Cuando bajo a la cocina por la mañana encuentro al abuelo haciendo café y friendo huevos en grasa de tocino. Llevo puestos unos tejanos y una gastada camiseta de Wallingford. No echo de menos los ásperos guantes ni la asfixiante corbata; la comodidad es el premio de consolación a mi destierro. Supongo, pero no quiero acostumbrarme en exceso.
Mientras me vestía encontré una hoja pegada en la pierna y al instante recordé que me había despertado calado hasta los huesos. He vuelto a caminar sonámbulo, pero cuanto más pienso en el sueño menos lo entiendo. No ocurría nada peligroso, lo que descarta la teoría sobre la venganza de los Zacharov. Puede que solo sea el sentimiento de culpa lo que me hace soñar con Lila. El sentimiento de culpa puede volverte loco, ¿no es cierto? Va enconándose dentro de ti.
Como en «El corazón delator» de Poe, relato que la señora Noyes nos hizo leer en alto, donde el narrador oye los latidos del corazón de su víctima bajo los tablones del suelo, cada vez más fuertes, hasta que confiesa. «¡Confieso el acto! ¡Aquí, aquí! ¡Son los latidos de su horrible corazón!».
—Necesito hablar contigo —le digo al abuelo mientras cojo despreocupadamente una taza y vierto primero leche y luego café. La leche sube acompañada de motas de polvo cuya presencia debería haber comprobado de antemano—. He tenido un sueño la mar de extraño.
—Déjame adivinar. Unas lady ninjas con unos melones enormes te ataban a la cama.
—Eh… no. —Bebo un sorbo de café y hago una mueca. El abuelo lo ha hecho terriblemente cargado.
Se lleva una loncha de tocino a la boca con una sonrisa.
—Supongo que no habría sido muy normal que hubiéramos tenido el mismo sueño.
Pongo los ojos en blanco.
—No me cuentes más, no vayas a arruinarme la sorpresa en el caso de que lo tenga esta noche.
El abuelo suelta una carcajada que desemboca en un resuello.
Miro por la ventana. No hay gatos sobre la hierba. Mientras observo cómo el abuelo echa ketchup sobre sus huevos y el líquido rojo se expande, pienso: «Hay demasiada sangre, y no recuerdo haberla acuchillado, pero en la mano tengo un cuchillo húmedo y la sangre cubre los tablones del suelo como una densa capa de glaseado».
—¿Piensas contarme el sueño que sí tuviste? —Mi abuelo se sienta a la mesa relamiéndose.
—Sí —digo, y parpadeo al recordar dónde me encuentro. Mamá decía que estos repentinos y espantosos flashes del asesinato se irían suavizando con el tiempo, pero solo se han hecho menos frecuentes. Puede que una pequeña parte decente de mí no quiera olvidar.
—¿Estás esperando una invitación formal? —me pregunta el abuelo.
—En el sueño estaba fuera, bajo la lluvia, y caminaba hasta el granero. Me desperté en la cama con barro en los pies. Supongo que he vuelto a caminar sonámbulo.
—¿Supones?
—Lila aparecía en el sueño —suelto al fin.
Nunca hablamos de Lila ni de la forma en que mi familia me protegió después. De cómo mi madre lloró sobre el cuello de pelo de su jersey, me abrazó y me dijo que si realmente lo había hecho, seguro que era porque la zorrita Zacharov se lo merecía, y que le traía sin cuidado lo que dijeran los demás porque yo seguía siendo su niño. De las manchas oscuras que tenía debajo de las uñas y no había manera de sacar. Lo intenté con las uñas mismas, y luego con el cuchillo de la mantequilla, apretando hasta hacerme sangre, hasta que mi sangre arrastró la otra oscuridad.
De modo que mi conciencia está finalmente dándome alcance. Ya era hora.
El abuelo enarca una ceja.
—Quizá te convenga hablar de Lila. Hablar de cómo la mataste. Desahogarte. Yo he hecho cosas malas, muchacho. No te juzgaré.
A mamá la detuvieron poco después del asesinato de Lila. No exactamente por mi causa, sino porque no estaba jugando bien. Quería un buen golpe y lo quería rápido.
