1

Como era ya su costumbre, se despertó muy tarde. Más exactamente, le despertó el ruido que la camarera hacía bruñendo la cera del pasillo. Intentó esconderse de la luz tapándose con el embozo, y del ruido cubriendo la cabeza con la almohada; pero estaba definitivamente despabilado. Tenía hambre. Consultó el reloj, y vio que eran las once menos cuarto.

«Llegaré tarde a comer.»

Rápidamente se duchó y vistió. Iba casi a salir, cuando advirtió una barba incipiente, y prefirió afeitársela. Apenas se fijó en la figura que hacía en el espejo ni pensó demasiado en su atuendo. Para engañar el hambre mientras se afeitaba comió un par de galletas con mermelada. Luego se puso la misma chaqueta que la tarde anterior, y cogiendo un libro salió de estampía. El libro eran las cartas de lord Chesterfield a su hijo. No pensaba en absoluto leerlo, pero no faltaría luego, en el café, algún estudiante a quien ofender con citas en buen inglés sobre buenas maneras.

Algunos estudiantes estaban tumbados en el césped, mezclados muchachos y muchachas. En un grupo hablaban español, y los reconoció como americanos por el acento y por las jetas oscuras de algunos de ellos. «Deben de ser cubanos», pensó. Pasó por su lado con las manos en los bolsillos y a grandes pasos llegó al restaurante. A la puerta, un grupo de muchachas admiraba el automóvil de un americano desagradable y presuntuoso. Tropezó adrede con una de las muchachas, y le pidió perdón en inglés.

—Podía usted mirar dónde pone los pies, imbécil —dijo el yanqui.

Javier no se explicó por qué tenía ganas de bulla aquella mañana. Paró en seco, y mirando fijamente al tipo aquel le dijo lentamente:

—He pedido perdón a la señorita, y estoy dispuesto a darle cualquier explicación. Pero no tolero que usted intervenga en lo que no le atañe.

Las muchachas rieron, y el yanqui exclamó:

—¡Parece que el francés se levantó hecho un gallo esta mañana! ¡Tendremos que arrancarle la cresta, para que calle!

El yanqui era alto, sin apariencia de gran fortaleza, aunque sí de agilidad. Midió Javier las posibilidades de un combate, y le dijo, acercándose:

—Ni soy francés ni estoy acostumbrado a escuchar sandeces. Y en cuanto a ustedes, señoritas, en mi país hay una palabra admirable para designarlas a todas. Siento que no haya en inglés ninguna tan expresiva.

Y esperó, puesto en jarras.

Hubo un momento de silencio. Había hablado rápidamente, y alguna de las muchachas no lo entendiera. Una de ellas, la más bonita, daba explicaciones, indignada. Pero el yanqui no parecía moverse. Le miraba un poco en guasa, y sus dedos tecleaban contra la cubierta del automóvil.

—¿No es usted francés? —preguntó.

—No —respondió Javier, sorprendido.

—Entonces, perdóneme —dijo el yanqui, tendiéndole la mano—. Tenía ganas de pegarme con un francés, pero ya es el tercero esta mañana, y me he equivocado con todos. ¿Quiere usted tomarse un whisky? Le presentaré a estas muchachas. Yo me llamo Allombery, Nick Allombery, y soy norteamericano.

Y al decir estas cosas reía con una risa infantil e inocente.

«Son un pueblo de salvajes que aprendieron a conducir automóvil —pensó Javier—. Le he dicho lo suficiente para matar a un hombre, y me tiende la mano.»

La muchacha que se había indignado pedía a Nick una explicación, y éste decía que aquel caballero no era francés, como creían, y que la apuesta quedaba en pie.

—¡Oh, entonces no debemos ofendernos! —dijo la muchacha a las demás—. ¿Quiere decirnos qué es eso que nos ha llamado? Con mucho gusto lo pondríamos en nuestro libro de notas.

—Temo que no lo sepan escribir. Es un poco enrevesado.

—Entonces, podría escribirlo usted.

Y abriendo el bolso sacó de él un cuaderno forrado de piel, que tendió a Javier.

—Puede usted hojearlo. Tengo autógrafos de León Blum, de Haile Selasie y de Mauricio Dekobra. ¿Quiere usted poner el suyo?

—Me honra usted, pero no puedo.

Y le devolvió el cuaderno.

El comedor estaba lleno. Eligió unos huevos duros, unos fiambres y un bote de yogur, y con la bandeja en la mano recorría el comedor buscando asiento. En una mesa lejana divisó a Patricio en compañía de Mara, la rumana; pero su mesa estaba completa. Mara le sonrió y Patricio le hizo una seña de condolencia. En esto divisó una mesa en que dos asientos estaban libres, y se apresuró a ocuparla. Sus dos compañeros eran una pareja extraña que hablaba un idioma más extraño aún, que supuso holandés o sueco, a juzgar por el aspecto de él y de ella. Comían un montón de espinacas y de vez en cuando mezclaban, en una especie de bote que les servía de recipiente, grumos de mantequilla. Ella hablaba con la boca llena, y si se le caía algo lo cogía con las manos y seguía engullendo.

El gesto de asco lo disimuló, y una vez sentado se entregó con fruición a los huevos duros. Ya los había comido cuando se le ocurrió levantar la cabeza, y entonces vio algo que lo dejó mundo de sorpresa: frente a él, con la bandeja en la mano cargada de viandas, buscando acomodo para su hambre, estaba Magdalena, o, por lo menos, alguien muy parecido. Pero si era Magdalena, se había quitado el disfraz. Llevaba el pelo suelto sobre los hombros —un hermoso cabello, crespo y leonado—, y vestía con simplicidad y elegancia un suéter blanco y una falda azul de corte deportivo; sus medias, de seda, y los zapatos, de exquisito corte.

«No puede ser Magdalena», pensó.

Conocía su faz incompleta, porque la había visto con los ojos cubiertos por las mismas gafas negras, y los ojos le eran desconocidos como elemento de identificación. Pero todo lo demás —el aire, la figura— era lo mismo.

Dudaba cuando la reconoció por un mohín de disgusto dibujado en la boca.

«Es ella», pensó.

¿Le había visto? Y si le viera, ¿por qué no había ocupado el asiento a su lado? ¿No querría hallarse de nuevo en su compañía? Pero, en todo caso, él estaba en la obligación de ofrecerle el asiento.

Después de un momento de duda se decidió. Magdalena miraba a un lado y a otro, y en su rostro se pintaba el descontento.

—Perdón.

—¡Ah! ¿Es usted?

—Sí. En otras circunstancias no me hubiera atrevido, pero veo que busca usted un asiento, y a mi lado hay uno, espero que el único libre en este momento.

—Lo acepto —respondió ella con sequedad.

—¿Me permite que le lleve la bandeja?

—No es indispensable. Las demás muchachas la llevan lo mismo que yo.

—Es que las demás muchachas, o van solas, o el que las acompaña lleva también su bandeja.

—Es igual. Gracias.

Esperó a que se sentara, y se sentó él después. Le llenó el vaso, vertiendo agua sobre unos pedazos de hielo que el vaso de ella traía, y antes de que lo pidiera le ofreció el barrilito de la pimienta. Todo con el aire más indiferente del mundo, sin darle importancia, sin sonreír siquiera. La pareja de holandeses engullía ruidosamente montañas de espinacas y grumos de mantequilla. A la conversación mezclaban risas, y la risa de él era divertida como el gruñido de un cochinillo. A ella le temblaban los pechos, enormes y fofos. Una de las veces le dio la tos con la risa, y buena parte de los comestibles que encerraba su boca salieron disparados, alcanzando las salpicaduras un brazo de Magdalena. Calló ésta, y mientras se limpiaba, la pareja rió mucho más, como si el suceso tuviera demasiada gracia. Por un momento, el holandés contuvo la risa, y metiéndole la mano por el escote le quitó un fragmento de espinaca masticada, que engulló.

—Es una gente deliciosa —comentó Javier en español, mientras echaba azúcar al yogur—. Si la revolución de ustedes asegura que acabará con todos sus semejantes, cuente conmigo.

—A mí no me molestan en absoluto.

—¡Otra vez me he equivocado! Magdalena, ¿no cree usted que soy muy poco inteligente?

—No he pensado jamás que sea usted inteligente, poco ni mucho. En cuanto a estos excelentes vecinos, son dos personas encantadoras, y su manera de proceder, que a usted parece molestar, a mí me encanta.

Los vecinos habían callado, como adivinando que se hablaba de ellos. Cesara en ella el baile de los pechos, y con el sofoco de la risa tenía el rostro encendido como una zanahoria. Abierta la boca en una media sonrisa quieta, mostraba unos dientes blanquísimos e iguales.

—Pues yo —respondió Javier—, a pesar de todo, me complacería en tirarlos a un pozo, pongo por caso. Sí. Un pozo muy profundo me parece que sería el lugar más adecuado para ellos.

—Y usted, ¿ha pensado en cuál sería su lugar adecuado?

—Me gustaría poder decir que aquí, a su lado; pero estoy seguro de que le desagradará, y prefiero no decirlo.

—Ni siquiera me desagradaría.

Hablaba sin mirarle. Él acabó su yogur a tiempo que los holandeses se marchaban. Pensó en cambiar de asiento, librando a Magdalena de su cercanía, pero no se decidió. Encendió un pitillo, y a través del humo contempló a su compañera. Era bonita, pero ésta era la menos importante de las cosas que pasaban en su rostro. Todos sus rasgos eran finísimos y depurados, como sus movimientos y figura. Escuchar de sus labios —en aquel francés divino— una insolencia o una blasfemia era monstruoso e inexplicable. Por un momento se le antojó misteriosa, y después de haber decidido que en ella no había nada de misterio le acometió una absurda ternura.

—¿Me da usted un cigarrillo?

La voz inesperada le sorprendió, revelándose en un movimiento brusco.

—Sólo le pido un cigarrillo. No tema usted. Las bombas las ponen mis camaradas.

Ahora la voz se esforzaba por ofender, deshaciendo el efecto de la primera petición. Javier abrió la cigarrera y le ofreció tabaco.

—¿Rubios o «celtiques»?

—Es igual. Todos ellos me desagradan.

Cogió uno, y después de golpearlo hábilmente en la mesa lo llevó a los labios.

—No gaste usted una cerilla. Su cigarrillo me sirve.

Y habiendo encendido, lanzó al aire una bocanada lenta y azul, y después respiró profundamente.

—Se ha terminado nuestro encuentro. Le estoy muy agradecida.

Sin grandes deseos de prolongar aquella compañía molesta, respondió:

—Aún puede prolongarse hasta la salida del comedor, y si usted lo quiere, en el bar. No le respondo de la calidad del café, pero hay un vino español bastante bueno. Me gustaría que usted aceptase una copa. Claro está que en España no bebemos jamás ese vino después de comer, pero he visto que aquí lo beben a cualquier hora.

Magdalena no respondió, y él interpretó el silencio como una negativa. Puesto en pie, recogió la bandeja.

—Lo siento, Magdalena.

Por primera vez, ella le miró sencillamente, como se mira a un objeto o a un animal inocente.

—Yo no le he dicho que no fuera.

E inmediatamente, corrigiendo el tono amable y el mirar sencillo:

—No vaya a creer que le tengo miedo.

—Después de comer no suelo sentirme fascista, y, desde luego, no acostumbro a agredir a mis valiente enemigas. Espero siempre a que empiecen ellas.

—Me había olvidado de que es usted fascista.

Y echó a andar hacia la salida.

Javier la siguió, y, por primera vez, se sintió molesto de que alguien le llamara fascista. Fue una molestia fugaz.

En una mesa del bar, chillando, estaban los dos españoles, Patricio abrazando a Mara y Pedro bromeando con una muchacha de aire germánico —después supo que era austríaca—, alta y hermosota, pero fina. Pedro sorbía el café haciendo aspavientos y de cuando en cuando miraba a una mesa vecina, donde Jana, la turca, bebía coñac en compañía de un sudamericano.

—¡Jana no trae pantalones! —gritaba Pedro, riendo…— ¡Te vas a manchar, te vas a manchar! —le decía al sudamericano, que fingía no hacerle caso.

—¡Jana no trae pantalones! ¡Y le estoy viendo el ombligo! —coreó Patricio.

Patricio traducía a Mara los gritos de sus compañeros, y Mara reía con su enorme boca.

Pasaron junto a ellos sin más que un saludo y eligieron una mesa cercana al juego de ping-pong. Se acercó Planchet, todo amanerado, y antes de preguntar encendió a Javier el cigarrillo, que se le había apagado.

—Gracias. La señorita tomará una copa de málaga, y yo tomaré…

—Perdón. No me parece buena hora para tomar málaga, ¿no cree? Es después de comer.

De pronto calló, y mostrando haber cambiado de idea dijo:

—Si no, es igual. Traiga usted una copa de málaga.

—Y a mí otra.

Planchet le miró socarronamente, como recordándole alguna plática acerca de los vinos españoles y de las horas en que deben ser bebidos.

—He dicho dos copas de málaga, Planchet.

—Oui, m’sieur.

Y salió corriendo, dando a las nalgas un movimiento de flan que Magdalena contempló indiferente.

—He olvidado su nombre. ¿Quiere repetírmelo?

—Mi nombre es Javier.

—Cuando en Francia preguntamos por el nombre…

—Perdón, lo olvidaba. Mi nombre es Mariño de Lobeira.

—Señor Mariño, yo le agradecería que me dejara sola. Estoy arrepentida de haber aceptado su invitación, y prefiero decírselo francamente. No me gusta su compañía.

El tono con que habló sorprendió a Javier más que las palabras mismas. Desapareciera su insolencia ficticia y en su lugar había un lejano deje amargo. Y dijera todo aquello con sencillez y firmeza, sin sonreír, mirándole fijamente.

—La obedezco. ¡Por favor, su nombre! No lo he olvidado: es que no lo supe nunca, y no puedo, naturalmente, llamarla Magdalena.

—Mi nombre, ¿qué importa?

—Perdón otra vez. ¿Me permite esperar a que regrese el camarero? Le agradecería que me permitiese pagar el vino.

—Le ruego que no lo haga. Yo le diré al camarero que lleve su copa a otra mesa.

En aquel momento salía del comedor un grupo de estudiantes, y entre ellos vio Javier a George Tefas, el griego. Iba a marchar hacia él cuando George le vio, y desprendiéndose del grupo se acercó sonriente.

—¡Magdalena! No sabía que fuera usted amiga del señor Mariño. ¿Cómo está usted, terrible español?

—El señor Mariño está a punto de marcharse, y me alegro de que venga usted a ocupar su sitio.

—Siento que usted se marche, Mariño. Me gustaría que charlásemos largamente.

—En mi habitación hay siempre un hombre dispuesto a escucharle y una copa de buen coñac español, si no tan bueno como el francés, de la mejor voluntad ofrecido. ¿Cuándo irá usted a verme?

—Si usted no tiene inconveniente, esta tarde misma.

—Le espero, entonces, a las seis. Siento mucho marchar ahora. A sus pies, Magdalena.

Se inclinó levemente, sin dejar de mirarla, pero sin tenderle la mano.

—¡Salud! —dijo ella.

Y al decirlo se quitó las gafas, por primera vez desde que la había visto, y entonces Javier creyó sorprender en sus ojos una tremenda angustia, y por un instante tembló como se tiembla ante lo pavoroso y lo sobrehumano. Pero no fue más que un instante, y salió. Atribuía su estremecimiento a un error imaginativo, porque lo que le parecía haber adivinado en los ojos de Magdalena —un dolor enorme— sobrepasaba las posibilidades de un corazón vivo.

En la puerta, Nick Allombery y su grupo de muchachas americanas seguían junto al «Packard», esperando un francés a quien agredir.

—¡Eh, señor español! —le gritó Nick—. ¿Acepta usted el whisky? Mis amigas desean verle a usted borracho.

Se acercó sonriente.

—Ahora no tengo inconveniente en acompañarles.

Montaron en el «Packard»: Ana con Nick, en la delantera, y Javier entre Nelly y Agatha, en el asiento de atrás. Sus dos compañeras eran bonitas y elegantes; pero, a pesar de ser distintas en todo, tenían una lejana semejanza. Javier les preguntó si eran hermanas. Nelly no entendió la pregunta, pero sí Agatha, que respondió negativamente. No se habían conocido hasta París, donde compartían la misma habitación en la Residencia de los Estados Unidos.

2

Antes de entrar en su pabellón, y un poco por costumbre, se acercó a la conserjería por ver si había correspondencia. Ninguna carta había llegado, pero le extrañó ver en su casilla un papel doblado. Lo leyó: el conserje le escribía a lápiz, con faltas de ortografía: «El señor Bernárdez espera a usted en el Domo a las siete de la tarde. Que no falte.»

Suponía a Carlos camino de España, dispuesto a las raterías artísticas y violaciones conventuales. No tenía la menor gana de volverlo a ver. Hizo una bola del papel, y al ir a tirarlo se le ocurrió leerlo de nuevo. ¿Qué mosca le habría picado al caribeño? No sería pedirle dinero, porque para eso habría venido personalmente. Miró el reloj. Eran las seis y media. Tenía media hora para llegar al Domo si cambiaba de opinión y acudía a la cita. Subió a su cuarto y se tumbó, para levantarse inmediatamente. ¿Por qué no ir? No tenía qué hacer y la tarde se presentaba aterradora: horas y horas tumbado, mirando el techo y dejando que la imaginación inventase sucesos desagradables cuyos protagonistas eran su madre y sus hermanas, María de las Mercedes y María Victoria. La compañía de Carlos no era demasiado agradable; iría acompañado de Irene, y tendría que escuchar groserías en tres o cuatro idiomas. Pero también podía tomar él la palabra y burlarse de ellos, cambiando crueldad por grosería. Sin pensarlo más, abrió el armario y descolgó el traje. Se vistió completamente: camisa blanca, corbata oscura, guantes grises. Echó a la pitillera algunos cigarrillos españoles y salió a la calle. Un taxi lo llevó hasta el bulevar Montparnasse, dejándolo en el Domo. Eran las siete menos cuarto. Buscó en la terraza, sin hallarlos. Entró, y de una ojeada inspeccionó todas las mesas, y no viéndolo, eligió una cercana a la entrada. Pidió algo de comer y los periódicos de la tarde. Mientras comía leyó. Las noticias de España seguían confusas. En el Sur se libraban violentos combates. «Paris Soir» afirmaba que las tropas gubernamentales habían derrotado a una columna insurgente en las cercanías de Gibraltar y que la escuadra leal bombardeaba Algeciras, destruyendo los contingentes marroquíes; pero la noticia venía desmentida en otros periódicos. Sin saber a qué atenerse, dejó de leer y comió con fruición, acompañándose de una copa de vino francés. Después encendió un pitillo negro, y en este momento fue cuando llegó Magdalena.

—¿No han venido sus amigos aún? —preguntó sin saludar, sentándose en una silla.

Javier, puesto de pie, le rogó que ocupase un asiento en el diván, y viendo que ella dudaba, tomó la silla para sí. Después le dijo:

—No, no han venido todavía.

—¿Sabe usted para qué le hemos llamado?

—No tengo la menor idea, y mucho menos de que usted fuera de la compañía. Estoy muy sorprendido.

—La idea de citarle fue mía. Quiero que nos acompañe a un mitin en la Sala Wagram, donde hablarán personas muy destacadas de la política y las letras en favor de la ayuda francesa al Gobierno español.

—¿Espera usted que me convenzan, o bien que sea tanto mi entusiasmo que me enganche en cualquier partida de voluntarios?

—Espero, simplemente, que pase usted un mal rato. —Hablaba recalcando las palabras—. No se dirán cosas demasiado favorables para sus amigos.

—En ese caso, y habiéndome usted prevenido, prefiero no acompañarles.

—Si es así, yo me convenceré de que no es usted valiente.

Javier se mordió los labios y no respondió. Magdalena había pedido algo al camarero, y ahora leía uno de los periódicos, como evitando la conversación. Llegaron Carlos y la rusa, muy apresurados. Entonces se fijó Javier en que los tres llevaban en la solapa la insignia de las Juventudes Comunistas.

—Dejaos de comer y démonos prisa. Si llegamos tarde no nos dejarán entrar.

—Supongo que para vosotros no habrá restricciones. Esta tarde estaréis en la Sala Wagram como en vuestra propia casa.

