Un intenso olor a cordero con ajo me golpea cuando abro la puerta del apartamento de Philip y Maura. Tanto insistir en que me diera prisa y ahora me encuentro al abuelo dormido en un sillón abatible, con una copa de vino sobre la panza sostenida precariamente por su mano izquierda y algo inclinada hacia el pecho. En el televisor que tiene delante un predicador fundamentalista está hablando de trabajadores que se han prestado a hacerse la prueba para que la gente pueda darse la mano amistosamente, sin necesidad de guantes. Dice que todas las personas son pecadoras y que el poder es demasiado tentador. Los trabajadores caerán finalmente en esa tentación si no se les mantiene bajo control.
Puede que tenga razón en lo que dice, salvo en eso de darse la mano con desconocidos. Suena asqueroso.
Oigo un tintineo de platos cuando Philip sale de la cocina. Al verlo me estremezco. Es como tener una especie de imagen doble surrealista. Philip, mi hermano. Philip, la persona que probablemente está robando mis recuerdos y los de Barron.
—Llegas tarde —dice.
—¿Qué celebramos? —pregunto—. Maura se está esmerando.
Barron sale detrás de Philip con otras dos copas de vino. Parece más delgado que la última vez que lo vi. Tiene los ojos rojos y diría que su pelo, que normalmente luce un corte de abogado, está más largo y desaliñado.
—Maura está alucinando. Insiste en que nunca ha preparado una cena para invitados. Será mejor que vuelvas a la cocina, Philip.
Quiero sentir lástima por Barron, por todas esas notas delirantes dirigidas a sí mismo, pero solo puedo ver la pequeña jaula de metal sobre un suelo cubierto de orines. Solo puedo imaginármelo subiendo la música para ahogar los maullidos de Lila.
Philip levanta las manos.
—Maura se ahoga en un vaso de agua. —Regresa a la cocina.
—¿Por qué estamos aquí? —pregunto a Barron.
Sonríe.
—La apelación de mamá casi ha terminado. Ya solo nos queda esperar el veredicto.
—¿La soltarán?
Le acepto la copa y me la bebo de un trago. Está mal que mi primer sentimiento sea de pánico. Que mamá salga de la cárcel significa que volverá a inmiscuirse en nuestras vidas. Significa caos.
Entonces recuerdo que no estaré aquí para verlo. Mientras venía he descartado la idea de conseguir un coche. Mañana utilizaré uno de los ordenadores del colegio para hacer una reserva en un tren que vaya al sur.
Barron se vuelve un momento hacia el abuelo.
—Depende del veredicto, pero tengo un buen presentimiento. Comenté el caso a un par de profesores y los dos me dijeron que es imposible que mamá pierda, que tenía muchos argumentos a su favor. He estado trabajando en el caso como un estudio independiente, por lo que mis profesores se han involucrado.
—Qué bien —digo, escuchándole a medias. Me estoy preguntando si puedo pagar una litera.
El abuelo abre los ojos y me doy cuenta de que no estaba durmiendo.
—Deja de vacilar, Barron. Cassel es demasiado listo para creerte. En cualquier caso, vuestra madre va a salir de la cárcel y, quiéralo Dios, estará encantada de llegar a una casa limpia. El muchacho ha hecho un buen trabajo.
Maura asoma la cabeza por la puerta de la cocina.
—Ah, estás aquí —dice. Lleva puesto un chándal rosa. Puedo ver sus clavículas asomando justo por encima de la cremallera—. Podéis sentaros. Creo que la comida ya está lista.
Barron entra en la cocina y cuando me dispongo a seguirle el abuelo me coge del brazo.
—¿Qué está pasando?
—¿A qué te refieres? —le pregunto.
—Sé que os traéis algo entre manos y quiero saber qué es.
Puedo oler el vino en su aliento pero parece totalmente sobrio. Quiero contárselo, pero no puedo. Es un hombre leal y me cuesta imaginármelo implicado en el secuestro de la hija de su jefe, pero mi falta de imaginación no es razón suficiente para confiar.
