1

Me despierto descalzo sobre frías tejas de pizarra. Miro vertiginosamente hacia abajo. Trago una bocanada de aire gélido.

Sobre mi cabeza, estrellas. Abajo, la estatua de bronce del coronel Wallingford me informa de que estoy observando el patio desde el punto más alto de Smythe Hall, mi residencia.

No recuerdo haber subido por la escalera que conduce al tejado. Ni siquiera sé cómo se llega al lugar donde ahora me encuentro, lo cual es un problema porque en algún momento tendré que bajar, a ser posible de una manera que no implique la muerte.

Tambaleante, me insto a quedarme tan quieto como me sea posible. A no inhalar con demasiada brusquedad. A apretar bien los dedos de los pies contra la pizarra.

El silencio reina en la noche, ese silencio de la madrugada que hace que retumbe cada roce, cada jadeo nervioso. Cuando las siluetas negras de los árboles que se alzan sobre mi cabeza susurran, me sobresalto y mi pie patina por algo viscoso. Musgo.

Intento recuperar el equilibrio, pero mis piernas salen disparadas hacia fuera.

Araño el aire, buscando algo a lo que agarrarme, hasta que mi torso desnudo golpea la pizarra. La palma de mi mano cae duramente sobre un afilado trozo de cobre reluciente, pero apenas siento dolor. Pataleo y mi pie encuentra finalmente un paranieves. Aprieto los dedos contra él y recobro el equilibrio. Río aliviado, pero estoy temblando tanto que la idea de trepar queda completamente descartada.

El frío me entumece los dedos. El subidón de adrenalina retumba en mi cerebro.

—Socorro —digo en voz baja, y advierto que una risa nerviosa me sube por la garganta. Me muerdo la pared interna de la mejilla para frenarla.

No puedo pedir ayuda. No puedo llamar a nadie. Si lo hago, mis constantes y denodados esfuerzos por fingir que soy un tipo normal se irán al traste. El sonambulismo es cosa de niños, un trastorno extraño y bochornoso.

Contemplo el tejado en penumbra tratando de seguir la línea de los paranieves, diminutos triángulos de plástico transparente que impiden que el hielo se precipite como una cortina, diminutos triángulos de plástico que no han sido concebidos para soportar mi peso. Si pudiera acercarme a una ventana, a lo mejor podría bajar por ella.

Saco un pie y me deslizo muy lentamente hacia el paranieves más próximo. Mi abdomen araña la pizarra, siente las tejas desportilladas y torcidas. Apoyo el pie en el paranieves, desciendo hasta el siguiente y finalmente piso el que hay justo en el borde del tejado. Resoplando, con las ventanas demasiado lejos de mis pies, sin otro lugar adónde ir, decido que no quiero morir por una cuestión de bochorno.

Inspiro tres profundas bocanadas de aire frío y grito:

—¡Eh! ¡Eh! ¡Socorro!

La noche absorbe mi voz. Puedo oír la distante marea de motores a lo largo de la carretera, pero nada me llega de las ventanas que tengo debajo.

—¡EH! —Esta vez grito con todas mis fuerzas, lo bastante fuerte para que las palabras me desgarren la garganta—. ¡Socorro!

En una de las habitaciones se hace la luz y veo que unas palmas se posan sobre el cristal. Un segundo después la ventana se descorre.

—¿Hola? —dice una voz somnolienta. Por un momento me recuerda a la voz de otra chica. Una chica muerta.

Asomo la cabeza e intento esbozar mi mejor sonrisa. Para que no se ponga histérica.

—Aquí arriba —digo—. En el tejado.

—¡Dios mío! —exclama Justine Moore.

La cabeza de Willow Davis asoma a su lado.

—Voy a avisar al encargado.

Aprieto la mejilla contra la fría teja y trato de convencerme de que no hay ningún problema, de que esto no es una maldición, de que si aguanto un poco más todo irá bien.

De las habitaciones sale una multitud que se concentra en el patio.

—Salta —grita algún gilipollas—. ¡Vamos!

—¿Señor Sharpe? —aúlla el decano Wharton—. ¡Baje de ahí ahora mismo, señor Sharpe! —Su pelo plateado apunta hacia arriba, como si se hubiera electrocutado, y lleva la bata del revés y mal anudada. Todo el colegio le está viendo los calzoncillos.

De pronto caigo en la cuenta de que yo llevo unos bóxers como única indumentaria. Si su aspecto es ridículo, el mío lo es todavía más.