—¿Qué quieres que diga? ¿Qué la maté? Sé que lo hice aunque no lo recuerde. Siempre me he preguntado si mamá pagó a alguien para que me hiciera olvidar los detalles. A lo mejor pensó que si yo no recordaba la sensación que me produjo, no volvería a hacerlo. —Una parte de mí tiene que estar muerta, porque la gente normal no contempla el cadáver de un ser querido y siente tan solo una dicha horrible, distante—. Lila era una trabajadora de sueños, así que supongo que mis pesadillas y mi sonambulismo parecen una ironía. No estoy diciendo que no las merezca, pero me gustaría entender por qué las tengo.
—Deberías ir a Carney y hablar con tu tío Armen. Todavía puede hacer trabajos de memoria. A lo mejor podría ayudarte a recordar.
—El tío Armen tiene Alzheimer —digo. Armen es un amigo de mi abuelo de la infancia y no es exactamente mi tío.
El abuelo suelta un bufido.
—Qué va. Una reacción. Pero veamos primero qué opina ese médico tuyo.
Me sirvo más café. Una semana después de que Lila muriera y Barron y Philip escondieran su cuerpo dondequiera que se esconden los cuerpos, llamé a la madre de Lila desde un teléfono público. Había dado mi palabra de que no lo haría, había escuchado a mi abuelo explicar que si alguien descubría lo que había hecho, lo pagaría toda la familia. Yo sabía que los Zacharov jamás olvidarían quiénes habían cavado la tumba y limpiado la sangre, quiénes se habían negado a entregarme, pero no podía dejar de pensar en la madre de Lila, sola en aquella casa.
Sola y esperando a que su hija regresara.
El tono del teléfono me pareció demasiado agresivo. Estaba mareado. Cuando la madre de Lila contestó, colgué. Salí del supermercado, me dirigí a la parte de atrás y vomité.
El abuelo se levanta.
—¿Por qué no empiezas por el cuarto de baño de arriba? Voy a comprar comida.
—No te olvides de comprar leche —digo.
—Yo no tengo problemas de memoria —replica, cogiendo su chaqueta.
El cuarto de baño tiene las baldosas del suelo agrietadas y arrancadas en algunos lugares, y un armario blanco barato arrimado a la pared. Dentro hay docenas de toallas distintas, algunas llenas de agujeros, y frascos de plástico ámbar con algunas pastillas. En el estante inferior hay latas de talco y tarros con posos de líquidos oscuros.
Mientras retiro de los rincones de la ducha sedosas pelusas llenas de crías de araña y tiro pegajosos botes de champú en su mayoría vacíos, no puedo dejar de pensar en Lila.
Teníamos nueve años cuando nos conocimos. El matrimonio de sus padres iba mal y Lila y su madre se fueron a vivir con su abuela a Pine Barrens. Lila tenía el pelo rubio y sedoso, un ojo azul y el otro verde, y cuanto sabía de ella era que su padre, según contaba mi abuelo, era un hombre importante.
Lila era lo que cabría esperar de una chica que podía provocarte pesadillas con el simple roce de una mano, de la hija del jefe de la familia Zacharov. Una niña malcriada.
A los nueve años me daba despiadadas palizas a los videojuegos, trepaba a colinas y árboles tan deprisa que yo siempre iba tres pasos por detrás de sus largas piernas, y me mordía cuando intentaba esconderle las muñecas. Yo ignoraba si me detestaba la mitad del tiempo, incluso cuando pasábamos semanas escondidos bajo las ramas de un sauce llorón dibujando civilizaciones en la tierra que luego aplastábamos cual dioses inclementes. Pero estaba acostumbrado a hermanos veloces y crueles como ella y la adoraba.
Al final sus padres se divorciaron. No volví a verla hasta los trece años.
El abuelo regresa con varias bolsas justo cuando rompe nuevamente a llover, la mayoría llenas de cerveza, limpiacristales y papel de cocina. También ha traído trampas.
—Para mapaches, pero servirán —puntualiza—. Y no te exaltes, que son humanas, lo dice en la caja. No llevan el accesorio de la guillotina.
