Las paredes de azulejos beige del cuarto de baño de Barron me resultan familiares, pero tengo la sensación de estar viéndolas desde el ángulo equivocado.
Es una locura, la idea de que Lila sea una gata. La idea de que Barron la haya tenido encerrada en su casa todo este tiempo es una locura aún mayor. Y la idea de que quizá no haya matado a Lila me perturba tanto que no sé cómo recuperar el juicio.
Me miro en el espejo. Observo mi rostro, el pelo desaliñado que se ondula alrededor de mi mandíbula y mis ojos oscuros. Me observo para ver si debería tener miedo. Si todavía soy un asesino. Si estoy sufriendo una crisis nerviosa.
Cuando veo el reflejo de la bañera a mi espalda me asalta una extraña sensación de déjà vu. Me tambaleo y me agarro al lavamanos.
«Mientras me retorcía en el agua mis manos se transformaron en brazos, luego en estrellas de mar que se enroscaban como serpientes. Me estaba descomponiendo, el agua me cubría la cabeza y…».
Más cosas que recuerdo solo a medias.
Me doy la vuelta, me acuclillo y acaricio la baldosa que hay junto al grifo de la bañera. Casi puedo recordar mis dedos alcanzando ese mismo mango, pero el recuerdo se torna surrealista y onírico y mis dedos se transforman en garras negras.
Un miedo animal, instintivo y horrible, se adueña de mí. Tengo que salir de aquí. Es en lo único en lo que puedo pensar. Camino hasta la puerta con la lucidez justa para girar el pomo para que la puerta se trabe cuando la cierre tras de mí. Subo al coche del abuelo y me quedo un rato esperando a sentirme como un niño estúpido que huye de un fantasma imaginario. Mientras espero me como una chocolatina. Me sabe a polvo, pero me la como igualmente.
He de ordenar mis pensamientos.
Mis recuerdos están llenos de sombras y por mucho que las persiga en mi cabeza, siguen siendo insustanciales.
Lo que necesito es un trabajador. Un trabajador que me dé respuestas sin hacer demasiadas preguntas. Que pueda ayudarme a encajar las piezas de este rompecabezas y mostrarme la imagen completa. Giro la llave del contacto y pongo rumbo al sur.
El mercadillo de la carretera 9 es, en realidad, un gran almacén con hileras de puestecillos separados por mostradores o cortinas. Barron y yo le pedíamos a Philip o al abuelo que nos acompañara en coche y nos pasábamos el día comiendo perritos calientes y comprando navajas baratas para esconderlas en las botas. Barron se quejaba de tener que cargar conmigo pero en cuanto llegábamos se iba a hablar con la chica que vendía encurtidos en cubas.
El lugar no ha cambiado mucho desde entonces. Fuera hay una mujer junto a una columna de cestas de colores pastel mientras un tipo trata de vender a voz en grito pieles de conejo. Tres por cinco pavos.
Dentro, el olor a frito hace que me gruña el estómago. Me dirijo hacia el fondo, pasado el puesto de carteras de piel de anguila y el que vende gruesos anillos de plata y dragones de peltre, hacia las adivinas con sus faldas de terciopelo y sus cartas marcadas. Cobran cinco dólares por decir «A veces te sientes solo incluso estando rodeado de gente» o «Hace un tiempo sufriste una trágica pérdida que te ha otorgado una clarividencia fuera de lo común» o incluso «Por lo general eres tímido, pero en el futuro te descubrirás siendo el centro de atención».
Hay muchos mercadillos en Jersey, pero éste se encuentra a solo veinte minutos de Carney. El verdadero negocio de las adivinas consiste en vender amuletos confeccionados por habitantes de Carney jubilados; algunos trabajadores incluso ofrecen sus servicios en la parte de atrás. Es el mejor lugar para conseguir una pequeña maldición que no esté directamente relacionada con las familias mafiosas. Y los amuletos son mucho más fiables y variados que los que venden los centros comerciales corrientes o las gasolineras.
