2

Solo dispongo de tiempo para ponerme el uniforme y correr a clase de francés; el desayuno terminó hace rato. El televisor de Wallingford cobra vida en el instante en que suelto los libros sobre mi mesa. Sadie Flores anuncia desde la pantalla que durante la hora de actividades el club latino celebrará una venta de dulces caseros para financiarse la construcción de una gruta al aire libre y que el equipo de rugby se reunirá dentro del gimnasio. Consigo mantener el tipo a lo largo de mis clases hasta que caigo fulminado en la de historia. Me despierto de golpe, con un hilo de baba en la manga de la camisa y el señor Lewis preguntando:

—¿En qué año entró en vigor la prohibición, señor Sharpe?

—En 1929 —farfullo—. Nueve años después de que comenzara la ley seca. Justo antes del desplome de la bolsa.

—Muy bien —me felicita a regañadientes—. ¿Y puede decirme por qué la prohibición no ha sido revocada como en el caso de la ley seca?

Me limpio la boca. Mi dolor de cabeza no ha remitido un ápice.

—Eh… ¿porque el mercado negro proporciona a la gente trabajo de maldiciones de todos modos?

Un par de personas ríen, pero el señor Lewis no está entre ellas. Señala la pizarra, donde ha escrito con tiza un revoltijo de razones. Algo sobre iniciativas económicas y un acuerdo comercial con la Unión Europea.

—Por lo visto es capaz de hacer muchas cosas bien mientras duerme, señor Sharpe, pero asistir a mi clase no parece ser una de ellas.

Se lleva la risa más sonora. Me mantengo despierto el resto de la hora, aunque a veces he de clavarme el bolígrafo para conseguirlo.

Regreso a mi cuarto y duermo durante el rato que debería estar recibiendo ayuda de los profesores en las asignaturas que peor llevo, durante la clase de atletismo y durante la reunión del grupo de debate. Cuando me despierto, ya empezada la cena, siento que el ritmo de mi vida normal se está ralentizando y no sé cómo recuperarlo.

El colegio preuniversitario Wallingford se parece mucho a como me lo imaginé el día que mi hermano Barron llevó el prospecto a casa. El césped no es tan verde y los edificios son más pequeños, pero tiene una biblioteca imponente y todo el mundo viste americana en la cena. Los chicos vienen a Wallingford por dos razones: porque el colegio privado es su billete de entrada a una universidad de prestigio o porque fueron expulsados del colegio público y están utilizando dinero de sus padres para evitar el centro para delincuentes juveniles, su otra opción.

Wallingford no era precisamente Choate o Deerfield Academy, pero estaba dispuesto a admitirme pese a mis lazos con los Zacharov. Barron pensó que el colegio me daría estructura. Se acabó eso de vivir en una casa desordenada. Se acabó eso de vivir en el caos. Y las cosas me han ido bien. Aquí, mi incapacidad para hacer trabajo de maldiciones constituye, en realidad, una ventaja, la primera vez que me ha servido de algo. Y sin embargo veo en mí una inquietante tendencia a meterme en todos los líos que esta nueva vida debería evitarme. Como dirigir el negocio de apuestas cuando necesito dinero. Por lo visto, no puedo dejar de aprovechar una oportunidad cuando la tengo delante.

El comedor está revestido de madera y tiene un techo alto y abovedado que hace que nuestras voces resuenen. De las paredes penden retratos de destacados directores del colegio y, naturalmente, del propio Wallingford. El coronel Wallingford, fundador de Wallingford Preparatory, muerto por un trabajo de maldición un año antes de que entrara en vigor la prohibición, me mira con desdén desde su marco dorado.

Mis zapatos martillean las gastadas losetas de mármol, y frunzo el entrecejo cuando las voces a mi alrededor se funden en un zumbido que me retumba en los oídos. Camino de la cocina noto las manos húmedas, y cuando empujo la puerta el sudor empapa el algodón de mis guantes.

Miro automáticamente en derredor buscando a Audrey. No está, pero no tendría que haber mirado. He de ignorarla lo suficiente para que no piense que me importa, pero sin pasarme. Si me paso me delataré igual.

Sobre todo hoy que me siento tan perdido.

