7

Regreso a la vieja casa a tiempo para la cena, un estofado de algo con muchos fideos salpicado de cebollitas y zanahoria cortada fina. Me zampo tres platos que acompaño con café mientras la gata se me enrosca en los tobillos. Le paso disimuladamente todos los trozos de carne que logro encontrar.

—¿Cómo te fue la visita con el médico? —El abuelo también bebe café y la mano le tiembla ligeramente cuando se lleva la taza a los labios. Me pregunto qué otra cosa contiene la taza.

—Bien —digo pausadamente. No quiero hablarle de la prueba, y tampoco de Maura y sus recuerdos olvidados, lo cual me deja con muy poco que contar—. Me enchufaron a una máquina y me pidieron que intentara dormir.

—¿Ahí mismo, en la consulta?

Ciertamente ha sonado extraño, pero ya no hay marcha atrás.

—Logré dormitar un poco. Solo estaban intentando obtener unos primeros resultados. Una evaluación inicial, dijo el médico.

—Ajá —farfulla mi abuelo antes de levantarse para vaciar los platos—. Probablemente por eso has llegado tan tarde.

Recojo mi plato y me acerco al fregadero sin contestar.

Más tarde, cuando tengo el cuerpo cubierto de polvo pero casi toda la planta de arriba limpia, el abuelo y yo vemos la película Banda de proscritos. Va de unos trabajadores de maldiciones que pertenecen a un comando secreto del FBI y utilizan sus poderes para contener a otros trabajadores, en su mayoría traficantes de drogas y asesinos en serie.

—¿Quieres saber cómo se reconoce a un trabajador? —me pregunta el abuelo con un gruñido.

Ha rescatado la silla que detesto y está sentado en ella con el azul de la pantalla reflejado en el rostro. El héroe de la película, MacEldern, acaba de derribar una puerta mientras un trabajador emocional hace que los malos lloren de remordimiento y confiesen. Es bastante cutre, pero el abuelo no me deja cambiar de canal.

Contemplo los negros muñones de sus manos.

—¿Cómo?

—Es el único que niega tener poderes. El resto de las personas creen poseer alguno. Todas tienen algo que contar sobre aquella vez que desearon que le ocurriera algo malo a alguien y le ocurrió, o que algún imbécil les amara y les amó. Como si todas las malditas coincidencias fueran trabajos.

—Tal vez tengan algún poder —digo—. Tal vez todo el mundo lo tenga.

El abuelo resopla.

—No te creas esas paparruchas. Aunque no seas un trabajador, provienes de una familia de orgullosos trabajadores. Eres demasiado listo para hablar como ese tipo, ahora no recuerdo su nombre, que decía que si los niños tomaran suficiente LSD liberarían sus poderes.

Uno de cada mil individuos es trabajador, y de ellos el sesenta por ciento son trabajadores de la suerte. La gente solo quiere jugar a las probabilidades. El abuelo debería entenderlo.

—Timothy Leary —digo.

—Eso, y recuerda cómo terminó la cosa, con todos esos chicos intentando tocar a los otros chicos, acabando medio locos, imaginando que habían manipulado y habían sido manipulados, imaginando que se estaban muriendo a causa de una reacción, destrozándose unos a otros a arañazos. Las décadas de los sesenta y setenta fueron una estupidez, años cargados de información errónea y estrellas del rock piradas que iban de profetas y trabajadores. ¿Tienes idea de cuántos trabajadores eran contratados para realizar el trabajo que Fabulous Freddie aseguraba hacer solito?

De nada sirve intentar desviar al abuelo de sus peroratas una vez que ha empezado. Le gustan demasiado para reparar en que las he oído un millón de veces. Como mucho, puedo aspirar a dirigirlo hacia una perorata nueva.

—¿Alguna vez te contrató uno de ellos? En aquel entonces tenías… ¿cuántos? ¿Veintitantos? ¿Treinta y tantos?