—Nada —digo, poniendo los ojos en blanco, y me siento a cenar.
Maura ha cubierto la mesa de la cocina con un mantel blanco y añadido un par de sillas plegables. Encima están los candelabros de plata que un individuo que se hace llamar tío Monopoly regaló a Philip en su boda, y los cuales estoy seguro de que son robados. La luz de las velas mejora la atmósfera al sumir el resto de la cocina en sombras. Sobre una fuente, junto a un cuenco con zanahorias y chirivías asadas, yace un cordero al horno con rodajas de ajo apuntando hacia fuera como si fueran trocitos de hueso. El abuelo se bebe casi todo el vino de una copa que Barron le llena constantemente, pero me deja el suficiente para ponerme algo contento. Hasta el bebé parece feliz golpeando un sonajero de plata contra su bandeja y embadurnándose la cara de puré de patatas.
También reconozco los platos en los que estamos comiendo. Ayudé a mamá a robarlos.
Cuando miro el espejo del vestíbulo tengo la impresión de estar mirándonos a nosotros desde el espejo de una casa de la risa, una parodia de una reunión familiar. Míranos celebrando nuestras proezas delictivas. Mira cómo nos reímos. Mira cómo mentimos.
Maura sirve el café justo cuando suena el teléfono. Philip se levanta y regresa unos minutos más tarde tendiéndome el aparato.
—Mamá —dice.
Lo cojo y me traslado a la sala de estar.
—Enhorabuena —digo al auricular.
—Has estado evitando mis llamadas. —Mamá parece más divertida que irritada—. Tu abuelo me dijo que te encontrabas mejor. Dice que los chicos que se encuentran mejor no llaman a sus madres. ¿Es cierto?
—Me encuentro de maravilla —respondo—. Como una rosa.
—Hum. ¿Y estás durmiendo bien?
—Ajá, incluso en mi cama —digo alegremente.
—Muy gracioso. —Puedo oír la larga exhalación que me indica que está fumando—. Es una buena señal, supongo, que todavía puedas bromear.
—Lo siento —digo—. Tengo muchas cosas en la cabeza.
—Tu abuelo también me dijo eso. Dijo que estabas pensando mucho en cierta persona. Pensar suelta la lengua, Cassel. Entonces hubo personas que te respaldaron. Respáldalas tú ahora y olvídate de ella.
—¿Y si no puedo? —pregunto. Ignoro qué sabe mi madre o de qué lado está, pero una parte de mí, una parte infantil, quiere creer que me ayudaría si pudiera.
Titubea un breve instante.
—Ella ya no está, cielo. Tienes que dejar de permitirle que siga ejerciendo poder sobre…
—Mamá —digo, interrumpiéndola. Me estoy alejando de la cocina, hasta que me detengo delante del ventanal de la sala, cerca de la puerta de entrada—. ¿Qué clase de trabajador es Anton?
Baja la voz.
—Anton es el sobrino de Zacharov y su heredero. Mantente alejado de él y deja que tus hermanos cuiden de ti.
—¿Es un trabajador de la memoria? Solo dime eso. Solo di sí o no.
—Pásame a Philip.
—Mamá —insisto—. Por favor, dímelo. No soy un trabajador pero sigo siendo tu hijo. Por favor.
—Pásame ahora mismo a tu hermano, Cassel.
Durante unos instantes barajo la posibilidad de colgar. Luego barajo la posibilidad de estrellar el teléfono contra el suelo y hacerlo pedazos. Ninguna de esas opciones me aportará nada salvo satisfacción.
Cruzo el apartamento y dejo el teléfono junto al plato de tarta de Philip.
—En mis tiempos —dice el abuelo. Está en medio de una de sus peroratas—. En mis tiempos los trabajadores todavía eran respetados. Manteníamos la paz en los barrios. Era ilegal, por supuesto, pero la poli hacía la vista gorda porque sabía lo que le convenía.
