Detesto los refugios de animales. Detesto el olor a orín, a excrementos, comida y periódicos húmedos, todos mezclados. Detesto los desesperados aullidos de los animales, los interminables gemidos que salen de las jaulas y el sentimiento de culpa que me genera no poder hacer nada por ellos. Ya me noto algo enloquecido cuando entro en el primer refugio, y hasta el tercero no doy con ella. La gata blanca.
Me mira desde el fondo de la jaula. No maúlla ni se frota la cara contra los barrotes, como hacen otros animales. Parece una serpiente a punto de saltar.
Pero no veo nada en ella que me haga pensar que alguna vez fue humana.
—¿Eres Lila? —le pregunto.
Eso hace que se levante y se acerque a los barrotes. Maúlla una vez, lastimeramente. Un escalofrío me recorre el cuerpo, una mezcla de miedo y rechazo.
Una chica no puede ser un gato.
Me asalta inopinadamente el recuerdo de la última vez que vi a Lila. Puedo oler la sangre. Puedo sentir la sonrisa que tira de mis labios cuando contemplo su cuerpo tendido en el suelo. Aunque sea un recuerdo falso, lo siento como algo real. En cambio esto —la posibilidad de que esté viva, de que aún pueda salvarla— lo siento como una farsa, como si me estuviera engañando. Como si estuviera enloqueciendo.
No obstante, sus ojos desiguales, uno verde y otro azul, se parecen mucho a los de Lila. Y me están mirando. Y aunque pueda estar enloqueciendo, aunque sepa que es imposible, tengo la certeza de que es Lila.
Me doy la vuelta y se pone a maullar con insistencia, pero me obligo a ignorarla y salgo de la zona de los animales. Subo a la recepción, donde una mujer corpulenta que viste una sudadera con la foto de un schnauzer está explicando a un hombre dónde colgar carteles que prometen una recompensa por su pitón real desaparecida.
—Me gustaría adoptar a la gata blanca —digo.
Me pasa un formulario. Éste me pide el nombre y la dirección de mi veterinario, cuánto tiempo llevo viviendo en mi dirección actual y si estoy de acuerdo con la desungulación. Anoto las respuestas que creo que quieren oír y dejo en blanco la parte relativa al veterinario. Las manos me tiemblan y tengo la misma sensación que experimenté después del accidente de coche de mi padre, que el tiempo avanza para mí de manera diferente que para los demás. Demasiado deprisa y demasiado despacio, y en lo único en lo que puedo pensar es que si salgo de aquí con la gata podré sentarme y esperar a que el tiempo se alcance a sí mismo.
—¿Ésta es la fecha de su nacimiento? —me pregunta la mujer, martilleando la hoja.
Asiento.
—Solo tiene diecisiete años.
Me señala el ángulo superior de la hoja, donde se anuncia en negrita: «Edad mínima para poder adoptar: 18 años». Contemplo las palabras de hito en hito. Normalmente presto atención a esa clase de cosas. Me preparo. Tengo en cuenta todas las variables. Pero en lugar de eso estoy boqueando como un pez.
—Usted no lo entiende —digo, y reparo en el ceño que se forma en su entrecejo—. Se ha producido un malentendido. La gata que quiero adoptar es mía. Alguien debió de traerla aquí, pero en realidad es mía.
—Llegó sin collar —dice—, y sin chapa.
Suelto una risa nerviosa.
—Porque siempre se lo está enganchando con algo.
—Chico, esa gata vivía en la calle, en un granero. La trajeron hace un par de horas, de modo que si alguien la estaba alimentando, una de dos, o no le daba mucho o no llevaba mucho tiempo haciéndolo.
—Es cierto que vivía en un granero —digo—, pero ahora vive conmigo.
La mujer menea la cabeza.
—No sé qué ocurrió, pero puedo imaginármelo. Tus padres no te permitieron que les metieras esa gata en casa y la enviaron al refugio. Una irresponsabilidad…
—No fue eso lo que ocurrió.
Me pregunto qué haría si le contara lo que pienso que ha ocurrido. Casi se me escapa la risa.
La campanilla de la puerta tintinea cuando entra una pareja con una niña. La mujer de la sudadera con el schnauzer se vuelve con una sonrisa.
—¡Venimos a buscar un cachorro! —aúlla la niña. El contorno de su boca tiene un aspecto pegajoso y lleva los guantes llenos de manchas marrones.