—Llega tarde —dice una de las mujeres del servicio de comidas sin levantar la vista del mostrador que está limpiando. Parece haber sobrepasado la edad de jubilación (tiene por lo menos la edad de mi abuelo) y por su gorro de plástico asoman algunos rizos permanentados.

—La cena ha terminado.

—Ya —digo. Entonces mascullo—: Lo siento.

—Ya hemos retirado la comida. —La mujer me mira. Levanta sus manos cubiertas de plástico—. Estará fría.

—Me gusta la comida fría. —Esbozo mi sonrisa más inocente.

Menea la cabeza.

—Me gustan los chicos con apetito. Estáis todos tan flacos, y las revistas hablan de que os matáis de hambre como las chicas.

—Yo no —le aseguro. La barriga me gruñe y eso le hace reír.

—Ve a sentarte y te llevaré un plato. Coge algunas galletas de esa bandeja. —Ahora que ha decidido que soy un pobre muchacho necesitado de alimento está encantada de mimarme.

A diferencia de otras cafeterías escolares, en la de Wallingford la comida es buena. Las galletas están oscuras por la melaza y condimentadas con jengibre. Cuando me trae los espaguetis, están tibios pero noto el gusto del chorizo en la salsa roja. Mientras mojo pan Daneca Wasserman se acerca a la mesa.

—¿Puedo sentarme? —me pregunta.

Miro el reloj de la pared.

—La hora de estudio comienza dentro de nada.

Su mata de rizos castaños, recogida hacia atrás con una cinta de sándalo, parece enmarañada. Contemplo la bolsa de cáñamo que descansa en su cadera tachonada de chapas que rezan FUNCIONO CON TOFU, NO A LA PROPUESTA 2 y DERECHOS PARA LOS TRABAJADORES.

—Te has saltado el grupo de debate —dice.

—Ajá.

Lamento evitar a Daneca y responder a sus preguntas con parquedad, pero así lo he hecho desde que entré en Wallingford. No obstante, es amiga de Sam y el hecho de vivir con él hace que evitar a Daneca resulte más difícil.

—Mi madre quiere hablar contigo. Dice que lo que hiciste era un grito de socorro.

—Lo era —replico—. Por eso grité «¡Socooooorro!». Me gusta ir al grano.

Emite un ruidito de impaciencia. La familia de Daneca es cofundadora de HEX, el grupo de apoyo que quiere que vuelva a legalizarse el trabajo, básicamente para que las leyes contra los trabajos realmente graves puedan aplicarse con más dureza. He visto a su madre en televisión, sentada en su despacho de su casa de ladrillo de Princeton, con un frondoso jardín visible desde la ventana que tiene detrás. La señora Wasserman hablaba de que, pese a las leyes, nadie quería renunciar a tener un trabajador de la suerte en una boda o un bautizo, y que tales trabajos eran beneficiosos. También hablaba de lo mucho que beneficiaba a las familias mafiosas que se impidiera a los trabajadores encontrar maneras de utilizar sus talentos de forma legal. Y reconocía que ella era una trabajadora. Fue un discurso sorprendente. Un discurso peligroso.

—Mi madre se relaciona con familias de trabajadores continuamente —dice Daneca—, y con los problemas a los que se enfrentan los hijos de trabajadores.

—Ya lo sé, Daneca. Oye, el año pasado no quise ingresar en tu club HEX juvenil y tampoco quiero hacerlo ahora. Yo no soy trabajador y me trae sin cuidado que tú lo seas. Búscate a otro a quien reclutar o salvar o lo que quiera que estés intentando hacer. Y no quiero conocer a tu madre.

Titubea.

—Yo no soy una trabajadora. No lo soy. Que quiera…

—Lo que tú digas. Te he dicho que me da igual.

—¿Te da igual que en Corea del Sur estén haciendo redadas y disparando a trabajadores? ¿Y que aquí, en Estados Unidos, se vean obligados a aceptar contratos prácticamente de servidumbre con familias mafiosas? ¿Todo eso te da igual?

—Sí, me da igual.

Valerio se acerca por el pasillo. Eso basta para que Daneca decida que no quiere arriesgarse a recibir una sanción por no estar donde debiera. Bolsa en mano, se marcha lanzándome una última mirada. La mezcla de decepción y desprecio que veo en sus ojos me escuece.