No hay duda de que está beodo.
Barron y el abuelo se sientan en la sala de estar para ver la tele mientras Philip habla con mamá por el supletorio del desván. Maura está frente al fregadero vaciando restos de comida en el triturador. Frota una olla y los labios le suben por las encías como un perro antes de morder.
Quiero hablarle de los recuerdos perdidos pero no sé cómo hacerlo sin cabrearla.
—Estaba todo delicioso —digo al fin.
Se da la vuelta y su rostro adopta una expresión relajada, ausente.
—Se me quemaron las zanahorias.
Inquieto, me meto las manos en los bolsillos.
—Estaban ricas.
Maura frunce el entrecejo.
—¿Necesitas algo, Cassel?
—Quería darte las gracias por echarme un cable el otro día.
—¿Y mentir a tu colegio? —pregunta con una sonrisa pícara—. Todavía no han llamado.
—Lo harán. —Cojo un trapo y me pongo a secar un cuchillo—. ¿No tienes lavaplatos?
—Se come el brillo de la hoja —dice, cogiendo el cuchillo y guardándolo en un cajón—. Y la olla tenía demasiada grasa pegada. Algunas cosas todavía hay que hacerlas a mano.
Dejo el trapo sobre la encimera con repentina determinación.
—Tengo algo para ti. —Voy a buscar la chaqueta e introduzco la mano en el bolsillo interior.
—Eh, ven a sentarte con nosotros —me dice Barron.
—Ahora voy —respondo antes de regresar rápidamente a la cocina—. Mira —le digo a Maura, alargando la mano para mostrarle el amuleto de ónice—. Sé lo que dijiste sobre el hecho de ser la esposa de un trabajador y…
—Todo un detalle. —La piedra brilla como una gota de alquitrán bajo las luces empotradas—. Eres como tu hermano. No entiendes de favores, solo de intercambios.
—Coge una aguja y cósetelo al sujetador —insisto—. Prométeme que lo harás.
—Qué encanto. —Maura ladea la cabeza—. Te pareces a él, ¿sabes? A mi marido.
—Es normal. Somos hermanos.
—Estás muy guapo con todo ese pelo negro alborotado y tu sonrisa torcida. —Son elogios, pero su tono no suena elogioso—. ¿Ensayas sonreír así?
A veces, en situaciones apuradas, no puedo evitar sonreír de esa manera.
—Mi sonrisa se tuerce de forma natural.
—No eres tan encantador como crees —dice, acercándose tanto a mí que noto su aliento tibio y ácido en mi cara. Retrocedo y mis piernas chocan con el canto de la encimera—. No eres tan encantador como él.
—Vale —digo—. Pero prométeme que lo llevarás encima.
—¿Por qué? —me pregunta—. ¿Qué clase de amuleto es para que sea tan importante?
Miro hacia el hueco de la puerta. Puedo oír el televisor de la sala, uno de esos programas concurso que le gustan al abuelo.
—Un amuleto de la memoria —digo en voz baja—. Es más eficaz de lo que parece. Dime que te lo pondrás.
—De acuerdo.
Pruebo a esbozar una sonrisa lo menos torcida posible.
—Los no trabajadores tenemos que estar unidos.
—¿Por qué dices eso? —Maura entorna los párpados—. ¿Me tomas por una idiota? Sé que eres uno de ellos. Eso sí lo recuerdo.
Niego con la cabeza, pero no sé qué responder. Será mejor que espere a que el amuleto le muestre la verdad antes de intentar discutir con ella sobre cosas que, en cualquier caso, tampoco importan.
—El abuelo se ha quedado frito —dice Barron cuando entro en la sala de estar—. Me parece que vas a tener que quedarte a dormir. Yo tampoco creo que vaya a ninguna parte. —Bosteza.