—¡Cassel! —grita la señora Noyes—. ¡Cassel, no salte! Sé que está pasando por un mal momento… —Se interrumpe, como si no supiera cómo proseguir. Probablemente está intentando recordar a qué mal momento se refiere. Saco buenas notas. Me llevo bien con mis compañeros.

Miro de nuevo hacia abajo. Los móviles con cámara centellean. Acodados en las ventanas de la contigua Strong House están los estudiantes de primer año, mientras que los de tercer y cuarto año se encuentran repartidos por el césped, en bata y pijama, pese a los desesperados esfuerzos de los profesores de devolver el rebaño a sus habitaciones.

Esbozo mi mejor sonrisa.

—Patata —digo en voz baja.

—Baje, señor Sharpe —grita Wharton, el decano—. ¡Se lo advierto!

—Estoy bien, señora Noyes —digo—. No sé cómo he llegado hasta aquí. Creo que estaba caminando sonámbulo.

Estaba soñando con una gata blanca. La tenía inclinada sobre mí, inspirando profundamente, como si quisiera succionarme el aire de los pulmones, pero en lugar de eso me arrancaba la lengua de un mordisco. No había dolor, solo una asfixiante y abrumadora sensación de pánico. En el sueño mi lengua era una cosa roja retorcida y húmeda, del tamaño de un ratón, y la gata la llevaba en la boca. Decidido a recuperarla, saltaba de la cama y me abalanzaba sobre ella, pero era demasiado enjuta y veloz para mí. Fui tras ella y cuando quise darme cuenta estaba haciendo equilibrios sobre un tejado de pizarra.

Una sirena ulula a lo lejos, cada vez más próxima. Las mejillas me duelen de tanto sonreír.

Finalmente un bombero trepa por una escalera de mano para rescatarme. Me envuelve con una manta pero a estas alturas los dientes me castañetean con tal violencia que soy incapaz de responder a sus preguntas. Como si la gata me hubiera comido la lengua después de todo.

La última vez que visité el despacho de la directora fue con mi abuelo, que había venido para matricularme en el colegio. Recuerdo que observé cómo volcaba en el bolsillo de su abrigo un cuenco de cristal lleno de caramelos de menta mientras el decano Wharton hablaba del gran hombre en el que iba a convertirme. El cuenco de cristal fue a parar al otro bolsillo.

Envuelto en una manta, estoy sentado en la misma butaca de cuero verde de aquel día, toqueteando la gasa que cubre la palma de mi mano. Todo un gran hombre.

—¿Sonámbulo? —dice Wharton. Viste un traje de tweed marrón pero su pelo sigue apuntando hacia arriba. Está de pie frente a una estantería de enciclopedias obsoletas, pasando un dedo enguantado por los gastados lomos de piel.

Advierto que sobre la mesa descansa un nuevo cuenco de cristal con caramelos de menta. La cabeza va a estallarme. Ojalá los caramelos fueran aspirinas.

—De niño caminaba sonámbulo —digo—. Pero llevaba mucho tiempo sin hacerlo.

El sonambulismo no es tan infrecuente entre los niños, y aún menos entre los varones. Lo leí en internet el día que, con trece años, me desperté de repente delante de mi casa con los labios amoratados de frío, sin poder sacudirme la estremecedora sensación de que acababa de regresar de un lugar que no podía recordar.

Al otro lado de los ventanales de vidrio emplomado el incipiente sol cubre de oro los árboles. La directora del colegio, la señora Northcutt, tiene la cara abotargada y los ojos rojos. Está bebiendo café de una taza con el logo de Wallingford. La agarra con tanta fuerza que parece que el cuero de sus guantes vaya a romperse en la zona de los nudillos.

—He oído que tiene problemas con su novia —dice.

—En absoluto —replico. Audrey cortó conmigo después de las vacaciones de invierno, harta de mi carácter cambiante. No puedo tener problemas con una novia que ya no es mi novia.

La directora se aclara la garganta.

—Algunos estudiantes creen que dirige un negocio de apuestas. ¿Está metido en algún lío? ¿Debe dinero?

Bajo la vista y ahogo la sonrisa que me provoca la mención de mi diminuto imperio ilegal. Son solo pequeñas falsificaciones y apuestas. No me dedico a la estafa; ni siquiera he aceptado la propuesta de mi hermano Philip de convertirnos en los principales proveedores de alcohol para menores de edad. Estoy seguro de que a la directora no le importa lo de las apuestas, pero me alegro de que no sepa que las más populares son sobre qué profesor se lo está montando con quién. Northcutt y Wharton constituyen una probabilidad de lo más remota, pero eso no impide que la gente apueste dinero por ellos. Niego con la cabeza.

