1

Según su costumbre, las mañanas de humor melancólico se desayunaba con una copa de champán, y sólo después de haber sentido sus efectos bebía el café caliente.

A la puerta del bar voceaban los diarios de la mañana, y rechazó el impulso de comprarlos: no harían más que empeorarle el humor. Entró en el metro con el propósito de no tolerarse otra actividad espiritual que reflexiones elementales o pequeñas observaciones irónicas: así, con gran violencia, pero a veces con éxito, conseguía evitar sus perturbadoras fantasías. Se había convencido de que su imaginación, presa de los elementos irracionales, era su peor enemigo.

Al llegar al puente de San Miguel había acordado no ir aquella mañana a la Biblioteca. Salió a la plaza, y subió por el bulevar, deteniéndose en los escaparates de las librerías. Compró algunos libros, hasta abultar la cartera. Después torció por la rue des Ecoles y entró en la Sorbona. Sólo cuando estuvo dentro se le ocurrió preguntarse por qué había ido hasta allí sin motivo que lo justificase, y entonces descubrió que un oscuro deseo de encontrarse con Magdalena lo había conducido.

Eran las doce de la mañana. Magdalena seguía unos cursos de verano, y era posible que se encontrase todavía en los pasillos. Se cruzó con unos grupos de extranjeros, estudiantes de Historia del Arte, que salían. Los pasillos estaban casi vacíos. Preguntó a un bedel dónde se daban los cursos a que asistía Magdalena: había acabado por confesarse que le gustaría verla de lejos. El bedel le indicó el lugar, añadiendo que la última lección de la mañana concluía en aquel momento.

Subió apresuradamente. Un tropel de alumnos salía de un aula, y temeroso de ser visto se apartó a un lado, afectando contemplar el patio. De vez en cuando torcía la cara para mirar los grupos que se alejaban. No oyó la voz de Magdalena ni vio su figura.

El pasillo se despoblaba rápidamente; salió un sujeto de perilla y cabello blanco, con aire de profesor, y el bedel cerró la puerta. No tenía nada que hacer allí, y descendió lentamente. Había perdido el tiempo, y quiso alegrarse.

Al salir, una bandada de palomas se había posado sobre las losas, junto a la escalinata, y unas muchachas se entretenían arrojándoles migas de pan. Se paró a contemplarlas, examinándolas con cuidado, sin querer reconocer que lo hacía por si Magdalena estaba entre ellas. Se había arrimado a la pared. Las muchachas marcharon, y él, sin embargo, no se movió.

«Estoy haciendo el ridículo. Si me encuentra, se reirá de mí. Es la segunda vez que falto a mi palabra.»

Tenía, sin embargo, un deseo enorme de faltar a su palabra.

Por fin marchó. Por la calle de la Sorbona ganó de nuevo el bulevar, y al alcanzarlo se encontró con que no sabía a dónde ir. Tenía hambre, y estaba próximo un restaurante que sabía frecuentado de Magdalena. ¿Por qué no subir y almorzar en él?

Lo hizo. Había un gran bullicio. Vio un lugar vacante cerca de una ventana y se acomodó, pidiendo un menú sencillo. Temía verla, no sabía qué decirle si la veía. Podía llegar en cualquier momento, y necesitaba evitar que su mirada se encontrase con la de ella. Cogió uno de los libros recién comprados, cortó sus hojas con el cuchillo, y empezó a leer. Pero el libro no lograba interesarle. No levantó, sin embargo, la cabeza durante la comida. Iba a tomar el postre, cuando se le acercó la camarera, sonriente.

—La señorita que está en aquella mesa le ruega que antes de marcharse se acerque un momento junto a ella.

Aunque no necesitaba volver la cabeza para saber de quién era el mensaje, lo hizo: en el fondo de la sala, acompañada de un hombre maduro, estaba Magdalena, sonriente.

Dio las gracias a la sirvienta, y, sin razón aparente, una espléndida propina. Pero estaba contento, porque ella no podría descubrir que la había estado buscando.

Se acercó, lentamente, con su mejor aire. El acompañante de Magdalena era un hombre de edad, con aspecto de burgués rico. Sin saber por qué, sintió por él repentina antipatía que no quiso identificar con un movimiento celoso. Al acercarse él, se levantó. Magdalena le tendía la mano.

—¿Cómo estás, Javier? Tengo mucha alegría de volver a verte.

Sólo le soltó la mano cuando era indispensable para que él, a su vez, estrechara la del caballero que acababa de presentarle como el señor Poitu, abogado. Después le señaló un sitio a su lado.

—Es una agradable casualidad —decía— que hayas venido a almorzar aquí.

Y Javier creyó percibir en sus palabras una intención irónica.

—Pasé la mañana en la Sorbona —mintió—. Sigo ahora un curso de arte para extranjeros, y la Ciudad Universitaria queda un poco lejos. ¿Y tú?

Ella había dedicado aquella mañana a los negocios; y como Javier sonriera, aclaró:

—El señor Poitu es el administrador de mi familia, y una vez al mes no tengo más remedio que dedicarle la mañana, si no quiero quedarme sin dinero.

Monsieur Poitu protestaba ruidosamente: él no exigía la mañana, sino el día entero.

—No se olvide, señorita de Hauteville, que no le pagaré su mensualidad si no accede a tomar el té en mi casa.

¿Hauteville? ¿Era éste el apellido de Magdalena? Nunca se le había ocurrido preguntárselo. Y ahora, al oírle, creía reconocerlo como apellido distinguido, y hasta ilustre. Por otra parte, el abogado la trataba con muchos miramientos.

—La señorita de Hauteville —continuó el abogado, dirigiéndose a él— nos regatea su amistad, y, sin embargo, bien sabe ella el cariño que en mi casa se le profesa. ¿Quiere usted creer que me ha obligado a almorzar en este tugurio, cuando en mi casa la contaban como huésped? Mi mujer no me perdonará jamás el no haberla llevado, aunque ya sabe que Magdalena acostumbra a imponer su voluntad a los demás, y su voluntad (¡perdóneme, Magdalena, si la desacredito!) es muy poco sociable.

Reía Magdalena, protestando.

—Ir a su casa es acostumbrarme mal. Me dan ustedes mucha más importancia de la que tengo, y yo he de vivir en un mundo donde carezco de ella.

—¿Y por qué se empeña en vivir en este mundo? Bien sabe que no es el de usted ni para usted.

—Sin embargo, no me es posible vivir en otro.

—¡Cuando usted quiera, Magdalena, cuando usted quiera!

Javier no sabía cómo interpretar aquel diálogo. ¿Encerraban aquellas palabras una proposición inconveniente por parte de Poitu? No era de creer, porque Magdalena se mostraría ofendida; es decir, eso pensaba él. ¿Y no podría equivocarse? ¿Qué sabía él, después de todo, de Magdalena? O más bien: lo que sabía, ¿no le autorizaba a interpretar el diálogo en el peor sentido? ¿Y no estaba cometiendo una vileza sólo con pensarlo?

Acababan de comer, y Poitu les invitaba a tomar café. Tenía mucho gusto en que el joven español, amigo de la señorita de Hauteville, les acompañase. Magdalena le había explicado su situación, y se hacía cargo de que su estado de ánimo no era el más propicio para soportar la compañía de un desconocido; pero insistía en invitarle.

Entraron en un café, y monsieur Poitu se ausentó un momento. Creyó Javier que era una ausencia adrede.

—Dime, Javier —le dijo Magdalena cuando estuvieron solos—, ¿has ido a la Sorbona para buscarme?

No había creído el pretexto de los cursos para extranjeros.

—No, Magdalena. Te había dado mi palabra…

—¡Tu palabra! ¿Qué importa tu palabra? Eres cruel contigo. ¡Cómo lo habrás pasado, sin una persona amiga, esta inacabable semana! Me he acordado mucho de ti, y cada noticia mala que leía me obligaba a reprocharme todo cuanto te dije el otro día. Pero esperaba que vinieras a buscarme. No he salido de casa ni una sola tarde, aguardándote. Yo misma he guisado mis cenas, temiendo que vinieras en mi ausencia. ¿Por qué no lo has hecho?

—No podía hacerlo. Creí que nuestra separación era definitiva. Por lo menos, ése era tu propósito. ¿Encuentras correcto ir a tu casa en esas condiciones?

Magdalena le cogió una mano y se la apretó fuertemente.

—Lo encontraba necesario, pero había olvidado que eres orgulloso, mucho más orgulloso que yo.

Hizo una pausa, y sin mirarlo añadió:

—Esta tarde pensaba ir a la Ciudad Universitaria. Lo hubiera hecho esta mañana, a no ser por monsieur Poitu.

Preguntó —era una ocasión discreta— quién era monsieur Poitu.

—Ya te lo dije: mi administrador.

—Pero ¿tú tienes bienes, Magdalena? ¿Tú eres propietaria?

—Ni tengo bienes ni soy, por lo tanto, propietaria. Pero, debo confesártelo, no trabajo para vivir. ¡Oh, qué insoportable eres, Javier! ¿Tendré que descubrirte todos mis secretos?

—Mi pregunta no hace indispensable la respuesta.

—Pero a mí me gusta responder a todas tus preguntas, aunque sea descubriendo mis pecados inconfesables, y, sobre todo, aunque sea dándote armas contra mí. Esta de ahora es de las mejores. Soy, en cierto modo, una pequeñoburguesa. Vivo de una renta que me pasa mi familia, y monsieur Poitu es su administrador.

—¿Quieres decir de una renta que te pasan tus padres?

—No tengo padres hace bastante tiempo.

—Perdón.

—Pero, en compensación, tengo una inacabable familia, entre la que no falta quien se ocupe de mí, unos para favorecerme, otros para molestarme. Monsieur Poitu representa a los dos bandos, y al mismo tiempo que me molesta me favorece. Si te interesa, puedo contarte la historia completa, pero monsieur Poitu la conoce mucho mejor que yo y te la contará de mejor gana si se la preguntas. Yo, por mi parte, te agradecería que por ahora no ampliaras tu curiosidad hasta ese punto.

Hablaba sonriendo, con cierta jovialidad.

—Y ahora, ¿qué piensas de mí? ¿Te parece incomprensible que sea comunista?

—Prefiero no recordar ahora que eres comunista; pero, en cambio, quiero hacerte otra pregunta. Hace unos minutos me enteré de tu apellido, quiero decir de tu nombre, como decís los franceses. Magdalena de Hauteville. ¿Es ése un apellido noble?

—¿Quieres decir un apellido que cuenta en su historia con media docena de guillotinados, una de escándalos familiares y buena cantidad de sucesos inconfesables? ¿Es eso lo que quieres decir?

—Te pregunto, Magdalena, si eres, por nacimiento, algo más que una burguesa.

—Creo que si te digo que sí, conocerás ya la totalidad de los defectos de que tengo que acusarme. Efectivamente, nací en una manoir con torres almenadas, y mis padres tenían lo que se llama un nombre ilustre. Alguna señora de Hauteville fue manceba del rey. ¿No te lo dije? Media docena de guillotinados por la revolución y una historia privada de lo más edificante: quinientos años de historia edificante.

Se acercaba ya monsieur Poitu, con una sonrisa sobre su barba gris.

—Quizá monsieur Poitu pueda también ilustrar tu curiosidad, si es que la tienes; pero su hijo lo hará mucho mejor. ¿No se divierte su hijo, querido monsieur Poitu, en averiguar con todo detalle la historia de mi familia?

Monsieur Poitu se sentó, levantando cuidadosamente los faldones del chaquet.

—En efecto, mi hijo René es un excelente historiador, además de un notable poeta. Si al señor… ¿cómo era su nombre, querido amigo? Tengo mala memoria para los nombres extranjeros.

Al mismo tiempo, Magdalena y Javier respondieron:

—Mariño de Lobeira.

—No es muy fácil de pronunciar, pero me esforzaré en hacerlo bien. Le decía que si usted desea conocer a mi hijo, tendré mucho gusto en invitarlo a tomar el té en mi casa. ¡Oh, no le pongo otra condición que la de llevar a Magdalena!

—En esas condiciones, es posible que acepte. ¿Esta misma tarde? ¿No tienes nada que hacer esta tarde, Javier? Entonces, le acompañaremos, y su esposa se convencerá de que no soy, como teme, una pequeña salvaje.

—Mi esposa tiene de usted la mejor idea, como todos los de casa, aunque usted haga lo posible porque la tengamos mala.

—¡Le aseguro que es involuntariamente!

Monsieur Poitu vivía en un barrio opulento y burgués. Su casa tenía verja y jardín, y el interior acusaba holgura y cierto buen gusto estandarizado, con algo de esnobismo en los detalles. Madame Poitu era una francesa espléndida, y la señorita Gisela, deshecha en emoción al besuquear a Magdalena, linda y cargante. El joven Poitu —traje de corte, gafas de oro— fue rescatado de la biblioteca-prisión al conjuro de un solo nombre, y acudió con un libro de Valèry en la mano. Hablaba con frases recortadas y cuidadosas, ingeniosamente, y después de conseguir sentarse al lado de Magdalena —Javier se había situado entre madame Poitu y su hija—, monopolizó la conversación. Tenía un ingenio entre lírico y acre, con mucha literatura, y a juzgar por las citas políglotas, sabía demasiado para su edad. Parecía empeñado en cautivar a Magdalena, y la porción lírica de su charla se la dedicaba, desparramando impersonalmente su acritud. Se hallaban en las postrimerías del té cuando pareció recordar que Javier estaba presente, y entonces habló de la guerra y de la literatura españolas, más de literatura que de guerra. Conocía al dedillo las nuevas generaciones líricas y recitaba poemas enteros de Alberti y de García Lorca.

—¿Usted los conoce? Es una pregunta inútil, lo comprendo. Usted los conocerá mejor que yo.

—Se equivoca —dijo Javier modestamente—. Yo no soy escritor, ni siquiera universitario. Si paso por tal en París es valiéndome de un subterfugio. Mi profesión es la Marina mercante, y he leído muy pocos libros, que prefiero no citar, porque usted se reiría de mí.

—¡Oh, no! La profesión marinera es muy interesante y muy romántica. Habrá usted viajado por todo el mundo.

—Ni siquiera eso. Hice las prácticas en un paquebote de la línea cubana, y después no salí de los barcos de cabotaje. Mi horizonte es la costa española y unas cuantas palmeras entrevistas en La Habana hace ya bastante tiempo.

Magdalena, divertida, le echó un cable de socorro:

—Es increíble la torpeza de monsieur Mariño para las cosas intelectuales. He intentado despertar su sensibilidad llevándolo al Louvre, pero lo que ha visto le pareció un conjunto de… ¿cómo llamó usted a los cuadros del Louvre, monsieur Mariño?

—Monigotes —respondió Javier—. Es una colección de monigotes.

Monsieur Poitu, hijo, rió, francamente divertido.

—Ha llegado usted —dijo luego— a la misma conclusión que muchos pintores modernos, aunque por un camino más sencillo. Tendría usted un éxito entre los fauves.

Y pasó a explicar, con delicada erudición, quiénes eran los fauves.

2

—¿Vendrá usted por aquí, querido señor Mariño? Por favor, venga usted a vernos cuando quiera. A almorzar, a tomar el té, a hacernos compañía. Acuda usted a nosotros si se encuentra solo y echa de menos su hogar lejano. Gisela y yo seremos como su madre y su hermana. Claro que nos será difícil sustituirlas, pero pondremos nuestra mejor voluntad. Ya sabe usted nuestro teléfono: avísenos, y siempre habrá uno de nosotros dispuesto a hacerle compañía. Juan está siempre muy ocupado, y no se puede contar con él, pero Rene sacrificará con gusto sus trabajos, que nunca son urgentes, y para Gisela y para mí será siempre un placer recibirle. ¡Por favor, no lo tome usted como simple cortesía! Le hablo con absoluta sinceridad. No quiero que cuando esté en España… ¡qué tierra más bonita la suya…!, no quiero que recuerde con disgusto la hospitalidad francesa.

Madame Poitu, jugueteando con el chal, hablaba por los codos, hecha un almíbar. Los últimos diez minutos habían sido exagerada multiplicación de ofrecimientos.

—Y a ti, Magdalena, no te digo nada. Ya sabes que mi casa es tuya. Pero ¡qué criatura difícil eres! ¿Por qué te empeñas en llevar esa vida extraña? Se lo decía a tu tío Óscar la última vez que estuvo aquí: Magdalena es cada vez más rara, es cada vez menos nuestra. Y él se quejaba de lo mismo.

Habían llegado a la puerta del jardín. El bruñido «Sedán» esperaba en la calzada.

—He mandado venir el coche para que le lleve. ¡Qué barrio espantoso el tuyo, Magdalena! ¿Por qué vives allí? ¡Hay sitios tan bonitos en el Quartier Latin para una joven intelectual! El coche le llevará a usted también, monsieur Mariño: la Ciudad Universitaria queda muy lejos. ¡No se olvide de telefonearme cuando quiera venir a vernos! Le enviaré el coche a buscarle.

Se habían alejado ya cuando habló Magdalena:

—Afortunadamente, el chófer desconoce el español, y no necesito estar sola para desahogarme. ¡Qué gentuza, Javier! ¡Qué familia admirable!

Reían los dos de buena gana recordándolos.

—Me gustaría explicarme —dijo Javier— esa inesperada simpatía hacia mí. ¿De verdad es mi caso de tanta compasión? Porque estoy dispuesto a ocultar desde ahora que tengo una familia metida en el jaleo de España.

—Tu familia no les importa en absoluto, ni tú tampoco. ¡Eres extranjero, Javier, y ellos son furiosos chauvinistas! Pero eres mi amigo, y eso cambia completamente su actitud.

—¿Tanto les importas?

—René Poitu es mi pretendiente.

—¿Ese joven plumífero y decadente?

—No sé hasta qué punto lo será él, pero su madre y su padre han puesto en mí los ojos como futura… ¿cómo decís los españoles?

—Decimos nuera.

—Eso. Como futura nuera. Para su felicidad sólo les falta casar los hijos con personas distinguidas, y yo he sido la designada para el varón. ¡Quisiera conocer el que destinan a Gisela!

—Pero nada de eso justifica su interés por mí. Más que su interés, su protección. Han llegado a ruborizarme.

Magdalena se puso repentinamente seria.

—Eres mi amigo, y ellos suponen que algo más. Tratan de separarte de mi.

Le hubiera gustado reír al escucharlo, pero comprendió que era una descortesía.

Anochecía, y el automóvil cruzaba el Sena.

—¿Piensas, efectivamente, marchar ahora a la Ciudad Universitaria?

—De ningún modo. No tengo nada que hacer allí.

—Entonces, te invito a cenar. Hoy estoy rica y puedo permitírmelo. Pero no iremos a «Chez Rosalie» ni a ningún lugar así. ¿Aceptas cenar… en mi casa? No te ofrezco una cena excelente, porque las viandas, en mis manos, se convierten en veneno. Pero podemos comprar algo ya preparado y tomarlo.

¿Y por qué no aceptar? Deseaba no separarse de Magdalena.

—Me parece bien, si me invitas a huevos fritos a la española. Tengo verdaderos deseos de comerlos.

Ella desconocía los huevos fritos a la española y no tenía la más remota idea de su condimento, pero él se ofreció a freírlos. Sólo necesitaba para ello una sartén y aceite de oliva.

Cuando llegaron a la casa de Magdalena, ella le dio la llave.

—Sube tú y espérame mientras hago las compras necesarias. Volveré en seguida.

Subió. La habitación de Magdalena estaba como la última noche, cuando saliera de ella decidido a no volver. La misma fragancia a rosas, idéntica intimidad. Encendió una lámpara pequeña, se acercó al piano abierto, tecleó vagamente. Le vinieron ganas de cantar. Muchos años atrás, su hermana Catalina le había enseñado un acompañamiento rudimentario para sus canciones favoritas. Estaba seguro de que Magdalena acogería sus desafinamientos con benevolencia. Se sentó y cantó a media voz, y conforme lo hacía la ocurrencia se convirtió en necesidad. La mejor expresión de aquel momento era la música. Le hubiera gustado tener una guitarra, saber tocarla y acompañarse con ella.

Sonó el timbre de la puerta y se levantó a abrir. Llegaba Magdalena cargada de paquetes.

—¿Qué estabas haciendo? Me pareció oír el piano y alguien que cantaba. ¿Eras tú?

Lo confesó como un pecado.

—Nunca te oí cantar.

—Es una de mis actividades solitarias. No me atrevería a hacerlo delante de nadie, y menos delante de ti. Sería obligarte a que me tomaras a broma.

Magdalena dejaba los paquetes sobre la cocina.

—No puedo pedírtelo antes de cenar, pero lo exigiré cuando hayas cenado. Entonces no sabrás negarte.

Encendió un infiernillo de gas.

—He aquí el aceite, la sartén y los huevos. A tu maestría los entrego. Mientras tanto, dispondré la mesa.

Salió, y la sintió andar de un lado para otro. Él vertió el aceite en la sartén, la puso al fuego y esperó a que se calentara. El aceite era malo y despedía un olor rancio. Recordó que en tales casos convenía freír primero un pedazo de pan, y llamó a Magdalena para pedírselo. Luego le explicó por qué lo hacía.

—Cuando ya no huele mal, se espera a que el aceite humee, señal de su calor. Luego se echan los huevos, de esta manera… Ahora, dame una cuchara, porque hay que rociar los huevos con el aceite para que se frían por igual. Ya están. ¡Una espumadera, por favor!

Magdalena asistía con regocijo a la experiencia culinaria, pero cuando vio en la fuente los huevos fritos se puso seria.

—Tienen un buen aspecto. Creo que me gustarán.

La enseñó a comerlos, mojando el pan en la yema caliente.

—Este par de huevos no es más que la mitad de mi mayor placer nacional. La otra mitad la constituyen las patatas fritas.

—¿Por qué no lo advertiste? Las hubiera comprado también.

—No son de esas crujientes y saladas que pueden comprarse.

Y le explicó de qué manera se freían, también en aceite, las patatas para tomar con huevos.

—Las hubiéramos hecho lo mismo.

—¿Y mondarlas? ¿Quién las hubiera mondado? Es una operación que necesita servidumbre.

Magdalena fingió ofenderse.

—No olvides, Javier, que mi moral no me lo permite. Soy capaz de mondar unas patatas. ¿Y por qué no? Es una operación como otra cualquiera.

Iba a responderle que era desfavorable para sus manos, pero prefirió contemplárselas, divinamente blancas, moviéndose lentamente mientras comía. ¿Cuántas generaciones ociosas habían hecho falta para formarlas? Ahora ya sabía a qué atenerse respecto de este punto.

—Tu madre, Magdalena, no lo hubiera hecho, ni tampoco ninguna de tus abuelas.

—Concédeme que soy la primera mujer razonable de mi familia, y también la primera que vive sin servidumbre.

—No se trata de la servidumbre, sino de las manos.

Magdalena soltó los cubiertos, enrojeciendo, sorprendida; se miró las manos y las escondió.

—¿Por qué las manos?

—Se estropearían de mondar patatas. Las tuyas perderían su transparencia.

No se explicaba la repentina tristeza que cubrió el rostro de Magdalena. Esperaba que dijera algo, pensando que con aquella mujer las mayores trivialidades dejaban de serlo.

—Acabas de recordarme algo muy desagradable. No me pidas perdón, porque no tienes la culpa.

Recuperó los cubiertos, ya desaparecido el rubor del rostro.

—No hace mucho tiempo me han dicho lo mismo que tú, pero con intención distinta. Fue una camarada, en una asamblea. Puso en duda públicamente mi sinceridad revolucionaria, y cuando yo me defendía me avergonzó por la finura de mis manos. Ella exhibía las suyas, destrozadas en la fábrica, y no me valió decir que yo era estudiante, y no obrera. Aquel día sentí que también los proletarios son capaces de injusticia.

—En ese caso no lo fueron, sino, por el contrario, sinceros y justos. Tus manos eran una ofensa.

—No tenían derecho a decir nada. ¿No les he dado todo? Insultarme por mis manos, basarse en ellas para negarme su confianza, era ridículo. Por fortuna, logré que lo comprendieran.

Habían acabado de cenar. Magdalena se levantó y empezó a retirar los restos de la cena.

—No hemos pensado nada, pero preferiría no salir. Y la invitación alcanza también al café. ¿Lo aceptas?

—Te pongo por condición que no hablaremos de política. Decías el otro día que no habíamos hecho más que batallar. Estoy cansado, y quiero la paz contigo.

—Si no es más que ésa tu condición, me parece tan pequeña, que casi no es un sacrificio. No debes agradecérmelo, porque yo también empiezo a cansarme de esta pelea. Acaso sea un signo de debilidad.

Salió, llevando en la mano una gran bandeja en la que había recogido el ajuar. Cuando volvió, Javier se había acercado a la ventana y miraba la calle. La oía ir y venir, preparando el café. Sin mirarla, imaginaba sus movimientos. Pensó que si algún día se alejaba de ella para siempre, tendría que esforzarse para que el olvido anulase su recuerdo; primero olvidaría sus colores y sus trajes, reduciéndola a esquema fantasmal con ojos profundos; pero los ojos también los olvidaría, hasta hacerlos en el recuerdo luz, y por último, aquella luz se apagaría en el recuerdo. Quizás olvidase el nombre, y el sabor de su mano, y su gesto y su sonrisa. Pero el matiz de la voz no lo olvidaría: aquella voz hecha para expresar una vida seria, que cuando sonaba redimía las palabras de su trivialidad y su vulgaridad y que todo parecía ordenarlo y dotarlo de gravedad, hasta la misma risa. Ni tampoco sus movimientos, que no eran de gata o pantera, como en las hembras fatales; ni de ondina, como en las románticas, sino movimientos humanos en los que la carne alcanzaba la más alta armonía dentro de lo necesario, lo limitado y lo justo. Sabía que la voz de Magdalena resistiría la vejez y que sus movimientos serían lo mismo aunque el cuello, los brazos, las caderas acumulasen, por obra de maternidad, más tejido adiposo que el conveniente.

Sintió que se acercaba, y no se movió.

—¿En qué piensas, Javier?

—Estaba pensando en ti.

—¿Cosas agradables?

—No lo sé. Pensaba en lo que podré olvidar de ti y en lo que no olvidaré jamás, aunque lo quiera.

Se volvió y la miró fijamente.

—Pero me gustaría saber que el tiempo es más fuerte que tú y que podría esperar ayuda de su alianza. No sé si sería más feliz, pero estaría más tranquilo. Sabiendo, en cambio, que hay cosas tuyas con las que el tiempo no puede, le temo a tu presencia, que lo hace todo irremediable.

—Es la primera vez que me hablas de esa manera. ¿Por qué lo haces?

—No lo sé. Tendría que suceder algún día.

El vapor se escapaba por el pitorro de la cafetera. Servido el café, formaba en las tazas una apretada espuma negra y perfumada, y el mismo perfume del café competía en el aire con el olor de las rosas. Javier retiró una taza, le sirvió azúcar y se la ofreció a Magdalena. Después se preparó la suya.

—¿Quieres darme coñac? —le dijo.

—Hoy no tengo. Estos últimos tiempos anduve apretada de dinero. Para mí eran finales de mes. Pero puedo, si quieres, bajar a buscarlo.

—No. No lo hagas. Prefiero que te sientes y me escuches.

—¿Me vas a hablar tan en serio que tendré que ponerme a tono, o bien puedo escucharte desde el suelo?

—¿Por qué no? Cualquier postura es buena, aun para las cosas graves.

Magdalena cruzaba ya las piernas sobre el cojín, sentándose encima.

—Ayer —continuó Javier— he conocido a un hombre extraordinario, un escultor rumano que vive en la Ciudad Universitaria. Se llama Antonio Lupescu. ¿Lo conoces?

Magdalena no lo recordaba, ni aun después de habérselo descrito.

—Está condenado a muerte.

El rostro de Magdalena se ensombrecía.

—Habíamos acordado no volver a hablar de política.

—No lo haré. No era ésa mi intención, ni voy a exhibir el caso de Lupescu contra ti, sino contra mí. Ayer he pasado muchas horas en su compañía; me ha contado su vida y la historia de su matrimonio. Es una hermosa historia, una historia profunda y dramática, como yo no sospechaba que se pudiera producir. Pero tampoco es por esa historia por lo que te hablo de él. Antonio Lupescu se marcha a España, a combatir de voluntario.

Ahora Magdalena levantó la cabeza, sobresaltada.

—¿Vas a marchar con él?

—No. No me decido a hacerlo, y esto me avergüenza.

Le hubiera gustado enrojecer al decir estas palabras, pero no era tan buen actor que pudiera enrojecer a voluntad.

