Eneas en el exprés de Irún, viajero de tercera, con billete hasta París, y dos combinaciones: a Londres, vía Dover, y a Viena, por Bruselas, Renania y Baviera. Tanto de Támesis y tanto de Rhin y Danubio, para una visión completa.
Ahora, Eneas se llama Javier Mariño de Lobeira; o, mejor: es Javier Mariño de Lobeira el que se llama Eneas. Ha empezado a pensarlo no hace más que unos minutos, en la estación del Norte. Hasta entonces no creía que la proyección histórica de su figura sobrepasase sus veintiséis años de edad. Pero ahora, en vías de identificación miticoliteraria, se encuentra viviente en tres mil años. Tiene que corregir algunos detalles, sobre todo en lo de Anquises y Venus, porque él es hijo de legítimo matrimonio, y las cosas que lo trajeron al mundo fueron de otra manera. Pero por lo demás…
Bueno. Hace quince minutos el tren estaba inmóvil junto al andén segundo, y Javier, sentado en el estribo, realiza cuidadosamente la última despedida. Jacobo Díaz ha venido con él, y Jacobo Díaz es ahora un símbolo. Al darle la mano, Jacobo Díaz ya no es, sino que representa. Él piensa que esto puede ser un lío metafísico; pero lo siente así. Es la última mano estrechada, y en esta mano estrecha todas las cosas que van quedando atrás; que aún no son recuerdo, pero que pronto lo serán. Que también serán olvido.
Claro que Jacobo Díaz ignora que, en este momento, es todo un símbolo. Ajeno a su nueva entidad, charla de política, bajo la mirada vigilante del guardia civil que asoma su tricornio por la ventanilla. La presencia del guardia civil le hace ser más mordaz, y dice cosas terribles del Gobierno: las mismas que hoy dice casi todo el mundo, pero mejor dichas. Jacobo Díaz maneja con exactitud el sarcasmo. Pertenece a esa vieja estirpe española iniciada por Marcial. Marcial podría ser su numen.
Y luego silba el tren. Dos maleteros limpian el sudor con las manos renegridas y profieren maldiciones. Jacobo ha quedado entre ellos, mínimo entre gigantes. Y sobre la cabeza de Javier se asoma ahora el tricornio benemérito. Están cogidos entre dos fuegos; pero, considerado de otra manera, tienen su público. A Javier le será fácil convencer al de la Guardia Civil; y hasta es posible que no tenga que convencerlo, porque es antiguo y habrá servido al rey. Pero Jacobo, chiquitín, entre los dos gigantes…
—¡Que vuelvas con honor!
—O que no vuelva.
Los dos han coincidido en el saludo ofensivo, insultante. El guardia civil no dice nada, y los maleteros miran atónitos. Pero Jacobo se mantiene así durante un buen rato. Es ya una figura imperceptible mientras el tren se aleja. Y los dos maleteros no han hecho nada.
Javier sube los escalones del estribo. El guardia se aparta, cortés, y él ocupa su asiento en un departamento vacío. Sonríe. ¿Por qué ha saludado así? No es una valentía, porque el tren andaba y nadie va a ofenderlo. ¿Es un insulto? En todo caso, un acto insincero, una pequeña farsa. Pero no está arrepentido, y casi se siente orgulloso.
Y por ahí se cuelan los últimos recuerdos, y mientras el tren camina, tiene conciencia de que detrás queda la patria resquebrajándose, y de que él marcha Dios sabe a dónde, a fundar hijos y ciudades. No lleva equipo de guerreros ilustres, ni tampoco parece que en el cielo haya dioses concertados contra él; pero en su maleta lleva los penates.
Y ahora, los recuerdos.
El día comienza con un timbre. Pensión Iruña, tercer trozo de la Gran Vía, habitación número 12: una especie de ataúd excesivamente cálido, recién pintado, con ventanas de cristal esmerilado abiertas sobre un patio interior. Paredes lisas, blancas, con tonalidades de marfil; cama de níquel. La sábana, hecha un lío junto a los pies, porque hace demasiado calor, y él, tumbado en la cama, panza abajo, con la cabeza debajo de la almohada porque hay que huir al timbre que resuena implacable. Se oye también lavar de platos en la ventana de enfrente, pero no importa, porque ese ruido ha sido incorporado al sueño hace casi un par de horas. El ruido de los platos es tolerable: viene de lejos por encima de un abismo. Pero el timbre del teléfono le expulsa el sueño con calmosa seguridad, con método. Si alza la mano y descuelga el micrófono, cesará; pero entonces ya estará definitivamente despierto. Mas despierto no quiere decir vuelto a la vida, porque despertar es un tránsito vacío entre el sueño y la vigilia. El timbre del teléfono ha alejado esas imágenes rezagadas de las que se dispone casi a voluntad y que hacen amable prolongar la duermevela. Después le costará caro describirlas en el diario de los sueños: «Es muy importante, para alcanzar el propio conocimiento y el dominio de sí mismo, conocer los desvanes del espíritu: esa ancha zona de sombras que a la noche vuelca sobre las almas su desvencijada colección de cachivaches.» («Diario de los Sueños», página primera.) Ahora mismo, que está despierto, carece de conciencia precisa. Difícilmente recuerda dónde está, y quién es, y por qué está allí. Pero no sabe el día ni la hora, aunque para eso haya tiempo. Y el timbre sigue sonando.
Alza el brazo y descuelga. No ha abierto los ojos, ni siquiera el ojo que necesita abrir para saber la hora en el reloj colgado junto a la cama. Lleva el micrófono bajo la almohada, con ánimo de esconderlo, pero bajo la almohada está también su cabeza, y escucha su nombre, pronunciado al otro lado por una voz de mujer.
—Sí. Yo soy. ¿Quién me llama?
—María de las Mercedes.
Ahora sí que está despierto, y no le importa abrir los ojos. ¿Por qué le llama María de las Mercedes? ¿Y quién le ha dicho que está en Madrid y dónde está? Es la última persona a quien deseaba haber hablado.
—Estoy tan dormido, que no reconocí tu voz.
—Yo reconozco la tuya. ¿Cuándo llegaste?
¡Qué mentira acaba de decir! El teléfono le traslada la voz de María de las Mercedes con todos sus matices. Y da lo mismo una mentira más. Le ha mentido siempre, y ella a él. Y ahora seguirán mintiéndose, un juego sin sentido ni finalidad.
¡Pero decirle cuándo ha llegado! Toda la historia del viaje, y los días que lleva en Madrid, y lo que hizo. Después la retahíla de las reconvenciones: «¿Por qué no me has llamado? ¿Es que te escapas de mí?»
Ella, efectivamente, se las hace.
—Vengo de paso. Cualquier día de estos me voy a Francia por mucho tiempo.
—¡Oh!
Era una queja perfectamente imitada.
—¿No pensabas despedirte?
—Sí; pero a una hora en que estuviera tu marido. Puede ocurrírsele algo para París.
—Es necesario que nos veamos antes. ¿Hoy mismo?
—Cuando tú quieras.
—Sal al Retiro, donde siempre. A las doce.
—¿Y me dices ahora qué hora es?
¡Qué distinto de aquello lo de Eneas! Eneas clamaba en la noche desnuda y daba abrazos inútiles a Creusa fantasmal, mientras que él retocaba una historia curiosa de amores, fingidos por entrambas partes: tan patéticos en el modo, que a primera vista se notaba su falsedad. La voz de ella se había entristecido.
—¿Te vas por mucho tiempo?
—Quizá no vuelva.
—Me duele tener parte de la culpa.
—¡Oh, Mercedes! Tú sabes bien…
—Lo pienso hace tiempo; más bien lo temo.
Su hablar redicho gustaba de las proposiciones adversativas.
—Era inevitable, Mercedes. No te atribuyas la responsabilidad.
Elegía el tono más mendaz, esperando que ni el micrófono pudiera disfrazarlo. Y oyó algo así como el hipar de un llanto, que también creyó fingido. Y después:
—Me estás mintiendo. Te vas de España por mí.
¿Y por qué no llevar la farsa hasta el final, poniéndole a su patetismo un divertido estrambote?
—Estabas en la obligación, Mercedes, de no decírmelo. Que me marcho por ti ya lo sabemos; pero está bien que tú lo disimules, si no lo disimulo yo.
Ahora la voz de Mercedes era entrecortada, y el hipido se hacía catarata de lágrimas, hablando del destino cruel, de las cosas de la vida y de cualquier lejana esperanza que ni ella ni él deseaban. Y él, diciendo adiós y hasta luego, la imitaba, aunque con notoria imperfección.
Aquello había sido divertido y empezaba a ser molesto. Pero el viaje liquidaba tanto lo falso como lo auténtico, y aquel final en el Retiro, con apretones de manos y mirar bajo y lloroso, era necesario, considerado artísticamente. En todo caso, el final previsto: repetiría que huía de España por su amor inasequible, por no turbar su vida, y todo lo demás, con literatura por ambas partes.
Aquellos amores habían empezado por un doble reconocimiento de imposibilidad. Todos sus diálogos podían reducirse, desde el primer día, al siguiente esquema: «¡Qué lástima que el amor que te tengo sea desesperado!» «Sí. Es una lástima que nuestro amor sea desesperado.» Y sobre el común acuerdo de la desesperanza, ella y él habían jugado a la aventura inofensiva. ¿Por qué lo hacía ella? No conocía bastante el complejo espíritu femenino para darse una respuesta satisfactoria, y había dejado de preguntárselo. ¿Por qué lo hacía él? Había tres palabras, y entre las tres estaba la verdad: vanidad, curiosidad, aburrimiento.
Unas cuantas cartas que él había quemado —todas menos una, pieza maravillosa para una antología. Y unos cuantos besos. «Se puede besar impunemente, como se puede confesar —o mentir— amor con la misma impunidad, cuando las cosas se hacen en condiciones y se parte del acuerdo tácito de que lo más que puede suceder es besarse, y que al besarse ya está hecho todo lo posible.» (Escrito en alguna parte, como comentario abstracto al escarceo.)
Por lo demás, ¡qué linda muchacha era María de las Mercedes! La calidad de su piel era perfecta, y todas sus líneas finísimas, lo mismo que sus maneras; y su coquetería, un producto refinado de la civilización. María de las Mercedes era un «final de raza», y un grado más allá estaban la morfina o la neurastenia.
No le gustaba para mujer. Ahora le había dado por una esposa cósmica —no encontraba adjetivo más exacto—, especie de eslabón entre él y el infinito, que lo amase con esa gravedad con que aman las mujeres cuando han depurado su amor a través de los valores morales más elevados. Si se realizaban sus proyectos de fundación en tierras americanas, esperaba tener una mujer así. La hija de un estanciero o acaso la de un rey indígena: segura, violenta y apasionada. Y se la había de disputar a un rival a puñetazos.
Pero esto también era literatura. Puede verse en el último canto de la Eneida.
Llegaban, de los departamentos próximos, cantos femeninos. Todo un colegio se trasladaba a San Sebastián, y las muchachitas despedían a Madrid con alborozo. Se asomó al pasillo. Cerca de él charlaban dos adolescentes, y por su conversación supo que no formaban en el grupo. Marchaban solas a San Sebastián. Una fea, otra lindísima. Hablaban alegremente de estudios y de deportes, y a veces cantaban también, acompañando en voz baja las alborotadas canciones colegiales.
Él comenzaba a sentirse solo, y le hubiera gustado charlar con aquellas dos, singularmente con la más alta de ellas, la más bonita. Tenía una voz delgada y culta, y al hablar movía la boca graciosamente, inclinando un poco la cabeza hacia delante. Pero él no acostumbraba a participar de esa familiaridad democrática de los trenes españoles: se mantenía silencioso y un poco hosco en su rincón, indiferente como un dios olímpico. Era siempre el viajero antipático a quien se ofrecen pitillos o comidas a regañadientes, por puro compromiso, y que jamás acepta. Si él estuviera en otro departamento, junto a ellas, habría ocasión de interpelarlas, pero había elegido un departamento vacío donde poder tumbarse a dormir. Y en esta soledad, sólo podía dialogar con sus recuerdos.
Y por el recuerdo andaba también María Victoria. Le había escrito una carta, por la tarde, tras la despedida, húmeda de llanto y trémula de voz —maravillosa escena de tercer acto— de María de las Mercedes. Una carta que era, a su modo, otra despedida. María Victoria quedaba en el pueblo de Galicia, junto al mar, y a esta hora se habría recogido, tras el paseo vespertino. Lo de María Victoria era más sincero, pero tampoco profundo. Se apartaba de ella con la seguridad de no volver a verla, sin demasiado dolor. No estaba enamorado, ni acaso lo hubiera estado nunca. Cuando se fijó en ella era una niña silenciosa, de grandes ojos verdes, por los que sorbía la vida golosamente, y tenía catorce años. Y a un hombre siempre le gusta acercarse a una niña en trance de ser mujer, y conducirla, casi educarla. María de la Victoria era un poco obra suya: tranquila, seria, virtuosa. ¡Oh, terriblemente virtuosa! Y sin literatura.
Si él hubiera sido un hombre de otra manera, o si las cosas de España corrieran por rumbos más sosegados, se habría casado con María Victoria. (La despedida de María de las Mercedes, si patética, hubiera abundado en reproches, no en lamentos.) La vida con Victoria sería mansa, tranquila. Ella le hubiera ayudado en su trabajo, y todas las tardes, desde el mirador, convendrían que los atardeceres de la ría son magníficos, y que hay cierta combinación de rojos, grises y azules insuperable. Lo habían estado haciendo cuatro años seguidos, y no había razón para interrumpirlo, de haberse casado. Pero él era así, y las cosas de España también, y por eso estaba ahora tumbado en un departamento de tercera, sud-exprés de Irún, camino de cualquier parte.