—Yo me limitaba a hacer lo que ordenaba el viejo Zacharov. No trabajaba por libre. Sé de algunos que sí lo hacían, por eso. —Se ríe—. Por ejemplo, el que se fue de gira con la Black Hole Band. Un trabajador físico. Muy bueno. Si alguien molestaba a la banda acababa con el cuerpo enyesado.

—Creía que el trabajo emocional era más popular.

Muy a mi pesar, la conversación me arrastra. Cuando el abuelo suelta estos discursos, generalmente tengo la impresión de que lo hace para el resto de la familia y que si yo los oigo es solo porque casualmente me encuentro allí. Esta vez estamos solos. Y pienso en todas las fotos que he visto en internet y en especiales de la VH1 sobre aquella época. Artistas con cabeza de cabra, sirenas bailando en tanques de agua hasta ahogarse porque la transformadora no había tenido ni idea de lo que estaba haciendo cuando las maldijo, gente convertida en caricaturas de cabezas desproporcionadas y ojos enormes. Todo ello como consecuencia del trabajo de una sola trabajadora transformadora que murió de una sobredosis en una habitación de hotel, rodeada de animales manipulados que caminaban sobre dos patas y decían incoherencias.

Hoy día ya no hay trabajadores transformadores a los que poder contratar para hacer esas cosas, aunque fuera legal. Tal vez haya uno en China, pero hace mucho que no se sabe nada de él.

—No es posible manipular a una multitud. Es demasiada gente. Hubo un chico que lo intentó. Se dijo: qué demonios, soportaré la reacción. Dejaré que un gran número de personas me toque, una después de otra, y haré que se sientan eufóricas. Como si el tipo fuera una droga.

—En este caso la reacción también sería eufórica, ¿no? ¿Qué tiene eso de malo?

La gata blanca salta al sofá y empieza a arañar los cojines con las uñas.

—¿Lo ves? Ése es el problema de los jóvenes. Os comportáis como si fuerais inmortales, como si las estupideces que hacéis no se le hubieran ocurrido antes a nadie. El muchacho enloqueció. Babeaba y sonreía, cierto, pero enloqueció. Es el hijo de uno de los peces gordos de la familia Brennan, de modo que al menos tienen dinero para cuidar de él.

El abuelo se embarca de nuevo en su perorata sobre la estupidez de los jóvenes en general y de los jóvenes trabajadores en particular. Acaricio a la gata, que se tranquiliza bajo mi mano hasta quedarse inmóvil, sin ronronear.

Antes de acostarme hurgo en el armario de las medicinas. Me tomo dos somníferos y me duermo con la gata en el codo.

No sueño.

Alguien me está zarandeando.

—Eh, bella durmiente, levántate.

El abuelo me tiende una taza de café demasiado cargado pero esta mañana lo agradezco. Me siento la cabeza como si la tuviera llena de arena.

Me pongo los pantalones. Mis manos viajan automáticamente a los bolsillos y enseguida me doy cuenta de que me falta algo. El amuleto. El amuleto de mamá. El que traté de darle a Maura.

«Recuerda».

Caigo de rodillas y me escurro bajo la cama. Polvo, novelas de bolsillo que no he visto en años y veintitrés céntimos.

—¿Qué estás buscando? —me pregunta el abuelo.

—Nada —digo.

De niños mamá nos reunía a Philip, a Barron y a mí y nos decía que la familia lo era todo, que eran las únicas personas en las que podíamos confiar. A renglón seguido nos tocaba los hombros con las manos desnudas, por turnos, y un amor inmenso por nuestros hermanos nos envolvía, un amor sofocante.

—Prometed a vuestros hermanos que siempre os querréis y haréis lo que sea por protegeros mutuamente. Jamás os haréis daño. Jamás os robaréis unos a otros. La familia es lo más importante. Nadie os querrá tanto como vuestra familia.

Nos abrazábamos, llorábamos y hacíamos promesas.

El trabajo emocional desaparece con los meses, hasta que un año más tarde te sientes ridículo por todo lo que hiciste y dijiste cuando estabas bajo su influjo. No obstante, lo que sentías siendo presa de esas emociones no se olvida.

