4

En casa de mis padres nunca se tiraba nada. Las pilas de ropa crecían hasta convertirse en montañas por las que Philip, Barron y yo trepábamos y luego saltábamos. Invadían el pasillo y sacaban del dormitorio a mis padres, que acabaron durmiendo en lo que había sido el despacho de papá. En los huecos de ese atestamiento se hacinaban cajas y bolsas vacías, estuches que en otros tiempos habían contenido anillos, zapatillas deportivas y ropa. Una trompeta que mi madre quería convertir en una lámpara descansaba sobre un montículo de revistas llenas de artículos que papá planeaba leer, al lado de cabezas, pies y brazos de muñecos que mamá prometía que iba a unir para una niña de Carney, todo ello junto a un mar interminable de botones de repuesto, algunos todavía en sus bolsitas de plástico. Una cafetera descansaba sobre una torre de platos, apuntalada para evitar que el café inundara las encimeras.

Se me hace extraño comprobar que todo está igual que cuando mis padres vivían aquí. Cojo de la encimera una moneda de cinco céntimos y la hago girar sobre mis nudillos, como me enseñó papá.

—Este lugar es una pocilga —dice el abuelo saliendo del comedor y sujetándose un tirante a los pantalones.

Después de todos estos meses en la ordenada residencia de Wallingford, donde te castigan el sábado sin salir si tu habitación no pasa las inspecciones semirregulares, experimento la vieja y contradictoria sensación de familiaridad y asco. Aspiro el olor a humedad, a rancio, con algo punzante que podría ser sudor antiguo. Philip suelta mi bolsa en el agrietado suelo de linóleo.

—¿Qué posibilidades tengo de que me dejes el coche? —pregunto al abuelo.

—Mañana —dice—, si hacemos un buen trabajo. ¿Has pedido hora con un médico?

—Sí —miento—, por eso necesito el coche.

Lo que necesito es suficiente tiempo a solas para poder llevar a cabo el plan que me devolverá a Wallingford. El plan incluye un médico, pero no un médico que esté esperándome.

Philip se quita las gafas de sol.

—¿Cuándo tienes la cita?

—Mañana —respondo impulsivamente, volviéndome hacia él. Me extiendo—. A las dos. Con el doctor Churchill, un especialista en trastornos del sueño. De Princeton. ¿Te parece bien? —Las mejores mentiras han de contener el máximo de verdades posible, de modo que les digo exactamente adónde tengo intención de ir. Pero no por qué.

—Maura me ha dado algunas cosas —dice Philip—. Deja que las entre antes de que me olvide.

Nadie se ofrece a acompañarme a la cita imaginaria, lo que me llena de un profundo e inmerecido alivio.

Si alguien pudiera abrirse paso en el revoltijo que inunda nuestra casa, podría observarlo como quien observa capas de sedimento o los anillos de un árbol. Encontraría los pelos blanquinegros de un perro que tuvimos cuando yo contaba seis años, los tejanos lavados al ácido que mi madre llevó en otros tiempos, las siete fundas de almohada empapadas de sangre del día que me despellejé la rodilla. Todos los secretos de nuestra familia descansan en esas pilas interminables.

Unas veces la casa parecía simplemente sucia, otras parecía mágica. Mamá podía meter la mano en un recoveco, bolsa o armario y sacar lo que fuera que necesitara. Hizo aparecer un collar de brillantes para lucirlo en una fiesta de Fin de Año, así como anillos con topacios grandes como pulgares. Sacó la colección entera de Narnia un día que tenía fiebre y estaba harto de los libros desparramados por mi cama, y un juego de piezas de ajedrez blancas y negras, talladas a mano, cuando terminé de leer a Lewis.

—Ahí fuera hay gatos —dice el abuelo mirando por la ventana mientras lava una taza de café en el fregadero—. En el granero.

Philip suelta cuidadosamente una bolsa con provisiones. Tiene una expresión extraña.

—Asilvestrados —añade el abuelo. De la vieja tostadora extrae un trozo de pan tieso con ayuda de un tenedor y lo arroja a la bolsa de basura que ha colgado del pomo de la puerta que conduce al sótano.

Me acerco a la ventana. Puedo verlos, siluetas diminutas y escurridizas. Un gato atigrado salta sobre una lata oxidada de pintura y un gato blanco, sentado sobre un terrón de hierbajos altos, retuerce la punta de su cola.