La carta de María Victoria le había costado mucho trabajo. Ella no aceptaba la farsa demasiado evidente: su virtud la hacía exigente y sutil. Odiaba lo patético, y con ella los grandes gestos estaban de más. En el fondo era una gran chica, y si se la encontrase hija de un estanciero o de un reyezuelo —Lavinia, ya se sabe—, se casaría con ella.
Con María Victoria quedaban atrás demasiadas cosas de las que se desprendía con dolor. Su vocación y todo lo demás acariciado hasta la primera crisis: hasta que comprendió que en nuestro siglo los hombres no son dueños de sí mismos, sino juguetes de la Historia. No sólo los grandes hombres, sino también los pobres diablos como él, provincianos perdidos en un rincón de España.
Ahora ya no tenía remedio. Lo de aquel día era muy importante y algo tenía que pasar. Y él no quería encontrarse cogido en el engranaje de las locuras nacionales, y perder por un azar la última ocasión de ser dueño de sí mismo. España empezaba un mal período, no sabía de qué; pero él se aferraba a su decisión y huía de la catástrofe.
—¿Y usted qué cree que pasará? —preguntaba el guardia civil a otro pasajero, comentando el suceso.
—¿Quién lo sabe? Algo gordo. A lo mejor, una revolución. Nadie nos quita quince días de jaleo. ¿Ha visto usted cómo estaba hoy Madrid? Se cortaba el aire.
Sí. Se cortaba el aire. Javier había salido a la calle muy temprano, a resolver en el banco un asunto de divisas, y la gente hablaba en grupos de algo que él ignoraba. Y en el banco se había enterado de todo. Discutían unos señores, con aire de financieros, y había terciado en la discusión.
—¿Para qué está el Parlamento? —preguntaba el más gordo—. Pagamos el Parlamento para que estas rivalidades se diriman en él; pero no hay derecho a llevar las cosas a la calle, y, hasta ese extremo. Está mal asesinar a nadie, de un lado o de otro. Todos tenemos derecho a vivir, lo mismo que a expresar nuestra opinión. De izquierdas o de derechas.
Y el otro financiero, algo más flaco y con aire más inglés, respondía:
—El Parlamento es un juguete del que no sabemos usar.
Y Javier había dicho:
—Los españoles no conocemos forma más sincera de hacer política que la partida facciosa o la guerra civil. Acabaremos en eso.
Lo había dicho creyendo que hacía la gran revelación; pero los financieros se habían molestado: eran gentes de métodos callados y legales, y no aprobaban que las cosas se resolvieran a tiros.
—¡Educación, educación cívica! —tronaba el más gordo. Y el flaco y britanizado repetía a coro:
—Educación. Eso es. Educación.
Parecían concebir a España como un gigantesco colegio de primera enseñanza, con profesoras bonitas y la matrona de la república, desde su altura, dictando normas de cortesía.
—Ustedes parecen haber olvidado que somos carpetovetónicos, y que esto obliga a mucho.
Le gustaba la palabra «carpetovetónicos». Mas, por si alguien la tomaba por insulto, hablaba en primera persona de plural. Él, ciertamente, no se tenía por carpetovetónico. Era de otra raza: lo decían bien claro sus pómulos salientes, su cabello claro y su metro ochenta de altura. Pero la historia la hacían los carpetovetónicos, y ahora se habían metido en un buen jaleo. El guardia civil no tenía inconveniente en reconocerlo, aunque su uniforme le obligase a cierta imparcialidad.
—¡Al diablo todo esto! —murmuró.
Después de todo, él seguía dueño de sí mismo, y bien pensado, su determinación era un acto singular y voluntario. Él se lo explicaba así: había vivido hasta entonces bajo el mito materno. La preocupación intelectual le venía de casta por la madre, pero se había dado cuenta a tiempo del error, y ahora elegía el mito paternal. Su padre, que era hijo de un pescador, había emigrado a América, había trabajado hasta enriquecerse, y a su regreso se desposara con una señorita. No era la Historia, sino la sangre del padre y de todos los hombres de su casta la que lo empujaba fuera de la Patria. Hacía cien años que los gallegos emigraban, y él era un emigrante más. Y si no embarcaba en Vigo con hatillo miserable y una hamaca para tenderse, era por razones puramente sociales —aparentemente— y por otras que sólo él sabía.
Su padre había partido para América a los quince años, cuando los barcos no eran regulares en sus navegaciones, y había que esperar en Vigo, días y días, la llegada del vapor. Los emigrantes vivían a cuenta del consignatario cuanto tiempo durase la espera, y el consignatario, para no perder, los utilizaba como obreros. Su padre no se llamaba más que Manuel Mariño, sabía pescar de altura y nada de leer ni escribir. Cuando volvió, veinte años después, hablaba tres idiomas, vestía como un caballero y sus cabellos grises lo hacían encantador. ¡Ah! Era también un hombre distinguido, y su madre, hidalga por todos los costados, no había tenido inconveniente en desposarlo. Después se había enamorado de él. Ahora, al recordarlo, lloraba. Manuel Mariño había sido todo un hombre, y él gustaba de contemplar el retrato de los dos, tan interesante: un retrato hecho de líneas fuertes y angulosas —su padre— y líneas suaves y curvas —su madre. Su madre parecía feliz cobijándose en la fortaleza del indiano.
Manuel Mariño decía que los señoritos no hacían fortuna en América, y él, su hijo, era un señorito. ¿Había de aceptar que la educación cuidadosa, la Universidad y las buenas maneras disminuyeran su energía? Pero, por lo menos, no había sido preparado para la acción. Tenía una casa antigua en el campo, con césped cuidado y un jardín de mirtos y bojes, y en la casa una biblioteca. Su hermano mayor dirigía la fábrica de conservas; pero él jugaba en el césped, frecuentaba la compañía de muchachitas y pasaba muchas horas entre libros. Y si bajaba al mar, era para contemplarlo y recorrerlo en su balandro. El mar era bello y bueno para el deporte, pero considerado como entidad económica, no lo entendía bien. Lo mismo le pasaba con la tierra. Si una vega es hermosa, con césped, setos y arroyos, ¿por qué plantarla de maíz? Algún hermano de su madre, criado en Inglaterra, había pensado lo mismo; pero se había arruinado.
Y muchas cosas más. ¿Qué sabía él del mundo? La Universidad enseña esquemas intelectuales, y de la madre se recibe una moral anticuada, muy europea y muy fina, pero absolutamente inútil. Si el padre no hubiera muerto, ahora no tendría que pasarse el tiempo por Europa, en aprendizaje tardío, y hubiera podido marchar directamente a la Argentina donde las praderas son anchas y hay muchas posibilidades para los hombres enérgicos.
—Pero todo esto no me sobra. Yo no soy un patán y pronto habré completado mi formación. Tengo todos los defectos del señorito provinciano, y si he de librarme de ellos, comenzaré disimulándolos. Es un ejercicio útil.
Tenía un ideal. Su tío hablaba de un caballero inglés que había marchado a Nueva Guinea con pocas libras en el bolsillo, y, al regreso, había recuperado el castillo de sus mayores, en las montañas de Escocia. Un hombre de buena educación puede también triunfar. Claro que él no partía con pocas libras y que no había castillos familiares que recobrar de uñas usureras. Su familia era rica. ¿Por qué emigraba, pues? ¡Qué diablo! Estaban las cosas de España. Sí. Ésta era, a pesar de todo, la última realidad. Sin las cosas de España no se hubiera acogido al mito paterno y popular, y hubiera seguido frecuentando muchachitas y bibliotecas, y navegando los veranos por la ría de Arosa. Y se hubiera casado con María Victoria.
Y nadie lo sabía, nadie. Ni siquiera su hermana Eugenia, su confidente. En el pasaporte, un burócrata del Frente Popular había escrito: «Viaje de estudios». La Biblioteca de París guardaba un manuscrito por el que, repentinamente, sintiera gran interés. Era un buen truco para huir sin que la madre se alarme demasiado, sin que lloren las hermanas, sin que el hermano mayor, que no tiene fe en él, tuerza la boca y hable de dificultades económicas. Ahora, cuando haya recorrido Inglaterra, y visto el Danubio y el Rhin; cuando los tropezones con la vida le hayan despabilado un poco, escribirá una carta desde Southampton explicando que se marcha a la Argentina. O acaso a Nueva York, porque un año en Nueva York —que detesta— forma también parte de su educación. Y entonces las lágrimas familiares vendrán en las cartas, y son mucho menos conmovedoras.
—Le digo a usted que no hay asesinato, sino justicia. El pueblo ha sido provocado y responde a la provocación. Esto es todo.
El corro parlamentario que presidía el guardia civil se había visto aumentado en un miembro, representante al parecer de las clases populares, pero que, juzgado por su atuendo, más parecía tribuno de la plebe que plebeyo.
—Y yo le digo a usted que es un asesinato. El hombre fue asesinado con todas las agravantes. Fue sacado de su casa sin autorización legal, fue…
Cerrar la portezuela era una provocación; pero se levantó a cerrarla. ¿Es que no había de oír otras palabras durante su viaje? Sus pensamientos estaban muy lejos de los pequeños sucesos españoles, y también de los grandes. Él ya había pensado bastante sobre el caso, y hasta discutido durante todo el día. Dijera dos o tres cosas definitivas, y con esto se agotaban sus deberes. Pero la discusión estorbaba el nuevo giro de su pensamiento, que recaía por tercera vez en Eneas.
Lo de Eneas no estaba mal. Era una buena ocurrencia. Claro que con modificaciones. Antes había sido un poco exagerado al rechazar totalmente lo de Venus y Anquises. Su padre hubiera sido un Anquises muy cumplido, y en su madre había mucho de divino, pero otra clase de divinidad: no presidía Venus en su vida, sino Juno. Era altiva y señora, como Juno. Él le hubiera dado la manzana a su madre.
Con esta pequeña modificación, la coincidencia era perfecta. Se supone a Eneas un tipo de educación exquisito, un poco extranjerizante: aficionado a las cosas helénicas como él lo era a las inglesas Entre los mancebos troyanos, la veste de Eneas sería el correspondiente antiguo a los modernos trajes cortados en Bond Street. También tenía una buena formación literaria, que le había permitido referir sus andanzas y desdichas con reconocida elegancia. Había lo de Creusa, pero él tenía dos Creusas, a falta de una.
Troya se hundía y las llamas saltaban hasta el cielo, alumbrando las estrellas; y si lo de España no era tan grandioso, se debía a la falta de poetas. Pero la catástrofe era idéntica. Lo estaba diciendo ahora el guardia civil, con voz congestionada que ni la puerta cerrada acertaba a detener:
—¡Que le digo a usted que esto es el principio del fin, señor mío! ¡Si lo sabré yo, que estuve en Barcelona cuando lo del nueve, y lo del diecisiete! ¡Si lo sabré yo…!
Después Eneas acuerda que no hay manera de sustraerse a la actualidad, y que en ciertas condiciones prima una crónica de Prensa sobre un noble poema latino, y un político moderno sobre el héroe fundador. Si comparamos el editorial de «Ahora» con el segundo canto de la Eneida, hay indudablemente una evidente diferencia de calidad en el lenguaje. Es, además, casi seguro que el editorial de «Ahora» no esté escrito en hexámetros. Pero el guardia civil desconoce el segundo canto de la Eneida, y, en cambio, discute el texto del editorial con pasión que expresan sus manos agitadas, crispándose sobre el periódico.
—¡Que le digo que sí, hombre de Dios, y que este periódico está pagado por el Gobierno!
Puede ser cierto. Los Gobiernos actuales tienen la costumbre de pagar a los periódicos, y aún no se sabe de cierto si es una buena o mala costumbre. Pero sí es deplorable que los ciudadanos, aunque vayan uniformados y pertenezcan a una institución respetable, como la Benemérita, griten tan alta y destempladamente, sin respeto a los pensamientos de Eneas. ¿O es que no advierten que Eneas tiene tres mil años, y que desde su altura contempla sonriente los menudos sucesos históricos de una nación cualquiera? No hay que apurarse tanto. También Julio César fue asesinado. Los contemporáneos lo sintieron mucho, pero hoy, gracias a los escrúpulos políticos de Bruto, tenemos alguna buena tragedia y bastantes malas. Las cosas pasan así.
¡Si aquel guardia civil de sentimientos tan honrados se decidiera a marchar! Entonces él dormiría o seguiría balanceándose en sus sueños, haciendo recuento del pasado y espléndidos proyectos para el porvenir, que empezaría mañana, al cruzar el puente internacional. Pero si el guardia civil insiste en afirmar que si él estuviera en el Parlamento diría tales y tales cosas («¡Que le digo a usted que sí, señor diputado, que le digo a usted que sí!»), y en decirlo metiéndole los puños en la cara al señor de izquierdas, que ya está acoquinado y empieza a titubear y hacer distingos, no tendría él que marcharse a otro departamento.
Están las doncellitas del pasillo. Desde su asiento las ve aterradas, escuchando la disputa y esperando que de allí surgirá la guerra con todos sus horrores. La más linda ha fruncido el ceño, y todo su aire es de desaprobación. De la otra no ve más que el cabello. ¿Hablarán también ellas de política?