—¿Ha experimentado últimamente cambios bruscos de humor? —pregunta el decano Wharton.

—No —respondo.

—¿Alteraciones del apetito o del patrón de sueño? —Parece que esté recitando las palabras de un libro.

—El problema es mi patrón de sueño —digo.

—¿Qué quiere decir? —pregunta la directora, súbitamente interesada.

—¡Nada! Solamente que estaba caminando sonámbulo, no intentando suicidarme. Y que si quisiera suicidarme, no lo haría tirándome desde un tejado. Y que si me tirara desde un tejado primero me pondría unos pantalones.

La directora se lleva la taza a los labios. Ha relajado la mano.

—Nuestro abogado me ha dicho que hasta que un médico nos garantice que esto no volverá a suceder, no podemos permitir que siga viviendo en la residencia. Es demasiado arriesgado.

Esperaba escuchar todo tipo de sandeces, pero en ningún momento pensé que el asunto tendría consecuencias reales. Pensaba que me caería una reprimenda, puede que hasta una sanción. Estoy tan atónito que tardo unos segundos en responder.

—No he hecho nada malo.

Estúpido comentario, porque a la gente no le ocurren las cosas porque las merezca. Además, he hecho un montón de cosas malas.

—Su hermano Philip vendrá a recogerle —dice el decano Wharton.

Cruza una mirada con la directora y se lleva inconscientemente la mano al cuello, donde vislumbro, bajo la camisa blanca, el cordón y la silueta de un amuleto.

Ahora lo entiendo. Temen que haya sido manipulado. Maldecido. No es ningún secreto que mi abuelo era un trabajador mortal para la familia Zacharov. Los oscuros muñones que tiene ahora por dedos dan fe de ello. Y si acostumbran a leer la prensa también sabrán lo de mi madre. En cierto modo, es lógico que Wharton y Northcutt atribuyan todas mis rarezas a una maldición.

—No pueden expulsarme por ser sonámbulo —digo, poniéndome de pie—. Seguro que es ilegal. Una discriminación contra… —Me interrumpo, presa de un terror frío en el estómago, pues me estoy preguntando si no habré sido maldecido. Intento hacer memoria, pero no recuerdo que nadie me haya tocado sin llevar las manos cubiertas con guantes.

—Todavía no hemos tomado una decisión sobre su futuro en Wallingford.

La directora hojea unos documentos que descansan sobre su mesa. El decano se sirve un café.

—Podría ser un estudiante externo.

No quiero dormir en una casa vacía, ni vivir con ninguno de mis hermanos, pero lo haré si no hay más remedio. Haré lo que sea con tal de seguir llevando la vida que llevo.

—Regrese a su habitación y recoja algunas cosas. Considérelo una baja médica.

—Hasta que consiga un informe de un especialista —puntualizo.

Nadie me replica y tras unos segundos de incómodo silencio, me marcho.

No lo sientas demasiado por mí. He aquí la verdad sobre mi persona: cuando tenía catorce años maté a una chica. Se llamaba Lila, era mi mejor amiga y la quería mucho. Pero la maté. Hay cosas sobre ese asesinato que tengo borrosas, pero el caso es que mi hermano me encontró de pie frente a su cadáver, con las manos ensangrentadas y una sonrisa extraña en los labios. Lo que mejor recuerdo es lo que sentía mientras miraba a Lila: un embriagador regocijo por haberme salido con la mía.

Nadie sabe que soy un asesino salvo mi familia. Y yo, claro.

Como no quiero ser esa persona, en el colegio me paso la mayor parte del tiempo actuando y mintiendo. Requiere un gran esfuerzo fingir que eres algo que no eres. Yo no pienso en la música que me gusta; pienso en la música que debería gustarme. Cuando tenía novia intentaba convencerla de que yo era el tipo con el que deseaba estar. Cuando estoy con un grupo de personas, me mantengo al margen hasta que concibo la manera de hacerles reír. Por suerte, si algo se me da bien es fingir y mentir.

Ya te he dicho que he hecho muchas cosas malas.

Todavía descalzo, todavía envuelto en la manta áspera del bombero, cruzo el soleado patio y subo a mi habitación. Sam Yu, mi compañero de cuarto, está pasando una corbata estrecha por el cuello de su arrugada camisa cuando entro. Levanta la vista, sobresaltado.

—Estoy bien —digo con la voz cansada—. Por si pensabas preguntármelo.

