10

Sam y Daneca se reúnen conmigo delante de la cafetería. Están sentados en el aparcamiento, sobre el capó del coche fúnebre Cadillac Superior de 1978, de carga lateral, y Sam, que tiene una pinta horrible, no para de dar sorbitos a su taza, como si tuviera tiritera. El coche luce impecable; la única tara de su encerada pintura de color negro metálico es la pegatina con las palabras FUNCIONA CON ACEITE 100% VEGETAL plantada justo encima del parachoques de cromo. Sam viste americana y camisa blanca con corbata, pero la americana le queda corta de mangas, como si llevara mucho tiempo en el fondo de su armario.

Daneca está rara sin el uniforme. Tiene los bajos de los tejanos gastados, rozando las finas chanclas, pero su blusa blanca está perfectamente planchada.

—Veo que ya te han arreglado el coche —digo a Sam.

Me mira desconcertado.

—A mi coche no…

Daneca le interrumpe.

—Decidí venir de todos modos, puesto que ya habíamos quedado así.

Respiro hondo y me seco las palmas en los pantalones. Estoy demasiado nervioso para que me importen sus mentiras.

—Os agradezco mucho que hayáis renunciado a vuestro sábado para ayudarme —digo, haciendo borrón y cuenta nueva y adoptando una actitud caballerosa.

—¿Por qué te interesa tanto esa gata? —pregunta Daneca.

—Es una amiga de la familia —digo, esperando que rían.

Sam levanta la vista de su taza. Puedo ver el sudor brillando en su cara. Se diría que tiene una resaca de caballo.

—¿No dijiste que la gata era tuya?

—Y lo es. Bueno, lo era. Era mía. —Me estoy liando. Estoy olvidando los fundamentos del embuste. Ante todo, simplicidad. La verdad es compleja, de ahí que nadie se la crea al lado de una mentira medio decente—. Lo que necesito que hagáis… Sospecho que no habéis recibido mi mensaje de remplazo.

—¿No parezco un niño rico? —pregunta Sam, estirándose para que podamos admirar su traje—. La envidia os corroe.

—Pareces un pirado —digo, meneando la cabeza—. Un portero pirado. O un camarero.

Sam se vuelve hacia Daneca, que suelta una carcajada.

—¿Por eso te has vestido así?

Sam se hunde de nuevo en su asiento.

—Esto no es bueno para mi ego.

—Puede hacerlo Daneca —digo—. Ella sí que da el pego.

—Humillación sobre humillación —gruñe Sam—. Daneca parece una niña rica porque es rica.

—Tú también —replica Daneca. Sam opta por ponerse las gafas de sol y gruñir un poco más. Sus padres tienen una cadena de concesionarios de coches, por lo que no deja de ser una ironía que él conduzca un coche fúnebre y se oponga a la gasolina.

—No será difícil —digo a Daneca mientras intento ahuyentar de mi mente todas las veces que la he evitado—. Te harás pasar por una buena chica con dinero que tenía que cuidar de la gata de largo pelaje blanco de su abuela. Se llama Coconut, pero posee un nombre artístico más largo que desconoces. La gata llevaba puesto un collar de cristales de Swarovski valorado en miles de dólares.

Sam se endereza.

—¿Tu gata es persa? Me encantan las caras chatas de los persas. Parece que estén siempre enfurruñados.

—No —digo, haciendo acopio de serenidad pese a las ganas que tengo de darle un guantazo—. Mi gata no. Su gata. Déjame terminar.

—Pero Daneca no tiene gata. —Al reparar en mi mirada levanta las manos—. Vale.

—Primero entras buscando a Coconut, pero luego preguntas si tienen alguna gata de pelo blanco, suave y esponjoso, la que sea. Estás desesperada. Tu abuela vuelve el lunes a casa y va a matarte. Estás dispuesta a pagar a la persona que hay detrás del mostrador quinientos pavos si te consigue una gata de pelo blanco. —Me están mirando raro—. En el mostrador no hay monitores, lo he comprobado.