El pro y el contra se distribuye así: el hombre que ha aprendido desde pequeño a no interpelar a las personas que no le han sido presentadas —salvo necesidad—, prefiere permanecer sentado, aun a trueque de soportar hasta el final —si es que lo tiene— el debate parlamentario sobre la muerte del político. Pero Eneas arguye su desinterés de ciertos episodios acontecidos sobre la desconocida Hesperia, tierra remota que ni siquiera oyó mentar, y por la que no se sabe que haya pasado Ulises, y, en consecuencia, debe sustraerse a la actualidad buscando la conversación de la encantadora doncellita. El hombre que ha aprendido tantas cosas, y que siente un gran respeto por determinadas costumbres extranjeras contraarguye sosteniendo que es del peor gusto entablar conversación en un ferrocarril, aunque se viaje en tercera. Pero Eneas, igualmente respetuoso de las costumbres extranjeras, responde que los viajeros helénicos trababan conversación con sus compañeros, y que a esta locuacidad se debían muchas obras maestras.
Es, sin embargo, un argumento deleznable. En los tiempos de Eneas, e incluso en los de Sócrates, desconocían el ferrocarril, y por entonces no se había inventado la cortesía británica. Aunque el viajero se aburra, debe respetar la soledad de los demás, y sólo en el caso de una insinuación evidente puede exceptuar la norma y charlar con una muchachita encantadora. Pero la insinuación no ha sido hecha, ni es probable que se haga.
«Pero yo soy un cobarde. Pienso estas majaderías para disfrazar mi timidez. Lo que me pasa es que no me atrevo a acercarme.»
Y claro: cuando el hombre se reconoce cobarde y tímido, la reacción inmediata es levantarse, abrir la puerta y salir al pasillo. Es lo razonable, porque la timidez es uno de los defectos que conviene eliminar.
—¡Que yo le digo a usted, señor…!
Ya está bien. Pasa de largo y pide perdón a las muchachas. Después desaparece en un cabo del vagón, y por la ventanilla contempla la tierra desnuda de Castilla, alumbrada por la luna. Son los roquedales del Guadarrama, los pinares, los pueblos dormidos. Arroja brasas la locomotora y el humo lleva un penacho de fuego. Léase «El tren expreso», de venta en todos los quioscos de las estaciones.
Ahora vuelve. Recorre el pasillo perezosamente, deteniéndose a observar las colegialas, que han dejado de cantar y comen sin bullicio. Las preside una maestra desagradable, seca y miope.
—¡Pero si ya le dije…!
Su mirada se encuentra con la de la muchacha linda, y los dos sonríen. Es la ocasión propicia.
—Esto parece interminable. Ya son dos horas así.
—¿Dos horas ya? Si acabamos de pasar El Escorial.
—Bueno, no estoy seguro. Pero me ha parecido infinito tiempo. He llegado a creer que estaba muerto, y que Dios me había castigado condenándome a oír eternamente la disputa del guardia con el otro.
—Pues yo lo encuentro divertido. Repiten incansablemente las mismas cosas. No hay más variación que la energía, que unas veces sube hasta estallar y otras se agota. Ganará el que más resista.
—Yo no ganaré, desde luego. He llegado al límite de la resistencia, y si continúan una hora más, me quedo en Ávila.
Ahora ya se puede charlar, pero no está bien hacerlo. Ellas pensarán que ha salido del departamento para entablar conversación, y, como es cierto, conviene defraudarlas.
—Les recomiendo que se echen a dormir. Yo voy a hacerlo.
Volverá, pero más tarde. Ahora encuentra que es hermosa la sierra lunada, casi tanto como un rostro bonito de mujer y mucho menos frecuente. Abre la ventanilla y el aire frío de la noche le pega en el rostro. A la vera del tren, las rocas amontonadas parecen restos de una catástrofe. Una ciudad destruida a cañonazos será muy parecida.
Se sienta, cierra los ojos, y busca imágenes distraídas. Se está acordando otra vez de María Victoria. En la cartera está su retrato. Puede verla, pero no debe hacerlo. No debe, precisamente porque tiene ganas. El deseo de contemplarla es un deseo irracional. Se ha despedido de ella para siempre. Forma parte de un pasado que ya no existe, y aquel retrato, último residuo, será hecho trizas algún día. Ha pensado en romperlo cuando llegue al Río de la Plata, y entregarlo a las aguas amarillas; pero a lo mejor lo rompe mucho antes. Junto al Támesis o sobre el Danubio. ¡Y quién sabe si en el Sena!…
El mundo del deseo es peligroso, como todo lo sentimental. Si él se hubiera guiado por su deseo, no estaría en el sud-exprés de Irún, sino junto a la ría de Arosa, y en sus manos conservaría la huella tibia de María Victoria. Pero un hombre es ante todo un ser racional, y la razón opera fríamente, por encima de deseos y sentimientos. Él ha llegado a dominar el mundo subterráneo, y su voluntad sirve a su inteligencia. El hombre es una cosa pequeña y turbia; pero puede ser claro y excelso. Lo ha descubierto cuando, dejando la Historia, estudió la psicología. Pero como no es muy honroso comprobarse tejido de complejos inconfesables, como un hombre digno no debe tolerar la suciedad en su cuerpo ni en su alma, le había nacido inmediatamente el deseo de liberación: un deseo lustral que, al realizarse, eliminaba poco a poco el mundo profundo e irracional, o, por lo menos, lo sometía a voluntad.
Había sido difícil y doloroso, como un rito purificador; cuatro años de ascesis y, sobre todo, de inteligencia alerta y voluntad disciplinada Pero, al final, había podido escribir en el cuaderno de sus sueños: «Creo que no hay en mí un solo resorte espiritual y corporal del que no sea dueño; una sola zona de mi espíritu que no conozca y domine Me creo capaz de hacer lo que me proponga, cualquiera que sea el medio o las condiciones.»
Seguía una larga consideración filosófica, llena de citas
Pero ya era discreto acercarse a las muchachas, y hasta ofrecerlas un pitillo. La más linda no fumaba. Para comprobar sus conjeturas acerca de su espiritualidad, hizo una frase sobre el paisaje. La más bonita reaccionó favorablemente, y desde entonces se consagró a ella. Prefirió no preguntarle el nombre.
Era muy joven: quizá no tuviera los dieciocho años. La comparaba con María Victoria, sin ganancia para ninguna de las dos. María Victoria hablaba poco, irónica y sentenciosa; tenía una grave voz musical, buena para escuchar a oscuras. Ésta era ingeniosa y brillante, pero no superficial. A la media hora había descubierto muchas cosas comunes y muchas diferentes. Cantaban las mismas canciones, sabían los mismos versos, tenían parecidos gustos literarios. Pero ella había sido educada en el Instituto Escuela y se proclamaba liberal. Sin quererlo, recaían en la conversación del día: versión culta y en voz baja de lo que el guardia civil seguía discutiendo, a gritos, en el extremo del pasillo. Él quizás estaba de acuerdo, pero no le parecía oportuno abandonar tan pronto la farsa iniciada en la estación. Había saludado ofensivamente y lo seguía haciendo —espiritualmente— ante esta muchachita deliciosa y liberal, que había nacido en Córdoba, pero que hablaba sin acento andaluz. La conversación le había despabilado el sueño. Pasaban las parameras y los huertos, los montes desnudos y los ríos. Ellos hablaban. A veces cantaban. Al amanecer, vieron a Burgos envuelto en una niebla delicada; y las agujas de la catedral le sirvieron para menospreciar a las democracias como poco constructoras.
—Nunca haremos nada parecido.
Pero la muchachita hallaba un equivalente en las fábricas desnudas, en los puentes de cemento, en los rascacielos. No había manera de entenderse.
El tren franqueó los desfiladeros de Pancorbo, y el paisaje se hizo más alegre. Lucía el sol en un cielo limpio.
—El Cid habrá pasado por estos campos.
¿El Cid? ¡Estaba demasiado lejos! Ella no buscaba en el pasado más que lo que podía hallar eco en su corazón o en su sensibilidad.
—Prefiero los versos sobre el Cid al mismo Cid.
En tantas horas había descubierto en ella una suave pedantería. ¡Oh, sabía demasiadas cosas para su edad; tenía demasiadas ideas sobre la vida, sobre el amor, hasta sobre la política! Le hubiera gustado más ingenua, pero, a pesar de todo, la encontraba encantadora.
Cuando llegaban a San Sebastián pensó en acompañarla. Su billete combinado le permitía detenerse algunos días, y no tenía demasiada prisa por llegar a París. Pero algo que vigilaba en su interior —que vigilaba siempre, aun cuando, como ahora, estuviera cayéndose de sueño—, le advertía:
«Lo haces porque te gusta. Es una debilidad. No pueden alterar tus planes todas las muchachas bonitas que encuentres en tu camino.»
Y la palabra debilidad era decisiva. Se limitó a lamentar que su prisa por llegar a París no le permitiera detenerse unos días en San Sebastián.
—Sí. Es una lástima —dijo ella, marchando—. Pero debe usted recordar los versos de Manrique:
Si pensamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado.
Era demasiado, despedirse también con literatura. La vio perderse entre la gente, esbelta y gentil, con el negro cabello despeinado por una noche de vigilia, y el rostro sucio de carbonilla, pero hermoso. Agitó la mano cuando ella volvió la cabeza, y rió.
Aquello había concluido. Es decir: quedaban las consideraciones íntimas, el recuerdo crítico de la conversación, el juicio definitivo sobre su propia conducta. Cualquier encuentro, cualquier palabra servían de contraste y comprobación de su buena calidad. Aquello no era una experiencia nueva, pero en todo caso era una experiencia, ante la que convenía comprobar que «se hallaba en forma».
Cuando el tren echó a andar, se tumbó a lo largo sobre el asiento del vagón vacío. Cerró los ojos y recordó minuciosamente; su mente estaba ejercitada en aquella operación. Se detuvo a examinar bien los motivos que le llevaran a acercarse, la noche anterior, a las muchachas. Una de ellas le gustaba. Por ella había pasado la noche sin dormir. No era un buen comienzo. Pero la había dejado marchar, y ahora el tren lo llevaba hacia Hendaya.
Por lo demás, en la conversación se había portado con habilidad e inteligencia. Había defendido con calor ideas que no le interesaban. Cierto que la muchacha, inexperta dentro de su petulancia, no podía adivinar su falta de sinceridad. En la primera ocasión repetiría la experiencia con otras personas.
Se quedó dormido, indiferente al paisaje. Y despertó, porque alguien lo sacudía por los hombros. Habían llegado a la frontera, y le pedían el pasaporte.
Dos mozos cargaron su equipaje, y pasó a la Aduana. Puestas sobre un mostrador, esperaban las maletas la inquisición administrativa, y tuvo que aguardar, fumando uno tras otro varios pitillos. Por fin le llegó el turno. Preguntóle el aduanero por el contenido de las valijas, y lo declaró puntualmente. Le mandó abrir una, la examinó de una ojeada, y lo despachó, pintándoles una señal con tiza. Fueron cargadas de nuevo y entregadas a la consigna. Tenía varias horas de libertad, porque el tren de París no salía hasta las seis de la tarde.
Pagó a los maleteros, y abandonó la estación. Tras una explanada, caliente de sol, Hendaya se engalanaba, patriótica, porque era el 14 de julio. Consultó el reloj, y decidió atender antes al hambre que a la necesidad de descanso. Al primer hombre que se tropezó le preguntó por un restaurante. Le pareció oportuno hacer ensayos de su francés, y quedó encantado, porque el interpelado respondía a su pregunta. Pero su oído, sin costumbre, le obligó a pedir que repitiera la respuesta y que no hablase tan de prisa.
Estaba el restaurante unas calles más arriba. Lo buscó, lo halló sin dificultad. Entró en una sala grande y modesta, donde una mujer rubia le entregó con una lista las posibilidades gastronómicas. Eligió cualquier cosa y una botella de vino francés; comió luego con apetito unos platos condimentados sin aceite, pero sabrosos, mientras se divertía contemplando los juegos de una vecina pareja enamorada.
Había visto un cafetín cercano a la estación, y allí se dirigió una vez que hubo comido. Se sentó lejos del sol y pidió café concentrado y coñac. Tenía sueño, un sueño irresistible, y, por decoro, necesitaba combatirlo: no estaba bien quedar dormido, como cualquier bohemio, en el rincón de un café. Bebió el suyo con fruición, y antes de probar el coñac pidió una nueva taza, más concentrado aún. Probado el coñac, lo halló desagradable, semejante al aguardiente malo.
«Mi primera experiencia ingrata en Francia», pensó rechazando la copa.
Tenía ganas de escribir a alguien, y pidió el recado. Con la pluma en la mano se echó a pensar qué nombre trazaría bajo la fecha escrita: «Hendaya, 14 de julio de 1936.» ¿A su madre? No tenía qué decirle. ¿A un amigo? Ninguno se le recordaba ahora con tanto interés por sus cosas que valiera la pena comunicárselas. ¿A Mercedes? No le importaba continuar aquella farsa sentimental. ¿A Victoria? ¿Para qué? ¿Para decirle todo lo que no se habían atrevido sus labios a pronunciar? No tenía sentido hacerlo ahora que no esperaba volver a verla nunca, o, por lo menos, en muchos años.
