3

Paseo las coles de Bruselas por el plato y escucho a mi sobrino chillar desde su silla alta hasta que Maura, la esposa de Philip, le da una cosa de plástico helada para que la muerda. Maura tiene unas ojeras que parecen moretones. A sus veintiún años parece mayor.

—Te he dejado unas mantas sobre el sofá-cama del despacho —dice.

Detrás de ella hay armarios salpicados de grasa y encimeras laminadas cubiertas de papeles. Quiero decirle que no tiene que preocuparse por mí.

—Gracias —digo en su lugar, porque las mantas ya están en el despacho y no quiero estropear la hospitalidad de Philip pareciendo un ingrato.

No quiero, por ejemplo, señalar que en la cocina hace un calor excesivo, casi asfixiante. Me recuerda a las fiestas familiares, cuando el horno ha estado encendido todo el día. Y eso me hace pensar en mi padre sentado a la mesa, fumando unos puritos finos y alargados que le amarilleaban las yemas de los dedos mientras se asaba el pavo. A veces, en los días bajos, cuando le echo mucho de menos, compro puritos y los dejo arder en el cenicero.

Ahora mismo, sin embargo, solo echo de menos Wallingford y la persona que podía fingir ser cuando estaba allí.

—Mañana vendrá el abuelo —dice Philip—. Quiere que vayas a la vieja casa con él y le ayudes a adecentarla. Dice que quiere dejarla impecable para cuando salga mamá.

—No creo que mamá quiera eso —digo—. No le gusta que la gente revuelva sus cosas.

Philip suspira.

—Díselo cuando lo veas.

—No quiero ir.

Philip está hablando de la casa donde crecimos, un edificio grande y vetusto lleno hasta el techo de las muchas cosas que acumulaban nuestros padres. No había venta de objetos usados que no saquearan cuando recorrían el país cada verano mientras nosotros nos quedábamos en Pine Barrens con el abuelo. Cuando papá murió, las pilas de trastos llegaban tan arriba que en la casa había túneles en lugar de habitaciones.

—Pues no vayas —dice Philip, y por un momento creo que va a mirarme a los ojos, pero en vez de eso se dirige al cuello de mi camisa—. Mamá sabe cuidarse solita. Siempre lo ha hecho. En realidad, dudo que regrese a ese vertedero cuando termine su condena.

Mamá y Philip no se hablan desde el juicio, cuando él se vio obligado a intimidar a algunos testigos para ayudar a los abogados de mamá. Philip es un trabajador físico —trabajador corporal— que puede partir una pierna con un simple roce de su meñique. Creo que no le perdonó a mamá que la condenaran después de sus esfuerzos.

Además, la reacción lo dejó muy débil.

Suspiro. No hablamos de adónde voy a ir si no es con el abuelo. Dudo mucho que Philip tenga planeado acogerme en su casa.

—Puedes decirle al abuelo que le haré de criado únicamente hasta que regrese al colegio. O sea, una semana como mucho.

—Díselo tú —replica.

Maura cruza los brazos sobre el pecho. Me impresiona tanto verle las manos desnudas que me siento violento. Mamá detestaba los guantes en casa; decía que las familias debían confiar en sus miembros. Imagino que Philip piensa lo mismo.

Es diferente cuando las manos pertenecen a alguien con quien no estoy emparentado, aunque se trate de mi cuñada. Me obligo a desviar la mirada hacia su clavícula.

—No dejes que Philip te obligue a quedarte en esa horrible casa —me dice Maura.

—¡Es la casa de la familia! —Philip se levanta y saca una cerveza del frigorífico—. Además, no soy yo quien le está diciendo que vaya.