—¿Crees que llevan mucho tiempo aquí?

Mi abuelo niega con la cabeza.

—Apuesto a que eran mascotas. Tienen pinta de mascotas.

Suelta un gruñido.

—Debería llevarles comida —digo.

—Ponla en una trampa —dice Philip—. Mejor atraparlos ahora, antes de que se pongan a parir como locos.

Cuando Philip se va les pongo comida, una lata de atún a la que no se acercan en mi presencia pero por la que se pelean cuando me alejo por el camino. Cuento cinco gatos: el blanco, dos atigrados que me cuesta diferenciar, uno negro y esponjoso con una mancha blanca debajo del mentón y otro diminuto de color toffee.

Tras sustituir nuestros guantes de cuero por unos de goma, el abuelo y yo nos pasamos el resto de la mañana limpiando la cocina. Tiramos un montón de tenedores herrumbrosos, un colador y algunos cacharros. Levantamos un trozo de linóleo y descubrimos un nido de cucarachas que se dispersan a tal velocidad que, pese a los pisotones, logran huir en su mayor parte. Después de comer llamo a Sam al móvil pero me responde Johan. Sam, al parecer, está ocupado comprobando si los estudiantes de último año controlan «el espacio aéreo situado sobre el césped de los estudiantes de último año». El experimento consiste en mantener un pie ligeramente por encima del terreno en cuestión hasta que alguien intente derribarle de una colleja. Le digo que volveré a llamar más tarde.

—¿A quién llamas? —pregunta mi abuelo secándose la cara con la camiseta.

—A nadie.

—Mejor, porque tenemos mucho trabajo.

Me siento a horcajadas en una silla de la cocina y descanso la barbilla en el respaldo.

—¿Crees que me ocurre algo malo?

—Lo que pienso es que voy a limpiar esta casa, que ya no soy ningún jovencito y que estás aquí para ayudarme. ¿O prefieres comportarte como un mocoso inútil?

Me río.

—Seré joven, pero no nací ayer. No es una respuesta.

—Si eres tan listo, cuéntame tú qué está pasando. —Sonríe, como si las disputas verbales fueran su idea de diversión.

Su presencia me hace pensar en los veranos que pasaba de niño en Carney, correteando por su jardín, seguro y libre. No nos necesitaba para engatusar a una víctima o meternos algún objeto robado dentro del pantalón. En lugar de eso nos hacía cortar el césped.

Decido probar otra táctica para demostrarle que estoy prestando atención.

—¿Qué está pasando? Ignoro qué me sucede a mí, pero está claro que algo le sucede a Maura.

Su sonrisa desaparece.

—¿Por qué lo dices?

—¿No la has visto? Tiene muy mala cara. Y cree que oye música. Además, te oí decir que Philip la está manipulando.

El abuelo menea la cabeza y arroja su camiseta sudorienta sobre la mesa.

—Philip no…

—Venga ya —digo—. He visto a Maura con mis propios ojos. ¿Sabes lo que me dijo?

Abre la boca, pero antes de que pueda replicarme oímos unos golpes. La cara de Audrey está enmarcada en el sucio vidrio de la puerta de atrás. Frunce el entrecejo, como si estuviera dando por hecho que se ha equivocado de casa, pero entonces gira el pomo y empuja la puerta con fuerza suficiente para despegarla.

—¿Cómo has dado conmigo? —le pregunto. La sorpresa hace que mi voz adquiera ese tono frío que siempre estoy buscando.

—Todas nuestras direcciones aparecen en el listín del colegio —dice, sacudiendo la cabeza como si fuera un completo idiota.

—Ya —digo, porque soy un completo idiota—. Lo siento. Pasa. Gracias por…

—¿Te han expulsado? —Se lleva una mano con guante azul a la cadera. Me está hablando a mí pero su mirada está recorriendo las pilas de diarios y ceniceros, de manos de maniquíes y coladores de té que invaden las encimeras.

—Temporalmente. —Me esfuerzo por que no se me quiebre la voz. Pensaba que me había habituado al angustioso sentimiento de la añoranza, a añorar a Audrey, pero ahora me doy cuenta de cuánto más voy a añorarla si no puedo verla cada día en clase o sentada en el césped del patio. De repente me trae sin cuidado la dosis adecuada de indiferencia—. Vamos a la sala.