Eran los únicos momentos en que me sentía a salvo.

Con el café todavía en la mano, salgo de casa para despejarme. Un pie delante de otro. Hay un aire frío y limpio, e inspiro grandes bocanadas, como un hombre zozobrando.

«Las cosas se caen de los bolsillos», me digo, y decido que antes de pillar una rabieta debería buscar en el coche. Si lo encuentro allí, metido en la ranura del asiento o brillando en una de las alfombrillas, me sentiré como un idiota. Confío en poder sentirme como un idiota.

Abro impulsivamente el móvil. Tengo un par de llamadas perdidas de mi madre —probablemente le fastidia no poder llamarme a un fijo—, pero las ignoro y telefoneo a Barron. Necesito que alguien me dé respuestas, alguien que sé que no intentará protegerme. Salta enseguida el buzón de voz. Pulso el botón de rellamada una y otra vez, y escucho el tono. No sé a quién más llamar. Finalmente me digo que quizá pueda llamar directamente al fijo de su habitación.

Marco el número de la centralita de Princeton. Tienen problemas para encontrar su habitación, pero recuerdo el nombre de su compañera de cuarto.

Contesta una chica con la voz ronca y grave, como si el teléfono la hubiera despertado.

—Eh, hola —digo—. Estoy buscando a mi hermano Barron.

—Barron ya no estudia aquí —dice.

—¿Qué?

—Dejó la universidad a los dos meses de iniciarse el curso. —Ya no parece adormilada, sino impaciente—. ¿Eres su hermano? Pues que sepas que se dejó aquí un montón de cosas.

—Es una persona olvidadiza. —Barron siempre ha sido olvidadizo, pero este olvido en concreto me inquieta—. Si quieres, puedo recogerlas yo.

—Se las he enviado por correo. —Se hace el silencio y me pregunto qué ha pasado entre ellos dos. No puedo imaginarme a Barron dejando la universidad por una chica, en realidad no puedo imaginarme a Barron dejando Princeton, sea por la razón que sea—. Me harté de que me prometiera que vendría a buscarlas. Y no me ha pagado los gastos de envío.

Me pongo a pensar a toda velocidad.

—¿Todavía tienes la dirección adónde las enviaste?

—Sí. ¿Seguro que eres su hermano?

—Es culpa mía no saber dónde para —me apresuro a mentir—. Después de la muerte de nuestro padre me porté como un capullo. Nos peleamos en el entierro y dejé de responder a sus llamadas. —Me sorprendo cuando mi voz se eleva automáticamente en el punto justo.

—Oh —dice.

—Solo quiero decirle lo mucho que lo siento —prosigo, adornando un poco más mi embuste. Ignoro si sueno lo bastante acongojado. En realidad siento una especie de temor frío.

Oigo un frufrú de papeles al otro lado del teléfono.

—¿Tienes un boli?

Anoto la dirección en mi mano, le doy las gracias y cuelgo mientras entro de nuevo en casa. Encuentro a mi abuelo apilando docenas de postales que saca de detrás de una cómoda. Tiene los guantes cubiertos de purpurina. Me extraña lo vacía que parece la habitación sin basura. Mis pasos retumban.

—Necesito otra vez el coche —le digo.

—Todavía nos falta por limpiar el dormitorio de arriba, además del porche y el salón. Y tenemos que meter en cajas las cosas de las habitaciones que ya hemos vaciado.

Levanto el teléfono y lo muevo ligeramente, como si tuviera la culpa.

—El médico quiere hacerme más pruebas. —Miente hasta creerte tu propia mentira, he ahí el verdadero secreto del arte de mentir. La única manera de no dejar cabos sueltos.

Lástima que aún no lo domine del todo.

—Imaginaba que sería por algo así —dice el abuelo con un suspiro.

Espero que me desafíe, que diga que ha hablado con el médico o que ha tenido la certeza desde el principio de que le estoy metiendo una trola. No dice ninguna de todas esas cosas; en su lugar, se lleva una mano al bolsillo de la chaqueta y me lanza las llaves.