Tira de la anilla, bebe un largo sorbo y se desabrocha el cuello de su camisa blanca. Veo la gargantilla de queloides, los cortes que su progenitora le abrió en la garganta para simbolizar el fin de su vida anterior y luego llenó de ceniza, hasta que cicatrizaron en una línea larga y tumefacta. Parece una pequeña culebra de color carne enroscada en el cuello, un poco más arriba de la clavícula. Todos los peones, jefes mafiosos de segunda categoría, la tienen, igual que una rosa sobre el corazón indica que la persona pertenece a la bratva rusa o el yakuza se introduce una perla por debajo de la piel del pene por cada año que pasa en la cárcel. Se la hicieron hace tres años; ahora no tiene más que aflojarse el cuello de la camisa para que la gente se ponga a temblar.

Yo no tiemblo.

Las grandes familias de trabajadores, seis en total, se hicieron con el poder de toda la costa este en la década de los treinta y lo han conservado desde entonces. Nonomura. Goldbloom. Volpe. Rice. Brennan. Zacharov. Lo controlan todo, desde los amuletos baratos y probablemente falsos que cuelgan junto a los mecheros en los mostradores de los minisupermercados, pasando por los tarotistas de los centros comerciales que ofrecen pequeños cursos por veinte dólares, hasta las agresiones y asesinatos efectuados para quienes pueden permitírselo y saben a quién pagar. Y mi hermano es una de las personas a las que pagas, como lo fue mi abuelo.

Maura se vuelve hacia la ventana y contempla soñadoramente la parcela de césped, en su mayoría muerto, que se extiende al otro lado.

—¿Oís la música? Viene de fuera.

—Cassel quiere alojarse en la vieja casa —dice Philip, lanzando una mirada rápida y terminante en mi dirección—. Y no se oye ninguna música, Maura. Ninguna música, ¿de acuerdo?

Maura empieza a tararear una canción cuando se pone a recoger los platos.

—¿Estás bien? —le pregunto.

—Está bien —contesta Philip—. Solo está cansada. Se cansa con facilidad.

—Me voy a hacer los deberes —digo, y en vista de que nadie me retiene subo al despacho que Philip tiene en el desván.

En el sofácama hay sábanas limpias y las mantas que Maura me ha prometido están apiladas en un extremo, lavadas tan recientemente que puedo oler el jabón. Me siento frente al escritorio, en la butaca de cuero, y enciendo el ordenador.

La pantalla cobra vida y me muestra un fondo repleto de carpetas. Abro una ventana y consulto mi correo electrónico. Audrey me ha enviado un mensaje.

Cliqueo tan deprisa que se abre dos veces.

«Preocupada x ti», leo. Eso es todo. No está ni firmado.

Conocí a Audrey al inicio de mi primer año en Wallingford. A la hora del almuerzo solía sentarse sobre el muro de cemento del aparcamiento, donde bebía café y leía viejos libros de bolsillo de Tanith Lee. En una ocasión estaba leyendo Don’t Bite the Sun. Yo ya lo había leído; me lo había prestado Lila. Le dije que prefería Sabella.

—Porque eres un romántico —dijo—. Los tíos sois unos románticos. En serio. Las chicas somos más pragmáticas.

—No es cierto —repuse, pero cuando comenzamos a salir empecé a preguntarme si no tendría razón.

Tardo veinte minutos en redactar una respuesta: «En casa una semana. Deseando plantarme delante de la tele». Confío en que transmita la dosis adecuada de indiferencia; me llevó mucho tiempo conseguirla.

Finalmente pulso enviar y suelto un gemido, sintiéndome nuevamente como un idiota.

El resto de mis correos son, en su mayoría, spams o enlaces a un vídeo donde aparezco colgado del tejado de Smythe que alguien ha descargado ya en YouTube, y algunos mensajes de profesores con las tareas de la semana. Interpreto lo segundo como una señal de que aún tengo probabilidades de volver a Wallingford pese a lo primero. Todavía he de terminar los deberes de anoche, pero antes de empezar quiero decidir cómo voy a convencer al colegio de que olvide el incidente del tejado. Después de googlear un rato encuentro a dos especialistas en trastornos del sueño a una hora de casa en coche. Imprimo las dos direcciones y guardo los logos como jpg en mi pendrive. Por algo se empieza. Doy por hecho que ningún médico estará dispuesto a poner en peligro su reputación para garantizar que no volveré a caminar sonámbulo, pero eso es algo que puedo resolver.