Me meto en la boca un enorme trozo de pan empapado de salsa y me levanto.

—Enhorabuena, señor Sharpe. Esta noche dormirá en su habitación.

Asiento mientras mastico. Si logro que mi noche transcurra sin incidentes quizá consideren la posibilidad de dejar que me quede.

—Pero quiero que sepa que tengo la perra del decano Wharton y que dormirá en el pasillo. Se pondrá a ladrar como una fiera si se le ocurre darse uno de sus paseos nocturnos. Más le vale que no me lo encuentre fuera de su habitación, ni siquiera para ir al baño. ¿Le ha quedado claro?

Trago.

—Sí, señor.

—Será mejor que regrese y se ponga con los deberes.

—Desde luego, señor —digo—. Gracias.

Raras veces salgo solo del comedor. Por encima de los árboles, de sus hojas del color verde claro de los nuevos retoños, los murciélagos zigzaguean bajo un cielo todavía claro. El aire huele a hierba aplastada y a humo. Alguien está quemando las hojas húmedas y descompuestas del invierno.

Sam está sentado a su mesa con los auriculares puestos, su enorme espalda de cara a la puerta y la cabeza gacha, haciendo garabatos en su libro de física. Apenas levanta la vista cuando me derrumbo en la cama. Por la noche tenemos tres horas de deberes pero nuestro período de estudio solo consta de dos, de modo que si no quieres pasarte el descanso de las nueve y media mordiéndote las uñas, tienes que empollar. Ignoro si el dibujo de la zombie de ojos saltones devorando los sesos del senil James Page forma parte de los deberes de Sam, pero si es así, su profesor de física mola.

Saco los libros de la mochila y comienzo por los problemas de trigonometría, pero mientras mi lápiz araña la hoja de la libreta me doy cuenta de que no recuerdo la clase lo bastante bien para poder resolverlos. Empujo esos libros contra la almohada y decido leer el capítulo que nos han puesto sobre mitología, un olímpico enredo familiar con Zeus de protagonista. Sémele, su novia embarazada, es persuadida por Hera, esposa de Zeus, para que convenza a éste de que se muestre ante ella en toda su divinidad. Aunque sabe que eso la matará, Zeus satisface la petición de Sémele. Minutos después le arranca el bebé Dioniso de la abrasada matriz y se lo cose a la pierna. No es de extrañar que Dioniso se tire a la bebida. Acabo de llegar a la parte en que está siendo criado por una muchacha (para que Hera no lo encuentre) cuando Kyle aporrea el marco de la puerta.

—¿Qué? —dice Sam, quitándose un auricular y girando sobre su silla.

—Teléfono —responde Kyle mirándome.

Supongo que antes de que existieran los móviles los estudiantes no tenían otra forma de llamar a casa que acumulando monedas de veinticinco céntimos y echándolas en el viejo teléfono público que hay al final de cada pasillo. Pese a las llamadas en plena noche de algún que otro pirado, Wallingford ha dejado esos viejos teléfonos donde estaban. De tanto en tanto la gente todavía los utiliza, sobre todo padres llamando a hijos que se han quedado sin batería o no responden a sus mensajes. O mi madre, llamando desde la cárcel.

Levanto el pesado auricular negro.

—¿Diga?

—Estoy muy decepcionada contigo —dice mamá—. Ese colegio te está atontando el cerebro. ¿Qué hacías subido a un tejado?

Teóricamente mamá no puede llamar a un teléfono público desde el teléfono público de la cárcel, pero ha encontrado una manera. Primero hace que mi cuñada acepte el cobro revertido y a renglón seguido Maura me hace una llamada a tres, a mí o a quien mamá necesite. Abogados, Philip, Barron.

Mamá podría hacer una llamada a tres a mi móvil, pero está convencida de que una rama espía del gobierno escucha todas las conversaciones entre móviles, por lo que trata de evitarlos.

—Estoy bien —digo—. Gracias por preocuparte.

Su voz me recuerda que Philip vendrá a buscarme por la mañana. Por un momento fantaseo que pasa de aparecer y el asunto cae en el olvido.