—Un momento —digo en un tono de desesperación—. Por favor.
La mujer me lanza una fugaz mirada de lástima.
—Vuelva cuando haya obtenido la autorización de su madre o su padre, como esta niña.
Hago una inspiración profunda.
—¿Trabaja mañana? —le pregunto.
Se lleva una mano a la cadera, irritada ahora, y seguro que algo más enfadada por haberse apiadado brevemente de mí, pero me trae sin cuidado.
—No, pero el hombre que me sustituye mañana le dirá lo mismo. Venga con su padre o su madre.
Asiento con la cabeza, pero en realidad ya no la estoy escuchando porque mi mente solo puede oír los lamentos de Lila al otro lado de los barrotes. Llora y llora, pero nadie acude.
Mi padre me enseñó un truco para relajarme. Por ejemplo, antes de entrar a robar en una casa o si la policía me interrogaba. Debía imaginar que estaba en una playa y concentrarme en el sonido del agua azul y cristalina lamiéndome los pies. En la sensación de la arena bajo las plantas. E inspirar profundamente el aire del mar.
No funciona.
Sam contesta al segundo tono.
—Estoy ensayando —susurra—. Stavrakis me está mirando mal. Ve al grano.
Tengo muy poco que ofrecerle. Estoy depositando mi confianza en Sam muy a mi pesar, y sé que la confianza no posee demasiado valor. Ni siquiera sé si va a quererla.
—Necesito tu ayuda.
—¿Va todo bien? Pareces preocupado.
Me obligo a reír.
—He de sacar a una gata del refugio de animales Rumelt. Sería una especie de fuga carcelaria.
Funciona. Se ríe.
—¿La gata de quién?
—Mi gata. ¿Qué crees? ¿Que me dedico a liberar a gatos de desconocidos?
—Déjame adivinar. Le tendieron una trampa. Es inocente.
—Como toda la gente que está en prisión. —Pienso en mamá. De mi garganta brota una risa inadecuada, dura, sarcástica—. ¿Mañana entonces? —pregunto cuando consigo parar.
—Sí, es él —le oigo decir, pero su voz suena ahogada, como si tuviera la mano sobre el auricular—. ¿Quieres venir? —Dice algo más que no alcanzo a entender.
—¡Sam! —exclamo, dando un manotazo al salpicadero.
—Hola, Cassel. —Es Daneca hablando en voz muy queda. Daneca con su cáñamo y sus causas y su incapacidad para captar que la evito—. ¿Qué historia es ésa de una gata? Sam dice que necesitas ayuda.
—Solo necesito a una persona. —Lo último que deseo es tener que llevar a cabo esta misión con Daneca pegada al hombro.
—Sam dice que no le iría mal un coche.
—¿Qué le pasa al suyo?
Sam conduce un coche fúnebre, los cuales al parecer tragan gasolina por un tubo, de modo que por razones medioambientales lo ha modificado para que pueda funcionar con grasa. El interior del vehículo siempre desprende un agradable olor a frito.
—No lo sé —responde.
Supongo que no tengo muchas opciones. Me muerdo la pared interna de la mejilla y respondo entre dientes:
—Eso sería genial. Eres una gran colega, Daneca.
Cuelgo antes de que pueda volverme aún más odioso y me pregunto cómo voy a pagar la deuda que estoy contrayendo con ellos. Si todas las amistades son negociaciones de poder, ésta la he perdido por completo.
El abuelo está furioso cuando llego a casa. Empieza a gritar en cuanto cruzo la puerta. Se queja de que le he cogido el coche sin permiso y que ésta es mi casa y debo ser yo quien se ocupe de ella. Tiene mucho que decir sobre lo viejo y débil que está, lo que me hace reír, y mi risa hace que grite aún más.
—¡Calla de una vez! —grito a mi vez, y me voy directo a mi habitación.
Se queda mudo.
Partamos del supuesto de que la gata es Lila. Solo durante otro minuto, aunque pienses que me he vuelto majara. Solo para tratar de comprender algunas cosas.
Alguien la convirtió en gata.
Y ese alguien está trabajando con mis hermanos.
Y ese alguien debe de ser un trabajador transformador, lo cual lo convierte en uno de los trabajadores más poderosos de América.
Por tanto, estoy jodido. No puedo luchar contra eso.