—Estoy avergonzado. Antonio Lupescu marcha a enrolarse en una guerra incierta por fidelidad a su espíritu. Probablemente va a morir. Pero yo, que soy español, estoy tranquilo en París, viendo los toros desde la barrera. No soy capaz de abandonarlo todo, cruzar la frontera y marchar al frente. ¿Y sabes por qué, Magdalena? Porque soy un cobarde.

Ella se puso de pie.

—Tú no harás eso. No puedes comprometer tu vida en una causa perdida. No deberías comprometerla aunque fuera una causa victoriosa. ¿Tiene España, acaso, necesidad de ti?

—España nos necesita a todos. ¿Qué importa ahora mi vida? Es España lo que importa.

—Pero es que tú no eres soldado, y tu quehacer en el mundo no es el de pelear. Tienes que ser fiel a ti mismo.

—Eso que dices, Magdalena, está poco de acuerdo con tus principios. Todo te lo podría decir, con idéntica razón, con más razón todavía, porque yo aún no he marchado a la guerra ni sé si marcharé, en tanto que tú estás embarcada en una aventura que ahora no quiero discutir, pero que te exige el mismo sacrificio cuya necesidad me niegas.

—No es lo mismo. Mi vida, Javier, importa poco. ¿Qué más da que se pierda en una barricada, si vuelve el día de las barricadas? De cualquier manera, nada tengo que hacer en el mundo, y esto de ahora me sostiene un poco. Pero tu caso es distinto. Tú tienes toda la vida por delante para ser feliz. La diferencia está en que tú eres dueño de la tuya y yo no lo soy de la mía. Tú puedes aún elegir. Yo he sido elegida sin poner mi voluntad, y no me queda otro remedio que aceptar. ¿De qué me valdría oponerme? Estoy entregada a una suerte que no me pertenece, pero que me arrastra.

Hablaba con voz firme y sin tristeza, como consciente de un deber doloroso e inevitable.

—Acaso sea ése el sino de nuestra generación. Yo no soy tampoco dueño de mi destino, ni creo que lo sea nadie en nuestro tiempo. ¿Cuántas veces he tenido que enderezar mi voluntad, torciéndola, ora para aquí, ora para allá, por esquivar los acontecimientos? ¿Por qué estoy ahora en París y no en España? ¿Por qué pienso en América y por qué temo que ese viaje no lo haré jamás? Hasta ahora he creído en el poder de la voluntad individual; ahora voy experimentando que ese poder no existe.

Se sorprendió al escucharse, porque estas palabras eran sinceras.

—Si hace cinco años —continuó— me hubieran preguntado por mi vida, no hubiera podido responder nada aproximado a lo que me sucedió después. Hace cinco años, España concluía un camino y empezaba otro, pero jamás pensé que los nuevos rumbos trastornasen de este modo nuestros destinos. Empecé a comprenderlo cuando tuve que renunciar a mis aspiraciones. Aquella vida soñada en la adolescencia ya empezaba a no ser posible, sin que yo tuviera culpa ni la tuviese nadie. Quise consolarme pensando que me había equivocado, que era un error que tenía que deshacer para empezar de nuevo; pero tampoco pude empezar. Vivir en España era estar entregado a] azar de cada día, esperando que los acontecimientos impersonales me arrastrasen adonde yo no quería ir. Yo me rebelé contra esta situación, y marché de España. Pensaba que hay todavía lugares donde la vida tiene límites más holgados para el hombre ambicioso o simplemente para el hombre decidido. Yo quería seguir siendo dueño de mí, y esperándolo vine a Francia. Ahora, esa guerra empieza a hacerme dudar. Aunque no quiera pensar en ella, sus consecuencias me envuelven. Puedo estrujar mi corazón y continuar mi huida, pero siempre me inquietará la suerte de quienes no dejo de amar. Pero tampoco puedo renunciar a España para siempre. Hay paisajes que amo, gentes cuya conversación me agrada, pueblos en los que me gustaría vivir en mi vejez. Si triunfan mis enemigos, todo eso será imposible. Pero si fuera capaz de raer de mi corazón todo ese lastre sentimental y contemplar fríamente la guerra como extranjero, aun así me alcanzan las consecuencias, porque no podré vivir dentro de poco en un país enemigo, como parece que lo es Francia. ¿Quién me asegura que un día de estos no me obligarán a entrar en España, y precisamente por la frontera de Port-Bou?

—Eso, de ninguna manera. Yo te ayudaré a impedirlo. Yo tengo amigos que lo pueden evitar.

Se había apoyado en el armario y miraba vagamente.

—A veces —dijo— pienso que sería mejor no haber nacido, ya que el deseo de nacer en otro tiempo no deja de ser una utopía.

Dejó sobre la mesa la tacilla vacía y encendió un cigarrillo.

—¿Te has determinado ya? ¿Piensas hacer algo? ¿Irte a América o a España?

—Esperar es lo único posible en mi situación.

—En Francia —dijo Magdalena— puedes quedarte todo el tiempo que te dé la gana. No debes temer una expulsión si te portas con cordura; simplemente, si te mantienes en silencio. Locuras como la del otro día en la Sala Wagram no deben repetirse. Y, sin embargo…

—¿Qué?

—A esa locura se debe el que estemos juntos.

Sintió Javier que la atmósfera dramática se achicaba por la sola virtud de aquellas palabras y que el conflicto casi universal de que habían estado hablando se desvanecía, para reducirse a privada e individual situación. La mirada de Magdalena, antes vaga, se concentraba ahora en la suya.

—Quiero hacerte una pregunta, Javier.

Hizo una pausa, como embarazada, fumando su cigarrillo en silencio.

—No me juzgues por ella demasiado desfavorablemente. Recuerda que nuestra moral es distinta y que ahora me está permitido lo que hace algunos años no me atrevería a hacer. Soy comunista y he tenido un amante —dijo ambas cosas dándole a las palabras un matiz amargo—. Son dos razones para que prescinda de la vergüenza burguesa.

Javier necesitaba de toda su energía para que no se transparentase su inquietud. Presentía un momento difícil.

—Bueno —continuó Magdalena—. No es eso exactamente lo que me pasa. Lo que voy a decirte me da vergüenza, a pesar de ser comunista, a pesar de haber tenido un amante. Pero quiero convencerme a mí misma de que no debo avergonzarme. Si te lo advierto es porque no me es posible fingir delante de ti. Pero si me prometes que no me juzgarás mal estaré más tranquila.

Javier esbozó una sonrisa mundana, que supuso perfecta. Encontraba para respuesta un tópico excelente.

—Nunca podré juzgarte mal, porque me parece imposible que nada tuyo sea imperfecto. Tienes la virtud de transformar en elegantes los actos más vulgares, y sé que harás lo mismo con los inconvenientes.

Ella sonrió.

—No es un problema de estética, sino de… de pasión. ¡Oh, si seguimos hablando, no me será posible continuar! Pero es necesario que te pregunte y que tú me respondas con sinceridad.

—¿Lo dudas?

—No. Pero puedes no responderme. Tienes derecho a no hacerlo.

Hizo un esfuerzo violento y añadió luego con ahilada voz:

—¿Estás enamorado de mí, Javier?

¿Y por qué no contestarle como ella pedía, sinceramente?

—Sí. Estoy enamorado de ti.

Hubo un silencio difícil.

—No debí permitirlo. Fue complicar tu vida sin necesidad, añadir otro dolor. Serías más feliz si no me hubieras conocido.

—Sí. Sería más feliz.

—No tengo ninguna justificación. No ha sido inevitable ni inesperado, al menos por mi parte. Si yo no quería reconocerlo, George me lo advirtió, y hasta profetizó lo que está pasando. Por eso le prometí no verte en lo sucesivo. En aquel momento estaba segura de poderlo hacer. Pero fue sólo un momento. Él estaba ahí mismo, donde tú estás, mientras hablábamos, y yo aquí, como ahora. Pero cuando él se fue comprendí que había hablado ligeramente. No deseaba olvidarte, sino todo lo contrario. Pero no me bastaba con estar junto a ti: necesitaba también que tú me amases, y puse de mi parte todo lo posible para conseguirlo. ¡Oh, lo habré hecho muy mal!

Se pasó la mano por la cabeza, apartando el cabello de la frente, y continuó:

—El otro día me di cuenta de que no estaba bien hecho. ¡Estábamos tan distantes y era tan disparatado mi amor! Comprendí que debía alejarte, y no sabía a qué medios recurrir. Pensé que la política lo conseguiría, pero me venciste. Había aún el último remedio, el más doloroso. Estaba segura de su eficacia, y por eso te hice aquella confesión. ¿No fue bastante?

Javier no hubiera sido capaz de fingir.

—No fue bastante. Puede impedir que seas mi mujer, pero no que siga amándote. Simplemente, hizo dolor lo que de otra manera pudiera haber sido júbilo.

—¿Es irremediable?

—Para dejar de serlo tendría yo que dejar de ser quien soy.

Y al ver cómo sus labios se contraían en rápida mueca dolorida se apresuró a añadir:

—Perdona mi brusquedad. No sé ser sincero sin ser cruel.

—Antes de tú decirlo ya yo lo había pensado. Lo pienso hace muchos días —le respondió ella, encogiendo los hombros.

Quedó un momento muda, como en contemplación de sus propios pensamientos, y después sacudió la cabeza:

—De todas maneras, perdóname.

Le puso la mano sobre un hombro.

—Será mejor que me des un cigarrillo y que te sientes al piano y cantes, como me prometiste. Conviene ahora cierta dosis de frivolidad. Es un momento muy difícil, y no se me ocurre medio mejor de resolverlo.

Fue hacia el piano y lo abrió. Por un momento creyó Javier que sería ella quien tocase, como la otra noche, un popurrí angustioso. Pero no lo hizo. Dejó el piano, fue a la ventana, después volvió hacia él.

—¿Traduces el alemán, Javier?

—No. Lo desconozco totalmente.

—Hay unos versos de Rilke que he recordado mucho estos últimos días. Me gustaría leértelos. ¡Oh, no son unos versos cualesquiera! Tienen mucho que ver con nosotros dos. Si no quieres, no te los leo.

—¿Y por qué no?

—No son unos versos alegres.

—¿Lo somos, acaso, nosotros?

Había cogido un libro y lo hojeaba rápidamente.

—Se titulan «Canción de amor».

Inició la traducción lentamente; su voz se hacía más profunda, a veces temblorosa, en algún momento quebrantada.

—«¿Cómo he de sujetar mi alma para que no roce con la tuya? ¿Cómo he de levantarla sobre ti hacia otras cosas? ¡Ah, con qué placer la pondría cerca de algo perdido en la sombra, en un lugar quieto y alejado, para que no siguiera oscilando si oscilas tú en lo profundo! Pero todo lo que nos roza, a ti y a mí, nos recoge como un arco que de dos cuerdas arranca una sola voz. ¿Sobre qué instrumento nos hallamos tendidos? ¿Qué músico nos tiene en su mano? ¡Oh, dulce canción!»

Cerró el libro sin soltarlo. Luego se le cayó. Javier se había levantado. Pero ella alzó la mano:

—No, Javier —dijo con voz oscura—. No te acerques. Te ruego que te vayas. Sin decirme adiós, sin darme la mano, sin mirarme siquiera. ¡Vete ya, por favor!

Dudó un instante, mirándola. Ella tenía los ojos bajos, casi cerrados, y las manos cruzadas sobre el pecho, estremecida por una respiración irregular. ¡Si adelantaba un paso y la abrazaba…!

—Vete —repitió ella.

Salió. El portal estaba vacío, y se detuvo un momento, sin saber por qué. Ya en la calle, volvió sobre sus pasos, pero no se atrevió a subir. Miró, pero ella no se había asomado a la ventana. Seguía en el mismo lugar, inmóvil: su sombra se marcaba sobre las cortinas. Se refugió en la oscuridad para mirarla mejor. Él y la sombra estuvieron inmóviles mucho tiempo. Después se apagó la luz, oyó el crujir de la ventana, y vio un momento su mano, alumbrada por el gas. Después el silencio, un silencio largo, y finalmente, el piano.

No supo cuánto tiempo estuvo allí. Pero al entrar en el metro pasaba de la medianoche.

3

Lo despertó el conserje, a media mañana, para entregarle una carta traída en mano, con carácter urgente. Era de Magdalena. Estaba escrita en un papel ancho, color de hueso, sin perfumar, y decía así:

«Querido Javier: Temo que mi conducta de ayer me haya hecho perder la reputación de muchacha juiciosa en que hasta ahora me tenías. Me entregué, sin meditarlo mucho, a mis sentimientos, y ahora, al recordarlo, reconozco mi indiscreción. ¿Qué hubiera pasado anoche si no llegas a ayudarme, obedeciéndome cuando te supliqué que te marcharas? No pregunto lo que hubiera sido de mí, sino de ti, porque eres tú el que me preocupa (ya sabes qué poco cuentan en mi vida mis propios dolores). Afortunadamente te mantuviste aparte de mi exaltación, y cuando yo había perdido la cabeza conservabas la tuya todavía. Si creyera en Dios, le daría las gracias.

»Dáselas tú, que crees, por los dos.

»Ahora estoy pagando las consecuencias de mi locura. Pienso en ti. Pienso en la noche que habrás pasado, añadiendo uno más a tus habituales tormentos, y pienso también con horror en que a estas horas acaso te hayas determinado a no volver a verme. Si así fuera; no te lo podría reprochar, pero quiero que no haya sido así, y que al leer mi carta te sonrías como único comentario. Te agradezco la sonrisa, si con ella te basta.

»Pero no te escribo para darte explicaciones, sino para pedirte que si efectivamente lo de anoche no te apartó definitivamente de mí, procures no verme en algunos días. Dos o tres serán bastantes. Los necesito para templarme de nuevo, recobrar la frialdad, curarme un poco. Ya sabes cómo lo conseguiré: entregándome en cuerpo y alma a mis funciones de pionera. El comunismo es bastante frío para templar cualquier ardor.

»Después nos volveremos a ver. Confía en que no tendrás que arrepentirte. Casi siempre soy dueña de mí misma, y no puedo explicarme por qué, en un momento, no lo he sido. Es decir, creo que si me lo propusiera encontraría la explicación, pero deliberadamente dejo de buscarla.

»Son para ti tres días de soledad. Déjame creer que a nadie en París puedes confiarte como a mí, que soy, por lo menos, tu mejor amiga. En este caso, falto a mis obligaciones pidiéndote este alejamiento. Sin embargo, estoy dispuesta a verte cuando quieras, hoy mismo; pero no en mi casa. Ya sé que en público no hay peligro para ti: puedes hacer de la compañía tu defensa. Te esperaré, pues, si las noticias son malas, o si necesitas ser escuchado y consolado por un corazón amigo. Me puedes encontrar en la universidad por las mañanas, “Chez Rosalie” a la hora de comer. Iré allí, invariablemente, estos tres días, después de las siete.

»Pero si no te soy necesaria, no me busques. Yo misma necesito soledad para hacer mi examen de conciencia.

»Ya sé que aunque no quiera me acordaré mucho de ti.

»MAGDALENA.

»P. S. – Mándame una carta por el correo automático diciéndome si estás conforme o si, por el contrario, has decidido no verme más. Adiós

La carta de Javier decía solamente:

«Te espero el miércoles a cenar “Chez Rosalie”. Sé feliz.

»JAVIER

4

El comedor de la Ciudad Universitaria estaba abarrotado de estudiantes. Tuvo que esperar de pie a que hubiera una vacante. Ya casi había comido cuando se le acercó don Arturo con la bandeja en las manos y en ella un par de platos de verduras y una botella de leche.

—Ando muy mal de cuartos —le explicó—. Ya no me queda más que la misa, y eso es insuficiente, aquí y en la China.

Se acomodó a su lado y comenzó a comer. Al primer bocado hizo una mueca de desagrado.

—Yo le puedo prestar algún dinero, don Arturo. Tengo lo suficiente para mí.

—¡De ninguna manera, don Javier! Me iré arreglando como pueda. Estoy en tratos con unos frailes para que me admitan en el convento mientras no pueda volver a España. Claro que es el último recurso, porque son condenadamente rojos, y lo pasaré muy mal con ellos.

—No tiene usted necesidad de hacerlo. Yo le presto dos mil francos.

—¿Dos mil francos? ¡Está usted loco, querido amigo! Dos mil francos son una cantidad exorbitante.

—Dispongo ahora de treinta mil, y no los necesito.

—¡Pero si a mí dos o trescientos me serán bastantes!

Javier soltó una amable carcajada.

—No tiene usted idea, don Arturo, del país en que vive. Por mucho que logre reducir sus gastos, trescientos francos le alcanzarán para una semana, y Dios sabe el tiempo que tendrá que estar aquí. Tome usted este cheque, vaya mañana al banco y cóbrelo. Y cuando se le acaben pídame más.

El cura se deshacía en frases de gratitud, mirando incrédulo el papel rosado.

—¡Dos mil francos! Es increíble. ¿Y cómo podré devolvérselos? Yo no tendré esa cantidad en mi vida.

—Ya me lo dirá en misas, que buena falta me harán. Y ahora hay que empezar a gastarlos. Tire usted esas asquerosas espinacas y pida una buena tortilla y una chuleta, si la encuentra. Está usted demacrado, y no creo que sea por ascesis voluntaria, sino forzosa. Trabaja usted demasiado, y eso requiere una buena alimentación.

Cuando salieron del comedor, don Arturo se negó a tomar el café a que lo invitaba: tenía santo horror a las gentes del pabellón Internacional.

—Me dan miedo esos negros y esas mujeres casi desnudas. Déjeme usted marchar. Lo pasaría muy mal entre ustedes.

Javier se acercó a un grupo de conocidos y preguntó por Cantero. Alguien le indicó que estaba en la sala de «pin-pon». Lo descubrió junto a una ventana, de palique con Mara, a la que tenía enlazada por la cintura.

—Estás hecho un pecador empedernido, querido Pedro, con la agravante de publicidad y escándalo. Ésa es una postura indecorosa.

—¡Cállate, por favor, que ella puede entenderte!

—Comprenderás que me trae sin cuidado. No creo que la pobre vaya a ruborizarse, después de todo.

Y añadió en francés:

—Estoy riñendo a mi amigo por tenerla a usted abrazada de esa manera. ¿No le parece que es un poco exagerado? Acaba de verle el cura, y se marchó haciendo cruces.

Pedro Cantero le miró tembloroso:

—¿De veras que me ha visto don Arturo? ¡Estoy perdido! Ayer me confesé con él, y le prometí solemnemente cambiar de vida.

—Me dijo que la próxima vez te negaría la absolución.

—Eso no puede hacerlo. Ayer estaba convencido de que mi vida iba por mal camino. El próximo domingo, cuando vuelva a confesarme, lo sentiré otra vez. Pero ¡qué quieres! Mi carne es flaca, demasiado flaca.

—Mucho más flaca que todo lo imaginable, porque para no resistir las tentaciones de esta dama…

—¿Y tú qué sabes? Te aseguro que tiene un cuerpo precioso. Ayer le hice un boceto, y…

—Querido Pedro, no me interesan tus bocetos. ¿Queréis acompañarme? —añadió en francés—. Os convido a café.

Ocuparon una mesa vacía, alejada de la puerta. Javier quedó silencioso, mientras que la pareja reanudaba su conversación, mitad en francés, mitad por señas.

«Antes aprenderá el rumano que el francés», pensó Javier, contemplando las dificultades expresivas de Cantero.

Se acercaba Gerda, ondulante y grandota. Le tendió la mano y se sentó a su lado, sin hacer mucho caso de los otros. A Javier le sorprendió, porque sólo había cruzado con ella unas palabras pocos días antes, cuando habían sido presentados. Pero ella se portaba con desenvoltura y confianza, como si fuesen amigos de siempre.

—¿Qué es de su vida? Casi no se le ve por el restaurante.

—He pasado una semana de mucho trabajo. Necesito distraerme.

Ella rió escandalosamente.

—Ya me ha contado Agatha sus distracciones.

—¿Ella se lo ha contado? En ese caso, no tengo nada que añadir. Pero hubiera preferido que se callase la boca.

—Ha hecho de usted tales elogios, que varias muchachas desean conocerlo. Es usted popular en el pabellón de los Estados Unidos. Miss Roberts ha reñido con su novio por causa de usted.

Miss Roberts, Mary Roberts, era la novia de Nick Allombery, el del «Packard».

—¿Y tendré que darle explicaciones a mister Allombery? Porque no estoy dispuesto, naturalmente.

—¡De ninguna manera! Nick ya se ha arreglado con otra chica —y después de una pausa—: Se ha arreglado conmigo. Es un muchacho que me conviene. Parece ser muy rico.

—¿Piensa casarse con él?

—De ninguna manera. Pero estará aún tres meses en París, hasta noviembre. Si consigo retenerlo hasta que se marche, ahorraré mucho dinero.

Javier la miró, sorprendido.

—Es usted muy poco sentimental, Gerda. Imaginaba a las vienesas de otra manera.

—¿Qué tiene que ver el amor con todo eso? Ser novia de Nick no me impide amar a otro muchacho. Son dos negocios distintos; es decir, uno es negocio, otro no.

—Pero el otro no le tolerará esa… llamémosla duplicidad.

—¿Y por qué no? Basta con que no sea celoso, y no tiene por qué serlo. Cuando amo doy mi corazón enteramente.

—Paso por que su corazón sea… monovalente. Pero ¿y lo demás? ¿O es que las relaciones con Nick son simplemente platónicas?

—De ninguna manera. No lo han sido más que un par de horas.

—Yo no toleraría que usted durmiese con otro hombre.

—Es que usted, Javier, es un hombre muy raro. ¡Es una lástima que usted tenga esas ideas!

—¿Y por qué es una lástima? Me va muy bien con ellas.

—Es que me gustaría enamorarme de usted.

—Le suplico que no lo haga, por su propia comodidad.

Encendió un cigarrillo en el que Gerda fumaba.

—Esta tarde —dijo ella—, Nick está visitando una fábrica. No volverá hasta la noche.

—¿Sufre usted ausencias?

—¡Oh, no! Simplemente, tengo la tarde libre.

—¡Cómo se aburrirá, querida Gerda, sin la divertida presencia de Nick!

—Tengo ganas de ir al cine. ¿Quiere usted acompañarme?

—Es imposible, porque también tengo que ir al cine.

—Vayamos juntos.

—No creo que ella lo acepte.

—¿Ella? ¿Su novia?

—Sí. Mi novia.

—¡Ah! C’est dommage!

Fumó silenciosamente y arrojó luego la colilla con un movimiento brusco.

—Ella no será Agatha.

—¡Oh, no! En absoluto.

Se puso en pie casi de un salto, y le tendió la mano.

—Lo siento, querido amigo, pero me complace pensar que alguna otra muchacha lo sentirá como yo. Hasta la vista.

Atravesó el salón y se sentó en una mesa lejana, con varias chicas que Javier desconocía.

Se volvió hacia sus amigos. Mara y Cantero se besaban descaradamente.

—Me voy. No me gusta llevar la cesta.

Mara pidió que le explicara la expresión. Lo hizo con dificultad.

—No debe usted quejarse —respondió ella cuando lo hubo entendido—. Le suponía dispuesto a hacer lo mismo con esa austríaca. Me alegro que no lo haya hecho, porque la odio. Nos mira a los balcánicos como si fuésemos de raza inferior.

No era difícil creerlo, a juzgar por su mandíbula.

—Le pido perdón, Mara, por no haber pensado en usted; pero si no he besado a Gerda ha sido por fidelidad a mi novia. Soy fundamentalmente monógamo.

Pedro Cantero ocultaba la cara enrojecida.

—No necesitas ruborizarte —le dijo en español—, porque no le descubriré que eres casado.

Mara había quedado silenciosa.

—Es usted un hombre raro —dijo luego—. Parece haber recibido una educación demasiado seria.

—Sí. No cabe duda de que los frailes que me educaron eran demasiado serios. Pero la fidelidad en el amor la aprendí de mis padres. Sé que se casaron vírgenes y que se guardaron lealtad irreprochable.

Calló un momento, y dijo luego, como hablando para sí:

—Me hubiera gustado hacer lo mismo que ellos.

Se despidió y fue hacia la cabina telefónica. Marcó el número de la duquesa de Coria, y tuvo que repetir su nombre dos o tres veces, hasta que la fámula —agria voz extranjera— consiguió entenderlo. Unos minutos después se escuchó la voz de Sofía.

—Me gustaría hablar con usted, duquesa.

—Esperaba esta llamada, «pollo», pero no para tan pronto. Venga a verme esta misma tarde, y hablaremos. Después le presentaré a algunas personas interesantes, si se decide a hacer conmigo una visita.

Sofía estaba sola, y le recibió en el claro salón, sentada en un diván, con gesto negligente.

—¿Ya tiene usted «morriña»?

Le mandó sentarse a su lado.

—Venga esa confesión. Si es por causa de la guerra, le diré que tengo buenas noticias de fuente fidedigna. Nuestros amigos progresan, y, salvo algunos fracasos locales, la rebelión puede considerarse triunfante. Antes de un mes estarán en Madrid.

Encendió uno de sus pitillos fuertes y dijo luego:

—Me parece, sin embargo, que no se debe a la guerra esta visita. ¿Me equivoco?

—Está usted en lo cierto. Es usted una mujer perspicaz.

—¿Asunto de faldas?

—Exactamente.

—La otra noche se marchó usted con mis amiguitas. ¿Alguna de ellas? ¿Es Marie, por casualidad? No se la recomiendo. Es una mujer divorciada, y para un español una mujer divorciada nunca está bien. Ustedes toman el amor demasiado en serio, piensan en seguida en casarse, y acaban riñendo con la familia, que no acepta el matrimonio civil.

—En eso no ha acertado usted. No se trata de Marie.

—Lo decía porque me ha llamado por teléfono para preguntarme su dirección. Parece ser que se le olvidó a usted ese importante dato a la hora de la despedida.

—Sí. Lo olvidé voluntariamente.

—Ha hecho usted bien. ¿Quién es, entonces?

Le contó toda la historia de Magdalena, desde su encuentro y sin omitir detalle. Sofía le escuchaba con atención, sin interrumpir. Sólo cuando llegaba al episodio de monsieur Poitu y le dijo el nombre de Magdalena intervino:

—Tengo una idea de quién es su familia, y hasta creo haber conocido a alguno de sus parientes. Hace mucho tiempo, desde luego.

Cuando terminó, ella se mantuvo silenciosa. Después le dijo:

—Es un asunto difícil. ¿Usted la ama?

—Ahora estoy seguro.

—Entonces, cásese con ella y llévesela a su tierra. No creo que las ideas políticas sean un estorbo.

—Yo tampoco lo creo, y mi dificultad no va por ese camino. Pero ha tenido un amante…

—Y usted, ¿no ha tenido también amantes?

—Desde luego, pero yo soy un hombre.

Sofía sonrió:

—No me gustaría nada que me tomase usted por una mujer de ideas avanzadas. Creo que soy más bien una reaccionaria, aunque en algún tiempo no lo haya sido. Pero el mundo avanza más de prisa que nosotros, y las ideas envejecen, como las personas. Las mías tienen arrugas, como mi cara. Sin embargo, me agradaría convencerle de que todo su conflicto sentimental parte de una injusticia: exigir a su novia lo que no se ha exigido a usted, lo que ella misma no le exige ni le exigiría en ningún caso.

—Es posible que sea injusto, pero es así. No puedo casarme con ella.

—¿Lo hace por sus ideas religiosas?

—A usted puedo decirle que no las tengo.

—No lo entiendo, luego. Porque le supongo por encima de ciertos prejuicios sociales.

—En todo caso, no estoy por encima de los prejuicios de clase, si es la clase lo que los origina. O la familia… No lo sé muy bien; usted lo sabrá mejor. Usted es también española.

Sofía sonrió.

—Lo soy en cierto modo. Una española sin prejuicios.

Encendió otro cigarrillo.

—Dígame, Javier, ¿desprecia usted a toda mujer soltera que ha dejado de ser virgen?

—De ninguna manera. ¿Qué derecho tengo a hacerlo? Tampoco desprecio a Magdalena. Me parece, por el contrario, una mujer admirable, muy superior a mí. Pero no puedo casarme con ella.

—¿A qué clase social pertenece usted, Javier?

—Yo mismo no lo sé. Pongamos que a la burguesía.

—Su apellido, sin embargo, no es un Pérez cualquiera.

—Mi madre es una hidalga de las que hay a cientos en España, identificada en todo con la burguesía, salvo en ciertas manías inofensivas. Mi padre era un hombre del pueblo enriquecido en la emigración. En mi tierra se dan mucho los matrimonios de esta clase. Él se llamaba Mariño a secas, y ella, Mariño de Lobeira. Yo no soy responsable de que hayan hecho de los dos un solo apellido.

—¿Es usted demócrata?