—Así que ellos me dan la gata y yo les doy el dinero —dice Daneca.

Niego con la cabeza.

—No. Ellos no tienen ninguna gata blanca de pelo largo. Nuestra gata tiene el pelo corto.

—Creo que tu plan tiene un fallo —dice lentamente Sam.

—Confiad en mí —les digo, y esbozo mi sonrisa más cautivadora.

Daneca entra en el refugio de animales Rumelt y regresa al coche algo agitada.

—¿Cómo ha ido? —le pregunto.

—No lo sé —dice, y por un momento me enfurece que yo no haya podido representar también su papel. Me enfurece que sus padres no le hayan enseñado a mentir y engañar como es debido y ahora me vea traicionado por su inexperiencia.

—¿Había una mujer? —pregunto, mordiéndome la pared interna de la boca.

—No. Había un tío flaco, de veintipocos diría yo.

—¿Qué dijo cuando mencionaste el dinero? ¿O el collar?

—Nada. No tenía ninguna gata blanca de pelo largo. No sé si lo hice bien. Estaba muy nerviosa.

—Tranquila. —Le cojo la mano—. Los nervios son buenos. Se te ha perdido el Coconut de tu abuela. Es normal que estés nerviosa. Dime que le diste tu número de teléfono.

—Ése fue el único momento en que pareció interesarse en lo que le decía. —Ríe—. Y ahora, ¿qué?

Me encojo de hombros.

—Ahora esperamos. Tiene que pasar por lo menos una hora antes del siguiente paso.

Daneca me clava la misma mirada que me clavaba cada vez que me negaba a apoyar una de sus causas. Una mirada que decía que estaba traicionando a la persona que, en su opinión, yo debería ser. Pero no retira su mano enguantada de la mía.

—¿Es entonces cuando interpreto mi papel? —pregunta Sam.

Estoy muy nervioso. Esta parte es delicada y si no sale bien mi único plan de reserva es reclutar vagabundos para que intenten adoptar a la gata.

—Yo lo haré —digo.

Me mira con expresión dolida.

—Quiero entrar y ver cómo despliegas tus encantos.

Lamento haberle arrastrado hasta aquí en sábado para nada.

—Está bien —digo al fin—. Tú limítate a seguirme el rollo.

Aguardamos una hora y media, bebiendo café y chocolate caliente, hasta que empiezo a impacientarme. Finalmente saco una pulsera de una bolsa de Claire’s, me la guardo en el bolsillo y de mi mochila extraigo un puñado de carteles. Daneca está comiendo una bolsa de granos de café con cobertura de chocolate y mirándome de una forma extraña. Me pregunto si podré regresar algún día a Wallingford o si ya he desvelado demasiadas cosas sobre mí.

Me pregunto si debería decirle que su intervención ha terminado y puede irse a casa, pero lo cierto es que hubiera debido decírselo hace una hora, así que decido no hacerlo ahora.

—¿Para qué son? —pregunta Sam, señalando los carteles.

—Ya lo verás —digo.

Cruzamos la calzada, lo que implica atravesar a la carrera dos carriles de tráfico cuando el semáforo cambia, y bajamos por una calle secundaria hasta el refugio. Es sábado y hay mucha gente, la mayoría en una sala donde hay docenas de felinos encaramados a grandes árboles forrados de moqueta, bufando, dormitando y arañando. El alma se me cae a los pies cuando veo que Lila no está. La posibilidad de que una familia se la haya llevado me encoge el corazón.

Lila.

Ya no finjo ni dudo cuando lo pienso.

La gata blanca es Lila.

Sam me mira como si acabara de percatarse de que no tengo ni idea de lo que estoy haciendo. Me aclaro la garganta. El individuo del mostrador levanta la vista. Tiene la cara llena de granos.

—¿Puedo colgar esto aquí? —le pregunto, mostrándole un cartel.

Es una hoja blanca y brillante con una fotografía que he bajado de internet del gato persa blanco más mono que he podido encontrar sin collar. Idéntico a nuestra descripción de Coconut.