Mientras tanto, había escrito varios nombres sobre el papel, unos bajo los otros; y a su lado, guirnaldas de caligrafía insegura y torpe. Hizo una pelota de la hoja, arrojándola al suelo, y se guardó luego la estilográfica. No tenía a quién escribir una carta, ni tampoco era necesario, ni siquiera valía la pena. Cerró los ojos, vencido por la fatiga, y apoyó la cabeza en el diván, quedándose traspuesto.
Cuando los abrió, el límite que el sol ponía en el pavimento había alcanzado el lugar donde él estaba, y las piernas le ardían de calor. Se trasladó a otra mesa y volvió a cerrar los ojos. Pero no quería dormirse ridículamente en la mesa de un bar, a las tres de la tarde. Pidió un tercer café, y por hablar de algo preguntó al camarero la razón del bullicio que armaban en la calle unos grupos, recién llegados. El mozo le explicó que muy pronto pasarían por delante del café los corredores de la Vuelta a Francia, y que si el señor quería mirarlos, él no tendría inconveniente en decirle quiénes eran y también la clasificación y probabilidades victoriosas de cada uno. Pero a Javier no le interesaban, todavía, las peripecias de una competición ciclista.
Hacía esfuerzos por no dormir. Las hojas de papel, que había traído consigo desde la otra mesa, le incitaban con su blancura virgen. Podía escribir versos guardados en la memoria, o garrapatear flores, iniciales, eufónicos nombres de ciudades; o bien trazar torpemente imaginarios blasones de heráldica caprichosa. Eran los más comunes de sus entretenimientos gráficos. Por hacer algo, intentó reproducir el inventario de las cosas contenidas en sus maletas: prendas, libros, objetos y papeles. Comenzó a escribir. La primera columna se parecía mucho a la cuenta de la lavandera: tantos pañuelos, tantos pijamas, tantos calcetines. Era un entretenimiento idiota, pero había alejado el sueño momentáneamente. Insistió en él, y cuando hubo concluido con la reseña de su equipaje escribió las cosas que guardaba en la cartera.
Ahora tenía frente a sí el resumen de todas sus propiedades. Si él se muriera en aquel momento, la policía tendría que hacer un inventario semejante. La policía no sabía nada de él, pero todas aquellas cosas servían para trazar una biografía aproximada. ¿Y qué reconstrucción haría un detective inteligente a la vista de su equipaje, suponiendo que él, Javier Mariño de Lobeira, apareciera asesinado en un departamento del ferrocarril? Le pareció gustosa la diversión, y se entregó a ella por entero. Comenzó imaginando la escena en que se hallase su cadáver: un empleado de ferrocarriles, al recorrer el tren, advierte un departamento cerrado. Lo abre. Descubre el cuerpo muerto, y sin tocarlo ni tocar nada, pasa el aviso a la brigada policíaca de guardia en la estación. El departamento se ve invadido por agentes. De momento no es más que el cuerpo muerto de un hombre de quien no se sabe nada. Los policías esperan la llegada de personal especialista. Se desengancha el vagón, se le lleva a una vía muerta. Llega la ambulancia para llevarse el cadáver, pero antes ya se han investigado todas las circunstancias materiales, se han buscado huellas, se le ha fotografiado. El policía encargado de la investigación ordena que lo conduzcan a la Morgue, donde el médico dictaminará la clase de muerte. Pero esto ya no tiene importancia. El policía ordena retirar el equipaje, y manda que le lleven todos los objetos que se encuentren sobre el cadáver, las ropas inclusive. Ahora lo tiene todo frente a sí, y va a reconstruir una escueta biografía. La mente del policía procede por interrogaciones, y la de Javier, reminiscente de una lectura antigua, empieza también a interrogarse.
¿Han podido suponer, al ver su cadáver, que es un extranjero?
No, porque su aspecto no es demasiado español, o no es lo que en Europa se entiende por un tipo español.
¿Qué señales dará de él el médico de la Morgue?
Un hombre joven, entre veinticinco y treinta años, más bien menos que más; un metro ochenta de estatura, asténico, bien conformado, músculos trabajados por el deporte. Cráneo braquicéfalo, cabello castaño claro, pómulos salientes, rostro regular, manos finas, pies estrechos y largos. Sin ninguna señal especial en el cuerpo, como cicatrices, lunares, defectos de conformación, etc.
¿Qué posición social le supone el detective, al contemplar sus ropas, tiradas sobre una silla en montón informe?
Clase media acomodada. Buen gusto. Preocupación por el vestido.
¿Qué averigua el detective al examinar los objetos que hay en sus bolsillos?
Lo primero, su nombre y filiación: Javier Mariño de Lobeira, de veintiséis años de edad, soltero, natural de Villagarcía de Arosa, Pontevedra (España). De profesión, estudiante. El pasaporte lleva inserta una fotografía que sirve para identificar el cadáver. El mismo pasaporte garantiza, bajo la firma de un gobernador civil, puesto en la capital de provincia por el Frente Popular, que el pasaportado se traslada a Francia en viaje de estudios.
¿Es esto exacto?
En parte sí y en parte no. Lo que el detective no sabrá nunca es que el viaje de estudios es un truco para abandonar su familia, su patria y su vida anterior sin provocar demasiados dengues en la madre y las hermanas; sin que el hermano mayor lo censure; sin que los amigos sospechen —equivocadamente— que la situación política de España le da miedo.
¿Hay más objetos entre los suyos que puedan dar al detective una pista falsa o una falsa idea biográfica?
Sí. Muchos.
¿Se cuentan entre ellos los hallados en los bolsillos?
Las fotografías de Mercedes y Victoria hacen suponerle metido en un conflicto amoroso, dramático o divertido; y en una carta, Mercedes se culpa de sus sinsabores y se duele de ser la causa de que abandone su patria. El detective al leerla, tendrá por pretexto el viaje de estudios, pero no averiguará los verdaderos motivos del viaje.
¿Hay algunos objetos que puedan servir para una reconstrucción biográfica?
Sólo esquemáticamente, y con un margen de error muy grande.
¿Cuáles son estos objetos?
a) El cuaderno, en el que Javier escribe cada mañana los sueños de la noche anterior. Contiene sus «memorias oníricas» desde 1934.
b) Una maleta de libros, por los que el detective puede orientarse acerca de sus gustos, sus aficiones y sus conocimientos.
¿En que errores puede caer el detective al interpretar sus «memorias oníricas»?
En tres: el primero, creyendo que se trata de material poético o literario; él segundo, si lo interpreta como gusto por lo morboso; el tercero, si lo cree ejercicio de profesional o «amateur» del psicoanálisis.
¿Cuál es la finalidad de sus «memorias oníricas», y por qué no está al alcance de las inducciones detectivescas?
Sus «memorias oníricas» le sirven para explorar, con fines totalmente pragmáticos, su mundo irracional; conocerlo y poder dominarlo.
El detective no podrá jamás averiguar esta finalidad, porque no hay ninguna declaración escrita, frase marginal o comentario que pueda revelársela.
¿Qué consecuencias obtendrá el detective acerca de su vida espiritual, examinando sus «memorias oníricas»?
Una, verdadera: la casi ausencia de sueños sexuales revelará un gran dominio de la vida pasional.
¿En qué errores sobre sus gustos y conocimientos puede incurrir el detective a la vista de sus libros?
Una Ilíada, un Píndaro y un Nuevo Testamento, editados en lengua y caracteres griegos, indican equivocadamente aficiones y conocimientos humanísticos. Un «Goethe», editado en lengua y caracteres alemanes, hacen suponer un conocimiento, igualmente falso, del alemán.
¿Tiene el detective alguna pista para suponer que él, Javier Mariño, desconoce el alemán?
Sí. Las obras de Nietzsche en castellano, manoseadas y anotadas hasta denunciar una lectura asidua.
¿Hay alguno entre sus objetos que pueda llevar al detective a conclusiones falsas sobre su vida espiritual?
En el bolsillo derecho de su chaleco guarda un Cristo de gran tamaño, dentro de las pequeñas proporciones, regalo de su madre, y que ha prometido no abandonar.
Entre sus libros hay un breviario romano en lengua latina, una Biblia, un tomo de poesías místicas, otro conteniendo las obras completas de san Dionisio Areopagita y una reproducción a todo color de La Virgen y el Niño, de Ghirlandaio.
¿Cuáles son esas falsas conclusiones referentes a su vida espiritual?
Que él, Javier Mariño de Lobeira, es creyente católico y practicante, hasta el punto de rezar sus devociones siguiendo el orden eclesiástico; que la regularidad, y hasta la castidad, de su vida sexual, obedece a motivos de moral religiosa.
¿Cómo coordinará el detective estas conclusiones con la evidente lectura asidua de Federico Nietzsche, y con la de otros libros igualmente heterodoxos que cuenta entre los suyos?
Si el detective es un hombre culto y comprensivo, explicará estas lecturas en un joven católico e intelectual. Si no es culto, o es sectario (de la derecha o de la izquierda), se armará un taco.
¿Cuál es, sin embargo, la conclusión verdadera referente a su vida moral?
Ha llegado a un casi perfecto dominio de las pasiones, y, en general, de toda su vida no racional, ejercitando el conocimiento de sí mismo y la voluntad; pero no lo han movido razones religiosas ni morales, sino puramente prácticas.
¿Cuál es su situación religiosa?
Pertenece a una familia creyente y practicante. Está bautizado católico y ha sido creyente hasta los dieciocho o los diecinueve años.
¿Cómo y por qué ha dejado de creer?
Insensiblemente. Un día se encontró incrédulo. Desconoce los motivos racionales, y sólo puede recordar los biográficos.
Esta pérdida de la fe, ¿ha llegado a constituir una tragedia?
No.
Su abandono del catolicismo, ¿fue seguido de un cambio de creencia, o, por el contrario, las ha abandonado todas?
Es totalmente incrédulo.
¿Puede, pues, ser definido como pagano?
No. Él cree que alguien que ha sido cristiano no puede jamás ser sinceramente pagano.
¿Dispone de un razonamiento que justifique la afirmación anterior?
Sí.
¿Un razonamiento lógico y convincente?
Él lo cree lógico, convincente y formalmente irreprochable.
¿Pueden las notas marginales a las obras de Federico Nietzsche revelar, si son cuidadosamente leídas, su posición religiosa?
No.
Luego, ¿carece el detective de toda pista?
Totalmente.
¿Qué otros errores de importancia cometerá el detective interpretando los objetos de su pertenencia?
a) Los retratos de las dos muchachas no sólo informarán de una situación dramática inexistente, sino también de un sentimiento totalmente falso, puesto que él no ha amado nunca a Mercedes, y no puede decir que ame a María Victoria.
b) Si el detective conoce remotamente algo de la vida española, supondrá, al leer su nombre y apellidos, que pertenece a la nobleza, por lo menos a la nobleza hidalga y rural.
Si no es así, ¿cuál es el origen de su apellido: Mariño de Lobeira?
Su padre se llamaba simplemente Mariño, y su madre Mariño de Lobeira. Su padre era un pescador enriquecido en la emigración, y su madre una de tantas hidalgas perdidas en los pueblos españoles. Al casarse, sus hijos se llamarían Mariño y Mariño. Muerto su padre, la familia materna propuso una reforma del apellido para conservación del materno, del que estaban muy orgullosos.
¿Cuál había sido su posición familiar ante esta reforma?
La indiferencia.
¿Había algún otro objeto que pudiera afirmar al detective en la creencia de su nobleza?
Algunos de sus libros, procedentes de la biblioteca de un tío materno, cura, tienen un ex libris grabado en acero con las armas familiares.
Esta semihidalguía, ¿la tomó en serio alguna vez en la vida?
Sí. A los ocho años.
¿Por qué había dejado de tomarla en serio?
Porque habiéndose pavoneado de ella una vez, en el colegio, alguien le había recordado que su abuelo paterno iba a la pesca en su barca y luego vendía en el mercado.
Este suceso infantil, ¿había dejado en su espíritu alguna señal de resentimiento?
Ninguna.
¿Cómo se convencía a sí mismo ante el temor de ser un resentido?
Comprobando que su «tabla de valores», singularmente de valores morales, coincidía en la ordenación y rango con el más acreditado sistema propuesto por la filosofía alemana.
¿Creía, en consecuencia, a su espíritu libre de deformaciones o defectos?
No. A veces le asaltaba el temor de ser un pedante, un esnob o un advenedizo.
¿Era, en realidad, un pedante?
Sí; pero lo disimulaba.
¿Era, en cierto modo, un esnob?
Sí; mas pretendía dejar de serlo.
¿Era, por ventura, un advenedizo?
No lo sabía; este viaje por Europa, entre otras ventajas, tenía la de ofrecerle ocasiones de comprobación.
¿Había alguna otra cosa que le sumiese en dudas acerca de su salud espiritual?
Sí. A veces, interpretando ciertos hechos, temía padecer un «complejo de inferioridad».
¿Podía el supuesto policía llegar a plantearse las preguntas que ahora mismo él se estaba proponiendo?
No era muy probable.
¿Por qué, pues, se las hacía, si el proyecto inicial consistía en imaginar una investigación policíaca?
Porque necesitaba distraer el sueño.
¿Lo había conseguido?
No, decididamente.
Independiente del proceso intelectual formado por preguntas y respuestas, ordenadas según el conocido método de James Joyce, ¿llegaba su espíritu a alguna conclusión fundamental?
La parte no intelectual de su espíritu le exigía, cada vez con más violencia, entregarse a un sueño reparador.
¿Había tomado alguna determinación en consecuencia?