—Genial —digo sacando las trampas del maletero.
Me deja que las lleve yo solo al granero. Los gatos están dentro; puedo ver el brillo de sus ojos mientras instalo la primera jaula de metal con su puerta batiente. Tiro de la anilla de una lata de comida pastosa y la introduzco en la trampa. Algo golpea el suelo, a mi espalda, y me doy la vuelta.
La gata blanca está a menos de un metro de mí, lamiéndose los afilados dientes con su lengua rosada. Ahora, con la luz del día, advierto que tiene una oreja partida y postillas granates —frescas— en la nuca.
—Ven, minina, ven —digo, ridículas palabras que salen de mi boca sin pensar.
Abro otra lata. La gata da un respingo cuando la tapa cruje, y me doy cuenta de lo tenso que he estado. Como si temiera que la gata rompiera a hablar. Pero la gata es solo una gata. Una gata desnutrida que vive en un granero y está a punto de ser apresada.
Alargo mi mano enguantada y la gata retrocede. Es lista.
—Ven, minina, ven.
Se acerca con cautela. Olisquea mis dedos y contengo la respiración mientras frota su mejilla contra mi mano; suave pelaje, bigotes trémulos y el canto de sus dientes hundiéndose en mi piel.
Dejo la lata de comida en el suelo y la devora a lengüetazos. Alargo una mano para acariciarla pero me bufa al tiempo que arquea el lomo y se le eriza el pelaje. Parece una serpiente.
—Eso está mejor —digo, acariciándola de todos modos.
Me sigue hasta la casa. Tiene los omóplatos muy marcados y manchas de barro en su pelaje blanco. La dejo entrar de todas formas y le pongo agua en un vaso de martini.
—¿No pensarás dejar aquí a esa bestia mugrienta? —dice mi abuelo.
—Es una gata, abuelo, no una cucaracha.
La observa con escepticismo. Tiene la camiseta llena de polvo y se está sirviendo un bourbon en uno de esos vasos de plástico que van acompañados de una pajita.
—¿Qué piensas hacer con ella?
—Nada. No lo sé. Parece hambrienta.
—¿Piensas traértelos a todos? Apuesto a que los demás también tienen hambre.
Sonrío.
—Prometo traerlos de uno en uno.
—No he comprado las trampas para eso.
—Lo sé —digo—. Compraste las trampas para cazar todos los gatos, soltarlos en algún campo a quince kilómetros de aquí y apostar conmigo cuál de ellos regresará primero.
Sacude la cabeza.
—Más vale que te pongas a limpiar, listillo.
—Tengo hora con el médico a…
—Lo recuerdo. Veamos todo lo que consigues hacer antes de marcharte.
Encogiéndome de hombros, entro en la sala de estar con un montón de cajas plegadas y cinta de embalar. Armo las cajas y me traigo el cubo de la basura del jardín de atrás. Hecho esto, me pongo a examinar las montañas de chismes.
La gata me observa con sus ojos brillantes.
Los amuletos circulares de publicidad y un viejo manguito de piel de aspecto sarnoso van al cubo. Los libros de bolsillo regresan a los estantes, con excepción de los que creo que pueden interesarme y los que tienen las páginas excesivamente arrugadas. Una cesta de guantes de piel, algunos pegados entre sí por haber vivido demasiado cerca del conducto de la calefacción, va también a la basura.
Por mucho que tire siempre hay más. Las pilas se desmoronan y confunden y ya no sé por qué pila voy. Hay montones de bolsitas de plástico, una de ellas con unos pendientes y el correspondiente recibo todavía dentro, otras con muestras de telas o corteza de sándwich.
Hay destornilladores, tuercas y tornillos, mis notas de quinto curso, el furgón de cola de un tren de juguete, un fajo de pegatinas PAID, imanes de Ohio, tres jarrones con flores secas y un jarrón con flores de plástico, una caja de cartón llena de adornos rotos, la pasta pegajosa de algo oscuro derretida sobre una radio antigua.
Al recoger un deshumidificador cubierto de polvo cae al suelo una caja con fotografías.