El póster de Magritte que cuelga sobre mi cabeza muestra la espalda de un hombre del siglo XIX bien arreglado que está mirándose en un espejo situado sobre una chimenea, pero lo que se ve en el espejo es igualmente su espalda. Lo compré porque me gustaba que fuera imposible ver la cara del hombre; sin embargo ahora, cada vez que lo miro me pregunto si realmente tiene cara.
Me suena el móvil en torno a las diez de la noche. Es Sam, y cuando respondo advierto que está borracho.
—Vente —me dice arrastrando las palabras—. Estoy en una fiesta.
—Estoy cansado —digo. Llevo horas contemplando el mismo trozo de yeso agrietado. No me apetece levantarme.
—Venga —dice—. Si estoy aquí es gracias a ti.
Ruedo sobre mi costado.
—¿De qué estás hablando?
—Esos tíos me adoran ahora que soy su corredor de apuestas. —Ríe—. ¡Gavin Perry acaba de ofrecerme una cerveza! Y todo te lo debo a ti, tío. No pienso olvidarlo. Mañana rescataremos a tu gata y luego…
—Vale. ¿Dónde estás? —No deja de ser curioso que Sam crea que está en deuda conmigo cuando él ha estado haciendo un montón de cosas por mí. Me obligo a salir de la cama.
Además, no tiene sentido que me quede en casa. Solo hago que pensar en Lila la gata, encerrada en una jaula y maullando a voz en cuello, o desgastar mis recuerdos a fuerza de repasarlos.
Sam me da una dirección. Es la casa de Zoe Papadopoulos. He estado antes. Sus padres viajan mucho por cuestiones de trabajo, lo que significa que puede dar muchas fiestas.
El abuelo se ha dormido delante del televisor. En el noticiero veo al gobernador Patton, un gran defensor de la propuesta de ley número dos, la que pretende obligar a la gente a hacerse la prueba para determinar quién es trabajador y quién no. Patton insiste en que, en su opinión, los trabajadores deberían apoyar su propuesta para poder demostrar al mundo que son los ciudadanos buenos y respetuosos de la ley que aseguran ser. Dice que nadie, salvo el individuo en cuestión, tiene que saber lo que pone en el papel. Actualmente Patton no tiene previsto proponer una ley que otorgue al gobierno el acceso a los historiales médicos de la gente. Ya.
El abuelo ronca.
Cojo las llaves y salgo.
La casa de Zoe se encuentra en una de las nuevas urbanizaciones de Neshanic Station, sobre un terreno de varias hectáreas con arboledas. Es inmensa, y cuando llego el camino de entrada está repleto de coches. La puerta doble, enorme, se encuentra abierta de par en par y en el porche, apoyada en una gruesa columna corintia con una botella de vino tinto en la mano, hay una chica partiéndose de risa.
—¿Qué estás celebrando? —le pregunto.
—Celebrando —repite, como si no entendiera la palabra. Una lenta sonrisa le alza las comisuras de los labios—. ¡La vida!
No soy capaz ni de fingir una sonrisa. Daría lo que fuera por estar en otro lugar. Colándome en el refugio de animales. Haciendo algo. La espera es la peor parte de una estafa, las largas horas antes de que las cosas empiecen a suceder. Es en ese momento cuando los nervios se apoderan de la gente.
Entro haciendo un esfuerzo por que los nervios no se apoderen de mí.
Velas medio derretidas iluminan el salón y sobre los muebles hay charcos de cera. Solo hay algunos chicos, sentados en el suelo, bebiendo cerveza. Un estudiante de segundo año dice algo y todos se vuelven hacia mí.
Tardé dos años y medio en conseguir que la gente olvidara que soy diferente y apenas quince minutos en refrescarles la memoria. Mi pobre y patética vida social está a punto de empeorar.
Les saludo con un gesto de cabeza y me pregunto si por lo menos Sam está aceptando apuestas sobre los rumores que corren acerca de mí. Más le vale.
En la cocina unos estudiantes de último año tienen rodeado a Harvey Silverman, que está bebiéndose una pirámide de chupitos. Encuentro al resto de la gente fuera, en la piscina. Aunque hace demasiado frío para bañarse hay un par de personas en el agua, vestidas y con los labios azules bajo las luces del jardín.
—Cassel Sharpe —dice Audrey, entrelazando su brazo al mío—. ¿Tú por aquí?