Me acerco a una mesa cubierta con un pañuelo.
—Encorvada Annie —digo, y la anciana sonríe. Tiene un diente negro. Luce anillos de plástico y cristal sobre sus guantes de raso morado y lleva varias capas de ropa con campanitas en los bordes.
—Te conozco, Cassel Sharpe. ¿Cómo está tu madre?
Annie lleva más años vendiendo magia de los que yo llevo en este mundo. Es de la vieja escuela. Discreta. Y con la poca información que poseo, si de algo estoy seguro es de que no puedo permitirme compartirla.
—En la cárcel. La pillaron manipulando a un ricachón.
Annie suspira. Es una mujer de mundo, por lo que no se sorprende ni escandaliza conmigo, como le ocurriría a la gente del colegio. Se inclina hacia delante.
—¿La soltarán pronto?
Asiento, aunque no estoy seguro. Mamá jura que no lo hizo (lo cual no me creo), que las pruebas contra ella son prejuiciosas (lo cual sí me creo) y que el recurso de apelación que ha puesto en marcha así lo demostrará.
—¿La echas de menos?
Asiento de nuevo, aunque tampoco estoy seguro de eso. Es más fácil tenerla lejos, incapaz de trastornarnos la vida a cada momento. Desde la cárcel es una matriarca benévola y algo chiflada. En casa volvería a comportarse como una déspota.
—Necesito comprar un par de amuletos para la memoria. Que sean buenos.
—¿Insinúas que vendo amuletos malos?
Sonrío.
—Lo sé.
Su sonrisa se vuelve pícara. Me da unas palmaditas en el rostro con su mano enguantada. Caigo en la cuenta de que no me he afeitado y que mis mejillas deben de estar lo bastante ásperas para engancharse en la tela, pero no parece importarle.
—Eres igualito que tus hermanos. ¿Sabes lo que antes se decía sobre los chicos como tú? Listo como el diablo y el doble de guapo.
Es un cumplido absurdo, pero me sonrojo y bajo la mirada.
—También tengo algunas preguntas que hacerte. Sobre la magia de la memoria. Sé que no soy un trabajador, pero necesito saber.
Annie aparta un mazo de cartas del tarot.
—Siéntate —dice, y rebusca bajo la mesa hasta sacar una caja de herramientas de plástico. Dentro hay una colección de piedras. Coge un fragmento de ónice brillante, con un agujero en el centro, y un trozo de cristal rosa empañado—. Lo primero es lo primero. Aquí tienes los amuletos.
Muchos amuletos realmente buenos parecen baratijas. Éstos no tienen mal aspecto.
—No quiero parecer exigente —digo mientras me reclino en la silla de metal plegable—, pero…
—¿Quieres algo más elegante?
Niego con la cabeza.
—No, más pequeño.
Murmura entre dientes y examina de nuevo sus existencias.
—Tengo esto. —Levanta una piedrecilla que parece un trozo de grava.
—Me llevo estas dos —digo, señalando la piedrecilla y el círculo de ónice—. De hecho, dame tres piedrecillas, si tienes, y el ónice.
Annie enarca una ceja pero se limita a responder:
—Cuarenta. Cada una.
En otras circunstancias regatearía, pero me digo que está inflando el precio para poder justificar el traspaso de información. Saco los billetes y los deslizo por la mesa.
Sonríe, mostrando su diente negro.
—¿Qué quieres saber?
—¿Cómo puedes saber si te han modificado la memoria? ¿Existe un agujero negro en los pensamientos? ¿Es posible reemplazar unos recuerdos por otros?
Enciende un cigarrillo liado a mano que apesta a hojas de té verde.
—Al responder a esta pregunta no estoy admitiendo que conozca a alguien. Solo estoy especulando, ¿de acuerdo? Yo me limito a fabricar algunos de estos amuletos y vender otros que hacen mis amigos, y el gobierno no ha conseguido aún ilegalizar esta actividad.