Sam es un fanático de las películas de terror y de la ciencia ficción dura que tiene la pared de nuestra habitación cubierta de máscaras de alienígenas de ojos salidos y pósters salpicados de sangre y vísceras. Sus padres quieren que estudie en el MIT, el Instituto de Tecnología de Massachusetts, y después se abra camino en una gran farmacéutica. Él quiere hacer efectos especiales para películas. Pese a su constitución de oso y su obsesión por la sangre artificial todavía no ha conseguido plantarles cara, por lo que sus padres ni siquiera son conscientes de que existe una diferencia de pareceres. Me gusta pensar que somos más o menos amigos.

No frecuentamos la misma gente, lo que hace más fácil ser más o menos amigos.

—No estaba haciendo… eso que piensas que estaba haciendo —le digo—. No quiero morir ni nada por el estilo.

Sam sonríe y se pone los guantes de Wallingford.

—Solo iba a decir que es una suerte que no duermas en pelotas.

Suelto un gruñido y me dejo caer en la cama. El somier chirría. Sobre la almohada, junto a mi cabeza, descansa un sobre nuevo con un código que me indica que un estudiante de primer año quiere apostar cincuenta dólares a que Victoria Quaroni ganará el concurso de talentos. Las probabilidades son prácticamente nulas, pero el dinero me recuerda que alguien tendrá que llevar la contabilidad y satisfacer los pagos durante mi ausencia.

Sam propina una suave patada a los pies de mi cama.

—¿Seguro que estás bien?

Asiento con la cabeza. Sé que debería explicarle que me voy a casa, que está a punto de convertirse en uno de esos tíos afortunados con cuarto individual, pero no quiero perturbar mi frágil sensación de normalidad.

—Cansado, eso es todo.

Coge su mochila.

—Te veo en clase, pirado.

Levanto la mano vendada para despedirme pero la detengo en el aire.

—Espera un momento.

Sam se da la vuelta con la mano en el pomo.

—Estaba pensando… Si tuviera que irme, ¿aceptarías que la gente siguiera trayendo el dinero aquí? —Me molesta preguntárselo, estar en deuda con él y hacer real mi expulsión a un mismo tiempo, pero no estoy dispuesto a renunciar a mi principal motivación en Wallingford.

Titubea.

—Olvídalo —digo—. Haz como si nunca…

—¿Me llevo un porcentaje? —me interrumpe.

—Veinticinco —digo—. Veinticinco por ciento. Pero por esa cantidad tendrás que hacer algo más que recaudar el dinero.

Asiente lentamente.

—Vale.

Sonrío.

—Eres el tío más legal que conozco.

—Haciéndome la pelota conseguirás muchas cosas —dice Sam—, salvo que me tire del tejado.

—Muy gracioso —digo con un gemido.

Me obligo a levantarme y saco del armario un pantalón de uniforme negro limpio.

—¿Y por qué tendrías que irte? No te han expulsado, ¿o sí?

Me pongo el pantalón desviando la mirada, pero no puedo evitar que me tiemble la voz.

—No. No lo sé. Deja que te ponga al corriente.

—Vale. ¿Qué tengo que hacer?

—Te daré mi libreta con las diferencias de puntos, las cuentas, todo, y solo tendrás que apuntar las apuestas que te lleguen. —Acerco la silla de mi mesa al armario y me encaramo a ella—. Toma. —Mis dedos se cierran sobre la libreta pegada con cinta adhesiva al techo del armario. Tiro de ella. También sigue aquí la de segundo año, cuando el negocio creció tanto que ya no podía confiar en mi memoria buena pero no fotográfica.

Sam esboza una sonrisa torcida. Sé que le sorprende no haber reparado nunca en mi escondite.

—Creo que podré hacerlo.

Las hojas que está pasando contienen los registros de todas las apuestas realizadas desde el inicio de nuestro tercer año en Wallingford junto con los pronósticos. Apuestas a si al ratón que corre suelto por Stanton Hall lo matará Kevin Brown con su mazo o el doctor Milton mediante sus ratoneras con tocino, o lo atrapará Chaiyawat Terweil con su humana trampa de lechuga. (Las apuestas se decantan por el mazo). A si sería Amanda, Sharone o Courtney la elegida para el papel protagonista femenino de Pipino y si ésta sería desbancada por su suplente. (Lo consiguió Courtney; todavía están con los ensayos). A las veces que en una semana la cafetería servirá «brownies de nueces sin nueces».