Tiene la mirada vidriosa y la sonrisa vaga, pero sigue estando preciosa. Se vuelve hacia Greg Harmsford, que está apoyado contra una estantería hablando con dos chicas del equipo de hockey sobre hierba. Me pregunto si han venido juntos.
—Como siempre —dice, volviéndose de nuevo hacia mí—. Mirándolo todo desde las sombras. Observando a la gente. Juzgándonos.
—No os juzgo —digo. No sé cómo explicar el miedo que tengo a ser juzgado.
—Me gustaba que fueras mi novio —dice, y apoya la cabeza en mi hombro, quizá llevada por la costumbre, quizá porque está borracha. Hay demasiada ternura para que pueda hacerme el duro—. Me gustaba que me observaras.
Contengo el deseo de prometerle que si me dice qué cosas hacía bien, las volveré a hacer.
—¿A ti te gustaba que fuera tu novia? —pregunta en una voz tan queda que casi todo es aliento.
—Cortaste tú —replico, pero he bajado la voz y mis palabras salen como una caricia. No me importa lo que estoy diciendo. Solo me importa mantenerla ahí, hablando conmigo. Audrey me hace sentir que puedo salir de mi antigua vida y entrar en la de ella, donde todo es fácil y sincero.
—No has dejado de gustarme —dice—. Creo.
—Oh —digo. Me inclino y la beso. No pienso. No pienso. Solo aplasto mi boca contra la suya. Sabe a tequila. Es un beso atroz, demasiado inundado de dolor y frustración y la certeza de que lo estoy jodiendo todo y no sé qué otra cosa hacer salvo joderlo aún más.
Levanta las manos y me acaricia los hombros. No me aparta. Sus dedos se deslizan por mi nuca y las cosquillas que siento me hacen sonreír contra sus labios. Aflojo. Mejor así. Suspira dentro de mi boca.
Dejo que mis dedos recorran su clavícula, se hundan en el hueco de su cuello. Quiero besarla ahí. Quiero dejar que mi boca y mi lengua sigan la trayectoria de las pecas que salpican su pálida piel.
—Eh —dice Greg—, apártate de ella.
Audrey se tambalea hacia atrás y casi choca con Greg. Tengo la sensación de haber emergido de unas aguas tan profundas que sufro la enfermedad del buzo. He olvidado que estamos en una fiesta.
—Estás borracha —dice Greg, y la agarra del brazo. Audrey da un ligero traspié.
Cierro los puños. Quiero estampar a Greg contra la pared. Quiero abrirme los nudillos en su cara. Miro a Audrey, buscando una señal. Me digo que si la veo asustada o incluso enfadada voy a hacer daño a Greg.
Pero ha girado el rostro y tiene la mirada fija en el suelo. Toda mi rabia se torna en autodesprecio.
—Además, ¿qué haces aquí? —pregunta Greg—. Creía que el decano había comprendido al fin que eres un delincuente y te había expulsado.
—No sabía que era una fiesta patrocinada por el colegio —digo.
—Nadie te quiere por aquí, manipulando a sus novias. —Sonríe con petulancia—. Tú y yo sabemos que es la única manera en que puedes conseguir una cita.
Pienso en Maura y mi campo de visión se estrecha. Tengo la sensación de estar mirando a Greg por un túnel negro. Aprieto los puños con tanta fuerza que noto las uñas a través del cuero de mis guantes. Le doy un potente puñetazo que lo estrella contra el suelo de madera. Mi pie está hundiéndose en sus costillas cuando Rahul Pathak me agarra de la cintura y me aparta.
—Relájate, Sharpe —me dice, pero intento soltarme. Solo deseo volver a golpear a Greg. Alguien a quien no puedo ver me coge la muñeca y la retuerce contra mi espalda.
Audrey se ha ido.
Greg se levanta, limpiándose la boca.
—Vi el juicio de tu madre en el periódico, Sharpe. Sé que eres como ella.
—Si lo fuera haría que me suplicaras poder mamármela —digo con sorna.
—Sacadlo de aquí —dice alguien, y Rahul me conduce hacia la puerta.
Los bañistas nos miran cuando pasamos junto a la piscina. Varias personas se levantan de sus hamacas como si esperaran pelea.
Forcejeo y cuando los tipos me sueltan me pilla desprevenido. Caigo al césped.
—¿Qué demonios te pasa? —dice, resoplando, Rahul.
