene miedo. Puedo leer sus señales.

Y sé que me odia. Odia tener miedo y me odia por hacerle sentir de ese modo.

—Un verdadero honor, señor —digo.

Anton asiente.

—En ese momento conviertes su corazón en piedra. Debería dar la impresión de que…

—Qué poético —digo.

—¿Cómo dices?

—Qué poético, convertirle el corazón en piedra. ¿Fue idea tuya?

—Parecerá un ataque al corazón, por lo menos hasta que le hagan la autopsia —prosigue Anton, ignorando mi pregunta—. Y dejaremos que lo crean. Soportarás la reacción aquí y luego llamaremos a un médico.

—No parecías lo bastante borracho —dice Barron.

—Ya exageraré —respondo.

Barron está mirándose en el espejo. Se alisa una ceja y gira el rostro para admirar su perfil. Lleva un afeitado tan apurado que ha debido de hacerlo con navaja. Apuesto. Un auténtico vendedor de aceite de serpiente.

—Deberías vomitar.

—¿Qué? ¿Quieres que me meta el dedo hasta la garganta?

—¿Por qué no?

—¿Por qué? —Me apoyo en la pared, estudiando a Philip y Barron. Son las dos caras que mejor conozco del mundo, y en estos momentos tienen la guardia bajada. Philip se balancea adelante y atrás con expresión sombría. Cruza y descruza los brazos. Es un peón leal y seguro que le violenta la idea de eliminar al jefe de la familia, aunque eso signifique volverse rico y poderoso de la noche a la mañana. Aunque eso signifique poner a su amigo de la infancia al mando y volverse él mismo indispensable.

Barron, en cambio, parece que esté disfrutando. No sé qué saca de todo esto. Solo sé que le encanta tener el control, y está claro que se las ha ingeniado para que Anton y Philip le necesiten. Puede que para ello esté quemando sus propios recuerdos, pero tiene poder sobre todos nosotros.

Aunque quizá él también esté metido en esto por dinero. Estamos hablando de mucho dinero, del jefe de una familia mafiosa.

—¿Temes no poder hacerlo? —me pregunta Barron, y recuerdo que estamos hablando de vomitar—. Piensa que lo más difícil es entrar. Puedes hacerlo con la mano sobre la boca, irrumpir en un cubículo, cerrar la puerta y arrojar las galletas. Zacharov se estará riendo de ti cuando salgas. Será una víctima fácil.

—No es mala idea —dice Philip, asintiendo con la cabeza.

—Nunca me he forzado el vómito —digo—. No sé cuánto puedo tardar.

—Tengo una idea —dice Barron—. Ve a la cocina y devuelve en un cuenco. Embotellaremos el vómito y lo pegaremos con cinta adhesiva detrás del retrete del primer cubículo. Si alguien lo encuentra ya verás qué haces, pero si no ahora puedes tomarte el tiempo que quieras y así no tendrás que preocuparte de eso entonces.

—Eres asqueroso —digo.

—Hazlo —dice Anton.

—No. Puedo hacerme el borracho. Puedo sacar esto adelante. —No es mi intención sacar nada adelante el miércoles, aunque ignoro qué voy a hacer en su lugar. Ya lo decidiré por la mañana; ahora mismo necesito observar.

—Vomita ahora o haré que lamentes no haberlo hecho —dice Anton.

Giro el cuello para que pueda ver mi piel intacta.

—No tengo cicatrices —digo—. No estoy con tu familia y tú no eres mi jefe.

—Te conviene creer que lo soy —dice Anton, acercándose a mí y agarrándome por el cuello de la camiseta.

—Ya basta. —Philip se interpone entre los dos y Anton me suelta—. Tú, entra en la cocina y métete el dedo hasta la garganta —me dice—. No seas tan remilgado. —Se vuelve hacia Anton—. Y tú deja en paz a mi hermano. Ya tiene suficiente presión.