Mi amuleto no está en el suelo del Buick ni en la ranura del asiento, aunque encuentro una bolsa arrugada de comida para llevar. Paro a poner gasolina y me compro otro café y tres chocolatinas. Mientras aguardo a que el tipo regrese con el cambio introduzco la nueva dirección de Barron en el GPS de mi móvil. Vive en Trenton, en una calle donde no he estado nunca.

Es solo un presentimiento, pero algo me dice que todas esas cosas extrañas —mi sonambulismo, los recuerdos contradictorios de Maura, el hecho de que Barron haya dejado la universidad sin decírselo a nadie, incluso la pérdida del amuleto— guardan relación entre sí.

No obstante, cuando mi pie aprieta el acelerador y el coche gana velocidad, siento que por primera vez en mucho tiempo estoy apuntando en la dirección correcta.

Lila celebró su catorce cumpleaños en un gran hotel de la ciudad de su padre, el tipo de acontecimiento donde un montón de trabajadores se pasa sobres que teóricamente solo tienen que ver con la fiesta y habla de cosas que es mejor que no oigan los chicos como yo. Lila me metió en su habitación del hotel una hora antes de que empezara la fiesta. Se había puesto una tonelada de rímel negro y una camiseta enorme con la cara de un gato animado en el centro. Ya no tenía el pelo rosa; ahora lo llevaba rubio platino y de punta.

—Las odio —dijo, sentándose en la cama con las manos descubiertas—. Odio las fiestas.

—Podrías ahogarte en un cubo de champán —dije solidariamente.

Pasó por alto mi comentario.

—Hagámonos agujeros en las orejas. Quiero hacerte agujeros en las orejas.

De sus orejas colgaban ya unas perlas diminutas. Seguro que si las arañaba con los dientes descubría que eran auténticas. Se llevó una mano tímida a un pendiente, como si pudiera leerme el pensamiento.

—Me los hicieron con pistola a los siete años. Mi madre me dijo que me compraría un helado si no lloraba, pero lloré de todos modos.

—¿Y quieres más agujeros porque crees que el dolor te distraerá de la fastidiosa fiesta? ¿O porque el hecho de pincharme te hará sentir mejor?

—Algo así. —Esbozó una sonrisa enigmática, entró en el cuarto de baño y salió con un puñado de bolas de algodón y un imperdible. Tras dejarlo todo sobre el minibar, sacó un botellín de vodka—. Ve a la máquina a buscar hielo.

—¿No tienes amigos? No estoy diciendo que tú y yo no seamos amigos, pero…

—Es complicado —respondió—. Jennifer me odia por algo que Lorraine y Margot le dijeron. Siempre están inventando cosas. No quiero hablar de ellas. Quiero hielo.

—Eres un poco mandona —dije.

—Algún día tendré que ser capaz de dar órdenes a la gente —contestó sin pestañear—. Como hace papá. Además, tú ya sabías que soy una mandona. Tú me conoces.

—¿Qué te hace pensar que quiero agujeros en las orejas?

—A las chicas les molan las orejas con agujeros. Además, yo también te conozco a ti. Te gusta que te manden.

—Puede que me gustara a los nueve años —dije, pero salí con la cubitera al pasillo y la traje llena de hielo.

Lila fue hasta la cómoda, se sentó en ella de un salto y arrojó al suelo un revoltijo de cedés, ropa interior y notas dobladas.

—Acércate —dijo en voz muy baja—. Primero se enciende la cerilla y luego se pasa el imperdible por la llama. ¿Lo ves? —Encendió la cerilla y giró el imperdible sobre la llama. Los ojos le brillaban—. Cuando el imperdible se pone negro e iridiscente quiere decir que ya está esterilizado.

Levanté mi mata de pelo negro y ladeé la cabeza como quien se entrega a un sacrificio. La presión del hielo me produjo un escalofrío. Lila tenía las piernas ligeramente separadas y yo estaba de pie entre sus rodillas.