En el margen superior aparece escrita la palabra «ENCONTRADO» y un número de teléfono. Dejo el cartel sobre el mostrador, delante del tipo.

—Claro —dice.

Es una víctima perfecta. Lo bastante joven para codiciar el dinero y la gloria que obtendría ayudando a una chica bonita. De pronto celebro que Daneca decidiera formar parte del plan.

Procedo a clavar otro cartel en el tablón, rezando para que, en medio del caos, el tipo mire hacia el cartel que le he dejado en el mostrador. Una mujer mayor empieza a hacerle preguntas sobre una mezcla de pit bull, distrayéndolo. Sam está a mi lado, inquieto, como si no tuviera la menor idea de lo que está pasando. Hago ver que el cartel se me cae sin querer y lo recojo.

La mujer se marcha al fin.

—Gracias por dejarme colgarlo —digo para atraer la atención del tipo, que finalmente levanta la vista hacia el cartel. Puedo ver cómo el engranaje se pone en marcha detrás de sus ojos.

—Oye, ¿encontraste tú esa gata? —pregunta.

—Ajá, y confío en poder quedármela. —A la gente le encanta ayudar. Le hace sentir bien. La avaricia es la guinda del pastel—. Mi hermanita está superilusionada. Llevaba mucho tiempo queriendo un gato.

Sam me lanza una mirada de advertencia cuando digo «super». Probablemente tenga razón; debo moderar el tono.

Saco la pulsera del bolsillo. Centellea bajo las luces fluorescentes.

—¿Has visto un collar más chillón? —Me río—. ¿A quién se le ocurre ponerle esto a un gato?

—Creo que conozco a la dueña —dice, despacio, el tipo. Sus ojos centellean como las piedras.

En lo que a persuasores se refiere, los he visto peores.

—Caray, mi hermana se llevará un disgusto. —Suspiro—. En fin, dile a tu amiga que me llame.

Es el momento de la verdad, y cuando observo el rostro de mi víctima, sé que ya es mía. Probablemente no sea un mal tipo, pero esos quinientos dólares son realmente tentadores. Y no digamos el collar.

Además, así tendrá una excusa para telefonear a Daneca.

—Espera —dice—. Quizá podrías traer la gata aquí. Estoy seguro de que conozco a la dueña. La gata se llama Coconut.

Me vuelvo hacia la puerta y de nuevo hacia él.

—No debí decirle nada a mi hermana, porque ahora está muy ilusionada y… en fin. ¿No tendrás por casualidad una gata blanca? Lo único que le he contado de ella es que es blanca.

Me mira entusiasmado.

—Ya lo creo.

Suelto un largo suspiro. No estoy fingiendo el alivio que sé que aparece en mi rostro.

—Eso es genial. Me encantaría poder llevarme una gata blanca a casa.

Sonríe. Como ya he dicho, a la gente le encanta ayudar, sobre todo si pueden ayudarse a sí mismos en el proceso.

—Bien —digo—. Te rellenaré el formulario y nos llevaremos la gata. El minino de tu amiga está en su casa. —Señalo a Sam—. Vamos a buscarla y te la traemos enseguida.

—Es muy probable que ese bicho esté inundando de pulgas el sofá de mi madre —dice Sam, lo cual es perfecto. Me habría gustado decírselo, pero solo puedo permitirme una mirada de gratitud.

Mi víctima me tiende un formulario y esta vez sé lo que tengo que hacer. Escribo que tengo diecinueve años, anoto el nombre de un veterinario y me invento un nombre que nada tiene que ver con el mío.

—¿Tienes algún documento de identidad? —pregunta.

—Claro. —Me llevo la mano al bolsillo de atrás y saco la cartera. La abro y palpo el lugar donde guardo el permiso de conducir. No está.

—Mierda —digo—. Hoy no es mi día.

—¿Dónde te lo has dejado? —pregunta el tipo.

Sacudo la cabeza.