—No. Me siento furiosamente distinto, pero no les concedo mucho valor a los apellidos y a la sangre. Mi abuelo paterno labraba su campo, y mi padre, en su niñez, iba a la pesca. Sin embargo, se portó en la vida como un perfecto señor. Fue un auténtico creador de estirpe. Estoy más orgulloso de él que de mis antepasados maternos, que anduvieron por América en el siglo XVI e hicieron no sé qué cosas.

—¿Y cuál es la moral de su familia en… asuntos como el de usted?

—Intransigente. Se fundan en la religión, pero si no fueran religiosos pensarían lo mismo. Yo no lo soy, y, sin embargo, en este aspecto coincido con ellos. Creo que es en el único en que nos entenderíamos.

—Es un poco difícil aconsejarle a usted, querido amigo. No es un problema de ideas, sino de algo más arraigado que las ideas.

—Dígalo usted sin miedo a ofenderme, duquesa. Son prejuicios.

—Sí —rió brevemente—, pero yo tengo muchísimo respeto para los prejuicios de los demás.

Se levantó, sin dejar de fumar; tosió un poco y se arrimó a una mesa.

—Dígame usted, Javier, ¿teme usted que, de casarse con esa muchacha, ella pudiera engañarle? Porque, naturalmente, será usted mucho más intransigente tratándose del adulterio femenino.

—Claro está que lo soy, pero no había pensado en eso. Sin embargo, no creo que Magdalena llegase a esos extremos. Estoy seguro de su fidelidad.

—¡Me hace gracia oírle, Javier! ¿Tan seguro está de usted mismo?

—No. Pienso en ella, y no en mí. Es una mujer demasiado seria, y si quiere usted, demasiado orgullosa. La creo capaz de justificar el adulterio en otra mujer, pero no de justificarlo en sí misma.

—¿Han hablado alguna vez de eso?

—Jamás. No hago más que interpretar hechos objetivos. ¡Oh, perdóneme esta frase, un poco pedante! Conozco a muchas muchachas que están en una situación parecida a la de ella. Han tenido, no uno, sino varios amantes, pero esto no llega a constituir una tragedia. Viven, más o menos, como los hombres: esto es todo. Pero el caso de Magdalena es distinto. En primer lugar, no ha tenido más que un amante. Si hubiera tenido más, me lo hubiera dicho lo mismo. No conozco la historia: comprenderá usted que no era delicado preguntárselo. Creo, sin embargo, que habrá sido un amor en serio, en el que ella fue engañada. Estoy convencido de que para ella la entrega amorosa tuvo el mismo valor que tiene en nuestras mujeres más virtuosas: fue un acto fundamental…

—Perdóneme, Javier, que le interrumpa, pero ese acto es siempre fundamental en las mujeres.

—En todo caso, las hay que logran sobreponerse y superar su propia desdicha. Magdalena no fue capaz. El resto de su vida nace de ahí. Otra mujer hubiera entrado en un convento; pero como su fe flaqueó como todo lo demás, se hizo comunista. Sin embargo, no se aprovechó de la moral comunista para «vivir su vida», como les sucede a otras. Creo que es una mujer casta, y, desde luego, severa consigo misma.

Sofía le miraba sonriente.

—Creo, Javier, que ha encontrado usted una muchacha excepcional. No quiero aconsejarle, sino que se deje guiar por su corazón, si le es posible.

—Me temo que no. Me falta experiencia. He sido toda mi vida un hombre frío y dueño de mis actos. Ahora, por primera vez, dos cosas que rebasan mi voluntad me tienen zarandeado. Una es la guerra, y la otra, esa muchacha. Le aseguro a usted que buena parte de mi desazón procede de mi impotencia en los dos casos. ¡No sabe usted lo desagradable que es llegar a creerse un hombre razonable, y comprobar luego que la razón es una potencia de segunda clase, y que nuestros actos fundamentales son casi siempre irracionales!

Entró un chófer francés a decir que madame la duchesse tenía el coche a la puerta.

—Le invito a que me acompañe, Javier. ¿Ha oído usted hablar de Arnaldo Roselló?

—Naturalmente. Conozco todos sus libros.

—Vive en París, y es mi amigo. Recibe los lunes, y sus reuniones son bastante divertidas. Le agradará conocerle.

—Hay que contar con el mismo agrado por su parte.

—Le telefoneé antes de llegar usted, anunciándole nuestra visita. Me preguntó solamente si era usted comunista.

—¿Lo es él, por ventura?

—¡De ninguna manera! Por eso lo preguntó de usted.

Los llevó el coche a algún lugar cercano a la plaza de L’Etoile, donde vivía Arnaldo Roselló, y el ascensor los dejó frente a una puerta con un letrero metálico:

ARNAUT ROSELLÓ

Philosophe.

Encima del letrero, enmarcada en oro, había una reproducción de «La Academia platónica», de Rafael, con unas letras desiguales en que se leía: «Aula sapiens.»

—¿Es una especie de Escuela de Darmstadt? —preguntó Javier riendo.

—Otro estilo y menos pretensiones, pero del mismo género.

Abrió la puerta una muchacha de unos treinta años, alta, blanca y rubia, un poco marchita.

—Comment ça va, madame la duchesse? Passez, je vous y prie. Monsieur le maître n’est pas venu encore, mais il viendra bientôt, je crois. Passez aussi, monsieur…

Fue presentado, y la muchacha —Amelia Desprès— le habló en un español gutural, aunque agradable.

Pasaron a una salita inmediata, que un arco de medio punto dividía en dos. Los muebles, heterogéneos, eran de buen gusto. Había bastantes libros y excelentes cuadros. Sobre un alto anaquel, una figura de Cristo que bien pudiera ser un Apolo vestido y barbado.

Había otras personas en el salón, que recibieron a la duquesa respetuosamente. Juzgó Javier que era personaje importante en aquel círculo selecto. Conforme los saludaba, hacía la presentación de Javier como «un joven historiador español de paso por París». Los otros eran una pintora polaca, un periodista argentino y un escritor ruso blanco cuyo nombre Javier reconoció en seguida: era un sujeto desgarbado, de ojos claros y rostro ascético, grato de ver cuando no hablaba, porque al hacerlo se le caía la mandíbula inferior en inesperado tic desagradable.

Centró Sofía la conversación, y Javier, un poco al margen, los escuchaba. La duquesa se mostraba ingeniosa y amable, con esa superior condescendencia de los aristócratas hacia los intelectuales; los otros, por su parte, la trataban con respeto, altivo en el ruso, humilde y esnob en el periodista americano. La señorita Desprès, también silenciosa, miraba a Javier con expresión simpática, como diciéndole: «Ni usted ni yo cabemos demasiado en este cotarro.» Por su parte, Javier encomendó a su mirada otro mensaje: «No crea usted que me preocupa demasiado. Así me divierto más.» El escritor y la pintora hablaban con preferencia de sí mismos; el periodista, de América. Si la pintora se quejaba del éxito escaso de sus cuadros, le decía el argentino que en Buenos Aires se había formado una élite competente que los sabría juzgar. Si el ruso se refería amargamente a la mínima difusión de su neocristianismo, especie de panacea para la enfermedad del siglo, el periodista afirmaba que las sociedades envejecidas carecen de la sensibilidad necesaria para comprender los grandes pensamientos, y a uno y a otro prometía no sólo público inteligente, sino dinero en abundancia. Observó Javier que al hablar de dinero, el mismo interés se manifestaba en el semblante de la pintora que en el del místico. Sólo Sofía se mantenía aparte, irónicamente digna. Pero su protección no debía de ser demasiado eficaz, porque un momento en que se refirió al enorme quebranto que la guerra de España significaba para su patrimonio fue aprovechado por el argentino para recomendarle una visita a Sudamérica, donde un nombre ilustre, como el suyo, sería estimado en todo su valor.

—Es usted demasiado optimista, querido amigo —decía la duquesa con su sonrisa y su pitillo—; si lo de España marcha mal, habrá una segunda edición de nobles sin acomodo, y encontraremos que todos los puestos de taxistas y la mano de todos los millonarios célibes y esnobs han sido ya ocupados por la nobleza rusa.

El escritor eslavo aprovechó aquella alusión a su patria para extenderse en consideraciones acerca de la revolución soviética y sus desmanes, así como a la parte de culpa que a la aristocracia correspondía; la polaca colaboró con sus propios recuerdos de la revolución, y cuando el argentino iniciaba una peroración teórica acerca de la ventaja que la falta de aristocracias de sangre representa en los períodos revolucionarios, un timbrazo le chafó el espiche. Fue a abrir la señorita Desprès, toda apresurada, e hizo solemnemente su aparición el maestro.

Arnaut Roselló —Arnaldo más allá de los Pirineos— era un hombre grandón, simpático y carnoso, de aspecto más francés que carpetovetónico. La sonrisa de su cara era tan francesa como el ruban rouge de su solapa o el corte de su traje. Llevaba monóculo colgante sobre el chaleco blanco y una corbata de lazo ancha y oscura. Javier se sorprendió al escucharle, a la manera más francesa:

—Bon soir, messieurs, mesdames!

La señorita Desprès lo había besado en las mejillas, y la pintora polaca hizo lo mismo. Sofía, en cambio, le tendió la mano, que él cogió con las dos suyas, reteniéndola un segundo, sin besarla. Después se dirigió a los varones: al escritor eslavo, al periodista americano y, por último, amablemente, al joven estudiante español.

—Tengo mucho gusto en verle —hablaba un castellano con muchas eses—; nuestra común amiga la duquesa me ha hablado de usted, y es para mí un honor que asista a esta modesta aula sapiente.

Javier tuvo la impresión de que hablaba burlándose, así como de que se sentía muy por encima de su propio papel. Arnaldo Roselló, sin abandonar su sonrisa, en un francés de fonética imperfecta e impecable sintaxis, navegaba entre celos, halagos y arrumacos como un atleta que nadase la prueba de los cien metros en las aguas sucias de un puerto, entre embalajes, manchas de aceite y mondas de naranjas. Sofía parecía divertirse: el brillo de sus ojos, habitualmente apagados, lo denunciaba, y la señorita Desprès contemplaba al maestro con admiración. La tuvo Javier inmediatamente por la única sincera, y si las miradas de ella no estuviesen ahora acaparadas por el filósofo, le hubiera mandado su simpatía en una sonrisa.

El corpachón de monsieur Arnaut no era como para hundirse en un diván, y se sentaba en un alto sillón de líneas neoclásicas. No juzgaba Javier que fuese indispensable explicarlo, aunque observó que, siendo el que hasta entonces había ocupado la señorita Desprès, ella, al llegar el maestro, había requerido una silla, dejándole el sillón vacante. Pero el maestro, después de sentarse, y dirigiéndose al eslavo, improvisó una larga teoría relacionando la forma del asiento con su propia doctrina filosófica: aquel asiento alto, que obligaba a una postura erecta, era un asiento clásico y hacía clásico al hombre que lo ocupaba. No de otro modo se sentaba Júpiter Olímpico, desdeñoso de otras más cómodas formas. El hombre mediterráneo, inteligente y mesurado, había preferido a otros aquel género de asientos. No era mediterráneo el diván turco, sino oriental, y la preferencia que el hombre moderno tenía por los divanes sobre los sillones era evidente señal de su degeneración. Medio riendo, Sofía le recordó que los helenos, lo mismo que los romanos, se acostaban en lechos en sus banquetes: las divinas conversaciones del «Simposion» habían acontecido entre hombres tumbados. Pero Arnaldo le respondió que la postura del hombre en el lecho es igualmente clásica, pero que no lo era, en cambio, la del hombre sentado en blando y hundido asiento, como los últimos modelos lanzados por americanos o ingleses. Y el escritor eslavo, derribado sobre un diván, escuchaba atentamente la perorata sin intentar erguirse.

Era ingenioso Arnaldo Roselló, y su conversación, matizada de anécdotas, brillante. Citaba muchas veces la Inteligencia y la Razón, desafiando la sonrisa de su interlocutor, ahora mudo y enigmático. Pero su francés demasiado gramatical y sin acento definido tenía algo de abstracta lengua muerta.

Era el asiento punto de partida solamente, y muy pronto el salón pasó a ser aula, y la conversación, doctrina. Arnaldo Roselló categorizaba el detalle más anecdótico, extrayendo de la experiencia frívola conclusiones universales, rigurosas como teoremas. Era un racionalista, y el mundo, para él, se reducía a concatenado sistema de conceptos. Pero sus categorías eran inaceptables, ya que sus anécdotas eran siempre divertidas.

En un momento brilló el fuego en los ojos de la esfinge eslava, y su impasibilidad se desmoronó en mueca cadavérica: parecía su rostro el de un difunto putrefacto cuya envoltura carnal fuese incapaz de sostenerle la osamenta. Pero sus palabras eran ardientes, como de monje cismático. Sin quererlo, Javier se acordó de George.

No defendía la Inteligencia, sino el Espíritu; ni la Razón, sino el Amor. Arnaldo Roselló era un pagano, mientras que él partía de Jesucristo. Y no alcanzaba a comprender de qué manera conciliaba el filósofo aquel abstracto racionalismo con la religión profesada. Es decir, se lo explicaba, porque el Catolicismo se había hecho racional y burocrático, como toda la civilización de Occidente.

Era un debate divertido, del que llevaba Arnaldo la mejor parte, porque era frío y burlón, y su adversario, fanático y ardiente; Arnaldo era un farsante, y el eslavo, un hombre en cierto modo sincero. Puesto a juzgar, Javier no sabría tomar partido, pero reconocía que la doctrina más racional le habría convencido en otro tiempo, cuando aún su carne no había experimentado la subversión del abismo oscuro de su alma.

Si aquellos hombres fuesen amigos, hasta el punto de poderles confesar sus actuales tribulaciones, no dudaba de que el filósofo las hubiera reducido a esquema silogístico, acabando por recomendarle que «cogiese las rosas de su alegre primavera», es decir, que se acostase con Magdalena; pero no hubiera querido escuchar al eslavo exponerle a qué montaña de obligaciones le conducía el amor.

Levantaron la sesión a la hora de la cena, y por ceder su sitio en el coche de Sofía a la pintora polaca se encontró caminando con la señorita Desprès por un París desconocido. Fueron juntos en metro, y en el camino ella le refirió mil cosas de Roselló, a quien admiraba. La señorita Desprès era maestra, y tenía esa devoción un poco paleta de los maestros de todas partes por las formas más inconsistentes de la cultura.

La despidió en la Ópera, y surgió al bulevar de los Italianos; tomó una cena ligera, aunque abundante en vino. Le hubiera gustado que sus recuerdos le divirtiesen con las palabras de Arnaldo Roselló, pero al recuerdo indómito prefería reproducir la plática de Sofía Coria y su último consejo.

En casos como aquél, pensó, lo mejor era mezclarse con la masa ambulante o refugiarse en un cinematógrafo. Al salir, una mujer voceaba Paris Soir con las últimas noticias de la guerra civil de España. Hizo un gesto fingido de indiferencia y echó a andar hacia los bulevares.

5

En los calendarios era, indudablemente, miércoles, y en su reloj, más de las siete de la tarde. M’sieur Maurice no recordaba haber visto a Magdalena aquella tarde entrar entre sus clientes: no eran tantos que pudieran disimularse. Y no valía la pena insistir en la pregunta.

Había ya leído por tercera vez las noticias de España, que no eran mejores ni peores, y si el parte oficial rojo no se atrevía a negar, el nacional no afirmaba demasiado. En cuanto a la información gráfica, si ya no era espeluznante, se mantenía en la misma tensión folletinesca.

Pero no tenía otra cosa que leer, y por primera vez se le ocurrió enterarse de la vida francesa. Había reseñas parlamentarias, noticias militares y financieras y todo lo demás. En un rincón del periódico, la noticia sucinta de un crimen cometido aquella tarde, con la promesa de información más completa en ediciones posteriores.

Llamó su atención un nombre: Rothe. El profesor Rothe, del Instituto de Francia, pronunciaba una lección extraordinaria en honor de ciertos universitarios yanquis recién llegados. Plegó el periódico, y el nombre del filósofo le bailó en la memoria. Hasta dos años antes había leído a Rothe con fruición, y ahora, voluntariamente apartado de las tareas intelectuales, lo recordaba con admiración: había calado muy hondo en la vida del hombre, y cada uno de sus libros era un manojo de verdades claras como estrellas. Pero en Europa no se le hacía demasiado caso, salvo para honrarle.

Le hubiera gustado asistir, pero estaba Magdalena. ¿Y si no viniera? Podía esperarla aún media hora más, y cenar luego; la sesión era nocturna, y no tenía invitación, pero siempre era posible responder en inglés a la demanda del portero y hacerse pasar por uno de los estudiantes norteamericanos. Era una humillación que valía la pena por escuchar a Rothe.

En este punto de su determinación llegó Magdalena, en el pecho la enseña comunista. Venía sonriente e iniciaba una disculpa por su tardanza.

—Perdóname, Magdalena. ¿Quieres quitarte eso del pecho?

Lo hizo, enmudeciendo, y se sentó a su lado. Conservaba el diminuto símbolo entre los dedos, como jugando.

—No quiero que me cuentes —continuó Javier— tus aventuras en Saint-Denis. Deseo desconocerlas.

—Y, sin embargo, es indispensable que te las cuente. Son un capítulo importante en nuestra historia. Es decir, en la mía —corrigió inmediatamente.

Y luego, con firmeza:

—Te ruego que me escuches. No hablaré de política.

Javier asintió con una sonrisa, arrepentido de su inicial brusquedad, que no era, en verdad, el modo más cortés de recibirla después de una ausencia tan larga.

—Esta tarde he estado, efectivamente, en Saint-Denis. Teníamos concentración, desfile y maniobras.

—¿Como un ejército?

—El ejército de la libertad, quiero decir el ejército femenino. Unos cientos de viragos vestidas de azul y rojo cantando la Joven guardia y todo lo demás; arengas, exaltación de las camaradas españolas que se están batiendo en las trincheras y petición de socorro… Esto es todo.

—¿Todo? Pues no le veo la importancia biográfica. Y me ha sorprendido esa palabra de «viragos». Te la oigo por primera vez.

—Es que, también por primera vez, me he dado cuenta de que eso son mis camaradas.

Javier abrió los ojos desmesuradamente. Ella añadió:

—No agotes tu admiración, pues ahora necesitarás de toda la posible. He dejado de ser, espiritualmente, comunista. ¡Oh, no me felicites todavía! He dicho sólo espiritualmente. No me he dado de baja del partido, ni pienso hacerlo. Pero en mi corazón ya no estoy con él.

Puso en el plato vacío la insignia negra del martillo y la hoz y la señaló con el dedo.

—Esto ya no significa nada para mí. Debes alegrarte y estar orgulloso, pues me sucede por tu culpa.

Javier no estaba muy seguro de haberla convencido, y se lo dijo claramente.

—Es cierto, no me has convencido. Tus razones las escuché muchas veces de diversas personas, y jamás me convencieron. No fueron tus razones, ni las de nadie, pero fuiste tú. Hace más de una hora que trato de explicármelo, y no lo he conseguido todavía. No ha sido una conversión, sino la mitad de una conversión. ¿Cómo te lo explicaría? Cuando uno se convierte deja de creer en una cosa para creer en otra. Pues bien: yo he dejado, simplemente, de creer en el comunismo, pero no he empezado a creer en nada. He perdido una fe, y tengo el corazón vacío.

Se acercaba M’sieur Maurice, y mientras servía la cena se mantuvieron en silencio.

—Fue una experiencia rara —dijo ella luego—. Desfilaba cantando, y me sorprendí escuchándome a mí misma y oyendo la canción como el sonar distante de muchos objetos huecos y sin sentido. Mis compañeras me parecían seres extraños con los que jamás tuviera relación ni nada en común, y todos nuestros actos, retórica vacía. Aproveché un momento de descanso para escapar. Fui a mi casa, arrojé lejos aquellas ropas y me tumbé, buscándole una explicación. De todas, sólo encontré una satisfactoria: me había disgustado todo aquello simplemente porque a ti te disgusta.

La insignia había quedado sobre el mármol. Le dio un golpe con el dedo y salió disparada hasta perderse en los escalones de la cueva.

—Cuando dejé de ser cristiana me pasó lo mismo. Estaba en misa, y tuve una sensación semejante. Recuerdo que también me preguntaba la razón. Era la misma que ahora: había alguien a quien no le gustaba. Había desalojado mi fe del mismo modo que tú desalojaste esta de ahora. Pero entonces no me quedé vacía, porque aquél era un amor esperanzado. ¡No lo hubiera sido nunca! El comunismo vino después. Pero seguí yendo a la misa, del mismo modo que ahora seguiré gobernando mi célula: por cobardía. Cuando vino el desengaño me encontraba ya metida en este lío, y no sentí jamás la angustia que ahora siento, o, por lo menos, no la sentí con la misma profundidad. Pero ahora —añadió tras una pausa— estoy desolada, y me gustaría morir.

Se echó hacia atrás en el asiento y la mirada se le clavó en las pinturas de la pared.

—Lo haré cuando te vayas, pero hasta entonces es necesario que arreglemos esto nuestro. Lo he comprendido la otra noche. ¡Qué indiscreta estuve, Javier! Pero no volverá a repetirse. No tengo derecho a complicarte más la vida.

Otro silencio. Javier jugueteaba con las migas del pan.

—No te propongo que nos separemos ya. ¿Para qué? Mañana te buscaría. Pero jamás me interpondré entre tu voluntad y tú. Puedes marcharte cuando quieras, pero hasta entonces quiero ser tu camarada. No es imposible. Tú no deseas otra cosa, y yo me creo capaz de un sacrificio. Te propongo una entente amistosa por el tiempo que permanezcas en París.

Había puesto la mano abierta sobre la mesa, ofreciéndola.

—Te advierto —añadió mientras él se la estrechaba— que soy un buen camarada.

No se soltaron inmediatamente, pero las manos se aflojaron hasta que el contacto se quedó en caricia.

—Me gustaría —dijo él— ser un hombre distinto.

Ella no contestó. Retiró luego la mano, y pasándola por la frente habló riendo:

—La camaradería ha empezado. ¿Qué haremos esta noche?

Habló él de la lección que Rothe iba a pronunciar, y convinieron en ir a escucharle, venciendo la repugnancia que la compañía de doscientos estudiantes norteamericanos les causaba. Por el camino hablaron del filósofo.

—Es la primera vez —dijo Magdalena— que te oigo hablar admirativamente de una persona viva.

—He leído a Rothe —respondió Javier— en esos años en que las lecturas se incorporan de tal modo a la vida, que llegan a ser verdaderamente eficaces. Si yo hubiera permanecido en mi vocación intelectual sería, a distancia, un discípulo español de Rothe. Lo sigo siendo, porque le debe mucho mi idea del mundo.

—Y de él, ¿tienes alguna idea?

—La que pueden darme algunos retratos vistos y algunos, muy pocos, detalles biográficos. Esto, si te refieres a una idea documental. Naturalmente que lo imagino un hombre determinado, pero es a través de sus libros.

—¿Podrías decirme cuál es tu imagen de Rothe a través de sus libros?

Javier divagó largamente, suponiendo un varón en quien aquellas ideas hermosas fueron encarnación viva. Rothe sería el ejemplo de su propia filosofía.

—¿Tú le conoces? —preguntó luego a Magdalena.

—He asistido a alguno de sus cursos, mas nunca hablé con él. Sé, sin embargo, algunas cosas de su vida más que tú.

Le pidió que se las contase.

—Ahora, no. Hemos de escucharle primero. Y después de escucharle, acaso hagamos algo que no esperas, pero que te interesará.

Habían llegado. Era aún temprano, y se distrajeron paseando por un jardinillo. Llegaron grupos de estudiantes hablando inglés, y se mezclaron a uno de ellos.

—La consigna —dijo Javier— es hablar ese infame lenguaje de las películas americanas.

Entraron sin dificultad, y al llegar al salón se escurrieron. Los estudiantes norteamericanos ocupaban los asientos centrales, pero en las tribunas había invitados franceses. Javier distinguió a Arnaut Roselló platicando con varias damas, y lo saludó desde lejos. Unos momentos después se acercaba el filósofo mediterráneo.

—Me extraña encontrarle aquí, querido amigo. Lo que va usted a escuchar no es conveniente para la juventud, salvo para la de estos países demasiado primitivos, a los que cualquiera puede hablar, en la seguridad de que ha de ser lo mismo. Pero Rothe es siempre un mal ejemplo. Demasiado espiritual. Ha pretendido sobrepasar la inteligencia, y esto es siempre peligroso. Tenga usted cuidado.

Javier le dijo que se creía invulnerable a toda filosofía.

—¿Incluso a la mía? Si es así, le ruego que lo mantenga en secreto. Su amiguita no me conoce, y no quiero caer en descrédito ante sus ojos.

Le presentó a Magdalena. El maestro sentía revivir en su sangre la de sus antepasados provenzales, y hacía maravillas de cortesanía. Por desgracia, la llegada de Rothe las interrumpió. Una salva de aplausos un cuarto más estruendosa que lo necesario apagó sus palabras de despedida. Le vieron acomodarse, lejos, junto a varias damas. Pero su monóculo encañonaba a Magdalena.

Un profesor americano, hablando un francés también entre brutal y nasal, se dirigió a los oyentes ultramarinos, haciendo el resumen de cuanto la prensa de su país había dicho sobre Rothe en los últimos años. Movía la cabeza con divertida petulancia, y las manos con ademán de corredor de Bolsa.

—Me gustaría más que fuese sincero —dijo Javier a las primeras palabras.

—¿Crees que no lo es?

—No. Por muy podrida que esté su alma de cultura europea, se sabe yanqui y nos mira con desdén. Su discurso sincero sería de otra manera. Casi lo estoy oyendo, porque se transparenta en su actitud.

Magdalena rió.

—También me gustaría oírlo —dijo.

Javier se acercó a ella, y en voz baja, nasalizando mucho, como el orador hacía, susurró:

—«Van ustedes a oír al sabio profesor Rothe. El sabio profesor Rothe es un producto típico europeo, como las modas de París y las catedrales, pero menos práctico aún, porque la utilidad de su filosofía es nula para el hombre yanqui. Nosotros seguimos creyendo en Emerson, en el Empire State Building y en las ropas hechas, pero nos conviene haberle oído por lo menos una vez, como nos conviene haber visto la catedral de Chartres y la rue de la Paix, aunque no sea más que para afirmarnos en la idea de nuestra superioridad y en la admirable solidez de nuestras ideas, nuestros productos y nuestras construcciones. Tomen ustedes sus notas en ese mismo cuaderno en el que apuntan sus impresiones de Europa. Lo que él les va a decir no lo entenderán. Yo tampoco lo entiendo, pero no importa, porque siendo menos inteligente que él gano más dinero y vivo en una casa mejor. Es cierto que mi cráneo no tiene su finura, ni tampoco mi perfil, pero mis descendientes, dentro de cien años, serán más inteligentes y mucho más refinados. Lo mismo pasará con los de ustedes. Es posible que alguno de ellos llegue a pensar tan bien como piensa el profesor Rothe, y ese día se construirán catedrales en Broadway y nuestras flappers vestirán de otra manera. Pero ese día, que Dios tenga muy lejano, nuestra grandeza habrá acabado. No olvidéis que creer en el espíritu es una enfermedad peligrosa. ¡Viva Roosevelt y viva la Constitución!»

Coincidieron en el final, salvo en un detalle, porque el orador dijera también:

Vive la France!

Los estudiantes le habían aplaudido, y repitieron el aplauso cuando Rothe empezó a hablar. Su voz era fina, rica en modulaciones expresivas, y su francés estaba garantizado por dos mil años de cultura. Habló durante una hora, exponiendo los puntos fundamentales de su sistema. Javier observaba los rostros circunstantes. Muchas mujeres traslucían una cierta comprensión emocionada. Mas casi todos los norteamericanos parecían hallarse ante un inextricable galimatías.

—Debían organizar equipos de exploradores intelectuales para que les revelasen el pensamiento; pero necesitarían, por lo menos, tantos años como los que gastaron en hacer habitables sus selvas.

Magdalena se mantenía en silencio.

—¡Qué lástima que todo esto sea mentira! Porque es muy hermoso —dijo una vez, en voz muy baja.

No consiguió Javier que le explicara sus palabras.

Cuando salieron le preguntó Javier qué iban a hacer.

—De momento —respondió ella—, esperar. Si tenemos suerte, sigo manteniendo mi promesa de una experiencia interesante. Aunque acaso un poco amarga para ti —añadió, después de un misterioso silencio.

Se habían arrimado al barandal de piedra de la escalinata, como viendo desfilar la gente. Se mezclaban palabras francesas con exclamaciones en slang. Rugían los motores de los autos que marchaban, alborotando el bulevar.

Javier preguntó:

—¿A quién esperamos?

—Al profesor Rothe —respondió Magdalena—. Vamos a seguirlo.

—No tenemos automóvil.