—Puedo conducir yo —digo. Siento que me asfixian todas las cosas que no puedo decir, todas las cosas que sospecho que mis hermanos están haciendo. Quiero llegar a casa cuanto antes y hacer la maleta.
—¿Qué le has dicho a mamá? —pregunta. Está bebiendo café solo en una de las tazas buenas de Maura, de ésas que tienen plato—. Philip está tardando mucho en calmarla.
—Únicamente que sabe algo que se niega a contarme —respondo.
—Caray, si nos dieran un dólar por cada cosa que mamá no nos cuenta seríamos millonarios.
—Yo lo sería mucho más que tú. —Me siento en el sofá. No puedo irme sin, por lo menos, tratar de prevenirle—. ¿Puedo preguntarte algo?
Barron se vuelve hacia mí.
—Claro. Dispara.
—¿Recuerdas cuando de niños bajamos a la playa de Carney? Había sapos entre la maleza. Tú cazaste uno diminuto que te saltó de las manos y yo aplasté el mío hasta que vomitó las tripas. Lo dimos por muerto, pero cuando lo dejamos un momento solo desapareció, como si hubiera vuelto a tragarse las tripas y se hubiera largado dando saltos. ¿Lo recuerdas?
—Ajá —dice Barron, encogiéndose de hombros—. ¿Por qué?
—¿Y el día que tú y Philip rescatasteis del contenedor aquellas revistas de Playboy, recortasteis todos los pechos y cubristeis con ellos la pantalla de una lámpara? La pantalla empezó a arder y me disteis cinco dólares para que contara una mentira a papá y mamá.
Se ríe.
—¿Cómo iba a olvidarlo?
—Bien. ¿Y el día que fumaste tanta hierba que pensabas que le habían echado algo? Te caíste dentro de la bañera y te negaste a salir porque estabas convencido de que se te caería la parte de atrás de la cabeza. Lo único que te calmaba era que te leyera en voz alta, así que te leí el único libro que había en el cuarto de baño, una de esas novelas románticas de mamá, The Windflower, de principio a fin.
—¿Por qué me preguntas todo eso?
—¿Lo recuerdas?
—Claro que lo recuerdo. Me leíste el libro entero. Fue fácil limpiar la sangre cuando salí. Pero ¿a qué viene tanto interrogatorio?
—Nada de eso sucedió —digo—. Por lo menos, no a ti. No estabas cuando ocurrió lo del sapo. Y la historia de la lámpara me la contó mi compañero de cuarto. Él pagó a su hermana pequeña para que mintiera. La tercera historia le sucedió a un tío de mi residencia llamado Jace. Por desgracia, nadie tenía The Windflower a mano. Yo, Sam y otro chico de nuestra planta nos turnamos para leerle El paraíso perdido desde el otro lado de la puerta que había cerrado con pestillo. Creo que eso lo volvió aún más paranoico.
—Mientes.
—Pues a mí me parece más paranoico. Y todavía se le va un poco la olla cuando le hablas de ángeles.
—Te crees muy gracioso, ¿verdad? —Barron se endereza—. Te estaba siguiendo el juego para ver hasta dónde querías llegar. Tú no puedes engañarme.
—Acabo de hacerlo —digo—. Estás perdiendo tus recuerdos e intentas disimularlo. Yo también he perdido algunos recuerdos.
Me mira con extrañeza.
—Lo dices por Lila.
—Eso es historia —digo.
Barron se vuelve de nuevo hacia el abuelo.
—Recuerdo que te daba mucha rabia que saliera con Lila. Estabas chiflado por ella e intentando convencerme siempre de que la dejara. Un día entro en el sótano del abuelo y la encuentro tendida en el suelo. Tú estás de pie frente a ella, con esa expresión de estupefacción en el rostro.
Sospecho que me está contando esa historia para pincharme, para desquitarse conmigo por haberle puesto en evidencia.