—No te muevas —dijo, sus fríos dedos sobre mi piel.

Observé cómo el hielo derretido rodaba por su muñeca y le goteaba por el codo. Esperamos en silencio, como si fuera un rito ceremonial. Al cabo de un minuto aproximadamente Lila soltó el cubito de hielo, puso la punta del imperdible sobre mi oreja y apretó, despacio.

—¡Ay! —Me aparté en el último segundo.

Lila soltó una carcajada.

—¡Cassel, tienes el imperdible colgando de la oreja!

—Me ha dolido —dije, aturdido. Pero no era eso. Era el exceso de sensaciones: la presión de sus muslos para evitar que me moviera mezclada con el punzante dolor.

—Tú podrás hacerme más daño si quieres —dijo, y empujó el imperdible con una brusquedad que me cortó la respiración.

Bajó de la cómoda y fue a buscar un cubito de hielo para su oreja. Los ojos le brillaban.

—Hazme los míos bien altos. Tendrás que apretar fuerte para atravesar el cartílago.

Pasé un imperdible por la llama de una cerilla y lo coloqué al final de la línea de agujeros que ya tenía. Se mordió el labio pero no gritó, aunque vi que se le saltaban las lágrimas. Mientras yo apretaba se limitó a hundir los dedos en la pana de mi pantalón. El metal se dobló ligeramente, y me estaba preguntando si sería capaz de traspasar por completo el cartílago cuando lo atravesó inopinadamente con un audible pop. Lila soltó un grito ahogado. Cerré cuidadosamente el imperdible para que colgara de la cresta de su oreja como un pendiente moderno.

Lila sumergió los bastoncillos de algodón en vodka para limpiar la sangre y sirvió dos chupitos. Le temblaban las manos.

—Feliz cumpleaños —dije.

Oí pasos al otro lado de la puerta pero Lila no pareció reparar en ellos. Se inclinó sobre mí. Noté su lengua, caliente como una cerilla, en mi oreja y mi cuerpo sufrió una convulsión. Todavía estaba intentando convencerme de que había ocurrido de verdad cuando Lila sacó la lengua y me enseñó mi propia sangre.

En ese momento la puerta de la habitación se abrió y la madre de Lila entró. Carraspeó, pero Lila no retrocedió.

—¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué no estás lista para la fiesta?

—No mola que la homenajeada sea puntual —respondió Lila, reprimiendo una sonrisa.

—¿Habéis estado bebiendo? —La señora Zacharov me miró como si fuera un extraño—. Largo.

Pasé junto a ella y salí.

La fiesta ya estaba muy animada cuando llegué, repleta de gente que no conocía. Me sentía fuera de lugar cuando me dirigí a mi asiento, y la oreja me palpitaba como un segundo corazón. Para compensar traté de hacerme el gracioso delante de los amigos de Lila y acabé portándome de una forma tan odiosa que uno de los chicos de su colegio me dio un puñetazo en el servicio de caballeros. Le propiné un empujón y el chico se hizo un corte poco profundo en la cabeza al golpeársela contra un lavamanos.

Al día siguiente Barron me dijo que había pedido para salir a Lila. Habían empezado a salir en el momento en que a mí me sacaban del hotel.

Según mi GPS, la nueva residencia de Barron es una casa adosada en una calle con las aceras agrietadas y algunos edificios de apartamentos cerrados con tablas. A una de las ventanas de delante le falta casi todo el vidrio y está parcialmente cubierta con cinta adhesiva plateada. Abro la puerta mosquitera y llamo con los nudillos a una puerta de madera hueca. La pintura se descascarilla en mis manos.

Llamo, espero y vuelvo a llamar. No obtengo respuesta ni hay motos estacionadas delante. No se ve luz a través de las hojas de periódico que hacen de estores.