—El profesor Rothe no acostumbra a usar del automóvil.

Había desaparecido casi toda la gente. Salían sólo parejas de hombres, académicos en el aspecto, y alguna que otra dama de buen porte.

—Él saldrá al final, y solo, si no ha alterado sus costumbres.

Iban, efectivamente, a cerrar las puertas cuando vieron salir a Rothe, puesto un gabán de verano sobre la etiqueta. Venía solo. Bajó las escaleras pausadamente, metido en sí, y caminó por el bulevar. Ellos le siguieron.

—Te dejo toda la responsabilidad de este atentado, Magdalena. No me gustaría incurrir en su enojo.

—No se enterará. Es un filósofo auténtico, y camina discurriendo. El mundo exterior, por ahora, casi no existe para él.

—¿Le seguiremos hasta su casa?

—No me parece probable.

Le cogió del brazo, como para mantener sus pasos a un ritmo determinado, que a veinte metros marcaba el profesor. Cuando se acercaron a una estación de metro, Magdalena se apresuró.

—Conviene que no lo perdamos de vista.

Entraron tras él, formaron inmediatamente en la «cola» de la taquilla y cogieron dos billetes del mismo precio.

—Si alguna vez has seguido a una muchacha, sabrás cómo se hacen estas cosas. Procura que no se nos escurra.

Rothe estaba muy cerca, y Magdalena hablaba en español. Recordó Javier que su idioma no era una lengua filosófica.

Pasaron al andén. Rothe seguía ensimismado. Llegó el convoy, ruidoso de frenos y hierros, y entraron, ocupando un rincón, próximos al perseguido. Magdalena comenzó a mirarlo con insistencia, hasta que el filósofo la miró también. Javier, sin pretender explicárselo, los contemplaba. Estaban frente a frente, y viendo sus rostros y la firmeza de sus miradas pensó: «Son dos espléndidos productos europeos.»

Cuando el filósofo, después de un examen resuelto, desvió la vista, Magdalena le dijo:

—Espero que te habrás fijado en el modo que tuvo de mirarme.

—Sí. Te miró como un buen catador de arte a un cuadro hermoso.

—Exactamente —dijo ella, sonriendo—. Como a un cuadro hermoso.

Paró el tren en una estación de cambio, y salieron los tres.

—Me atrevería a apostar que vamos hacia la puerta de Champerret.

—¿Es por allí por donde él vive?

—Él vive cerca de la Sorbona.

Montaron en un nuevo tren. Rothe quedaba alejado, aunque bajo su vigilancia.

Estaba el coche vacío. En un rincón, dos muchachitas de aspecto desagradable, con trajes de noche vulgares, charlaban ruidosamente. Magdalena les dio la espalda.

En Malesherbes entró una mujer con aire de trotona barata, vestida de rosa chillón y oliendo a perfume fuerte. Se sentó cerca de Rothe. Magdalena la observó un momento y se acercó disimuladamente, llevando a Javier tras sí.

—Ahora conviene que empieces a observar.

Rothe había clavado su mirada en la recién llegada, y Javier asistió a una inesperada, aunque gradual transformación de su rostro. Poco a poco los perfiles nobles se disipaban, la mirada perdía su inteligencia y los labios su energía. Enrojecido el rostro, los ojos se habían tornado vidriosos, la nariz se adelantaba, como sorbiendo el penetrante perfume, y el labio inferior caía, babeante. Sus manos, apoyadas sobre los muslos, se crispaban, estrujando el pantalón entre los dedos.

—Creo, Magdalena, que ya sé la clase del espectáculo que me has prometido.

—No es completo todavía.

Al llegar a Wagram, la trotona se levantó y salió. Rothe la miraba, como prendido en ella, y por un momento pareció que se iba a levantar también. Pero permaneció, por fin, sentado. Andaba el tren de nuevo. Poco a poco, el rostro iba recobrándose.

—Ahora —dijo Magdalena— quédate aquí y míralo.

Se sentó en el mismo lugar que la trotona. Rothe parecía distraído. No había en Magdalena ninguna actitud provocativa o sensual. Era nada más que una mujer hermosa y recatada.

Pasaron unos minutos, y Rothe la miró. Vio Javier repetirse la primera observación: sus ojos estaban limpios de lascivia, sus manos plácidamente caídas, los labios recogidos y la frente serena y pálida.

—Es muy extraño —le dijo a Magdalena cuando salían, en la puerta de Champerret—. Eres mucho más bonita que la otra mujer, e infinitamente más atractiva.

—El profesor Rothe —respondió Magdalena— no lo cree así.

Se metieron por unas calles a medias edificadas. Había grupos sospechosos alumbrándose a la luz de los faroles.

—Si hay algún incidente, Javier, te exijo que no hagas caso. Si me dicen algo, no lo escuches. Si alguien se dirige a ti, no te des por enterado.

Él rió al escucharla.

—¿Apaches?

—Bueno. Dales ese nombre, si quieres.

—Nunca creí que existieran, salvo esos honrados ciudadanos que bailan la java para atracción de turistas.

—De cualquier manera, suelen ser gentes peligrosas.

A la vuelta de una esquina, un teatrillo de barrio exhibía su anuncio luminoso. En la puerta, vendedoras de periódicos y de cigarrillos, trotonas sucias y hombres con aire chulesco. Rothe pasó entre ellos tranquilamente, y entró en el teatro.

Magdalena dijo:

—Ahora hemos llegado.

Era una especie de cabaret decorado con colores chillones y muebles de línea abstracta: Picasso interpretado por un decorador de barrio. Dos series de palcos un poco elevados, mesas con manteles lila pálido y un aire turbio y espeso. Lugares como aquél los había visto Javier en algún puerto. En el fondo, un escenario con el telón pintado de opulentas desnudeces, y una orquesta.

—Llegamos a tiempo de ver el espectáculo.

—No lo sé. Jamás estuve en este sitio, ni creo que vuelva a pisarlo.

—Sin embargo, parece presentarse divertido.

Rothe entregaba sombrero y abrigo a una camarera. Luego se sentó a una mesa vacía, cerca del escenario.

—Si traes bastante dinero, preferiría un palco —dijo Magdalena—. Me ha visto ya dos veces y acabará comprendiendo que venimos siguiéndole.

Eligieron un lugar desde donde podían contemplarlo, disimulándose tras una palmera muy poco en consonancia con el decorado. Pidieron champán.

—¿Conoce usted a aquel señor? —preguntó Magdalena a la camarera, señalando a Rothe.

—¿Papá Tutú? —respondió ella—. Ya lo creo que lo conozco. Viene por aquí casi todas las noches.

En un cabaret del extrarradio, las camareras —faldilla negra, un antifaz de igual color tapándole los pechos, cofia de encajes y todo lo demás al aire— conocían al profesor Rothe como «Papá Tutú».

—Estoy melancólico, Magdalena. ¿Por qué me has traído aquí? Hubiera preferido seguir ignorándolo.

—A veces necesito que te expliques ciertas cosas de mi vida, y esto forma parte de mi defensa.

—¿Debo interpretarlo como una venganza?

—No. Siento, como tú, que el hombre Rothe sea despreciable, pero necesito que también lo sepas. Hace algún tiempo, antes de conocerlo, también sentía admiración por él.

—Yo no dejaré de admirarlo. ¿Qué importa el hombre? Es el pensamiento lo que importa.

—Te equivocas, o quieres equivocarte. Si fuera así, no estarías melancólico. Es el hombre lo que importa, no el pensamiento. Si fuera el pensamiento lo importante, yo no hubiera dejado esta tarde de ser comunista.

La orquesta empezaba a tocar, y se alzó el telón. Contrastando con el tono general del cabaret, el escenario aparecía muy fin de siglo, rojo, azul y dorado.

—Lo que ahora vamos a ver —dijo Magdalena— lo conocerás por el cine. Nada más que un cancán.

Salía una veintena de muchachas, vestidas de blanco, con muchas enaguas, un gran sombrero y medias negras. Bailaron y al final el público se enteró de que tenían nalgas. Rothe aplaudía, desorbitado, medio fuera la lengua y el cabello descompuesto. Junto a él, una furcia carnosa bebía menta y fumaba.

—Ahora —dijo Magdalena— podemos marcharnos. Esto me da tanto asco como a ti.

En la calle le pidió un pitillo y caminaron en silencio.

—Llévame a casa —dijo una vez—. Estoy cansada y necesito dormir.

Era cerca de medianoche cuando llegaron. La luna naciente iluminaba los árboles y el portal. Ella abrió la puerta y le tendió la mano.

—Perdóname, Javier. Tendrás siempre de mí un mal recuerdo. Pero necesitaba, para tranquilizarme, esto de hoy. Ahora te explicarás que haya sido enemiga de ese mundo que te empeñas en defender.

—Lo seguiré defendiendo.

—No. Tú ya no lo defiendes. Si así fuera, no esperarías marcharte a América, donde proyectas fundar una vida distinta. Eres también un desengañado, aunque menos sincero que yo. Y un poco menos radical. Quizá porque aún crees en algunas cosas en las que yo tampoco creo. ¡Ojalá que esa vida con que sueñas sea realidad algún día!

Mantenían las manos enlazadas, sin ninguna resistencia por parte de Javier.

—Adiós. Mañana nos veremos en la Ciudad Universitaria. Ya nos habremos olvidado de todo esto.

6

Javier se sentía juguete y víctima de su imaginación. La eludía en las horas vigilantes, mientras conversaba; pero en sus caminatas solitarias —a la biblioteca, a la embajada, al restaurante— le acosaba en cada esquina, amenazadora. Se entretenía hasta muy tarde, fuera de casa, temiendo a las horas de su celda, abierta la ventana sobre el parque. Entonces recogía los periódicos arrojados a un rincón, los leía ávidamente, y creía lo que durante el día tuviera por falso, exagerado, erróneo. Y de todas las noticias, su imaginación se apoderaba de una como punto de partida para construir en torno a ella una compleja sucesión fantástica, a la que su corazón respondía, como si verdad fuera, hasta la congoja. Estaba despierto hasta el amanecer, paseando o tumbado. Unas veces, inventaba sucesos lamentables con su madre o sus hermanas como protagonistas —encarcelamientos, ofensas, humillaciones y muertes—; otras era él quien se movía entre el barullo espiritual, y entonces la figura y nombre de Magdalena se le enredaba en la mente con insistencia. Se veía acogido a su protección para vivir en París; o, en el caso de un futuro desastroso para España, rotas las relaciones con Sudamérica, viviendo con ella encenagado, como Bernárdez con Irene, aprovechándose de su amor para descender cada vez más hacia el envilecimiento. Su voluntad orgullosa era impotente para domar el espíritu desbocado; su alma era como caballo galopando hacia el disparate y la utopía. Y esta impotencia le humillaba cada vez más —más que sus propias ingratas imaginaciones— porque hasta entonces había enseñoreado su alma como una máquina dócil.

Fumaba, leía, buscaba en el sueño sosiego. Sólo el cansancio final, cuando ya cantaban las aves en Montsouris y había golondrinas en su ventana, se arrojaba en el lecho, exánime, con la cabeza dolorida y un como bloque compacto en medio del cerebro. Probaba acreditados remedios maquinales: rezar o contar indefinidamente, hasta dormirse. Pero el rezo se suspendía, y el contar sin tregua, y volvía el imaginar descabellado.

Cuando ya le dolía el alma, acudía a las imágenes lúbricas como último refugio vergonzoso, y se recreaba en ellas hasta encenderse. Su cuerpo cansado recobraba la tensión y se envolvía en dulce sueño. Pero su repertorio era escaso, y así era pensar lo mismo cada noche; o mejor, recordar con delectación morosa aventuras pasadas o recientes que se fundían en un solo hecho, y mujeres diversas fundidas en una sola mujer genérica. Y, como adolescente enamorado de una mujer inexistente, a la que no se atreve a manchar ni aun en pensamiento, eludía el recuerdo de Magdalena.

La veía todos los días, pasaban juntos las horas libres, que eran cada vez más. Se encontraban en el restaurante universitario, y después de comer continuaban el coloquio en el bar, si había poca gente, o en el parque. A veces los acompañaba George, pero nunca demasiado tiempo. Prefería hablarles individualmente, y entonces estaba locuaz y hasta se mostraba elocuente.

—Esta mañana me visitó George —decía él.

O bien:

—Ayer George me acompañó hasta casa —decía ella.

Javier no sabía de qué hablaba el griego con Magdalena, pero con él eludía el tema de los amores. Discutía la marcha de la guerra, le consolaba de su falta de noticias, o bien se sumía en monólogos prolongados sobre el cristianismo. Solía decirle que debía conocer la comunidad griega de París, por su gran pureza de doctrina y vida. Y le prometía llevarle a su casa, a conocer a su padre y a su hermana.

Otras veces —y entonces Javier le escuchaba irónico y divertido— trazaba arquitecturas políticas admirables con la restauración del imperio bizantino como punto de partida: un gran imperio teocrático que congregase a todos los cristianos orientales, derribadas la Sublime Puerta, las monarquías balcánicas y el Soviet. En este imperio futuro, restaurado en la persona de un Paleólogo, no habría conflictos sociales ni herejías.

—Un día vendrá usted a nuestra asamblea, y conocerá al rey. Es nieto de los últimos emperadores y ha sido ungido con el óleo santo. Todos los fieles le debemos reverencia y acatamiento.

Cuando estaban juntos los tres, procuraban tácitamente Javier y Magdalena no publicar su amor; pero Javier estaba seguro de que George la amaba sin esperanza; o con esperanza tan remota, que casi no lo era.

Magdalena hablaba de él con ternura y gratitud. Respetaba su fe religiosa y su fe política, no porque le parecieran respetables, sino porque George lo era.

—Me hubiera gustado amarlo —dijo un día.

Magdalena, fiel a su promesa, se portaba como excelente camarada. Si a la ropa interior de Javier se le aflojaban los botones, ella pasaba unas horas cosiéndolos. Si lo hallaba acongojado, buscaba distracción para su espíritu. Iban al cine frecuentemente.

Javier no desesperaba de comunicar con España. Fracasados varios radiogramas, se le ocurrió valerse del cable marítimo, vía Inglaterra, indicando que le respondieran al banco. Cuando lo hizo, ya los periódicos aseguraban que Vigo y Galicia pertenecían a la España nacionalista.

Había enflaquecido, y fue Magdalena quien se lo advirtió.

—Necesitas alejarte de París por unos días, vivir en cualquier lugar donde no haya transparentes de periódicos ni noticias radiadas.

Y después le propuso:

—¿Pasamos un día en el campo?

Javier se arrepintió de haber aceptado, pero disimuló el arrepentimiento. Temía emborracharse de naturaleza y perder los últimos estribos complicando su vida sin remedio. Magdalena se procuró dos bicicletas y partieron una mañana hacia Versalles, siguiendo los caminos del río. Comieron en un pueblo alejado de las rutas oficiales y pasaron la tarde en el bosque. Al regresar, Magdalena estaba cansada, pero alegre.

—¿Y si durmiéramos a campo raso, como dos vagabundos?

Hacía una noche tibia y estrellada que multiplicó los temores de Javier. Pero parecía ella tan contenta con su idea, que la aceptó.

Llegaban a una granja, y Magdalena pidió permiso para dormir en el pajar. Una francesa rubia y grandota les ofrecía alquilarles su lecho, pero lo rechazaron, «porque aquello no tenía gracia». El alquiler se limitó a dos mantas. Cenaron al aire libre jamón con huevos y leche recién ordeñada, y sentados al abrigo del pajar hablaron hasta muy tarde. Después, ella se cobijó a su lado, y al poco rato dormía. Javier contempló su rostro iluminado por la luz remota de las estrellas. Le venían ganas de traicionarle el sueño, besándola —siquiera— en la frente. Pero ella había sido, una vez más, fiel al pacto, y él no tenía derecho a la deslealtad. Cuando durmió, se oían los primeros gallos.

Le despertó el sol, hiriéndole los ojos. Se incorporó, alarmado, y gritó el nombre de Magdalena. Acudió la granjera, llevando en brazos hojas de maíz.

—La señora está bañándose en el río.

Tuvo que rogarle que lo repitiera una vez más, para entenderla, porque hablaba un francés rural de comprensión difícil.

El río estaba próximo, y en su orilla crecían, junto a los álamos, arbustos espesos. Podía acercarse y contemplarla. No lo hizo. Cuando Magdalena regresó, ya vestida y enjugándose el cabello, él se esforzaba por recordar unos versos de Garcilaso que hablaban de ninfas en las aguas.

Dos días después se sorprendió al hallar en su cuarto una carta llegada por correo. Era un sobre grande, color de hueso. Leyó con curiosidad: la condesa de Fengerolles le invitaba a pasar en su castillo el fin de semana.

¿La condesa de Fengerolles? No recordaba su nombre. Marchó a la Sorbona, y esperó a Magdalena.

—He recibido esto —le dijo—. ¿Conoces a esta dama?

Magdalena sonrió.

—No he olvidado que necesitas descanso. La condesa de Fengerolles es mi tía, y le he rogado que te invite. Yo marcharé mañana.

Le explicó que desde hacía muchos años pasaba los veranos junto a ella, y aunque últimamente sus estancias se habían acortado, no podía dejar de ir, siquiera una semana.

—Me permiten que invite por mi cuenta a algún amigo. El verano pasado llevé un camarada que no tuvo demasiado éxito. Pero tú gustarás a mi tía. Es católica, monárquica y bretona. Su bisabuelo murió en la Vendée.

En el castillo habría otras personas, seguramente gentes que le divertirían.

A Javier le pareció aceptable la invitación.

Marchó Magdalena al día siguiente, después de haberle dado instrucciones para el viaje. No se besaron al partir. Cuando él entró en el metro, camino de la Ciudad Universitaria, se sentía de nuevo terriblemente solo. Pesaban sobre él los días que había de pasar separado de Magdalena.

«Es ya una dulce costumbre», pensó.

Compró en la Puerta de Orleans un montón de novelas policíacas, y después de cenar se acostó, leyendo hasta muy tarde.

7

Después de atravesar una deliciosa campiña, llegó al término de su viaje. Sería media mañana cuando el tren se detuvo en la estación, y un empleado se acercó, sonriendo bajo sus largos bigotes, a la puerta del departamento, y pronunció el nombre de la villa. Javier tomó apresuradamente la maleta, y bajó al andén casi desierto. Resopló el tren y partió nuevamente hacia los confines de Bretaña. Lucía un sol agradable en un pálido cielo sin nubes.

—¿Me perdona el señor? ¿Es a M. Mariño a quien tengo el honor de dirigirme?

El que así hablaba se había acercado silenciosamente, y, con la gorra en la mano, iniciaba una cortés reverencia. Era un hombre maduro, rubio de cabellos y rojizo de tez, con uniforme de chófer. Cuando Javier le respondió que él era, en efecto, el señor Mariño, la iniciada reverencia cumplió la totalidad de su curva, y sólo cuando estuvo concluida, el que la había hecho dijo:

—Soy el chófer de la señora condesa. La señorita me encargó de recibirle.

Mientras le entregaba la maleta y salían, supuso que la señorita era Magdalena. Pasada la estación llegaron a un imponente coche, de líneas antiguas y severas: un Rolls-Royce negro, con una corona condal pintada en las portezuelas. Sin saber por qué, recordó el coche semejante que, según Paul Morand, utilizaba en su tierra «Buda viviente». El chófer abrió la puerta, se acomodó Javier en el interior, y poco después rodaban suavemente por la calzada. El paisaje se parecía al de Galicia lejana, aunque más pulido y civilizado; mejor peinado. La semejanza fue mayor cuando en un cruce de caminos vio una cruz de piedra, ante la que el chófer se descubrió. Poco más lejos, oculto por un bosque antiguo y bien cuidado, estaba el castillo de Fengerolles: sus torres casi chatas de pizarra sobresalían de los árboles. Caminó el coche por una vereda, pasada ya la verja de entrada, y más allá del bosque llegó a una reluciente pradera, en cuyo fondo estaba el castillo: macizo rectangular de piedras grises con torres en los ángulos y gótica capilla en un costado. Sin foso ni puente —limadas por la cortesía las señales militares— y una portada renacentista donde antaño hubiera cubos y aspilleras.

En lo alto de la escalinata, vestida de azul pálido, una figura femenina en la que reconoció a Magdalena.

Paró el coche con suavidad de buena marca, y antes de que el chófer le hubiera abierto la portezuela, ya él había saltado, y subía las escaleras. Magdalena le tendía las dos manos, al mismo tiempo que decía con fingida solemnidad:

—Mi tía me encarga que le dé la bienvenida, y yo lo hago con gusto, querido señor.

Hablaba alegremente, sin matices amargos en la voz ni en el semblante. Tenía rojas las mejillas, y color excelente.

—Te encuentro muy hermosa, Magdalena.

—Sí —respondió ella—. Es un agradable cumplido. ¿Por qué no me preguntas también por la salud de mi tía? Yo te diré que la condesa está ahora mismo aquejada de su jaqueca, pero que al mediodía en punto se sentirá repentinamente curada y no tendrá inconveniente en recibirte. La jaqueca es el pretexto de que se valen estas gentes fin de siglo para hacer lo que les viene en gana —hizo un gesto de fastidio—. Estaba deseando que vinieras, Javier. Me aburre esta vida y no hay razón para que la soporte. Si no fuera por ti, ya me hubiera marchado.

Habían llegado a un vestíbulo amueblado según los cánones ingleses, aunque atenuados por la gracia gala. En él, un criado saludaba con cierta rigidez automática.

—¿Por mí? No me desagrada esta excursión campesina, pero de ningún modo me parece aceptable a costa de tu sacrificio. Nos vamos ahora mismo, si lo deseas.

Magdalena le puso la mano en el hombro.

—No. Necesitas dos días de vida distinta, aunque la vida que necesitas no me sea grata. Claro que estando tú…

Sonrió, y dijo luego:

—Ahora te conduciré a tu habitación. Es necesario que te cambies de traje; mi tía siente excesivo aprecio por la etiqueta. Si quieres causarle una buena impresión, te recomiendo el pantalón de franela y la chaqueta azul. Es el hábito matinal de lord Arturo Stonebroke, y lord Arturo Stonebroke es el modelo de la perfección masculina para el gusto de mi tía. Hasta sería el marido ideal para mí, sin su obstinada manía de mantenerse dentro del anglicanismo más intransigente.

Subían por una escalera de roble con tallas barrocas.

—¿No te he hablado en mi carta de Arturo Stonebroke? No lo hice porque es una de mis sorpresas. Verás qué admirable persona. ¡Oh, si acabarás agradeciéndome el haberte invitado! Todas las molestias de un viaje valen la pena sólo por verlo. ¿Y los restantes huéspedes? ¡Mi prima Clotilde y su marido! Estoy gozosa, Javier. Estoy casi feliz. Acabarás olvidando todas tus amarguras, ya lo creo.

Aquel tono de ironía tan a la inglesa era absolutamente nuevo en ella, y no pudo menos que hacérselo notar.

—¿Sí? ¡Me lo temía! La compañía de Arturo es contagiosa. Habla como un personaje de Oscar Wilde, su conversación es un surtidor de ingeniosidades, sus maneras son elegantes y depuradas, y sus trajes admirablemente cortados. Presiento, Javier, que acabará eclipsándote.

Llegaban ante una pesada puerta que Magdalena abrió, apartándose luego para invitar a Javier con una cómica reverencia. Entraron. Era una habitación espaciosa, amueblada a la moda romántica de la Restauración. Dos ventanas se abrían sobre un paisaje sorprendente.

—Me divertirá más esta campiña que tu lord y todos tus invitados. Estos días, Magdalena, me siento curiosamente atraído por la naturaleza. La soledad en que me dejaste me ha impulsado a esta aberración. Mucho tendréis que hacer tú y todos los demás para lograr rescatarme.

—No has venido para contemplar praderas, sino para moverte entre hombres y mujeres. —Se levantó del sillón donde se había sentado y cerró la puerta—. Son gentes más o menos de tu clase, de esas que tú defiendes con tanto ardor.

Sonaron unos golpes dados con los nudillos, y entró un criado con la maleta. Cuando se hubo marchado, Javier pudo responderle, y al hacerlo, la vio claramente seria, perdido el aire irónico con que lo recibiera.

Ella no dijo nada. Se había aproximado a una ventana, y miraba distraídamente los campos lejanos. La iluminaba el sol, y su dorada piel aparecía más hermosa. Sintió Javier que la amaba, y temió que la ocasión le hiciera perder su frialdad, y con ella su defensa.

—Creo, Magdalena, que debes marcharte. Ese tocado matinal que me aconsejaste requiere por lo menos una hora. De lo contrario, me veré derrotado por el Jorge Brummel de allende el Canal, y mi orgullo español no me lo permite.

—Bien —respondió ella—. Me encontrarás en el vestíbulo.

Salió, y cerró la puerta tras sí.

Sin pensarlo demasiado, o quizá para pensar mejor, se tumbó en la cama —un delicado trabajo romántico, que cobijaban cortinas carmesí—, y previamente se entregó a la inspección de todo cuanto su vista alcanzaba. Nada le llamó la atención, salvo un cuadrito pequeño en que estaba pintada la imagen de la Virgen; pero como tenía que levantarse para poderlo contemplar en todos sus detalles, se entretuvo en mental discusión acerca de si debía o no hacerlo. Todos sus impulsos le aconsejaban permanecer tumbado, razón que estimó más que suficiente para levantarse. La Virgen era una tabla de mediana antigüedad, pero delicada: una mujer rubia, con un seno descubierto, del que resbalaban dos gotas de leche. Podría ser copia de una Virgen flamenca, o mejor imitación libre. El Niño Jesús no tenía importancia, y en cuanto al fondo, era neutro: de color carmesí como las cortinas. Examinó con calma la cara de la Virgen. Estaba animada por un simpático sentimiento maternal, y era linda como mujer; mas ningún detalle autorizaba a suponerla Madre de Dios. Dedujo que pertenecía a la época en que el europeo había perdido toda sensibilidad para los valores divinos.

Siguió su mirada vagando curiosamente de un objeto en otro, sin que pensamiento importante la acompañase. Por la rendija de una puerta medio abierta vio el pavimento marmóreo de un cuarto de baño, y se dio cuenta de que le convenía ducharse y afeitarse. «Tardaré más de una hora», pensó. Iba a entrar en el baño, cuando por la ventana abierta llegó el sonido de unas risas femeninas, y voces de varón en lengua extranjera. Corrió a la ventana. A sus pies la pradera se complicaba en jardín, y tres personas corrían por una vereda: dos hombres y una mujer, que no era Magdalena. Uno de los varones vestía chaqueta azul y pantalón gris, muy deportivos, por los que pudo identificar a su poseedor como lord Stonebroke.

Lo había olvidado, y al recordar ahora las palabras de Magdalena, se dio cuenta de que el olvido no había sido involuntario. En realidad, todo aquel tiempo entregado a contemplaciones vanas se debía a un secreto deseo de no recordar al lord, a quien no conocía, y con el cual, sin embargo, se había planteado ya una especie de rivalidad. Le suponía la persona más importante de la casa en la estimación de la vieja condesa, y la misma Magdalena parecía reconocerle determinadas virtudes. ¿Sería un periquito entre ellas, triunfador entre jóvenes y viejas? ¿O más bien un hombre dotado de admirables condiciones sociales, educado y simpático? Esto último era lo probable. Se dio cuenta de pronto de que también admiraba a lord Stonebroke, aunque sin conocerlo, a través de su admiración por la sociedad, la educación y la vida inglesa. Lo más probable era que aquel hombre fuese un refinado producto británico, cuya seguridad en la conducta se apoyaba, no tan sólo en sus propias cualidades, sino principalmente en la posición política y económica del imperio. Todos los ingleses a quienes había tratado estaban en este caso, y eran precisamente los más correctos y distinguidos quienes resultaban más molestos, al querer disimular su conciencia de superioridad por condescendencia con los demás. Ciertamente que los españoles, en otros tiempos, habían pecado de lo mismo, pero tenían a su favor la carencia de disimulo que delataba su arrogancia, y el hecho posterior de que cuando España había perdido su posición política y económica, la arrogancia seguía siendo la misma, exceptuando el caso de algunos intelectuales, aristócratas y proletarios —los más de sus paisanos emigrantes en América estaban en este caso—, que se mantenían en constante actitud admirativa y sumisa ante los países cuya educación, cultura o modos económicos habían adquirido. Y él mismo, Javier Mariño de Lobeira, podía acusarse de yerros parecidos, aunque bien mirado su adquisición admirativa de formas extranjeras —principalmente inglesas— de educación, y de formas alemanas de cultura, no tenían otro valor que el de ser acusación constante y eficaz frente a la zafiedad, la ordinariez o la incultura de otros españoles contemporáneos.