—Soy su abuelo. —El abuelo le tiende la mano izquierda. El guante de goma cuelga lánguidamente en el lugar donde le faltan los dedos. Me alegro de que Audrey no pueda ver los muñones, carne putrefacta fruto de una magia mortífera.

Audrey palidece y se lleva su mano enguantada al estómago, como si acabara de caer en la cuenta de qué es mi abuelo.

—Lo siento —digo—. Abuelo, te presento a Audrey. Audrey, mi abuelo.

—Una chica bonita como tú puede llamarme Desi. —Se toquetea el pelo y sonríe como un granuja buscándose una reprimenda.

Sigue sonriendo cuando pasamos por su lado camino de la sala.

Me siento en el cojín destripado del sofá. Me pregunto qué piensa Audrey de la casa y si va a decir algo sobre ella o sobre mi abuelo. Cuando de niño traía amigos a casa me sentía desafiantemente orgulloso del caos. Me gustaba ser capaz de saltar por encima de las pilas de chismes y de los vidrios rotos y que ellos se trastabillaran. Ahora me parece un océano delirante que no tengo forma de explicar.

Audrey introduce una mano en su lustrosa cartera negra y saca un fajo de listados.

—Toma —dice, dejándolo caer sobre mi regazo y desplomándose a mi lado. Sus cabellos pelirrojos están ligeramente húmedos, como si acabara de salir de la ducha, y noto su frescura en el brazo.

Lila tenía el pelo rubio y empapado de sangre la última vez que la vi.

Cierro los ojos y me presiono los párpados con los dedos hasta que solo veo negro, hasta que consigo ahuyentar esa imagen. Cuando Audrey y yo éramos novios creía que si conseguía gustarle, si conseguía que pensara que yo era como el resto de la gente, llegaría a ser como el resto de la gente.

Pienso en la posibilidad de recuperarla. Me pregunto si sería capaz. Me pregunto cuánto tiempo pasaría antes de que volviera a fastidiarla y ella volviera a dejarme. No soy tan buen timador como para poder conservarla.

—Algunos somníferos pueden provocar sonambulismo —dice, señalando las hojas—. Te he traído algunos artículos de la biblioteca. Hay un tipo que incluso se puso a conducir mientras dormía. Se me ha ocurrido que podrías decir…

—¿Qué estaba tomando somníferos contra el insomnio? —pregunto, rodando hacia ella y apoyando la cara en su hombro, aspirando su olor a través del jersey.

No me aparta. Considero la posibilidad de besarla aquí mismo, en el sucio sofá, pero un instinto de supervivencia me frena. Cuando una persona te ha hecho daño es más difícil relajarte en su presencia, pensar que es seguro amarla, pero eso no te impide desearla. De hecho, a veces pienso que eso acrecienta el deseo.

—No tiene por qué ser verdad. Simplemente puedes decir que estabas tomando pastillas para dormir —dice como si yo no supiera mentir, algo que me enternece y humilla a la vez.

La idea no está nada mal. Si hubiera sido más listo y se me hubiera ocurrido a mí, probablemente seguiría en el colegio.

—Ya les he dicho que de pequeño era sonámbulo.

—Ostras, qué lástima. Existe otra pastilla en Australia que hace que la gente se atiborre de comida y pinte la puerta de casa mientras duerme.

Ladea la cabeza y por su clavícula resbalan seis pequeños amuletos protectores. Suerte. Sueños. Emoción. Cuerpo. Memoria. Muerte. El séptimo —transformación— se ha enganchado en el borde del jersey.

Imagino que le estrujo la garganta con las manos y compruebo, aliviado, que me horrorizo. Me siento culpable cuando pienso que mato a una chica, pero no se me ocurre otra forma de ponerme a prueba, de asegurarme de que esa cosa terrible que habita dentro de mí no se dispone a salir.

Alargo una mano, desengancho la piedra y dejo que resbale por su cuello. Hematita. Probablemente una imitación. No hay suficientes trabajadores transformadores para que haya muchos amuletos auténticos. Un trabajador cada una o dos generaciones. Este amuleto hace que me pregunte si los demás también son falsos.

—Gracias por intentarlo. Era una buena idea.

Se muerde el labio.

—¿Crees que tiene algo que ver con la muerte de tu padre?

Cambio bruscamente de postura y ahora tengo la espalda apoyada en el brazo del sofá.

—¿Si creo que tiene algo que ver con la muerte de mi padre? Mi padre murió en un accidente de coche en pleno día.

