La consulta del doctor Churchill, según la dirección que aparece en internet, está en la esquina de la avenida Vandeventer, en el centro de Princeton. Aparco frente a un restaurante de fondues, me miro en el retrovisor y me aplasto el pelo con los dedos, confiando en que eso me dé un aire de chico bueno y responsable. Aunque me he lavado las manos tres veces en el lavabo de un supermercado cuando paré a comprar café, todavía puedo notar una capa de mugre grasienta en la piel. Procuro no frotarme los dedos contra los tejanos cuando entro en la recepción y me acerco al mostrador.
La mujer que atiende el teléfono tiene el pelo rizado y teñido de rojo, y unas gafas que penden de un collar de cuentas. Me pregunto si se ha hecho ella el collar; por absurdo que parezca, relaciono artesanía con cordialidad. Por las arrugas de la cara y las plateadas raíces, diría que tiene unos cincuenta y tantos.
—Hola —digo—. Tengo hora a las dos.
Me mira sin sonreír y martillea el teclado que tiene delante. Sé que en la pantalla no va a salirle nada sobre mí, pero no importa. Es parte del plan.
—¿Cómo se llama? —me pregunta.
—Cassel Sharpe.
Procuro ceñirme a la verdad en la medida de lo posible, por si necesito extenderme o identificarme. Mientras la mujer cliquea, tratando de averiguar quién cometió el error, examino la oficina. Detrás del mostrador hay una mujer joven con un uniforme de quirófano de color morado, y me digo que probablemente sea enfermera, pues en la puerta solo se exhibe el nombre de un médico, el doctor Eric Churchill. Detrás, sobre los archivadores, hay algunos expedientes metidos en carpetas de color verde oscuro, y en la pared frontal del mostrador una nota pegada con celo que informa del horario en vacaciones. Escrita en papel de carta. Alargo una mano para cogerla.
—No me aparece, señor Sharpe —dice la mujer.
—Oh —digo, deteniendo el gesto. No puedo arrancar el celo sin que ella lo note—. Oh. —Finjo preocupación y confío en que la mujer se apiade de mí y haga otra búsqueda infructuosa o, mejor aún, se marche a consultarlo con alguien.
No parece reparar en mi fingido disgusto. De hecho, parece más irritada que conmovida.
—¿Quién pidió la hora?
—Mi madre. ¿Cree que podría estar con su nombre?
La enfermera saca una carpeta y la deja sobre el mostrador, cerca de donde yo me encuentro.
—Aquí no me aparece ningún Sharpe —dice la recepcionista con la mirada firme—. ¿Cree que su madre podría haberse equivocado?
Respiro hondo y me concentro en minimizar las señales delatoras. Los embusteros se pasan la mano por la cara para ocultarla. Se ponen rígidos. Hacen multitud de cosas —respirar entrecortadamente, hablar deprisa, sonrojarse— que podrían delatarles.
—Su apellido es Singer. ¿Le importaría comprobarlo?
Cuando vuelve el rostro hacia la pantalla deslizo la carpeta por el mostrador y me la meto debajo del abrigo.
—Aquí no hay ninguna Singer —dice con evidente irritación—. ¿Por qué no llama a su madre?
—Sí, será lo mejor —digo en un tono contrito.
Al darme la vuelta para irme arranco la hoja de carta de la pared del mostrador. Ignoro si la recepcionista me ha visto. Me obligo a no mirar atrás, a seguir caminando con un brazo cruzado sobre el abrigo para sostener la carpeta mientras con el otro deslizo dentro la hoja de carta, todo con total naturalidad.
Oigo el cierre de una puerta y a una mujer —quizá la paciente que va con la carpeta— decir:
—No lo entiendo. Si me han echado una maldición, ¿de qué me sirve este amuleto? Mírelo, está cubierto de esmeraldas. ¿Significa eso que lo mismo vale una piedra de una tienda de todo…?
No me paro a escuchar el resto. Sigo caminando hacia la salida.
—Señor Sharpe —dice una voz masculina.
Tengo la puerta justo delante. Estoy a solo unos pasos de cruzarla, pero me detengo. Después de todo, mi plan no funcionará si me recuerdan, y seguro que recordarían a un paciente al que han tenido que perseguir.
—¿Sí?
El doctor Churchill es un hombre moreno y delgado. Tiene el pelo corto y rizado, blanco como una cáscara de huevo, y lleva unas gafas de cristal grueso que se sube distraídamente por el caballete de la nariz.
—No sé qué ha sucedido con su cita pero ahora mismo tengo un hueco. Entre.
—¿Qué? —digo, volviéndome hacia la recepcionista con la mano todavía sobre el abrigo—. ¿No me había dicho que…?
La mujer frunce el entrecejo.
—¿Quiere o no quiere ver al doctor?
No sé qué otra cosa hacer salvo seguirle.