—¿Preocuparme? ¡Soy tu madre! ¡Debería estar ahí contigo! Qué injusto que yo tenga que estar aquí encerrada mientras tú te paseas por los tejados, metiéndote en la clase de problemas que nunca habrías tenido si tuvieras una familia estable, una madre esperándote en casa. Así se lo dije al juez. Le dije que si me encerraba sucedería esto. Bueno, no esto exactamente. Pero nadie podrá decir que no se lo advertí.

A mamá le encanta hablar. Le gusta tanto que puedes pasarte una conversación entera farfullando mmmm y hum, sin pronunciar una sola palabra de verdad. Sobre todo ahora que se encuentra lejos y, por muy cabreada que esté, no puede rozarte la piel con su mano y hacerte llorar de remordimiento.

El trabajo emocional es poderoso.

—Escúchame —dice—. Te irás a casa de Philip. Por lo menos así estarás con los de nuestra clase. Estarás a salvo.

Los de nuestra clase. Trabajadores. Con la diferencia de que yo no soy como ellos. Soy el único no trabajador de toda mi familia. Rodeo el auricular con la mano.

—¿Corro algún peligro?

—Naturalmente que no. No digas tonterías. He recibido una carta amabilísima de aquel conde. Quiere llevarme de crucero cuando salga de aquí. ¿Qué te parece? Me gustaría que nos acompañaras. Le diré que eres mi ayudante.

Sonrío. Mi madre puede ser tremenda y manipuladora, pero me quiere.

—Está bien, mamá.

—¿En serio? Oh, cielo, qué alegría. Todo esto es tan injusto. No puedo creer que me hayan separado de mis cachorros cuando más me necesitan. He hablado con mis abogados y van a solucionar todo este asunto. Les dije que me necesitabas. Pero sería de gran ayudar que les escribieras una carta.

Sé que no lo haré.

—Tengo que dejarte, mamá, es mi hora de estudio. No debería estar hablando por teléfono.

—Oh, pásame a ese encargado tuyo. ¿Cómo se llama? ¿Valerie?

—Valerio.

—Pónmelo al teléfono y se lo explicaré todo. Estoy segura de que es un buen hombre.

—Tengo que dejarte, en serio. He de hacer los deberes.

Ríe y a renglón seguido oigo un ruido que sé que es ella encendiéndose un cigarrillo. Oigo la profunda inhalación, el quedo chisporroteo del papel quemándose.

—¿Para qué? Ya no tienes nada que hacer en ese lugar.

—Así será si no hago los deberes.

—Cariño, ¿sabes cuál es tu problema? Que te tomas las cosas demasiado en serio. Como eres el benjamín de la familia…

Puedo imaginármela embarcándose en sus conjeturas, acuchillando el aire para darles énfasis, apoyada contra la pared de bloques de hormigón pintado de la cárcel.

—Adiós, mamá.

—Quédate con tus hermanos —dice, bajando la voz—. Con ellos estarás a salvo.

—Adiós, mamá —repito, y cuelgo. Noto una opresión en el pecho.

Me quedo en el pasillo hasta que llega el descanso y todo el mundo desciende como una flecha a la sala de abajo.

Rahul Pathak y Jeremy Fletcher-Fiske, los otros dos jugadores de fútbol de tercer año de la residencia, me saludan con la mano desde el sofá de rayas donde se han apoltronado. Les devuelvo el saludo, cojo una bolsita de chocolate en polvo y la vacío en una taza grande llena de café. Creo que en principio el café es para el personal, pero todos lo bebemos y nadie protesta.

Cuando me siento, Jeremy hace una mueca.

—¿Tienes el hachebegé?

—Sí, de tu madre —respondo sin alterarme. HBG es la abreviatura de un largo término médico que significa «trabajador».

—Oh, venga, hablo en serio —dice—. Tengo una propuesta que hacerte. Necesito que me pongas en contacto con alguien que pueda manipular a mi novia para que se muera por mis huesos. En el baile. Te pagaremos.

—No conozco a nadie.

—Estoy seguro de que sí —dice Jeremy mirándome fijamente a los ojos, como si yo estuviera tan por debajo de él que no le cabe en la cabeza que tenga siquiera que intentar convencerme. Debería de ser un honor para mí ayudarle. Para eso estoy—. Piensa quitarse los amuletos. Quiere hacerlo.