—A pesar de todo, nos quedaremos en la calle. El acto se realiza dentro de la mayor regularidad.

—¿Una regularidad burguesa?

—En todo caso, una regularidad útil —terció Magdalena.

—Claro que esto podría arreglarse si te decides a pagar un taxi —dijo Bernárdez.

Javier sonrió, y salieron todos. Cerca de la estación de Montparnasse pasó un taxi vacío que los llevó a la Sala Wagram. Iba a empezar el acto, y unos jóvenes con brazalete rojo se encargaban de acomodarlos. Estaba la sala llena, y sólo en las últimas filas, cerca de la entrada, pudieron hallar tres butacas vacías. Javier no consistió en sentarse, cediendo su sitio a Magdalena, que le sonrió desafiadoramente. Cuando pensaba responder a la sonrisa se apagó la luz, y entraron en el escenario los oradores. Fueron recibidos con aplausos y gritos, entre los que menudeaban los vivas al Frente Popular, a la República española y a la Internacional Comunista. Hecho el silencio, se adelantó un orador, mientras los altavoces anunciaban el nombre de Jean Cassou.

Magdalena, vuelto el rostro, le hizo una seña.

—¿Conoce usted a Cassou? Creo que es un gran amigo de España.

Javier asintió, no sin dolor. ¿Qué iría a decir aquel hombre, historiador de Felipe II, traductor de Unamuno, conocedor de España? Escuchó. Cassou hablaba un francés correcto, cuidadoso, académico, pero vigoroso y violento. Después de un exordio lleno de conceptos generales comenzó a atacar a los militares que se habían sublevado, llamándoles aliados del fascismo y del capitalismo internacional, defensores de la tiranía y enemigos de la libertad.

Aquello era lo que esperaba oír, y no se inmutó. Observó, simplemente, que a cada dicterio del orador Magdalena volvía la cabeza y le miraba. No sabía si seria o sonriente, porque la sala estaba en penumbra, pero comprendió que cada mirada era un desafío. Recordó que en el café le había llamado cobarde. Era difícil demostrar lo contrario. Estaba solo en medio de enemigos. Era casi seguro que en toda la sala no había una sola persona que no compartiera la opinión del orador. Junto a él, de pie cerca de la entrada, había unos cuantos mozalbetes, que primero tomó por jóvenes comunistas; pero observó luego que no llevaban brazalete ni insignia. Escuchaban atentamente. «Burgueses de izquierda», pensó. Cassou seguía hablando. Ahora enumeraba las ventajas que la organización republicana había traído a España y las atrevidas reformas en el orden social implantadas. España estaba próxima a realizar la justicia social, y todos los países civilizados se hallaban en la obligación de prestarle ayuda. Por dos veces fue interrumpido con aplausos, vítores y frases amenazadoras contra el fascismo y los generales españoles. Uno de sus vecinos se le quedó mirando, y luego le preguntó:

—¿Usted no aplaude?

Prefirió una respuesta evasiva:

—Soy extranjero, y no entiendo lo que dice.

Pero lo entendía. Cassou hablaba con toda claridad. No perdía una sola de sus palabras. De buena gana hubiera chillado, diciéndole que aquello era mentira; pero entonces se hubieran vuelto contra él, aporreándole. Siguió en silencio. Magdalena le miraba de vez en cuando, y una de las veces dijo algo. «Estoy quedando como un cobarde. Me ha traído aquí para avergonzarme.» Se mordía los labios, y un momento gustó el sabor salado de la sangre. Cassou hablaba otra vez de los militares y de los marinos asesinados. Decía que eran gentes sin honor, parásitos del Estado, cobardes y traidores a la Patria, Javier recordó a su tío, arrastrando veinticinco años una vida dolorosa, hasta morir de la enfermedad contraída prisionero de los yanquis, después de la guerra de Cuba. Pero aquellos recuerdos no le causaban tanto dolor como la conciencia de que Magdalena se confirmaba en la idea de su cobardía. Todo desaparecía de su mente para dejar sólo aquella seguridad amarga: estaba quedando como un marica.

Y después de todo, ¿por qué? ¿Por temor a unos golpes, a unos insultos? Aquellos mozalbetes republicanos de izquierda serían los primeros en vapulearle. Los miró: uno a uno no les temía, pero le atacarían en grupo. Y después se sumaría alguien más, seguramente los jóvenes del brazalete y alguna mujer. Se armaría un escándalo, lo llevarían detenido, y era segura su expulsión. Sin embargo… ¡cómo le miraría Magdalena al terminarse todo, mientras cantaban La Internacional y acaso el Himno de Riego! Se burlaría despiadadamente, y Carlos e Irene se burlarían también. Javier Mariño de Lobeira, con su traje oscuro de español, vejado por un chulo y dos pindongas. ¿Dos? No sabía si Magdalena lo era, pero se inclinaba a creerlo; tenía necesidad de que lo fuera, para sentirse superior y tranquilo. Además, eran sus burlas las que temía. A Carlos le haría callar con un billete y a Irene llamándola puta. Pero ¡a Magdalena! Magdalena era otra cosa. Se había atrevido a desafiarlo, lo había llevado hasta allí, tolerando su presencia sólo por humillarlo. Lo contaría después en el comedor de la Ciudad Universitaria, y todos los estudiantes se reirían de él. George Tefas le miraría compasivamente. Los españoles se alegrarían, y quedaría en ridículo ante las muchachas americanas. Era demasiado. Se decidió:

—¡Eso es mentira, Jean Cassou! ¡Usted sabe que es mentira! ¡Viva España!

Lo dijo en castellano, con su voz más potente. Iba a seguir gritando, cuando alguien le tapó la boca y unos brazos potentes le sujetaron por detrás, llevándolo en vilo. No supo a ciencia cierta lo que pasaba hasta que se encontró en el vestíbulo, entre cuatro de aquellos burgueses de izquierda. De un movimiento violento se apartó de ellos y los miró desafiadoramente.

—Está usted loco —dijo uno de ellos—. ¿Sabe usted lo que hizo?

—Jean Cassou ha insultado…

—¿Y a usted qué le importa lo que diga Jean Cassou? ¿Es usted español?

—Sí, lo soy.

—Pues haga el favor de marcharse. Se ha salvado usted de milagro. Y si no sabe contener sus ímpetus, no vuelva a un lugar como éste. Difícilmente encontrará quien le evite unos cientos de golpes.

El que hablaba era un muchacho alto, sonriente, con una insignificante barbita rubia. Llevaba un bastón.

—Yo creí que ustedes iban a agredirme —dijo Javier—. Todo esto me resulta inexplicable. ¿Son ustedes policías?

—Afortunadamente para usted, somos enemigos de casi todos los policías. Mis compañeros y yo somos camelots du roi. ¿Es usted fascista?

Mintió Javier:

—Soy de los nacionalistas.

Los cuatro muchachos le tendieron la mano.

—Váyase usted. Comprenderá que ahora no puede volver ahí dentro. Nuestros camaradas se las habrán compuesto para arreglar la cosa, porque nadie ha salido. Está usted de suerte.

—Gracias, muchas gracias.

No le pareció prudente alzar el brazo. Salió a la calle. Una niebla azul y apacible había venido sobre París con la noche. Estaban las luces circundadas de un halo glorioso y brillaba el asfalto, húmedo del rocío. Olía a gran ciudad, y Javier se hundió en ella con placer. Le inundaba una orgullosa alegría, no tanto por haberse salvado del molimiento cuanto por haber quedado gallardamente. El orador habría oído y entendido sus palabras, y también Magdalena y Carlos, y hasta Irene. Carlos, cobarde integral, se habría estremecido, y ahora estaría apesadumbrado de haberlo llevado allí, o acaso de que no le hubieran roto un par de costillas. Un poco dudoso aún, se palpó el cuerpo, y comprobó que era realidad. Pero la verdad era que los últimos diez minutos de su vida se le aparecían un poco como soñados. En cuanto a Magdalena…

Alguien dio tras él una breve carrera y un brazo se colgó al suyo.

—Por favor, Javier, ¿quiere usted esperarme?

Se volvió, asombrado. Magdalena, sofocada, los cabellos en gracioso desorden, estaba a su lado y se le había cogido del brazo.

—¿Está usted contenta? Si era eso lo que pretendía, ya lo consiguió. Deploro que sus camaradas no hayan podido zurrarme, pero he podido librarme de ellos.

La cara de ella estaba compungida.

—¡Oh, Javier! ¿Por qué ha hecho esa locura? ¿No comprende que pudieron matarlo o dejarlo malherido? Estoy arrepentida. De suponerlo, nunca lo hubiera traído.

Ante esta respuesta inesperada se creció.

—Yo se lo agradezco mucho. Me ha dado usted ocasión para probarle que no soy tan cobarde como usted creía, al fin y al cabo.

—Me he portado como una idiota, Javier. Estoy desolada. ¿No comprende mi dolor si le hubieran lastimado? Pero ¿de veras que no ha luchado con nadie?

Era tan buena ocasión, que no se atrevió a dejarla escapar.

—Lo que se dice luchar, no.

—Pero a usted lo sacaron de la sala. ¡Yo lo vi, porque miré espantada al oír su voz! Quise salir y ayudarle, pero me lo impidieron. Me hubieran hecho caso, si intervengo.

—Me parece mejor lo que pasó, desde mi punto de vista. Es preferible salir solo de un apuro que con la ayuda de una enemiga. Aquellos jóvenes no se atrevieron conmigo. Bien es verdad que no eran más que cuatro. Es posible que si fueran diez…

La observó, y comprobó que estaba aterrada. La mentira había hecho su efecto, y por un momento le pareció que la presión de su brazo era más fuerte. Siguieron andando, y al cabo de un rato de silencio dijo ella:

—Hubiera sido terrible para mí.

Era curioso: había desaparecido de ella aquel aire superpuesto que la convertía en militante marxista, y no era más que una muchacha medrosa y casi gimiente. Le hubiera gustado zaherirla hasta hacerla llorar, pero sobre el impulso vengativo se impuso la costumbre cortés. Reanudaron el silencio, y a lo largo del pretil del Sena se escucharon sus pasos acompasados, como de milicia.

Pasaban lanchas remolcando grandes barcazas cargadas de fardos y pequeñas embarcaciones rápidas rompiendo la niebla con sus silbidos. Un aire frío subía del Sena, y ella se levantó el cuello del gabán veraniego.

—¿Me deja usted que le acompañe?

Era una pregunta inesperada e innecesaria. Iban ya juntos, y ella no había intentado soltarle el brazo. Antes de que pudiera responderle añadió:

—Quisiera que me llevara a cenar. Tengo hambre.

—¿A dónde quiere usted ir?

Enumeró unos cuantos restaurantes de lujo que conocía sólo de nombre, esperando y deseando que ella se negara, porque no llevaba en el bolsillo arriba de un centenar de francos.

—No, no me interesan esos lugares. ¿Me deja que lo guíe? Iremos a un pequeño figón de pintores que le gustará. Es un sitio encantador, pero está un poco lejos.

Indicó él que podían tomar un taxi.

—No me gusta ir en taxi, y ahora prefiero el metro. Le ruego que me complazca, pero la verdad es que tengo miedo de encontrarme a solas con usted.

—¿Más de lo que estamos?

En muchos metros no se veía una persona. Muy lejos, en los límites de la luz, un gendarme fumaba distraídamente.

—Pero ésta es la calle, y usted no es un francés.

Le pareció oportuno pedir que le explicase aquello, mientras se encaminaban hacia una estación del metro.

—Javier, hace tres días yo sabía muy poco de usted. Ahora sé algo más. ¿Recuerda a George Tefas? Él me dijo algunas cosas. No comparto en absoluto sus ideas, pero le tengo simpatía.

—Hace poco más de una hora no me tenía usted demasiada.

—Hace poco más de una hora yo le odiaba a usted.

Si entonces no fuera noche y Javier se hubiera fijado, habría podido comprobar que a Magdalena se le subía la color, como a cualquier burguesita provinciana. Pero en aquellos momentos estaba tan satisfecho de sí mismo, que fuera de él no había nada en el mundo que le importara, y bastante tenía con disimularlo.

Tuvieron que esperar dos trenes hasta encontrar acomodo. Siguieron hasta la estación de la Ópera sin decir palabra, y al bajar para el cambio, Magdalena hizo un comentario sobre la gente. Él contestó con una bagatela, y entraron en otro coche. Difícilmente llegaron hasta una esquina, y entonces, empujándola a ella hasta la pared, se puso delante, protegiéndola con los brazos extendidos.

—¿Para qué hace usted eso?

—En mi tierra acostumbramos a guardar así a las muchachas de los empellones.

—Pero es que así ocupa el lugar de dos.

—Es preferible a que la mujer que va conmigo sea molestada.

Esperó una consideración socialista sobre el derecho de los proletarios a la comodidad o cualquier sandez por el estilo, pero en su lugar Magdalena se limitó a sonreír.

—Gracias —dijo luego.

Parecía obstinada en callar, y respondió con monosílabos a cuantas palabras le dirigió durante el viaje. Se apearon en el bulevar Raspail y echaron a andar hacia adelante.

—Esto está muy cerca de Montparnasse —dijo él.

—Es la calle inmediata. Vamos muy cerca de aquí, a la calle de la Campagne Première.

Entraron en una callejuela estrecha, en cuyo extremo se veía Montparnasse. Casi al final, ella señaló unas ventanas con cortinas a cuadros rojos y blancos. Sobre la puerta vidriera había una muestra: «Restaurant Chez Rosalie.» Entraron. Era un recinto breve y cuadrado, con unas cuantas mesas de mármol; dos puertas al fondo, y el barandal que protegía la entrada de la cueva. Estaba poco iluminado. Las paredes estaban cubiertas de pinturas diversas, de escuelas actuales.

—Ese cuadro que ve usted ahí —dijo Magdalena— lo pintó Matisse cuando se moría de hambre.

Se acercó un hombre alto y simpático, con un largo mandil y en mangas de camisa.

—Buenas tardes, señorita. Tengo una mesa libre para ustedes. El señor cenará también, ¿verdad?

Magdalena asintió, y se sentaron en un rincón. Ella le invitó a que ocupara una banqueta a su lado.

—Si me lo permite, elegiré el menú. Aquí puede hacerse una cena suculenta por diez francos. ¿Le gustan los spaghetti? Rosalía los cocina espléndidamente.

La lista de los platos estaba escrita en un encerado negro colgado en el testero del fondo.

—Tomaremos una sopa Rosalie y spaghetti. Es decir, si usted prefiere algo más…

Javier indicó la conveniencia de añadir un plato de carne. El señor Mauricio, como parecía llamarse el hostelero, repitió el pedido en voz alta y partió para la cocina, untuoso y reverente.

—Estoy segura de que vendrá usted aquí muchas veces. Es un lugar apacible, y la clientela, correcta y agradable. Esos cuatro de la derecha son ingleses; la mayor de las damas es pintora, y la otra es esposa del más joven. Aquella dama de allá no la conozco, pero tiene aire de periodista. Y las dos mulatas del fondo trabajan como modelos. ¿No las encuentra deliciosas, con sus pequeñas diademas de flores?

Convino Javier en que eran, efectivamente, deliciosas. Había unas cuantas personas más. Se hablaba en voz baja y todos comían con exquisito cuidado.

—Esto es preferible al comedor de la Ciudad Universitaria. Aquí no hay bullicio ni holandeses molestos, y no es mucho más caro.

M’sieur Mauricio extendía una pequeña servilleta delante de cada uno, y sobre ellas colocó vasos y una barrita de pan.

—Si prefiere comer sobre el mármol, puede usted ahorrar un franco —dijo Magdalena en español—. Los franceses somos algo tacaños, y cobramos estos pequeños lujos.

—Magdalena, ¿quiere usted escucharme?

Ella no contestó.

—Deseo, simplemente, preguntarle: ¿cuál es usted, ésta o aquélla? Estoy perplejo y sorprendido, y no sé si he de precaverme ya para la defensa o puedo abandonarme a su nueva fase. Le ruego que sea sincera conmigo.

—Y yo, Javier, le ruego que me acepte como soy, pero que no me pida explicaciones. ¿Le será muy difícil olvidarse? Me gustaría que se portase como si acabáramos de conocernos. Si no es capaz de hacerlo, le suplico un esfuerzo por poco tiempo, por este que vamos a estar juntos ahora, y después no nos veremos más.

—Prefiero olvidarme desde ahora mismo, y si usted quiere, hacer las paces definitivamente.

Ella había dejado los guantes sobre la mesa, junto con un libro y una pequeña cartera de piel roja, de un gusto excelente, pero modesta. Soltó el tenedor y bajó la mano.

—¿Quiere usted darme la mano? No la derecha, la izquierda.

Mientras se la estrechaba recordó Javier que María Victoria, ahora tan lejana, también le daba la mano izquierda. Después siguieron comiendo en silencio.

3

Magdalena vivía bastante lejos, junto a la plaza de Italia. Tomaron el metro, y después de complicados cambios salieron a una plazoleta donde se solazaban grupos de obreros. El barrio tenía un aire proletario y tristón. Anduvieron un poco y llegaron a la casa.

—¿Quiere usted subir? El último metro es a las dos.

Javier recordó una frase de Gary Cooper en «Marruecos», y la repitió:

—Está la noche joven.

Estaba joven y lunada. La casa de Magdalena era un feo edificio de cemento, monótono como una colmena, pero al lado estaba la tapia de un jardín, y en la puertecilla de madera pintada de verde, un rótulo recomendaba precaución con el perro. Por encima de la tapia asomaban ramajes de árboles, y todo daba una grata impresión de intimidad. Le hubiera gustado que aquélla fuese la casa de Magdalena y no esta otra, tan vulgar, civil y proletaria, en la que entró, no sin ascos, preguntándose qué clase de vida podría hacerse allí dentro y qué deformación sufrirían las almas inquilinas de tan desabrido inmueble. Tropezaron con dos mujeres porteriles sentadas en sillas bajas que respondieron al saludo mordiendo las palabras. El cuarto de Magdalena estaba en el principal. Consistía en un corto pasillo al que se abrían tres puertas. Por la primera, abierta, advirtió una diminuta cocina. Supuso que la segunda correspondía al baño, y por la tercera lo introdujo Magdalena, adelantándose a encender una luz. Entraron en un cuarto rectángulo, no más grande que el suyo en la Maison Deustche. Al verlo, recordó su habitación de estudiante en Madrid, años atrás, alhajada con muebles de diverso estilo comprados en el Rastro; pero al mismo tiempo recibió la inesperada impresión de que allí habitaba una personalidad fuerte, delicada y sugestiva, y no el alma chata y deforme que la casa prometía. En un rincón, frente a la puerta, estaba un diván-cama tapizado de verde. En el centro, una mesa pequeña de líneas románticas. Después, un escritorio Renacimiento francés, un armario con libros, otra mesa, un costurero, un piano, dos sillones distintos y algunas sillas. En las paredes había grabados ingleses con escenas de caza, un Durero muy hermoso y una Virgen italiana, ambos reproducidos en colores. La ventana al fondo, con visillos azules. Sobre el escritorio, en un portarretratos doble la barbuda jeta de Carlos Marx y el semblante huidizo y misterioso de Vladimiro Ilicht, Lenin.

—Me permitirá usted, Magdalena, que oculte a estos dos. No me son simpáticos.

Ella no dijo nada, y él volvió el portarretratos de espalda, acercándolo a los libros. Luego comenzó a curiosear volúmenes. Había unos cuantos tomos de Derecho, unas Pandectas en latín, clásicos franceses e ingleses y un par de novelas policíacas.

—Magdalena —dijo, después de un examen de calmosa impertinencia—, si exceptuamos a los juristas, con los que no me llevo bien, y a sus dos santos tutelares, por los que siento absoluta repulsa, su habitación me parece simpática, y sus libros deliciosos. Y este mueble es francamente bonito.

Magdalena se acercó, y con un llavín abrió las puertas del escritorio. Apareció una serie de cajoncillos con incrustaciones de nácar, ringlados a derecha e izquierda de un pequeño templete.

—Es un mueble antiguo —dijo—. Me perdonará que no le cuente su procedencia, porque pertenece a mi pequeño mundo sentimental. Pero le dejo que lo admire y que lo revuelva, si es de su agrado. Los cajones secretos no guardan ningún secreto.

Y apretando un resorte, hizo girar el templete, dejando al descubierto un nuevo orden de cajoncillos.