—Y un cuchillo —añado. Me molesta que lo que recuerdo más claramente, mi espantosa sonrisa, no aparezca en su descripción.
—Exacto, un cuchillo. Dijiste que no recordabas nada, pero era evidente lo que acababa de suceder. —Barron menea la cabeza—. A Philip le aterraba que Zacharov pudiera descubrirlo, pero la sangre tira. Te cubrimos. Escondimos el cuerpo. Mentimos.
Hay algo muy extraño en la forma en que describe ese recuerdo, como si recordara frases de un libro de remplazo sobre una batalla en lugar de recordar realmente una batalla. Nadie comentaría que la sangre tira si su recuerdo está lleno de manchas y coágulos rojos.
—¿La querías? —le pregunto.
Barron agita las manos de una manera que no alcanzo a interpretar.
—Era muy especial. —Una sonrisa le levanta un lado de la boca—. Tú, desde luego, lo creías.
Por fuerza ha de saber quién había realmente en la jaula que guarda en su casa, quién maullaba y comía lo que él le daba y le ensuciaba el suelo.
—Supongo que es cierto eso que dicen: he amado en exceso para no odiar.
Barron ladea la cabeza.
—¿De qué estás hablando?
—Es una cita. De Racine. Imagino que también conoces el dicho de que entre el amor y el odio solo hay un paso.
—Entonces, ¿la mataste porque la amabas en exceso? ¿O ya no estamos hablando de ella y de ti?
—No lo sé —digo—. Hablo por hablar. Quiero que tengas cuidado…
Me interrumpo cuando Philip aparece en el umbral.
—Acabo de terminar de hablar con mamá —dice—. Necesito hablar con Cassel. A solas.
Barron mira a Philip y luego me mira a mí.
—¿Qué sospechas que está pasando? ¿Con qué debo tener cuidado?
Me encojo de hombros.
—Qué voy a saber yo.
Philip me lleva a la cocina y se sienta a la mesa con las manos cruzadas sobre el manchado mantel blanco. Está rodeado de platos y copas, la mayoría vacías. Levanta una botella de Maker’s Mark y vierte el licor ambarino en una taza usada.
—Siéntate.
Me siento y se queda mirándome en silencio.
—¿A qué viene esa cara? —le pregunto, pero mis dedos viajan instintivamente a las piedrecillas que escondo bajo la piel. El dolor es tranquilizador y tan adictivo como pasar la punta de la lengua por el crudo boquete de un diente recién arrancado—. Debo de haber enfadado mucho a mamá.
—Ignoro qué es eso que crees saber —dice Philip—, pero has de entender que lo único que intento hacer… lo único que siempre he intentado hacer es protegerte. Quiero que estés a salvo.
Qué gran discurso. Sacudo la cabeza pero no le contradigo.
—Vale. ¿Y de qué me estás protegiendo?
—De ti mismo —dice, y esta vez me mira directamente a los ojos. Por un momento vislumbro al matón que la gente teme, la mandíbula apretada, el pelo ensombreciéndole el rostro. Pero después de todos estos años por fin me está mirando directamente a los ojos.
—No me vengas con cuentos —replico—. Ya soy mayorcito.
—Las cosas son difíciles sin papá —dice—. La carrera de Derecho cuesta dinero. Wallingford cuesta dinero. Los gastos de la defensa de mamá son exorbitantes. El abuelo tenía unos pocos ahorros pero nos los hemos comido. He tenido que redoblar mis esfuerzos y estoy haciendo lo que puedo. Quiero que tengamos cosas, Cassel. Quiero que mi hijo tenga cosas.
Bebe otro trago y rompe a reír. Los ojos le brillan cuando levanta la vista y me pregunto cuánto alcohol lleva ya en el cuerpo. El suficiente para soltarle la lengua.
—Entiendo —digo.
—Eso implica correr ciertos riesgos. ¿Qué pasaría si te dijera que te necesito para algo? ¿Que Barron y yo necesitamos que nos ayudes en algo?