—Ni idea. Oye, comprendo perfectamente que esto vaya contra las normas. Todavía he de pasar por otro sitio para colgar carteles. Cuando termine iré a buscar mi permiso de conducir. A lo mejor tu amiga podría llamarme y yo podría llevarle la gata a su casa. Mi hermana lo entenderá.

El tipo se queda mirándome un buen rato.

—¿Tienes el dinero de la adopción? —pregunta.

Miro el formulario, aunque ya sé qué pone.

—¿Cincuenta pavos? Sí.

La puerta tintinea y entra más gente, pero el tipo mantiene la mirada clavada en mí. Se pasa la lengua por los labios.

Saco el dinero y lo dejo sobre el mostrador. Entre malas apuestas y gastos varios me he fundido un buen bocado de mis ahorros en los últimos días. Tendré que ir con cuidado si Lila y yo queremos vivir de lo que me queda.

—Bueno, ya lo arreglaré —me dice mi víctima, aceptando el dinero.

—Oh, gracias —digo. Sé que no debo sobreactuar.

—En cuanto a la gata de pelo largo —dice Sam, y me quedo inmóvil, rezando para que no meta la pata. Está mirando al tipo del mostrador—. ¿Necesitas llamar a tu amiga o algo?

—Lo haré —contesta, y veo cómo el rubor trepa por su cuello—. Quiero darle una sorpresa.

Una mujer se acerca al mostrador con un formulario cumplimentado en la mano. Parece impaciente. He de presionar.

—¿Podemos llevarnos la gata ahora? —pregunto. Dejo la pulsera sobre el mostrador—. Ah, seguramente tu amiga también quiera el collar.

El chico mira a la mujer y luego a mí. Un segundo después su mano se cierra sobre la pulsera. Se dirige a la parte de atrás y regresa minutos más tarde con un portamascotas de cartón.

La mano me tiembla cuando lo cojo. Sam me sonríe con cara de alucinado pero yo solo puedo pensar en que la tengo. Lo he conseguido. La tengo aquí, en mis manos. Miro por los agujeros de ventilación y puedo verla, caminando de un lado a otro. Lila. Un escalofrío de pánico me recorre cuando pienso en lo mal que han hecho al encerrarla en ese cuerpo diminuto.

—Volveré dentro de una hora —digo al tipo mientras confío en no volver a verlo en mi vida.

Odio esta parte.

Siempre odio la parte en que sé que se quedan esperando y sus esperanzas se van transformando en vergüenza hacia su propia credulidad.

Así y todo, aprieto la mandíbula, agarró firmemente el portamascotas con Lila dentro y cruzo la puerta.

Cuando abro el portamascotas en el aparcamiento de la cafetería lo primero que hace la gata es pegarme un fuerte mordisco en el pulpejo de la mano. Luego ronronea.

Mamá dice que como puede hacer que las personas sientan lo que ella quiere, puede saber qué están pensando. Dice que si yo fuera como ella también poseería esa intuición. Puede que el hecho de ser trabajador te induzca a ponerte en plan místico, pero yo creo que mamá conoce a la gente porque observa detenidamente sus rostros. A veces la gente pone caras que duran menos de un segundo; microexpresiones, las llaman, pistas fugaces que desvelan mucho más de lo que desearíamos. Yo creo que mi madre ve esas microexpresiones sin ser siquiera consciente de ello. Yo también las veo.

Por ejemplo, cuando regreso a la cafetería con la gata en mis brazos sé que Sam está flipando con la estafa, con su intervención, con mi planificación. Lo sé. Por mucho que sonría.

Pero yo no soy como mi madre. No soy un trabajador emocional. Saber que está flipando no me ayuda. No puedo hacer que no se sienta así.

Dejo la gata sobre una mesa y agarro unas servilletas para limpiarme la sangre del pulpejo. El dolor es punzante. Daneca sonríe a la gata como si fuera un juego de plata Gorham recién caído de un camión.

Lila maúlla y el camarero levanta la vista de la máquina del café. La gata vuelve a maullar y lame la espuma que asoma por la taza de papel de Daneca.