Sí; echarse a dormir en el rincón del café, después de rogar al camarero que lo despertara una hora antes de la salida del tren.
«A la vista de París la niña se sonreía»; pero entonces no habría Cintura Roja, ni chimeneas de lata, ni carbón. Ni se llegaba en tren a París, sino a pie o en una cabalgadura. Y la niña venía en compañía del tímido caballero.
Durante la noche se habían instalado en su departamento un inglés y un alemán.
Llovía desde el amanecer. Ahora el paisaje es negro y las casas mugrientas. Montones de carbón y de chatarra. Unos árboles tristes. Más casas, más carbón. Las casas, estrechas y pequeñas. Algunas dan la impresión de cajas de cartón puestas de pie, con ventanas y puertas pintadas, como de niños. Callejas; una calle más ancha, con árboles. Y más tarde, un túnel largo, por donde el tren camina con lentitud.
Se hizo una parada. El inglés preguntó si aquello era el Quai d’Orsay, y alguien respondió que más adelante. El túnel otra vez, largo, largo. Un silbido de la máquina. Habían llegado.
Se despidieron, citándose para cualquier parte. Ninguno de los tres pensaba probablemente acudir. Él, desde luego, no. Echó una mirada a sus maletas, descorazonado. No podía llevarlas todas. Quiso bajar la ventanilla por demandar ayuda de un menestral; pero se habían hinchado las maderas con la lluvia. Por fortuna, un mozo entendió sus señales, y, subiendo, cargó con todo el equipaje, puesto en incomprensible equilibrio. «Es como una bestia —pensó Javier—. Y, sin embargo, yo lo vencería en una pelea.» Al abandonar el departamento cerró con tal fuerza la puerta corrediza, que los cristales se rompieron con estrépito. «No me agradaría iniciar mi vida parisiense con una multa.» Y echó a correr hasta abandonar el vagón.
El mozo caminaba delante. Le indicó que lo hiciera despacio, y la respuesta fue ininteligible. «Este hombre no sabe hablar francés.» Tras la verja había mucha gente esperando, pero no descubría a Carlos Bernárdez. Carlos Bernárdez era un poeta americano, hijo de emigrantes españoles, al que había conocido en Villagarcía de Arosa un par de años antes. Bohemio empedernido, vivía del cuento y del sablazo, y sólo muy de tarde en tarde, para justificar socialmente su profesión literaria, producía algún poema delicado e imperfecto. Carlos Bernárdez pertenecía al tipo de hombres que más le desagradaba. Dotado de una absoluta carencia de energía, vivía exclusivamente para el vino y los placeres sexuales, que tomaba donde se hallasen, sin preocuparse mucho de si el vino o la mujer eran añejos o deteriorados. Había acudido a él, telegrafiándole su llegada, por tener alguien que le guiase. Ahora, recordándolo conforme andaba tras el maletero, se arrepentía de haberle avisado. Hubiera preferido la soledad. Carlos le llevaría, sin duda, a su propia casa, y por fuerza habría de conocer a su amante, una rusa nacida en París, de la que sólo sabía que era comunista. Carlos Bernárdez era dócil y sumiso si se le daba dinero; del carácter de su amante nada sabía, aunque temiera encontrar una mujer cortada por el último patrón femenino llegado de Moscú.
Llegaban a la puerta. Entregó el billete y salió, indeciso. Pero se encontraron, él y Carlos, en la verja de salida.
—He tenido que venir en el metro —explicó Carlos, abrazándolo—. Temí llegar tarde y que te perdieras. ¿Qué tal el viaje?
—Regular. ¿Cómo estás?
El cubano se había adelantado a parar un taxi. Tuvo tiempo de verlo. Llevaba melenas largas, ahora mojadas; y a pesar de la lluvia iba sin abrigo ni impermeable. «Seguramente no los tendrá.» Luego se fijó en sus sandalias, deterioradas, y en las arrugas de sus pantalones. «Está hecho un asco.»
Quiso pagar al maletero con una moneda de cinco francos; pero Bernárdez se lo impedía.
—Es mucho dinero. Dale tres solamente.
Pero como se volviese para entrar en el taxi, dejó los cinco francos en manos del maletero. Habían metido el equipaje en el interior del coche y se acomodaron con dificultad. Mientras, miraba las casas negras y sucias.
—¡Qué bien te va, chamaco! —decía Carlos—. Estás recio. Comer bien y nada de amor. ¿Ése es tu lema? Tienes buenos colores, pareces un francés.
Le molestó que se lo dijera.
—No he visto un solo galo con cara como la mía.
—Pues la tuya es aquí corriente. No sabrán que eres español si no te oyen hablar. ¿Qué tal te arreglas con tu francés?
—Desastrosamente. Creo que a veces me entienden; yo no los entiendo a ellos.
Corría el auto por las calles mojadas. Una maleta se bamboleó hasta caer.
—Demasiado equipaje, viejo. ¿Para qué quieres todo esto? Con lo que yo tengo se llena un maletín, y aún hay sitio para la merienda. Tendremos que vender la mitad.
—Casi todos son libros.
—Traer un libro a París es inútil. Los únicos que merecen leerse los compras aquí por medio franco.
A la mitad del Puente Nuevo torció el coche, metiéndose entre dos casas. Paró en seguida. Estaban en una plazoleta arbolada.
—La plaza de la Delfina, el hotel de Enrique IV, donde habitaremos. Paga al conductor.
Un hombre entre portero y mozo de hotel se hizo cargo de las maletas, y entraron. Tras un portalillo estrecho, una escalera más estrecha todavía, con linóleo y tiras de metal bruñido. Subieron hasta el segundo piso, donde una mujer alta y gorda, con papeles en el cabello rubio quemado, les recibió. Al ser presentado, Javier usó de su francés más académico, aunque no de toda su cortesía, ya que por la pinta la dama no merecía de su reverencia. Pero la dama no entendió apenas el saludo. Tuvo Carlos que traducirlo.
—Es muy extraño. El saludo lo aprendí en Balzac, y en cuanto al acento…
Pero la dama decía algo, que Carlos, a su vez, tradujo.
—Tienes que cubrir la hoja de filiación. Es indispensable hacerlo a la misma llegada.
Pasaron a una habitación pequeña, a medias cuarto de estar y despacho, y la dama —ahora supo que su nombre era Georgette— le ofreció un largo impreso con huecos para llenar con el hombre y otras cien garambainas; y con el papel, una pluma de ave, que rechazó. Aquellos trámites sucedían también en España; pero la mala noche, el dolor de huesos y el hambre justificaban una protesta.
—Estas diligencias son intolerables —dijo mientras escribía. Esta dama no necesita para su gobierno más que saber un nombre, que no tiene por qué ser el mío, y que cada sábado le pague su cuenta, incluyendo las propinas. Lo demás, ¿qué se le importa? Y en cuanto a la policía, la francesa tiene fama de ser la más molesta de la Tierra, y yo lo creo. Hay aquí más preguntas que en un interrogatorio judicial. ¿Y esto es un país civilizado? No empezaremos a ser felices hasta que podamos ir de un cabo a otro de la Tierra sin más que la cédula y el talonario de cheques.
Pero comprendió que aquella protesta era inútil y vulgar, y no la continuó. Ahora la madama le tendía nuevamente la mano, y entre las palabras que dijo adivinó algo semejante a una bienvenida.
—¡Qué calidad tienen sus erres! —respondió—. Si fueran duros sus pechos como lo es su garganta, esta dama no sería un pendón y tendrían cierto sentido todos esos perifollos. ¿Para qué diantre se compone?
Pero Carlos falseaba la traducción, diciendo a madame Georgette que su amigo se congratulaba de haber llegado a París y a aquella casa.
—Madame Georgette —dijo, mientras subían—, aunque tiene dos amantes y no cree en Dios, es muy buena francesa.
—¿Dos amantes ese pingo?
—Yo no soy el tercero porque Irene no me lo consiente, y es boba, ya que ahorraría media pensión. Uno de los otros es un librero vecino, y el amor le vale la comida.
Llegaron a la habitación que le habían designado. Ya estaban allí las maletas, y Javier las contó.
—Me dejarás lavar un poco. ¿Puedo bañarme?
—No lo creo. Hay que avisar con veinticuatro horas de anticipación.
—Debiste pensar en que me gustaría un baño caliente.
Salió Carlos, y mientras corría el agua examinó la habitación. No era grande, pero sí agradable. El balcón abría sobre una terracita exigua. No tenía visillos, sino persianas verdes. El papel, amarillo floreado, aunque un poco viejo, tenía sabor. Sobre la repisa de la chimenea, un reloj sin cuerda. Enfrente, el lavabo, un espejo y un pequeño anaquel. La cama estaba en la pared opuesta a la ventana, metiéndose un poco en un entrante. Sobre ella había una alacena, y un armario a los pies, junto a la puerta. Un sillón antiguo, de tapiz gastado, y una silla componían el resto del ajuar.
Quedó semidesnudo, y dio en quitarse la mugre del viaje. En esto estaba cuando llamaron a la puerta, y Carlos dijo desde fuera:
—Me olvidé de indicarte nuestra habitación. Es la gemela, en el piso de arriba. No tardes.
Tardó lo que quiso. Eligió cuidadosamente una camisa gris y una corbata rayada, y porque llovía, los mismos pantalones que trajera en el viaje. Se puso la americana, echó el impermeable al brazo y metió la boina en un bolsillo. Antes de salir comprobó que todas las maletas estaban cerradas. Luego subió.
La puerta estaba abierta, y al asomar la cabeza una voz le mandó pasar. Carlos, descalzo, secaba las sandalias al calor de un infiernillo, y junto a él una mujer en ropas menores se ponía las medias. Era basta, rojiza de cara y con una mata de estropajo por cabellos. Tenía los ojillos acerados y menudos, vivaces e insolentes; los muslos, que pudo ver, blanquecinos, y los pies grandes. Llevaba puesta una camisa azul con lazos, muy descotada, y medio le asomaba un pecho, fofo y lechoso. Le dio reparo entrar.
—A Irene no le importa que la veas desnuda. Éste es Javier Mariño.
—¿Cómo estás, Javiegg?
Lo dijo en español, arrastrando las erres, y le tendió la mano. Al volverse, Carlos le dio una palmada en la nalga —sonó como un bofetón—, acompañando la caricia de una grosería. Javier sintió en su rostro un súbito enrojecimiento.
—Como ves, te tratamos con toda confianza. Puedes hablar en español o en francés. Irene te entenderá de cualquier manera.
Ya estaba repuesto, y sonriendo respondió:
—Temo que no entienda mi francés, y yo no comprenderé su español; pero nos comunicaremos por señas. ¿Puedo sentarme?
Le indicaron la cama, revuelta. La habitación era semejante a la suya. Pero estaba llena de libros, papeles, objetos íntimos, prendas colgadas. En la pared, sobre la cama, la fotografía de una talla florentina y una Virgen de Boticelli; debajo, justamente, un dibujo lascivo, y dos más en el testero de enfrente. Y sobre la cama, ordenadamente colocados, una serie de grabados pornográficos antiguos, que supuso ilustraciones del Aretino.
Carlos, que vio cómo los miraba, aclaró:
—Son nuestra guía amorosa.
—Ella te está oyendo.
—No le dará vergüenza. ¡Eres un provinciano, Javier! Pero estás en París, y no es conveniente hacer el ridículo. Ya te acostumbrarás a la civilización.
Intervino Irene, ahora vestida.
—¿Te gusta nuestra galería?
Javier parecía entretenerse hojeando un libro; como no deseaba responder a la pregunta cínica, indicó que tenía hambre.
—Yo también la tengo. Mi hombre me gasta mucho, y como he de mantenerlo, comemos poco. Ahora te esperábamos para que nos ayudases.
Como saliera del cuarto, no tuvo que esconderse de nuevo. Se sentía profundamente molesto: todo aquello excedía sus peores esperanzas. Suponía a Carlos encanallado, pero no tanto; y a Irene desagradable, pero no repugnante. Esforzándose en la cortesía, le cedió el paso en la escalera, cuando le hubiera escupido. Así salieron a la calle. Seguía lloviendo. Se puso la boina y el impermeable.
—Tu amigo viste muy bien —dijo Irene—. ¿Eres lo que se llama en España un señorito? Te dejo acostar conmigo si me regalas tu impermeable.
Marcando lentamente las sílabas, con el más cuidado acento, le respondió en francés:
—Ça serait très bon marché pour toi, petite Irène! Et très chère pour moi quelque peu de plaisir!
Habían llegado a un bar, esquinado al Puente Nuevo. Carlos reía, pero Irene se mordió los labios. Entraron. Ellos eligieron el desayuno, aconsejando el poeta para días sucesivos: el café, el bollo suizo, la mantequilla. Esto cuesta tanto, y esto tanto. En el bar vendían tabaco, y también en esto Carlos le guió aconsejándole la compra de «Celtiques vert», o de «Gaulois», cuando quisiera fumar tabaco fuerte semejante al español. Calló Javier que en sus maletas venían buenos cigarros negros. Fumaron, e Irene marchó, con su gruesa cartera bajo el brazo. Su amante explicó luego que trabajaba en una oficina de traducciones: la rusa sabía doce idiomas.
—Gana 1.500 francos; pero no nos llegan. Necesitamos por lo menos quinientos más.
—¿Y tú?
—Yo le doy gusto… y le cuesta barato.
—Eres un sinvergüenza.