Los verdaderos corredores de apuestas se llevan un porcentaje basándose en una contabilidad equilibrada que les asegura una ganancia. Digamos que si alguien pone cinco pavos en una pelea, en realidad está poniendo cuatro y medio, pues los otros cincuenta céntimos van a parar al corredor. Al corredor le trae sin cuidado quién gane; lo único que le importa es que las apuestas cuadren y así poder utilizar el dinero de los perdedores para pagar a los ganadores. Yo no soy un corredor auténtico. Los chicos de Wallingford quieren apostar por tonterías, por cosas que probablemente no sucedan nunca. Les sobra el dinero. Así pues, unas veces calculo las proporciones de la manera correcta —la manera de los corredores de verdad— y otras las calculo a mi manera y me limito a confiar en poder embolsármelo todo en lugar de tener que pagar un dinero que no poseo. Podrías decir que yo también estoy apostando. Y tendrías razón.

—Recuerda, solo dinero en efectivo —le digo—. Nada de tarjetas de crédito ni relojes.

Sam pone los ojos en blanco.

—¿Me estás diciendo que hay gente que cree que tienes un lector de tarjetas de crédito en el cuarto?

—No. Quieren que aceptes su tarjeta y te compres algo que cueste lo que deben. No lo hagas, porque parecerá que les has robado la tarjeta y eso es lo que les contarán a sus padres, créeme.

Sam vacila.

—De acuerdo —dice al fin.

—Bien. Sobre la mesa hay un sobre nuevo. No te olvides de anotarlo todo. —Sé que estoy poniéndome pesado, pero no puedo contarle a Sam que necesito el dinero que gano. No es fácil estar en un colegio como éste sin dinero. Soy el único estudiante de diecisiete años de Wallingford que no tiene coche.

Le hago señas para que me pase la libreta.

Estoy poniéndole la cinta adhesiva cuando unos fuertes golpes en la puerta casi me tiran de la silla. Antes de que pueda decir nada, la puerta se abre y el encargado de la residencia entra. Me mira como si hubiera esperado encontrarme ensartando una soga.

Salto de la silla.

—Estaba…

—Gracias por bajarme la bolsa —dice Sam.

—Samuel Yu —dice el señor Valerio—, estoy casi seguro de que el desayuno ha terminado y las clases han comenzado.

—Apuesto a que tiene razón —responde Sam, lanzándome una sonrisa cómplice.

Si quisiera, podría estafar a Sam. Lo haría de la siguiente manera: solicitando su ayuda y ofreciéndole un pequeño beneficio al mismo tiempo. Aceptándole a cambio de una parte del dinero que le dan sus padres. Podría estafar a Sam, pero no lo haré.

En serio, no lo haré.

Cuando la puerta se cierra tras él, Valerio se vuelve hacia mí.

—Su hermano no puede venir hasta mañana por la mañana, por lo que tendrá que asistir a clase con sus compañeros. Todavía estamos debatiendo dónde dormirá esta noche.

—Queda el recurso de atarme a la cama —digo, pero Valerio no lo encuentra gracioso.

Mi madre me explicó los fundamentos de la estafa en torno a la misma época en que me explicó el trabajo de maldiciones. Para ella la maldición era la vía para conseguir lo que quería y la estafa la manera de salir airosa. Yo no puedo hacer que la gente ame u odie en el acto, como hace ella, o ponerles su cuerpo en contra, como hace Philip, o arrebatarles la suerte, como hace Barron, mi otro hermano, pero no hay que ser un trabajador para poder estafar.

Para mí la maldición es una muleta, pero la estafa lo es todo.

Fue mi madre quien me enseñó que si planeas desplumar a alguien —ya sea con magia e ingenio o solo con ingenio— has de conocer a tu víctima mejor de lo que se conoce ella.

Lo primero que tienes que hacer es ganarte su confianza. Conquistarla. Asegurarte de que se crea más lista que tú. Entonces tú —o a ser posible tu compinche— le planteas una apuesta.

Deja que tu víctima obtenga algo la primera vez. Es lo que en el negocio se conoce como «persuasor». Cuando sabe que ya tiene un dinero en el bolsillo y puede marcharse es cuando baja la guardia.

En el segundo intento introduces apuestas más altas. Ésta es la parte de la que mi madre nunca tiene que preocuparse. Como trabajadora emocional, puede hacer que cualquier persona confíe en ella. Así y todo, necesita pasar por todas las fases para que más tarde, cuando la víctima haga un repaso de lo sucedido, no llegue a la conclusión de que mi madre le ha manipulado.

Después de eso ya solo queda el escaqueo y la huida.

Ser un estafador implica creer que eres más listo que todos los demás y que has pensado en todo. Que puedes conseguir lo que quieras. Que puedes estafar a quien quieras.

Desgraciadamente, no puedo decir que no se me pase por la cabeza la posibilidad de estafar cuando hago tratos con la gente, pero la diferencia entre mi madre y yo es que yo no me estafo a mí mismo.