No se me escapa la sonrisita de Barron cuando Anton se da la vuelta y golpea la puerta del cubículo.

Cuanto más discutimos nosotros, más control tiene Barron.

Paso junto a Anton y cruzo la gran puerta doble donde creo que está la cocina, negra como boca de lobo e invadida por el olor a canela y pimentón.

Acerco una mano a la pared y enciendo el interruptor. Cacharros de cobre y acero inoxidable reflejan las luces fluorescentes. Podría seguir caminando y salir por la puerta de atrás, pero no sería una buena idea. Necesito que continúen creyendo que estoy en la inopia, no que me persigan por las calles, me cacheen y encuentren los amuletos de la pierna; aunque quedarme aquí signifique cumplir con la degradante y desagradable tarea de vomitar en un cuenco. Abro una de las neveras industriales y bebo varios sorbos de leche de una botella con la esperanza de que me recubra el estómago.

Cuando me quito los guantes, los forros están bañados en sudor. Mis manos parecen blancas bajo las luces.

Pienso en el agua oxigenada que le administré al abuelo y me pregunto si lo de ahora es una suerte de castigo kármico. Me llevo el dedo a la lengua, sondeando el horror que me espera. Tengo la piel salada.

—Oye —dice alguien.

Cuando me giro veo que no es Anton, ni Philip, ni Barron. Es un tío que no conozco, con un abrigo largo y una pistola apuntando hacia mí.

La botella se me resbala de las manos y cae al suelo, derramando la leche.

—¿Qué haces aquí? —me pregunta.

—Esto… —digo, tratando de pensar con rapidez—. Mi amigo tiene llave. Trabaja para uno de los propietarios.

—¿Con quién hablas? —dice una voz desde el fondo, y un hombre con la cabeza afeitada irrumpe en la cocina. El amplio escote en uve de su camiseta deja al descubierto una gargantilla de cicatrices. Me mira—. ¿Quién es este tío?

—Eh, tranquilo —digo, levantando las manos. Estoy armando una historia en mi cabeza sobre quién soy, metiéndome en el papel. Soy un trabajador que acaba de bajar del autobús y busca un empleo y un sitio donde pasar la noche. Alguien me habló de este lugar por su conexión con Zacharov—. Solo estaba robando comida. Lo siento. La pagaré fregando los platos o lo que haga falta.

La puerta del otro extremo se abre y aparecen Anton y Philip.

—¿De qué va esto? —dice el hombre de la cabeza afeitada.

—Aléjate de él —dice Philip.

El tipo del abrigo largo dirige su pistola hacia mi hermano.

Alzo instintivamente una mano y la coloco sobre el cañón para desviarlo de Philip. El metal está más caliente de lo que esperaba. Algo dentro de mí se alza entonces de forma tan instintiva como mi mano y transforma la pistola.

Puedo ver el metal hasta el fondo de sus partículas, pero no es sólido sino líquido, y fluye creando infinitas formas. Solo tengo que escoger una.

Levanto la vista y compruebo que el hombre sostiene justamente lo que he visualizado, una serpiente enroscada en sus dedos con las verdes escamas brillando como las alas del fénix de la entrada.

Grita y sacude el brazo, como si lo tuviera en llamas.

La serpiente se retuerce y estrecha su abrazo, boquea como si le faltara el aire. De su boca cae una bala que rebota en la encimera de acero inoxidable y echa a rodar.

Suenan dos disparos.

Algo extraño le está sucediendo a mi cuerpo.

El pecho se me contrae dolorosamente y mi hombro sufre una convulsión. Por un momento creo que me han disparado a mí, pero cuando bajo la vista veo que mis dedos se transforman en tortuosas raíces. Doy un paso hacia delante y las piernas se me comban. Una de ellas está cubierta de pelo de animal y doblada hacia atrás. Parpadeo y de pronto lo estoy viendo todo desde docenas de ojos. Incluso puedo ver lo que tengo detrás, como si también poseyera ojos en la espalda, pero solo vislumbro un suelo de baldosas agrietadas. Vuelvo la cabeza y veo a los dos hombres tendidos en el suelo. La sangre se está mezclando con la leche y la pistola se desliza hacia mí, sacando la lengua para degustar el aire.