—Por supuesto —replico, ofendido—. El hecho de que yo no sea…
—No pongas esa cara, no lo estoy explicando para ti. Lo estoy explicando para todo aquél que esté escuchando esta conversación. Porque nos están escuchando.
—¿Quién?
Annie se me queda mirando como si fuera lelo, da una calada a su cigarrillo y lanza una bocanada de humo de hierbas.
—El gobierno.
—Oh —digo. Aunque sospecho que está paranoica, posiblemente con un punto de demencia, siento el impulso de mirar atrás.
—Volviendo a tus preguntas, todo depende de quién haya hecho el trabajo. Los mejores trabajadores son impecables. Quitan un recuerdo y lo sustituyen por otro. Los peores son un desastre. Pueden hacerte recordar que les debes dinero, pero si no tienes dinero en los bolsillos y tampoco recuerdas habértelo gastado, es muy probable que empieces a hacer preguntas. En lo que a pericia se refiere, la mayoría de los trabajadores de la memoria están entre esas dos categorías. Dejan retazos, hilos sueltos. Un cielo azul sin el resto de un día. Una gran pena sin una causa.
—Pistas —digo.
—Ajá, podrías llamarlo así. —Da otra larga calada a su cigarrillo de té—. Existen cuatro clases de maldiciones sobre la memoria. Un trabajador de la memoria puede arrebatarte recuerdos y dejarte en la cabeza ese gran agujero del que hablas, o introducirte recuerdos nuevos de cosas que no han sucedido. Puede penetrar en tus recuerdos y enterarse de cosas, o puede simplemente bloquearte el acceso a tus propios recuerdos.
—¿Por qué querría hacer eso? Lo de bloquear el acceso. —Acaricio el suave círculo de ónice y este resbala por la tela de mi dedo enguantado.
—Porque es más fácil bloquear el acceso que extraer un recuerdo, y por lo tanto más barato. Del mismo modo que modificar una parte de un recuerdo es más fácil que crear un recuerdo completo. Además, cuando retiras el bloqueo el recuerdo vuelve, lo cual está bien si deseas revertir el proceso.
Asiento con la cabeza, aunque no estoy seguro de entenderlo.
—Un trabajador de la memoria chungo cobrará por extraer un recuerdo pero en realidad solo pondrá un bloqueo. Más tarde cobrará a su víctima por retirar el bloqueo. Es un mal negocio, pero ¿qué saben esos chicos? Ya no respetan nada. —Me mira de hito en hito—. ¿Tu familia nunca te explicó eso?
—Yo no soy un trabajador —le recuerdo, pero el bochorno trepa por mi rostro. Hubiera debido saberlo; mi familia tendría que haber confiado en mí. Que no lo hiciera dice mucho sobre la opinión que tiene de mí.
—Pero tu hermano…
—¿Puede revertirse? —la interrumpo. Ahora mismo no quiero hablar de mi familia.
Me mira tan fijamente a los ojos que acabo bajando la vista. Annie se aclara la garganta y sigue hablando sin tener en cuenta mi grosero comportamiento.
—La magia de la memoria es permanente. Eso no significa, sin embargo, que la gente no pueda cambiar de parecer. Puedes hacer que alguien recuerde que eres el tío más cachas de la ciudad pero te mire de arriba abajo y opine lo contrario.
Me obligo a sonreír pero siento el estómago como si hubiera tragado plomo.
—¿Qué me dices del trabajo transformador?
Se encoge de hombros. Las campanitas tintinean.
—¿Qué quieres que te diga?
—¿También es permanente?
—Otro trabajador transformador puede deshacerlo siempre y cuando la persona haya sido transformada en un ser vivo. Un transformador puede convertir a un niño en un barco y de nuevo en un niño, pero la criatura no sobrevivirá a la transformación. Cuando un ser vivo se convierte en un objeto inerte, ya no hay nada que hacer.
No hay nada que hacer. Quiero preguntarle sobre una chica convertida en gata, pero no puedo arriesgarme a ser tan específico. Ya he corrido suficientes riesgos.