Recuerdo a Lila en mi sueño, pidiéndome ayuda. La superposición de recuerdos me aturde.
—¿Necesitáis mi ayuda? —pregunto.
—Necesito que confíes en nosotros —responde Philip ladeando la cabeza y esbozando esa sonrisa petulante de hermano mayor. Cree que me está dando una lección.
—Cómo no voy a confiar en mis propios hermanos —contesto. Creo que he conseguido decirlo sin sarcasmo.
—Bien —dice.
Veo tristeza y cansancio en sus hombros caídos, resignación más que crueldad. Eso hace tambalear mis conclusiones. Pienso en nuestra niñez y en lo mucho que me gustaba que Philip me prestara atención, aunque dicha atención llegara en forma de orden. Me encantaba encaramarme a la nevera para sacarle una cerveza y abrirla como un camarero, sonreírle y esperar un seco asentimiento de cabeza como reconocimiento.
Así que aquí estoy, tratando de encontrar una salida donde él no sea el villano. Buscando el asentimiento de cabeza. Y todo porque finalmente me ha mirado a los ojos.
—Dentro de muy poco las cosas van a cambiar mucho para nosotros. Mucho. No tendremos que luchar nunca más. —Hace un gesto amplio con el brazo que derriba una de las copas que Maura no ha retirado. Apenas queda un dedo de vino, pero éste se precipita por el blanco mantel como una marea rosada. No parece notarlo.
—¿Qué va a cambiar? —le pregunto.
—No puedo contarte los detalles —responde, y se vuelve hacia la sala de estar. Se levanta tambaleándose—. Por el momento no armes follón. Y no te pelees con mamá. Dame tu palabra.
Suspiro. La conversación es unidireccional, absurda. Quiere que confíe en él pero él no confía en mí. Quiere que le obedezca.
—Está bien —miento—. Tienes mi palabra. La familia debe cuidar de la familia. Lo entiendo.
Cuando me levanto me doy cuenta de que la copa que ha volcado no está del todo vacía. Queda una especie de poso en el fondo. Me inclino y deslizo el dedo por el sedimento, unos gránulos que semejan azúcar, mientras intento recordar dónde se ha sentado cada uno.
Desoyendo las protestas de Maura y la enojada insistencia de Barron, arrastro al abuelo hasta el coche. El corazón me late como si estuviera en una pelea cuando rechazo el ofrecimiento de dormir en el estudio o en el sofá. Digo que no estoy cansado. Me invento una cita que el abuelo tiene por la mañana con una viuda del bingo. El abuelo pesa y está tan drogado y borracho que apenas responde.
Philip le ha drogado. Ignoro por qué, pero pienso en el poso y sé que Philip le ha drogado.
—Deberíais quedaros —dice Barron por enésima vez.
—Se te va a caer —añade Philip—. Ten cuidado.
—Pues ayudadme —resoplo.
Philip apaga el cigarrillo en el revestimiento de aluminio y desliza su hombro por debajo del brazo del abuelo.
—Mételo otra vez en casa —le dice Barron, y él y Philip cruzan una mirada. El ceño de Barron se hace más profundo—. Cassel, ¿cómo piensas trasladarlo cuando llegues a casa si necesitas a Philip para meterlo en el coche?
—Para entonces ya se habrá despertado —contesto.
—¿Y si no es así? —insiste Barron, pero Philip echa a andar hacia la portezuela del coche.
Por un momento creo que Philip va a interponerse en mi camino e ignoro cómo voy a reaccionar si lo hace. Abre la portezuela, no obstante, y me la sostiene mientras meto al abuelo y le pongo el cinturón de seguridad.
Cuando estoy sacando el coche miro atrás, miro a Philip, Barron y Maura. El alivio me inunda. Soy libre. Falta poco para que desaparezca.
El timbre del móvil me sobresalta. El abuelo no reacciona pese al estridente ruido; tengo el volumen a tope. Contemplo el movimiento de su pecho para asegurarme de que sigue vivo.