Mas, de momento, las cosas no se presentaban en su aspecto teórico, sino bajo la forma de un encuentro inmediato con lord Stonebroke, súbdito inglés, de Javier Mariño, español descontento y fugitivo. Y todo autorizaba a esperar una victoria británica: repetido, aunque mínimo, Trafalgar, en el escenario de un castillo de Bretaña, con una condesa anglófila y maniática y una admirable, aunque marxista, muchacha de quien él, la parte más débil, estaba resueltamente enamorado. Y de la que era amado de una manera evidente, ostensible y desesperada.

Al llegar a este punto se sorprendió en un espejo que lo reflejaba de cuerpo entero, desnudo bajo la lluvia caliente de la ducha. Tenía buena figura, aunque su cuerpo fuera asténico; pero si le faltaba la conformación atlética, sus movimientos eran elegantes; y si su rostro no era hermoso, era, en cambio, varonil y de admirable capacidad expresiva. Y, ¡qué diablo!, sus pantorrillas no le hubieran dejado quedar mal en el más exigente salón londinense.

Se estaba afeitando cuando encontró la solución más favorable a su conflicto. Difícilmente la contienda se resolvería a su favor, ni siquiera con la fórmula heroica de un empate, si cometía la equivocación de representar en el fondo de la Bretaña y ante un tribunal francés en su totalidad, el papel de Pimpinela Escarlata. Ahora se daba cuenta de que la elegante ironía y el coraje de sir Percy resultaban inexplicables sin el ministerio Pitt salvaguardándolas; y él no tenía detrás, para encaramarse, otra cosa que un disparatado país empeñado en guerra civil y más que nunca en trance de desaparición. Tenía que acudir al soporte real de la arrogancia española, a los valores puramente individuales: a lo que era Javier Mariño de Lobeira, y, en todo caso, a lo que podía aparentar. Reducido a fórmula pictórica, enfrentando a un infante de apellido Austria, pintado por Velázquez, con un monarca de apellido Stuart, pintado por Van Dick. Y si el fallo final dependía de la estimación francesa, estaba seguro de quedar airosamente, así como de que, en estas condiciones, sabría perder.

Desechó la sugestión de Magdalena de presentarse en deportiva veste combinada de gris y azul, y eligió, por ser mañana, su conjunto gris más convincente. Se secó bien la cabeza, la peinó luego sin ayuda de cosmético, para que en poco tiempo el cabello se revolviese hasta ese punto sutil de descuidada gravedad en que adquiere su perfección el despeinado; y examinando las posibilidades expresivas de su rostro, eligió aquella que mejor representaba la altiva y mesurada grandeza de los derrotados. Lo hizo después de repasar en el recuerdo muchas caras pintadas, entre las que un Felipe IV de Velázquez le parecía la más oportuna.

Había casi pasado el plazo de una hora concedido, y desdeñando mirarse por última vez al espejo, con afectada seguridad, bajó al vestíbulo. Examinó sus movimientos: ciertamente no poseían la graciosa elasticidad del deportista, pero sí eran de arrogante prestancia: el conde de Pimentel presentándose ante Cristina de Suecia (vid. el film de Greta Garbo) no lo hubiera hecho mejor.

Al pie de la escalera lo esperaba Magdalena, otra vez sonriente.

—Mi tía consiente en recibirte. Espero que le hagas el mejor efecto.

Lo decía, indudablemente, recordando a lord Stonebroke, el mimado de la condesa.

—¿Me explicarás, Magdalena, la devoción de tu tía por lord Arturo?

—Es una historia que te contaré inmediatamente, con algunas otras que debes conocer antes de ser presentado a los demás huéspedes.

Entraron en un salón enorme, de formas barrocas, con dorados en el friso y el artesonado y largas ventanas abiertas sobre la terraza. En el fondo, junto a la chimenea, dos personas sentadas: una mujer anciana, vestida de negro, y un eclesiástico.

—El cura —le dijo Magdalena por lo bajo— es el capellán de mi tía.

Y añadió irónicamente:

—También es mi primo.

Avanzó resueltamente, del brazo de Magdalena. Fue presentado, y al inclinarse para besarle la mano, cuidó de no excederse los grados prescritos por la cortesía española, que, como se sabe —y él lo tenía bien presente—, tiene su canon en cierto caballero por Velázquez pintado, junto con frailes, clérigos y damas, en los jardines de Aranjuez. La condesa sonrió y le presentó al abate, a quien dio la mano sin inclinación ninguna. Tendría cuarenta años, y su rostro revelaba inteligencia, sus maneras elegancia y toda su figura nobleza. Podría haber sido abate, o cardenal, en la corte del Rey Sol, y escribir tratados de cortesía lo mismo que conspirar con los duques de la Fronda. Era un gran tipo.

«Ella tiene raza —pensó—; pero él tiene, además, un gran espíritu.»

El abate le hablaba con voz suave: «¿Cómo era el encontrarse en Francia, estando su país en guerra? ¿Acaso había huido, o es que no estaba de acuerdo con ninguno de los contendientes?»

Respondió que ya estaba en Francia al empezar la guerra, y que, desde luego, estaba totalmente conforme con la sublevación, en la cual suponía que su familia habría tomado parte.

Y como el cura se mostrase extrañado de aquella parcialidad tan sin titubeos, dijo que no se podía esperar otra cosa de un español cristiano y caballero. Comprendió in mente que acababa de recurrir a un tópico, pero no se le ocurría, de momento, una respuesta mejor, y como para remacharla, repitió las palabras antes de que el abate hubiera respondido.

—No me parece razón suficiente —replicó vivamente el capellán—. Como cristianos tenemos la obligación de acatar el Gobierno constituido, que en todo caso representa la autoridad de Dios; pero si en unas circunstancias muy concretas, que bien pueden ser las de su patria, los gobernantes se hubieran apartado de la razón y de la justicia, por evitar males mayores, como este que España ahora padece, debemos permanecer en la obediencia.

Javier inició una sonrisa:

—Olvida usted, señor, que mis antepasados expusieron la teoría del tiranicidio y su licitud moral, aunque es cierto que fueron los franceses los primeros en manifestarse desacordes. ¿No fue la Sorbona quien quemó los libros del padre Mariana? Ahora mismo, usted y yo mantenemos en 1936 posiciones semejantes, y comprendo —añadió— que por ser extranjero no me cabrá la mejor parte. Pero estoy dispuesto a sostener nuestra antigua tesis, querido señor, si a usted le divierte y estas damas no se aburren de escucharnos.

No tenía, esto era lo cierto, el menor deseo de contender dialécticamente con aquel varón, a buen seguro tan cargado de razones teológicas como hábil dialéctico; pero lanzó el desafío con ampulosidad de frase y elevación de tono, como un personaje de Calderón.

Magdalena abrió los ojos desmesuradamente.

—¿Verdad que no, tía? ¿Verdad que no permitirás que discutan de política en este momento? ¡Si nada más que acabas de llegar, Javier! Mi tía y yo te pedimos que refrenes por unas horas tu furia española. De lo contrario, el castillo de Fengerolles corre peligro de arder por los cuatro costados, y sería una lástima, porque es muy bonito.

La condesa sonreía, mirándolos alternativamente. Luego respondió:

—Tiene razón, Magdalena. Me parece muy pronto para que empiecen a discutir. Pero sepa usted, M. Mariño, que estoy más cerca de su actitud que de la del abate. Todas mis simpatías son para los sublevados españoles. ¿No sabe usted que mis dos hijos eran militares y que murieron en la guerra?

Confesó que lo ignoraba.

—Si volvieran a nacer, y Francia se viese empeñada en otra guerra —dijo ella con emoción— otra vez los entregaría a la muerte; y si la Bretaña se levantase por el rey, como se levantaron mis abuelos hace más de cien años, también los dejaría morir. Pero mi primo y capellán es un hombre muy sabio, y no comprende estas actitudes pasionales. Discúlpelo usted y renuncie a la discusión.

Javier se inclinó, en señal de asentimiento, mientras el cura prometía, amablemente, buscar hora oportuna para continuar el debate apenas comenzado. Y habiéndole prometido Javier que no rechazaría la disputa, sino que antes bien la estaba deseando, la condesa los autorizó para que se retirasen, y salieron del salón con la misma grave compostura con que habían entrado; pero no tan apresuradamente que no pudieran escuchar cómo la condesa decía al abate;

—No me disgusta este español.

La prisa de Magdalena por felicitarlo la obligó a cerrar rápidamente la puerta.

8

Ahora se hallaban en un bosquecillo totalmente versallesco, con diminuto lago, cisnes bogantes y, en una isla artificial, templete jónico de piedra. Magdalena se había sentado en el césped, recostada sobre el tronco de un castaño, y Javier, junto a ella, arrojaba piedrecitas al estanque, provocando en los cisnes caprichosos movimientos.

—La amistad de mi tía por lord Stonebroke data de la Gran Guerra, cuando sus hijos René y Luis murieron. Era el padre de Arturo capitán de un regimiento de Higlanders, y en un pueblo de Flandes hizo amistad con mis primos, algunos años más jóvenes que él. Lord George estaba casado, y Arturo, niño entonces, vivía con su madre en un castillo de Escocia, a cubierto de todo peligro.

»Stonebroke estaba prácticamente separado de su mujer, no sé fijamente por qué motivos, aunque sospeche que debido a anteriores infidelidades por parte de ella, y por esta razón, George no pasaba sus permisos en Inglaterra, sino en Francia. Coincidieron en una ocasión sus días libres con los de René, el mayor de mis primos, y vinieron juntos a Bretaña, a pasarlos con mi tía, entonces recientemente viuda. Tenía René una hermana, de nombre Chantal, muerta poco después cuando la epidemia de gripe, y lo mismo ella que su madre concibieron gran simpatía por George. No me atreveré a afirmar que Chantal se hubiera enamorado, aunque no es imposible; pero dado lo firme de sus creencias, y su segura virtud, ese amor no pudo pasar de lo estrictamente sentimental. Desde entonces, Stonebroke pasaba aquí todos sus permisos, con mis primos o solo, y estando en uno de ellos tuvo noticia de que su mujer había planteado demanda de divorcio, y que sin esperar al fallo judicial marchaba a los Estados Unidos. Arturo era demasiado pequeño, y su compañía la hubiera estorbado indudablemente. Por eso escribió a George preguntándole por la persona que lo tomaría a su cargo. George no tenía hermanos a quien encomendarlo, y tampoco quería dejarlo tan joven en manos de criados y preceptores. Pero él, naturalmente, no podía encargarse de su custodia. Fue la condesa quien se ofreció a cuidarlo mientras durase la guerra, y Chantal quien pasó a Inglaterra a recogerlo. Desde entonces, Arturo vivió aquí, y lo mismo Chantal que su madre le cobraron afecto. Mis primos murieron en la última ofensiva alemana, y pocos días después, George. En su testamento, dictado en el hospital, rogaba a la tía que aceptara la tutela de su hijo. Acabó la guerra, y estaba Arturo en Eton cuando murió Chantal. Arturo era lo único superviviente del pasado afectivo de mi tía, y se dedicó a amarlo por todos sus muertos, a pesar del protestantismo del niño. Pasaba los inviernos en Eton, más tarde en Oxford, y durante el verano vivía en compañía de mi tía. Cuando Arturo fue mayor, sus visitas se hicieron más cortas, pero todos los veranos, sin faltar uno, viene a Bretaña. Estoy segura de que los días que está él son los más felices del año. Creo también que es la única persona a la que mi tía realmente quiere, y para él será su fortuna personal. Arturo ha sido siempre lo que un burgués llamaría un muchacho afortunado.

—¿Y es soltero?

—Sí. Desconozco las razones, pues es bastante rico y por sus demás cualidades haría un posible buen casado. Aunque alguna de ellas…

Aquí Magdalena hizo un silencio que remató con una sonrisa.

—Pero de esto no te hablaré. Prefiero que lo descubras por ti mismo.

—Quedan, sin embargo, los otros huéspedes.

—Mi prima Clotilde y su marido. ¿Por qué han sido invitados este año? Las decisiones de la condesa son siempre misteriosas. Clotilde vive habitualmente en París, tiene dos hijos y no es lo que se llama habitualmente una mujer feliz, ni tampoco una mujer… correcta. Es lo bastante rica para practicar el adulterio como diversión, y lo bastante educada para no dar escándalos. Es cierto que la educación de su marido no es menor. Tía Francisca lo sabe y lo desaprueba, pero de vez en cuando recuerda que Clotilde es hija de su hermano menos querido, y la invita al castillo en unión de su esposo. No sé las razones que dará a su capellán y confidente, pero yo pienso que es por venganza, haciendo que vivan maritalmente, por lo menos en apariencia, durante una semana. Algunas cosas más hay respecto a estos dos, pero también las dejo a tu perspicacia.

—Y tus relaciones con la condesa, ¿cuáles son?

—Te lo explicaré, aunque con ciertas dificultades, porque yo misma no las veo muy claras. Mi padre y mi tía Francisca eran primos carnales, hermanas sus madres. Por qué mi padre gozó siempre de la confianza y del amor de la madre y de la hija, es una historia tan vieja que no sé de ella una sola palabra. Cuando quedé huérfana, la tía se interesó lejanamente por mí, confiando mis intereses a la custodia de Poitu senior. Estaba yo entonces en un convento de monjas, y el primer verano lo pasé en el castillo. Yo era una niña silenciosa y huraña, pero jugaba bien al golf. Arturo se aficionó a mí como compañera de juego, y no sé si a esta venturosa casualidad se debe el que, desde entonces, y con el pretexto de que la ayude a atender a los invitados, mi tía me invita todos los años. Yo he sido siempre lo bastante débil para venir, aun sabiendo que les importo muy poco. A veces me permite traer invitados y te confieso que no soy muy cuidadosa en su elección. Mejor dicho: he sido cuidadosa, pero al revés: siempre busqué aquel de mis compañeros que más pudiera desentonar en este conjunto. Es la primera vez que traigo a alguien que socialmente puede emparejar con ellos; pero te ruego que me creas si te digo que no lo hice por satisfacerlos.

En aquel momento, una piedra mal dirigida, en vez de la superficie ondulada del estanque, hirió al cisne más lejano, que huyó dando graznidos hasta refugiarse en su caseta.

En el fondo del boscaje se oyeron voces varoniles y femeninas risas, y tres figuras se destacaron sobre el tronco oscuro de los tejos —tres figuras enlazadas que eran dos hombres y una mujer llevada de ganchete. Los vio Magdalena e indicó sus nombres, y unos minutos después rodeaban el estanque hasta llegar al punto desde donde Javier, retirados los cisnes, seguía lanzando guijarros contra la superficie del lago.

Tuvo tiempo de observarlos mientras llegaban, en tanto que a distancia Clotilde y Magdalena sostenían un diálogo trivial, a grandes voces. Vestía Clotilde un traje blanco, con falda pantalón y graciosa chaquetilla con botones rojos y pañizuelo de igual color. Tendría treinta años, o por lo menos los aparentaba. Su figura, graciosa y ondulante, con mucho cine en el andar. Era bonita, con esa belleza aparatosa de las mujeres fatales; en cada uno de sus rasgos encerraba una tragedia, y ella parecía saberlo. Su marido —Antoine, al parecer—, era un tipo seco e inexpresivo, también joven, cuya mirada, húmeda y caliente, contrastaba con la sequedad del rostro. Vestía con elegancia rebuscada, y en su mano lucían a distancia los brillantes de muchas sortijas. Cuando estuvo cerca, al darle la mano, observó Javier que se pintaba las uñas discretamente.

Arturo, lord Stonebroke, era un tipo de otra clase, desde luego de la mejor clase. Alto, hasta pasarle una cabeza a Antoine; atlético sin gordura; esbelto sin afeminación, y demasiado bello de rostro. En otra ocasión, a Javier le hubiera molestado la perfección casi femenina de su perfil, y el brillo oscuro de sus ojos. Traía en la mano la chaqueta, remangada la camisa, y toda su piel estaba tostada por el sol hasta tal punto de perfección, que parecía artificial. Pero su distinción, como su seguridad, eran totalmente británicas, es decir, naturales. Parecía asentar un pie en los docks de Londres y el otro en las plantaciones de Melbourne.

Pudiera parecer Javier, mientras los aguardaba, un monarca que espera indiferente la embajada de un rey tributario, pero sus nervios estaban tensos, y su conciencia atenta al menor detalle. Comprendía que para la contienda con aquel hombre, salvaguardado por la Home Fleet y la economía de cinco continentes convergiendo en Inglaterra, sólo poseía la fuerza que pudiera obtener de valores puramente espirituales. Fue presentado, y tras una reverencia cortés, pero fría, para Clotilde, dio a lord Arturo la misma importancia que lord Arturo le daba; porque no era posible darse menos importancia. Y el saludo que tuvo para Antoine alcanzaba la máxima elasticidad del desdén compatible con la cortesía. Fueron dos minutos de dura prueba, de los que salió satisfecho, y con tal necesidad de expresar su contento, que un instante pensó con delectación en tirarse al estanque y cruzarlo a nado, rápidamente, hasta alcanzar la graciosa movilidad del cisne sobre las aguas. Y si no lo hizo, y en cambio enlazó sencillamente a Magdalena por el talle —lord Arturo hacía lo mismo con Clotilde, pero un cuarto de minuto después—, fue porque para la una y la otra acción disponía de bastantes razones.

Era uno de esos momentos en que la gente más civil y discreta acude a la pitillera para evitar que los ángeles pasen, y simultáneamente Arturo y Javier ofrecieron de las suyas. Pero Antoine no fumaba, y nadie, más que Javier, se atrevía con el negro tabaco español. Arturo preguntó, con divertida curiosidad, por qué razones había gentes blancas que fumasen aquel tabaco tan fuerte, añadiendo que seguramente se trataba de hombres excesivamente varoniles, como eran todos los latinos. Y de ahí pasó a elogiar las razas mediterráneas, que admiraba, acumulando adjetivos sobre los italianos, a su juicio los hombres más perfectos del mundo. No miraba a Javier, ni menos a Antoine, sino a Magdalena, a la que parecía dirigir el discurso, cuyo contenido, ésta era la verdad, no interesaba a Javier, sumido en un profundo análisis de su estilo dialógico, en el que manejaba el humo verbal con absoluta destreza. Buscaba Javier en la brillante charla reminiscencias literarias, y la de Oscar Wilde, que Magdalena había aludido, la rechazó inmediatamente, porque nada más alejado de la mecánica paradoja wildeana que aquel fluir sosegado, ceñido al concepto, bruñido, y, sin embargo, juguetón. Recordó estilos en rápida inspección —Shaw, Chesterton, Huxley…— y todos los desechó igualmente. Porque el método de Stonebroke era mucho más sencillo y eficaz. Carecía, casi en absoluto, de adverbios, y tomada una frase aislada, ninguna de sus palabras denunciaba la ironía. Pero, repentinamente, deslizaba un vocablo cargado de rigor lógico, pero a la vez tan inesperado, que todo lo anterior quedaba en el aire, destruida su seriedad y mostrando el ridículo envés. Despojado el discurso de estas palabras mágicas, podría considerársele como una pieza seria, y hasta académica; pero al incluirlas se transformaba en disparatada pirueta.

Si lord Arturo tomó la palabra con aviesa intención y si detrás de todo aquel riguroso jugueteo verbal había intención de burla, era cosa que Javier no podía adivinar; pero, en previsión, fue tan despistada su respuesta a una pregunta incidental de lord Arturo, que éste se tuvo que convencer de que no le había hecho pizca de caso. Pero sus ojos, a los que Javier miraba distraídamente, no acusaron el golpe, y en vista de eso procuró dar otro giro a la conversación, y ahora fue Clotilde quien llevó la voz cantante. Tenía una bella voz y una sintaxis detestable, y hablaba confusamente de cuanto entraba en su mollera, involucrando en la charla a todos los presentes. Pasó en pocos minutos de la hermosura un poco académica de las mujeres italianas a la comodidad del invierno en Suiza; de aquí, a la cría del ganado lanar en el imperio británico —negocio por el que mostró un repentino interés—, y a continuación, de la guerra de España, episodio del que no lograba comprender una palabra y que deseaba seguir ignorando; una frase perdida de su marido le dio pie para una disertación sobre las modas del próximo otoño, que hubiera sido perfecta si su exposición no estuviera mezclada con un lejano interés por la antigüedad de los tejos del parque, tema que por fin acogió, con exclusión de todos los demás, complicado luego con la mención de todos los parques reales y señoriales de Francia y del extranjero que conocía, y una interrogación perdida, de las que no aguardan respuesta, a sir Arturo, sobre el uso de los rododendros en los jardines de Inglaterra. Había llegado a este punto cuando Javier logró reducir la conversación a ruido, unificándola con el murmullo de las aguas, el rumor del aire en las ramas y los gorjeos de los pájaros sobre sus cabezas. Buscaba entre las sensaciones presentes una a que atender, que desalojara automáticamente los conceptos de las palabras, y así lograr la perfecta fusión musical de todos los sonidos, y la encontró en la presión que un objeto hacía sobre su cadera. Podía ser una rama partida, sobre la que se hubiera apoyado distraídamente, o una piedra, o una rugosidad del tronco; pero el objeto que presionaba se movió, y desechando la posibilidad de que fuera un conejo o cualquier otro animal inesperado, se dio cuenta tardíamente de que desde hacía algún tiempo Magdalena y él se hallaban enlazados por el talle, lo mismo que Arturo y Clotilde, y que aquella presión en la parte superior de su cadera era gemela de otra que Magdalena debía sentir en semejante lugar, producida por su misma mano. Todas las demás cosas perdieron rápidamente el interés, incluso lord Arturo, incluso la unificación musical de los ruidos, y se entregó enteramente al análisis del sentimiento que le obligaba a mantener el abrazo, aun después de haberlo advertido. Se habían sentado, él y Magdalena, en el mismo lugar que ella ocupaba cuando estaban solos, frente a la otra pareja —la mujer y el que no era su marido—, y si la había abrazado, contra su costumbre, era por seguir un oscuro instinto de impertinencia, contra el que no había tenido tiempo de rebelarse, pues de haberlo advertido no lo hubiera hecho, porque aquella impertinencia pudiera haberse interpretado como nacida de la influencia inglesa, que más que otra cosa procuraba disimular. Recordaba que al empezar la charla de lord Arturo, Magdalena había correspondido a su abrazo deslizando su mano suavemente por la espalda, hasta posarse sobre la cintura, y recordaba también que por debajo de la atención disfrazada que prestaba a lord Arturo y por debajo del análisis estilístico de su técnica de la ironía, un vehemente deseo de desasirse pugnaba por realizarse, y que en el mismo plano semiconsciente le había opuesto como máxima razón la descortesía que hubiera significado para Magdalena el rechazar su contacto en aquel momento en que podía enlazarlo sin peligro alguno de orden sentimental, sin que las convicciones de ninguno de los dos sufrieran menoscabo y sin que compromiso ulterior alguno viniera a alterar la regularidad de sus relaciones, y cabía la posibilidad remota de que tampoco Magdalena se hubiera dado cuenta hasta muy tarde, acaso de que no se hubiera dado cuenta todavía; pero lo más seguro era que desde que su mano lo abrazaba toda la vida de Magdalena viviera prendida en el abrazo, y bajo la fingida atención a la charla de los demás, tras las palabras fugaces con que respondía o los gestos iniciados con que interrogaba, su corazón palpitase de felicidad, como hubiera palpitado el suyo de ser más sincero y menos analítico y pedante. (Este último extremo de la pedantería lo reconoció, como era su costumbre, con harto dolor de corazón, acompañando la confesión de la inevitable promesa de que cualquiera de sus pecados podría publicarse o ser conocido de otros menos aquel imperdonable de la pedantería, porque era, en verdad, el único de los suyos levantado contra el Espíritu.)

La pareció distinguir, dentro del rumor uniforme a que su oído había reducido todos los sonidos, incluso la conversación, unas palabras que aludían a algo como marcharse de aquel lugar; pero no hubieran sido más que palabras, sólo ruido, si la mano de Magdalena no abandonara calmosamente su cadera, al mismo tiempo que un movimiento simultáneo apartaba la suya del cuerpo de Magdalena. Fueron estas dos acciones paralelas las que le obligaron a volver sobre las palabras entreoídas, investigando en el confuso recuerdo el concepto que encerraban, como quien cuenta las horas del reloj después que han sonado, y al comprender su oportunidad y, sobre todo, lo conveniente que era tenerlas en cuenta, se levantó, aunque con retraso, del césped e inició la caminata hacia el castillo, llevando de la mano a Magdalena, que sin saber cómo se la había cogido. Sólo tardó un segundo en recobrarse, el mismo que tardó en reflexionar sobre los últimos momentos —¿cuántos eran?, ¿desde qué hora se había ausentado de la conversación?—, y no pudo menos que confesarse satisfecho. Con toda seguridad, su indiferencia había sido perfecta: la misma indiferencia con que un dios egipcio, desde su piedra, mira pasar el tiempo, la Historia y las pasiones de los hombres.

9

A la hora de la sobremesa ya había descubierto Javier que la condesa de Fengerolles escribía sus Memorias, y que ésta era, desde luego, la ocupación más importante de su vida, exceptuados sus deberes religiosos, que cumplía con puntualidad y fervor —por lo menos aparente—. Las Memorias de la condesa —que redactaba desde hacía doce años— serían tan importantes en la literatura francesa —al decir del abate— como las de monsieur de La Rochefoucauld o las de madame de Boigne, y como ellas, servirían para esclarecer muchos puntos de la Historia, singularmente aquellos en que la condesa había tomado parte activa, como la disputa dreyfusista o el tremendo problema de las congregaciones religiosas. Madame de Fengerolles no las pensaba publicar en vida, y dejaba al cuidado y discreción de sus herederos el darlas a luz o reducirlas a cenizas, según la conveniencia de Francia y el buen nombre de la familia aconsejasen. Y Magdalena aseguraba alegrarse de no ser demasiado importante como heredera de su tía.

La hora del té —inmediatamente después de un partido de golf, e inmediatamente antes de un paseo por el parque— dio ocasión a un diálogo entre el abate y lord Arturo, que sirvió a Javier para conocer los mejores recursos del ingenio francés frente al humorismo inglés, tanto como para comprobar su propia inferioridad dialéctica: no dominaba el conceptismo español hasta el punto de meter baza en el debate y quedar lucidamente. Tuvo desde aquel momento, y por algunas horas, una opinión de su capacidad mental muy por debajo de la realidad. Pero, reducido al silencio, procuraba disimular su impotencia, o su timidez —no estaba muy seguro de haber callado por una o por otra causa—, procurando ser como un gran señor que se divirtiera con las virguerías de dos juglares. Y Magdalena lo contemplaba con satisfecha admiración, aunque por algún movimiento delatara el deseo de que Javier triunfase con más evidencia y más lucida y activa parte. Pero, de momento, el abate y el lord se repartían los papeles importantes, y si Javier hacía de rey, era, en todo caso, un rey comparsa.

Por su parte, Javier no sentía humillación, y admiraba a aquellos dos hombres cuya superioridad reconocía y en los que no había encontrado todavía defecto alguno. Ser como cualquiera de ellos hubiera colmado sus aspiraciones sociales, y si bien se reconocía capaz de alcanzar su perfección con un ejercicio conveniente, nunca como entonces lamentaba la falta de ejercicio. Pero el marco provinciano en que se había desenvuelto su vida, estudiante en Madrid o señorito en Villagarcía de Arosa, no era el más apropiado para el desarrollo de sus mejores dotes.

Suponía, sin embargo, que aquellas dos perfecciones humanas tendrían algún resquicio imperfecto por donde ser atacadas: un punto de vanidad, siquiera, que, sorprendido, le hubiera dado ocasión de reírse con ironía y comprensión. Deseaba ardientemente advertirlo, y por no dejarlo pasar espiaba más que escuchaba, desatendiendo a Magdalena no sólo como nunca lo había hecho, sino como jamás lo había aparentado hacer.

La condesa cenaba en sus habitaciones, y, sin su presencia, la reunión gozó de mayor libertad. Jugaron una partida de bridge, en la que el abate ganó cinco luises y Clotilde hizo frases atrevidas sobre la mundanidad del ganancioso. Era temprano, y las ventanas de la terraza dejaban pasar un agradable olor de floresta. Magdalena hubiera preferido acodarse en el balustre y escuchar el silencio; pero lord Arturo acordó romperlo, sentándose al piano y tocando cualquier cosa.

—¿Por qué no canta usted? —le dijo Clotilde—. Todos le hemos escuchado, y le oiremos otra vez con gusto. Pero el joven español no le ha escuchado nunca, y de seguro le gustará su hermosa voz.

Javier pensó que lord Arturo tenía todas las perfecciones: las hadas más benéficas habían concurrido con dones generosos en su nacimiento, y el hada de la música no lo había olvidado. Tocaba graciosamente y sus manos se movían con la agilidad del técnico consumado.