Son fotos en blanco y negro. La mujer que aparece en ellas lleva unos guantes de verano hasta la muñeca, un corsé de época y medias de nailon. Peinada como Bettie Page, está arrodillada sobre un sofá sonriendo a la persona que está haciendo las fotos, un hombre cuyos dedos aparecen en una de las fotografías con una alianza de boda de aspecto caro sobre unos guantes negros. Conozco a la mujer de las fotos.
Mamá sale bastante favorecida.
La primera vez que comprendí que poseía talento para delinquir fue después de que mamá me llevara —a mí solo— a tomar un granizado de cereza. Era un achicharrante día de verano y el asiento de cuero del coche estaba muy caliente y me quemaba los muslos. Ya tenía la boca completamente roja cuando entramos en una gasolinera y nos detuvimos en la parte de atrás, como si mamá fuera a poner aire en los neumáticos.
—¿Ves esa casa? —me preguntó. Estaba señalando una especie de casa de rancho con revestimiento de aluminio blanco y postigos negros—. Quiero que te escurras por esa ventana que está junto a la escalera y cojas el sobre amarillo que hay sobre la mesa.
Debí de mirar a mamá con cara de no haberla entendido.
—Es un juego, Cassel. Hazlo todo lo deprisa que puedas y yo te cronometraré. Dame tu granizado.
Supongo que yo sabía que en realidad no era un juego, pero corrí de todos modos, puse un pie sobre la llave del agua y me colé por la ventana con la flexibilidad propia de un niño. El sobre amarillo se encontraba justo donde mamá había dicho. Al lado había montones de papeles sujetos con tazas de café llenas de bolígrafos, reglas y cucharas. Sobre la mesa descansaba un gatito de cristal con algo dentro que brillaba como el oro. El aire acondicionado me secó el sudor de los brazos y la espalda cuando levanté el gato para mirarlo al trasluz. Me lo metí en el bolsillo.
Cuando regresé con el sobre mamá estaba dando sorbos a mi granizado.
—Toma —dije.
Sonrió. También tenía la boca roja.
—Buen trabajo, cielo.
Y me di cuenta de que si me había llevado a mí y no a mis hermanos se debía únicamente a que yo era el más menudo de los tres, pero no me molestó, porque también me di cuenta de que podía ser útil. Que no necesitaba ser un trabajador para ser útil. Que podía ser bueno en algunas cosas, incluso mejor que ellos.
Esa revelación corrió por mis venas como si fuera adrenalina.
Puede que en aquel entonces tuviera siete años. No estoy seguro. Fue antes de Lila.
Nunca le conté a nadie lo del gato.
Recojo las fotos junto con otras donde aparecen el abuelo y el padre de Lila en Atlantic City, delante de un bar. Están con otro hombre que no conozco, cogidos de los hombros.
Paso la escoba por debajo de las butacas y los sillones hasta que los remolinos de polvo me hacen toser.
Cuando me derrumbo en el sofá para descansar encuentro un bloc debajo de uno de los cojines, escrito con la letra de mamá. No contiene fotos picantes, solo aburridas anotaciones. En una cara de la hoja leo «Tanque de aceite extraído y enterrado», y en la otra «comprar zanahorias, pollo (entero), lejía, cerillas, aceite para motor». Dos hojas después hay algunas direcciones, una de ellas rodeada con un círculo. Luego un guión para llamar a un concesionario de coches y conseguir que les alquilen un coche durante una semana. Hay algunos guiones más para timos diferentes, con notas al margen. Los leo sin poder evitar una sonrisa.
Dentro de dos horas llevaré a cabo mi propio timo, por lo que me conviene estudiar.
En nuestra familia —puede que en todas las familias— existe la creencia de que los niños siempre salen a alguien de otra generación. Por ejemplo, Philip ha salido supuestamente a su abuelo, el padre de mi madre. Philip es el que dejó el instituto para unirse a los Zacharov y obtuvo su gargantilla de queloides unos años después. Es una persona sumamente leal y estable pese a pagarse el alquiler partiendo rótulas. Me lo imagino dentro de cuarenta años jubilado en Carney, ahuyentando de su jardín a una nueva generación de niños trabajadores.