Una enfermera me conduce a una habitación con una camilla de reconocimiento cubierta de un papel arrugado. Tras entregarme una tablilla con un formulario que pide una dirección y los datos de un seguro, me deja solo, mirando un gráfico que muestra las diferentes fases del sueño y sus oscilaciones. Desgarro el forro de mi abrigo lo justo para introducir la carpeta. Me siento en un extremo de la camilla y escribo información sobre mi persona, en su mayoría cierta.
Sobre la mesa descansan folletos diversos: «Los cuatro tipos de insomnio», «Síntomas de la agresión de HBG», «Peligros de la apnea durante el sueño» y «Todo sobre la narcolepsia».
Levanto el folleto sobre el ataque de HBG. Así llaman formalmente a lo que mi madre le hizo a aquel millonario. Una agresión. Muestra una lista de síntomas y la advertencia de que el diagnóstico diferencial (sea lo que sea) de cada síntoma es muy amplio:
Vértigo.
Alucinaciones auditivas.
Alucinaciones visuales.
Dolor de cabeza.
Fatiga.
Aumento de la ansiedad.
Pienso en la música de Maura y me pregunto cuán extrañas pueden llegar a ser las alucinaciones.
Me suena el móvil y lo saco automáticamente del bolsillo, sin dejar de mirar el folleto. La información que contiene no me sorprende lo más mínimo —por ejemplo, yo sé que sufro frecuentes dolores de cabeza porque mi madre me hacía un trabajo emocional en las ocasiones en que otros padres darían un tiempo de reflexión—, pero me extraña que esté impreso en blanco y negro.
Abro el móvil y el folleto se me cae de las manos. «Ven enseguida —dice el mensaje—. Tenemos un grave problema». Es el primer mensaje de remplazo que recibo donde todas las palabras están bien escritas. Es de Sam.
Pulso los botones para devolverle la llamada pero me salta el buzón de voz y me digo que probablemente esté en clase. Consulto el reloj del teléfono. Falta media hora para la comida. Escribo a toda prisa: «ke has hecho?». Probablemente no sea el más delicado de los mensajes, pero me estoy imaginando lo peor.
Me estoy imaginando que han pillado a Sam con mi libreta, que se han chivado a la pasma. Me estoy imaginando condenado a clasificar la basura de mis padres hasta que el abuelo me encuentre otro trabajillo.
La respuesta llega enseguida. «Pago».
Respiro. Seguramente alguien ha ganado una apuesta y Sam, como es lógico, no tiene dinero para cubrirla. «No tardo», escribo en el instante en que la puerta se abre y entra el médico.
El doctor Churchill coge la tablilla y mira ésta en lugar de mirarme a mí.
—Dolores dice que ha habido una confusión.
Imagino que Dolores es la antipática recepcionista.
—Mi madre me dijo que hoy tenía hora con usted.
La mentira me sale de forma natural; mi voz hasta suena ofendida. Las mentiras tienen un punto de inflexión, un punto en el que has dicho algo tantas veces que acaba pareciéndote más verdadero que la propia verdad.
Me mira y tengo la sensación de que ve más de lo que deseo que vea. Pienso en la carpeta que escondo en el forro del abrigo, tan cerca de él que podría alargar un brazo y arrebatármela antes de que pudiera impedírselo. Confío en que no tenga consigo un estetoscopio porque el corazón está a punto de estallarme.
—¿Por qué le pidió hora su madre con un especialista del sueño? ¿Qué problema tiene? —me pregunta.
Titubeo. Quiero contarle mi experiencia en el tejado, lo del sonambulismo y los sueños, pero si lo hago corro el riesgo de que se acuerde de mí. Sé que no va a escribir la nota que necesito —ningún médico con dos dedos de frente lo haría—, pero no puedo arriesgarme a que envíe a Wallingford otro tipo de informe.
—Déjeme adivinar —dice, sorprendiéndome. Porque, ¿quién podría adivinar por qué un paciente acude a una clínica del sueño?—. Ha venido por la prueba.
Ignoro de qué está hablando.
—Eso es —respondo—. Por la prueba.
—Entonces, ¿quién canceló la hora? ¿Su padre?
No entiendo nada, así que no me queda otra que seguirle la corriente.
—Seguramente.
Asiente con la cabeza, como si eso tuviera sentido, mientras hurga en un cajón. Su mano enguantada emerge sujetando un puñado de electrodos que procede a colocarme en la frente. Los pegajosos bordes tiran de mi piel.
—Vamos a medir sus ondas gamma.
Pulsa el interruptor de una máquina y esta cobra vida. Las agujas resbalan por un papel, formando un dibujo que se refleja en una pantalla que tengo a mi derecha.
—Ondas gamma —repito. No estoy dormido, por lo que no entiendo de que le servirá medir mis ondas gamma—. ¿Va a dolerme?
—Es rápido e indoloro. —El médico observa el papel—. ¿Alguna razón por la que crea que es hiperbatigámmico?
Hiperbatigámmico. El largo término médico para trabajador. HBG. Hachebegé.
—¿Q… qué? —tartamudeo.