—¡Cante usted, por favor! —repitió Clotilde.

Y entonces, cuando lord Arturo asintió, algo sorprendió en su gesto Javier que le llenó de regocijo. Lord Arturo había asentido con el mismo aire satisfecho del tenor que, después de hacerse rogar, acaba haciendo lo que más deseaba.

No le importaba que Magdalena opinase que la música y el canto se oían mejor desde la terraza. Se arrimó al piano, y su miraba observaba el rostro del inglés. Magdalena acabó por acercarse también, y como estaba semioculta por el piano, Javier no tuvo inconveniente en condescender con ella y enlazarla por la cintura.

—¿Qué quiere usted que cante? —preguntó lord Arturo.

Y Clotilde respondió:

—Lo que usted quiera. Todo es igualmente hermoso.

Esperaba Javier alguna canción importante, de buena firma y acreditada solera; o bien una vieja balada inglesa, de las que él dificultosamente había aprendido, deletreando la melodía en el piano con la ayuda de sus hermanas. Algo, en fin, que mantuviese la línea ininterrumpida de buen gusto que hasta entonces había advertido en lord Arturo. Pero todas sus esperanzas se desvanecieron —haciéndole momentáneamente feliz— cuando lord Arturo, después de previa preparación, inició el Adiós a la vida. Y mucho más cuando comprobó que su estilo se asemejaba al de los tenores profesionales, aunque fuera el de los buenos tenores. Lord Arturo Stonebroke cantaba como un divo, y cantaba con idéntica satisfacción, escuchándose a sí mismo, mientras Clotilde aparentaba arrobamiento, su marido jugueteaba distraído con un cenicero, y el abate, un poco en la penumbra, contemplaba con faz impenetrable y mirada tranquila.

A Tosca siguió Rigoletto, y a éste, la Serenata de Toselli. El repertorio musical de lord Arturo no parecía exceder lo italiano más tedioso y vulgar. Sentía Javier que en otras condiciones hubiera salido a la terraza, a riesgo de cualquier complicación sentimental. Aquellas canciones dulzonas y melodramáticas constituían la materia de su profundo regocijo.

Magdalena había cogido su mano y se la apretaba, él suponía que significativamente, como habiéndose dado cuenta y compartiendo su placer. En otra ocasión le hubiera desagradado, porque el espectáculo del tenor haciendo maravillas de garganta daría a Magdalena buena copia de razones contra la clase social que él estimaba y ella parecía despreciar. Pero, por otra parte, creía estar seguro de que siendo como él era parte interesada, Magdalena habría olvidado sus resentimientos sociales. Y así fue, en efecto, porque cuando lord Arturo acabó de cantar y recibió con afectada indiferencia los plácemes que se le daban, ella rogó a Javier que cantase él a su vez.

—¿Yo? ¡Oh, no imposible! Yo no sé cantar.

Pero Magdalena aseguraba, mintiendo descaradamente, haberle oído en varias ocasiones hermosas coplas españolas. Y ante la firmeza con que mentía, Javier se sentía halagado por la seguridad que ella tenía en su éxito. No se paró a comprobar si los ruegos de los presentes, unidos a los de Magdalena, eran sinceros, o simplemente corteses. Le preocupaba solamente no parecer, como lord Arturo había parecido, un tenor que hace asueto en un salón elegante. Se sentó al piano, y después de advertir que su acompañamiento era rudimentario e imperfecto, empezó a cantar. Cantaba con voz de poco aliento, pero bien timbrada y dulce, y la canción por la que comenzó —una copla gallega— estaba seguro de que era hermosa. Su agilidad intelectual anterior había desaparecido, y su estado presente era pasional: deseo vehemente de quedar bien de la manera más sencilla y modesta. Y como si la ausencia de autovigilancia hubiera permitido el paso a los mejores sentimientos reprimidos, su propia melodía le arrebató a una profunda nostalgia de España, de la que se había olvidado; y comenzó a recordarla en sus mejores cosas, y cada recuerdo traía una nueva canción, y cada canción aumentaba su emoción, hasta hacerle olvidar su propio problema, y la necesidad del triunfo, y los presentes y todas las circunstancias —menos a Magdalena, que, frente a él, le escuchaba con ojos conmovidos. Pero no le importaba Magdalena, sino aquel nudo que le subía a la garganta, hasta apagarle la voz. Se detuvo, bajó la cabeza, y permaneció unos instantes en silencio.

—Perdón —dijo luego—. No puedo más. Les ruego que me comprendan.

No le respondió nadie, y el silencio le volvió a su ser. Comprobó que sus coplas, o la sinceridad con que las había cantado, conmovieron también a los presentes, y que hasta el rostro impasible del abate había perdido rigidez.

—Son muy hermosas las coplas de su tierra —dijo Clotilde.

Y lord Arturo, acercándose:

—Me ha gustado mucho.

El propio Antoine había dejado de jugar con el cenicero, y mascullaba un cumplido. Javier estaba satisfecho y su solo cuidado era disimular la satisfacción.

Cuando se despidieron —estaba próxima la medianoche—, se le acercó el abate:

—Ahora sí que necesito discutir con usted —le dijo—. Y espero que si no vencen sus razones, me venza, por lo menos, su pasión.

10

Estaba tan fatigado, que cuando llegó a su cuarto apenas si disponía de fuerzas para desnudarse, y antes de hacerlo pensó en recurrir a la ducha bienhechora; pero como para girar eficazmente el picaporte que conducía al baño era necesaria una energía mínima de que por el momento no disponía, se dejó caer en un sillón, sin acordarse siquiera de encender la luz. Cerró los ojos, deseando no dormir para gozar conscientemente de aquel placer inefable del descanso. Le hubiera gustado disponer voluntariamente de todos los resortes orgánicos de su cuerpo, para que, mediante una reacción adecuada al sosiego, el efecto del descanso fuese más placentero; pero hubo de resignarse, ante la ceguedad casi mecánica con que la mayor parte de su cuerpo funcionaba. No tuvo inconveniente en aceptar la idea de imperfección absoluta y general del hombre como ser orgánico, y hasta su insignificancia como elemento cósmico, porque instantes como aquel, casi divino, del descanso, compensaban de todas cuantas miserias hubieran podido inventar el pesimismo o el cristianismo, en incomprensible y perfecto acuerdo. Este punto había alcanzado el libre juego de su pensamiento cuando sonaron en la puerta dos discretos golpes dados con los nudillos, y antes de que pudiera responder ya se había abierto, y la voz de Antoine sonaba en la oscuridad.

—Pero ¿está usted durmiendo, señor Mariño? Hubiera jurado que no tenía ganas de dormir.

Y ante una afirmación titubeante de que estaba despierto y levantado, añadió:

—Pero ¿por qué está a oscuras? ¿Es que se entrega a la meditación religiosa, o prefiere el placer exquisito del silencio? De una manera o de otra, permítame que encienda una bujía.

Se oyó el frotar de una cerilla contra el costado áspero de la caja, y una luz amarilla iluminó imperfectamente la habitación. Javier se había puesto en pie y buscaba el conmutador eléctrico; pero Antoine, al notarlo, le dijo, mientras encendía con el fósforo una vela:

—No busque más, amigo. La condesa tiene ciertas manías britanizantes, y jamás ha permitido instalar luz eléctrica en las habitaciones. Por eso nos vemos obligados a esta rudimentaria iluminación, y por eso yo he venido a su cuarto en busca de cerillas, pues he perdido las mías, y para desnudarme necesito de un mínimo resplandor.

Mientras hablaba, Javier regresaba a la realidad con la rapidez suficiente para percibir, sobre todas las demás, dos cosas: la primera, que el modo de hablar de Antoine no se parecía en absoluto al que hasta la conclusión de la cena había utilizado, y la segunda, de que mentía descaradamente al decir que había venido en busca de cerillas para alumbrarse mientras se desnudaba, porque había encendido la vela con las que, indudablemente, traía consigo, y porque se había quitado el esmoquin y vestía ahora una brillante bata de seda negra por debajo de la cual se veía un pijama de seda escandalosamente encarnado. Con total conciencia de lo que hacía, hizo notar a Antoine ambos detalles. El visitante, que despabilaba la vela, no pareció sorprenderse lo más mínimo.

Antes bien, sin dignarse volver el rostro respondió con segura voz:

—Le agradezco mucho que lo haya advertido. Me creía curado del todo de mis ataques de amnesia, pero veo que estaba en un error. Mas no importa ahora. Mi visita no ha sido inútil, porque gracias a ella sabe usted el lugar donde están las bujías y también que el conmutador no está en ninguna parte. En pago a este servicio, reclamo unos minutos de compañía. ¿Quiere usted darme un pitillo? Por favor, no de esos negros, terriblemente fuertes, que usted fuma a veces, sino un cigarrillo vulgar; con preferencia, un cigarro rubio estilo inglés. Las labores yanquis me parecen poco delicadas.

Se había sentado en el borde de la cama y tendía la mano ensortijada y cuidada esperando el cigarrillo. Javier, casi desconcertado, iba a decirle que durante todo el día había rechazado cuantos se le ofrecieran; pero repentinamente la finura de la mano enjoyada, el modo como la había tendido, la delicadeza de la garganta, las pantorrillas depiladas que el pijama, subido al desgaire, dejaba entrever, y un perfume penetrante, aunque sutil, que Antoine despedía le hicieron concebir una sospecha, solución inesperada a una interrogante que desde hacía doce horas mantenía en la inconsciencia, sin atreverse a formularla: Antoine era sodomita.

Entre divertido y temeroso, abrió la pitillera y eligió un cigarrillo de marca inglesa, que le tendió, y mientras le decía que aceptaba su presencia tanto tiempo como durase el pitillo, pues estaba realmente cansado, Antoine, para encender, cogió la mano con que Javier sostenía el encendedor, y así la tuvo, presionándola delicadamente con sus dedos, hasta unos instantes después de la primera bocanada.

—¡Delicioso! —dijo luego—. ¿No sabe usted que Clotilde me prohíbe fumar, y que tengo que valerme de estratagemas inocentes para satisfacer un vicio inofensivo?

Con grandes muestras de placer repitió la inspiración. Era tan razonable lo que acababa de decir, que todas las sospechas temerosas de Javier se desvanecieron, para reconstruirse rápidamente, más intensas y más temerosas, cuando el otro continuó hablando.

—Sí —eran sus palabras—, la sociedad, aun la de los que nos son más próximos y queridos, suele ser de una impía incomprensión para con nuestros defectos, apoyados y salvaguardados por prejuicios ancestrales cuya validez está hoy ampliamente discutida. Los padres impiden a sus hijos fumar en su presencia, y hay esposas que, con el pretexto de una enfermedad puramente teórica de sus maridos, los someten al suplicio de vivir horas y horas entre personas que fuman tranquilamente, sin que les sea dado otra cosa que respirar el humo que los otros abandonan al ambiente. Y éste no es más que el aspecto menos cruel de la incomprensión social de los vicios (yo no los llamaría así, pero de momento prefiero usar del nombre más corriente), de los vicios humanos.

Calló un momento, en el que no dejó de mirar fijamente a Javier, con sus pupilas brillantes del colirio.

Luego dijo:

—Usted es joven, fuerte y hermoso, y seguramente que la vida apenas si le ha opuesto pequeños contratiempos. ¿Qué tragedias son corrientes en los hombres de su edad? Un cheque que se retrasa, una querida que nos engaña, un desarreglo fisiológico hijo del placer clandestino: cosas todas de fácil remedio, porque el cheque siempre llega, la amante se olvida y la enfermedad se cura. Y si por cualquier circunstancia se dilatase, en todas partes encontraría comprensión y simpatía para su dolor, porque todos lo han sufrido semejante. Son tragedias vulgares.

Otra pausa, más breve. Y otra mirada, más insistente.

—Pero hay una parcela de humanidad cuyo dolor es irreparable, y tan desdichada, que para él no encuentra comprensión ni simpatía. Su desgracia nace de necesidades inconfesables y, sin embargo, profundas y urgentes. Fíjese usted en mi estratagema para conseguir este delicioso cigarrillo que la necedad de mi mujer me prohíbe durante tantas horas. ¿A qué no llegarán esos seres desquiciados para conseguir una satisfacción que les niega la estupidez humana? Si algún día fuera permitido conocerlas, la humanidad quedaría perpleja ante tanto ingenio gastado al servicio de tanta pasión, y las más peregrinas historias de amantes perderían color ante esas otras historias que hoy viven ocultas, como se ocultan los ritos de una religión cruel, misteriosa y antigua.

Ahora se había acercado tanto, que sus rodillas casi rozaban las de Javier.

—¿No encuentra usted conmovedor lo que le digo? ¿O forma usted parte de la humanidad insensible y tosca, pero vulgar al mismo tiempo e ignorante de los supremos deleites…?

Su voz era insinuante y cálida, y sus ojos, húmedos, le miraban como buscando una respuesta; había un ansia incontenida en el aliento, y sus manos, anhelantes, se detuvieron en el aire.

Javier, dominando la reacción inmediata, pensaba solamente: «¿Debo pegarle?» Y medía en su mente las probabilidades de triunfo.

Antoine, poco vestido como estaba ahora, transparentaba una complexión fuerte, pero su peso era inferior. Podía, simplemente, encajarle un puñetazo en la mandíbula, sin previa explicación, y ponerlo luego en el pasillo, o bien decirle con su voz más firme: «Usted, señor, es un sujeto repugnante, y antes de echarlo de mi cuarto voy a romperle un hueso y alterar por una temporada la sucia belleza de su rostro.» Este procedimiento le pareció el mejor, y se disponía a ponerlo en práctica cuando se le ocurrió pensar que estaba en presencia de un cínico que no tendría inconveniente, si ocurría la agresión, en decir a todo el mundo, después del escándalo, que había llegado hasta el cuarto de Javier con un motivo completamente honesto, y que había sido Javier quien inesperadamente le había hecho proposiciones vergonzosas. Lleno de temor, buscó una solución menos expuesta. Antoine repetía por segunda vez su pregunta, más insinuante que la primera. Javier cerró los ojos y puso la mano en la boca para disimular un fingido bostezo.

—¡Querido señor Antoine! ¿Quiere usted perdonarme? Es tanto mi sueño, que no me ha sido posible atender a todas sus palabras. Ahora comprendo que me ha preguntado algo, pero ignoro cuál ha sido la pregunta. Y si usted la repite, corremos el riesgo inmediato de que tampoco me entere. Así como así, ya concluyó su cigarrillo. ¿Quiere usted dejarme hasta mañana? Mi fatiga es superior a mi voluntad de cortesía. Le suplico que me perdone.

Sus ojos semicerrados vieron el cambio inmediato que se operaba en el rostro de Antoine: apasionada espera que se transforma en desencanto primero y luego en desdén. Sacudió la ceniza, arrojó la punta apagada del cigarro y poniéndose de pie murmuró un: «¡Le ruego que me dispense!». Salió luego sin hacer ruido.

Los minutos que siguieron a la marcha de Antoine fueron indescriptibles. Quería analizar su estado de ánimo, y al mismo tiempo ver con claridad en los motivos de la conducta del sodomita; pero sentía rabia por no haberse atrevido a pegarle, y la rabia añadía a su confusión un punto apasionado que lo hacía todo más oscuro. Bebió un sorbo de coñac para sosegarse, y cuando el alcohol le quemó la garganta y, bajando por el esófago, transformó el saco estomacal en ardoroso recipiente, pudo alcanzar el dominio de sí mismo.

Pasó al cuarto de baño y comenzó a desnudarse, y de pronto, sin saber por qué, sin nada razonable que pudiera servir de apoyo, tuvo la sensación de que alguien le estaba mirando. Pero no era posible, porque la única ventana del baño se abría sobre el jardín, a una altura de cinco o seis metros, y no había batiente, torre o cubo castellano desde el que pudiera verse el interior del cuarto. Se duchó, vistióse para dormir y sintió hambre.

«Me gustaría comer un sandwich

No era posible. Desconocía totalmente la topografía del castillo y, por tanto, el lugar donde estaba la despensa. Y, de saberlo, ¿de qué le hubiera servido, sin llaves? Procuró recordar si en alguno de los trincheros del comedor habría quedado olvidado un cesto de pan o algo lejanamente comestible: frutas o chocolate. ¡De buena gana tomaría ahora una barrita de chocolate!

En el reloj del castillo —entonces supo de su existencia— sonaron tres campanadas. «Debe ser la una menos cuarto.» Iba a soplar la llamita de la vela para acostarse cuando, por segunda vez en la noche, llamaron a la puerta.

Su primer sobresalto se debió al temor de que fuera nuevamente Antoine. ¿Qué haría en este caso? Pero no, no podía ser. Antoine había llamado con dos golpes secos y rápidos, y los de ahora fueran graves y más distanciados. Era otra persona la que llamaba, y no adivinaba quién pudiera ser. ¿Magdalena? Al ocurrírsele el nombre tuvo su segundo sobresalto. Pero Magdalena… no era creíble que se atreviera a visitarlo en su cuarto casi a la una de la noche. Había muchas razones para desechar la ocurrencia. La primera…

Repitieron los golpes, y dejó de fantasear posibilidades para acercarse a la puerta y preguntar:

—¿Quién es?

Una voz varonil respondió al otro lado:

—¿Está usted despierto? ¿Puede usted recibirme unos minutos?

Era la voz segura y musical de lord Arturo Stonebroke. Sonrió tranquilo, abrió la puerta y entró lord Arturo. Vestía un pijama blanco de seda cruda, sin bata. Sobre el bolsillo izquierdo del pecho, bordada en negro, una corona.

—Mi querido joven español, ¿por qué pone usted esa cara de sorpresa? Comprendo que la hora no es muy apropiada para visitas, pero lo entenderá usted cuando le explique que hace más de una hora que estoy pendiente de usted y de su suerte. ¿Me deja usted sentarme? Gracias. ¡Oh, veo que tiene usted coñac! ¿Español o francés? ¡Es francés! Lo siento. Me gustan más los brandys españoles, aunque a usted le extrañe. Pero es igual. Le suplico que me sirva una copa. Y deme también un cigarrillo, aunque sea de esos terribles que usted fuma. ¿Un «Capstan»? Es demasiada felicidad. Empiezo a pensar, querido amigo, que es usted una especie de mago joven que nos ha hecho la merced de venir al mundo para favorecernos.

Durante este monólogo, Javier había recobrado nuevamente la frialdad, tambaleante por la sorpresa. Pudo decir, mientras ofrecía fuego al lord:

—Me gustaría ser, efectivamente, un mago. Tengo un hambre horrible, y si dispusiera de la varita todopoderosa convertiría cualquier cosa en una bandeja de sandwichs, y a usted mismo en una barra de chocolate. Espero que no le ofenderá.

—¡De ninguna manera! Me divierte en extremo. Creo que es usted la primera persona a quien se le ocurre hacer conmigo una metamorfosis tan agradable y sabrosa, hasta tal punto que deploro por segunda vez que no sea un mago de veras. Pero, de momento, atraigo sobre mí la obligación de sostener con mi mano la vara de las virtudes. Señor Mariño, yo voy a darle comida. ¿Quiere usted cerrar los ojos? ¡Oh, no haga usted trampa! Ciérrelos del todo. Así. Ábralos ahora. ¿Está conforme?

Tenía en la mano una bandeja de plata con media docena de sandwichs de excelente apariencia, y en la otra, una botella de cristal tallado conteniendo un vino oscuro. La cosa era tan inesperada —Javier lo había visto llegar con las manos vacías—, que juzgó imprescindible no manifestar la menor sorpresa.

—Gracias. Es usted un mago muy confortable. ¿Quiere usted uno de estos sandwichs? De momento, es lo único que puedo ofrecerle.

—Yo no tengo hambre, pero si no hubiera probado el coñac bebería un poco de este vino, que por el color debe ser oporto. Siento tener que dejarlo. ¿Le sirvo una copa?

—Como usted quiera. También he bebido coñac.

Pero lord Stonebroke, vuelto de espaldas, estaba sirviendo el oporto.

—Veo que está usted acostumbrado a lo maravilloso —decía mientras tanto—, y, por lo tanto, debo descubrirle mi truco. No he hecho ningún milagro. Su autor es Gilas, el mayordomo. En todas las habitaciones de los huéspedes, en una alacena como ésta, o semejante, deja cada noche comestibles, en previsión de apetitos inesperados. Si usted fuera tan curioso como yo, lo habría descubierto.

—Deploro no ser curioso.

—¡Oh, no tiene importancia! Yo lo soy. Si no lo fuera, no estaría ahora aquí. ¿No le interesa que le explique mi presencia?

—Me parece bastante explicada por este bocadillo y este vaso de vino. Por otra parte, el cigarrillo que usted fuma puede ser otra explicación aceptable. Para pedirme uno vino a este cuarto monsieur Antoine. Usted podía venir a lo mismo.

—No. Yo tengo cigarrillos abundantes en mi cuarto. Los tengo para todo el verano. Y si se me antoja coñac, o jamón crudo, o gallina fría, o cualquiera de esos caprichos intempestivos que tiene uno cuando despierta a altas horas, conozco todos los caminos del castillo y poseo casi todas las llaves.

Y si quiero un libro, voy a la biblioteca. Y si se me ocurre ver la cóncava luna, o la negra noche, desde cualquier garita o alero, o camino de ronda (queda uno en muy buen estado), no hay escalera de caracol o pasadizo secreto que para mí lo sea. Querido señor Mariño, yo soy el genius loci de Fengerolles Manor (permítame que le dé este nombre inglés en ausencia de la condesa), y esto constituye uno de mis mayores orgullos. Pero no hubiera venido a verle por ninguna de esas razones. ¡Oh, ni tampoco por impedirle el sueño! Sé que eso piensa usted en estos momentos, y es un mal pensamiento, que debe apartar de la imaginación. ¿Por qué no se sienta? Viéndole de pie tengo la impresión molesta de que debo de marcharme, y le aseguro que no tengo el menor deseo. Seguramente que fumaré aquí más de un pitillo y beberé más de una copa de coñac. Lo hago porque usted no tiene sueño y porque necesito explicarle satisfactoriamente mi inexplicable presencia. ¡Oh! Todo lo que llevo dicho hasta ahora forma ya parte de la explicación, a guisa de prólogo.

Javier se había sentado y miraba al lord entre curioso y divertido.

—Señor Mariño, hace una hora salí de mi cuarto a pasear por la terraza, porque sentía demasiado calor y me hallaba desvelado; pero, como suele ocurrirme, fui a la terraza por el camino más largo, dando un rodeo; y llevado por una curiosidad secreta que no me cansaré de agradecer al cielo, pasé por este pasillo al que se abre la puerta de su habitación. Y ya iba a seguir adelante, cuando un crujido de madera me hizo volver la cabeza y un rumor de pasos apagados me obligó a refugiarme en un rincón. Toléreme, por favor, este lujo de detalles, completamente policíaco. Apareció un pequeño resplandor móvil, y tras él nuestro querido monsieur Antoine, llevando en la mano una palmatoria y en la boca un cigarrillo. Creí que se trataba de alguna ocurrencia inoportuna, y ya iba a saludarle y desearle por tercera vez buenas noches, cuando vi que se detenía ante la puerta de este cuarto y que cuidadosamente escuchaba. El movimiento me pareció sospechoso, por lo que luego diré, y decidí continuar en mi puesto de observación. Así, vi cómo monsieur Antoine apagaba el cigarrillo, arrojaba los restos a un rincón, y después de apagar la vela, llamó. Y vi cómo abría la puerta, y oí sus palabras, querido amigo, como salidas de un sueño profundo, y las de Antoine pidiendo una cerilla después de haber encendido esta bujía con las que él traía en el bolsillo. Y si hasta entonces no había comprendido del todo los motivos de Antoine, a partir de aquel momento los comprendí totalmente.

Hizo una pausa, chupó el cigarrillo, bebió un sorbo de coñac; como sintiera frío, se abrochó el botón superior del pijama.

—Los comprendí tardíamente, porque, de haberme dado cuenta antes, Antoine no hubiera entrado en este cuarto. Yo conozco a ese sujeto hace mucho tiempo. Es uno de esos hombres descarriados y desvergonzados que, habiendo puesto la meta de su placer en los muchachos, no perdonan ocasión de satisfacer los anhelos más bajos de su sensualidad. Es un ser vil para quien el hombre no es más que un receptáculo de sensaciones y la vida un conjunto de placeres. Para él no hay espiritualidad ni más amor que esas groseras relaciones sodomíticas a las que vive entregado. Conquistar a un mancebo hermoso es la suprema aspiración de su vida. ¿Y por qué? ¿Porque este mancebo tiene derechas y bien torneadas piernas, hermosa figura, busto arrogante y cuello erguido, o bien porque sea su rostro el de un ángel varonil y su boca de rara y delicada perfección? ¿Es que son bastantes estos encantos externos, es que son siquiera necesarios para que exista el amor? ¿Basta el pretexto de la belleza para disimular y aun justificar la grosería del placer carnal? Yo no lo creo. Amar a una persona por la sola belleza, sin tener en cuenta sus otras cualidades, sin tenerlas en cuenta preferentemente, es una ofensa imperdonable.

Nueva pausa. Su mirada, errabunda, recorría inconstante los objetos de la habitación, sin detenerse en ninguno. Javier, en cambio, le miraba fijamente, como intentando adivinar el secreto de sus pensamientos. Después de un breve silencio, con un marcado cambio de tono, preguntó:

—¿Ha leído usted los sonetos de Shakespeare? ¿Recuerda el soneto segundo?

Bien mirado, Javier debiera haber respondido que no lo recordaba, o, más bien, que no lo había leído; pero era una ocasión pintiparada para obtener sobre el lord una victoria en su propio terreno, y así, le respondió recitando con cuidado acento los primeros versos del soneto:

When forty winthers shall besiege thy brow

And dig deep trenches in thy beauty’s field,…

E inmediatamente se arrepintió, pero ya era tarde.

—Debí suponer que usted los sabía de memoria —dijo lord Arturo con entusiasmo—. ¡Y qué admirable acento inglés! No es un acento exacto, pero sí gracioso. Es… ¿cómo le diría yo?… el acento andaluz de nuestro idioma. Los ingleses de Gibraltar hablan como usted, con esa misma cadencia. Y a mí me gusta oírlo. ¿Me permite que continuemos esta conversación en inglés?

—Con mucho gusto —respondió Javier, y por segunda vez volvió a arrepentirse.

Ahora, lord Arturo hablaba en inglés, en purísimo inglés oxoniense, y su voz era más musical que de costumbre. También habíase sosegado la inquietud de su mirada, concentrada ahora sobre un punto elevado encima del lecho…

—El soneto segundo habla de la fugacidad de la belleza. El amor que tiene en ella su fundamento es igualmente fugaz: dura menos que la belleza misma. Pero tiene inconvenientes aún mayores, porque la belleza no reside jamás en una sola persona, sino en muchas, y así, esos enamorados sensuales al estilo de Antoine peregrinan de uno en otro mancebo o de una en otra muchacha, allí donde encuentran unos senos bonitos, unos ojos seductores o una gentil figura de atleta. Ellos llaman amor a lo que no es más que pervertida sensualidad. Porque no comprenden que el amor perenne se dirige siempre a lo espiritual, y que sólo así los placeres de la carne, al convertirse en expresión de un afecto, se dignifican y elevan, de su humilde y aun grosera condición, a complemento imprescindible de una totalidad sentimental perfecta.

Había apurado la copa de coñac, y añadía, al servirse otra:

—Tengo que referirme de nuevo a Shakespeare. En apariencia, su devoción es por una belleza física, pero no es así. Yo estoy convencido de que lo que Shakespeare admiraba y adoraba a la vez eran más las gracias espirituales traducidas por la belleza externa, que la belleza misma. Por eso sus palabras nos sirven todavía como las más exactas. ¿Cuáles mejores que aquellas del soneto veintitrés: «Aprende a leer lo que ha escrito un amor silencioso, que ver con los ojos concierne al sutil ingenio del amor»? Yo las encuentro admirables. No conozco ningún otro poeta que haya dicho nada más profundo con más bellas palabras. ¿Quiere usted repetir los versos? Me agradaría oírlos en su inglés gibraltareño, con esa su voz española, tan extraña.

Retrasó la respuesta. Su seguridad empezaba a zozobrar, conforme la conducta de lord Arturo se hacía más evidente.

—No puedo repetirlas. No recuerdo bien ese soneto.

—¡Es tan fácil! Son dos versos nada más. Escúchelos.

Los dijo nuevamente, con lentitud, marcando una pausa entre cada palabra.

—¿Será menester que los diga por tercera vez?

—¡Oh, no! Creo haberlos aprendido —rápidamente había encontrado una posible solución airosa—. ¿Son, exactamente, así?

Los dijo como lección de corrido, y la manera ligera, escolar y frívola de su dicción contrastaba con el cuidado que lord Arturo había puesto.