La puerta tiene una cerradura básica y un cerrojo. Fácil de forzar. Deslizo mi permiso de conducir por la ranura y abro la primera. El cerrojo es más peliagudo, pero saco un alambre del maletero del coche, lo introduzco en el ojo de la cerradura y lo paso por encima de los pernos hasta que se clavan en la altura correcta. Por suerte, Barron no ha elevado su nivel de sofisticación. Giro el pomo, recupero mi permiso de conducir y entro en la cocina.

Cuando veo las encimeras laminadas pienso, por un instante, que me he equivocado de casa. Los armarios blancos están cubiertos de notas: «Libreta te dirá lo que has olvidado», «Llaves en gancho», «Pagar facturas en efectivo», «Eres Barron Sharpe», «Móvil en chaqueta». Sobre la encimera descansa una botella de leche abierta con su cuajado contenido teñido de gris por ceniza de cigarrillo. En la superficie flotan colillas. Hay una pila de facturas, en su mayoría préstamos estudiantiles, todas ellas sin abrir.

«Eres Barron Sharpe» no deja mucho espacio para la duda.

Su portátil y un puñado de carpetas amarillas cubren la mesa plegable situada en el centro de la cocina. Me dejo caer en una silla y echo un vistazo a las carpetas: expedientes sobre el recurso de apelación de mi madre. Barron ha hecho algunas anotaciones con rotulador rojo y finalmente caigo en la cuenta de que ésta podría ser la razón de que haya dejado la universidad. Puede que esté llevando el caso. Tiene cierta lógica, pero no la suficiente.

Por debajo de una de las carpetas asoma una libreta donde pone «febrero a abril». La abro esperando ver más notas sobre el caso pero parece un diario. En el margen superior de cada página aparece una fecha y debajo una lista sumamente detallada de lo que Barron comió ese día, con quién habló, cómo se sentía y, al final de todo, una lista de las cosas que debe recordar. El día de hoy comienza así:

19 de marzo.

Desayuno: batido de proteínas.

Corrí 2 kilómetros.

Me desperté sintiendo cierto aletargamiento y dolor muscular.

Me puse camisa verde claro, pantalón de bolsillos negros, zapatos negros (Prada).

Mamá sigue quejándose de las demás reclusas, de lo mucho que sufre sin nosotros y de su miedo a que, básicamente, nos desmadremos. Tiene que comprender que ya somos adultos, pero creo que no está preparada. Cuanto más se acerca el juicio más me preocupa cómo será la vida cuando vuelva a casa.

Dice que ha engatusado a un millonario y tiene muchas esperanzas puestas en él. Le he enviado recortes de prensa sobre él. Me inquieta que vuelva a meterse en problemas, y, francamente, no puedo creer que ese hombre no tenga ni idea de quién es mamá o que, de ser así, no vaya a descubrirlo algún día. Cuando mamá salga de la cárcel tendrá que ser más prudente, algo a lo que estoy seguro se resistirá.

Philip está tan apático como siempre. Hace ver que está dispuesto a hacer lo que haga falta, pero no es cierto. No es solo debilidad, sino esa continua necesidad romántica de creerse mangoneado contra su voluntad en lugar de reconocer que quiere poder y privilegios. Cada día lo aguanto menos, pero Anton le tiene una confianza que nunca me tendrá a mí. No obstante, Anton me tiene por alguien que cumple, y dudo que pueda decir lo mismo de Philip.

Puede que el dinero que saquemos baste para tener controlada a mamá durante un tiempo. Cuando todo esto acabe, Anton estará en deuda con nosotros.

Ahí terminan las anotaciones correspondientes al día de hoy, pero cuando echo una ojeada a las últimas semanas veo que Barron anotó detalles sueltos, conversaciones y sentimientos como si esperara olvidarlos. Abro el portátil con cierta aprensión, temiendo qué otras cosas extrañas voy a descubrir, pero está en hibernación y la página muestra mi debut en YouTube.