Me pregunto cuánto estaría dispuesto a pagar. Seguro que no lo suficiente para sacarme de apuros.

—Lo siento, no puedo ayudarte.

Rahul extrae un sobre del bolsillo interior de su chaqueta y me lo tiende.

—He dicho que no puedo —repito—. No puedo, ¿vale?

—No, no —dice—. Vi al ratón. Estoy seguro de que se dirigía a una de esas trampas de pegamento. Muerto antes de mañana. —Hace el gesto de acuchillarse la garganta y sonríe—. Cincuenta dólares al pegamento.

Jeremy frunce el entrecejo, como si no quisiera tirar la toalla conmigo pero no supiera cómo reconducir la conversación.

Me meto el sobre en el bolsillo y me obligo a relajarme.

—Espero que no —replico mientras me digo que cuando regrese a la habitación pediré a Sam que anote la cantidad y el tipo de apuesta, para que practique—. Ese ratón es bueno para el negocio.

—Porque tú solo quieres seguir sacándonos la pasta —asegura Rahul, aunque sonríe mientras lo dice.

Me encojo de hombros. Carezco de una buena respuesta.

—Apuesto a que se arranca las patas a mordiscos y escapa —dice Jeremy—. Ese bicho es un superviviente.

—Entonces apuesta —dice Rahul.

—No llevo dinero encima —replica Jeremy, girando los bolsillos de su pantalón con grandes aspavientos.

Rahul ríe.

—Yo te lo presto.

El café moca me abrasa la garganta. Detesto esta conversación.

—Si tenéis que cobrar, sabed que he dejado a Sam a cargo del negocio.

Jeremy y Rahul interrumpen la negociación y se vuelven hacia Sam. Está en la otra punta de la sala sentado a una mesa, delante de una pila de papel cuadriculado, dibujando una figura de plomo. A su lado, Jill Pearson-White lanza unos dados con extrañas caras y golpea el aire con el puño.

—¿Piensas darle nuestro dinero? —pregunta Rahul.

—Confío en él —digo—. Y vosotros confiáis en mí.

—¿Estás seguro de que todavía podemos confiar en ti? Tu comportamiento de anoche me hizo pensar en Alguien voló sobre el nido del cuco. —La nueva novia de Jeremy está en el grupo de teatro, y eso se refleja en sus referencias al cine—. Y ahora resulta que te largas una temporada.

Pese al café que ahora corre por mis venas y la larga siesta de esta tarde, estoy cansado. Y harto de dar explicaciones sobre mi sonambulismo. Después de todo, nadie me cree.

—Eso es personal —digo, y doy unos golpecitos al sobre que asoma por mi bolsillo—. Esto es profesional.

Por la noche, tumbado en la oscuridad del cuarto con la vista clavada en el techo, empiezo a dudar de que el azúcar y la cafeína que he bebido sean suficientes. Si vuelvo a caminar sonámbulo no habrá forma de que me readmitan en Wallingford, por lo que no quiero correr el riesgo de dormirme. Puedo oír a la perra al otro lado de la puerta martilleando la madera del suelo con las uñas, hasta que se tumba en un nuevo rincón con un golpe sordo.

No puedo dejar de pensar en Philip. No puedo dejar de pensar que, a diferencia de Barron, no me ha mirado directamente a los ojos desde que tenía catorce años. Ni siquiera me deja jugar con su hijo. Y ahora tendré que vivir en su casa hasta que consiga volver al colegio.

—Oye —dice Sam desde su cama—, me da escalofríos verte mirar el techo de esa manera. Pareces un cadáver. Ni siquiera parpadeas.

—Sí parpadeo —respondo en voz baja—. No quiero dormirme.

Sam rueda sobre un costado con un murmullo de sábanas.

—¿Por qué? ¿Tienes miedo de…?

—Sí.

—Oh.

Me alegro de no poder verle la expresión de la cara.

—¿Y si hubieras hecho algo tan horrible que no quisieras ver a ninguna de las personas que lo saben? —Mi voz es tan queda que no estoy seguro de que me haya oído. No sé qué me ha impulsado a decir eso. Nunca hablo de esas cosas, y aún menos con Sam.

—¿Querías suicidarte?

Supongo que tendría que haberlo visto venir.