Estoy alucinando. Me estoy muriendo. El pánico sube por mi garganta pero no puedo gritar.

—¿Qué demonios hacían aquí esos dos? Matar a los nuestros no es parte del plan. —Anton está gritando—. ¡Esto no tendría que haber pasado!

Mis brazos son el tronco de un árbol, los brazos de un sofá, bobinas de cuerda enrollándose.

«Que alguien me ayude. Por favor, que alguien me ayude».

Anton me señala.

—¡La culpa es suya!

Intento levantarme pero la mitad inferior de mi cuerpo es como la de un pez. Los ojos se mueven dentro de mi cabeza. Intento hablar, pero de lo que sea que tengo en lugar de labios solo salen gorgoteos.

—Tenemos que deshacernos de los cuerpos —dice Barron.

Se producen entonces otros ruidos, un quebrar de huesos, y un golpe húmedo. Quiero girar la cabeza para mirar pero ignoro cómo se hace.

—¡Hazle callar! —grita Anton.

¿Estoy emitiendo algún sonido? Ni siquiera puedo oírme.

Noto que unas manos me aúpan y me transportan a lo largo del restaurante. La cabeza se me cae hacia atrás y observo que el techo está decorado con el mural de un hombre mayor, desnudo y con una cimitarra en alto, cabalgando colina abajo a lomos de un caballo castaño. La crin del caballo y la larga cabellera del hombre ondean al viento. Me arranca una carcajada que suena como el silbato de una tetera.

—Es solo una reacción —me susurra Philip—. Pronto te repondrás.

Me mete en el maletero del coche de Anton y lo cierra de un portazo. Apesta a aceite y a otra cosa, pero estoy tan fuera de mí que apenas lo noto. Cuando el motor arranca me retuerzo en la oscuridad, en un cuerpo que no es el mío.

Estamos en una autopista cuando vuelvo en mí. Las luces de los coches se filtran por las rendijas del maletero. Con cada bache mi cabeza rebota desagradablemente contra la caja enmoquetada de la rueda de recambio, y siento la vibración del bastidor bajo mi cuerpo. Me revuelvo para cambiar de postura y toco un plástico lleno de algo blando y todavía caliente.

Decido apoyar la cabeza en él, hasta que toco algo húmedo y pegajoso y me doy cuenta de lo que estoy tocando.

Bolsas de basura.

Tengo una arcada y procuro alejarme todo lo posible de las bolsas. Me arrimo a la parte frontal del maletero, hasta que ya no puedo arrimarme más. El metal se me clava en la espalda y solo puedo sostenerme el cuello torpemente con el brazo, pero no me muevo de ahí en todo el trayecto.

Cuando el coche se detiene estoy dolorido y mareado. Oigo portezuelas que se cierran, gravilla que cruje, y finalmente el maletero se abre. Anton me está mirando. Estamos en el camino de entrada de mi casa.

—¿Por qué tuviste que hacer eso? —grita.

Sacudo la cabeza. No sé por qué transformé la pistola, ni cómo lo hice. Me miro la mano y veo que tiene manchas de color rojo oscuro.

Mi mano desnuda.

—Se supone que es un secreto. Se supone que tú eres un secreto. —De pronto también Anton repara en mis manos. Por lo visto se han dejado mis guantes en el restaurante.

Aprieta la mandíbula.

—Lo siento —digo mientras salgo del maletero medio grogui. Realmente lo siento.

—¿Cómo te encuentras, Cassel? —me pregunta en esos momentos Barron.

—Mareado —digo, pero mis náuseas no se deben al trayecto en coche. Sé que estoy tiritando y que no puedo hacer nada para controlarlo.