Dirijo la vista a las estrellas.
—Lo siento —digo.
Descubro que el otro tipo que me tenía sujeto es Kevin Ford. Bajo pero corpulento. Aficionado a la lucha libre. Me mira como si estuviera deseando que intente algo.
—Tranquilízate —dice Rahul—. Estás muy raro, tío.
—Creo que he perdido el control.
He olvidado que no pertenezco a este mundo, que nunca perteneceré. Que les había conquistado convirtiéndome en su corredor de apuestas pero que nunca fui su amigo. He olvidado los débiles cimientos sobre los que se sostiene mi vida social.
Kevin y Rahul entran de nuevo en la casa. Kevin dice algo demasiado bajo para que yo pueda oírlo y Rahul ríe entre dientes.
Vuelvo a mirar las estrellas. Nadie me ha enseñado nunca las constelaciones, de modo que para mí no son más que puntos brillantes. Un caos carente de patrón. Cuando era niño me inventé una constelación, pero la segunda vez no pude encontrarla.
Alguien se acerca arrastrando los pies y se detiene frente a mí, eclipsando las caóticas estrellas. Por un momento pienso que podría ser Audrey. Es Sam.
—Estás aquí —dice.
Me levanto lentamente mientras Sam se da la vuelta, se tambalea y vomita sobre la hortensia que hay junto a la ventana de la cocina. Algunas chicas tumbadas en las hamacas estallan en carcajadas.
—Me alegro de que hayas venido —dice Sam cuando ha terminado—, pero será mejor que me lleves a casa.
Le compro un café en un puesto de comida rápida y lo cargo de azúcar. Me digo que eso lo despejará, pero lo vomita casi todo en el asfalto del aparcamiento. Se enjuaga la boca con el resto.
Pongo la radio y nos quedamos escuchándola mientras la barriga le gorgotea. Otra canción sobre alguien al que han hecho un trabajo de amor. Como si tuviera algo de romántico que te laven el cerebro.
—Cuando era niño fingía que era un trabajador —dice Sam.
—Todos los niños lo hacen —digo.
—¿Tú también?
—Yo sobre todo.
Le ofrezco mi taza de café. No tiene azúcar, pero puede que haya más sobrecitos en algún lugar. Dice que no con la cabeza.
—¿Cómo descubre uno que es un trabajador? ¿Cuándo te diste cuenta de que no lo eras?
—Seguro que de la misma manera que tú. Mis padres nos decían que no jugáramos con eso. Mi madre incluso llegó a decirnos que los niños que hacían trabajos antes de lo previsto podían sufrir una reacción mortal.
—¿Y eso es cierto?
Me encojo de hombros.
—Solo puede fulminarte si eres un trabajador mortal con una reacción muy desafortunada, e incluso entonces da igual la edad que tengas. Mis hermanos lo descubrieron muy pronto. Barron ganaba cosas a costa de que los demás perdieran y a Philip siempre le iba demasiado bien en las peleas. —Recuerdo que en secundaria llamaron a mamá porque Philip le había partido las piernas a tres chicos mucho más grandes que él. La reacción lo tuvo un mes en cama, pero nadie más volvió a meterse con él. No sé cómo lo consiguió mamá, pero el caso es que nadie le denunció. Intento recordar algún incidente con Barron, pero no me viene ninguno a la cabeza—. Una vez que descubres que eres un trabajador aprendes secretos de otros trabajadores. No puedo hablarte de esa parte porque no la conozco.
—¿Se supone que puedes contarme todo esto?
—No —digo, poniendo el coche en marcha—, pero estás tan borracho que seguro que mañana no te acuerdas de nada.
En algún instante entre pedir disculpas a la señora Yu por devolver a Sam tan tarde, soltarlo sobre la cama y dar marcha atrás por el camino de su enorme casa de ladrillo colonial, caigo en la cuenta de algo.
Si Lila es una gata significa que hay un trabajador transformador aquí, en Estados Unidos. Es algo que ya sabía, pero nunca me había detenido a pensar en lo que eso significa. El gobierno daría lo que fuera por poder contratarle. Las familias mafiosas se pelearían por reclutarle. Es sobre eso sobre lo que están conspirando. Si Philip sabe quién es esa persona, el trabajo de la memoria tiene sentido.
Tienen con ellos a un auténtico trabajador transformador.
Es algo que les merece la pena hacerme olvidar.