—Mientras los mira, voy a hacer un poco de café. ¿Me permite que se lo ofrezca en desagravio?

Salió. Llegaron a los oídos de Javier ruidos de cacharros. De pronto perdió todo el interés por aquel mueble, y se sentó. Sobre la mesa había un vaso de cristal con rosas blancas. Quedó absorto contemplándolas y, sin quererlo, se encontró envuelto en un complicado mar de imaginaciones. Desde hacía dos horas —eran las diez— algo muy vago le andaba por la conciencia, deseando concretarse. ¿Qué quería Magdalena? ¿A qué era debido aquel cambio tan extraño? Y ahora, ¿cuál era su propósito al traerlo a su casa? Recordó que le había dicho su temor de encontrarse a solas con él en un taxi, pero esta soledad presunta había sido buscada por ella. ¿Qué clase de mujer era Magdalena, y cómo debía portarse? Su inexperiencia le hacía más oscura la situación. Temía interpretarla torcidamente, y a la vez acertar con ella. Le andaba la sangre revuelta, pero temía guiarse por ella, y a la vez, si conservaba la circunspección, ¿no se reiría Magdalena? Era una muchacha francesa, y lo que sabía de sus ideas, de ser cierto, le autorizaba a cualquier atrevimiento. ¿Y si no era cierto? Pero Magdalena era comunista, lo que significaba una rotura con los compromisos de la moral burguesa y mucho más de la moral cristiana; lo había llevado a su casa y eran las diez de la noche. Las mujeres de aspecto porteril no habían mostrado la menor sorpresa al verla entrar con un hombre, y por parte de ella no hubiera titubeo ni timidez, pero tampoco nada que presagiase una aventura. Es cierto que una vez le había dado la mano calurosamente, pero desde entonces fuera la conversación, si cordial, abstracta. Ni ella ni él habían aludido a ningún tema escabroso. Podía permanecer a su lado con indiferencia amistosamente. ¿Y si hacía el ridículo? Esta idea le aterraba mucho más que el temor a la paliza cuando escuchaba el discurso de Cassou en la Sala Wagram. Si lo que Magdalena se proponía era, efectivamente, una seducción sin consecuencia; si aquello no era más que una aventura entre muchas, y al día siguiente o a la semana todo había terminado, volviendo ella a ser la impertinente muchacha comunista, le parecía vergonzoso rendírsele de buenas a primeras, aunque fuera verdaderamente bonita. Pero aquel aire elegante y sencillo, el señorío en todas sus palabras y movimientos, y la sinceridad de su simpatía, su emoción indudable cuando salió a buscarlo y aquel apretón de manos le hacían dudar. La noche se le presentaba como un verdadero lío, y más que nunca echaba de menos el no ser, íntimamente, un hombre. Por debajo de su impasibilidad estudiada bullía un torrente de emociones encontradas, ni más ni menos que en su adolescencia, al tropezar con su primera aventura. Sin embargo, su cerebro, puesto a trabajar rápidamente, templaba poco a poco las dudas de su corazón. Creía él que, como español, sólo podía adoptar ante una mujer la postura de don Juan o la de don Quijote, y después de una cerebración difícil optó por la última, no muy seguro, sin embargo, de que la decisión fuese duradera.

Magdalena estaba de pie en el umbral, y lo miraba. Traía una bandeja con un servicio de café y dos tazas. Hasta él llegó un aroma fuerte que reveló la presencia de la muchacha.

—Siento haberle interrumpido.

—¿Por qué? Llega usted oportunamente. Temo a la soledad, porque sin querer recaigo en pensamientos ingratos. No olvide, Magdalena, que en mi país hay una revolución, y que allí tengo muchas personas queridas.

—¿Su madre?

—También mi madre.

—¿Y su novia?

—Ahora no la tengo.

Se permitía, de vez en cuando, decir alguna verdad.

—He sido muy brutal con usted, Javier. Estoy verdaderamente apenada, y me gustaría deshacer el daño.

Había dejado la bandeja sobre la mesa, y ahora servía el café. Acercó un sillón, y se sentó en él.

—¿Me deja usted sentarme según mi costumbre? Yo también soy un poco solitaria, y tengo algunos hábitos inciviles por los que siento mucho amor.

—Me gustaría que se sentase con toda libertad, como si yo no estuviera.

Recogió ella las piernas dentro del sillón, y respondió:

—No me es fácil pensar que usted no está, pero tampoco me acostumbro a su presencia. Es… ¿cómo le diría?, un poco inusitada.

«Es tan hipócrita que quiere convencerme por alusiones de que nunca ha recibido a nadie en su habitación.»

—Muchas noches vienen algunos de mis camaradas —continuó Magdalena—; pero son otros hombres. Hablamos de política y gobernamos nuestra pequeña célula comunista. También vienen compañeras de la universidad, a las que procuro convencer. Pero a usted, ni busco convencerle ni podemos hablar de radios, comités y propagandas. No es usted una experiencia nueva, pero sí es ya una experiencia extraña. ¿Quiere tomar el café? Le ruego que lo haga. En este momento no sé qué decirle.

Javier sonrió, y apuró de un sorbo la taza. Luego ofreció un cigarrillo español a la muchacha, y ella lo rechazó por demasiado fuerte.

—Me resulta extraño su aroma, pero no me disgusta. ¿Quiere usted coger ese paquete, ahí, detrás de usted? Gracias. Deme usted fuego, y dígame algo. ¡Le ruego que me crea, Javier! Estoy un poco asustada. Casi no me atrevo a hablar.

—Sin embargo, podemos decir aún unas cuantas cosas antes de que la noche se haga pesada. Podemos discutir sobre nuestras ideas respectivas, pero esto no me agrada, porque yo profeso cierta cortesía burguesa que me obligaría a darle la razón hipócritamente; pero creo que hay algunas cosas en las que podemos entendernos sin discusión. Por ejemplo…

Se detuvo. Don Juan triunfaba momentáneamente de don Quijote, y estaba a punto de cometer una indiscreción irremediable. Nada en ella autorizaba al menor movimiento. Al sentarse, se había bajado la falda como una burguesita pacata, hasta taparse las rodillas. Ninguno de sus movimientos era lascivo, ni siquiera insinuante. Se corrigió a tiempo:

—He visto sus libros, y nuestros gustos en poesía coinciden.

—¿Es indispensable hablar de poesía? Quizás otra vez. Ahora quiero oírle hablar de usted, de España, de sus cosas… Se lo ruego.

Era un buen ejercicio de ascesis resistir a la tentación de fantasear sobre sí mismo, disimulando su realidad tras su entelequia. Contuvo el torrente de mentiras que le ofrecía la imaginación, y habló de su tierra, de sus hermanas, de su madre. Magdalena le escuchaba atentamente. A veces interrumpía, haciendo una observación o una pregunta.

—¿Y usted? ¿Qué hace usted en París?

Él estaba de paso. Pensaba marcharse a América en el otoño, si antes la revolución, convirtiéndose en guerra, no le alteraba los planes. A su viaje solía llamarle, irónicamente, la expedición a la Isla de San Balandrán, por lo que, aparentemente, tenía de fantástico y de absurdo.

—¿Es usted, efectivamente, fascista?

Era difícil responder. ¿Quiénes eran los fascistas para una muchacha afiliada a la Tercera Internacional? Si eran fascistas todos los enemigos de la revolución proletaria, él también lo era, indudablemente. Pero sólo de esa manera un poco vaga y sin compromiso.

—Así, pues —dijo ella sonriente—, somos enemigos mortales, en cierto modo.

—En todo caso, enemigos en tregua.

—¿Tiene usted amigos en París?

—Los que usted me conoce, me desagradan. No quisiera encontrarlos más. Prácticamente, estoy en rigurosa soledad.

—Bueno, yo seré un poco su amiga. Por lo menos, mientras dure la guerra y esté usted inquieto por la suerte de sus hermanas. Después podemos iniciar las hostilidades.

Hablaba riendo, con una risa de lejana melancolía. Le pidió un pitillo.

—¿Por qué fuma usted tanto?

—Es un vicio solitario, porque yo también estoy un poco sola. Claro que tengo algunos más, francamente románticos, pero no estoy dispuesta a revelárselos. Tendría usted armas contra mí, y debo ser precavida.

Pensó Javier que serían las rosas o el piano. O quizás alguna lectura heterodoxa.

—En todo caso —añadió ella—, son vicios inofensivos.

Después habló de sí misma. Estudiaba Derecho en la Sorbona y esperaba licenciarse pronto. Se especializaría en delitos sociales, por disciplina del partido, para defender a sus camaradas. Era probable que, más adelante, marchase a Rusia, a estudiar la concepción soviética del Derecho.

—¿Y su vida privada? ¿No piensa usted casarse? ¿No tiene usted una vocación o un proyecto?

Los comunistas carecían de vida privada, o, por lo menos, la vida privada no decidía su destino. Ella, como todos sus camaradas, obraba siguiendo órdenes cuya procedencia no se paraba a averiguar, ni cuya oportunidad discutía.

—La revolución me ha exigido una entrega total de mi ser. Soy una pieza minúscula en una máquina inmensa que pronto moverá todo el mundo.

Ahora, repetía lugares comunes y frases hechas de la propaganda revolucionaria. Pero su voz, profundamente personal, les daba vida y dignidad.

Salió Javier de la casa después de las doce. Habían convenido almorzar juntos a la mañana siguiente. Ella lo acompañó hasta la calle y le dio la mano. Javier se limitó a una despedida cortés. Anduvo varios pasos y volvió la cabeza. Entonces ella, que permanecía arrimada al quicio, dijo en voz alta:

—¡Au revoir, Javier!

Volvió la esquina. Una trotona gorda, rubia y repintada, con muchos brillos en manos y garganta, le ofrecía paraísos por pocos francos. Siguió adelante sin hacerle caso. La ramera le seguía, multiplicando las promesas. Al entrar en el metro, le dio una moneda de diez francos, que fue recogida al vuelo con un grito de agradecimiento.

Después, procuró no pensar en nada.

4

Se vieron al día siguiente, en la Sorbona, y antes de almorzar recorrieron juntos varias librerías, a donde Javier la llevó premeditadamente. La noche anterior había rehusado hablar de poesía, y Javier sospechaba que ella, como él, se valía de los libros para montar también su pequeña farsa. La materia poética hubiera sido un buen pretexto de conversación, ciertamente rechazado por otro más humano; pero Javier no se explicaba demasiado bien aquel repentino interés por su persona y por cuanto le concernía. Reconociendo en sí una peligrosa tendencia a la vanidad, no quería interpretar, sin embargo, lo ocurrido el día anterior como un triunfo personal. Que ella le hubiera seguido después de sus gritos imprudentes, no era más que el efecto de un acto aparentemente arriesgado sobre un corazón femenino y acaso impresionable; que después se hubiera reconciliado, era tan sólo la consecuencia. Pero él la había conocido «disfrazada», y su comportamiento actual podía ser otro disfraz, acaso de la misma naturaleza que el suyo. Ella le había pedido que la aceptase como era, y esto valía tanto como negarse a responder a cualquier pregunta antes de que fuese formulada. Y, sin embargo, él hubiera deseado hacérselas. Le hubiera gustado acorralarla en un interrogatorio despiadado, mostrándole sus aparentes contradicciones y obligándola a revelar la verdad. Pero no podía hacerlo. Sin embargo, una estrategia hábil y disimulada le conduciría al mismo fin. Magdalena tenía en su cuarto dos docenas de libros exquisitos. ¿Eran para ella como los textos griegos y alemanes para él? ¿Los leía, efectivamente, hallando gusto en ellos? Pensaba averiguarlo, con algunas cosas más, aquella misma mañana.

Le pidió que lo guiase: quería comprar algunos volúmenes franceses, antiguos y modernos. Sí, algunos clásicos, y también contemporáneos. Lo mismo Ronsard que Rimbaud. ¿Le gustaba a ella Ronsard? ¿Y Rimbaud? Él no conocía demasiado bien los líricos franceses: se había limitado a estudiarlos a través de antologías. Recordaba vagamente los sonetos a Helena y la Estación en el Infierno.

Ella, en cambio, los recordaba muy bien. Ronsard, desde los años colegiales. A Rimbaud lo había leído mucho más tarde, siendo alumna de la Facultad, y no le gustaba demasiado. Sí; claro que comprendía su poesía, aunque George Tefas la calificase de «obscurantista»; pero apenas si hallaba eco alguno en su corazón. No gustaba demasiado de los líricos franceses: prefería los alemanes y los ingleses. Shelley, desde luego. Y Rilke. ¿Él no conocía a Rilke? No importaba su escaso conocimiento del alemán: había una buena traducción francesa, e iban a buscarla en seguida.

—Al fin, hemos hablado de poesía —dijo ella una vez.

—Era una conversación fatal entre nosotros. ¿No le parece así? Ayer la hemos desechado, y hoy vino rodada.

—Por fortuna para mí, no ha pasado de una conversación privada. Carezco de ideas sobre la poesía. Me gusta, o no me gusta: esto es todo. Nunca se me ha ocurrido pensar sobre ella. Tengo una vaga noción superficial de las escuelas y los estilos, más vaga y más superficial cada vez, porque el colegio está lejano. Usted se reirá de mí si mezclo en mis preferencias a Ronsard y a Shelley; pero Ronsard lo aprendí casi niña, y acaso no sean sus palabras, sino lo que traen consigo al ser recordadas, lo que me place en ellas. A veces, me sorprendo a mí misma recitando, y entonces descubro un deseo secreto de volver al pasado, engolfándome en lo que cada verso me suscita. Claro está que esto sucede pocas veces, y a mi pesar.

La primera experiencia había fracasado. Compró algunos libros por justificarse y le pidió que lo guiase a algún restaurante para almorzar; pero rechazó la sugerencia de cualquiera de los próximos, porque a aquella hora estaban llenos de estudiantes, y de «Chez Rosalie», porque estaba demasiado lejos. Él quería, por una sola vez, que fuesen juntos a algún lugar silencioso, elegante y recogido, sin yanquis ni otras gentes demasiado estrepitosas.

—Me pide usted que vaya a lugares que no piso hace demasiado tiempo.

No era probable que se encontrasen allí con ningún camarada; en todo caso, ella podía justificarse diciendo que se trataba de una «conversión». Buscaron un taxi, ella dio una dirección, y partieron. El taxi se detuvo en una calle silenciosa y limpia, en un barrio desconocido. Entraron en un salón de pequeñas dimensiones, amueblado según el mejor gusto francés, donde Magdalena debía de ser conocida, porque el jefe de comedor se les acercó sonriente y la saludó. Hablaban en voz baja, y Javier sólo entendía a medias la conversación. Hacía mucho tiempo que mademoiselle no venía por allí. Mademoiselle estaba muy hermosa. ¿El señor era hermano de mademoiselle? ¡Ah, el señor era extranjero! Entonces, Ies ofrecería la cocina más selecta, y los vinos de mejor reputación, etcétera.

Y esta segunda experiencia no hacía más que aumentar sus confusiones. Magdalena se movía con segura naturalidad en aquel mundo, tan distante del Barrio Latino como de la Cintura Roja, pero eso no hacía más que asegurarlo en algo que sospechaba. Pero, ¿de dónde le venía aquella naturalidad? ¿Había nacido en las clases elevadas, o había pertenecido a ellas de modo subalterno? Podía haber sido institutriz de una gran casa o amante de un gran señor. En cualquiera de los casos estaba justificado el supuesto resentimiento que, finalmente, la condujera al comunismo.

Personalmente, se sentía inclinado a la primera solución, porque estaba más de acuerdo con lo que de ella había visto y sabía. Ciertamente podía equivocarse, pero, en todo caso, era una hipótesis que permitía seguir a su lado y explicársela. No es posible la amistad entre dos personas que se conocen fragmentariamente, y él le había dicho a ella lo suficiente para que tuviera una idea general, si bien había mentido lo bastante como para que esta idea fuese equivocada. Estaba justificado que él, a su vez, adivinase o averiguase; y siendo imposible la averiguación, la adivinación quedaba como último remedio. Y lo que él adivinaba, o suponía, era esto: Magdalena había nacido de una familia burguesa, lo bastante acomodada como para darle una buena educación y lo bastante pobre como para obligarla a utilizarla como medio de subsistencia. Magdalena era inteligente y bonita, y se había asimilado con facilidad femenina los modos sociales de las clases superiores, entre las cuales de alguna manera había vivido; pero no pudiendo incorporarse a ella —por ejemplo, mediante un matrimonio—, o bien sabiéndose desdeñada, se había vuelto contra la sociedad en nombre de la justicia o de cualquier otra idea igualmente general y vaga. De su paso por un mundo superior le quedaban gustos refinados, revelados por su modo habitual de vestir —salvo cuando se disfrazaba— y por su pequeña habitación cercana a la plaza de Italia. De su formación intelectual, el gusto por la poesía y su decisión de estudiar Derecho. Indudablemente, vivía en cierta dualidad que le permitía, por una parte, ser militante del partido comunista, y por otra, ofrecérsele generosamente como amiga mientras durase su estancia en París. ¿Generosamente? Si su hipótesis era cierta, o simplemente aproximada, cabía descartar los motivos generosos —no imaginaba, por un momento, la existencia de una razón sentimental, que hubiera sido inexplicable por su rapidez—: él representaba la oportunidad de volver temporalmente a cierto mundo, aunque fuese de una manera episódica, como lo era esta visita a un restaurante indudablemente selecto. Además, su compañía no desentonaba, ya que dominaba el disimulo lo suficiente para superar sus propias deficiencias, observaba lo necesario para corregirlas, y vestía con la elegancia descuidada de quien, por personal superioridad, no cree demasiado en la elegancia.

Había llegado a esta hipótesis por selección y eliminación de multitud de ideas afluentes, suscitadas por palabras de Magdalena, por gestos o por simples inducciones, con la colaboración inconsciente de algunas novelas vulgares leídas años atrás y olvidadas. Descartó el posible origen plebeyo de Magdalena, tras un examen detenido de todos sus rasgos, en los que nada era vulgar o primitivo, y, al mismo tiempo, el que su resentimiento fuera un legado de clase. Tampoco le parecía una joven esnob jugando al radicalismo por aburrimiento o cansancio: su seriedad la hacía incompatible con las actitudes frívolas.

Pero cualesquiera que fuesen las razones o las pasiones que la hubieran llevado al comunismo, era encantadora como compañera y como mujer. Se sorprendió Javier contemplándola con arrobamiento, y por un momento temió haberse delatado, porque no estaba dispuesto a que ella lo descubriese, ni menos a que un simple placer contemplativo —absolutamente contemplativo— lo situase en un plano de inferioridad.

Ella le proponía verse diariamente, cenar juntos, hablar y pasear, «porque él estaba solo e inquieto por la suerte de su familia». Parecía interesada en justificarse, como si estuviese cometiendo un pecado o una debilidad; y a él le divertía verla recaer siempre en el mismo argumento, con insistencia pueril. Le pidió que, por aquella tarde, fuese ella quien le condujese, porque esperaba hallar en los lugares elegidos un nuevo resquicio para conocerla, o una razón nueva en que apoyar sus suposiciones; y antes de salir del restaurante, había llegado a muchas conclusiones previas: esnobismo, si lo llevaba a barrios elegantes; pedantería, si a algún museo o lugar de diversión intelectual; cinismo, si a los barrios populares de Saint-Denis. Pero ella se limitó a decir:

—Andemos por París. Hallaremos algún lugar bonito e inesperado.

Siguieron unos días cuya monotonía sólo se alteraba cuando, por las tardes, se encontraba con Magdalena «Chez Rosalie». Hasta aquella hora, copiaba en la Biblioteca por matar el tiempo, deambulaba por las calles vecinas al Louvre y al Palais Royal, comprando, una tras otra, las ediciones de los periódicos vespertinos. Las noticias eran disparatadas e increíbles, y sin embargo, tenía ya tal necesidad de ellas, que aun siendo absurdas, se inclinaba a creerlas contra toda razón. Le habían rechazado telegramas y no recibía carta alguna. Había aprovechado como elemento de su farsa la suerte de su familia, y ahora se sentía impotente ante la inquietud. Los franceses se dividían en dos bandos, según sus simpatías, y, al saberlo español, cualquier conocido reciente le preguntaba por su parcialidad. De sus amigos, Álvarez de las Asturias se inclinaba por los sublevados, en tanto que Pedro Cantero despotricaba contra ellos, apoyándose en los argumentos del catolicismo francés de izquierdas. Pero George mantenía su simpatía y le trataba con cordialidad. Solían comer juntos, cuando se encontraban en la Ciudad Universitaria, y a veces lo hallaba tan perfecto y virtuoso, que cometía con él pequeñas sinceridades. Habían tomado la costumbre de prolongar la sobremesa en la celda de Javier, porque su café era bueno y le gustaba la fruición con que el griego lo bebía, como le gustaban sus largas conversaciones sobre el cristianismo.