Me siento bastante envalentonado, así que decido hacer algo para librarme del plan de limpieza del abuelo. Llamo al móvil de Barron. Contesta al segundo tono, corto de resuello.

—¿Estás ocupado? —pregunto.

—No para un hermano que casi se estampa contra el suelo. ¿Qué te pasó?

—Tuve un sueño extraño y empecé otra vez a caminar sonámbulo. Nada grave, pero ahora me encuentro a merced de Philip hasta que el colegio comprenda que no tengo intención de matarme.

Suspiro. Barron y yo nos llevábamos fatal de niños, pero ahora es prácticamente la única persona de mi familia con la que puedo hablar.

—¿Philip te está fastidiando? —dice Barron.

—Digamos que si me quedo aquí mucho más tiempo me mato de verdad.

—Lo importante es que estás bien —dice Barron, un comentario agradable aunque algo paternalista.

—¿Puedo quedarme contigo?

Barron está estudiando en Princeton para entrar en Derecho, toda una ironía teniendo en cuenta que es un mentiroso compulsivo. Es la clase de embustero que se olvida por completo de lo que te dijo la última vez, pero se cree sus mentiras con tal convicción que a veces consigue convencerte a ti también. Dudo que pueda pasar más de medio minuto en un juicio sin inventarse algo delirante sobre su cliente.

—Tengo que preguntárselo a mi compañera de cuarto —dice—. Sale con un embajador que está continuamente enviándole un coche para que la lleve a Nueva York. Puede que no quiera otro motivo de estrés.

Ya.

—Si no pasa mucho tiempo ahí puede que no le importe. Otra opción sería hacer couch surfing. —Decido exagerar—. Aunque siempre me quedará la parada del autobús.

—¿Por qué no puedes quedarte con Philip?

—Quiere enviarme a limpiar la vieja casa con el abuelo. No lo ha dicho, pero creo que no me quiere aquí.

—No seas paranoico —dice Barron—. Por supuesto que Philip te quiere ahí.

Philip habría querido a Barron.

Cuando yo tenía unos siete años seguía a un Philip de trece por toda la casa jugando a que éramos superhéroes. Él era el héroe principal y yo su adlátere, el Robin de Batman. Estaba siempre fingiendo que me hallaba en apuros para que él pudiera rescatarme. Si me encontraba en el viejo cajón de arena, hacía ver que el cajón era un reloj de arena gigante que me estaba engullendo. En la pequeña piscina era perseguido por tiburones. Le llamaba a voz en grito pero siempre acababa acudiendo Barron.

A los diez años Barron ya era el verdadero adlátere de Philip, idóneo para hacerse cargo de las cosas para las que Philip estaba demasiado ocupado. Como por ejemplo yo. Me pasé la mayor parte de mi infancia envidiando a Barron. Quería ser él, y me molestaba que Barron hubiera conseguido ser él antes que yo.

Eso fue antes de que comprendiera que nunca sería él.

—Podría pasar contigo un par de días —digo.

—Claro, claro —responde, pero no es un compromiso. Es una evasiva—. Háblame de ese sueño tan loco que tuviste. ¿Qué te hizo subirte al tejado?

Resoplo.

—Una gata me robó la lengua y quería recuperarla.

Se ríe.

—Tu cerebro es un lugar oscuro. La próxima vez, muchacho, deja que la gata se lleve la lengua.

Detesto que me llamen muchacho, pero no tengo ganas de discutir.

Nos despedimos y enchufo el móvil al cargador y el cargador a la pared. Envío por correo los deberes terminados.