Afila la mirada.
—Creía que…
Me acuerdo de la mujer a la que oí en la recepción. Se estaba quejando de que le habían echado una maldición y daba la impresión de que le habían realizado una prueba para comprobarlo. Pero el médico no me está preguntando si creo que me han echado una maldición. Me está preguntando si creo que soy un trabajador.
Es la nueva prueba, la prueba de la que no paran de hablar en los noticieros, la que los políticos conservadores quieren convertir en obligatoria. Teóricamente, la prueba obligatoria impedirá que los niños HBG infrinjan involuntariamente la ley al utilizar sus poderes por primera vez. Teóricamente, los resultados serán confidenciales, por lo que no perjudicarán a nadie, ¿sí? Pero nadie se traga que los resultados vayan a permanecer en la confidencialidad.
Acabarán en manos del gobierno, tan dado a reclutar trabajadores para misiones antiterroristas y otros trabajillos. O —ya sea legal o ilegalmente— en manos de las autoridades locales. Si la prueba llega a ser obligatoria, lo demás será cuestión de tiempo. Sé que el argumento de que establecerá un precedente peligroso es una falacia lógica, pero hay falacias que se cumplen.
Los defensores de la propuesta han alentado a los no trabajadores a hacerse la prueba. La intención es clara. Solo los trabajadores se negarán a hacérsela, de modo que aunque su obligatoriedad no se apruebe, hará que resulte más fácil determinar quién es hiperbatigámmico.
Salto de la camilla, arrancándome los electrodos de la piel en el proceso. Es cierto que no me llevo bien con mi familia, pero la idea de formar parte de una base de datos de no trabajadores utilizada como una red para atrapar a Philip, Barron y el abuelo me parece detestable.
—Lo siento, pero debo irme.
—Vuelva a sentarse, será un momento —dice el médico mientras recupera los cables—. ¡Señor Sharpe!
Esta vez, cuando me dirijo a la puerta no me detengo hasta que la he cruzado. Cabizbajo, ignoro a la enfermera que me llama y las miradas de la gente de la sala de espera. Lo ignoro todo salvo mi necesidad de salir de aquí.
Mientras conduzco me obligo a respirar. Mi pie hunde el acelerador cada vez más y mis dedos juguetean con la radio simplemente para tener un ruido que ahogue mi único pensamiento: «La he fastidiado».
Se suponía que debía pasar inadvertido y en lugar de eso me he vuelto memorable. Para colmo, he utilizado mi verdadero nombre. Sé dónde he fallado: cuando el médico dijo que sabía a qué había ido. Tengo ese problema. A veces me enamoro de mi estafa; incluso cuando se tuerce prefiero dejar que se vuelva contra mí antes que marcharme. Debí interrumpir al médico y corregirle, pero me pudo la curiosidad, el deseo de seguirle la corriente para ver lo que tenía que decir.
Todavía tengo la hoja de carta. Todavía puedo llevar adelante el plan. Con el reproche retumbando en mis oídos con más fuerza que la música de la radio, entro en el aparcamiento de Target. En las vitrinas solo hay cestas de colores pastel con huevos de chocolate pese a la elevada probabilidad de que se hayan puesto rancios para cuando llegue la Pascua. Me dirijo a la sección de electrónica y elijo un móvil de usar y tirar. Mi segunda parada es un establecimiento de fotocopias, donde compro un ratón de ordenador. El zumbido regular de las fotocopiadoras y el olor a tinta de impresora me recuerdan al colegio, me tranquilizan, pero cuando saco la carpeta de la mochila el corazón se me acelera de nuevo.
He aquí mi otro error. Robar una carpeta. Porque me he convertido en un paciente lo bastante memorable para que piensen en mí cuando consideren todas las maneras en que pudo desaparecer.
En realidad solo necesito el logo de la clínica del sueño; la resolución del que aparece en internet es tan mala que únicamente puedo utilizarlo como fax. No necesito una carpeta. Una carpeta podría generarme serios problemas. Pero cuando la vi sobre aquel mostrador, la agarré.
Y cuando ahora la abro sobre este mostrador me siento más estúpido aún. Solo contiene el nombre de una mujer, los datos de su seguro médico y un montón de números y de gráficos de pronunciadas líneas. Lo único positivo de todo esto es que el doctor Churchill ha firmado una de las hojas; por lo menos puedo copiar su letra.
Paso unas cuantas hojas más, hasta que llego a un gráfico con el título «Ondas gamma» y círculos rojos alrededor de los picos de la escarpada línea. Ondas gamma. En Google encuentro lo que estoy buscando. Por lo visto, el trabajo del sueño te sume en un estado de sueño profundo pero con ondas gamma. Las ondas gamma —según el artículo— solo están presentes, por lo general, durante la fase de sueño ligero REM. En el gráfico de la mujer las ondas gamma están presentes durante las fases de sueño profundo, cuando no hay movimiento ocular y tienen lugar el sonambulismo y las pesadillas. Eso demuestra que le han manipulado el sueño.