—No —digo—. En serio.

Me imagino a Sam barajando posibles respuestas y lamento no poder dar marcha atrás a mi pregunta.

—Vale. Volvamos a eso tan horrible. ¿Por qué lo hiciste? —pregunta al fin.

—No lo sabes —digo.

—Eso no tiene sentido. ¿Cómo voy a saberlo?

La conversación me recuerda a uno de los juegos de Sam. «Llegas a un cruce donde hay un sendero tortuoso que se adentra en las montañas y un sendero ancho que parece conducir a la ciudad. ¿Qué camino eliges?». Como si yo fuera un personaje que está intentando dirigir y no le gustaran las reglas.

—No lo sabes. Eso es lo peor de todo. No quieres creer que lo has hecho, pero lo has hecho. —Tampoco a mí me gustan las reglas.

Sam se recuesta de nuevo en la almohada.

—Supongo que yo empezaría por ahí. Tiene que haber una razón. Si no llegas a comprender el motivo, es probable que vuelvas a hacerlo.

Contemplo la oscuridad y lamento estar tan cansado.

—Es difícil ser buena persona —digo—. Porque yo sé que no lo soy.

—A veces no sé si estás mintiendo o no —dice Sam.

—Yo nunca miento —miento.

He pasado la noche en vela y por la mañana estoy atontado. Cuando Valerio aporrea la puerta, le abro recién salido de una ducha fría que me ha despabilado lo justo para ponerme algo de ropa. Parece aliviado de encontrarme vivo y en mi cuarto. A su lado está mi hermano Philip. Lleva las gafas de sol de espejo sobre el pelo peinado hacia atrás, y en su muñeca brilla un reloj de oro. Su piel bronceada hace que sus dientes parezcan más blancos cuando sonríe.

—Señor Sharpe, el consejo de administración ha hablado con los abogados del colegio y me ha pedido que le comunique que si desea regresar a este centro deberá ser examinado por un médico, y que dicho médico deberá garantizar al colegio que el incidente de hace dos noches no se repetirá. ¿Lo ha entendido?

Abro la boca para responder que sí pero me detiene la mano enguantada de mi hermano sobre el brazo.

—¿Estás listo? —me pregunta desenfadadamente y sin dejar de sonreír.

Digo que no con la cabeza al tiempo que señalo la ausencia de bolsas, los libros de remplazo desparramados por el cuarto, la cama deshecha. Philip se ha presentado al fin, de acuerdo, pero me habría gustado que me hubiera preguntado si estoy bien. Casi me caigo de un tejado. Es evidente que tengo un problema.

—¿Necesitas ayuda? —se ofrece, y me pregunto si Valerio puede percibir la tensión en su voz. En la familia Sharpe lo peor que puedes hacer es mostrarte vulnerable ante una víctima potencial. Y todo el que no pertenece a nuestra familia es una víctima potencial.

—No —digo, sacando una bolsa de lona del armario.

Philip se vuelve hacia Valerio.

—Le agradezco de veras que haya cuidado de mi hermano.

El comentario sorprende tanto al encargado que por un momento da la impresión de no saber qué contestar. Supongo que no mucha gente define como «cuidados» llamar al cuerpo voluntario de bomberos para rescatar a un chico de un tejado.

—Nos quedamos muy conmocionados cuando…

—Lo importante —le interrumpe suavemente Philip— es que está bien.

Pongo los ojos en blanco mientras meto cosas en la bolsa —ropa sucia, iPod, libros, deberes, mi gatito de cristal, el pendrive donde guardo todos mis trabajos— y trato de ignorar la conversación. Solo voy a ausentarme un par de días. No necesito mucho.

Camino del coche Philip se vuelve hacia mí.

—¿Cómo pudiste ser tan estúpido?

Me encojo de hombros mientras siento, muy a mi pesar, que sus palabras me hieren.

—Pensaba que lo había superado.

Philip se saca el llavero y aprieta el mando a distancia para abrir su Mercedes. Subo al asiento del copiloto apartando vasos de café y arrojándolos a la alfombrilla del suelo, donde arrugados listados de MapQuest absorben los líquidos vertidos.

—Supongo que te refieres al sonambulismo —dice Philip—, porque es evidente que no has superado tu estupidez.