—Son y no son. ¡Querido amigo! ¿Es que no siente su pasión palpitante? ¿Es que esos versos no le dicen nada? Esperaba que pusiera en ellos todo su corazón, como lo puso hace un momento en los primeros que recitó.

—Le aseguro, milord, que los he dicho de la mejor manera posible. Si no pongo en ellos más emoción es que los encuentro poco emocionantes. Posiblemente, mi sensibilidad esté aún poco depurada, pero no comparto su opinión sobre esos versos. No me parecen ni tan profundos ni tan bellos. ¿Recuerda usted el soneto ciento treinta? «Los ojos de mi amada no son nada comparados al sol…» Me parece un admirable soneto, y lo recitaría con pasión perfecta.

Lord Stonebroke lanzó un suspiro breve y su mirada se hizo de nuevo errática.

—Comprendo.

De un sorbo apuró la segunda copa de coñac, intacta. Luego se puso de pie.

—Querido amigo, he abusado de su hospitalidad a unas horas imperdonables. Sólo a mí se me ocurre visitarle con esta inoportunidad. ¿He recordado, acaso, que ha hecho usted un viaje, que tendrá usted sueño? Lo veo ahora, en sus ojos llenos de fatiga. Debe usted dormir. Mañana, si hay ocasión, continuaremos esta conversación deliciosa. Le pido perdón, pero no olvide que he venido aquí a explicarle por qué pasé una hora pensando en usted y protegiéndolo. La conducta de Antoine es lamentable, pero ya sabe usted lo que dice Shakespeare en otra parte. ¿En el soneto ciento veintinueve? Creo que sí. En otro tiempo los tenía todos en la memoria, pero ahora me falla a veces. «El abandono del alma en un desierto de vergüenza, es la lujuria en acción…» ¿Es eso lo que dice? Sí, eso es. Quizás haya estado un poco duro con nuestro amigo. Pero ya pasó… No, no se levante. Está usted muy cansado, y debe reservar sus últimas energías para pensar un rato en su amada antes de dormirse.

Había llegado a la puerta. La abrió pausadamente, y antes de salir recitó, a modo de despedida:

Farewell! Thou art too dear for my possesing…

Y cerró rápidamente, de un golpe seco. No se oyeron sus pasos, ni la cabeza de Javier estaba para oírlos. Se levantó rápidamente. Echó la tranquilla a la puerta, y como cuando niño, durmiendo en la vieja casa de su abuela, sentía temores nocturnos, arrimó una pesada silla. Su frente sudaba y sus piernas acusaban un ligero temblor. ¿Qué pasaría ahora? Se le ocurrió pensar que en un rincón del pasillo esperaba Clotilde envuelta en una bata color malva, y que cuando lord Arturo hubiera marchado llamaría suavemente a pedirle cerillas para encender la vela o a contarle sus temores por la visita del inglés. Todo le parecía posible en aquel momento, y como si fuera la única manera de evitarlo, se arrojó en la cama de un golpe, apagó la luz de la vela y metiendo la cabeza bajo la almohada, con un esfuerzo apartó toda imagen, toda impresión, todo recuerdo. Por fin —pasado ya mucho tiempo—, logró dormirse.

11

Debía ser muy tarde cuando abrió los ojos. Un ruido le había despertado, pero no podía adivinar su procedencia. Estaba abierta la ventana y subían del jardín voces varoniles en un francés rudo e incomprensible. Seguramente todos se habían levantado y se le esperaba en cualquier parte. Se incorporó, y vio que no eran aún las ocho y media. En todo caso, una hora muy civil de levantarse. Iba a hacerlo cuando se repitió el ruido: nada más que unos nudillos en la puerta. Recordando sus aventuras nocturnas, sintió un escalofrío por la espalda.

—¿Quién es?

—Soy yo, Javier.

Era la voz de Magdalena. Respiró tranquilo y se rió de su temor injustificado. Envolviéndose en su bata, se levantó y abrió.

—Buenos días, Magdalena.

La muchacha sonreía en la puerta franca.

—Eres un holgazán. ¿Es que no vienes con nosotros?

—¿Con vosotros? ¿Adónde?

La pregunta era absurda: Magdalena vestía pantalones de montar y llevaba una ligera fusta en la mano.

—Arturo ha proyectado un paseo a caballo, y contamos contigo. Me ha enviado a buscarte. Tiene mucho interés en que seas de la partida.

«Lord Arturo —pensó— inicia su venganza.»

—Lo siento, Magdalena. No tengo ropas de montar.

Magdalena sonreía.

—No se me había ocurrido, y sin embargo, es natural. ¡Qué contratiempo!

Hablaba en el tono de una muchacha mundana.

—No debe preocuparte que no pueda acompañaros. No me faltarán diversiones durante vuestra ausencia.

—No pensaba en ti, sino en mí. Acepté contando con tu compañía, pero ahora no puedo volverme atrás.

Se había sentado en un sillón y con la fusta golpeaba las botas.

—Esta mañana —continuó— estás muy solicitado. El abate acaba de preguntarme por ti. Esperaba que le ayudaras a misa, y cuando le hablé de nuestro paseo no tuvo reparo en lamentarlo.

¿También el abate? Era inesperado aquel interés por tenerlo de monaguillo. Seguramente esperaba una disculpa o cualquier añagaza con que disimular su ignorancia de los servicios acólitos.

—Le daré por el gusto al abate —respondió.

—Tendrás que apresurarte. La misa es a las nueve, y mi tía no acostumbra a retrasarse.

—Procuraré ser puntual.

Creyó que con estas palabras Magdalena marcharía, pero no hizo el menor ademán. Seguía golpeando la bota con la fusta, y por la abierta ventana miraba a la lejanía. Él entró en el cuarto de baño, y cuando iba a cerrar la puerta dijo ella:

—Si cierras no podremos hablar.

Dejó un resquicio por el que pudiera escucharla.

—Voy a estar fuera toda la mañana, soportando a Clotilde y a su marido. Necesito prevenirme contra el fastidio. ¿No comprendes que lo pasaré muy mal? Con la mejor voluntad, no puedo tolerarlos.

Él casi no la oía, llenos de agua los oídos, pero le pareció incorrecto invitarla a que repitiera sus palabras. Con los ojos cerrados bajo la ducha, prefería recordar su figura, vestida de amazona. Llevaba el pelo suelto sobre los hombros y ninguna pintura en el rostro. Por un espejo veía su melancólico perfil y los labios moverse, diciendo palabras que él no oía. Sin que pudiera explicárselo, sintió una gran ternura, inexplicable a aquellas horas matinales.

Ella seguía hablando. Quizá se daba cuenta de que él no la escuchaba. Recogía palabras sueltas, trozos de frase, pero sin que con ellas pudiera recomponer el sentimiento o la idea que las había impulsado. En muy pocos minutos estuvo listo, y volvió a la habitación. Ella se había acercado a la ventana y, vuelta de espaldas al exterior, lo miraba en silencio. Luego le dijo:

—¿Estás descontento?

¿Por qué había de estarlo? Era una pregunta inexplicable.

—Estoy arrepentida de haberte invitado aquí, y siento haberte obligado al trato de gentes tan desagradables.

—Me parecen deliciosas y divertidas. ¿No estás exagerando, Magdalena?

—Yo las encuentro odiosas, sin excepción.

—En ese caso, Magdalena, ¿por qué te has arrepentido? Has hecho lo mejor.

Salían, y ella se colgó de su brazo.

—Ninguno de los dos pasará un fin de semana agradable. Yo, cabalgando por las praderas mientras Arturo hace del paseo una carrera de Longchamps y exhibe su habilidad en el salto. Tú, entregado a la compañía del abate, que arde por comenzar vuestra desdichada discusión. Ni tú te olvidarás de tus congojas ni yo de las mías, y para esto, mejor estábamos en París.

—Te aseguro que no me desagrada la perspectiva de una disputa con el abate.

—En todo caso, me desagrada a mí.

Al pie de las escaleras esperaba lord Stonebroke, admirablemente vestido. Y la cara que puso al ver a Javier con un traje corriente era de fingida sorpresa.

—¡Mi querido amigo! ¿Es que no viene usted con nosotros?

Javier explicó que había dejado en España su traje de montar.

—Es un contratiempo inesperado, pero desagradable. Estoy seguro de que es usted un admirable jinete, y pensaba desafiarlo.

—Por el contrario, soy un jinete desdichado, y no hubiera podido aceptar su desafío.

—Me parece la suya una modestia muy poco española, pero no me convence. ¿Por qué quiere usted privarnos del espectáculo de verlo como magnífico centauro? No es ya nada corriente, puede creerme. Yo tenía una cierta ilusión puesta en usted…

Y de pronto, con un interés ingenuo:

—¡Oh, perdóneme! Me había olvidado de preguntarle qué tal pasó la noche. Pero supongo que muy bien, porque en este castillo no hay fantasmas.

Entraba el abate, y su saludo evitó a Javier los peligros de una respuesta difícil. Venía muy contento al saber que no formaría parte de la excursión, porque aquella mañana había contado con él para ayudarle a misa. Y cuando Javier le respondió que no tenía inconveniente observó en su mirada una ráfaga de sorpresa.

—Me resuelve usted una situación difícil, porque mi acólito habitual está ausente. Muchas gracias. ¿Querrá usted comulgar? La señora condesa lo hace diariamente, y puede usted acompañarla.

Por fortuna, halló una respuesta airosa:

—Lo siento mucho, pero he bebido un vaso de agua. ¡Si usted me hubiera prevenido…!

Llegaban los caballos, conducidos por dos mozos de cuadra. Eran dos bayos y dos caretos de magnífica estampa, y de los cuatro, el más inquieto piafaba, tascando el freno. Lord Arturo lo cabalgó sin titubeos, y al montarlo, el caballo, después de una ligera protesta, quedó sumiso.

—¿Vamos, Magdalena? Clotilde y Antoine nos esperan en el jardín.

Disimuladamente, Magdalena le apretó la mano, y montando, marcharon. Llevaban de las riendas los caballos vacantes, y al doblar la esquina del castillo, Magdalena le hizo postrera señal con la fusta.

—Es una chica encantadora, Magdalena —decía el abate—. Encantadora y un poco extraña.

Había en sus palabras un retintín molesto.

—¿Usted cree? Por el contrario, me parece una mujer de admirable normalidad.

Sonaba la campana, y fueron hacia la capilla. Por el camino procuraba recordar, si no todas las palabras, por lo menos los ritos del oficio. Se entregó a su suerte, esperándola favorable.

Y no fue mala, aunque fuese peregrina. Después de la misa, que pasó meditando argucias y complejidades que proponer al abate, asistió a un curioso torneo de cortesías entre el clérigo y la condesa, ella dispuesta a pasear por el bosque, él partidario de la entrevista en la biblioteca. Mientras hablaban, con dengues y donaires del mejor estilo francés, Javier, espectador, no sabía si tenerse por importante personaje a quien se ofreciera el espectáculo, o bien como puro pretexto para que el eclesiástico y la dama ejercitasen matinalmente el ingenio como quien ejercita los músculos luego de lavarse. Y por fin venció el cura, acaso por su profesional entrenamiento dialéctico, y Javier se fue con él hasta la biblioteca, donde, en su honor, la previsión del capellán había dispuesto un chocolate a la española, espeso y con picatostes. La dama, al ceder a su huésped, había puesto una condición: no discutir de «aquel desagradable tema de la guerra española»; y al sentarse ante el desayuno, Javier escuchaba de su compañero irónicas lamentaciones; porque sin su poquito de apasionamiento —y nada en estos tiempos apasiona tanto como la política— el coloquio perdería, si no la sal, el coraje. Pero Javier había imaginado nuevos cauces para la conversación, y mientras se desayunaba la encaminó hacia ellos, sin que el abate pareciese darse cuenta. Javier estaba encantado, porque creía haber hallado un tema en el que, partiendo de un terreno aparentemente común —el catolicismo—, llegarían a posiciones extremadas y divergentes, en las que el abate no tendría opción sino entre una pirueta intelectual en la cuerda floja, o bien la confesión sincera de su impotencia. Poco a poco, con cautela y buena estrategia, expuso Javier la crítica situación espiritual del católico moderno; la batalla planteada entre el corazón creyente y la cabeza clarificada por la cultura entre la fe sentimental y ciega y la inteligencia despierta: tremenda agonía descrita con las tintas más dramáticas y expuesta con recuerdos unamunescos como base. Estaba elocuente y hasta patético, comprobando para este nuevo matiz de su fingimiento inéditas condiciones. Y el abate lo escuchaba con atención curiosa, como quien se asoma a un mundo inesperado y divertido. No interrumpía, ni tampoco respondía, y por un momento tuvo Javier la impresión de que actuaba de examinando ante un juez impasible, en cuyos ojos se empeñaba en descubrir relámpagos de ironía. Pero contra ella, como supremo recurso, aumentaba el patetismo, llegando a personalizar todas las antinomias modernas de que tenía noticia, hasta la gran antinomia del espíritu y la vida. Y sentía cada vez mayor deseo de escuchar las argucias teológicas de la vieja escuela católica, aunque fuesen de la mejor escuela francesa, con que el abate saldría del aprieto en que le creía metido. Pero el abate, cuando Javier concluyó, sonreía francamente, y su respuesta, ágil y afilada como un cuchillo, la hacía con argumentos puramente temporales: aquellos problemas expuestos por Javier, que indudablemente padecía una gran parte de la juventud europea, eran la consecuencia final de la lamentable aventura del espíritu: el traspaso de las actividades intelectuales, y casi su monopolio, primero a la burguesía, después a hombres de las capas sociales más bajas. Por lo que fuera —el abate no entraba en historias—, el genio intelectual se producía, desde siglos atrás, en hombres poco o nada señores; y, manejada por la ordinariez, la cultura se veía prostituida por problemas que sólo hombres resentidos, o de espíritu y corazón torpes, proponían. Un gran señor se entregaba a la fe o a la incredulidad alegremente y con valentía, y vivía en consecuencia; una sociedad regida por señores, llevaba en su espíritu la impronta del gran estilo. Pero el mundo, dominado por el espíritu mezquino de las clases medias, o el rencor de las clases bajas, sólo monstruos podía producir. Y culpaba a Alemania y a su cultura, burlándose de Kant, que había vivido virgen y solitario para escribir libros absurdos en la peor prosa conocida, como si la Crítica de la Razón pura valiese la pena de una virtud y un sacrificio que Dios no agradecía; y de Hegel, cuya figura tosca describía; y de Goethe, que no era más que un esnob genial, acogido a una corte de opereta para satisfacer las pequeñas vanidades sociales que un nacimiento oscuro hiciera germinar en su alma.

—¿Usted conoce —decía— la vida de Renán? Vea usted en ella el calamitoso ejemplo de un hombre de gran inteligencia y mala educación, con virtudes, pero sin virtud, dueño de una gran prosa, pero deslumbrado por la cultura alemana. Hubiera sido un gran escritor y un obispo mediocre, porque era un pequeñoburgués y el gran estilo de vida le era desconocido. Apostató, y con la apostasía nos dejó unos cuantos libros científicos que a nadie importan ya, por muy bien escritos que estén, y el testimonio de su cobardía en las memorias que escribió para justificarse. Si Renán hubiera nacido duque en otro siglo, hubiera igualmente descreído y su alma se hubiera perdido; pero sus libros, con igual hermosura, serían ejemplo de la grandeza que alcanza un hombre que se aparta de Dios.

El abate desdeñaba como problemas de espíritus aldeanos todo cuanto cabía dentro del vocablo «modernidad», así en el pensamiento como en el arte. Sólo muy contados hombres, franceses o ingleses generalmente, se habían salvado del aplebeyamiento general. Sólo muy contadas mentes eclesiásticas —añadía— participaban de esa salvación. La necesidad de combatir en el mismo terreno había llevado a muchos pensadores católicos a pactos y concesiones mínimas que él no justificaba. Pero si le dolían en los sacerdotes católicos, mucho más le dolían en el clero francés, del cual esperaba la última palabra.

Apabullado por aquella respuesta, para la cual no tenía controversia, Javier se atrevió a preguntar por la participación del abate en la contienda. Esperaba las referencias a cualquier obra inédita y admirable que, al ser conocida, llenaría de claridad y paz las perturbadas almas europeas; pero el abate, sonriendo, le respondió:

—Yo no participo en modo alguno, ni casi tengo, como usted habrá podido ver, más que ligeras referencias. Yo vivo encerrado en este castillo, y como ya soy viejo y la cabeza me flaquea, me entrego a entretenimientos pueriles, propios de mis años. ¿No lo cree usted? ¡Oh, debe usted creerme! Desde hace mucho tiempo no leo más que mi breviario y una enciclopedia extranjera, por la cual me entero de todos esos cachivaches tan divertidos que la civilización lanza al mundo y que el tradicionalismo excesivo de mi prima nos prohíbe en el castillo. Aquí, por ejemplo, carecemos de una radio; y, ¿ha visto usted nada tan cautivador como una radio? No para escucharla, naturalmente; pero saber que habla en América uno de esos vikingos rubios y que yo puedo escucharle desde este asiento, me parece maravilloso.

Javier se confesó vencido, y sintió su corazón esponjarse de gratitud, porque el abate, en vez de regocijarse en el triunfo, remataba señorilmente su vapuleo con una ironía. Respondió con una ingeniosidad y el coloquio resbaló por la pendiente amable del esprit y la causserie.

12

Magdalena vino a rescatarlo de aquella conversación, que le parecía ya una pesadilla. Estaba agitada por la cabalgada, y su cabello caía ahora sobre la espalda más despeinado que por la mañana.

—Acabo de enterarme de que la condesa ha ido al pueblo y de que no almorzará con nosotros, y esto nos redime de la etiqueta. No me importa lo que harán los demás. Tú y yo nos iremos ahora mismo al parque. Tengo que hablarte.

Lo llevó a un lugar profundo y sombrío, bajo unos árboles por los que el sol se filtraba con dificultad. Tiró la fusta al suelo y se sentó.

—A mi lado, Javier, hay un lugar para ti.

Él se sentó también.

—Te escucho.

—Antes que nada, ¿has discutido ya con el capellán?

—Me he limitado a escucharle. Pero si te refieres a nuestra disputa sobre la guerra, no se ha celebrado. La condesa le ha prohibido repetir el debate. Lo siento.

—Yo, no. Le agradezco a mi tía su previsión.

—No he perdido, sin embargo, la mañana. El abate es un sujeto interesante. Lo he escuchado con inquietud, pero con interés. En España llamamos a esta clase de hombres «un bicho raro».

—Yo tengo que hablarte también de otro «bicho raro».

—¿Arturo?

—Me ha pedido que me case con él.

Javier abrió los ojos de una manera tan desmesurada, que Magdalena rompió a reír.

—Ahora me explico la carcajada de Arturo. Mi cara debió de parecerse a esta que pones ahora.

Le pidió una explicación más detallada.

—Hacía un rato que cabalgábamos, un poco retrasados de Clotilde y de su marido. No había dejado de hablar de ti, imaginando que eras un excelente jinete, aunque yo me empeñaba en convencerle de que no sabes montar; él no lo creía: «Tu amigo, Magdalena, es un delicado farsante.» Yo le pedí que me lo explicara, pero en aquel momento pasábamos junto a un cercado de vallas. «¿Te atreves a saltarlas?», me dijo. No eran muy altas, y le respondí que sí. «¡Eh, Antoine! Magdalena y yo vamos a saltar un poco.» Ellos respondieron que continuaban, y se alejaron. Penetramos en el prado y saltamos las vallas varias veces, por los lugares más altos. Confieso que lo hizo admirablemente. Yo me caí una vez, pero sin consecuencias. Después volvimos al camino. Ya no se veían Clotilde ni su marido. «Me proponía quedar a solas contigo, Magdalena, y siento que para conseguirlo hayas tenido que caerte.» «Fue una caída afortunada —le dije yo—. ¿Y a qué se debe esta cautela? En cualquier parte has podido hablarme a solas.» «No fue premeditado —me dijo él—. Se trata de una ocurrencia momentánea. Quiero decir que es momentánea la decisión; la idea la tengo hace mucho tiempo.» Yo empezaba a intrigarme. «Dímelo ya.» Sin frenar el caballo, me respondió: «¿Quieres casarte conmigo?» Yo me quedé paralizada por la sorpresa, y él rompió a reír. «Comprendo que es un poco inesperado, porque no he tenido la precaución de hacerte la corte. Perdóname el olvido.» Yo estaba perpleja, y no acertaba a responderle. Él añadió: «No es indispensable que me des ahora la contestación. Quiero, simplemente, que me tengas por tu pretendiente.» Habíamos puesto los caballos al paso, y a pesar de eso yo temía caerme de la silla. Le rogué que me ayudase a apearme. «¿Estás emocionada? No me lo explico. Te tengo por una muchacha juiciosa, y la cosa no es para perder el seso.» Yo empezaba a recobrarme, y le respondí con una tontería. Llevábamos los caballos de las riendas. «Conviene que te dé una explicación, Magdalena. No me gusta hacer trampas en el juego, y en éste menos. No te mentiré diciéndote que estoy enamorado de ti.» No me sorprendió esta declaración, pero me hubiera sorprendido la contraria. Se lo agradecí. «Tampoco estoy enamorado de ninguna otra mujer, pero necesito casarme, y las muchachas inglesas no me sirven.» Le pregunté por qué. «Es una larga historia, pero te la contaré abreviándola. Yo tengo una cuestión personal con el Estado inglés, al igual que otros pares de aristocracia antigua. Los laboristas la han tomado con nosotros y quieren dificultarnos la vida. Ser rico es, al parecer, un delito, y vivir de cierta manera, delito doblado. El Estado se propone acabar con nosotros a fuerza de impuestos, y yo estoy decidido a no dejarme vencer. He hecho mis cálculos, y suponiendo un aumento progresivo del veinte por ciento anual en la tarifa de impuestos, creo que tengo dinero para vivir fastuosamente durante treinta años. No pienso durar tanto tiempo. Los demás pares venden sus casas de campo, trabajan en la industria y hacen vida burguesa. Pero unos cuantos nos hemos juramentado para no claudicar. Desde la muerte de mi padre, Stonebroke Manor estaba cerrada. Quisiera inaugurarla la próxima estación, y para ello necesito estar casado. Pero yo no estoy muy conforme con las mujeres inglesas. Tienen un crecido número de virtudes, pero no saben vestir. He repasado cuidadosamente las probabilidades de elegancia de mis primas casaderas, que son un montón de ellas, y ninguna me convence. Además, las mujeres inglesas se marchitan en seguida. Es posible que su belleza sea más espiritual que la de las continentales, pero es más efímera. Hace ya tiempo que decidí casarme con una francesa, y entre ellas, ¿quién mejor que tú? Me conoces hace ya bastante tiempo y sabes cuáles son mis defectos. Yo creo conocer los tuyos, y sé que nos llevaríamos bien. Por lo demás, dejaré las condiciones a tu arbitrio. Te adelanto que gozarás de toda la libertad que quieras. Esto no te pondrá en el desagradable trance de un divorcio como el de mi madre. Me disgustan los escándalos de sociedad. Por lo demás —continuó—, no es un matrimonio desigual. Mi familia data de la cruzada del rey Ricardo, y la tuya es más o menos contemporánea. Algún Stonebroke casó con mujer francesa cuando la guerra de los Cien Años, y acaso después. El nombre de Stonebroke tiene muy buena reputación: somos excelentes jinetes, buenos jugadores y deportistas. No se recuerda de ninguno que haya pegado a su mujer, ni nada parecido (ya sabes que esas malas costumbres suelen ser atávicas). Y en cuanto a la diferencia de religión, no creo que nos importe, porque ni tú ni yo creemos en Dios.» Después siguió hablándome de su concepto del matrimonio, de que sólo necesitaba un hijo para heredarlo y no sé qué cosas más. Afortunadamente, Antoine y Clotilde habían decidido esperarnos. Al verlos cambió de conversación.

Javier la había escuchado sonriente. Al terminar le preguntó:

—¿Y qué piensas responderle?

—Que no, naturalmente. ¿Podías esperar otra cosa? ¿Cómo voy a casarme con un hombre al que no quiero?

—Creo haberte oído decir que no se trató para nada de amor.

Magdalena se puso seria.

—Me parece, Javier, que sabes a qué atenerte respecto a mis proyectos de vida.

—No me gustaría que hablásemos ahora de eso, sino de lord Arturo. Hay algo que no te he contado y que cuando lo sepas te explicará esa declaración tan repentina. Pero antes de contártelo quisiera que me dijeras una cosa. ¿Qué clase de preguntas te hizo acerca de mí? ¿Qué cosas dijo?

—No recuerdo que fuera nada de particular. Y sólo me ha parecido una pequeña burla su insistencia en no creer que no sepas montar. Para lord Arturo, un hombre que no monta a caballo es un ser inferior. Supongo que para mostrarse superior a ti se empeñó en saltar aquellas vallas.

—¿Y nada más?

—No. Nada más.

Javier se detuvo un momento, preparando un efecto teatral.

—Magdalena, anoche tuve un incidente con lord Arturo. ¡Oh, no te asustes! No llegamos a nada desagradable. Él tiene los nervios bien templados y yo todavía conservo dominio sobre los míos.

Ahora, Magdalena se había convertido en una muchacha interrogante y angustiada, a la que Javier refería sus dos visitas nocturnas.

—Supongo, con fundamento —añadió cuando hubo concluido—, que te cree la muchacha de quien estoy enamorado. Necesita vencerme. De ahí su empeño en verme cabalgar. ¡Cómo la hubiera gozado al triunfar como jinete frente a mí! Al no lograrlo quiso triunfar como hombre, y por eso te pidió que te casaras con él. No creo que, de otra manera, te lo hubiera pedido nunca.

Magdalena le había escuchado con la cabeza entre las manos, ensombrecido el rostro.

—Tengo muy mala suerte contigo, Javier. He querido que pasaras unos días gratos y divertidos, y sólo te he procurado inconvenientes. Estoy avergonzada. Siempre sospeché que Arturo tuviese esas costumbres, pero sin esperar de su osadía que se atreviera con un huésped de mi casa, y menos con un amigo mío.

—Eso no tuvo importancia. Sirvió para aclarar nuestras relaciones. Ahora todos sabemos a qué atenernos.

—Pero es que ahora tu estancia entre nosotros será desagradable. Te tendrás que marchar.

—¿Por qué? Por el contrario, tengo ahora más deseos de quedarme. Prescindo de tu primo, que es un afeminado vulgar. Pero con lord Arturo aún no he terminado. ¿No lo comprendes? Ahora es cuando necesito vencerlo. Pienso lograrlo, con tu ayuda.

—Una partida la tienes ganada. Esta misma tarde le diré que no me casaré con él.

—No creo que le baste. Necesitará inventar cualquier cosa para humillarme, y yo espero que no lo consiga. En otras circunstancias quizá me retirase, pero a mi orgullo se une ahora un poco de orgullo nacional. Estoy cansado de que me tengan por ciudadano de un país de novela. Ese abate se ha cansado de decírmelo esta mañana de todas las maneras posibles. Y ya recuerdas lo de anoche. ¡Qué diablo! Creo que un español, después de todo, puede pasar por el mundo sin que se le mire como escapado de un museo de cosas raras.

Magdalena le miraba sonriente.

—Me gusta que hables así. Después de todo, yo no creo que seas una cosa rara por ser español. O sí, quizá lo seas. Voy pensando que tienen razón los periódicos cuando dicen que a vosotros os quedan algunas de las virtudes que han perdido los europeos.

—Por lo menos, no creo que muchos españoles se casaran con una mujer ofreciéndole de antemano toda la libertad. Supongo que lo habrás interpretado como yo lo interpreto. Y en cuanto a la manera de conquistarte, ¡qué diablo!, no creo necesario hacer exhibiciones hípicas. Cuando nos disputamos a una mujer en España, todavía sabemos hacerlo a puñetazos.

—Arturo es más fuerte que tú. Y será un buen boxeador.

—Si llegase el caso, no estoy seguro de su triunfo. Algunas veces la furia española ha podido más que la frialdad inglesa. Y todavía tengo a la pasión por superior a la técnica.

Entonces aconteció algo inesperado. Magdalena se arrodilló, le puso la mano en los hombros y lo miró fijamente.

—Te quiero, Javier —dijo en español.

Y sin que él pudiera evitarlo ni retenerla, le dio un beso en los labios y huyó por la floresta. Cuando Javier se recobró ya se había perdido de vista.

No volvió a verla en el resto del día. Almorzó a solas con el abate y en la sobremesa se retiró a su cuarto. Le hubiera gustado dormir, para evitar la soledad, en que se sentía minado cada vez más; pero no pudo. Tres horas estuvo tumbado mirando para el techo, sin que su voluntad pudiera imponerse a sus potencias. Era lo de siempre. La memoria rebelde mantenía sus labios candentes.