De acuerdo con el mismo sitio, por lo visto las ondas gamma también son clave para determinar si alguien es un trabajador o no. Las ondas gamma de los trabajadores son más altas que las de la gente normal, tanto cuando están dormidos como cuando están despiertos. Mucho más altas.
Hiperbatigámmico.
Miro fijamente la pantalla. Siempre he tenido la posibilidad de acceder a esta información con unos cuantos golpes de ratón y, sin embargo, nunca se me ha pasado por la cabeza hacerlo. Intento comprender por qué he manejado tan mal la situación en la consulta del médico. No estuve ingenioso. El pánico se adueñó de mí. Mi madre siempre me insiste en que no cuente a nadie cosas sobre la familia —ni lo que sé ni lo que imagino—, por lo que resulta aterrador descubrir que no hace falta que diga nada. Pueden averiguarlo a través de la piel.
Y sin embargo. Y sin embargo una parte patética de mí quiere llamar al médico y decirle «Casi terminó la prueba. ¿Obtuvo algún resultado?». A lo que él respondería: «Cassel, todo el mundo se equivoca con respecto a usted. Es el trabajador más increíble de todos los trabajadores increíbles. No entendemos cómo no se ha percatado. Enhorabuena. Bienvenido a la vida para la que ha nacido».
Debo apartar esos pensamientos de mi cabeza. No puedo permitirme más distracciones. Sam me está esperando en Wallingford y si quiero evitarme la molestia de tener que presentarme constantemente en el campus para reparar sus desaguisados he de preparar una carta.
Primero escaneo la hoja. Hecho esto, busco la fuente en que aparece escrita la dirección, utilizo el programa de edición fotográfica para eliminar la vieja información y tecleo el número de teléfono de mi nuevo móvil de prepago. Borro todo el remplazo sobre el horario de la consulta durante las fiestas y tecleo mis propias palabras. «Hace varios años que Cassel Sharpe es mi paciente. Contraviniendo las estrictas recomendaciones de esta consulta, interrumpió la medicación y eso derivó en un episodio de sonambulismo».
No sé qué más escribir.
Otro momento Google me muestra un poco de jerigonza médica. «El paciente padecía un trastorno del sueño dependiente de los estímulos que le provocaba ataques de insomnio. Le ha sido recetada la medicación pertinente y ahora duerme toda la noche de un tirón, sin incidentes. Dado que el insomnio puede producir sonambulismo, opino que no existe una razón médica para controlar a Cassel por la noche o impedirle la asistencia a clase».
Sonriendo a la pantalla, me entran ganas de agarrar a uno de los ejecutivos que están imprimiendo gráficos circulares y enseñarle lo listo que soy. Me apetece alardear. Me pregunto qué más cosas el falso doctor Churchill podría hacer creer al consejo de administración de Wallingford.
«Por otro lado —escribo—, he descartado la posibilidad de una agresión externa como causa del sonambulismo de mi paciente».
No tiene sentido que se preocupen por algo que probablemente solo se deba a mi castigador sentimiento de culpa. Tampoco tiene sentido que yo me preocupe por eso.
Imprimo mi carta sobre la hoja falsa e imprimo un sobre igualmente falso. Paso la lengua por la pega y me dirijo a la caja para pagar. Cuando tiro la carta al buzón caigo en la cuenta de que mi plan necesita una segunda parte si quiero evitar que me expulsen.
Dejar de caminar sonámbulo.
Llego a Wallingford a eso de las cuatro, lo que quiere decir que Sam está en clase de arte dramático. Me cuelo sin problemas en el auditorio Carter Thompson Memorial y ocupo uno de los asientos del fondo. Aquí la luz es tenue porque todos los focos apuntan hacia el escenario, donde los actores están impidiendo que Pipino mate a su padre.
—Pegaos más unos a otros —dice la señora Stavrakis, la profesora de arte dramático, visiblemente aburrida—. Y levanta bien ese cuchillo, Pipino. Tiene que atrapar la luz para que podamos verlo.
Audrey está al lado de Greg Harmsford, sonriendo. Aunque no puedo verle bien la cara, la memoria me dice que el jersey azul que lleva puesto es del mismo tono que sus ojos.
—Por favor, no dejes de hacerte el muerto —dice la señora Stavrakis a James Page, el chico que interpreta a Carlomagno—. Solo tienes que permanecer tumbado unos minutos antes de que te resucitemos.
Sam entra en el escenario y se aclara la garganta.
—Esto, perdone, pero antes de repetir la escena, ¿podemos por lo menos probar el efecto? Queda muy pobre sin la bolsa de sangre y necesitamos ensayar. Ah, ¿y no cree que sería mucho más impactante que Pipino dispare a Carlomagno en lugar de clavarle un puñal? Así podríamos utilizar cápsulas de sangre que salpican un montón.
—Estamos hablando del siglo ocho —dice la señora Stavrakis—. Nada de pistolas.