Las secuencias fueron grabadas con un móvil, de manera que la calidad de la imagen es mala y soy poco más que una mancha borrosa y pálida con el torso desnudo, pero me encojo cuando doy la impresión de que me voy a caer. Alguien grita «salta» y la cámara enfoca a la multitud. Entonces la veo. Una silueta blanca cerca de los arbustos. La gata lamiéndose una pata. La gata que estaba persiguiendo en mi sueño. Miro el vídeo y la miro a ella, tratando de comprender cómo es posible que una gata que salía en mi sueño —una gata que se parece mucho a la gata que ha estado durmiendo a los pies de mi cama— estuviera allí esa noche.

Cojo la libreta y la abro por el día que Barron se bajó el vídeo.

15 de marzo.

Desayuno: claras de huevo.

Corrí 2 kilómetros.

Me desperté bien.

Me puse tejanos azul oscuro (Monarchy), abrigo, camisa azul (HUGO).

Entré en el correo de C y encontré el vídeo. L aparece claramente en él, pero ignoro dónde está ahora. C está en la vieja casa, pero el V no le quita ojo. P ha dicho que él se ocupará de eso. Todo esto es culpa suya.

Cuidado con los idus de marzo. Una broma. Encontré el collar, pero ignoro cómo logró quitárselo. Seguro que P no lo cerró correctamente. He de encontrar una manera de utilizar esto para separar a P y A un poco más.

He de hacerme con el control de la situación.

La palabra «control» está subrayada dos veces, la segunda con tanta fuerza que el bolígrafo ha traspasado el papel.

Contemplo el remplazo hasta que las palabras se tornan borrosas. C es Cassel; debe de referirse al vídeo donde aparezco en el tejado. P debe de ser Philip. A podría ser Anton, puesto que Barron lo mencionaba antes. Me detengo unos instantes en «el V» y caigo en la cuenta de que se refiere al viejo, o sea, al abuelo. Pero ¿y L? Enseguida pienso en Lila, por absurdo que resulte.

Cojo el portátil y vuelvo a pasar el vídeo, escena por escena. Apenas se distinguen las caras de la gente; la cámara recorre la multitud demasiado deprisa y solo capta imágenes borrosas. Las únicas caras que reconozco son de estudiantes. Ni rastro de Lila. Ni de chicas muertas. Ni de nadie fuera de contexto. Nadie con collar.

Lo único en ese vídeo que podría llevar un collar es la gata.

«Solo tú puedes deshacer la maldición».

La ocurrencia es tan disparatada que me arranca una sonrisa.

Me dirijo al cuarto de baño para refrescarme la cara pero cuando paso por delante de una puerta un fuerte olor a amoníaco me detiene. Detrás hay una habitación, vacía salvo por una jaula metálica colocada junto a la ventana. La puerta de barrotes está abierta. Las hojas de periódico que abarrotan la jaula y el parquet circundante están manchadas de lo que, a juzgar por el punzante olor y el tono amarillento, sea probablemente orín de gato. Gruesas capas de periódico acartonado, como si un animal hubiera pasado mucho tiempo encerrado aquí y nadie hubiera limpiado tras su marcha.

Contengo la respiración y me acerco. Atrapados en un cruce de barrotes hay algunos pelos cortos de color blanco. Salgo de la habitación.

Barron está perdiendo la memoria. Y Maura. Y puede que yo también. No recuerdo los detalles del asesinato de Lila. No recuerdo cómo llegué hasta el tejado. No recuerdo qué le sucedió a mi amuleto de la memoria.

Supongamos que alguien nos está arrebatando esos recuerdos. No me parece una idea tan descabellada.

Supongamos también que alguien me indujo el sueño donde la gata me pide ayuda. Si he sido manipulado para tenerlo, significa que alguien tuvo que tocarme la piel. La gata —la que durmió en mi cama, la que aparece en el vídeo— me tocó.

Por tanto, puede que la gata me indujera el sueño.

Pero eso es ridículo. Los gatos son animales. Son tan capaces de manipular como de interpretar una sonata o componer una villanela.

A menos que la gata fuera realmente una chica. Una chica que fue trabajadora de sueños. Lila.

Eso significaría algo muy diferente. No solo que alguien me robó algunos recuerdos de cuando la asesiné. Significaría que Lila no está muerta.