—Gracias —digo, poniéndome de pie. No sé muy bien qué he averiguado, salvo que no me será fácil obtener las respuestas que necesito.
Me guiña un ojo.
—Dile a tu abuelo que Encorvada Annie ha preguntado por él.
—Lo haré —miento. Si le digo que he estado cerca de Carney querrá saber por qué.
Echo a andar por el pasillo cuando recuerdo algo y me doy la vuelta.
—¿La señora Z sigue en el pueblo?
La madre de Lila. Pienso en cómo le colgué el teléfono al oír su voz, en cómo me miró cuando me encontró en la habitación del hotel el día de la fiesta de cumpleaños de Lila.
En que durante años creí que veía una oscuridad secreta en mí de la que yo no era consciente.
—Naturalmente —dice Annie—. Si sale de Carney ese marido suyo se le echará encima.
—¿Encima?
—Cree que ella sabe dónde está su hija y que no quiere decírselo. Yo le he dicho que no se preocupe, que durará más que su marido. Ni siquiera el Diamante Resucitador puede funcionar eternamente.
—¿La piedra que Zacharov compró en París con Lila? —Recordaba que el diamante guardaba relación con Rasputín, pero no recordaba que tuviera un nombre.
—Por lo visto contiene una maldición que hace que su portador nunca muera. Suena a gilipollez, ¿verdad? Eso significaría que una piedra puede hacer algo más que desviar maldiciones. Pero por lo visto funciona. Nadie ha conseguido matarle aún, y mira que lo ha intentado un montón de gente. Me encantaría echarle un vistazo. —Ladea la cabeza—. Tú estabas enamorado de su hija Lila, ¿verdad? Ahora que lo pienso, te recuerdo suspirando por ella. Tú y tu hermano.
—De eso hace mucho tiempo.
Se estira para darme un beso en la mejilla y me encojo, sorprendido.
—Dos hermanos enamorados de la misma mujer no puede acabar en nada bueno.
Barron salía con muchas otras chicas además de con Lila. Chicas de su edad, chicas que iban a su colegio y tenían coche. Lila llamaba y preguntaba por Barron y yo le contaba una mentira pobre, evidente, con la esperanza de despertar sus sospechas, pero ella siempre me creía. Entonces charlábamos hasta que Barron llegaba a casa a tiempo de darle las buenas noches, o hasta que Lila se dormía.
Lo peor, no obstante, era cuando Barron estaba en casa y le hablaba con voz tediosa mientras miraba la tele.
—Es una cría —me dijo cuando le pregunté sobre Lila—. En realidad no es mi novia. Además, vive a dos horas de aquí.
—Entonces, ¿por qué no la dejas? —Pensé en el sonido de su respiración al teléfono, ralentizándose conforme el sueño la vencía. No podía entender que Barron pudiera desear a otra chica más que a ella.
Sonrió.
—No quiero herir sus sentimientos.
Clavé un manotazo en la mesa del desayuno. Las pilas de platos temblaron.
—Solo sales con ella porque es la hija de Zacharov.
Su sonrisa se amplió.
—Eso no lo sabes. Puede que salga con ella solo para fastidiarte.
Yo quería contarle a Lila la verdad sobre mi hermano, pero si lo hacía dejaría de llamar a casa.
Los yakuza se insertan perlas en el pene, una por cada año que pasan en la cárcel. Un tío les hace un corte en la piel con una tira de bambú e introduce la perla. Debe de ser increíblemente doloroso. Me dije que insertarme tres piedrecillas bajo la piel de la pierna no podía ser ni la mitad de doloroso.
En el asiento trasero del coche del abuelo me arremango la pernera izquierda del tejano hasta la rodilla. He comprado en la tienda del barrio los artículos que juzgué necesarios y ahora, en el aparcamiento, vuelco la bolsa de plástico sobre el asiento. Primero me afeito siete centímetros de pantorrilla con una cuchilla desechable y los limpio con agua de botella. Es un proceso lento. La cuchilla es mala y cuando termino la piel está colorada y sangra por varios cortes diminutos.