—Pero al comienzo del musical cada uno lleva un traje de época diferente —replica Sam—. Eso quiere decir que…
—Nada de pistolas —repite la señora Stavrakis.
—Vale. ¿Y si utilizamos las bolsas? O podría colocar una cápsula en la punta de un cuchillo retráctil.
—Tenemos que ensayar el resto de la escena, Sam. Ven a verme mañana, antes del ensayo, y lo hablamos, ¿de acuerdo?
—Hecho —dice Sam, y desaparece en los bastidores. Me levanto y le sigo.
Lo encuentro de pie frente a una mesa cubierta de botellas con un líquido colorado y condones. Puedo oír la voz de Audrey al otro lado gritando algo sobre una fiesta el sábado por la noche.
—¿Qué demonios es esto? Veo que al grupo de arte dramático os va la marcha.
Sam se vuelve bruscamente. Creo que no era consciente de mi presencia. Contempla el contenido de la mesa y suelta una risa nerviosa.
—Son para llenarlos de sangre —dice, pero veo que el rubor trepa por su cuello—. Son resistentes pero estallan con facilidad.
Cojo uno.
—Si tú lo dices.
—En serio. —Me lo quita—. Colocas una pequeña carga explosiva sobre una placa de metal cubierta de espuma y luego cubres la carga con la bolsa de sangre. Se acciona mediante una pila, de modo que solo tienes que atar la pila con cinta adhesiva y bajar el disparador por el cuerpo del actor hasta un lugar donde no se vea. Puedes utilizar cinta adhesiva de tela. Si es para un vídeo o algo parecido no importa demasiado que los cables estén a la vista porque luego puedes eliminarlos, pero en un escenario tienen que quedar disimulados.
—Entiendo —digo—. Es una pena que no te dejen hacerlo.
—Tampoco parece que mis prótesis les entusiasmen. Quería ponerle una barba a James. ¿Es que la señora Stavrakis no ha visto ningún retrato de Carlomagno? Parece una barba andante. —Se queda mirándome un largo instante—. ¿Estás bien?
—Claro. ¿Quién ganó qué?
—Ah, sí, perdona. —Sam continúa guardando su material—. Alguien vio a dos profesores enrollándose. Solo apostaron tres personas. Debes unos seiscientos pavos. —Se corrige—. Debemos.
—Eso demuestra que la banca no siempre gana. —He calculado muy mal mis probabilidades, pero no quiero que Sam se dé cuenta del fuerte golpe que supone para mí. Yo cuento con que la gente se equivoque en sus apuestas—. ¿Quiénes?
Sonríe.
—Ramírez y Carter.
Meneo la cabeza. La profesora de música y el profesor de inglés de primer año. Los dos casados.
—¿Pruebas? Espero que no estés repartiendo ganancias sin…
Sam abre su portátil y me enseña la foto. La señora Carter tiene la mano en la nuca del señor Ramírez y la boca sobre sus labios.
—¿Trucada? —pregunto esperanzado.
Niega con la cabeza.
—La gente se comporta de una forma muy extraña desde que me puse al frente de tu negocio. Interrogan a mis amigos sobre mí.
—A la gente no le gusta que sus corredores de apuestas tengan amigos. Les pone nerviosos.
—No pienso renunciar a mis amigos.
—Naturalmente que no —digo automáticamente—. Iré a buscar el dinero. Oye —digo con un suspiro—, lamento haberte pedido pruebas. He sido un capullo. —El malestar me produce un picor en la piel. He tratado a Sam como a un delincuente.
—No te preocupes, no estás raro —dice con cara de asombro—. No más de lo normal.
Supongo que está acostumbrado a gente desconfiada con temperamentos de mierda. O puede que yo nunca haya parecido todo lo normal que creía. Me dirijo a la biblioteca con la cabeza gacha, seguro de que si Northcutt o uno de sus lacayos me ve, interpretará mi presencia en el campus como un incumplimiento de mi «baja médica». Por el camino consigo no mirar a la gente a los ojos ni encontrarme a nadie.
La biblioteca Lainhart es el edificio más feo del campus, construido con los fondos donados por un músico en los años ochenta, cuando la gente creía, por lo visto, que un edificio circular extrañamente inclinado era lo que se necesitaba para modernizar los solemnes edificios de ladrillo circundantes. Por dentro, no obstante, es muy agradable y está lleno de sillones. Las estanterías se abren en abanico desde una sala central con multitud de asientos y un enorme globo terráqueo que los de último año intentan robar cada año (popular apuesta).
La bibliotecaria me saluda desde su gran mesa de roble. Acaba de terminar biblioteconomía y posee gafas de gato de todos los colores del arco iris. Varios perdedores apostaron dinero a que se la enrollarían. Me sentí mal cuando les dije las probabilidades que había asignado.
—Me alegro de que haya vuelto, Cassel —dice.
—Y yo, señora Fiske.