—¿Diga? —respondo sin molestarme en comprobar quién llama. Me pregunto a cuánto estoy del hospital y si debería presentarme en él.
Philip y Barron no matarían al abuelo. Y si tuvieran pensado matarle, Philip no lo envenenaría en su propia cocina. Y si lo hiciera, no intentaría persuadirme de que acostara el cadáver en su habitación de invitados.
Me lo repito una y otra vez.
—¿Puedes oírme? Soy Daneca —susurra—. Y Sam.
Ignoro cuánto tiempo lleva hablando.
Miro el reloj del salpicadero.
—¿Qué ocurre? Son casi las tres de la mañana.
Me lo explica pero apenas la escucho. Mi mente está repasando todo lo que se le puede dar a una persona para dejarla inconsciente. Los somníferos son el método más obvio. Van muy bien con el alcohol.
Me percato de que al otro lado de la línea se ha hecho un silencio expectante.
—¿Qué? —pregunto—. ¿Puedes repetirlo?
—Digo que tu gata es asquerosa —repite muy despacio Daneca, claramente irritada.
—¿Está bien? ¿La gata está bien?
Sam suelta una carcajada.
—La gata está bien, pero hay un ratoncito marrón en el suelo de Daneca con la cabeza arrancada. Tu gata mató a nuestro ratón.
—La cola parece un trozo de cordel —añade Daneca.
—¿El ratón? —pregunto—. ¿El ratón legendario? ¿El ratón por el que la gente lleva seis meses apostando?
—¿Qué ocurre cuando todo el mundo pierde una apuesta? —pregunta Sam—. No ha acertado nadie. ¿A quién diablos tenemos que pagar?
—¿A quién le importa eso ahora? ¿Qué voy a hacer yo? —protesta Daneca—. La gata me está mirando fijamente y creo que tiene sangre en la boca. Cuando la contemplo veo la muerte de cientos de ratones y pájaros. Los veo hacer fila sobre una lengua larguísima para entrar en su boca, como en los antiguos dibujos animados. Creo que ahora me quiere comer a mí.
—Acaríciala —dice Sam—. Te ha traído una ofrenda. Quiere que le digas lo hija de puta que es.
—Eres una pequeña, pequeña máquina de matar —le susurra Daneca.
—¿Qué está haciendo? —pregunto.
—¡Ronronear! —exclama Daneca. Parece encantada—. Buena chica. ¿Quién es una máquina de matar alucinante? ¡Muy bien! ¡Tú! ¡Eres una leoncilla cruel, muy cruel! Sí que lo eres, sí.
Sam se está riendo tanto que se atraganta.
—¿Te has vuelto loca?
—Le gusta —dice Daneca.
—Lamento tener que ser yo el que te abra los ojos —dice Sam—, pero no puede entender lo que le dices.
—Tal vez sí —intervengo—. ¿Qué sabrás tú? Está ronroneando.
—Lo que tú digas, colega. Entonces, ¿nos quedamos con el dinero?
—O eso o soltamos otro ratón.
—Vale —dice Sam—. Nos quedamos con el dinero.
Llego a casa, desabrocho el cinturón de seguridad y zarandeo al abuelo. Al ver que eso no funciona, le abofeteo lo bastante fuerte para que gruña y abra ligeramente los ojos.
—¿Mary? —dice, y flipo porque es el nombre de mi largo tiempo fallecida abuela.
—Agárrate a mí —digo, pero tiene las piernas de goma y no es de gran ayuda. Caminamos muy despacio. Lo llevo directamente al cuarto de baño y lo dejo repantigado sobre las baldosas mientras preparo un cóctel de agua oxigenada y agua normal.
Cuando empieza a vomitar me digo que la clase de química de Wallingford me ha servido de algo. Me pregunto si sería un buen argumento para conseguir que el decano Wharton me readmita.