Me doy cuenta de que no tengo nada con qué limpiar una cantidad de sangre probablemente mayor de la que esperaba. Me quito la camiseta y la coloco sobre la piel, ignorando el escozor. Tengo una botella de agua oxigenada para esterilizar las heridas pero no la utilizo. Quizá encuentre el valor de utilizarla al final, pero en estos momentos la pierna ya me duele lo suficiente.
Extraigo de un estuche una cuchilla de afeitar y miro por la ventanilla del coche con sentimiento de culpa. Hay familias cruzando el aparcamiento, niños subidos a los carritos, hombres portando bandejas con tazas de café. «No miréis», les digo en silencio, y deslizo la hoja por la pierna.
Es tal la facilidad con que se hunde, y tan leve el dolor, que me asusto. Solo siento una punzada y un estremecimiento frío y extraño a lo largo de las extremidades. Hasta mi piel parece parte del truco, porque durante unos instantes solo veo una línea allí donde la carne se divide. Finalmente la sangre empieza a brotar a lo largo del corte, al principio solo en algunos puntos, hasta que forma una larga franja roja.
Introducir las piedrecillas es la parte más dolorosa. Tengo la sensación de estar arrancándome la piel cuando empujo los tres guijarros, uno por cada año que pensé que era un asesino. Es tal el dolor que he de contener las arcadas cuando enhebro la aguja, la doblo y me doy dos torpes y atroces puntadas.
Iré a casa, cogeré a Lila y nos iremos todo lo lejos que podamos. Puede que nos vayamos a China, para buscar a alguien que pueda convertirla de nuevo en chica, o a lo mejor se la llevo a su padre e intento explicarle la situación. Pero lo que es seguro es que esta noche nos largamos.
Estoy tan lejos de descubrir quién es el trabajador de la memoria como antes de ir a ver a Encorvada Annie, pero ya no me cabe duda de que he sido manipulado. Sospecho que podría ser Anton, porque es evidente que él, Philip y Barron están confabulados. Pensaba que Anton era un trabajador de la suerte, pero puede que me haya alterado la mente para que piense eso. Si él es el trabajador de la memoria, no hay duda de que ha alterado la mente de Barron.
Y Philip lo ha permitido.
Mientras observo la espuma del agua oxigenada me digo que no importa que ahora esté mareado, que las manos me tiemblen, porque ya está. Se terminó. Nadie podrá hacerme olvidar nada nunca más. Nunca más.
Cuando bajo del coche delante de casa veo las puertas del granero abiertas. Me acerco y miro dentro. Ni trampas, ni gatos, ni ojos brillando en la penumbra.
Me quedo ahí un rato, tratando de dilucidar qué ha sucedido. Luego corro hasta la casa y abro bruscamente la puerta.
—¿Dónde están los gatos? —grito.
—Tu hermano llamó al refugio de animales —dice el abuelo, levantando la vista de una pila de ropa de cama apolillada—. Vinieron esta tarde.
—¿Y la gata blanca? Mi gata.
—Sabes muy bien que no podías quedártela. Deja que se la lleve gente que pueda cuidar de ella.
—¿Cómo has podido hacerlo? ¿Cómo has podido permitir que se la lleven?
El abuelo me tiende una mano pero doy un paso atrás.
—¿Qué hermano? ¿Quién llamó al refugio? —La voz me tiembla de rabia.
—No se lo tengas en cuenta —dice—. Solo estaba intentando adecentar este lugar. Estaban dejando el granero hecho una pocilga.
—¿Qué hermano? —insisto.
—Philip —responde el abuelo con un derrotado encogimiento de hombros. Sigue hablando, explicando lo fantástico que es que se hayan llevado los gatos, pero ya no le escucho.
Estoy pensando en Barron y Maura, y en mis recuerdos robados, y en la gata desaparecida, y en lo caro que se lo haré pagar a Philip. Todo. Con intereses.