Ya que me ha visto, me digo que lo mejor es no llamar la atención. Con suerte, para cuando la señora Fiske comprenda que en realidad no he vuelto ya habré vuelto.
Mi dinero de las apuestas —un total de tres mil dólares— está escondido entre las páginas de un enorme onomasticón encuadernado en cuero. Llevo dos años guardándolo ahí sin incidentes. Nadie toca el onomasticón salvo yo. Mi único temor es que sacrifiquen el libro, porque nadie utiliza jamás un onomasticón, pero creo que Wallingford lo conserva porque parece lo bastante caro y enigmático para hacer creer a los padres que vienen de visita que sus hijos están aprendiendo de los grandes genios.
Abro el libro y saco seiscientos dólares, me paseo por los estantes un par de minutos, como si estuviera barajando la posibilidad de leer algo de poesía renacentista, y regreso a hurtadillas a mi dormitorio, donde se supone que Sam me está esperando. Justo cuando piso el último escalón y pongo un pie en el pasillo Valerio sale de su habitación. Entro rápidamente en los lavabos y me encierro en un retrete. Apoyo la espalda en la pared, a la espera de que mi corazón se tranquilice, y me digo que si nadie te ve haciendo algo bochornoso no hay razón para sentirse humillado. Valerio no me sigue. Envío un mensaje a Sam.
Entra en los lavabos instantes después, riendo.
—Qué lugar tan íntimo para un encuentro.
Abro la puerta del retrete.
—Adelante, ríete. —Pero no hay rencor en mi voz, solo alivio.
—No hay moros en la costa —dice—. El águila ha ahuecado el ala. La vaca ha alzado el vuelo.
No puedo evitar una sonrisa mientras saco el dinero de mi bolsillo.
—Eres un maestro del esquinazo —le digo.
—Oye, ¿podrías enseñarme a calcular probabilidades? ¿En el caso, por ejemplo, de que quisiera apostar a algo? ¿Y cómo funciona lo de las diferencias de puntos? ¿Cómo lo calculas? No lo haces como lo explican en la red.
—Es complicado —digo evasivamente. Lo que quiero decir en realidad es: es algo fijo.
Se apoya en el lavamanos.
—Los asiáticos somos genios matemáticos.
—Está bien, genio, puede que otro día.
—De acuerdo —dice, y me pregunto si ya está pensando en montárselo por su cuenta. Supongo que podría joderle de alguna manera si lo hace, pero me agoto solo de pensar en tener que elaborar un plan.
Sam cuenta detenidamente el dinero mientras le observo a través del espejo.
—¿Sabes qué me gustaría? —dice cuando ha terminado.
—¿Qué?
—Que alguien convirtiera mi cama en un robot que luchara hasta la muerte por mí con otras camas robot.
Se me escapa una carcajada.
—Sería alucinante.
Una sonrisa lenta y tímida le curva los labios.
—Y podríamos aceptar apuestas. Y ser asquerosamente ricos.
Apoyo la cabeza en el marco de la puerta del retrete, mirando la pared de baldosas y el estampado de grietas amarillentas, y sonrío.
—Retiro todo lo que haya podido decir que indicara lo contrario. Sam, eres un genio.
No se me da bien tener amigos. Puedo serle útil a la gente. Puedo encajar. Me invitan a las fiestas y puedo sentarme a la mesa de la cafetería que me apetezca.
Pero confiar en alguien que no tiene nada que obtener de mí carece de sentido.
Todas las amistades son negociaciones de poder.
Por ejemplo, es cierto que Philip tiene un amigo íntimo, Anton. Anton es el primo de Lila y los veranos bajaba a Carney con ella. Anton y Philip se pasaban tres meses abrasadores bebiendo todo el alcohol que lograban sacar a los lugareños y trabajando en sus coches.
La madre de Anton, Eva, es la hermana de Zacharov, lo que convierte a Anton en el pariente varón con vida más cercano de Zacharov. Anton se aseguró de que Philip entendiera que si quería trabajar para la familia, eso significaba que tendría que trabajar para Anton. Su amistad se basaba —y se basa— en el reconocimiento por parte de Philip de que Anton manda y él obedece.
Yo no le caía bien a Anton porque mi amistad con Lila no parecía reconocer su posición.
Un día, cuando teníamos trece años, Anton entró en la cocina de la abuela de Lila. Lila y yo estábamos forcejeando por una tontería, empujándonos contra los armarios y riendo. Anton me separó de Lila y me tiró al suelo de un puñetazo.
—Discúlpate, pervertido —dijo.
Era cierto que tanto empellón era, básicamente, una excusa para tocar a Lila, pero prefería que Anton me moliera a patadas a admitirlo.
—¡Déjale en paz! —gritó Lila, deteniendo las manos enguantadas de Anton.
—Tu padre me ha enviado aquí para que te vigile —dijo Anton—. No le gusta que pases todo tu tiempo con este anormal. Ni siquiera es de la familia.
—Tú no eres quién para decirme lo que debo hacer —le replicó Lila.