Yo me limito a contemplar a Lila la gata, incapaz de hacer otra cosa que intentar ahogar el extraño gritito de entusiasmo que amenaza con escapar de mi garganta.

—No —dice Daneca, apartándola. La gata le bufa, se desploma sobre la mesa y empieza a lamerse la pata.

—No vas a creer lo que ha hecho —le dice Sam, inclinándose hacia delante.

Miro al camarero, a los demás clientes y de nuevo a Sam. La gente empieza a prestarnos demasiada atención. La gata se mordisquea una pezuña.

—Sam —le prevengo.

—¿Sabes una cosa, Sharpe? —dice, mirándome a mí y luego a su alrededor—. Posees interesantes talentos. E interesantes paranoias.

Sonrío, pero lo cierto es que sus palabras me duelen. Me he esmerado mucho por evitar que la gente del colegio vea mi otro lado, vea cómo soy en realidad, y en media hora lo he enviado todo al traste.

Daneca ladea la cabeza.

—Qué encanto. Tantas molestias por un minino. —Acaricia la cabeza y las orejas de la gata.

El móvil me vibra en el bolsillo. Me levanto, tiro las servilletas ensangrentadas a la papelera y respondo.

—Hola.

—¡Devuélveme de una vez el coche! —dice el abuelo—. Antes de que llame a la poli y le diga que lo has robado.

—Lo siento —digo contrito. Entonces asimilo el resto de sus palabras y rompo a reír—. Un momento, ¿me has amenazado con avisar a la policía? Porque me encantaría verlo.

El abuelo gruñe y me digo que quizá se esté riendo también.

—Ve directo a casa de Philip. Quiere que cenemos juntos. Dice que cocinará Maura. ¿Crees que es buena cocinera?

—¿Y si llevo unas pizzas? —digo, mirando a la gata. Se está frotando contra la mano de Daneca—. Podríamos quedarnos en casa, relajados. —No creo que sea capaz de ver a Philip y no escupirle a la cara.

—Demasiado tarde, gandul. Ya me ha recogido y a ti te toca devolverme a casa, así que ven inmediatamente al apartamento de tu hermano.

Empiezo a decir algo pero la comunicación se corta.

—¿Estás en algún apuro? —pregunta Sam. Por la forma en que lo dice, me pregunto si está pensando en cómo pirárselas en caso afirmativo.

Niego con la cabeza.

—Cena familiar. Llego tarde.

Quiero decirles que agradezco mucho su ayuda, que lamento mucho haberles metido en esto, pero no es cierto. Solo lo lamento por mí. Lamento que ahora sepan algo que no quería que supieran. Ojalá pudiera hacer que lo olvidaran. Por un momento comprendo hasta lo más hondo esas ganas locas de alterar la memoria.

—¿Podría alguno de vosotros cuidar de la gata unas horas? —pregunto.

Sam suelta un gruñido.

—Venga ya, Sharpe. ¿Qué está pasando realmente?

—Yo lo haré —se ofrece Daneca—. Con una condición.

—Podría dejarla en el coche —digo.

Estoy deseando observar sus extraños ojos gatunos, sus diminutas pezuñas, y preguntarle si es Lila. Pese a haber decidido ya que lo es. Quiero decidirlo una segunda vez.

—No puedes dejar un gato en un coche —dice Daneca—. Se asfixiaría.

—Tienes razón. —Sonrío, pero lo siento como un rictus. Sacudo la cabeza como si quisiera sacudirme la expresión. Estoy perdiendo los papeles. Estoy perdiendo la calma—. ¿Podrías quedártela hasta mañana?

La gata suelta un hondo maullido.

—Confía en mí —le digo a la gata—. Tengo un plan. —Daneca y Sam me miran como si me hubiera vuelto loco.

No quiero separarme de ella, pero necesito tiempo para sacar de la biblioteca el resto de mi dinero y conseguir un coche. Después podremos marcharnos de la ciudad. Es la única manera de que Lila esté a salvo.