—Maté a esos hombres por ti —dice Anton—. Tú eres el responsable de sus muertes. Lo único que quiero es que vuelvan los viejos tiempos, cuando ser un trabajador era algo importante, algo bueno, no algo de lo que avergonzarse. Cuando teníamos bajo nuestro poder a todos los políticos, a todos los polis. Entonces éramos los príncipes de esta ciudad, y podemos volver a serlo. Mañosos nos llamaban. Mañosos. Expertos. Maestros. Cuando sea el jefe haré que regresen los viejos tiempos y que la ciudad tiemble. Es un gran objetivo, un objetivo por el que vale la pena luchar.

—¿Y cómo piensas conseguirlo? —pregunto entonces—. ¿Crees que el gobierno cederá porque te hayas convertido en el jefe de una familia mafiosa a fuerza de asesinatos? ¿Crees que Zacharov podría tener el mundo bajo su control pero elige no hacerlo?

Anton me da un puñetazo en toda la mandíbula. El dolor estalla dentro de mi cabeza y me tambaleo.

—Eh —dice Philip, tirando de Anton hacia atrás—. ¿No ves que es solo un bocazas?

Doy dos pasos hacia Anton pero Barron me coge del brazo.

—No seas estúpido —dice, y me tira de las mangas para taparme las manos.

—Sujétalo —le dice Anton—. No he acabado contigo, muchacho.

Barron me sostiene con fuerza.

—¿Qué haces, Anton? —pregunta Philip, tratando de sonar razonable—. No hay tiempo para eso. Además, mañana amanecerá lleno de morados. Piénsalo.

Anton menea la cabeza.

—No te metas en esto, Philip. ¿O voy a tener que recordarte que soy tu jefe?

Philip nos mira a Anton y luego a mí, sopesando la ira de Anton y mi estupidez.

—Oye —digo, forcejeando con Barron. Estoy exhausto y pongo poco empeño, pero eso no frena mi lengua—. ¿Qué vas a hacer? ¿Matarme como a esos hombres? Como a Lila. Dime, ¿qué te hizo Lila en realidad? ¿Se interpuso en tu camino? ¿Te insultó? ¿No se doblegó?

A veces puedo ser muy imbécil. Supongo que me merezco el puñetazo para el que Barron me tiene agarrado. El puñetazo que aterriza justo debajo de mi pómulo y me hace ver las estrellas. Puedo sentir el golpe hasta en los dientes.

—¡Cierra el pico! —grita Anton.

Un sabor a céntimos viejos me inunda la boca. Siento como si mis mejillas y mi lengua estuvieran hechas de hamburguesa cruda. De mis labios chorrea sangre.

—Ya es suficiente —dice Philip.

—Yo decido cuándo es suficiente —espeta Anton.

—Vale, lo siento —digo, escupiendo sangre—. Lección aprendida. Ya no puedes darme una paliza. No lo dije en serio.

Levanto la vista a tiempo para ver a Philip encender un cigarrillo y darse la vuelta mientras suelta el humo. Y a Anton dirigir su puño a mi estómago.

Trato de esquivarlo pero estoy demasiado malherido para actuar con rapidez, y tampoco puedo ir a ningún lado con Barron sujetándome los brazos. El punzante dolor me dobla hacia delante con un gemido. Me alegro de que Barron me suelte para que pueda caer al suelo y hacerme un ovillo. No quiero moverme. Quiero quedarme muy quieto hasta que pase el dolor.

—Pateadle —ordena Anton. Le tiembla la voz—. Quiero ver lo leales que sois. Pateadle o envío todo esto al carajo.

Me obligo a sentarme y, a continuación, trato de levantarme. Los tres me están mirando como si fuera algo que han encontrado en la suela de sus zapatos. La palabra «por favor» se repite en mi cabeza.

—En la cara no —digo en su lugar.

El pie de Barron me derriba. Solo necesitan unas pocas patadas más para dejarme inconsciente.