Anton bajó la vista y me miró.
—¿Y si te digo a ti lo que debes hacer, Cassel? Ponte de rodillas. Así has de comportarte en presencia de una princesa trabajadora.
Estaba empezando a levantarme cuando Anton me asestó una patada en el hombro y caí de rodillas.
—¡Basta! —gritó Lila.
—Bien —dijo Anton—. Ahora, ¿por qué no le besas los pies? Lo estás deseando.
—Te he dicho que le dejes en paz, Anton. ¿Por qué tienes que ser tan capullo?
—Bésale los pies —prosiguió Anton— y dejaré que te levantes.
Anton tenía diecinueve años y era inmenso. El hombro me dolía y las mejillas me ardían. Me incliné hacia delante y posé la boca sobre el pie, calzado con sandalia, de Lila. Esa mañana habíamos estado nadando; su piel tenía gusto a sal.
Lila retiró bruscamente la pierna y Anton soltó una carcajada.
—Te crees que ya eres el jefe —espetó Lila con voz temblorosa—. Crees que mi padre va a nombrarte su heredero, pero te recuerdo que yo soy su hija. Yo. Yo soy la heredera. Y cuando sea la jefa de la familia Zacharov me acordaré de esto.
Me levanté despacio y me marché a casa de mi abuelo.
Después de eso Lila estuvo semanas sin dirigirme la palabra, probablemente porque había obedecido a Anton en lugar de obedecerla a ella. Philip, por su parte, continuó como si nada hubiese ocurrido, como si ya hubiera decidido quién le importaba más, como si ya hubiera elegido el poder en lugar de a mí.
No puedo confiar en que la gente a la que quiero no me haga daño, y tampoco estoy seguro de poder confiar en que yo no les haga daño a ellos.
La amistad es un coñazo.
Camino del coche miro la hora en el móvil y decido que será mejor que vuelva a casa si no quiero que el abuelo repare en el tiempo que me he ausentado. Me queda, sin embargo, una última parada. Telefoneo a Maura. Es el último eslabón de mi plan: la persona que ha de responder al móvil de prepago en el caso de que suene.
—¿Diga? —pregunta en voz baja. Oigo llorar al bebé.
—Hola —digo, y respiro aliviado. Me preocupaba que pudiera contestar Philip—. Soy Cassel. ¿Estás ocupada?
—Solo estoy intentando arrancar algunos pegotes de la pared. ¿Buscas a tu hermano? Está…
—No —contesto, quizá demasiado deprisa—. He de pedirte un favor. A ti. Es importante.
—Adelante —dice.
—Solo tienes que responder a un teléfono móvil que voy a darte y fingir que eres la recepcionista de una clínica del sueño. Te anotaré qué debes decir exactamente.
—Déjame adivinar. He de decir que puedes regresar al colegio.
—Nada de eso. Solo tienes que confirmar que la clínica les envió una carta y que el médico está atendiendo a un paciente pero que les llamará más tarde. Luego me telefoneas y yo me encargo del resto, aunque no creo que eso último sea necesario. El colegio querrá verificar que la clínica ha enviado la carta, pero probablemente eso sea todo.
—¿No eres un poco joven para comportarte como un delincuente?
Sonrío.
—Entonces, ¿lo harás?
—Claro. Tráeme el móvil. Philip aún tardará una hora en volver, porque doy por hecho que no quieres que se entere.
Vuelvo a sonreír. Habla con tal normalidad que me cuesta recordar a la Maura ojerosa sentada en lo alto de la escalera hablando de ángeles.
—Maura, eres una diosa. Tallaré tu rostro en puré de patatas para que todo el mundo pueda adorarte como yo te adoro. Cuando abandones a Philip, ¿te casarás conmigo?
Ríe.
—Será mejor que Philip no te oiga decir eso.
—Lo sé. ¿Todavía tienes intención de…? ¿Se lo has dicho ya?
—¿Si le he dicho qué?
—Oh —farfullo torpemente—. La otra noche dijiste que querías dejarle, pero ya veo que habéis arreglado las cosas. Me alegro mucho.
—Yo nunca he dicho eso —replica Maura en un tono categórico—. ¿Por qué iba a decir algo así cuando Philip y yo somos tan felices?
—No lo sé. Es probable que lo entendiera mal. Tengo que dejarte. Te llevaré el móvil a casa.
Cuelgo. Tengo las manos sudorosas, resbaladizas. Ignoro qué acaba de suceder. Puede que Maura no quiera hablar del asunto por teléfono por si hay gente escuchando. O tal vez tenga invitados en casa y no pueda hablar con libertad.
Recuerdo lo que el abuelo comentó de que Philip la estaba manipulando y me pregunto si lo entendí mal. A lo mejor Maura no recuerda lo que me dijo porque Philip ha contratado a alguien para que le arrebate esos recuerdos. Puede que sean muchas cosas las que no recuerde.
Cuando llamo al timbre Maura abre la puerta, pero solo parcialmente. No me invita a pasar. Se me forma un nudo de inquietud en el estómago.