He empezado a abrir carpetas al azar en el ordenador de Philip cuando Maura aparece en la puerta. Hay muchas fotos de chicas en cueros, tumbadas boca arriba, quitándose largos guantes de terciopelo. Chicas tocando pechos desnudos con las manos sorprendentemente descubiertas. Cierro la imagen, sin duda archivada por error, de un tío con unos pantalones rarísimos y un diamante gigante en el cuello. En lo que a imágenes escandalosas se refiere, son bastante insulsas.

—Toma. —Me tiende una taza de algo que huele a menta. No tiene la mirada del todo en la mía y en su mano descansan dos comprimidos—. Philip dice que te tomes esto.

—¿Qué son?

—Te ayudarán a descansar.

Me tomo los comprimidos y bebo la infusión.

—¿Qué pasa con vosotros dos? —me pregunta—. Philip se comporta de manera muy extraña cuando estás aquí.

—Nada —digo, porque Maura me cae bien. No quiero contarle que Philip probablemente no quiere que me quede a solas con su hijo en su casa, por lo de Lila. Philip vio la expresión de mi cara, vio la sangre, se deshizo del cuerpo. Yo en su lugar tampoco me querría aquí.

Me despierto en mitad de la noche con unas ganas feroces de orinar. Me noto la cabeza pesada y al principio no reparo en las voces de abajo cuando me arrastro por la moqueta del pasillo. Hago pipí y acerco una mano a la cadena. La detengo sobre la palanca.

—¿Qué haces aquí? —está preguntando Philip.

—Vine en cuanto me enteré.

La voz del abuelo es inconfundible. Vive en un pueblo llamado Carney, en Pine Barrens, y ha pillado algo de acento allí. O quizá haya dejado que le vuelva cierto rastro de un viejo acento. Carney es como un cementerio donde todo el mundo es propietario ya de su parcela y se ha construido encima una casa. La mayoría son trabajadores y muy pocos tienen menos de sesenta años; es el lugar adónde van a morir.

—Estamos cuidando bien de él.

Me quedo unos instantes desconcertado, preguntándome si he oído bien. Barron está abajo. No entiendo por qué no me ha dicho que pensaba venir. Mamá siempre decía que él y Philip me ocultaban cosas porque era su hermano pequeño, pero yo sabía que lo hacían porque ellos eran trabajadores y yo no. Tampoco el abuelo ha subido para invitarme a la pequeña reunión.

Aunque sea de la familia, nunca dejaré de ser un intruso.

Asesinar a una persona no contribuyó a cambiar eso, aunque en cierto modo pudiera esperarse lo contrario. Por lo menos demostré que era capaz de actuar como un criminal.

—El muchacho necesita que alguien le vigile —dice el abuelo—. Y algo con lo que mantenerse ocupado.

—Lo que necesita es descansar —replica Barron—. Además, ni siquiera sabemos qué ocurrió realmente. ¿Y si le estaba siguiendo alguien? ¿Y si Zacharov descubrió lo que le pasó a Lila? Todavía está buscando a su hija.

Se me hiela la sangre.

Alguien resopla. Imagino que es Philip, hasta que el abuelo dice:

—¿Y creéis que estará a salvo con unos payasos como vosotros?

—Lo ha estado hasta ahora —responde Philip.

Avanzo hacia la escalera y me acuclillo en el rellano que da a la sala de estar. Deben de estar en la cocina, porque puedo oírles con mucha claridad. Decido bajar para comunicarles lo bien que puedo oírles. Les obligaré a incluirme en la conversación.

—A lo mejor no te queda tiempo para preocuparte de tu hermano, teniendo en cuenta lo preocupado que debes de estar por tu esposa. ¿Crees que no me he dado cuenta? Y no deberías manipularla.

Detengo el pie en el primer peldaño. ¿Manipularla?