Daneca se encoge de hombros.

—Supongo que sí, pero esta noche duermo en la residencia. Mis padres tienen una conferencia y se marcharán a Vermont después de cenar. Por suerte, mi compañera de cuarto no es alérgica y estoy segura de que podremos ocultarla. No creo que haya problema.

Lila me bufa pero me levanto de todos modos mientras me las imagino juntas en una fiesta de pijamas. Me pregunto qué sueños tendrá Daneca esta noche.

—Gracias —digo mecánicamente. Mi cabeza ya está elaborando un plan.

—Espera. He dicho con una condición.

—Ah, sí.

—Quiero que me lleves a casa.

—Yo puedo… —comienza Sam.

Daneca le interrumpe.

—No, quiero que me lleve Cassel. Y que acceda a entrar un momento.

Suspiro. Sé que su madre quiere hablar conmigo, probablemente porque piensa que soy un trabajador que se niega a sumarse a la causa.

—No tengo tiempo. He de ir a casa de mi hermano.

—Sí lo tienes —replica Daneca—. He dicho un momento.

Suspiro de nuevo.

—Vale.

La casa de Daneca, un antiguo y elegante edificio colonial de ladrillo con hortensias verdes y ambarinas flanqueando el camino de entrada, está a un paso de la calle principal de Princeton. Apesta a dinero de familia, a la clase de educación que permite a la élite mantener su posición y su privilegio intimidador. Jamás he robado en una casa como ésta.

Daneca, lógicamente, entra como si tal cosa. Suelta la cartera en el recibidor, deja el portamascotas sobre el brillante parquet y echa a andar por un vestíbulo lleno de grabados antiguos del cerebro humano.

La gata maúlla discretamente desde su jaula.

—Mamá —llama Daneca—. ¡Mamá!

Me detengo en el comedor, donde un jarrón azul y blanco repleto de flores algo mustias descansa sobre una mesa lustrosa, entre dos candelabros de plata.

Mis dedos sienten el impulso de meter los candelabros en la mochila.

Me vuelvo instintivamente hacia el vestíbulo y veo a un niño rubio, de unos doce años, en la escalera. Me está mirando como si supiera que soy un ladrón.

—Hola —le digo—. Tú debes de ser el hermano de Daneca.

—Que te jodan —responde, y desaparece escaleras arriba.

—Por aquí —dice la madre de Daneca, y echo a andar en esa dirección. Daneca me está esperando frente a una puerta entornada que da a una estancia forrada de libros hasta el techo. La señora Wasserman está sentada en un pequeño sofá, junto a un escritorio.

—¿Te has perdido? —me pregunta Daneca.

—Es una casa grande —digo.

—Vamos, hazle pasar —dice la señora Wasserman, y Daneca me invita a entrar. Se desploma sobre la silla de madera de su madre y la gira levemente con un dedo del pie.

Yo me siento en el borde de una otomana de cuero marrón.

—Es un placer conocerla —digo.

—¿En serio? —La señora Wasserman tiene un pelo largo y rizado, de color castaño claro, que no se molesta en recoger. Tiene los pies descalzos y metidos bajo un echarpe de color beige—. Me alegro. He oído que recelas un poco de nosotros.

—No quiero desilusionarla, pero yo no soy un trabajador. Pensé que podía tratarse de un malentendido.

—¿Sabes de dónde viene el término «trabajador»? —pregunta, inclinándose hacia delante e ignorando mi zozobra.

—¿Del trabajo con la magia? —pregunto.

—Es mucho más moderno que eso —dice—. Hace mucho, mucho tiempo, nos llamaban teúrgicos, pero desde el siglo XVII hasta la década de 1930 se utilizó el nombre de mañosos. El término «trabajador» proviene de los campos de trabajos forzados. Cuando se aprobó la prohibición nadie sabía cómo hacerla cumplir, de modo que la gente esperaba a ser juzgada en campos de trabajo. El gobierno tardó mucho tiempo en concebir cómo dirigir un juicio. Algunas personas tuvieron que esperar años. Fue ahí donde comenzaron a formarse las familias mafiosas, en esos campos. Empezaron a reclutar gente. La prohibición creó el crimen organizado tal como lo conocemos hoy en día.