—Vivo. No muy bien, pero podré vivir peor. Si madama Georgette se decidiera… Entonces ahorraríamos mi almuerzo, y quizás el desayuno. Como Irene trabaja lejos de aquí, y come cerca de la oficina, al mediodía me las compongo solo. Casi siempre me deja unos francos para comer, pero cuando nos quedan pocos, me echo a la calle en busca de alguien para convidarme, y a veces lo encuentro y a veces no. Entonces me contento con un café y un panecillo. También tengo pasado sin nada, pero ella lo nota después y se duele de mi debilidad. Si cayera la patrona, esos francos de ahorro vendrían bien para gastármelos en mozas. Y comería mejor que ahora, y hasta es posible que me desayunara en cama, que es mi mayor aspiración.
—¿Escribes?
—¿Para qué? Soy ya un ex poeta. Mis últimos versos los hice en España, porque tenía que mantener el crédito y comer algo. Irene me sacó de aquella servidumbre, y soy absolutamente libre. El arte me trae sin cuidado. Cuando triunfe cualquier revolución, procuraré agarrarme a un puesto oficial y tirar así el resto de mi vida. Lo mismo me da en Europa que en América. Menos en España. Los españoles sois insoportables, y ya no volveré allí si no es para robar. Me gustaría, eso sí, volver a Florencia y tener por mío el Palacio de la Lana; pero eso será cuando muera Mussolini. Lo matarán pronto.
—¿Por qué no te haces fascista? Te será muy fácil.
—Tendría que trabajar, y a eso no estoy dispuesto. Ya recordarás que me he jurado no dar golpe en la vida, y lo voy consiguiendo. Un día de hambre me salieron unas clases de español, y estaba tan desmoralizado, que las acepté. Fui una tarde: eran dos niños, hijos de un diplomático. La madre advirtió mi desastrada ropa, y me rogó que fuera mejor vestido. Naturalmente, le dije que no tenía dinero, y se compadeció de mí. Me hubiera regalado un traje, y hasta creo que nos hubiéramos entendido. No era joven ni bonita, pero yo ya no me fijo en esas pequeñeces cuando se trata de vivir. ¡Qué lástima de mujer! Pero comencé a explicar la gramática a los niños, y a la hora estaba tan fatigado, que renuncié al posible momio, y ya no volví más. No nací para trabajar.
Iban caminado por la orilla de la Isla, y a la derecha quedaban unos edificios negros, que Javier reconoció como el Palacio de Justicia. Asomaba por encima la aguda flecha de la Santa Capilla. Quería Carlos hacer de cicerone y explicarle algo; pero Javier le dijo que sabía ya todo lo referente a aquellas piedras. Pasado el mercado de flores, dieron vista a Notre Dame. Había cesado de llover, y el aire era más transparente. Se arrimaron al pretil, y mientras Carlos hablaba de sus trabajos en la Tercera Internacional, Javier examinó la fachada de la iglesia. Una curiosa diagonal partía en dos campos su color, sucio negro y blanquecino. Pasaban coches por delante, hacia la plaza de San Miguel.
—¿Quieres que entremos?
—Ahora no. Prefiero hacerlo solo, otro día. Tú nada tienes que hacer en una iglesia.
Carlos rió.
—¿Es que pretendes mantener aquí tu farsa de buen católico? Estás en Francia, donde no necesitas engañar a nadie. No te van a llevar la cuenta si faltas a misa, ni menos la de otros pecados.
—Volvamos a casa. Estoy cansado y tengo sueño.
La plaza de la Delfina estaba ahora dulcemente gris. Entraron en el hotel, y Carlos habló de despedirse.
—Quiero dar unas vueltas y ver a alguien. Son cerca de las diez, y la hora de comer se acerca. ¿Tú, qué harás?
—Voy a dormir de un tirón hasta mañana. Te ruego que no me despiertes. Estoy muy cansado, con la cabeza confusa, y para mi nueva vida necesito de todas mis fuerzas y claridad mental.
Notó que Carlos demoraba la despedida, y comprendió.
—¿Tienes para comer?
Negó.
—Toma veinte francos. No sé si serán suficientes. Dímelo con claridad, porque te daré más.
—Me bastan para comer con una amiga, pero no tengo tabaco.
Le arrojó diez francos más, y echó a correr escaleras arriba. Quería que la rápida carrera apartase de sí la profunda sensación de asco que lo envolvía. Al entrar en la habitación la halló simpática, y pensó con pena en tener que dejarla; pero estaba decidido a no convivir con aquellos amigos. Hizo mental revista de todas las palabras dichas y escuchadas desde una hora y media antes; su anterior piedad por Carlos Bernárdez había desaparecido, y deseaba no verlo más; pero hacia Irene sentía desprecio. Rió al recordarla casi en cueros, montón de estropajo y manteca, sucia y blandengue. Pero la comicidad de su aspecto se olvidaba ante el cinismo repelente de sus ojos y sus palabras. Era la mujer más desagradable que había visto en su vida, y de buena gana la mataría.
Se le ocurrió pensar si aquella mujer era un símbolo o un augurio. Y sin querer, mientras se desvestía, la comparó con aquellas dos cuyo recuerdo lo acompañara durante el viaje. Mercedes, Victoria: dos símbolos también. Mercedes era elegante y sutil, y Victoria, sobre todas las cosas, casta. Pero Irene era una pesadilla goyesca. Para olvidarla, buscó en la cartera dos retratos, y los contempló. Treinta generaciones había hecho falta para lograr el perfil de Mercedes, y dos mil años de virtudes acumulados en el rostro de Victoria consiguieran su inocencia. Pero aquellas dos mujeres eran un pasado tan remoto, que parecía una vieja historia. Y él quería olvidarla.
«Me estorbarán sus recuerdos. ¿Por qué he de conservarlos? Son un vínculo que me une a todo cuanto quiero dejar. España está lejana, y todo lo que representa más lejano aún. Ahora estoy en el mundo. Me espera una vida difícil, y no me convienen recuerdos sentimentales. Necesito plantarme en París revestido de impasible energía y frialdad. No tengo ayuda de nadie, y para vivir sólo cuento con mi ingenio.»
Se había puesto un pijama, y conservando los retratos en la mano se acercó al balcón y lo abrió. Por entre las nieblas pasaba un sol tranquilo. Las casas fronteras estaban engalanadas con banderitas tricolores. «Son patriotas», pensó con desdén. Llegaba el rumor de los coches pasando por el Puente Nuevo, y las sirenas de los barcos en el Sena. De todo aquello, hostil y lleno de dificultades, había que triunfar. Recordó a Rastignac, semejante a él, que una tarde, desde el cementerio, había desafiado a París. Él no lanzó su desafío, porque lo separaban de Rastignac cien años, y el tiempo era distinto. Pero hizo añicos aquellos retratos que quedaban en sus manos, y arrojó al aire los despojos, que volaron hacia los árboles. Cerró las persianas, se acostó, y se durmió profundamente.
Su despertar fue más sencillo que una aurora: simplemente abrió los ojos. Como su régimen onírico no se acomodara aún a la nueva situación, aquellas veinte horas habían estado pobladas de sueños vinculados a la vida anterior. Tuvo, por eso, momentánea sensación de sorpresa al encontrarse en una habitación desconocida.
«Tengo que disciplinar mis sueños —pensó—. De lo contrario, me expongo a que sean refugio de mi pasado peligroso, y hasta del sueño tengo que expulsarlo.»
Pasó revista a aquellas veinte horas que permaneciera durmiendo en una cama del hotel Henri IV, place Dauphine, París, desde el 15 de julio, a las diez de la mañana, hasta el… ¿Era ya el 16? Comprobó en el reloj las siete, que supuso matinales, porque la persiana dejaba pasar una luz gloriosa. Estaba en una gran ciudad extranjera, después de haber abandonado su patria con propósito de no volver jamás. Tenía un equipo de caballero, unos miles de francos y muchos proyectos en la imaginación. Lo que había hecho, decidiéndose a la huida, era biográficamente importante. Podía bautizarlo llamándole «partida para la Isla de San Balandrán». Partía en dos su vida y hacía en ella fecha crucial, antes y después del viaje. Pero una parte de sí se obstinaba en no reconocer importancia a sus determinaciones, y se manifestaba aferrada al pasado. Como tenía el hábito solitario de analizarse el alma, gracias a él pudo recordar en casi toda su integridad los sueños de aquellas veinte horas. No había en ellos nada dramático ni particularmente interesante; pero estaban hechos con elementos antiguos. Él los esperaba llenos de presentimientos y anticipaciones de su vida nueva, pero ahora se le ofrecían insistentemente conservadores. Como había dormido bien, no les encontró nada de particular; pero comprendió que una sola postura incómoda le habría atraído imágenes ahora ingratas.
La segunda revista la hizo de su cuerpo inmóvil; atendió cuidadosamente a todos sus miembros, órganos y vísceras. El corazón latía con regularidad, no sentía el estómago ni el vientre y los músculos estaban plácidamente descansados, seguramente elásticos y fuertes. La boca sin sabor y el cerebro sin nubes ni molestias: ágil, disciplinado, clarividente.
«Fue un olvido lamentable no haber encargado un baño. Pero una esponja mojada en agua fría hará su efecto.»
Se levantó, y apoyando las manos en el suelo, hizo una cabriola hasta poner los pies en la pared; todo el sistema muscular respondía satisfactoriamente a su voluntad. Abrió la ventana. Hacía un día limpio y soleado, y en la plazuela observó rara belleza y un hermoso conjunto de color. Mas como fuera muy temprano para entretenerse en contemplaciones líricas, se entregó a un minucioso lavado, en el que consumió una hora. Daban las ocho en una torre próxima cuando lanzó una mirada a su cuerpo limpio y a su cara sin sombra de barba, y sonrió contento. Pudo vestirse.
«Voy a ir a la embajada, me conviene hacer buen efecto.»
La camisa del día anterior estaba ligeramente sobada. Con ella y otras prendas sucias hizo una pelota; luego se vistió con calma: camisa, calcetines y traje grises; zapatos negros de piel fina; corbata a rayas blancas y azules y guantes del color del traje. Se ajustó a la muñeca el reloj, y en el bolsillo metió un pañuelo blanco.
El espejo era pequeño y estaba alto. No se veía en él más que la mitad del cuerpo desde la cintura; pero comprobó la caída regular del pantalón, las rayas bien trazadas y la altura a que quedaban sobre el zapato, cuyos cordones metió dentro. De la visión general quedó satisfecho; no llamaría la atención en ninguna parte; pero el más exigente catador no le pondría peros. Una ojeada a la cartera le permitió comprobar que estaban en ella sus cartas de presentación, el pasaporte y unos cientos de francos. Viéndolos pensó en el tiento que les daría Carlos Bernárdez, ex poeta y actualmente chulo, para gastárselos con la mujer más abominable de la Tierra.
«Este par de gandules proyectan vivir a mi cuenta una temporada, y están en un error. Me tienen por tonto y hacen bien, porque yo no hago nada por desengañarlos. Pero ayer me porté con demasiada timidez, y esto ya no me conviene. Tengo que ensayarme en el cinismo, y nunca mejor que con ellos.»
Salió de la habitación, guardándose el llavín en el chaleco. Había visto en el vestíbulo un tablero con llaves colgadas, y suponía que había de dejar allí la suya. Recordando lo temprano de la hora, subió al piso superior, haciendo todo el ruido posible, y en la puerta de sus amigos llamó fuertemente.
—Adelante —dijo una voz femenina.
Giró el picaporte y entró. Olía el cuarto a humedad sudorosa y enemiga del agua. Desparramadas por el suelo, prendas interiores, calcetines y medias; encima de una silla, dos tazas con restos de café y una cafetera eléctrica. Colgada en el respaldo, la camisa azul con lazos que viera sobre la carnosa Irene. Ésta yacía sobre la cama, tapada por la sábana hasta la cintura. Estaba desnuda.
—Buenos días, Irene. ¿Y Carlos?
Ella señaló con un gesto la ventana, y, al parecer, soñolienta, se volvió hacia la pared, dejando al descubierto la espalda y el comienzo de las nalgas.
—¿Quieres taparte, Irene? Me parece demasiado pronto para contemplación de esperpentos.
Lo hubiera dicho en francés; pero ignoraba el equivalente de «esperpento». Ella no se movió, y respondió algo impreciso. Javier se acercó a la ventana, y abriéndola pudo ver a Carlos tumbado en la terraza, con un taparrabos, tomando baños de sol.
—Buenos días. ¿Qué haces ahí?
El poeta, tapándose los ojos con una mano para apartarse la luz, señaló el sol con la otra.
—Es muy sano.
—Tomar el sol cuando uno se ha lavado, me parece bien; pero tú no ves el agua desde la última vez que la lluvia te caló hasta los huesos. ¿Por qué no abres? Ese cuarto vuestro huele endemoniadamente.
—A Irene la marea el aire.
Sin escuchar sus protestas, franqueó ambas vidrieras. Irene gritó algo, desde la cama, y se cubrió con la sábana la cabeza. Como no era explicable que quisiera evitar la luz, porque la persiana ya estuviera alzada, le preguntó por qué hacía aquello.
—Le gustan sus propios olores —respondió Carlos—, y tú quieres ventilárselos.
Era demasiado, y le vinieron ganas de marcharse; pero necesitaba extremar la experiencia hasta el final.
—Tengo hambre —dijo con voz altiva—. Os convido si venís conmigo. De lo contrario, no hay café. Os doy un cuarto de hora para vestiros.