La presencia de Magdalena lo hacía feliz, hasta hacerle olvidar sus preocupaciones; y cuando se daba cuenta, se esforzaba en reproducirlas, repitiendo las mismas quejas o los mismos comentarios que espontáneamente hiciera a cualquier otra persona. Ella le daba noticias que aseguraba fidedignas y que siempre eran favorables a la sublevación, y afirmaba tener la certidumbre de que a su familia no le pasaba nada. Pero Javier no necesitaba más que su sola presencia para tranquilizarse. Prolongaba la compañía con pretextos fútiles, y procuraba acompañarla hasta su casa. Ella, sin embargo, no lo invitaba a subir. Se despedían en la puerta, y ella no se retiraba hasta que él desaparecía tras la esquina. Al quedar solo, se reanudaba la inquietud. Solía llegarse a Montparnasse, a leer en los transparentes las últimas noticias, y después, en el último metro, regresaba a su celda.

Cada día pasado le arrebataba el sueño, y poco a poco era habitual en él acostarse de madrugada, con el cielo iluminándose sobre Montsouris. Leía o escribía, y, al sentir la fatiga, paseaba o contemplaba el parque. Pensaba con frecuencia en Magdalena, y pronto se confesó que sentía por ella una inclinación peligrosa, que se empeñaba en reducir a lo simplemente carnal. Repasaba en la memoria las palabras dichas, los lugares recorridos, así como sus gestos y movimientos, buscando en ellos el origen de la atracción. Pero la conducta de Magdalena no podía ser más recatada. Diríase que sus creencias políticas la habían conducido a un grado extremo de virtud y pureza, porque sus palabras eran transparentes y en sus rasgos y en sus gestos no había lascivia. Parecía como si hubiera eliminado de su mundo la sexualidad y deliberadamente tratase de reducir sus encantos. Sus trajes eran siempre sencillos y su rostro seguía virgen de pinturas. Y, sin embargo, su persona se envolvía en una atmósfera de seducción indefinible, que obligaba a Javier a escucharla o contemplarla hasta la inconsciencia. Muchas veces, Magdalena se le cogía del brazo, y entonces a duras penas disimulaba el orgullo de llevarla a su lado.

Pero Magdalena no sólo era encantadora, sino útil. Resolvía todas las dificultades de Javier en una ciudad desconocida y hostil, pero las resolvía discretamente, como por casualidad, casi sin que él lo notase. Tenía la virtud de llegar a las soluciones y los remedios como milagrosamente, eliminando los ingratos matices de la oficiosidad. Javier había empezado por pensar que ella naciera para servir, pero concluía que su destino cabal fuera mandar, aunque no en una célula política, sino en el mundo limitado y complejo de un hogar. Su hipótesis inicial se había corregido en algunos puntos, singularmente cuando la supo de sangre bretona. Entonces, muchas cosas de su conducta se le aclararon, por comparación con las mujeres de su tierra, que también sabían servir en discreto silencio y conducir hogares sin varones. Y se sintió más cercano a ella, como se sienten las personas unidas por un lejano parentesco. Javier conocía el legendario y misterioso mundo céltico, pero lo conocía artificialmente, no a través de consejas, sino de libros. Estaba orgulloso de su sangre, pero el orgullo le había llegado tarde, por obra de convicción, no por nacimiento espontáneo en su propia alma. Los días de morriña se sentía empujado por una fuerza irresistible a aquel mundo de nieblas, y rogaba a Magdalena que le refiriese viejas leyendas marineras de ciudades hundidas, de campanas sonando en el atardecer, de navegantes encantados y apasionadas mujeres. Entonces ella contaba incansablemente, en su francés raciniano de limpia fonética y clara sintaxis, y lo contaba con dulce ironía, como se cuentan las cosas que se han amado, pero en las que ya no se cree. Al descubrir en ella esta deliciosa vena de fantasía no podía adscribirla a un hogar burgués de limitado horizonte espiritual, viviendo desde la infancia en una atmósfera de dificultades económicas y resentimientos sociales. Prefería suponerla vástago desgajado, acaso violentamente, de cualquier vieja familia rural, quizá de la pequeña nobleza campesina. En sus relatos hablaba frecuentemente de casas cubiertas de bálago, de tilos antiguos; pero también de barcas y pescadores, como de oficios desaparecidos y talleres artesanos. Era difícil averiguar su origen, al cual nunca se refería: y arriesgado aceptar como hecho indudable una infancia campesina, porque también él, si se lo hubiera propuesto, hubiera podido atribuirse historias semejantes y contarlas a alguien con emoción idéntica.

El saberla bretona le había llevado a prestar más atención a su rostro, o mejor otra clase de atención. La había reputado de bonita demasiado a la ligera, tomando por belleza lo que era encanto. El rostro de Magdalena era sorprendente en el conjunto e imperfecto en los detalles. Su frente, quizá demasiado ancha, como sus pómulos; la boca, de dibujo correcto, pero delgada, y el labio superior un poco levantado, añadiendo en expresividad lo que perdía en corrección. La color dorada de su piel hubiera exigido unos ojos oscuros y apasionados, no claros y melancólicos. Y su cuerpo, sólo a fuerza de estilo y ritmo superaba su delgadez y angulosidad. Magdalena distaba tanto del arquetipo físico de la mujer clásica como de su arquetipo espiritual.

Javier, en sus nocturnas y largas horas solitarias, analizaba la naturaleza de aquella atracción de que se sentía víctima un poco involuntaria. Pero su análisis era sofístico y parcial, porque «a priori» colocaba la conclusión y no hacía sino buscar caminos que le condujeran a ella. «¿Por qué —se preguntaba— siento por Magdalena una atracción puramente carnal?» La comparaba a las mujeres que le habían gustado, no sólo mujeres vivas y reales, sino también vagos fantasmas cinematográficos de existencia lejana y casi mítica, y buscaba en el de Magdalena reminiscencias de los rostros enormes de la pantalla. Había llegado, por eliminación, a circunscribir las semejanzas a tres únicas faces, comunes en el estilo: Greta Garbo, Joan Crawford y Katherina Hepburn. Como las tres, no era hermosa, y como ellas, le venía el encanto del alma, que, a veces a su pesar, revelaban las facciones, y no de las facciones mismas. La comparaba también con María de las Mercedes y con María de la Victoria, pero cualquiera de ellas tenía mayor capacidad de seducción estrictamente carnal. Los senos virginales de María Victoria y las caderas maternales de María de las Mercedes explicaban tanto los malos pensamientos como los malos deseos. Pero él había conocido una Magdalena de pecho raso, y sólo después de saberse encandilado, una tarde calurosa había descubierto, bajo la blusa de seda blanca, unos senos altos y apartados que pudieran definirse, con terminología tauromáquica, como los recios cuernos abiertos de algunos animales. Fue una revelación descubrirle aquel atractivo que ella ocultaba y en el que quizá residiera su único sex-appeal, y creyó que en lo sucesivo centrarían sus imaginaciones como los cuernos del toro centran los remolinos del capote; pero acabó reconociendo que no alteraban el ritmo de su sangre ni la naturaleza de sus deseos. O, mejor, que la sangre se le removía por un esfuerzo de voluntad, y que acudía al deseo para anular un peligroso haz de sentimientos.

Se sentía paulatinamente modificado, como si la presencia de Magdalena hubiera revolucionado su espíritu, provocando una transformación. Eran sólo síntomas, advertidos con espanto, pero también con regocijo, porque él hubiera esperado, de hallarse sumido en un estado pasional, un regreso a la sinceridad, al ser auténtico que escondía. Pero, por el contrario, su persona tendía a identificarse con algunos aspectos parciales de su máscara, como si el rostro oculto transfundiera su sangre caliente al cartón superpuesto. Simulaba parcialidad política, fe y mundanidad, las tres facetas de su defensa más útiles e importantes, pero que no le servirían de nada si, como esperaba, era América algún día el fin de su camino. Había momentos en que la noticia de un triunfo militar hipotético le llenaba de entusiasmo, o defendía ardorosamente el catolicismo romano contra las acusaciones de George; sus motivos de estimación personal habían variado, y perdonaba la majadería de Álvarez de las Asturias en gracia a su simpatía por la sublevación española y las utopías politicorreligiosas de George por su profunda fe.

Finalmente, su mundo sentimental, hasta ahora sumiso, andaba revuelto y turbio, con extraños gérmenes de debilidad. Lo había descubierto una noche, en el cine, junto a Magdalena. Apoyaba inconscientemente el brazo sobre el respaldo de la butaca, y sintió en el hombro la presión suave de una cabeza, como si se reclinara. No prestó atención, porque la escena se la atraía: proyectaban «Cristina de Suecia», y la protagonista, después de una disputa cortés, descubría ante Pimentel, asombrado, la verdad de su sexo. Greta Garbo arrojaba el sombrero con maravilloso gesto, y, entregándose a la fatalidad, aceptaba el amor inesperado. Javier juzgaba la interpretación, comparando la seguridad de Greta Garbo con la torpeza de John Gilbert, y por un momento vio su propia vida presente traspasada a la pantalla. Volvió la cabeza: Magdalena se había, efectivamente, reclinado sobre su hombro, los ojos cerrados y la respiración profunda. El brazo caía a lo largo del cuerpo, y de entre sus dedos ascendía, perfumada, una espiral de humo. Podía rozarle el cabello con los labios y aspirar su fragancia. Magdalena semejaba una criatura que encuentra un refugio después de un gran pavor. Su primer pensamiento fue creerla enamorada; pero era tanto su miedo a la vanidad, que prefirió buscar otra explicación: la escena amorosa había despertado en ella anhelos reprimidos, y por un momento cerraba los ojos y se entregaba a una ilusión fugaz. Y entonces, contra toda previsión, se sintió inundado de ternura y deseó ardientemente que Magdalena pudiera ser feliz. Recordándolo más tarde, comprendió que la ternura era un sentimiento peligroso en la lucha por la vida, y que, si sus proyectos habían de realizarse, tenía que ser tan duro con los demás como lo era consigo mismo.

5

Amaneció un día plomizo e ingrato, y a las nueve, cuando Javier despertó, orvallaba. Se vistió mecánicamente, con mucho sueño en los ojos y un desagradable gusto agrio en la boca. Un trago de coñac no hizo sino empeorarlo. Sin pensarlo, se encontró en la calle, bajo la lluvia, con gabardina gris y tocado de boina. Recordó una cita con Álvarez de las Asturias en la Biblioteca Nacional, y apuró el paso. Se detuvo un instante en el café, junto al metro, y antes de desayunarse bebió una copa de champán. El vino le hizo revivir y el café caliente acabó de templarlo. Más contento ya, compró «L’Action Française» y «L’Époque» y se entretuvo en leerlos durante el viaje. A aquella hora, el metro caminaba solitario, y pudo sentarse sin ninguna incómoda vecindad. León Daudet escribía acerca de España con certeza y violencia, y en la primera página aparecía Blum exhibiendo su rostro de camello. Se apeó en Palais Royal, y antes de entrar en la calle Richelieu contempló un momento las pistolas expuestas en el escaparate de una armería. Después siguió adelante, atravesó el gran patio desierto, cuyas piedras mojadas negreaban más que nunca, y entró en la sala de manuscritos.

El sirviente a quien se acercó le saludó sonriente.

—¿Cómo va la guerra de su país? Habrá visto usted que los gubernamentales triunfan, aun sin nuestros aviones.

Contestó con una evasiva y fue a ocupar un pupitre frontero, donde un dominico estudiaba sobre un manuscrito hebraico. Abrió el suyo y copió mecánicamente durante algún tiempo. Después consultó el reloj. Eran cerca de las once, y el venezolano no había aparecido. Siguió copiando, y al hacerlo ponía todo el empeño en apartar de la mente las habituales imaginaciones. La letra borrosa del manuscrito le fatigaba, y permaneció unos minutos con los ojos cerrados. Luego, apartando el manuscrito, requirió los periódicos y leyó de nuevo cuidadosamente todas las noticias, hasta las últimas, referentes a la guerra. «L’Action Française» mantenía abierta simpatía por los sublevados, pero «L’Époque» iniciaba una serie de dudas y distingos. Le vinieron ganas de arrojarla al suelo y pisotearla. Aquellos burgueses anteponían a la justicia el interés nacional, y después de su momentánea indignación acabó comprendiendo que era explicable. Volvió al manuscrito, y cuando estuvo absolutamente fatigado dejó todo sobre la mesa y marchó al restaurante. Su mesa habitual, junto a la ventana, estaba vacía. Pidió rosbif con patatas y una tortilla, y había comenzado a comer cuando un cura vino a sentarse en la misma mesa. Saludó secamente. Luego le pidió los diarios, les echó una ojeada y se los devolvió diciendo «gracias». Javier se levantó. Pagó su cuenta y salió al patio. No había nadie, pero no se atrevió a fumar. Buscó cerca un portal propicio y se instaló allí, sin perder de vista la entrada de la Biblioteca, por si Alfonso aparecía. Había ya consumido un cigarrillo y encendía el segundo, cuando divisó la figura alta y desgarbada de George Tefas, parado a la entrada del palacio, mirando a un lado y a otro.

—¡Eh, George! —gritó.

Éste hizo una seña y cruzó, rápido, la calle hasta acercarse.

—Le buscaba, Mariño. Fui a la sala de manuscritos y vi sus papeles allí. Le suponía almorzando, y al no encontrarle recordé su mala costumbre de fumar. Me alegro de haberle encontrado.

—Con gusto hubiera almorzado en su compañía. Estoy destemplado de cuerpo y de alma, y necesito hablar, quejarme, desesperarme con alguien. Esta incertidumbre es abrumadora.

Sonrió George benévolamente.

—¿Quiere que vayamos hasta un café? No tengo ganas de trabajar, y como aún no he almorzado, podría hacerlo mientras usted me habla. También tengo deseos de escucharle.

Convinieron en encontrarse a la puerta de la Biblioteca, y entraron cada uno a recobrar sus utensilios y papeles. Casi al mismo tiempo llegaron a la puerta, y marcharon, protegiéndose de la lluvia, hacia el café Palais Royal. George hizo una observación graciosa sobre la boina que Javier llevaba.

Acomodados junto a una ventana, pidió el griego un doble café con leche y unos bollos, y preguntado si sólo comía aquello, respondió que tenía poco dinero. No le pareció a Javier discreto ofrecerle un almuerzo mejor, y mientras George engullía con buen apetito él se entretuvo mirando las gentes que pasaban apresuradas, envueltas en impermeables.

Después hablaron largamente de la guerra y de otras cosas. De buena gana le hubiera preguntado algo de Magdalena, pero esperaba que viniera la ocasión rodada. Apareció al mencionar el mitin de la Sala Wagram.

—Estuve allí, por cierto. Fui con Magdalena.

—Ella me lo ha contado. Y me dijo que se portó usted audazmente.

—¿La ha visto? —y después de preguntar comprendió que era pueril.

—Hemos estado juntos casi toda la tarde de ayer. No hablamos más que de usted.

No se atrevía a gallear en presencia de George, de suerte que no le fue fácil disimular el rubor ni aun encendiendo apresuradamente un cigarrillo.

—A primera vista parece extraño su cambio de actitud, pero yo lo esperaba. Le dijo la otra tarde demasiadas ferocidades, que no podían ser sinceras.

—Mis primeras relaciones con ella no fueron muy cordiales.

—Lo sé. Sé todo lo que ha pasado entre ustedes, y casi las mismas palabras que se dijeron. Magdalena tiene una memoria admirable.

—No acabo de explicarme cómo es usted su amigo, George. Poco conozco a Magdalena, pero hay entre ustedes una enorme diferencia de ideas, mayor acaso que entre ella y yo. No soy capaz de adivinar un posible diálogo.

—Por debajo de toda diferencia, yo no soy más que un hombre y ella es una mujer. En ese terreno nos entendemos perfectamente.

Lo hubiera dicho otra persona, y creería que el «entendimiento» se refería a otras cosas. Pero en George no eran imaginables relaciones incorrectas.

—Magdalena no es una mujer feliz, y yo tengo simpatía por cualquier alma doliente, aun por quien se niega a creer en el alma. Además, nuestra amistad es anterior a su conversión al comunismo.

—¿Qué sabe usted de Magdalena?

Lo preguntó espontáneamente, pero en seguida se arrepintió, e intentó corregirlo.

—Bueno. La pregunta es indiscreta. Le pido que la olvide.

—También esperaba que usted me la hiciera. Ella me la hizo por lo menos dos veces.

—Entonces, dígame usted lo que sepa. O lo que quiera. Apenas sé nada de Magdalena, y confieso mi curiosidad. Es una mujer interesante.

—¿Por qué, Javier, no es usted más humano? Dice usted que es interesante como si fuera un personaje de novela, y, sin embargo, Magdalena es una mujer real y desdichada. Es usted un esteticista consumado, y eso no me parece bien.

Javier se mordió los labios.

—Está usted muy lejos de la caridad, mucho más lejos que ella. Para cualquiera de esos que pasan corriendo ante nuestros ojos, Magdalena sería un cuerpo bonito. Usted, Javier, es superior, y la estima como un alma bonita. Pero tan ofensiva es para Magdalena esta estimación como la de un hombre carnal, y las dos son igualmente superficiales. Usted desconoce el dolor, y sólo el dolor humaniza y ennoblece. Ella es más humana y más noble que usted. Ni un solo momento ha pensado en que usted sea elegante o guapo ni en que sea ingenioso o inteligente.

—Nos apartamos de la cuestión. Tengo una gran curiosidad por conocer… digamos la biografía de Magdalena.

—Ésa no puedo decírsela, en parte porque casi la ignoro. Magdalena acostumbra a abrirme su alma, pero de una manera parcial. No es que me oculte nada voluntariamente, sino que en cada una de sus confidencias me ofrece aquella parte de sí más viva en el presente, con olvido de todas las demás. Si ahora, esforzando la memoria, lograse reconstruir una totalidad aproximada, le aseguro, Javier, que no sería una historia demasiado divertida, como las que parecen gustarle. Pero no me creo autorizado a hacerlo. Es cierto que ella me preguntó cosas de usted, y que yo se las dije. Pero, ¿qué sé yo de usted? Nos conocemos hace muy poco tiempo y somos dos hombres muy distintos. Hemos hablado de muchas cosas, pero no hemos hablado de usted ni de mí, y lo que sepamos el uno del otro, más procede de adivinación que de confesión. Yo le tengo a usted una gran simpatía, y sé que hay ya una cosa que le acongoja: su Patria está entregada a una guerra dolorosa, y usted ignora la suerte que habrán corrido personas de su amor, y no creo equivocarme al pensar que este dolor presente es un buen principio. Pero no es bastante. No entendería usted lo que le pasa a Magdalena, o lo entendería superficialmente, como entendería el doliente caso expuesto por un novelista, es decir, sin compartirlo. Usted no es lo bastante cristiano para compadecerse con Magdalena, y sólo así yo le podría decir algo o todo de lo que de ella sé.

Calló, y Javier no dijo nada. George era un hombre honrado y su sola presencia exigía sinceridad, y ahora, lo más sincero era callar.

Después de un rato, George habló de nuevo:

—Quiero pedirle un favor, querido amigo. ¿Estará usted dispuesto a hacérmelo?

—Estoy seguro de que sí.

—Evite usted a Magdalena.

—¿Por qué me lo pide?

—Esto sí que puedo decírselo. Le pido que no vuelva a verla porque no le creo dispuesto a casarse con ella.

Detrás de George había un espejo, y en él vio Javier su propio rostro sorprendido y espantado.

—¿Usted cree, pues…?

No se atrevía a hacer la pregunta por temor de que sobre la sorpresa apareciera la vanidad.

—Creo que está enamorada de usted, y creo que usted ni la ama ni se casaría jamás con ella aunque llegase a amarla.

—Y eso, ¿por qué?