—El estrés puede desencadenar sonambulismo. ¿Y el tener a tu madre en la cárcel? Por fuerza tiene que ser estresante.

Elevo la voz.

—Mi padre lleva cerca de tres años muerto, casi el mismo tiempo que mi madre lleva en la cárcel. ¿No crees que…?

—No te enfades.

—¡No me enfado! —Me paso la mano por la cara—. Oye, casi me caigo de un tejado, me han expulsado del colegio y tú me tienes por un pirado. Me parece que tengo buenas razones para estar cabreado. —Respiro hondo y me esfuerzo por esbozar mi mejor sonrisa de disculpa—. Pero no contigo.

—Exacto. —Me da un empellón—. No conmigo.

Tomo su mano enguantada.

—Puedo manejar a Northcutt. Volveré a Wallingford antes de lo que imaginas.

Detesto tenerla dentro de mi caótica casa, descubriendo más cosas de mí de las que desearía. Tengo la sensación de que me ha dado la vuelta y mis partes sin refinar han quedado al descubierto.

Tampoco quiero que se vaya.

—Oye —susurra mientras dirige una mirada rápida a la cocina—, no quiero hacerte saltar otra vez pero ¿crees que alguien podría haberte tocado? Ya sabes, hachebegé.

Tocado. Manipulado. Maldecido.

—¿Para que caminara sonámbulo?

—Para que te tiraras desde un tejado —dice Audrey—. Habría parecido un suicidio.

—Es un trabajo un poco caro. —No quiero contarle que ya lo he pensado, que toda mi familia lo ha pensado, hasta el punto de haberse reunido en secreto para hablar de ello—. Además, sobreviví, lo que lo hace poco plausible.

—Deberías preguntárselo a tu abuelo —dice en voz baja.

«Si eres tan listo, cuéntame tú qué está pasando».

Asiento, percatándome a duras penas de que está devolviendo las hojas a su cartera. Me da un abrazo superficial y no puedo evitar reparar en ello. Mis manos descansan en la región lumbar de su espalda y noto su aliento cálido en el cuello. Con ella podría aprender a ser normal. Cada vez que Audrey me toca experimento la promesa embriagadora de llegar a ser un tío corriente.

—Será mejor que te vayas —digo antes de que cometa una estupidez.

En la puerta, mientras ella se aleja, me vuelvo para verle la cara a mi abuelo. Está ensartando un destornillador en un fogón de la cocina para hacer saltar un quemador atascado sin mostrar la más mínima inquietud por que la familia Zacharov pudiera querer acabar conmigo. Ha trabajado para ellos y por fuerza ha de saber de lo que son capaces. Mucho mejor que yo.

Tal vez por eso está aquí.

Para protegerme.

Siento la necesidad de apoyarme en el fregadero, asaltado por una mezcla de pavor, culpa y gratitud.

Por la noche, en mi viejo cuarto, con los raídos pósters de Magritte pegados al techo y las estanterías repletas de robots y novelas de los Hardy Boys, sueño que me pierdo en medio de una tormenta.

Aunque se trata de un sueño, y estoy bastante seguro de que se trata de un sueño, siento la lluvia fría en la piel, y el agua que cae por mis ojos casi no me deja ver. Encorvo los hombros y corro hacia la única luz visible protegiéndome la cara con la mano.

Llego a la gastada puerta del granero que hay detrás de la casa. Cuando la cruzo me doy cuenta de que no es nuestro granero. En lugar de viejas herramientas y muebles desechados hay un pasillo largo alumbrado con antorchas. Cuando me acerco observo que las antorchas están sostenidas por manos que parecen demasiado reales para ser de yeso. Una mano modifica su posición sobre una de las antorchas y doy un respingo. Me aproximo y compruebo que cada mano ha sido cortada a ras de muñeca y clavada a la pared. Puedo ver el tajo irregular de la carne.

—Hola —digo, tal como hice en el tejado. Esta vez no obtengo respuesta.

Miro atrás. La puerta del granero sigue abierta y cortinas de agua forman charcos en los tablones del suelo. Como es un sueño, no me molesto en regresar para cerrarla. En lugar de eso, echo a andar por el pasillo. Después de caminar un rato que se me antoja desproporcionadamente largo, llego a una puerta destartalada cuyo picaporte es una pata de ciervo. El basto pelo me hace cosquillas en la mano cuando tiro de él.