»En Australia, por ejemplo, donde el trabajo de maldiciones nunca ha sido ilegal, no existen verdaderas agrupaciones con la clase de poder que tienen nuestras familias mafiosas. Y en Europa las familias están tan consolidadas que casi constituyen una segunda realeza.

—Hay gente que piensa que los trabajadores pertenecen a la realeza —digo, pensando en mi madre—. Y Australia nunca ilegalizó el trabajo de maldiciones porque fue fundada por trabajadores de maldiciones, o mañosos si lo prefiere, que habían sido enviados a las colonias penitenciarias.

—Conoces bien la historia, pero quiero que veas algo. —La señora Wasserman me coloca delante una pila de fotografías grandes en blanco y negro. Hombres y mujeres con las manos amputadas y cuencos sobre la cabeza—. Esto es lo que solía ocurrirles a los trabajadores en todo el mundo, y todavía sucede en algunos lugares. La gente dice que los trabajadores abusaban de su poder, que eran los que verdaderamente detentaban el poder, personas muy influyentes, pero has de saber que la mayoría de los trabajadores vivían en pueblos pequeños. Muchos siguen haciéndolo en la actualidad. Y nadie se toma en serio la violencia que se ejerce contra ellos.

En eso tiene razón. Es difícil tomarse en serio la violencia cuando los trabajadores son los que tienen todas las de ganar. Vuelvo a mirar las imágenes. Mis ojos se detienen continuamente en la carne recortada, brutal, las oscuras cicatrices, probablemente abrasadas.

La señora Wasserman repara en ello.

—Lo más sorprendente —prosigue— es que algunos han aprendido a hacer trabajos con los pies.

—¿En serio? —Levanto la vista.

Sonríe.

—Si la gente supiera eso, no sé si los guantes serían tan populares. Los guantes se remontan nada menos que al Imperio bizantino. En aquellos tiempos la gente se los ponía para protegerse de lo que denominaban «el toque». Creían que los demonios deambulaban entre las personas y que su toque traía caos y terror. Los trabajadores eran considerados demonios con los que era posible comerciar a cambio de sumas cuantiosas. Si tenías un bebé trabajador era porque se le había metido dentro un demonio. Justiniano I, el emperador, se dedicaba a recoger a todos esos bebés y criarlos en una gran torre para formar un ejército de demonios imparable.

—¿Por qué me cuenta todo eso? Sé que se han dicho muchas cosas absurdas sobre los trabajadores.

—Porque Zacharov y demás jefes de familias mafiosas están haciendo lo mismo. Su gente se dedica a rondar por las estaciones de autobuses de las grandes ciudades buscando fugitivos. Les dan un techo y algunos trabajillos, y cuando quieren darse cuenta son como los niños demonio bizantinos. Están tan endeudados que es como si fueran presos o prostitutos.

—Nosotros hemos acogido a un niño —dice Daneca—. Se llama Chris. Sus padres lo echaron de casa.

Pienso en el niño rubio de la escalera.

La señora Wasserman mira severamente a Daneca.

—Eso es asunto de Chris.

—Tengo que irme —digo, poniéndome de pie.

Estoy incómodo. Siento como si se me hubiera encogido la piel. Necesito huir de esta conversación.

—Quiero que sepas que cuando estés preparado, podré ayudarte —dice la señora Wasserman—. Podrías salvar a muchos niños de muchas torres.

—No soy lo que usted cree —digo—. No soy un trabajador.

—No hace falta que lo seas. Sabes cosas, Cassel. Cosas que podrían ayudar a niños como Chris.

—Te acompaño —dice Daneca.

Camino hasta la puerta con paso presto. Tengo que largarme de aquí. Me cuesta respirar.

—No es necesario —farfullo—. Nos vemos mañana.