—Porque es usted un hombre mundano, distinto acaso de lo que en París se entiende por mundanidad, pero mundano al fin. Un francés depravado no vacilaría en casarse, probablemente. Pero un español como usted, perdida toda creencia, menos la del honor y todas esas cosas, no lo haría. Usted se cree un hombre libre porque se ha desprendido de multitud de prejuicios, pero no lo es hasta el punto de hacer su esposa a una mujer que ha tenido un amante. Si fuera usted cristiano, creería, como yo, que nadie es nadie para juzgar los actos ajenos. ¿Qué es para usted una mujer que tuvo un amante? ¿Sería usted capaz de respetarla como su esposa sacramental?

—No lo sé.

—Le he dicho demasiado de Magdalena sin habérmelo propuesto. Ahora le repetiré mi ruego, pero de otra manera: si usted se cree capaz de arrepentirse de su vida, de sentir por ella un gran dolor…

—No tengo nada de qué arrepentirme.

—Es usted diabólicamente orgulloso, y eso le perderá. Todos tenemos en nuestra vida pecados enormes, y usted los tiene como todo hombre, aparte la participación que nos cabe a todos en los pecados de los demás. Ahora le pregunto, y le ruego que me conteste con sinceridad: ¿Ha tenido usted relaciones íntimas con alguna mujer?

—Con bastantes.

—¿Y las amaba usted?

—No.

—No tuvo usted ni tiene la disculpa del amor. Se ha entregado usted a ellas por puro placer o por pura vanidad, sin que haya constituido una tragedia ni haya trastornado su vida. Hace bastantes años (corríjame si me equivoco), usted creía en Dios, y ha dejado de creer por razones puramente intelectuales o por tibieza inicial convertida luego en frialdad y por último en descreimiento. ¡Por favor, no insista usted en asegurarme su fe! Se ha desprendido usted de ella cómodamente. Ni hay vacío en su vida ni hay dolor. Ama usted a su madre, pero con simple amor humano. ¿Ama usted a alguien más? No lo sé, pero es posible. ¿Y qué ve en esas personas amadas? Cualquier cosa, menos sus hermanos en Jesucristo. Todos esos amores pueden desaparecer, barridos por cualquier circunstancia, acaso por la muerte. Y, sin embargo, usted pudo eternizar esa vida amorosa. Y el no saber eternos sus amores no altera su frialdad ni acongoja su alma. Usted ha dilapidado su vida o está dispuesto a dilapidarla con mujeres a las que se entrega sin pensar que no sólo se ofende a sí mismo, sino que ofende a una criatura de Dios. ¿Ha pensado alguna vez que la mujer que tiene entre sus brazos es una cristiana, o es, por lo menos, participante en su misma humanidad y con idéntica jerarquía? Imagino que, de llegar a ese estado, debía usted sufrirlo profundamente. Pero usted no padeció jamás; llegó a la vida aligerado del lastre espiritual que justifica el sufrimiento. Usted no ha tenido jamás conciencia del pecado, no hay un pecado tremendo en el centro de su vida, a partir del cual se le haya desmoronado, yéndose sin la mano de Dios por cualquier camino.

Calló un momento, y continuó:

—Le supongo lo bastante inteligente como para comprender que estoy haciendo una comparación. Todo eso que le falta a usted existe en la vida de Magdalena. Hubo un tiempo en que ella era distinta mujer de lo que es hoy. Pero no tuvo fuerza bastante para soportar el pecado o su experiencia humana fue demasiado fuerte…, ¡qué sé yo!, y ahora está su vida descompuesta; pero donde usted pone vacío tiene ella dolor, y una tremenda angustia donde usted indiferencia. Permítame que le recuerde aquella pareja del Dante, Paolo y Francisca, eminentes en el sufrimiento; si le supiera capaz de acompañar a Magdalena en idéntico vuelo quejumbroso, yo no le diría nada, Javier; pero sé que sólo a ella le tocará seguir sufriendo, y en ese caso prefiero que sea en soledad. Y perdóneme si le he dicho, entre estas cosas, alguna que haya podido lastimarle. Créame cuando le digo que le estimo y le tengo muy cerca de mi corazón.

Fuera seguía lloviendo. Los soportales rebosaban gente acogida a su cobijo, y los ámbitos del café estaban llenos de rumor bullicioso: bellas mujeres que hablaban, piezas de loza al chocar, y muy al fondo un violín que parecía tocado en el límite del otro mundo. Javier lo percibió todo al hacer George silencio. Y tuvo un estremecimiento, porque a través del barullo, en las firmes palabras de su amigo, había entrevisto el vacío espantoso de su vida con mayor evidencia que de costumbre.

—Le doy a usted mi palabra de que no veré más a Magdalena.

Dijo, y por salir del paso pidió un café con leche.

6

Sonó el timbre del teléfono, y una voz, al otro lado, le advirtió:

—Dos señoritas le esperan, monsieur Mariño.

E inmediatamente se oyó una voz femenina, hablando en inglés:

—¿Javier? Soy Agatha. Venimos a buscarle, y está Nelly conmigo.

Era la hora de comer. Echó un vistazo al espejo, compuso la lisura de su cabello, alborotado por las sienes, y dando el último toque a su versión de Pimpinela bajó al jardín. Agatha y Nelly, vestidas de manera deportiva, sin medias y casi sin ropa, le aguardaban. Le besaron cada una en una mejilla.

—¡Hace tres días que no le vemos, Javier! ¿Qué ha sido de usted?

Y Nelly:

—Nick ya ha encontrado su francés, y se ha pegado ayer. ¡Cómo nos hemos divertido! ¿Por qué no ha venido junto a nosotras?

Agatha:

—Hemos estado en Fontainebleau, y esta tarde iremos a Versalles. Usted vendrá también.

—No lo sé, querida. Hay muy malas noticias de la guerra, y no tengo ánimo para divertirme.

Rieron las dos.

—¡Es una gran cosa esa guerra de ustedes! Nick quiere que vayamos a España, pero yo tengo bastante miedo. Dígame, Javier, ¿qué nos puede pasar?

—No creo que los rojos las confundan con monjas ni con duquesas, y en ese caso no habrá peligro ninguno.

—¿No nos robarán los comunistas, ni seremos juzgadas por las checas, ni cosa parecida?

—No me parece probable.

—En ese caso, no me hace gracia ir allá. ¿Por qué no viene usted con nosotras? Le prenderían, y haríamos todo lo posible por librarlo. Yo estoy segura de poder seducir al jefe o al presidente o quien sea. Sería todo muy emocionante.

—Eso ya me parece más razonable. Estoy dispuesto a que me prendan, y hasta a que me torturen, para que ustedes se diviertan. Pero mejor sería que nos fuésemos todos de voluntarios a alguna milicia. La guerra me parece más emocionante que la persecución. Usted, Agatha, haría un jefe de batallón admirable, y a Nelly la llevaríamos de cantinera.

—¿Y qué es eso? —preguntó Nelly.

—La cantinera es una mujer que, en principio, debe ser amada por todos, jefes, oficiales y soldados, y ella, también por principio, no ama a ninguno. Todo lo más, hay un soldado que es su amante, y a este soldado acaban queriéndolo fusilar por traidor, cuando no lo es. Naturalmente, la cantinera lo salva seduciendo al coronel, y después huyen los dos a través del monte, llegan a las filas enemigas y él alcanza el grado de general, por lo menos. Es una película muy entretenida.

—¿Y usted sería el soldado?

—Haría lo posible.

—Me parece bien, si la fuga es en el automóvil de Nick y en vez de ir a las filas enemigas regresamos a Francia. Pienso que es el único país donde puede fugarse una dignamente.

—No tengo nada que oponer.

Habían llegado al comedor, en cuya puerta esperaban Ana, Nick y el «Packard». Nick tenía un cardenal en la frente y el labio superior hinchado. Antes de entrar en el comedor explicó a Javier punto por punto los diversos incidentes de la pelea, y acabó confesando que el francés no sabía batirse. Se habían juntado algunos estudiantes más, todos ellos norteamericanos, y juntos entraron en el comedor. Nick, para celebrar la victoria, los convidaba a todos.

Era temprano, y había poca gente. Con el grupo entró el bullicio, y ocuparon tres mesas vecinas. En la de Javier hizo el cuarto un jovencillo pálido que hablaba un inglés detestable y un francés peor. Las muchachas se burlaban de él por cierta fracasada aventura amorosa que todos parecían conocer. La protagonista estaba en otra mesa, y de vez en cuando se hacían alusiones en voz alta al acontecimiento, con grandes risas de la muchacha y tremendos rubores de él. Javier pudo enterarse, a retazos, de que el jovenzuelo había sido objeto de un asalto nocturno por parte de ella, y que la había rechazado vergonzosamente, amenazándola con denunciar su atrevimiento a los directores del pabellón. La muchacha lo describía desnudo, caricaturescamente, y él afirmaba que se había cubierto con una colcha. Las bromas se decían en inglés, y Javier no entendía todas las palabras. Cometió el error de preguntar a Nelly el significado de una, y a poco es objeto de una burla colectiva semejante. En voz baja, su vecino, cuyo nombre era Freddy, le tradujo el vocablo, y Javier no pudo evitar un gesto de desagrado. Recordó a Irene y la lubricidad constante de sus alusiones. Aquéllos eran inocentes, pero igualmente desagradables.

Pasaron al bar. Nick cantaba su triunfo sobre el francés acompañado de un banjolele que alguien trajo inesperadamente. La canción no era adecuada al relato de un combate, porque su música era monótona y lánguida. Nick cantaba estrofas breves que coreaban todos los yanquis; pero como el estribillo pertenecía a la canción original, el conjunto era disparatado:

NICK

Y le di un puñetazo

en la mismísima nariz.

CORO

¡Oh, cielo de Virginia,

blancas plantaciones de algodón!

NICK

El francés echaba sangre

y sus dientes rechinaban.

CORO

¡Oh, cielo de Virginia,

blancas plantaciones de algodón!

Y así veinticinco minutos. Había, sin embargo, en la canción cierto encanto primitivo y brutal. Cuando el rapsoda acabó el relato de sus propias hazañas cantaron la canción de «Clementina» y finalmente «Blue Moon». Ana reclamó el banjolele, y sentándose en el respaldo de una silla repitió, con voz pastosa, la canción, monótona y triste. Todos la escucharon en silencio, y pareció como si una ráfaga de saudade los hubiera arrebatado. Los otros estudiantes, franceses o no, que al principio protestaban del alboroto, acabaron por unirse a los norteamericanos, y Nick pagó una doble ronda de málaga para celebrar internacionalmente su triunfo. Javier y los yanquis estaban en el secreto, pero no los demás, así es que los franceses brindaban como los otros por su derrota simbólica.

Javier, entre Nelly y Agatha, participaba aparentemente en la alegría general. Se habían empeñado en que las abrazase, y a cada una de ellas tenía cogidas por la cintura. Nelly le daba de beber, le ponía los cigarrillos en la boca y se los encendía. Pero él lo miraba todo con ojos entornados, un poco desde lejos. Tenía una lucidez admirable, y registraba todos los detalles. Los yanquis debían haber bebido mucho más, porque aparentaban estar borrachos. Pronto hicieron su aparición las cantimploras de whisky, que corrieron de boca en boca. Los latinos, en general, las pasaban de mano sin beber, y Javier se vio en un aprieto cuando Agatha, después de echar un trago, le dio la suya. En este momento advirtió que a la muchacha le sudaban los sobacos, e instintivamente la soltó. Ella le cogió la mano y se la colocó nuevamente en torno a las caderas.

Llevaban una hora de esta suerte, cantando, bebiendo y diciendo procacidades, cuando Planchet se le acercó con sigilo y le dijo que alguien le llamaba al teléfono. Añadió que eran noticias referentes a España. Nelly quiso saber de qué se trataba, y Javier hubo de traducirle el recado de Planchet.

—¿Qué importan ahora esas cosas? Estamos divirtiéndonos mucho. Di que te llamen a otra hora.

Javier, sin embargo, insistió en acudir al teléfono, y se desasió de las muchachas. Nelly quería acompañarle, pero al incorporarse dio un traspiés de borracha y volvió a sentarse, riendo. Javier se acercó al teléfono, y dentro de la cabina estaba Magdalena. Fue tan inesperado el encuentro, que no supo qué decir. Le tendió la mano, turbado y confuso.

—Perdona que haya acudido a esta estratagema para llamarte —dijo ella—; no me gustaría acercarme a tus amigos.

Cogido aún de su mano, y mirándola, no contestó. Estaba avergonzado. Difícilmente podría convencer a nadie de que su intervención en el cotarro era puramente irónica y de que con idéntica ironía tenía a dos muchachas bonitas y ebrias enlazadas por el talle.

—Son unas gentes muy divertidas estos norteamericanos —continuó ella—. Pero yo quiero que vengas conmigo.

Entonces advirtió que la tuteaba.

—Magdalena, yo…

—Puedes venir sin temor a que se menoscabe tu cortesía, porque hace ya tres horas que estás con ellos, y las dos muchachas no podrán quejarse.

Él hizo un esfuerzo y le soltó la mano.

—Es que prometí no verla a usted más, y nunca falto a mis promesas.

Ella respondió calmosamente:

—Yo hice una semejante, y la estoy rompiendo. Te ruego que vengas conmigo. Nadie te lo reprochará, y yo… yo seré un poco feliz.

Al decir esto le miró a los ojos; él los bajó.

—Iré.

Los estudiantes cantaban ahora una canción cinematográfica. Ellos salieron al jardín.

—He venido a buscarte a la hora de comer. Desde entonces he esperado. Naturalmente —añadió con ironía—, se me acabaron los pitillos. ¿Quieres darme uno?

Se lo dio. Al encenderlo, ella le cogió la mano que sostenía la cerilla. Después se colgó de su brazo y subieron por el césped. Pasaban frente al pabellón argentino. Unas muchachas jugaban al tenis.

—Quiero salir de aquí. Odio a la Ciudad Universitaria. Vamos a París.

Salieron al bulevar. Hacía una tarde gris y caliente.

—¿Vamos al parque? Está bonito a esta hora.

Y como él hiciera un gesto de sorpresa, añadió:

—Tú eres un señorito y yo soy comunista. Al mezclarnos con los burgueses nos hacemos una concesión semejante.

—Todo lo que usted quiera, Magdalena.

Una pausa.

—Javier, ¿por qué no me llamas de tú?

—No lo sé.

—Pero yo lo estoy haciendo.

—Yo se lo agradezco, Magdalena. También lo haré, no sé cuándo. Ahora…

—No me expliques más.

El parque estaba poblado de críos, y en lo más umbrío, parejas de enamorados. Magdalena pidió sentarse. Al hacerlo le soltó el brazo. Pidió otro pitillo, y lo encendió ella misma con su encendedor. Pasaba una pareja, enlazados por la cintura, y detrás una mujer joven, de la clase media, conduciendo un cochecito.

Cuando se hubieron alejado dijo Magdalena:

—Ni tú ni yo alcanzaremos jamás esas formas de felicidad sencilla. Tú, porque las crees de mal gusto, y yo, porque pertenecen a la sociedad que combato. Es curioso que nuestras coincidencias sean por motivos tan opuestos. Para que tú me cogieras por la cintura o para que yo saliera al parque con un niñito tendríamos que dejar de ser lo que somos y ser, precisamente, lo que odiamos.

Echó una bocanada de humo y continuó:

—Pero entonces, ¿qué relación sería posible entre nosotros? Yo no sé lo que piensas de mí, ni quiero saberlo; pero si quiero concebirte como un hombre semejante al novio de aquella muchacha o al padre de esa criatura, no me es posible. Tendría por ti el mismo desprecio que tengo por ellos. Y, sin embargo —dijo, después de un suspiro—, de esa única manera podríamos encontrarnos.

Javier se había recobrado. Dos íntimas tendencias se apretaban en su alma. Abrazar a Magdalena, besarla y dejar que su sangre encendida le mintiera un amor pasajero. O bien abandonarse al halago de que aquella mujer, que le amaba, le estuviera diciendo cosas que equivalían a una declaración amorosa y que eran mucho más. Pero recordó la conversación con Tefas. Volvería a verlo, inevitablemente, y ante él no era posible mentir. ¿Y cómo decirle que había engañado a Magdalena o que se pavoneaba de su amor? ¿Y cómo ocultárselo? Los ojos de George Tefas investigaban más allá de las pupilas. Intentó decir algo, pero Magdalena le puso la mano sobre los labios:

—No digas nada. Lo que estoy hablando no requiere respuesta. Tenía que decirlo, pero no en mi soledad. Estoy fatigada de ella. Tenía que decírtelo a ti. Te he buscado nada más que para que me escuches, y te agradezco que hayas venido; pero no debo pedirte más. Si tú hablas, Javier, te verás obligado a mentirme, y yo no quiero eso; o si me dices la verdad, me hará daño, y lo quiero menos aún.

Recogió unas piedrecitas del suelo y las arrojó al estanque. Los círculos se mezclaban y fundían en una complejidad de ondas. Una pareja de cisnes huyó. Bogaban impasibles y elegantes.

—Javier, ¿tú sabes por qué te odié? Pertenecías a un mundo que yo quisiera olvidar, y tus primeras palabras me lo recordaron. Yo representaba una farsa y tú me descubriste… Te hubiera matado gustosa, y ahora…, ahora quisiera no haberte encontrado nunca.

Volvió a callar. La pareja de cisnes se acercaba. En un punto se unificaban las estelas.

—Las cosas que más odio de mí misma son aquellas de que no puedo desprenderme. Pero a veces las olvido. Hay gentes entre las que soy brusca, ordinaria y mal hablada. También sé decir blasfemias y procacidades, como Irene. ¡Oh, hay momentos en que soy casi como ella, y entonces creo serlo totalmente! Me dejo arrebatar por el frenesí revolucionario y por mi fe en otra sociedad donde lo que yo detesto no exista. Pero después me traiciono. Tú conoces mi casa. Es humilde, pero es un símbolo. Para ser feliz tendría que quemarla, y no me atrevo.

Otro silencio. Ahora los cisnes se dispersaban en circular navegación. Se encontrarían al otro lado del estanque.

—Tú no entiendes aún estas cosas. Apenas me conoces. Pero un día sabrás todo de mí. Me he jurado que ignorarás mi vida, pero estoy faltando a mi juramento y presiento que faltaré absolutamente. Tenía el propósito de pedirte que toleraras mi pequeña farsa. ¿Qué te importa? ¡Ah! Pero no sé si contigo… No, no podré seguirla. Y tú, Javier, harás conmigo lo que hiciste hasta ahora.

Él entendía a medias sus palabras. Se le había apagado el ímpetu carnal y la vanidad desaparecía. Ahora creía sentir una gran curiosidad por Magdalena, una fría curiosidad intelectual en cuyos cimientos acaso hubiera desdén; pero, desde luego, lo que no había era pasión alguna. Esto se lo repetía mentalmente, como para convencerse. Adivinaba, detrás de la calma aparente de la muchacha, un tremendo torbellino, y se prometía no contagiarse de su ardor.

—No quiero hablar más. Estuve muy locuaz y muy inconveniente. Vámonos. El parque se está poniendo romántico, y el romanticismo es siempre contagioso, aun para los que, como tú y yo, estamos aparentemente inmunizados. Hay dentro de mí mucho que no es todavía comunista, y si en ti guardas algo semejante… Vámonos.

Momentáneamente se había transformado. Dijo las últimas palabras con graciosa ironía, y echó a andar, sin cogerse del brazo. Se movía elásticamente, con paso entre militar y gimnástico, como en una marcha o un desfile. Javier se lo hizo notar.

—Con este paso marchamos las muchachas comunistas por la Cintura Roja. Quiero que vengas una tarde a Saint-Denis Mis camaradas son muchachas excelentes. Las hay obreras, estudiantes e intelectuales. Muchas han estado presas. Ahora hacemos propaganda en favor de los rojos españoles. ¡Oh, no te parezca mal! Es natural, en cierto modo. Se prepara una expedición, que marchará a los frentes de batalla. Yo me había enrolado, pero ahora… Javier, ya no voy a España. A ti no te gustaría, ¿verdad?

Él le respondió:

—Yo te aconsejo el viaje si quieres completar tu educación marxista. Un par de meses con mis paisanos, y entonces, Magdalena, habrás alcanzado la perfección en maneras y lenguaje. Las blasfemias españolas son mucho más fuertes que las francesas, y el lenguaje procaz, más variado y expresivo. No olvides que el genio nacional ha culminado en la creación de un lenguaje amoroso entre el hombre y la divinidad, y un lenguaje lascivo entre el golfante y la ramera.