—Eres muy exigente, Javier —dijo, por fin, Irene—. ¿Quieres cerrar las ventanas? Voy a levantarme.
—Puedes hacerlo con ellas abiertas. ¿O es que tienes vergüenza de que te vean los vecinos?
—Tengo vergüenza de que me veas tú —respondió ella con sorna—. ¿Quieres cerrar de una vez? Voy a acatarrarme.
Pero Carlos se había adelantado, y desde fuera cerraba las puertas. Quedaron dentro Javier e Irene. Él sentado en el sillón.
—No necesitas volver la cabeza. ¿O es que no has visto nunca una mujer desnuda?
—Pocas como tú.
—No tendrás nada que decir de mi cuerpo.
—Nada, salvo que no me gusta.
—Tu amigo se muere por él.
—Mi amigo es un cerdo.
Ella saltó de la cama, y a Javier le sorprendió que no hubiese temblado el piso. Aquella mujer despedía un olor fuerte, agrio y penetrante. Como no entraba en su experiencia ofensas al olfato, encendió un pitillo español, en cuya atmósfera perfumada se envolvió; era bastante que sufrieran los ojos y el buen gusto. Irene se entregó a unas elementales abluciones, que apartaron las legañas de sus ojos pequeñitos y malos. Después intentó peinarse, y mientras lo hacía, una gota brillante de agua saltó a los hombros, y deslizándose por la espalda se detuvo en lo alto de las nalgas. Rió nerviosamente.
—¡Quieto, que me haces cosquillas!
Le dieron ganas de atizarle un puntapié; pero prefirió explicarle que la caricia era debida al agua.
—Creí que eras tú. ¿Es que de veras no te gusto?
—No.
—Debes probarme.
Y tras una pequeña pausa:
—Cuando llegaste, estaba pensando en ti. Había mandado a Carlos fuera para recibirte.
—No creo que el sol te lo haya agradecido.
—¿Quieres que me ponga la camisa?
—Quiero que te pongas cualquier cosa, pero rápidamente.
Se volvió hacia él, acariciándose los senos caídos.
—Y que te tapes cuanto antes —añadió Javier—. No quiero pecar aún.
La voz de ella se hizo un hilo.
—¿Es que ya me deseas?
—Es que las ganas de matar son tan pecado como el mismo asesinato.
El mohín que hizo ella, en una cara bonita hubiera sentado bien. Permitió a Javier descubrir en aquella boca grande, fina de labios y envidiosa, una dentadura perfecta.
«Qué lástima —pensó—. He aquí unos dientes mal empleados.»
Gruñendo, Irene se vestía. Pidió su ayuda para sujetarse una media, y él se la negó. Entraba Carlos contorsionándose.
—Me da pereza vestirme; pero también tengo hambre. ¿Pasó ya el cuarto de hora?
—Está a punto. Es un plazo fatal.
El poeta vistió sus únicos harapos, y, a petición de Javier, añadió la corbata a su atuendo. Cuando hubo terminado, mojó la punta de una toalla en el agua y se la pasó por la cara. Después, se peinó. Pero Javier ya estaba fuera. Irene salió tras él y lo detuvo por los hombros.
—Dame un beso.
—¿Cuánto vale?
Rió ella.
—El primero, veinte francos.
—Toma y guárdalos. Hice voto de castidad, y para quebrantarlo necesitaré de una mujer bonita.
—Yo lo soy.
—Tú no lo eres. ¿O es que el espejo no te sirve de nada?
—Gusto a muchos hombres. Carlos no es el único.
Se había encasquetado una boina, y la cabeza componía así un aire lejano de capacho. También se pintaba los labios con bermellón fuerte. Carlos salió del cuarto y se les acercó.
—No le gusto a Javier, querido. ¿No te parece que me desprecia demasiado? Acabo de pedirle un beso y me lo niega.
—Por el ofrecimiento te ha dado veinte francos. ¿Qué necesidad tienes ya de besarle?
Carlos rió complaciente.
—Diez para mí por presunto cornudo. En estos negocios, Irene, quiero ir a medias, o te romperé el alma.
Madame Georgette salía a saludar, envuelta en un quimono rosa, trasluciendo la carne. Se interesó mucho por el descanso del nuevo huésped y le deseó muchos placeres en París. Hizo también un comentario sobre su traje. Después salieron. El bar estaba vacío, y en el mostrador un hombre de media edad aliñaba desayunos.
—Tengo mucha hambre —dijo Javier, sentándose—, y voy a comer como un cosaco, si es que los cosacos comen mucho. Me comparo con ellos por lo brutos. Voy a desayunarme como un señor y no como un miserable, y vosotros participaréis del banquete porque me da la gana. Ahora sois mis huéspedes. Te vas a hartar, Carlos, como no puedes imaginarte, hasta que el estómago proteste; y tú también, Irene. Aprovecharos hoy por si levanto el vuelo.
Hablaba tranquilamente, habiendo sustituido del todo la ironía por la altivez, y estaba satisfecho. Ni una vez asomara el rubor, ni tampoco el remordimiento por la ofensa a un amigo y el insulto a una mujer. Aquello era poco elegante, pero necesario. Veía surgir en Carlos, furtivamente, los resentimientos escondidos o disimulados, y cómo la esperanza de dinero y de un buen desayuno los ahogaba. En otra ocasión cualquiera, otro fuera su comportamiento: que saciaran el hambre lejos de él y se gastaran sus cuartos como quisieran, riéndose de su tonta generosidad. Pero ahora estaba haciendo un aprendizaje, y a ellos les tocaba una pequeña colaboración. Pidió para todos huevos con jamón, y después jamón solo; pan, mantequilla, mermelada, pasteles y café caliente. Comió con un apetito de adolescente, gozándose en silencio del placer grosero de los otros. Les repartió pitillos y fumaron luego, y sobre los veinte francos que diera a Irene añadió otros veinte. Después hizo un esfuerzo sobrehumano para decir:
—Mañana te daré lo que pensabas sacarme acostándote conmigo, y a ti, Carlos, el importe de tus cuernos. No me parece prudente dároslo hoy todo, porque lo gastaríais, y mañana también hay que comer.
Estaba seguro de que ninguno de los dos se ofendería. Sonrieron, pero en sus ojos anidaba el rencor. Pensó que aún los necesitaba, y para contentarlos, provocó una conversación propicia a modo de desahogo simbólico. Habló de la política española.
—Me preocupa la actitud de esos bárbaros. A la irreparable brutalidad ibérica, otras veces tan simpática, unen ahora la brutalidad política. Temo que a España amenacen días muy duros, y que las personas decentes lo vayan a pasar mal.
Brilló una luz extraña y alegre en los ojos del poeta:
—Habéis oprimido al pueblo y ahora teméis sus desmanes. Pero el pueblo es poderoso y os aniquilará.
—Por mi parte, estoy muy lejos. Me he marchado de España huyendo de la quema. No me creo responsable de la situación, y no tengo por qué sufrir sus consecuencias.
—Tendrás que huir toda la vida. El Frente Popular se impone universalmente. Ahora son España y Francia; luego será Inglaterra y los países del Norte. Haremos un círculo de fuego alrededor de Italia y Alemania, y acabaremos con el fascismo. Y después, vendrá en todas partes la revolución proletaria.
Comenzaba a exaltarse, y se valía de su castellano musical, con cadencia antillana, para predecir las victorias y las venganzas.
—Las clases ricas y los ociosos ya no tenéis defensa, y los españoles seréis los primeros. Antes de mucho tiempo habremos acabado con ese fantasma de Gobierno burgués, y mandarán Comités de obreros y campesinos, dirigidos por el Komintern. Y entonces, la revolución ya está hecha. Muchos huirán, como tú; pero no podrán volver. Y sobre los que queden caerá la furia popular. Se acabaron los trajes bien cortados, el orgullo y la comodidad. Todos iguales dentro del Estado productor, y excluidos de él cuantos rechacen las nuevas estructuras. No habrá parásitos, vagos ni señoritos. ¿Y vuestros valores morales? ¡Mierda todo! Vuestras altivas hermanas virtuosas darán sus cuerpos a los trabajadores, y una hermosa libertad sexual sustituirá a la hipocresía. Tengo derecho al placer con quien me da la gana, y no hay una sola hembra con derecho a negárseme. Ellas son mías, como yo soy de ellas. ¿Es más que yo el inteligente, el culto, el refinado? ¡Yo soy tan hombre como cualquiera, aunque no haya tenido dinero para comprarme los lujos intelectuales! Y el obrero manual es tanto como el escritor y el sabio, todos trabajadores de la gran república internacional proletaria. Acabaremos con las clases, con las patrias y con toda diferencia entre los hombres. Acabaremos con la moral y con la buena educación. ¡Todo miseria, todo mentira edificada sobre los sufrimientos del trabajador! Vais vestidos con su sangre y vuestra cultura es también sangre suya. Nuestro mundo será distinto, pero antes de construirlo hay que dejar al pueblo suelto para la venganza.
Le interrumpió Irene, diciendo que le era tarde. Estaban contentos, y la vena que por la frente de Carlos cruzaba se le había hinchado, como cuando andaba ebrio. Javier había escuchado fingiéndose impasible, mas procuraba reconstruir el proceso emocional que él mismo había provocado. Todas aquellas cosas que decía, impersonales, de clase contra clase, significaban un tú y un yo. Era el artista fracasado contra el hombre seguro, el amigo débil contra el fuerte, el hombre inteligente y abúlico contra el dueño de sí mismo. Y también el que chocara contra la virtud o contra la indiferencia de las mujeres, y el desmantelado por la vida, y el ex hombre contra la sociedad que no pudiera vencer. En cuanto a Irene, viera en sus ojos un relámpago fugaz cuando su amante hablaba de poseer a las hermosas hijas de los burgueses, y un suspiro de satisfacción al proclamar la ruina de todas las virtudes. Pero al pensar que en todo el mundo millones de seres se movían unánimes conducidos por un rencor semejante sintió un escalofrío, y temió que su semblante lo hubiera acusado.
Se marchó Irene, después de citarse con Carlos para la noche en un café de Montparnasse. Javier pagó la cuenta y salieron. La entrada del bar tenía largos espejos, y al pasar pretextó la traducción de un anuncio para contemplarse juntos. Componían una extraña pareja, y Javier concibió una idea peregrina: lo llevaría consigo a la embajada.
—Esta mañana tengo bastante que hacer, pero después de las once.
—A esa hora…
—No me digas que tienes ocupación. Iré a la embajada y te necesito.
En la mirada de Carlos descubrió evidentes signos de perplejidad.
—Sí —continuó—. No me atrevo a ir solo. ¿Qué sé yo quién es y cómo es esa gente? Necesito a mi lado un buen conocedor de París, que hable el francés perfectamente.
—Irene comentaba anoche tu torpeza, pero a mí no me extraña. A todos los que estudiáis las lenguas por la gramática os pasa lo mismo: luego no sabéis desenvolveros con ellas. ¡Sí que tiene gracia! Tú entenderás cualquier libro francés mejor que muchos de estos hombres, pero no los entiendes a ellos. Y ellos, si te entienden, es para reírse de ti. No sabes qué chocante es tu acento.
—Ya sé que mi acento es deplorable, pero convendrás que mi sintaxis es buena.
—¿Y de qué te sirve? En París no se habla con sintaxis. Tienes que aprender el lenguaje de París, o estás perdido.
—Ya buscaré un procedimiento.
—Irene me indicaba uno: acostarte con la gramática.
—¿Más gramática?
Rió Bernárdez de su torpeza.
—¡Claro, hombre! ¡Una gramática que tenga pechos bonitos!
Era tan simple, que tuvo que reír también. Habían pasado el puente, y caminaban hacia La Belle Jardinière. Carlos le fue mostrando los almacenes, con informes detallados de cuanto se tropezaban: aquellos datos le servirían de mucho. En estas conversaciones se metieron por unas calles antiguas, hasta llegar a Saint-Germain l’Auxerrois.
—Verás la más bonita estatua gótica de París: san Dionisio con su cabeza en la mano. ¡Estoy enamorado de ella! Cuando destruyamos las iglesias procuraré robarla.
Después bajaron hasta el Palais Royal y pasearon por los jardines. Carlos le mostró cuanto le interesaba conocer de aquellas partes: la Comedia Francesa, las entradas del Louvre y la avenida de la Ópera.
—Tengo entendido que por aquí está también el palacio Richelieu.
—¿Piensas ir a la Biblioteca?
—Tendré que frecuentarla. Vengo a París a estudiar cierto manuscrito.
—¡Es gracioso! ¿Y qué se te pierde a ti con los manuscritos?
—Casi nada, salvo que ése precisamente es el objeto de mi viaje a París.
—Luego, ¿no vienes a divertirte?
—Desde luego que no.
En la cara de Carlos se pintó una gran desilusión.
—¿Y traes poco dinero?
Entraba en sus planes de autoprotección el fingirse pobre ante Bernárdez. Le respondió:
—No demasiado: unos cinco mil francos.
—Con eso no iremos a ninguna parte. Te llegarán para un mes.
—Yo he pensado que para dos. Y aún me sobrará algo. Espero que la vida me costará unos dos mil francos mensuales. Tú verás: doscientos de habitación…
—No son más que ciento cincuenta.
—Eso en el hotel de Enrique IV; pero es que yo no pienso vivir allí.
—¿Cómo?
—Mañana o pasado me cambiaré para la Ciudad Universitaria. Ahora, en la embajada, arreglaré los trámites.