—No metas a Maura en esto —protesta Philip—. Nunca te cayó bien.

—Como quieras —dice el abuelo—. No es mi problema cómo lleves tu casa. Ya te lo encontrarás. Solo digo que estás demasiado ocupado.

—Cassel no quiere ir contigo —dice Philip.

Me sorprendo. Una de dos, o Philip detesta realmente que el abuelo le diga lo que debe hacer, o Barron le ha convencido para que me deje quedarme.

—¿Y si se subió a ese tejado porque quería tirarse? Piensa en lo mal que lo ha pasado —dice el abuelo.

—Cassel no es así —interviene Barron—. Ha logrado mantenerse fuera de líos en ese colegio. El muchacho necesita descansar, eso es todo.

La puerta del dormitorio principal se abre y Maura sale al pasillo. Lleva el camisón de franela subido a la cadera. Puedo verle un trocito de braga.

Pestañea pero no parece sorprendida de verme en el rellano.

—Me ha parecido oír voces. ¿Ha venido alguien?

Me encojo de hombros. El corazón me va a cien. Tardo unos segundos en comprender que no me ha pillado haciendo gran cosa.

—Yo también oí voces.

Está exageradamente flaca. Las clavículas parecen cuchillas que amenazan con cortarle la piel.

—Esta noche la música está muy alta. Tengo miedo de no poder oír al bebé.

—No te preocupes —susurro—. Seguro que duerme como un… eso, como un bebé. —Sonrío pese a saber que el chiste no puede ser más malo. Maura me pone nervioso. Me parece una extraña en la oscuridad del rellano.

Se sienta a mi lado, sobre la moqueta, estirándose el camisón e introduciendo las piernas entre los barrotes de la barandilla. Puedo contar las vértebras de su columna.

—Voy a dejar a Philip.

Me pregunto qué le ha hecho mi hermano. Estoy casi seguro de que Maura no sabe que ha sido manipulada, pero si se trata de una maldición de amor puede que se esté agotando. Las maldiciones se agotan, aunque pueden tardar seis e incluso ocho meses en hacerlo. Me gustaría preguntarle si ha ido a ver a mi madre a la cárcel. Mamá tiene que llevar guantes, pero podría haber arrancado algunos hilos para permitir que su piel rozara la de Maura mientras se despedían.

—No lo sabía —digo.

—Muy pronto. Es un secreto. ¿Me guardarás el secreto?

Asiento enérgicamente.

—¿Por qué no estás abajo con los demás?

Me encojo de hombros.

—Los hermanos pequeños siempre se quedan fuera.

Abajo siguen hablando. No alcanzo a oír bien las palabras, pero me da miedo dejar de hablar por temor a que Maura pueda oír lo que están diciendo de ella.

—No sabes mentir. Philip sí sabe, pero tú no.

—¡Eh! —protesto, francamente ofendido—. Yo soy muy bueno mintiendo. Soy el mejor embustero de la historia.

—Embustero —dice mientras una sonrisa le curva lentamente los labios—. ¿Por qué te pusieron Cassel tus padres?

Me siento derrotado y divertido.

—Mi madre adoraba los nombres raros. Papá insistió en que su primer hijo se llamara como él, pero después mamá logró ponernos a Barron y a mí el nombre que le vino en gana. De haberse salido con la suya, Philip se habría llamado Jasper.

Maura pone los ojos en blanco.

—Anda ya. ¿Estás seguro de que no son nombres de su familia? ¿Nombres tradicionales?

—Quién sabe. Es todo muy misterioso. Papá era rubio, y apuesto a que encontró el apellido Sharpe en una caja de Cracker Jack con carnets de identidad falsos. En cuanto a la familia de mamá, el abuelo dice que su padre, o sea, el abuelo de mamá, era un maharajá de la India que vendía tónicos desde Calcuta hasta el Medio Oeste. Tendría sentido que fuéramos indios. Su apellido, Singer, podría ser una derivación de Singh. Pero son solo cosas que él cuenta.