La miro a los ojos, tratando de leer algo en ellos, pero solo veo cansancio.
—Gracias otra vez por hacerme este favor. —Le tiendo el teléfono envuelto en una hoja con instrucciones.
—De nada.
Su mano enguantada roza la mía al coger el móvil y me percato de que se dispone a cerrar la puerta. Introduzco el pie en la rendija para impedírselo.
—Espera un momento.
Frunce el entrecejo.
—¿Recuerdas la música? —le pregunto.
Deja que la puerta se abra del todo y me mira fijamente.
—¿Tú también la oyes? Comenzó esta mañana. Es tan hermosa. ¿No te parece hermosa?
—Nunca he oído nada igual —contesto con cautela.
Es cierto que no recuerda. Solo se me ocurre una persona a la que le convendría que Maura olvidara su deseo de abandonar a su marido.
Me llevo la mano al bolsillo y saco el amuleto de la memoria. «Dar esto para hacer recordar». Parece una reliquia, algo que podría pasar a una nuera predilecta para darle la bienvenida a la familia.
—Mi madre quería que tuvieras esto —miento.
Retrocede y en ese momento recuerdo que mi madre no cae bien a todo el mundo.
—A Philip no le gusta que lleve amuletos. Dice que la esposa de un trabajador no debería parecer asustada.
—Puedes esconderlo —me apresuro a responder, pero la puerta ya ha empezado a cerrarse.
—Cuídate —dice Maura a través de la pequeña rendija—. Adiós, Cassel.
Me quedo unos instantes más en los escalones con el amuleto en la mano, tratando de pensar. Tratando de recordar.
La memoria es escurridiza. Se amolda a nuestra percepción del mundo, se reacomoda para hacer sitio a nuestros prejuicios. No es de fiar. Los testigos raras veces recuerdan las mismas cosas. Identifican a las personas que no son. Facilitan detalles sobre sucesos que nunca ocurrieron. La memoria es escurridiza, pero de pronto mis recuerdos me parecen más escurridizos aún.
Tras el divorcio de sus padres, Lila fue arrastrada por Europa durante una temporada y pasó varios veranos con su padre en Nueva York. Yo estaba al corriente de su paradero únicamente porque su abuela se lo contaba a mi abuela, por eso me sorprendió entrar un día en la cocina y verla allí, sentada sobre la encimera, hablando con Barron como si nunca se hubiera ido.
—Hola —dijo, reventando su globo de chicle. Llevaba el pelo cortado por la barbilla y teñido de rosa fuerte. Eso y la gruesa línea de los ojos hacía que pareciera mayor de trece años. Mayor que yo.
—Lárgate —dijo Barron—. Estamos hablando de negocios.
Sentí una opresión en la garganta, como si tragar pudiera dolerme.
—Como quieras. —Cogí una manzana y mi libro de Heinlein y regresé al sótano.
Miré un rato la tele, un tipo animado con una espada enorme que despedazaba a un número de monstruos nada desdeñable. Pensé en lo poco que me importaba que Lila hubiera vuelto. Al rato bajó y se derrumbó en el gastado sillón de cuero contiguo al mío. Tenía los pulgares hundidos en los agujeros de su jersey gris ratón, y reparé en una tirita que le cubría el pómulo.
—¿Qué quieres? —le pregunté.
—Verte. ¿Qué otra cosa iba a querer? —Señaló mi libro—. ¿Es bueno?
—Si te gustan los asesinos clonados cachas. Aunque, ¿a quién no?
—Solo a los chiflados —respondió, y no pude evitar una sonrisa.
Me habló un poco de París, del diamante que su padre había ganado en una puja de Sotheby’s, un diamante que supuestamente había pertenecido a Rasputín y al cual había dado vida eterna. Que desayunaba en una terraza tazas de café con leche y pan con mucha mantequilla. No daba la sensación de que hubiera echado de menos el sur de Jersey, y no podía reprochárselo.
—¿Qué quería Barron? —le pregunté.
—Nada. —Se mordió el labio mientras se recogía el pelo rosa en una coleta lacia y tirante.
—Chanchullos entre trabajadores —dije, agitando exageradamente las manos para indicar lo impresionado que estaba—. Pero, ooooh, no me lo cuentes, podría chivárselo a la poli.
Lila examinó la lana enredada en su pulgar.
—Dice que es un trabajo sencillo. Solo un par de horas. Y me ha prometido lealtad eterna.
—Menudo chollo —dije.
Cosas de trabajadores. Hoy día sigo sin saber adónde fueron y qué hicieron, pero cuando Lila regresó tenía el pelo alborotado y el carmín corrido. No mencionamos el tema, pero vimos muchas películas de atracos en blanco y negro en el sótano y me dejó fumar algunos de los Gitanes sin filtro que había comprado en París.
Unos celos abrasadores me aporreaban las venas. Quería matar a Barron.
Supongo que al final me decidí por Lila.