Magdalena enmudeció. Habían llegado a Denfert-Rochereau. En torno al león, grupos de trabajadores leían los diarios de la tarde. Alguno reconoció a Magdalena y la saludó. Respondió ella levantando el puño.

Javier la cogió fuertemente del brazo.

—No quiero que en mi presencia hagas eso. De lo contrario, yo saludaré con el brazo en alto.

Entonces se dio cuenta de que, por primera vez, la había tuteado.

7

Habían dado las siete, y Javier se levantó.

—Ahora, George, perdóneme. Tengo que salir.

—¿No cena usted en la Ciudad Universitaria? Lo siento. Me gustaría seguir charlando muchas horas aún.

—Con toda sinceridad: he de encontrarme con Magdalena.

George sonrió en la penumbra.

—Ya sé que se vieron ayer, y que los dos han faltado a su promesa.

—Yo he tenido la culpa.

—No. ¿Por qué miente conmigo? No estimo esa caballerosidad, buena para el mundo de usted, para mí vacía. Ha sido Magdalena quien le buscó, y usted se hubiera mantenido fiel a su palabra si ella no le hubiera invitado a imitarle. Me lo ha dicho esta mañana por teléfono. Me alegro por usted: veo que, por lo menos, se mantiene firme en ese mundo del honor; pero, créame, es una moral que se sostiene cuando la apoyan creencias firmes. El honor por sí mismo acaba tambaleándose. Por eso son tan efímeros los militarismos. Su pueblo tenía una gran fe, y por eso salvó su moral y se mantuvo fiel al honor.

—Pero yo, George, también tengo fe.

—No creo ofenderle si le digo, una vez más, que lo dudo. No creo en su catolicismo, bueno en todo caso para morir, pero no para vivir. Dígame, si no, sinceramente: ¿cree usted que Jesucristo se encarnó en María por nuestra salvación y que murió y resucitó al tercer día de entre los muertos? ¿Cree usted, fundamentalmente, en estos dos hechos, Encarnación y Redención? No se atreve usted a responderme, y hace bien. Este crepúsculo ha hecho imposibles las mentiras. Y, sin embargo…

Hizo una pausa, para continuar luego:

—Es muy extraño. El otro día, hablando con Magdalena, le decía esto mismo, que no estaba seguro de sus creencias, y ella me aseguró que era usted completamente sincero.

Se puso de pie y le dio una palmada.

—En fin, que no lo entiendo.

Se acercó a la ventana y pareció un momento distraído, mirando la calle. Luego se volvió, y dijo con voz tenue:

—Pero tampoco entiendo a Dios. ¿Cómo podré enterderlo? Yo creía obrar rectamente procurando separarlos, pero Dios se empeña en que se unan. Hay misterios mayores que nunca intenté desentrañar, y éste lo acato humildemente. Acaso usted pretenda que es cosa del destino, pero yo no sé qué es el destino. Creo solamente en Dios, y Dios me ha situado entre Magdalena y usted. ¿Por qué aquel día me eligió entre tantos otros para preguntarme cosas triviales, y por qué me fue usted simpático? Ni usted se había tropezado con Magdalena ni yo sospechaba que llegaran a conocerse. Todo pasó de una manera imprevisible, y, sin embargo, lógica. Por eso, ahora que usted se va, le recuerdo que tiene en sus manos la salvación de una criatura grata a los ojos de Dios. Tenga usted caridad con ella.

Salieron en silencio y no pronunciaron una palabra hasta la verja, al separarse.

—Dígale usted, se lo ruego, aunque se ría (no, ella no se reirá ni usted tampoco, pero lo creerán pueril), dígale usted que pienso en ella cuando rezo y que otros personas piden por ella a Dios. Y por usted también.

Le tendió la mano y se separaron. Andados unos pasos volvió Javier la cabeza y lo vio calle abajo, hundidos los hombros, largo y desgarbado. ¡Qué admirable ingenuidad la de George, y qué grande su corazón! Era divertido verle tomando en consideración su pensamiento, analizándolo hasta descubrir su fondo de herejía. Si algún día se decidiera a confesarse con algún hombre y descubrirle la verdad de su vida, ese hombre podría ser George Tefas. Pero estaba muy lejos de hacerlo. Siguió caminando, y el bullicio le distrajo. Compró los periódicos y se entretuvo leyéndolos en el metro. La situación era grave. El Alcázar de Toledo —anunciaba el Gobierno de Madrid— se había rendido. La sublevación estaba a punto de ser dominada. Los defensores del Alto del León habían sido vencidos, y las tropas populares marchaban contra Valladolid y Salamanca. Sólo quedaban pequeñas partidas facciosas en Somosierra, y el Gobierno esperaba reducirlas en pocas horas. La fantasía de los reporteros era inagotable, y con motivo de la guerra descubrían una España pintoresca e increíble. Relataba uno imaginarias orgías populares en las iglesias de Madrid: piras hechas con los santos, fuego en los atrios y una taifa —foule— desenfrenada bailando alrededor. De pronto sonaba el Ángelus, y aquellas mujeres frenéticas y aquellos hombres descamisados cesaban en su danza y, santiguándose, rezaban. Tuvo que sonreírse. En otro periódico, François Mauriac publicaba una carta en la que, como católico, condenaba la rebelión. Y en un tercero, una gran fotografía de dos hombres muertos tirados en una cuneta, con un pie en grandes caracteres: «Ésta es la justicia de la España rebelde», y un largo comentario, humanitarista y sentimental. Había llegado a la estación del bulevar Raspail, y al salir arrojó los periódicos con asco. Se resistía a creer las noticias, porque significaban no poder volver a España, y ahora comprendía que al despreciarla para siempre no había sido sincero. Otras muchas veces tampoco lo había sido.

Magdalena esperaba en un rincón de «Chez Rosalie». Le tendió la mano izquierda y le indicó el sitio a su lado. Él se sentó desanimado y en silencio.

Ella dijo:

—Ya he leído los periódicos.

—Sí. Tus amigos triunfan. ¡Qué contenta estará Irene!

La mano de Magdalena se posó sobre la suya y la apretó fuertemente.

—Comprendo tu dolor. Y no me alegro de ese triunfo, aunque sea de los míos.

M’sieur Maurice había servido los platos. Comieron calladamente y salieron a la calle.

Un rapazuelo voceaba la última edición de «Paris Soir». Sin demasiada esperanza compró un ejemplar y echó una vista a los titulares. Uno de ellos le llamó la atención. Lo leyó con avidez: se desmentía la rendición del Alcázar, y noticias procedentes de Burgos anunciaban que la rebelión proseguía victoriosa.

—Acabaré volviéndome loco —dijo, estrujando el periódico con violencia—. ¿A quiénes creeré, Magdalena?

—A nadie. Está todo revuelto, las noticias no son veraces. Quizá yo pueda mañana darte alguna fidedigna. Mientras tanto, debes olvidar.

Caminaban hacia Montparnasse. Él, a grandes zancadas; ella, a sal titos menudos, como siguiéndole, sin querer soltarle. De pronto, él se detuvo.

—¿A dónde vamos? —preguntó. Y como ella enmudeciera, añadió—: No me divierte ningún café, ni la algarabía del bulevar. Estoy insociable, y quiero estar solo.

—Creí que pasaríamos juntos la velada… Pero no contaba con tu disgusto. Mañana nos veremos.

—No es eso.

Hizo un violento esfuerzo para dominarse.

—Tú no me estorbas. Ya todo pasó. Fue un mal momento. Pero es tan recio e inesperado esto de España… En fin, tienes razón: debo esperar y no creer demasiado en las noticias. Y aunque las crea, no dejarme vencer por el desaliento. Y aunque todo esté perdido, no dejarme tampoco vencer. Soy, como tú, un espectador de la catástrofe. Si me llegan las salpicaduras, y me duelen, debo apartar el dolor de mí y seguir adelante. Es la única conducta decorosa.

Ahora Magdalena le miraba sonriente. Él creyó que, además, le miraba con admiración. Era necesario deshacer la impresión de aquella debilidad, mostrarse impasible e imperturbable. O, por lo menos, superior a los acontecimientos. ¿Para qué, si no, le serviría su técnica del disimulo?

—Me gusta verte así —dijo ella—. Ahora ya no me abandonarás.

—No, no te abandonaré. Necesito tu compañía. Si me quedase solo, ¿quién sabe si volvería la depresión? Pero insisto en que no vayamos a Montparnasse ni a ningún otro lugar semejante. Y es tarde para ir al cine.

Ella propuso, tímidamente, que se refugiaran en su casa, y comprendió Javier que lo estaba deseando.

—Me parece lo mejor. A esta hora, tu casa es el único lugar apacible de París, y probablemente el más hermoso.

Olía el cuarto a flores y en el vaso de cristal había un gran manojo de rosas blancas. Estaba todo fragante, y por la ventana abierta entraba la noche estival.

—Prefiero que no enciendas la luz. Me agrada esta penumbra, y las flores me hacen creerme en un jardín.

Y añadió, precavidamente:

—Pero no acabaré poniéndome romántico.

Arrastró un sillón hasta la ventana y se sentó. Luego encendió un cigarrillo, y al arrojar la cerilla trazó en el aire una graciosa curva. Muy lejano, el ruido de los bulevares.

Magdalena, silenciosamente, se había sentado a sus pies, y también fumaba. En la sombra, parecían vivir las dos puntas encendidas de los cigarros. Un farol de la calle trazaba sobre el techo un cuadrilátero irregular, y el humo, en su ascenso, se iluminaba, encendiendo en el aire complicadas espirales.

Recordaba Javier su gusto de seguirlas con la mirada; verlas crecer, ampliarse, volver sobre sí mismas, en incesante metamorfosis, como vivas y animadas. Era una cinta tenue y azul, saliendo del cigarrillo, como dormida, que se rompía de pronto en remolinos audaces, cada vez más amplios, hasta fundirse en el aire y perderse. Y parecía todo transido de intimidad.

Meciéndose en los recuerdos, comenzó a hablar:

—Hace algunos años, y yo era casi un niño. No, no era un niño. Había amado alguna vez, y también sufrido. Acababa de vislumbrar la vida, y me parecía tan fea, tan ingrata, que sentía un feroz anhelo de escapar, de volver sobre mí mismo, replegándome para defenderme. Estaba solo y la ciudad me parecía ya espantosa. Muchas veces, en mi cuarto de estudiante, me arrojaba sobre la cama y lloraba largo tiempo, sin razón aparente, sin más motivo que mi soledad. Me costó gran trabajo vencer aquella crisis. Una imagen, entonces, me obsesionaba. Había visto en alguna parte pintada una ventana, o más bien la fachada de una casa, en el crepúsculo, alumbrada una ventana. Era grande, y sus cristales muchos y chiquititos. Tenía cortinas y unas oscuras macetas de flores. Detrás de aquella ventana encerraba todos mis anhelos de adolescente: intimidad y compañía. Y me gustaba pensar que, en la noche, «abríamos» la ventana, y a oscuras, como ahora, «escuchábamos» en silencio el rumor lejano. Pero ella, la que estaba a mi lado, no tenía rostro ni nombre. Ni lo tiene aún.

Adivinó en la penumbra el pecho agitado de Magdalena, y comprendió que la última frase no debiera haberla pronunciado. Era, por lo menos, una descortesía, y, además, no era verdad. «Ella» había tenido varios nombres y varios rostros, y ahora —¿por qué no reconocerlo?— se concretaba de nuevo.

No pudo seguir hablando, y fumó en silencio. Un niño pasaba cantando por la calle un tango argentino con letra francesa. Percibió claramente uno de los versos:

… c’est le mieux tango du monde…

Y después:

… quand je danse dans vos bras!

No suponía, ni esperaba, aquella canción. Tenía por el tango un odio irracional, quizá porque era la música de su generación, y cada recuerdo adolescente se acompañaba de la música de un tango. Acostumbraba a decir que los hombres de su tiempo sólo se salvarían redimiéndose del tango. Pero a veces se sorprendía silbando La cumparsita, y entonces se despreciaba implacablemente y pensaba que también él necesitaba de una obra redentora.

Magdalena se había levantado. En la penumbra era una sombra grácil.

—Javier, ¿te gustaría oír música?

Y antes de que él pudiera responder añadió:

—No me refiero, naturalmente, a un tango.

Y después:

—Estoy segura que detrás de aquella ventana, «ella», aun sin rostro y sin nombre, tocaba a veces. Y yo, ahora, puedo imitarla. Tampoco tengo rostro, y el nombre… ¿qué más da el nombre?

Él contestó que sí le agradaría oír música.

—No es demasiado marxista —continuó ella—, y de Lenin se cuenta que decía no sé qué cosas tremendas de la música. Pero en este momento no tengo escrúpulos.

Se oyó el ruido del piano al abrirse.

—¿Tienes alguna preferencia?

—Mi erudición musical es escasa, y aunque me gusta la música, no la entiendo. Te escucharé como un gato arrullado por el ritmo. Pero prefiero que elijas sin pensar en mí. Ahora, Magdalena, estás sola, y tocas de acuerdo con tus sentimientos. Nosotros, los españoles, decimos «lo que nos da la gana». Toca lo que te dé la gana: sé que será hermoso.

—¿Tú lo crees? —Sus dedos iniciaron un esquema de La Internacional—. ¿Es esto hermoso?

—También. Hace unos meses escuché esa canción a una multitud. Cantaba con ira y esperanza, y me conmovió. Pero La Internacional no se tocaría nunca detrás de aquella ventana.

—Ya lo sé —y en su respuesta adivinó un recóndito matiz amargo.

Hubo un silencio breve, y Magdalena empezó a tocar. Recordaba Javier haber oído alguna vez aquella música dolorida, pero no podía identificarla. Era, ciertamente, escasa su erudición musical: asistía a los conciertos sin preocuparse del programa, y cuando alguien tocaba «para él», tampoco le importaba el nombre de la pieza. Así había escuchado muchas veces a María Victoria, pero María Victoria no ejecutaba jamás canciones tristes ni doloridas. El alma de María Victoria desconocía el dolor profundo: tocaba música higiénica, Scarlatti y otros así. María Victoria no era nada romántica.

Probablemente, Magdalena no tocaba una sola cosa. Ahora podía identificar un motivo ruso, no sabía de quién. Pero lo que se oyó inmediatamente no lo era. Y después un fragmento muy conocido, de Chopin, y luego otros incógnitos, pero igualmente dolientes. Se le ocurrió pensar que aquella música era como una suerte de confesión, y que el espíritu de Magdalena pasaba delante del suyo expresándose en las notas. Ahora toda su alma, desnuda, se le ofrecía, y él podía contemplarla con sólo traducir el valor sentimental de los sonidos. ¿Y eran tan sólo una confesión, o acaso aquellas notas, ahora plácidas, antes arrebatadas, después nerviosas, contendrían un mensaje? ¿Era un mensaje este momento angustioso, en que las notas más agudas del piano le herían los oídos, abandonando la dulzura, acres y rotundas? ¿Eran, como parecían, una llamada de socorro, S. O. S. de un alma naufragando? ¿Y a quién se dirigía la llamada?

Hacía algunos años hubiera rechazado con indignación aquel concierto. A los veinte desdeñaba el sentimiento, y el adjetivo «cursi» lo extendía a demasiadas cosas. Creía en la acción, en el deporte y en la poesía pura, y para clarificar su alma estudiaba matemáticas. Pero aquello había sido una ilusión, sin otro consuelo que el de ser ilusión colectiva. También lo era el desengaño: sus camaradas andaban, como él, desorientados por el mundo, como quien ha vivido una mentira y, desprevenido, se encuentra con la realidad atroz y repelente. Ahora, muchos de los fragmentos musicales que tocaba Magdalena le hubieran servido también para expresarse. Pero el piano sonaba trágicamente. ¿Bien o mal tocado? Era lo de menos: de eso ya no entendía. Ni tampoco de este último grado de dolor que cabalgaba sobre las notas. ¿Qué hubiera dicho, o pensado, George? Probablemente sabría traducirles el sentido.

Calló el piano. Le hubiera gustado ver ahora el rostro de Magdalena, iluminado. Diría lo mismo que las notas. Pero no era discreto encender la luz y mirarla. No era discreto. Pero tampoco podía decir, vulgarmente, que tocaba muy bien y que aquello era bonito. Quizás el cigarrillo salvase la situación. Como adivinándolo, ella pidió uno. Se alegró, porque podría verle el rostro, aunque fuese al resplandor exiguo y breve de la cerilla. Se levantó y, acercándose, le ofreció de su pitillera. Magdalena se había levantado también y, contra toda previsión, encendía una lámpara. La miró: parecía insensible. Ya era inútil el ardid de la cerilla.

—Creo que nada de esto te habrá interesado. Pero tú has sido el responsable, al dejarlo a mi elección. Ahora quiero ser cortés contigo, y tocaré una cosa española. Pero no puede ser, como antes, en la penumbra. No la sé de memoria.

Encendió el cigarrillo, y acercándose al armario cogió uno entre los libros: un volumen grande, encuadernado.

—No conozco demasiado la música de España, pero ésta te gustará.

Volvió al piano, y abriendo el libro tocó de nuevo. Javier reconoció la pieza, aunque no pudiera tampoco señalarle título y autor. Era España meridional y luminosa —la España que a él no le hacía demasiada gracia—; pero al reconocerla en las notas no pudo reprimir la alegría.

Magdalena tocaba con garbo, y a la luz de la lámpara podía verla sonriente y animada, agitando la cabeza y una guedeja caída sobre su frente.

—Son buenas para alegrarse estas músicas vuestras. Me parecen venir de un mundo lejano y fantástico. A veces pienso que me gustaría vivir en un pueblo blanco y azul, con mucho sol, y flores, cipreses y naranjos. Yo también tuve una ilusión como la tuya, de una casa encalada en una plaza silenciosa. Pero también hace tiempo que pasó.

Cerró el piano.

—La luz ahuyenta el alma musical. Ahora quiero que hablemos.

Se sentó en el diván, y de un cajoncillo sacó un estuche de bombones. Ofreciendo uno a Javier, comió ella misma.

—Hace mucho tiempo —dijo— que estas cosas forman parte de mi soledad. No me atrevería a comer bombones ni a tocar música romántica delante de ninguno de mis camaradas. Pero tú eres mi enemigo.

—¿Esto es una batalla?

—Casi todo lo dicho entre nosotros lo ha sido. A veces siento que es tuya la victoria y que soy tu prisionera; pero es muy pocas veces. Hace un momento, cuando tocaba, hubieras podido vencerme. Era otra vez la mujer antigua, no sé si mejor o peor que ahora, pero distinta. ¡Qué fácil detener el tiempo, volverme atrás! Pero sólo fue un instante. Después, la luz me devolvió a mi ser y a mi hora y recobré la seguridad y la firmeza. Mi música vuelve a ser ésta —y silbó unos compases de La Internacional.

—Entonces —dijo Javier—, me marcharé.

El rostro de ella se ensombreció.

—No. No te marches —y luego, como habiendo encontrado el pretexto—: ¿Qué vas a hacer tú solo por París? Volverán los recuerdos, los temores y la inquietud de antes… No debes marcharte hasta que tengas sueño.

—Tú y yo sólo podemos pelear.

—Está bien. ¡Yo te desafío! —su risa, mientras se levantaba, fue un reto, y ahora, de pie, su actitud desafiaba también.

Y él, sin razón aparente, sintió que Magdalena le ofendía.