La leyenda familiar dice que Barron es como mamá aun cuando él sea un trabajador de la suerte y ella una trabajadora emocional.
Mamá puede hacerse amiga de cualquier persona, puede entablar una conversación en cualquier lugar, porque cree realmente que la estafa es un juego. Y lo único que le importa es ganar en cada ocasión.
Eso significa que yo he salido a mi padre, con la diferencia de que él es un trabajador de la suerte y yo no. Era la persona que mantenía el equilibrio en casa. Cuando él vivía, mamá se comportaba de manera normal la mayor parte del tiempo. Fue después de morir mi padre cuando empezó a perseguir millonarios sin ponerse los guantes. La segunda vez que un tipo se despertó al término de un crucero con cien mil dólares menos y perdidamente enamorado, su abogado llamó a la poli.
No puede evitarlo. Le encanta estafar.
Yo me digo que no soy como ella, pero tengo que reconocer que a mí también me encanta.
Hojeo el bloc, buscando a saber qué, quizá algo familiar, quizá algún secreto que me haga reír. Paso algunas páginas más y encuentro un sobre pegado con celo a un separador. Al lado tiene escritas las palabras «¡Dar esto para hacer recordar!». Lo desgarro y en su interior encuentro un amuleto de plata para la memoria, con la palabra «recordar» estampada y una piedra azul, entera, algo descentrada. Parece antiguo, la plata está negra en las muescas, y pesa.
Los amuletos para ahuyentar maldiciones, amuletos como los que lleva Audrey en el cuello, son tan antiguos como las maldiciones mismas. Los trabajadores los fabrican maldiciendo piedra, el único material capaz de absorber una maldición completa, incluida la reacción. Una vez preparada la piedra, ésta absorberá una maldición de su mismo tipo. Por ejemplo, si una trabajadora de la suerte maldice un fragmento de jade y lo lleva pegado a la piel y alguien intenta maldecirla con mala suerte, el jade se partirá y ella se librará del efecto. Cada vez que te echan una maldición has de conseguirte un nuevo amuleto, y has de tener un amuleto para cada tipo de magia, pero así no corres peligro. Solo la piedra es eficaz; la plata y el oro, el cuero y la madera no lo son. Hay gente que prefiere un tipo de piedra a otro. Existen desde amuletos de gravilla hasta amuletos de granito. Si lo que tengo en mis manos es, efectivamente, un amuleto, su poder reside en la piedra azul.
Me pregunto si mamá ha conseguido una vieja reliquia mediante una estafa o si este amuleto es realmente suyo. Tiene gracia que alguien se olvide de un amuleto de la memoria. Me lo guardo en el bolsillo.
Mientras limpio la sala de estar encuentro una máquina de forrar botones, dos bolsas llenas de plástico con burbujas, una espada con la hoja oxidada, tres muñecas rotas que no recuerdo que fueran de nadie, una silla volcada que de niño me daba escalofríos porque habría jurado que era idéntica a una que había visto por la tele la noche antes de que Barron y Philip la trajeran a casa, un palo de hockey y una colección de medallas por proezas militares varias. Para cuando termino es casi mediodía y tengo las manos y las vueltas del pantalón negras. Tiro montañas de periódicos y catálogos, facturas que probablemente no se pagaron durante años, bolsas llenas de perchas y cables, y el palo de hockey.
La espada la apoyo en la pared.
El jardín ya está hasta arriba de bolsas de basura fruto del trabajo de la mañana. Hay tanta cosa que no tardaremos en hacer un viaje al vertedero. Contemplo las casas impecables de los vecinos, con sus cuidados céspedes y sus puertas pintadas de alegres colores, y de nuevo la mía. Las ventanas de delante tienen los postigos torcidos y uno de los vidrios está roto. La pintura es tan antigua que las tablillas de madera de cedro parecen grises. La casa se está pudriendo por dentro.
Estoy sacando la silla a la acera cuando el abuelo baja y columpia las llaves delante de mí.
—Te quiero de vuelta para la cena —dice.
Cojo las llaves y las aprieto con tanta fuerza que los dientes se me clavan en la carne. Dejo la silla donde está y me dirijo al coche como si realmente tuviera una cita y llegara tarde.