Dentro encuentro un futón del cuarto de Barron y una cómoda que sé que mamá compró en eBay con la intención de pintarla de verde manzana para la habitación de invitados. Abro los cajones y encuentro varios tejanos viejos de Philip. Están secos y el primero del montón me cae perfecto cuando me lo pongo. Detrás de la puerta cuelga una vieja camisa blanca de papá; recuerdo la quemadura de purito que tenía debajo del codo y el olor de su loción para después del afeitado.

Como sé que estoy soñando no estoy asustado, solo desconcertado, cuando regreso al pasillo y esta vez encuentro unos escalones que suben hasta una puerta pintada de blanco con un tirador de cristal. El tirador se parece a ésos que se utilizan para llamar al servicio en las mansiones de las series de la PBS, pero éste está hecho con las piezas de una araña de luces antigua. Cuando tiro suena una sucesión de timbres que retumban en el aire. La puerta se abre.

En medio de una espaciosa estancia de color gris hay una vieja mesa de picnic y dos sillas plegables. Puede que, después de todo, aún me encuentre en el granero, porque los huecos entre los tablones de las paredes son lo suficientemente anchos para permitirme ver la lluvia recortada contra un cielo tormentoso.

La mesa está cubierta por una seda bordada sobre la que descansan candelabros de plata, dos fuentes también de plata y platos de cantos dorados, cada uno con una cúpula de plata en el centro. Cada cubierto tiene un juego de copas de cristal tallado.

De la penumbra empiezan a salir gatos: gatos atigrados y manchados, gatos de color rojizo y color toffee, gatos tan negros que no puedo diferenciarlos de sus sombras. Son centenares y avanzan hacia mí, empujándose unos a otros.

Me encaramo a una silla y agarro un candelabro, preguntándome qué desagradable situación se dispone a orquestar seguidamente mi cerebro, cuando una pequeña criatura cubierta con un velo entra en la estancia. Lleva un vestido diminuto, como ésos que lucen las muñecas caras. Lila tenía una colección de muñecas con vestidos como ése; su madre la reñía si las tocaba. Nosotros jugábamos con ellas de todos modos, cuando su madre no miraba. Arrastrábamos la que era una princesa por el jardín de mi abuelo, jugando a que uno de mis Power Rangers la tenía cautiva, con un Tamagotchi roto como mapa interestelar, hasta que el vestido acababa lleno de manchas de hierba y los bordes raídos. Este vestido también está raído.

El velo resbala y cae. Debajo aparece la cara de una gata. Una gata erguida sobre las patas traseras, con su cabeza triangular ladeada, casi como si tuviera el cuello partido, y el diminuto cuerpo embutido en el vestido.

No puedo evitarlo, me echo a reír.

—Necesito tu ayuda —dice. Su voz, triste y dulce, suena como la de Lila, pero con un acento extraño, quizá el que tienen los gatos cuando hablan.

—Está bien —digo. ¿Qué otra cosa puedo decir?

—Me han echado una maldición —dice la gata Lila—. Una maldición que solo tú puedes romper.

Los demás gatos nos observan en silencio, agitando la cola y los bigotes.

—¿Quién te ha maldecido? —pregunto, esforzándome por contener la risa.

—Tú —dice la gata blanca.

Mi sonrisa se transforma en una mueca. Lila está muerta y los gatos no pueden caminar erguidos, no pueden unir las pezuñas en señal de súplica, no pueden hablar.

—Solo tú puedes deshacer la maldición —dice, y trato de concentrarme en el movimiento de su boca, en los destellos de sus colmillos, para entender cómo consigue hablar sin labios—. Las pistas están por todas partes. No tenemos mucho tiempo.

«Esto es un sueño», me digo. Un sueño delirante, pero un sueño. No es la primera vez que sueño con una gata.

—¿Fuiste tú la que me comió la lengua?

—Parece que la has recuperado —responde sin pestañear.

Abro la boca para hablar pero noto unas garras en la espalda, unas uñas que se hunden en mi carne, y en lugar de hablar, grito.

Grito y me incorporo. Me despierto.

Oigo el martilleo regular de la lluvia en la ventana y me doy cuenta de que estoy empapado, de que las mantas están mojadas y pegajosas. Estoy en mi cuarto, en mi vieja cama, y las manos me tiemblan tanto que he de aplastarlas con mi cuerpo para calmarlas.