—Tu abuelo me explicó que alguien de tu familia era descendiente de un esclavo fugitivo.

Me pregunto qué pensó Maura cuando se casó con Philip. En los trenes siempre se me acerca gente hablándome en idiomas diversos, como si tuviera que entenderlos. Me fastidia saber que nunca los entenderé.

—Sí —digo—. Pero me gusta más la historia del maharajá. Y no me hagas hablar de la teoría de que somos iroqueses. O italianos. No solo italianos, sino «descendientes de Julio César».

Suelta una risa tan fuerte que me pregunto si la habrán oído abajo, pero el ritmo de las voces no varía.

—¿Era un trabajador? —pregunta Maura, bajando la voz—. A Philip no le gusta hablar de eso.

—¿El bisabuelo Singer? —pregunto—. No lo sé.

Teniendo en cuenta los muñones negros de su mano izquierda, estoy casi seguro de que Maura sabe que mi abuelo es un trabajador mortal. Cada tipo de maldición trae consigo un tipo de reacción, y las maldiciones mortales te matan una parte de ti. Si tienes suerte solo te pudre algunos dedos. Si no la tienes, puede pudrirte los pulmones o el corazón. Cada maldición afecta al trabajador, dice mi abuelo.

—¿Siempre supiste que no podías hacerlo? ¿Fue tu madre quien se dio cuenta?

Niego con la cabeza.

—No. Cuando éramos pequeños mi madre temía que manipuláramos a alguien sin querer. Daba por hecho que se manifestaría con el tiempo, de modo que no nos lo alentaba. —Pienso en la rapidez con que mi madre evaluaba a una posible víctima y la multitud de turbias habilidades que nos animaba a aprender. Eso hace que casi la extrañe—. Pero yo fingía que era un trabajador. En una ocasión pensé que había convertido una hormiga en un palo, hasta que Barron me contó que había hecho el cambiazo para reírse de mí.

—Transformación, ¿eh? —La sonrisa de Maura es distante.

—¿Qué gracia tiene fingir ser un trabajador a menos que se trate del más experto profesional de la maldición más rara del mundo? —pregunto.

Se encoge de hombros.

—Pensaba que podía hacer que la gente se cayera al suelo. Cada vez que mi hermana se despellejaba la rodilla, estaba seguro de que yo era el causante. Lloré cuando comprendí que no lo era.

Maura mira hacia el cuarto de su hijo.

—Philip no quiere que le hagamos la prueba al bebé, pero tengo miedo. ¿Y si nuestro hijo hace daño a alguien sin querer? ¿Y si es uno de esos niños nacidos con reacciones que incapacitan? Por lo menos, si diera positivo sabríamos a qué atenernos.

—Asegúrate de que siempre lleve guantes —digo, consciente de que Philip jamás aceptará hacerle la prueba— hasta que sea lo suficientemente mayor para intentar un pequeño trabajo.

Nuestro profesor de educación sanitaria solía decir que si en la calle se te acercaba alguien con las manos descubiertas, las vieras como algo tan potencialmente mortal como cuchillas sin funda.

—Cada niño evoluciona de una manera diferente. Es imposible saber cuándo estará listo —dice Maura—. Los guantes de bebé son una monada, por eso.

Abajo, el abuelo está previniendo a Barron de algo. Eleva la voz y pesco las palabras: «En mis tiempos éramos temidos. Ahora tenemos miedo».

Bostezo y me vuelvo hacia Maura. Aunque se pasen toda la noche discutiendo sobre lo que quieren hacer conmigo, no podrán impedirme que regrese al colegio.

—¿Realmente oyes música? ¿Cómo suena?

Su sonrisa se torna radiante pero no aparta la mirada de la moqueta.

—Como ángeles chillando mi nombre.

Un escalofrío me sube por los brazos.