—De antemano estoy seguro de ganarte —la respuesta era burlona, agresiva—. ¿Quieres que reproduzcamos en este tu cuarto la gran batalla del mundo? Sea. Tú eres la revolución, aurora roja que amenaza extenderse sobre los ámbitos del mundo, arrasándolo todo para edificar sobre cenizas extraordinarias estructuras. Y yo… ¿Qué quieres que sea yo? ¿La burguesía? ¿El fascismo? ¿La contrarrevolución? Mejor otra cosa. Yo soy un reaccionario plantado en vuestro camino que sale a combatiros con la mofa. ¡Oh, escuadrón infernal, turba de descamisados! Deteneos, no paséis. Lo impide la fuerza de mi brazo… O no, no. No es ni siquiera mi brazo. Es mi cabeza quien os detiene, porque hace de vosotros un batallón informe de caricaturas. No debo rebajarme a pelear con vosotros, porque he medido mis armas con lucientes paladines, hombres de honor todos ellos, y mi fama se resiente si ahora trabo batalla con tantos peleles. Pero no importa: comprometeré mi fama. ¡Al ataque ya, proletarios unidos de todos los países! ¡Todos juntos contra mí! No uno a uno, como harían los caballeros mis pares, sino en montón, que es como hacéis vuestras cosas. Con hoces, fusiles o dinamita. Y con envidia, lujuria y resentimiento. ¡Ánimo, enemigos! ¿Dónde están vuestros capitanes? ¡Traed contra mí la momia de Lenin, el gran mogol de la cabeza rapada! He peleado contra los muertos, y no me asusta otro combate necrológico. ¡Tocad, tocad vuestras trompetas! ¿O no tenéis trompetas? ¡Son gritos soeces los que ponéis en su lugar! ¡Pues gritad, gritad hasta enronquecer, que no os tengo miedo!

Se había plantado en mitad de la habitación, y diciendo estas palabras con altisonante voz, las acompañaba de guiñolescos movimientos de invitación y ataque, giros y contorsiones, y sus manos hacían como aspas, y de los brazos, brazos de pelele. Y al terminar lanzó una estridente carcajada. Pero Magdalena no pestañeaba: había tomado en serio su discurso.

—No nos importa la burla. Pasaremos por encima de la burla también. Y tú no podrás detenernos, ni nadie nos detendrá. El odio acumulado de muchos siglos nos empuja, y ninguna fuerza del mundo podrá oponerse. Todos los esclavos, los hambrientos, los vilipendiados y los ultrajados forman con nosotros. Pasamos por encima de las clases, las razas y las fronteras; también por encima de la fuerza y de la audacia, de la riqueza y del poder. Es como el agua desbordada, lenta y segura: todo lo arrastra en su camino. Acabaremos con vuestro mundo, y sobre sus ruinas edificaremos nuestra justicia. Inexorablemente, en plazos contados, como piedra que se lanza al espacio y cae. Y si para lograrlo tenemos que arrancarnos el corazón, lo arrancaremos, y si se quiebran muchas cosas amadas y desaparecen para siempre, las dejaremos desaparecer. La revolución es insensible e implacable.

Javier buscó en su voz el registro más grave.

—¿Por qué no dices también: y si la revolución exige el sacrificio a manos de jayanes del honor y la vida de mis hermanas, sacrifíquense a la revolución, porque para eso están las hermosas hijas de los burgueses?

—¡Oh, Javier! Yo no pensaba en eso.

El golpe teatral había hecho su efecto, y la voz de Magdalena se deshizo en un sollozo.

—No puedes excluirlas. Es lo inexorable de la revolución. Catalina y Eugenia son también pasos contados. ¿No dices que todo lo arrasa, y que si hace falta arrancarse el corazón…?

Ella se irguió, interrumpiéndole. Su voz estaba velada.

—¿Por qué, Javier, eres tan cruel conmigo?

Era tan inesperado el cambio y, sin embargo, tan lógico, que no le supo contestar.

Ella continuó:

—Sin embargo, es natural que lo seas. No sé si lo pretendes o si te nace la crueldad como fruto irremediable. Tu mundo y el mío son distintos. El tuyo te empuja a la dureza de corazón. Perteneces a la clase de los hombres implacables, y lo eres conmigo, aunque yo no pueda serlo contigo.

—Te ruego que me perdones.

—¿Para qué? Prefiero la sinceridad a la cortesía; prefiero que me hieras a que me engañes. ¿Has hecho otra cosa desde que me conoces? ¿No comprendes que cada día me arrancabas una defensa, y con ella un poco de mi sosiego? Ahora me has devuelto entera al dolor, al mismo dolor que me acosó en otro tiempo, y del que me había librado. Pero quiero que me escuches, porque estoy segura de que es la última vez que hablaremos: lo que voy a decirte te alejará de mí. Para eso lo hago: para alejarte. Es un dolor más que añadir a los míos, porque yo estoy enamorada de ti. No quiero que me digas si tú me correspondes, pero deseo fervorosamente tu indiferencia. Es mejor para ti, y para mí es lo mismo. Estoy enamorada de ti, pero es una sandez, porque tú no puedes amarme, y si me amas, no debes amarme. No porque yo sea comunista y tú reaccionario, ni siquiera porque tú seas creyente y yo incrédula; yo cambiaría, estoy segura, mi fe por la tuya. Pero hay en ti algo más fuerte que las ideas políticas o la religión; lo comprendí el mismo día en que nos encontramos, cuando disputabas con Irene Bernárdez. Quizá no sepas que cada una de tus palabras me lastimaba y, lo que es peor, me recordaba lo que ya había olvidado. Eran insultos involuntarios, por los que empecé a quererte sin darme cuenta, engañándome con un odio repentino. ¿Te acuerdas de lo que dijiste aquella tarde: que tú no sólo no te casarías jamás con una mujer sin honor, sino que cualquiera te parecería despreciable? Pues yo he tenido un amante.

Javier había comprendido que todos aquellos circunloquios conducían a esta confesión y dudaba si interrumpirla, advirtiéndola de que ya conocía, por lo menos vagamente, aquel aspecto de su historia, o si escucharla hasta el final, como se escucha un párrafo dramático en boca de una buena actriz: por placer puramente estético. Pero detenerle el discurso diciéndole, por ejemplo: «Sí, ya sé que has tenido un amante», no sólo restaba dramaticidad a la escena, sino que hubiera provocado en ella preguntas inmediatas a las que no podía contestar, o, lo que es peor aún, sospechas de que sus ideas no eran firmes, o de que cualquier situación inesperada e ingrata, como la suya presente, le hacía olvidar sus ideas, hasta aceptarla como amiga y compañera. Por otra parte, y excluido el placer de escucharla y contemplarla arrebatadoramente bonita en medio de su dolor, el saber de antemano la conclusión le permitía preparar un gesto de sorpresa que, siendo fingido, sería más perfecto. Pero antes de determinarse le devolvió el corazón, como un eco, algunas de las palabras que Magdalena decía: «Para eso lo hago: para alejarte.» Era otra vez el vivir solitario, deambulando por las calles como un trasto sin alma, entregado a las peores imaginaciones; o bien hundirse en la vida estudiantil, buscar una querida, divertir su soledad estúpidamente. La torpeza de su conducta era evidente, pero ya no tenía remedio, porque se hallaba cogido entre las mallas de su propia mentira, y confesarla era el más bajo deshonor.

No respondió nada, ni siquiera fingió. Ella también había enmudecido, y, vuelta de espaldas, sollozaba. Javier imaginaba vertiginosamente actos y palabras que hubieran resuelto la escena gallarda y favorablemente: sus propios sentimientos le empujaban. Pero temía ser cursi o inconveniente, y, sobre todo, no quería comprometerse en un amor del que no estaba seguro, y que, aún estándolo, no podía aceptar, porque, evidentemente, ella había tenido un amante.

Estuvo mucho tiempo silencioso, arrimado al piano, fumando. Por fin, ella se volvió, tendiéndole la mano:

—Adiós.

Se había recobrado, y sólo en sus ojos quedaba un rastro melancólico. Le acompañó hasta la puerta, y repitió la despedida:

—Adiós, Javier.

Hablaba tranquilamente, como si todo hubiera sido un sueño desagradable.

8

Había sido una semana desventurada aquella inmediata a la separación.

Después de bailar hasta muy tarde —el sol alumbraba las puntas de los árboles en Montsouris cuando llegó a su celda— había hecho examen de conciencia, y creía haber obrado de la manera más discreta, de acuerdo con sus intereses reales, aunque en contra de sus sentimientos.

En una parte ponía el interés creciente, incoercible, hacia Magdalena, y el temor de que un día la atracción fuera más fuerte que su voluntad, o que cualquier desdichada circunstancia echara al uno en los brazos del otro. Se conocía lo suficiente para saber que, en este caso, no se volvería atrás.

En la otra parte, pesando endemoniadamente, su situación desfavorable. Él no era más que un emigrante que en algún rincón de su conciencia almacenaba amables proyectos de fundación en tierras lejanas; pero tan fantásticos y remotos, que le convertían en una especie de colonizador de las islas de San Balandrán. Si ahora estaba en París sabiendo que su permanencia había de prolongarse todo el tiempo que permitiera la Policía —y ese tiempo podía hacerse elástico—, era tan sólo porque en España se les había ocurrido a sus compatriotas enzarzarse en una guerra civil que inesperadamente le separaba de sus hermanos, de los cuales, por lo menos, deseaba tener noticias, pero nada más. Se repetía que su interés por los contendientes era mínimo, pese a la innegable simpatía por los sublevados, y que una vez que se dirimiese la contienda con la victoria de una de las partes —tenía que ser, era forzoso, la de los que ya empezaban a llamarse «nacionales»—, las últimas razones que le retenían en Francia habrían desaparecido.

Él podía casarse con Magdalena, pero lo impedían dos circunstancias insuperables: Magdalena había tenido un amante; pero, además, él representaba junto a ella una pequeña y divertida farsa que implicaba ciertos compromisos que no estaba decidido a cumplir, porque ni era católico ni sus simpatías políticas eran tantas que le empujasen a guerrear él también. Pero, además, no podía ser el amante de Magdalena. No sabía si ella, llegado el caso, aceptaría una situación ilegal; pero aunque la aceptase, ¿cómo seguir fingiendo tener una fe cuyos fundamentos condenaban una unión de aquella clase? Permanecer a su lado significaba mantener todos los extremos de la farsa sin escapatoria posible, hasta el compromiso sacramental. Pero, además, sospechaba que ella le amaba por aquellas cualidades que le faltaban y que afectaba tener. Descubriéndose en su íntima realidad, el amor de Magdalena se desvanecería como el aroma de una flor vieja.

Afortunadamente, ella había facilitado el remedio, de una manera dolorosa, pero eficaz, que le permitiera resolver airosamente la situación. Y ahora no tenía más que hacer sino atenerse rígidamente a una única norma de conducta: no volver a verla. Era doloroso. Lo comprendía claramente, a pesar del sueño que hacía sus párpados pesados. Sabía que la soledad le resultaba insoportable, por lo menos mientras tuviese dudas acerca de la suerte de su familia. Éste era el sacrificio exigido por su determinación, y se creía con fuerzas bastantes para soportarlo.

Pero es que, además, había posibilidades de evasión: todas las que París ofrece a un turista vulgar, y aunque él no lo fuera, podía serlo en un momento dado.

Se había dormido prometiéndose resucitar su antigua frialdad, tan malparada en los últimos días, y al despertar comenzó a poner en práctica sus proyectos. Trabajó hasta última hora en la Biblioteca Nacional, en cuyo restaurante hizo un almuerzo frugal. Pasó la tarde en la Comedia Francesa, y después de cenar se refugió en un cine. Sólo a última hora compró las ediciones últimas de los periódicos, y realizando un esfuerzo sobrehumano para no imaginar acontecimientos desagradables se durmió leyendo una novela policíaca. Y de una manera semejante pasó el día del martes.

El miércoles le trajo un encuentro que alteró sus planes: caminaba hacia la puerta de Orleans cuando le alcanzaron, corriendo y dando voces, Agatha y Nelly. Iban de compras a los grandes almacenes, y le suplicaban su compañía, porque hablaba mejor francés que ellas. Fue una mañana divertida, que remataran almorzando juntos en un restaurante caro del bulevar de los Italianos. Al terminar, Nelly pretextó una cita y los dejó solos, y desde este momento descubrió una Agatha mimosa que hablaba dulcemente y le pedía ser conducida a los lugares más románticos de París. Pero él encontró manera de llevársela al Bosque de Bolonia, ignorando que también en el Bosque había recodos y florestas propicias al amor inesperado y clandestino.

A las cinco ya la había besado; a las ocho estaba en su celda cambiando el traje de calle por el de etiqueta, y media hora más tarde se reunía con una Agatha radiante que conducía un «roadster» color crema. Después, las cosas siguieron las etapas acostumbradas.

El color rojo burdeos que empapelaba la pared le parecía monstruoso, lo mismo que las aplicaciones doradas sobre escayola que decoraban la techumbre. Por grados se dio cuenta de que estaba en un hotel desconocido, de que tenía hambre y que debía ser muy tarde. Se sorprendió de encontrarse solo, y únicamente cuando escuchó el chapoteo del agua en el baño próximo comprendió que «ella» no se había marchado. La llamó para convencerse, y su voz le respondió alegremente:

—Good morning, dear!

No cabía duda de que era cierto, y de que aquel remordimiento que empezaba a invadirle estaba justificado. Y, sin embargo, era un remordimiento estúpido, que le acusaba de infidelidad a Magdalena.

«No recuerdo haber bebido; pero, indudablemente, estoy borracho.»

Las pruebas hechas para convencerse fueron negativas. No estaba borracho, y a pesar de todo, sentía pesar de haber sido infiel a Magdalena. La llegada de Agatha cortó el curso de sus divagaciones morales. Venía desnuda, recién bañada. Era, indudablemente, bella. El cabello, suelto sobre los hombros, le cubría los pechos, pero no le atribuyó la menor intención pudorosa. Si acaso, coquetería.

Agatha desconocía el pudor; era una pequeña bestia bonita, para quien aparecer desnuda delante de un varón carecía de importancia. No sintió asco por ella, sino curiosidad, porque en su desnudez no había exhibición ni lascivia. Era como la desnudez de un niño o de una gata.

—Hemos dormido demasiado tiempo —dijo con toda naturalidad—. Estoy a punto de faltar a una cita.

Javier preguntó la hora y la cita.

—Van a ser las doce. A la una tengo que estar en mi Embajada, y aún tengo que cambiarme.

Había comenzado a vestirse, después de pedir por teléfono un desayuno copioso. Sus movimientos tenían una elemental naturalidad, que desaparecía conforme la iban cubriendo los trajes civilizados.

—Será conveniente que te vistas. De lo contrario, no te llevaré en mi coche, y tendrás que ir a estas horas de esmoquin por las calles.

Pero a Javier no le agradaba la idea de llegar con ella, vestido de tiros largos, a la Ciudad Universitaria. Quiso creer que eran otras las razones, pero, por rara coincidencia, pensaba en Magdalena y en George, y en el azar de un encuentro.

—Tengo sueño todavía, y volveré a dormir después del desayuno. ¿Te ofende que te abandone?

¿Y por qué había de ofenderse? Era natural dormir cuando se tiene sueño.

Llegó una doncella con la bandeja, y Agatha, voraz, comió abundantemente. Después se acercó a la cama, le dio un beso cortés y se despidió. Pero al llegar a la puerta volvió la cabeza:

—¿Tienes dinero para pagar el hotel?

Javier le tiró un zapato, y ella marchó riendo. Se acercó a la ventana y la vio subir al «roadster» color crema, ponerlo en marcha y perderse en la primera esquina.

Contempló la calle: nunca había estado allí. Cercano, un jardinillo, envuelto ahora en una sutil niebla. El pavimento estaba húmedo y los transeúntes llevaban impermeables. Sintió hambre por segunda vez. La bandeja estaba vacía y los servicios eran individuales.

«Esta gacela —pensó— ignora que yo también estoy hambriento.»

Pidió de comer y se volvió a la cama. La doncella que le sirvió sonreía mientras disponía el desayuno. Le preguntó la razón de la sonrisa, y cuando le respondió que «el señor había sido abandonado» sintió ganas de ahogarla, pero se limitó a arrojarle un billete y mandarle marchar.

Después se entregó voluntariamente a sus imaginaciones e involuntariamente al recuerdo de Magdalena, mezclado con el renacido sentimiento de vergüenza. Pero se rebeló contra él: ninguno de los valores morales que aceptaba le impedía pasar la noche en compañía de una muchacha y, que recordase, jamás una aventura había complicado su vida sentimental, ni menos su vida moral. Tampoco ahora sentía el menor vínculo amoroso con Agatha, ni creía haberla ofendido, ni menos a una norma objetiva e independiente. En cambio, por encima de todos sus razonamiento, cada vez con mayor energía, sentía haber ofendido a Magdalena, y había que interpretar aquél remordimiento como un síntoma más de la ofensiva que los elementos irracionales habían emprendido contra su seguridad.

«Estoy enamorado de ella.»

Todos sus caminos conducían a aquella conclusión: era el término final de sus excogitaciones cuando dejaba de vivir hacia fuera y se encontraba consigo mismo.

Se vistió lentamente, pidió un taxi, y después de haber pagado la cuenta regresó a la Ciudad Universitaria. Seguía lloviendo, y la fricción de los neumáticos sobre el asfalto producía un ruido monótono. Le vinieron ganas de ordenar al chófer un cambio de dirección, llegar hasta la casa de la plaza de Italia y decirle a Magdalena toda la verdad, entregándose a su comprensión y su misericordia. Pero fue sólo un momento: la idea le sublevó el orgullo, y por buscarle satisfacción, su pensamiento insultó a Magdalena con la palabra más soez.

«La guerra me ha puesto sentimental, y todas las fuerzas irracionales de mi alma cabalgan indomeñadas.»

Se hacía esta reflexión, con estas mismas palabras, mientras pagaba el taxi. Dio una corta carrera, por no mojarse, y habiéndose desnudado se metió en el baño: se limpiaba cuidadosamente, como deshaciendo las huellas que un cuerpo humano pudiera haber dejado en el suyo.

La noche antes, bailando con Agatha, había aceptado la idea de su contacto como remedio contra su desazón; se esforzaba en conceder a su cuerpo elástico de yegua joven no sólo atracciones corporales, sino hasta espirituales; pero ahora, ungiéndose la piel, reconocía el error. No entendía el placer por el placer, y ya había pasado de esa edad en que se posee a una mujer por afirmación de uno mismo. Ni siquiera se había preocupado de conquistarla, y estaba convencido de que la despedida de Nelly había sido convenida entre ambas previamente o en cualquier descuido suyo. Vista con unas horas de perspectiva, la aventura le parecía estúpida y vulgar. No sabía qué hacer. Rechazaba también —ahora que su cerebro funcionaba con lucidez— toda nueva relación con Magdalena, aun la continuación de sus relaciones normales. Aceptando la existencia de su amor, comprendía la necesidad de ahogarla como un germen maligno que le naciera dentro.

Se vistió un traje oscuro, se puso la boina y un impermeable ligero y sin pensarlo mucho marchó hacia la Maison Hellènique. Allí estaría Alfonso Álvarez de las Asturias, con su jeta torcida, su hablar nalgueante y su colección de grabados, puliendo versos abstractos. Su conversación no era lo bastante sugestiva para atraerle; pero, al fin y al cabo, era la conversación de un ser humano, y su lenguaje, en castellano ceceante, era, al fin, castellano. Y estando harto de hablar idiomas extraños, en los que se expresaba con imperfección, sentía profunda necesidad de hablar en su lengua, manifestar en tacos sonoros su íntimo descontento.

El vestíbulo de la Maison Hellènique, llamada también El Partenón, estaba vacío. Mientras pasaban su recado se entretuvo mirando grabados con escenas de la Independencia. En uno de ellos, Jorge Gordon, moribundo, lanzaba sus últimas palabras con ademán negligente y dolorido, mientras los dioses de la antigua Grecia lloraban la muerte del poeta, ya coronado por el laurel de Apolo.

Alfonso Álvarez de las Asturias consentía en recibirle. Pasó a su cuarto, y lo encontró entregado, no a la corrección de versos, como esperaba, sino a la de unas pruebas de imprenta.

—Me va usted a perdonar, querido Javier, pero estas pruebas han de estar concluidas esta misma tarde. ¿Quiere usted sentarse? Le ofrezco una taza de té, en el ínterin.

Sobre la mesa hervía el agua de un samovar. Y como Javier mirase sorprendido el artefacto eslavo:

—Es un samovar auténtico —aclaró Alfonso—; regalo del príncipe de Brest-Litowski. ¿Nunca le hablé del príncipe de Brest-Litowski?

Había sido una negligencia, porque aquel príncipe fastuoso era una de las personas más sugestivas que había conocido en su vida. Suspendió la corrección de pruebas para entregar a Javier un cofrecillo de delicada labor, con llavín de oro en la cerradura.

—Ábralo y vea cuidadosamente su contenido. Son cartas del príncipe y objetos de su uso personal. También hay algunas fotografías.