A las cinco bajó a tomar el té. Había regresado la condesa, y de los huéspedes sólo faltaba Magdalena.

—La señorita me encarga que le diga que hoy no bajará a merendar. Se encuentra mal.

Era el mayordomo el que lo decía.

—¿Tiene jaqueca, Magdalena? Mucho me temo que sea por mi culpa. La hice saltar demasiado esta mañana.

Hablaba lord Arturo, con una sonrisa burlona. Una pregunta de la condesa provocó un largo relato de las aventuras hípicas de aquella mañana. Magdalena estaba a punto de convertirse en una gran amazona. Pero Javier sabía que todo aquello era mentira.

Le invitaron a una partida de golf, que aceptó. Clotilde se mostraba amable e ingeniosa y su marido indiferente. Arturo había marchado a la biblioteca. No salió de ella hasta la hora de cenar. Después que la condesa se hubo retirado, jugaron al bridge: al final salió perdiendo.

—¿Suele usted tener tan mala suerte siempre que juega? —le preguntó lord Arturo cuando marchaban.

—Juego muy pocas veces, y no puedo decir que mi suerte sea fija. Unas veces gano y otras pierdo.

—¿Le gusta el bridge? ¿O prefiere esos horribles juegos americanos, en los que no hace falta tener inteligencia?

—Si se refiere usted a los que requieren corazón, naturalmente que los prefiero.

—Me gustaría una partida de póquer con usted. Podíamos jugarla a espaldas de la condesa una noche de estas. Ella, naturalmente, no lo permitiría.

—No tengo inconveniente. Cuando usted quiera.

Subió a su cuarto, encendió la vela y se sentó junto a la cama. Ya sabía en qué términos se desarrollaría su contienda. Hizo recuento del dinero. Tenía algo más de quince mil francos, y si sus cuentas eran exactas, una cantidad casi igual en el banco.

Pensó:

«Es muy poco dinero. Él es millonario en libras.»

No era un buen jugador de póquer. Sus últimas partidas las había jugado años atrás, siendo estudiante. No recordaba haber ganado demasiado, pero si recordaba haber perdido.

«Será un problema de cara dura. La tenemos los dos por igual, y en igualdad de condiciones, resolverá la suerte. Pero es muy probable que me quede sin dinero.»

No era una situación demasiado favorable. Si pedía dinero a América, tardaría, por lo menos, una semana en llegar. Y no sabía lo que sus representantes en la Argentina podrían mandarle. Nunca sería demasiado. Hizo propósito de reservarse un par de miles de francos, pero arriesgaría lo demás.

—No creo que sea demasiado trágico vivir como los demás estudiantes. ¿Qué sé yo lo que la vida me reserva? Una experiencia de pobreza no me vendría mal.

Iba a desnudarse cuando sintió un ruido como de papel rozándose contra el suelo. Alguien introducía trabajosamente un sobre por debajo de la puerta. Permaneció quieto y en silencio. El sobre, venciendo las dificultades, estaba en la habitación. Algo parecía escrito en su blancura, pero no podía adivinarlo, ni menos reconocer la letra. Quien lo hubiese llevado estaría todavía junto a la puerta. Quizás escuchando. Dejó pasar unos minutos antes de recogerlo. Las suposiciones pasaban veloces por su imaginación. ¿Magdalena? ¿Antoine? ¿Lord Arturo?

Por fin se decidió, y acercándose con pasos quedos recogió el papel. Había un nombre escrito: Javier, y era letra de Magdalena. Respiró tranquilo.

Era una carta.

«Querido Javier: Soy una muchacha incorregible, y todos los reproches que puedas imaginar me los merezco. Pero cállatelos todos, porque he pagado mi falta con un día de penitencia, que yo misma me he impuesto. De todos los de la casa, tú sólo habrás adivinado la verdadera causa de mi enfermedad.

»Ahora he decidido perdonarme, y te escribo para que lo sepas. Hace falta también que me perdones tú. Lo has hecho tantas veces, que una más no te será muy difícil. ¿Cuento con tu generosidad?

»¡Y, por favor, no hagas juicio alguno sobre mi conducta! Yo misma soy incapaz de juzgarme. Sólo sé que alguna vez en la vida dejo de ser dueña de mí. Tu mala fortuna quiere que sea cuando estamos juntos; pero, por suerte, no han sido demasiadas veces.

»Querido Javier, he pasado un día horroroso. ¿Qué habrás hecho tú solo en medio de estas gentes desagradables? Me parece que, entre otros, tengo el deber de tutelarte, y por hoy he abandonado mi deber. Me preocupa Arturo. Ha tenido la osadía de enviarme unas letras por el mayordomo. “No me parece, Magdalena, que mi proposición haya sido la causa de tu enfermedad; pero si es así, estoy sinceramente arrepentido de haberla hecho tan inesperadamente. Podemos arreglarlo. Dala por no recibida, y te haré el amor por sus pasos contados. Así será menor la sorpresa.” ¿Has visto cinismo semejante? Me haría falta una experiencia de que carezco para burlarme de él satisfactoriamente, pero tendré que contentarme con una negativa vulgar. ¡Cómo le odio!

»Me vienen ganas de contarte todas las cosas que he pensado durante el día, pero tampoco debo hacerlo. ¡Siempre el deber!

»Quiero que leas esta carta antes de acostarte. Estoy viendo tu luz desde la ventana. ¿No sabes que puedo verte, si quiero? Temo que la apagues mientras llego. Adiós.

»MAGDALENA

Leyó la carta otra vez. Y luego una tercera: lo hacía por frenar el deseo de abrir la puerta y sorprender a Magdalena escuchando o en espera de aquella reacción. Dejó por la mitad la tercera lectura; salió al pasillo, pero ella se había marchado.

13

¡Si el hambre fuera como el amor, que se alimenta de imágenes y halla en el sueño cabal ventura! Entonces él no se hubiera despertado. Seguiría durmiendo hasta muy entrada la mañana, hasta que un hombre con chaleco rojo y cabello como barbas de maíz entrase a decirle que era muy tarde, o que el desayuno quedaba en una bandeja sobre la cómoda, o así. Pero el hambre nocturna es como una llamada insistente, contra la que no vale tapar oídos. Empieza a golpear en el estómago y a disponer de los sueños como señora, ordenándolos todos hacia contenidos favorables que, sin embargo, nunca llegan a serlo. No hay sandwichs de pepino más inconsistentes que los sandwichs de pepino con que se sueña. ¿Y eso por qué? Las mujeres de los sueños están formadas de idéntica materia, y, sin embargo, sus palabras dejan un dulce recuerdo y sus caricias una efectiva satisfacción. De nada vale que se incorpore al sueño la conciencia de que se está soñando, de que todas las imágenes son falsas y de que, por lo tanto, no vale la pena despertarse: queda el ruidoso golpear del estómago, que agranda su sonido hasta parecer una campana increíble, contra la cual no vale la voluntad de seguir durmiendo. Hay que abrir los ojos para que calle.

Y entonces sobreviene un dulce silencio. Un silencio hecho de ausencia de sonido y ausencia de luz, un silencio que fuera a medias oscuridad. Son inútiles los ojos y los oídos. Las estrellas han escapado del cielo y en las maderas se han muerto las polillas. Nada cruje, todo está envuelto en una atmósfera de algodón que se mete por las orejas y llega a paralizar los miembros. Sería una dulce quietud si el estómago no volviese a despertarse.

Normalmente, el estómago se porta bien. Habiendo hecho cuatro comidas, la hora razonable es a las ocho de la mañana, y aun así, procede de muy diferente manera. Se despierta como un niño que ha dormido bien o como una mujer hermosa y limpia que nos mira con ojos color de miel, un poco asustados de la luz. Es, en todo caso, un agradable despertar, que con la espera llena de seguridades se hace más agradable. El desayuno es como ir a la ópera a escuchar un programa conocido: el café tiene tal sabor, y este otro el pan tostado, y este tercero las frutas maduras, y la mantequilla, y la mermelada, y el bizcocho, Son sabores experimentados que, sin embargo, guardan un tesoro de matices inéditos que nos revelan parcialmente cada día. El placer esperado se reparte entre lo conocido y lo incógnito. Él piensa que algo así debe de ser la convivencia con la esposa, cuyo sabor general se adquiere pronto, pero que guarda también un tesoro de inediteces que regala, con pequeña medida, una noche y otra, un despertar y otro despertar, así, hasta que el amor se agota con los años. Y cuando el tesoro se agota antes que el amor, ¿cómo será la convivencia? Pero si guarda riquezas infinitas, aun después que el amor se acabe será agradable mantenerse a su lado, viendo cómo inventa inesperadas expresiones hasta que lo da todo, todo. Si no se muere antes.

Pero ahora hay que atravesar esta masa de algodón oscuro que envuelve los ojos y los oídos y mantiene inmóviles los miembros, como los de un muñeco embalado. Hace falta un gran esfuerzo. ¡Todo el peso del mundo gravita sobre esta mano que ha quedado fuera del embozo, tendida sobre la colcha a lo largo Sel cuerpo! Parece como si el tiempo fuese arrancando el peso con lentitud, un kilo cada siglo, y al cabo de los siglos la mano se viese desembarazada. Entonces es fácil levantarla. Pero ¿para qué? En tanto tiempo todo se habrá desmoronado, polvo las piedras, polvo los hombres. Por eso es tan grande el silencio. El mundo es un pasado remoto, y él la conciencia ambulante por los espacios desnudos. No es su brazo el que tantea en las sombras, sino la conciencia de un brazo que ya no existe.

Y si es así, ¿por qué golpea el hambre en el estómago? El hambre vive dentro del tiempo, es delicada y efímera. Y sus efectos, irremediables: mata muriendo, como se cuenta de ciertos animalillos inferiores y de ciertos héroes. Pero es una garantía de que se vive. Cuando el estómago golpea hay la seguridad de que todo lo demás es ilusión: no hay espacio desnudo, ni conciencia ambulante, ni nada de eso; hay un hombre tendido y perezoso cuya mano busca en la oscuridad. Por el hambre se abandona el infinito y se regresa a las cosas reales, a las cosas con peso, forma y color. Ahora, a una habitación donde él ha estado durmiendo y en la que siente un hambre totalmente injustificada.

La mano sigue trazando círculos de radio cada vez mayor. No sabe el tiempo que tarda en tropezar con un mueble próximo. Acaricia el perfil hasta reconocerlo. Allí, junto al borde, ha quedado un encendedor. Con un esfuerzo más lo alcanzará. Y si consigue encenderlo se habrá redimido totalmente del infinito.

Prende la llama, rojiza y vacilante. Ya puede incorporarse y encender la vela en el pabilo. Le hubiera gustado seguir durmiendo.

Saltó de la cama, y después de ponerse la bata hizo un esfuerzo por orientarse, pues si bien sus ojos distinguían todos los objetos, la conciencia seguía rezagada, quizás acomodando al límite la anterior experiencia de infinito, y no reconocía las cosas como tales. Empujado por el apetito, se acercó a la alacena donde sabía que una bandeja de plata cubierta de encaje antiguo contenía comestibles: era lo único que se clarificaba, mientras el resto de su experiencia humana se mantenía en las sombras.

Había sandwichs de pepino, los mismos sandwichs de pepino con los que había soñado, un plato de fiambres y una botella de borgoña. Comió con verdadera voracidad, bocados grandes y anchos, que ahogasen el sonido desagradable del hambre. Y luego bebió, sin respirar, un vaso grande de vino, y fue entonces cuando el sonido se trocó en calor, un calor grato y centrífugo que se trasmitía al tórax y al abdomen con lentitud y seguridad, hasta calentarlo todo, y que cuando alcanzó la cabeza lo despertó por completo.

Se acercó a la ventana y contempló el jardín —la mancha oscura donde antes estaba el jardín— y la vecina fachada del castillo, confundidos en la negrura universal. Poco a poco fue recordando las formas y perfiles. Enfrente estaba el grupo de álamos en medio del césped, y al fondo, el bosque, y a la izquierda, a tal altura, la esquina del castillo, que subía recta hasta una línea de almenas cegadas, y remataba en lo alto por la torrecilla cilíndrica y su aguda caperuza. Y después, los techos de pizarra que subían inclinados hasta la crestería de piedra.

Antes, las ventanas. Tres ventanas en el piso bajo, poco alzadas del jardín, y otras tres en el principal, y otras, más pequeñas, con vidrios emplomados, en el segundo piso, a la altura de las suyas. Una de ellas estaría abierta, y detrás dormía Magdalena. ¿Cuál era? Ella estaría en una cama como la suya. ¿Soñando? Quizá sí. Pero si estaba despierta se habría levantado al ver luz en su ventana, y lo estaría mirando. Vería su silueta contra la luz, sombra nada más. Pero él podía dotar a la sombra de un rostro, aunque no por mucho tiempo: si encendía un cigarrillo, el encendedor le iluminaría la cara, y aun después, cada vez que chupase del pitillo, una pequeña lumbre le daría escaso resplandor. Si ella estaba despierta, haría lo mismo, y la vería también.

Pero en ninguna de las ventanas se hizo la luz, ni aun la efímera de una cerilla. Estaba durmiendo. No había entre ellos más que el aire, una masa elástica de aire en la que estaban sumergidos y de la que, cada uno en un lado, aspiraban rítmicamente.

Podía llamarla, en voz baja primero, y si no respondía, en voz más alta, hasta que respondiese. Pero ¿y si le oían? No sabía qué habitantes tenía aquel ala del castillo, y hasta aquella noche había ignorado en qué parte dormía Magdalena. Y si ahora lo sabía, era muy vagamente.

Un aire fresco lo estremeció, y sin ganas de acostarse buscó calor en el vino. Un vaso más. Y otro cigarrillo. No había para qué volver a la ventana, porque ella no acudiría a la suya. Pero tampoco tenía sueño. Miró el reloj: eran cerca de las cuatro.

Se acostó sin apagar la luz. Sobre la mesa, junto a la vela, estaba la carta de Magdalena. Podía cerrar los ojos y recitarla de memoria, pero era mejor leerla otra vez. La letra era hermosa: ancha, firme, sobria. Todo era claro, recio, y, sin embargo, tierno y femenino. La misma carta era un poco ingenua. Parecía la carta de una mujer que fuera una niña. Y, sin embargo, ella no era una niña. Iba a cumplir veintitrés años, y había tenido un amante.

¿Quién había sido el amante de Magdalena? ¿Y cómo fueran aquellos amores? Hacía más de un mes que la conocía, estaba enamorado de ella y aquella historia la ignoraba. Podía aventurar una hipótesis, pero muy vaga. Ella había amado a un hombre. ¿Cuándo? Y se le había entregado. Aquel hombre no era creyente, y por él, ella había dejado de serlo. ¡Qué extraños seres son las mujeres! Porque también él había dejado de ser creyente, mas no de aquella manera, vinculándose a una persona en cosa tan profunda como la fe. Él se había encontrado un buen día con que no creía, y nada más. La vida y él seguían lo mismo. Nada le había desalojado la fe, nada reclamaba asentarse en su lugar. Pero en Magdalena la fe había cedido el sitio al amor, y tras el amor se había hallado vacía. ¿Es que su amante la había abandonado? Alguna vez ella había hablado de un desengaño, pero una mujer puede desengañarse por los caminos más inesperados. Se las abandona, y siguen amando, y a veces dejan de amar aunque el amante sea asiduo y fiel.

Estaba claro solamente que ella se había desengañado. Y que buscaba el olvido en un lugar inesperado. Se había hecho comunista militante. ¿Quién la había iniciado? ¿El propio amante? ¿Y por qué el comunismo, y no el convento o el relajo? ¿O el dolor solitario, sin disfraces, duro y mortal? Había sido el comunismo, y no otra cosa, por alguna razón. El desengaño había sido algo más que un desengaño amoroso. Una mujer vincula todo su mundo al hombre que ama, y al rechazar al hombre rechaza el mundo también. El hombre y el mundo son símbolos que entremezcla y confunde. Magdalena, al hacerse comunista, empleaba el odio producido por el desengaño, y lo empleaba contra el hombre que había amado. Podía ser así. Pero también de otra manera. De muchas maneras.

Y luego había venido él. ¿Por qué se había enamorado Magdalena? ¿Se había verdaderamente enamorado de él? Lo había conocido representando una farsa. ¿Qué sabía ella de su realidad? Él era una máscara bien trabajada que oculta un espantoso tumulto, pero el tumulto casi nunca se trasluce. Lo había visto doliente por la suerte de sus hermanos, de sus amigos, de su madre; pero esto es compatible con lo demás. Ella se enternece, y la ternura ayuda al amor. Él había hecho del dolor real un elemento de su farsa, ese elemento que la hace accesible humanizándola: la suerte había venido en su ayuda proporcionándole el toque maestro que de otra manera no hubiera sabido encontrar. Magdalena no se hubiera enamorado nunca de la Pimpinela Escarlata representada por un joven emigrante español lleno de inseguridades, ni tampoco de aquel convencional y literario «hidalgo» que había usado un par de veces. Al salir de España vivía confiado en sus medios. Ahora los consideraba inútiles, pero había podido sustituirlos por otros mejores. ¿De qué le hubiera valido la Pimpinela ante lord Arturo? ¡Cómo se hubiera reído de él oyéndole hablar amanerado, con frases entre paradójicas y triviales! Aquella máscara tenía cierto éxito en los medios provincianos, quizás entre los mozos un poco bastos de la Ciudad Universitaria. Pero nada más.

Por debajo de todo había una realidad tremenda y comprometida. Él estaba enamorado de Magdalena. Era un amor fuerte y radical, que le salía del alma y amenazaba con echar a rodar todas sus construcciones. Cada hora que pasaba se le metía más adentro. Podía más que sus convicciones, más que sus prejuicios, era tan fuerte como su sentido del honor. Se creía capaz de casarse con ella, y para evitarlo había de recurrir a un complicado sistema de trucos y violencias. ¡Cómo la hacía sufrir! Y ella, tan ingenua, que había tomado en serio todas sus mentiras…

Podía hacerla su amante. ¿Y qué? Era ligarla más a sí. Hasta ahora todo se fuera en palabras, frases apasionadas y un beso que ella le había dado. Tenía experiencia de su espíritu, pero no de su carne. Pero sabía que la carne le revelaría mucho más el espíritu. Entre sus brazos se descubriría la mujer entera que hasta entonces sólo adivinaba y temía. Y entonces estaría ante ella inerme e irremediablemente atado. Y obligándose a mantener por toda la vida aquella su farsa de hombre creyente y patriota.

Podían casarse y vincularla a su destino. ¿Y por qué no hacerla la mujer que le daría hijos en tierra nueva? Pero estaba el honor. Magdalena no era virgen, y él era español.

Había muchos españoles que se habían casado con mujeres desdoncelladas. Era siempre una tragedia. En el derribo de un palacio madrileño se encontrara, muchos años atrás, una mujer emparedada. El esqueleto conservaba todavía restos de un velo nupcial. Su marido la había matado la misma noche de bodas porque ella lo había engañado. Pero Magdalena no lo engañaba. Se lo había confesado. También en esas condiciones algunos españoles se habían casado, o enamorado. No sabía de ninguno, pero lo había visto en algunas comedias. En estos casos, el público se emocionaba, las mujeres lloraban y a todos gustaba mucho. Pero era en el teatro, no en la vida real. Todos llevamos dentro restos de hombre innoble, sentimental y decrépito que nos hace llorar en ocasiones semejantes. Pero si en la vida práctica un hombre se encuentra en un caso igual, no llora ni se emociona. Y si está enamorado, se desgarra el alma y sigue. De lo contrario, es un cornudo.

Los hombres religiosos no lo veían así. Para George Tefas no era una falta contra el honor, sino un pecado contra Dios, Dios perdonaba y borraba el rastro del pecado. Pero ni él ni Magdalena eran creyentes. Era un mal asunto, sin solución. Quedaba la huida, siempre la huida, como Eneas había huido de la reina. ¿Por qué él se había acordado de Eneas, y ahora se acordaba otra vez? Eneas partía a fundar, huyendo de una patria desmoronada. Era el patrono mítico elegido, fugitivo y fundador. Otra cosa hubiera sido Ulises, pero Ulises no huía, regresaba. Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage. Lo había recitado Magdalena cualquier noche lejana. Él no haría un buen viaje; no sabía aún si llegaría a las playas de Sudamérica, donde hay tierras sin labrar y oficio para hombres bravos de corazón. Estaba retenido en París, no tanto por la inquietud de la patria en llamas como por el amor de Magdalena. Tendría que abandonarla, como había abandonado a Dido hacía tres mil años. De Magdalena llevaría el roce apresurado de los labios en un beso furtivo, que no volvería a repetirse porque él no lo quería, aunque fuese, como era, el mayor de sus deseos. Y después… Dido y Magdalena se confundían en idéntico mito doliente:

Vixi, et, quem dederat cursum Fortuna peregri;

et nunc magnas mei suo terras ibit imago.

Ella lo había dicho, con otras palabras, una noche en que proyectaba el futuro.

14

—La señorita está en los establos. Ha nacido un becerro esta madrugada, y pidió ver la cría.

Le dijeron dónde estaban los establos: detrás del castillo, pasado el jardín, junto a las caballerizas. Allí se dirigió rápidamente. Preguntaba dónde podía encontrarla, y ella le gritó desde un montón de heno en que se hallaba subida:

—¡Javier! ¡Eh, Javier! Acércate.

Vestía, como la mañana anterior, su traje de amazona; pero llevaba el cabello recogido con un pañuelo rojo. Se dejó resbalar desde la altura hasta caer junto a él y le tendió la mano.

—Buenos días, Javier. Me encuentras en plena geórgica. Ha nacido un becerrín, ¡tan bonito! Ven. Acércate conmigo a verlo.

La vaca madre estaba tumbada en una cama de hierba fragante, y cerca de ella el recién nacido gemía, casi infantil, presentando la testuz a la caricia de la lengua materna. Era una escena tierna y elemental, que recordaba haber visto muchas veces en la casa de su madre.

En el hogar encendido, unas mujeres preparaban la comida de la parturienta.

—¿No te gusta? ¿Verdad que es muy hermoso? ¡Y tan dulce! Se ha dejado acariciar por mí, y la madre no se enoja.

Se la llevó del brazo al jardín.

—¿Es que no te divierte, Javier? Perdóname. Creí que sería de tu gusto.

—Lo es. En mi casa he ayudado muchas veces cuando paría una vaca —al decir en francés mettre bas, se rió, y aclaró la risa—: Me hace gracia el eufemismo que usáis en Francia para designar ese hecho esencial de nacer una criatura, animal o humana. ¿Por qué en todas partes se querrá disfrazar el nacimiento? Yo digo siempre parir, pero en España se tiene por de mal gusto. Dicen «dar a luz» cuando se trata de personas, y no falta quien lo diga también de los animales.

Anduvieron en silencio unos minutos.

—¿Piensas montar a caballo esta mañana?

—¿Lo dices por mi traje?

—Sí.

—Me lo he vestido porque no tengo lo que se dice un traje matinal, y éste me evita una mirada desagradable por parte de mi tía y acaso también una censura de Arturo, que se empeña en tenerme por muy elegante.

—¿Te preocupa su desaprobación?

—No me gusta que pueda reírse de mí.

—Él es un caballero.

—No lo dudo. Lo ha sido hasta ahora, y no creo que deje de serlo. Pero también un caballero puede burlarse y desaprobar. Estoy segura de que él lo hará desde hoy.

—¿Le has dado ya la respuesta?

—Sí, esta mañana. Le dije que no podía casarme con él porque pensaba casarme contigo. Él me respondió que ya lo esperaba.

Javier no estaba preparado para escuchar aquello, y la sorpresa se tradujo demasiado visiblemente.

—Ya sé que no es verdad —continuó ella—, pero quise hacer más grande su derrota. Fue una pequeña venganza que he tomado en tu nombre. Pero le he pedido que guardara el secreto, para no crearte una situación difícil con mi tía. Me prometió no decir nada.

No había más que una respuesta gallarda:

—Has hecho bien. En tu lugar, yo hubiera hecho lo mismo.

Pero no podía decir más. Esperaba muy distinto el primer diálogo de aquel día, después del beso, la huida y la carta; después también de su meditación nocturna. Y ahora sentía un oscuro temor inconcreto.

—¿Cuándo piensas marcharte? —le preguntó, por decir algo.

—No lo sé aún. Quisiera marchar contigo.

—Yo pienso hacerlo mañana.

—Es muy pronto para mí. ¿Por qué no esperas unos días más?

—Recuerda que he sido invitado a pasar un fin de semana, y que hoy es lunes. Debía haberme ido esta mañana, y si no lo hice fue porque hay pendiente una partida de póquer para esta noche, a la que no debo faltar.

—¿Arturo?

—Sí. Me ha invitado a jugar un «mano a mano».

Quedó un momento silenciosa.

—Dime, Javier, ¿eres rico?

—No. Y comparado con lord Arturo, soy casi un mendigo.

—Sin embargo, es forzoso que juegues esta noche.

—Estoy decidido a perder mi último franco.

—¡Yo no puedo ayudarte, Javier!

—No lo aceptaría jamás. Me has ayudado de otra forma que te agradezco. Y ahora vas a prestarme el último servicio. ¿Quieres guardarme este dinero? Es lo que necesito para poder marchar y vivir una semana. Pienso arriesgar el resto, y presiento que lo perderé. Si el que te doy estuviera en mi bolsillo esta noche, lo jugaría también, y mañana no tendría con qué cenar en París.

Magdalena había enrojecido.

—Es un fracaso lamentable —dijo con desaliento—. Desde que me conoces no te he traído más que sinsabores. Y ahora, para terminar brillantemente, te expones, por mi culpa, a quedar arruinado.

—París bien vale una misa —respondió él—. Fengerolles (o Fengerolles Manor, como dice lord Arturo) conocerá un pequeño Trafalgar. Que los manes de Churruca me protejan.

—¿Quién fue Churruca?

—Un hombre que salió a morir y que supo morir. Hizo una frase maravillosa, pero la Historia universal no la recoge, porque fue derrotado.

—Dime, Javier, ¿estás muy orgulloso de ser español?

—Terriblemente orgulloso.

—Ahora me gustaría ser tu hermana.

Nunca como aquella noche desdeñó Javier sus figurines espirituales al vestirse la etiqueta para la cena, ni nunca le reveló el espejo un continente más original y altivo. Y juraría que al encontrarse con Magdalena, ésta le había recibido con más entusiasmo que el acostumbrado, y si cabe, más amor. Como otras veces, la pasión interior había desplazado los resortes de su personalidad, de las preocupaciones habituales, a su núcleo personal más auténtico, y su ganancia era tanto de sinceridad como de eficacia. Magdalena hubiera asegurado también que de belleza, porque prefería escuchar y contemplarlo, embebida y hasta arrobada, muy cerca de la indiscreción. Sin premeditación, entregado a su espontaneidad apasionada, había hablado Javier en la cena, y hasta su francés parecía más perfecto. Cuando, horas después, solo y sin un franco en el bolsillo, lo recordaba, sentía no disponer en todo momento del calor cordial necesario para mantener aquella tensión. Fácilmente evocaba todos los incidentes de la velada, mientras preparaba sus maletas para la marcha: la primera partida, en que había jugado de compañero con lord Arturo contra Antoine y el abate; el discreto planteamiento de un mano a mano, llevado por su rival con toda delicadeza; la nerviosidad de Magdalena, la inquietud del cura, y su absoluta seguridad distribuyendo las cartas y perdiendo el dinero. Su primer triunfo social indudable le había costado más de veinte mil francos —la totalidad de sus reservas—: cuanto llevaba en el bolsillo y su depósito en el banco, transferido a lord Arturo mediante un cheque.

Quizá los que no conocían el secreto, por debajo de su aparente indiferencia, se mostraban un poco extrañados. Cuando Javier anunció que no jugaba más, porque se le había acabado el dinero y no se atrevía a jugar bajo palabra porque podía tardar en recibirlo, el abate enarcó, sorprendido, las cejas: era el primer gesto significativo que Javier descubría en su rostro. «Este hombre —pensó Javier— no encuentra explicación satisfactoria a este torneo. Se escapa a su sistema de conceptos, es irracional o simplemente estúpido y arbitrario. No esperaba de mí que jugase hasta perderlo todo, ni de lord Arturo que jugase hasta desplumarme. Es una doble hazaña que no cabe en la idea que de él y de mí tiene. Pero es posible que el abate, tan francés, no sepa exactamente qué cosa extraña es un inglés o un español.» Recordándolo, sonreía satisfecho al comprender que la sorpresa del abate era la última pincelada de su triunfo. Mucho más que la admiración de Magdalena, expresada de todas las maneras posibles, incluso las maneras inconvenientes.