Abrió Javier el cofre, porque aquel quehacer era como otro cualquiera, bueno para llenar horas vacantes. Remejió entre cartas y retratos —cartas de papel amarillento, que había sido rosa y despedía aún lejano perfume—, y encontró varias joyas y una hermosa pitillera de oro labrado, con unas armas en esmalte. En las fotografías, empalidecidas por el tiempo, un hombre de buena facha y continente distinguido se ofrecía en varios trajes y posturas. Predominaban los atuendos militares.

—Pero todo esto, querido Alfonso, parece de la anteguerra, y usted no es lo bastante viejo como para haber sido mozo en aquel tiempo.

—Yo soy más viejo de lo que usted piensa; pero, en efecto, no era mozo todavía ni había venido a Europa. Conocí al príncipe en el destierro, en un hotel de Barí… ¿Cuántos años hace? No lo podría decir, pero hace ya mucho tiempo.

Le iba a espetar la historia del príncipe de Brest-Litowski, y, a la verdad, prefería para su conversación temas más recientes. Mostró un interés repentino por las pruebas de imprenta, y por un momento la vanidad del venezolano fluctuó entre aquellos recuerdos de una amistad casi imperial y los productos de su inspiración. Al fin —con la ayuda de Javier— triunfó la poesía.

Era un poema breve, entre romances, titulado «Columbarium». Javier sugirió una aclaración del título.

—¿No conoce usted el Columbarium? Es el lugar de mayor interés poético de París. Voy allá con frecuencia.

Pero Javier no sabía qué era el Columbarium, y Alfonso tuvo que informarle de que se trataba del horno crematorio para cadáveres. Al escuchar la explicación torció el gesto.

—Me repugna la idea de que puedan quemarme algún día. Es una costumbre bárbara.

—¡Querido amigo! ¿Una costumbre bárbara? No voy a defenderla con argumentos de higiene pública, porque usted no los aceptaría; pero si le recuerdo que era costumbre de la antigüedad, usted acabará reconociendo que era una hermosa costumbre. Y modernamente, no ignora que el cuerpo del poeta Shelley fue también quemado.

A pesar de todo, no le parecía defendible. Había que agradecer al Cristianismo el respeto póstumo por el cuerpo humano. Pero Alfonso no atendía sus razones. Repetía el éxtasis que había creado el poema, y con las manos en alto, como un iluminado, describía la carne incandescente en el horno eléctrico.

—¡Es la carne hecha luz, querido amigo, la mayor purificación posible de nuestra materia asquerosa!

—Yo no creo ser asqueroso, ni aun en mi materia. Mi carne, querido Alfonso, es tan noble como mi pensamiento, y me fue dada con él. No siento por ella ningún desprecio.

Alfonso se entretuvo en hilvanar una respuesta complicada en que mezclaba las citas de los padres de la Iglesia con algunos nombres modernos y heterodoxos.

—Pero esos mismos padres —replicó Javier— no vacilaron en creer que también la carne resucitaba. Si yo creyese en otra vida, querría para mi cuerpo la misma supervivencia que para el alma. Entre todos los dogmas, el de la Resurrección de la carne me parece el más razonable.

Se había concluido la corrección tipográfica, y un asistente llevó las pruebas a la imprenta. Alfonso se volvió a él, interrogándole:

—¿Qué tiene usted que hacer esta noche?

Respondió que estaba libre.

—En ese caso, le llevaré conmigo. La duquesa de Coria me espera a cenar, y estoy seguro de que ella me agradecerá su compañía: está bastante atribulada con la guerra, y le será grata la charla con un compatriota.

Javier recordaba vagamente el nombre de aquella dama. Su nombre aparecía con frecuencia entre los compradores de cuadros en las almonedas famosas o en las listas de suscriptores de ediciones caras y limitadas. En el prólogo de un libro, un escritor de nombre, pirrado esnob por las duquesas, la calificaba de «dama muy espiritual».

Le pareció bien la proyectada cena: le daba lo mismo aquella que otra compañía. Tuvo que asistir a la toilette de Alfonso, complicada como de damisela.

—Iremos en mi carro —decía, mientras se anudaba una corbata horrible.

—¿Su carro?

—Quiero decir mi automóvil.

Seguía lloviendo. Alfonso conducía con destreza. Atravesaron un París crepuscular y grisáceo, brillante el asfalto por la luz de los faroles. Una barcaza, dando alaridos de sirena, surgía del Puente Nuevo cuando lo cruzaron, y la niebla emergente oscurecía la roja luz de un farol. El aire estaba mojado y caliente, como en un puerto, pero faltaba el olor salobre para que la impresión fuese completa.

Subieron hasta los Capuchinos; Sofía Coria les esperaba en un bar tomando el aperitivo.

Era una mujer madura y magra, envejecida de tez y gris de cabello. No vestía con riqueza, ni siquiera con elegancia, pero tenía finos modales y una fonética depurada. Hablaba en español con muchas palabras extranjeras, inglesas o francesas. Al serle presentado Javier manifestó una razonable alegría, al parecer sincera.

Era inevitable hablar de la revolución. Ella no tenía demasiados intereses que perder —riendo, confesaba andar escasa de dinero—, pero sí parientes y amigos muy queridos.

Se interesó por las actividades de Javier, a quien primero creyó escritor, y al saber que no lo era sonrió como decepcionada, reconciliándose pronto al enterarse de que su profesión era, en cierto modo, una profesión intelectual. Claro que no comprendería nunca cómo había personas inteligentes que malgastaban el tiempo sobre las páginas de un manuscrito. Le parecía ocupación de seres inferiores.

—Tendrá que hacer mucho para convencerme de que usted no lo es —añadió, sonriendo.

Planearon la cena en un restaurante barato, donde cada uno pagaría lo suyo. Sofía hablaba de un picnic. Al subir al automóvil, Javier se acomodó a su lado, y mientras Alfonso sorteaba las dificultades del tráfico ella le preguntó por su familia. Le pareció a Javier una mujer humana, de vuelta de muchas cosas, un poco desengañada. Hablaba continuamente y tosía a veces.

—No estoy muy fuerte —dijo en una de ellas, limpiándose los labios—; tenía pensado retirarme a Mallorca, y he comprado terrenos para construirme una casa; pero esta inoportuna revolución me chafó los proyectos. Si dura mucho tiempo, me moriré.

Alfonso frenó rápidamente, tras una vuelta cerrada, y abrió la portezuela. Estaban en una calle solitaria, en cuya esquina un restaurante ofrecía sus mesas al aire libre, protegidas de la lluvia por un toldo y de las miradas curiosas por tibores de mirto. Se acomodaron en una, y Sofía eligió un menú sencillo, que Alfonso aceptaba a regañadientes, por excesivamente barato.

La conversación de Sofía recaía melancólicamente en su fracasado retiro a Mallorca.

—Estoy cansada del mundo y de este clima. Mis años me hacen apetecer el sol, y mis achaques, mucho reposo. Todo lo hay en Mallorca; pero, además, gente divertida que espante el aburrimiento. Todo lo había, quise decir, porque con esta guerra… ¿a dónde irán la mujer de Valentino y toda la gentuza internacional refugiada en Formentor? Pero, a pesar de todo, cuando la guerra termine, iré a Mallorca, aun a riesgo de aburrirme. Es un lugar todo lo barato que requiere mi escasa cuenta corriente.

Reían ellos aquella exagerada exhibición de pobreza.

—Estoy a tono con los tiempos, que llevan el dinero a otras manos más hábiles que las nuestras. Pero yo no me quejo. Tengo cincuenta años y una visión ubicua del mundo. Que me quiten lo bailado.

Javier la contemplaba con simpatía, y su léxico peregrino, mezclando con chulaperías palabras rebuscadas, le hacía gracia. Insinuó que él, descontento también, pensaba marcharse a América.

—No sabe usted lo que dice, querido amigo. Es usted demasiado joven y desconoce aquellas tierras. ¿No se ha preguntado nunca por qué los americanos espirituales, como Alfonso, se afincan en Europa para siempre?

—Es que yo, duquesa, no soy un hombre espiritual, sino un hombre de acción. Mi afición a la Historia como ciencia no pasa de ser un accidente. Tengo necesidad de una vida distinta de la nuestra, donde haya posibilidades de aventura. Aún no he perdido la esperanza de acaudillar una revolución en Nicaragua o de ser presidente de la República en Bolivia.

—No dudo que llegará a serlo. ¿Por qué no? Es usted un blanco de buena raza, y aquellas tierras…

Alfonso protestaba del desdén por Sudamérica que implicaba aquella conversación, y afirmaba tímidamente que eran países civilizados.

—No le haga usted caso, joven Mariño. Mis antepasados estuvieron allá cuando la selva llegaba a Mar del Plata, y entonces valía la pena el viaje; pero cuando yo fui, hace quince años, no había nada que hacer para una descendiente de aquellos descubridores. Claro está que yo no era lo bastante bonita como para casarme con un rey de cualquier cosa. Si efectivamente quiere usted entregarse a la acción, hágame caso y quédese en Europa. ¿Quiere usted coyuntura más favorable? Empezamos a revolvernos, y o poco sé del mundo, o esto de España no es más que el comienzo. Europa es otra vez país propicio para hombres arriesgados. Quédese aquí y funde un partido revolucionario. Puede perder la cabeza, pero puede también cobrar tanto poder como no pudo soñar nunca. Se avecina una época en que los hombres volverán a ser efectivamente dueños de los destinos. Por eso quiero morirme: yo soy una liberal, amo las buenas formas, aunque sean decadentes, y mi héroes es míster Chamberlain. He nacido, por lo menos, con cincuenta años de retraso, y aunque comprenda el mundo, por lo mucho que llevo visto, no me gusta. A las trompetas militares prefiero los bellos versos, y soy lo bastante romántica para preferir un jardín a un campo de trigo. Como pueden ver, no tengo remedio.

Acabó su discurso con una franca carcajada. Habían concluido de comer, y Javier ofreció los cigarrillos. Sofía los rechazó.

—Fuma usted tabaco demasiado bueno. Yo ya he perdido el paladar, y para excitarlo necesito de un sabor fuerte. ¿Quiere usted uno de mis «Caporales»? Son lo bastante parecidos al tabaco de cincuenta español, que es el mejor del mundo.

Había sacado del bolsillo una pitillera de cristal en cuya tapa estaba grabada su cifra coronada. Encendieron los pitillos ante los aspavientos de Alfonso, que se esforzaba por apartar el humo.

—Ahora —continuó Sofía— les pido que me concedan la iniciativa. No son más que las nueve, y la noche empieza. ¿Quieren acompañarme? Tengo invitados en mi casa, que a usted, Javier no le disgustarán. Vénganse conmigo. Mi criada tiene la noche libre, y tendrán que ayudarme a preparar unos emparedados, pero a cambio les ofrezco un vino muy aceptable y la conversación de personas divertidas. Si tienen ustedes otros planes, déjenlos, por favor, y no me abandonen. Sobre todo usted, Javier. Necesito gente joven en mi contorno, y, por otra parte, usted también está necesitado de compañía. Esas hermanas que tiene en el Finisterre le darán mucho que pensar mientras no sepa cuál ha sido su suerte. Necesita olvidarse, lo mismo que yo.

Subieron al automóvil y partieron, silenciosos. El recuerdo de sus hermanas era una racha de melancolía que se introducía inesperadamente en aquella hora. Se lo dijo así a la duquesa.

—¿Y qué más da? —respondió ella—. También yo tengo personas amadas cuya suerte ignoro. Por eso precisamente no quiero estar sola. Pero yo soy una vieja, y de esos dolores me van quedando pocos. No cumpliré jamás cincuenta y cinco años. En cambio usted es un muchacho, y la vida le aguarda cargada de desdichas. Tiene usted que aprender a soportarlas con frialdad, aun las más desgarradoras. Créame: viniendo a divertirse, no hace usted nada inmoral; por el contrario, aprende a endurecer el corazón, que es la mejor pedagogía.

Vivía en una calle ancha y solitaria, cerca del Trocadero, en un departamento de su propiedad, al que se llegaba pasando un patio florido. Entraron en un salón íntimo y elegante, de paredes pintadas de ocre, con luz indirecta y profundos sillones. Todos los muebles eran modernos, y, presidiendo entre otros cuadros, un Picasso y un De Chirico se exhibían en el lugar de honor.

Alfonso se negó a colaborar en la tarea culinaria, por desconocimiento, y mientras hojeaba un álbum de dibujos reciente, Javier, con la duquesa, pasaron a la cocina. Ella se había puesto un delantal por encima del vestido, y, sin quitarse el sombrero, hacía una figura divertida. A una observación de Javier, respondió que era ya su propia caricatura. Encendía los pitillos uno tras otro, y los fumaba sin quitarlos de la boca, al modo varonil más exigente, cambiándolos con la lengua de una en otra comisura. Habían preparado una bandeja de sandwiches, cuando el timbre anunció la llegada de los primeros visitantes. Impuesto en sus funciones subalternas, Javier acudió a abrir. Llegaban una dama con su acompañante, y en un francés deficiente preguntaron si estaba la duquesa.

—Nos referimos —recalcó la dama— a madame la duchesse de Coria. Una dama española, n’est ce pas, chéri?

—Efectivamente —confirmó el hombre—, una dama española.

Javier escuchaba con calma, y, mientras, los observaba. Eran, indudablemente, extranjeros, y por la tez morena del varón, hispanoamericanos. Vestían bien, mejor ella que él, pero sin personalidad. La dama podía ser lo mismo una entretenida cara que una modelo de modista. El caballero llevaba en el meñique un grueso brillante montado sobre platino.

—Sí. La duquesa de Coria está en casa y les espera.

Estaba oscuro el vestíbulo y no atinaba con el interruptor, buscado casi a tientas. La luz del patio era insuficiente, pero aún así los invitó a pasar. Con gran naturalidad, el recién llegado le entregó el sombrero y el paraguas, y la dama su impermeable de verano. Él los recogió haciendo una reverencia.

—Les suplico que pasen al salón. La señora duquesa vendrá en seguida —dijo con voz a tono para mantener el equívoco. Abrió la puerta y los introdujo, entregándolos a la compañía de Alfonso. Corrió a la cocina.

—Me debe usted mucho dinero, duquesa. ¿Qué sueldo cobra en París un mayordomo de casa grande?

Sofía se rió.

—Mi experiencia es ya tan remota, que no nos sirve en nuestros días. ¿Por qué lo pregunta?

—Dos de sus visitantes acaban de confundirme con el mayordomo. Lo siento por usted: un amigo que se puede confundir con un criado no es jamás un amigo presentable.

Pasaron al salón, repartiéndose las bandejas del piscolabis. Fue presentado, y los visitantes, que se hallaban metidos en conversación con Alfonso, no reconocieron en él al pretendido mayordomo. Se hablaba en francés, y Javier prefirió apartarse un poco y escuchar. Después llegaron dos muchachas de buen aspecto, una pintora y una periodista. La pintora se sentó a su lado, en el mismo diván. Una vez la sorprendió mirándole, y se sintió molesto. Ella le interrogó:

—¿Por qué está usted tan silencioso?

—No hablo bien el francés.

—Alguno de estos señores tampoco lo habla demasiado bien.

—Es que yo, además, soy bastante tímido.

Ella sonrió y se aproximó un poco.

—¿Tiene usted amigas en París?

—No.

—París es detestable sin una amiga. La soledad hace triste la ciudad más alegre del mundo.

Bueno. Él no era demasiado alegre. Le preocupaba la guerra, etcétera.

—¿Entiende usted de pintura? —preguntó ella.

—No mucho.

—Yo soy pintora. Voy a exponer muy pronto. ¿Vendrá usted? Madame de Coria me ha prometido asistir: le daré mucho brillo a la apertura.

—Pero mi nombre es tan desconocido, que nada puede añadirle.

Se habían desentendido de la conversación general y hablaban en voz baja. La llegada de nuevos visitantes los aisló más todavía. Ella se llamaba Marie, era bonita y elegante, de maneras desenvueltas y ojos provocativos. Hablaba con mucha rapidez, y a veces Javier se veía obligado a rogarla que repitiera sus palabras. A Marie le divertía su torpeza; corregía su pronunciación y le explicaba el significado de algunas palabras corrientes.

Cuando se marchaban, le rogó que la acompañase.

—Quiero hacerle a usted un dibujo.

—¿Ahora?

Era casi medianoche.

—¿Y por qué no? Ninguno de los dos tenemos sueño.

Estaban solos en la calle. Ella le cogió del brazo y lo besó en la boca, riendo.

—¡Me gusta usted, Javier! —le dijo, y lo volvió a besar. Javier se entregó a los acontecimientos.

Cuando llegó a casa, el comedor de la Ciudad Universitaria estaba cerrado. Hizo un poco de té, y luego de beberlo se tumbó. No había querido comprar los periódicos por no aumentar el mal humor. Un desconocido sentimiento de desprecio por sí mismo lo invadía. Hubiera esperado cualquier cosa de sí, menos ser un «hombre fácil». Carecía de voluntad, y cualquier mujer bonita podía seducirlo. Estaba solo, pero ésa no era razón suficiente, aunque llegara a engañarse justificándose con ella. Necesitaba poner un remedio inmediato, pero no sabía cuál. Tenía que ser un remedio heroico y eficaz. Había descubierto que «gustaba» a las mujeres: Marie se lo había dicho descaradamente. Se sentía humillado.

El remedio podía ser la huida. Tenía dinero suficiente para viajar una temporada, recorrer Europa y esperar así la mejor coyuntura del último viaje. Para un hombre que apenas se detiene en las ciudades, casi no hay ocasión de aventuras. Dejaría su equipaje en París, encomendado a Álvarez de las Asturias, y con un petate exiguo de estudiante pobre emprendería la huida de sí mismo. Buscó un mapa de Europa y comenzó a trazar itinerarios: hasta Viena por Bélgica y Alemania; a Roma por Suiza; a la Península escandinava, y, finalmente a Inglaterra. El viaje le ayudaría contra sí mismo, se le aquietarían las pasiones y, poco a poco, recobraría la fortaleza. De esto estaba seguro. Se había juzgado con dureza, pero —creía ahora— toda su desventura era explicable. Su abatimiento le venía de un temor secreto de engolfarse. Bien mirado, el temor era excesivo. Un hombre no pierde nada aprovechando las aventuras que le salgan al paso. Su conducta, en España, no había sido distinta. Cuando había tropezado con mujeres verdaderamente seductoras, a cuyo lado existiera peligro real, había sabido dominarse. Se había dominado con María Victoria, y, después, con Magdalena. Estos sentimientos depresivos que por primera vez experimentaba, eran fáciles de explicar: las conversaciones con George lo habían debilitado. Lo comprendía ahora, recordando sus ideas sobre el pecado. Pero él no creía en el pecado.

Su espíritu había descendido después de una noche de juerga, y ahora tomaba bríos y se levantaba. Un bache lo tiene cualquiera.

Abandonó la cama, y abrió los armarios. Tenía demasiadas cosas inútiles. Emprendería el viaje con un solo traje, media docena de camisas y sin libros. Si acaso, uno o dos que contribuyeran a su fortalecimiento. Marcharía sin despedirse. ¿Sin despedirse, por qué? Comprendió que temía despedirse de George, y se prometió invitarlo a comer, pasar junto a él unas horas y mantenerse firme. No se atrevería a reprocharle el abandono de Magdalena. Él mismo le había pedido en alguna ocasión que no la viera más.

Pero no se despediría de Magdalena. Aquello sí que había concluido. Como había pasado tres días sin verla, pasaría el resto de su vida. Magdalena era una mujer peligrosa, y a su lado fracasaban todas sus virtudes. Él estaba enamorado de ella. Se había engañado inútilmente acerca de este punto, suponiéndose víctima de una atracción sensual. Aún era tiempo para una solución que, más adelante, sería dolorosa.

Buscó en el agua el temple de sus nervios, y marchó a cenar. Por encima del césped flotaban jirones de niebla, y entre la niebla se oían risas femeninas. Al llegar a la Casa Internacional se encontró con Agatha, en compañía de otra muchacha. Salían de cenar. Agatha le presentó a su compañera —una austríaca llamada Gerda— y lo invitó a que las acompañase. Él se disculpó: tenía hambre y una cita urgente. Entró en el restaurante, dejándolas con la palabra en la boca, y buscó una mesa solitaria.