—¡Pero esto está muy lejos!
—Hay metro. Además, el tiempo me sobra. Fuera de trabajar, no me interesa otra cosa.
—¿No piensas hacer vida nocturna? ¿Ni frecuentar los cenáculos literarios? ¿Y los teatros, conciertos, exposiciones?
Y todo lo demás: sitios de diversión, mujeres…
—Ninguna de esas cosas entra en mis proyectos.
—Pero irás a alguna parte.
—Los domingos y días de fiesta, a las que no cuestan nada o cuestan poco. Visitas a parques y museos, y cosas así.
Habían llegado a los Italianos, y durante un rato caminaron en silencio. Furtivamente miraba Javier a su compañero, por ver el efecto que le habían hecho sus palabras.
—Entonces —dijo Bernárdez después de un rato—, eres casi tan pobre como yo.
—Lo soy más, porque tú, con ningún dinero, tienes mujer que te acompaña y mantiene, y a mí, el que tengo me condena a la soledad. Es decir, si no quieres repartir conmigo a Irene
—¡Tú bromeas! ¿Cómo voy a repartirla contigo? ¿O es que tomaste en serio las cosas que te dijo? ¡Cómo se ve que desconoces el sprit francés!
—Efectivamente, lo desconozco. Yo creía que le había hecho algún efecto. Perdóname si te lo digo con esta franqueza, pero ya sé que tú no compartes ciertos prejuicios burgueses.
—¡Pues que se te quiten las ideas de la cabeza! —Carlos Bernárdez se había crecido—. Decididamente, eres más provinciano de lo que yo creía, y has pensado que con tus trajes y unos francos gastados para deslumbrar ibas a enamorar a la primera mujer que te echaras a la cara. ¡Poco que se reirá Irene cuando se lo cuente!
—Espero que no se lo contarás.
—Me costará mucho trabajo. Además, será el castigo por haber intentado robármela.
—¡Pero si yo no aspiraba a tal cosa! Simplemente, parciales inteligencias.
—Irene me es absolutamente fiel. Está enamorada de mí, y es incapaz de engañarme.
—Ya lo veo; pero ¡en fin!, es mi primera plancha. Me la perdonarás en honor a mi sinceridad.
—No me cuesta trabajo ya que tu ofensa no pasó de un pensamiento. Pero me hace muchísima gracia. ¡Soplarme a Irene! ¿No lo encuentras atrevido? ¡Contesta, hombre! No pretendo que te dé vergüenza.
Para disimular la risa, Javier se aproximó a un escaparate y contempló durante un rato fruslerías femeninas.
—Bueno, Carlos, yo creo que si piensas contárselo, estaría bien que yo le hiciera un regalo en desagravio.
—¿Un regalo? ¿Para qué?
—Pues para eso: para que no me guarde rencor. ¿Qué le gustaría de estas cosas?
—Cualquiera le gustaría, pero no estoy dispuesto a que se lo hagas.
—Entonces, no dije nada.
Se apartó del escaparate, iniciando la marcha. Bernárdez lo detuvo por un brazo.
—No estoy dispuesto a que se lo hagas tú, pero me parece bien que le compres el regalo para dárselo yo. De lo contrario, tendría que creer que la cortejas.
Entraron en el bazar, y entre varias cosas que a Carlos le gustaban, eligió Javier un pequeño estuche bruñido, pequeña mezcla parisiense de tocador manual y pitillera.
—¿Crees que le gustará? ¿Será un buen regalo para ella?
Bernárdez, por respuesta, se lo guardó en el bolsillo.
Eran cerca de las once, y tomaron un taxi, que los llevó por los Campos Elíseos hasta la calle de Jorge V. Por el camino, el caribeño comparaba las avenidas con la calle de Alcalá, diciendo pestes de Madrid. Le llamaba poblachón, villorrio y otras cosas denigrantes.
—Y la luz de Madrid, tan cacareada, ¿qué vale? ¡Ésta sí que es luz!
Continuaba en sus denuestos cuando llegaron a la embajada española. Ante el portero, que los miró con extrañeza, hizo Bernárdez la primera exhibición de cinismo orgulloso de sus miserias:
—¿Qué mira el lacayo?
El portero le respondió en español:
—Sólo su traje, señor. Lo lleva usted algo sucio.
E hizo ademán de cepillarlo.
—Pues voy más honrado con él que usted con sus galones. ¿Tiene algo que decir?
—Nada más, señor, que aún no se ha quitado el polvo.
Riendo, lo empujó Javier escaleras arriba. Carlos denostaba contra el portero en su jerga.
—¡El muy hijo de la gran chingá!
Tuvieron que esperar a que el secretario que había de recibirlos estuviera libre de una visita. Pasaron a una sala suntuosa, y Carlos se sentó sin miramientos sobre el damasco de un sillón.
—¡Qué lujos os gastáis los gachupines! ¡Como si fuerais un país! Estáis más pobres que las ratas y más tirados que colillas, y presumís aún de suntuosos. ¡Ni los yanquis tendrán un palacio como éste!
Javier miraba los cuadros y tapices, sin hacerle demasiado caso. Un ujier preguntó por el señor Mariño de Lobeira, y al verlo salir en compañía de Bernárdez hizo una mueca de disgusto.
—El señor Mariño de Lobeira nada más. A usted, señor, no lo han llamado.
—¡Yo vengo con el señor Mariño de Lobeira, so…!
Javier le remedió la inconveniencia. Pero se arrepentía de haberle traído, y buscó una disculpa para dejarlo esperando mientras duraba su entrevista con el embajador. Como si lo entendiera, el ujier intervino:
—Yo puedo enseñar al señor los salones de la embajada. Hay cosas muy interesantes.
A regañadientes, Bernárdez se conformó. Pensó Javier que hubiera preferido despotricar a su gusto ante los diplomáticos españoles, y él mismo se hubiera divertido escuchándolo, y hasta había sido su pensamiento hacerlo. En todo caso, un pensamiento indiscreto.
El embajador le esperaba. Se interesó por sus estudios y le facilitó cuanto necesitaba para trabajar en la Biblioteca Nacional. Javier hubiera querido vivir en la Casa de España, en la Ciudad Universitaria, pero el pabellón se cerraba durante el verano. El embajador se informó, sin embargo, telefónicamente.
—En efecto, no puede usted vivir allá. Puede, en cambio, alojarse en el pabellón francés. No es tan lujoso como el nuestro, pero no se está mal en él. Es, además, mucho más barato.
Sería colegial de la Fundación «Deutsche de la Meurthe». ¿Qué más le daba? Lo importante era abandonar el hotel Henri IV, la plaza Dauphine, y sus amigos.
—Venga usted a verme —le dijo el embajador—. Un hombre de su edad necesita de vez en cuando consejo, sobre todo en París. Acuda a mí en cualquier dificultad.
Se despidió y buscó a Bernárdez. Estaba con el ujier, ante un cuadro de Pantoja, dándole atinadas explicaciones de pintura. El ujier le escuchaba embobado. Al marchar se despidieron amigablemente. Bernárdez explicó:
—Me lo he metido en un bolsillo al tío ese de las charreteras, y me convidará a comer si le enseño el Louvre. Lo haré el domingo próximo.
Ya en la calle, le dijo Javier:
—Ahora, querido, no te necesito más. Con gusto iría contigo, pero quiero perderme por París sin ninguna compañía. Es un proyecto que tengo que realizar antes de que empiece mi trabajo. ¡No te entristezcas, hombre! Si no almuerzas conmigo, almorzarás a mi cuenta, que es mejor.
Pasaban de las siete cuando el hambre le condujo hasta un restaurante humilde cuyo menú, anunciado en la pared, encontró satisfactorio. Se hallaba en un lugar silencioso y poco transitado, donde las calles llevaban el nombre inglés de square y parecían calles privadas.
Había vagado por París a la ventura, en busca de soledad, por ganas de pasmarse libremente: encontrar admirables las cosas triviales o insignificantes no era más que el aspecto de un papel. Estaba convencido de la existencia de muchas cosas sorprendentes o fascinadoras, y le gustaba admirarlas sin la traba de una presencia molesta, como lo hubiera sido la de Bernárdez. Por esa razón, más que por otra, lo había despedido, y recorría París como provinciano consciente y estaba orgulloso de sí mismo. Le parecía que aquel ejercicio ingenuo de contemplación admirativa le purificaba un poco de la experiencia doble de la mañana. Y ahora, hambriento y fatigado, esperaba una cena frugal, simple en su condimento: pescado hervido con patatas, una tortilla y queso.
Trajeron el primer plato —el patrón era un francés grasiento y reluciente como un cochino—, y le pareció buena la ocasión para hacer su acostumbrado examen de conciencia; era aquél un día cuyos minutos convenía repasar, porque algunos de ellos encerraban experiencias extraordinarias. Su pensamiento, vago hasta entonces, o sumiso a las sensaciones, se concentró, poniendo un poco de orden en su cabeza, dedicada con exceso durante varias horas al placer de contemplar.
Empezó por los acontecimientos de la mañana: las escenas grotescas en el cuarto de Irene y las escenas ridículas en la Embajada. Sobre los demás recuerdos, el de Irene desnuda, grandota y mantecosa, era como esos desnudos desagradables de la pintura moderna que parecen complacerse en mostrar a la mujer como ser asqueroso y lascivo. Así, también los miembros de la rusa eran bastos y anchos, de grandes planos simples, hechos en carne como madera, y su alma estúpida y brutal. Junto a ella, Carlos Bernárdez, desmelenado, esquelético y desvitaminizado, parecía un arlequín desnudo y viejo con unos grandes ojos negros superpuestos a la máscara, ojos libidinosos y avarientos, que sólo se encendían a la vista de la carne y del dinero.
Quería recordar los acontecimientos de la Embajada, pero se interponían unas imágenes inesperadas, que se esforzaba en rechazar: piedras negras y gastadas, enormes perspectivas, las aguas del río y las cúpulas en la otra orilla. Jardines, colores, ruidos: todo lo visto en la tarde ambulante, a lo que no podía dar nombre, se le agolpaba ahora en la cabeza con el desorden de un caleidoscopio y la misma movilidad.
«Después de todo —pensó—, ¿por qué insistir en esta costumbre de analizarme? Hasta ahora me fue favorable, pero puede empezar a ser una mala costumbre. Tengo demasiada vida interior, y me pesará en mi nueva existencia. Es un lastre que debo arrojar gradualmente, hasta que me sea posible volver del revés mis hábitos mentales. En vez de analizarme, analizar, y esforzarme en comprender a los demás en vez de comprenderme. Ya sé demasiadas cosas de mí mismo, y en cambio cada hombre con el que hablo es un misterio, y lo sigue siendo para mí después de haberle hablado. Conocerse a sí mismo estará bien para los filósofos y los santos, pero yo aspiro a ser hombre de acción. Ya me he perseguido demasiado, y logré cuanto puede esperarse: ser dueño de mí. Ahora me importan más otros ejercicios.»
Pagó, y mientras pagaba se le ocurrió que entre esos ejercicios de que creía estar necesitado se contaba el de la vida social. ¿Por qué no ensayar sus fuerzas en el París nocturno? Le traían sin cuidado sus encantos y toda la literatura acumulada por tres siglos de estupidez humana en torno a las cien mil maneras prológales del amor inventadas por París. Pero era, en todo caso, una situación humana desconocida que necesitaba experimentar.
Esperó un taxi —no sabía dónde estaba ni cómo orientarse— y dio su dirección. Anochecía, y una neblina azul invadía los bulevares, envolviendo las luces de un halo incandescente. Estaba hermoso el aire, y al cruzar los jardines venía cargado de aromas. Se sentía lleno de vida, y sus músculos elásticos eran como arcos tendidos. Llegó al hotel y antes de cambiarse escuchó a París acodado a la ventana. A esta hora nocturna era la ciudad sólo luces y rumor. Pero la plaza de la Delfina era un remanso de quietud.
¡Qué lástima abandonarla! Le hubiera gustado que sus días en París tuvieran el cobijo de aquella habitación sencilla, donde si alguna vez necesitaba entregarse al ensueño, sería grato soñar. Sin más que sentarse en la cama veía las copas de los magnolios floridos, y por encima de los tejados, un cielo plomo y rojo como alumbrado por un incendio.
Se estaba poniendo excesivamente lírico, y no era preparación conveniente. Iría a un cabaret, con preferencia a un cabaret conocido, y necesitaba de toda su fortaleza para presenciar impasible «el cabaret de París» considerado como espectáculo humano.
Se anudaba el lazo de la corbata cuando giró el pomo de la puerta y Carlos Bernárdez se coló de rondón.
—Me alegro de encontrarte —parecía muy apresurado—, Madame Georgette me avisó de tu llegada, y he corrido en tu busca. Cuento contigo para esta noche.
Javier se le había quedado mirando, mudo y con el chaleco en la mano, de espaldas a la ventana.
—Sí. Contamos contigo. Pero ¿para qué te vistes de etiqueta? ¿Vas a una cena de gala?
Explicó Javier que no pensaba ir más allá de un cabaret donde pudiese bailar.
—Eres un provinciano inocente —le miraba entre irónico y compasivo—. ¿Sabes lo que te va a costar una cena en Moulin Rouge o en otro lugar semejante? Pues, poco más o menos, lo que yo necesito para vivir un mes. A esos lugares no van más que los imbéciles.
Respondió que la compañía de los imbéciles era a veces edificante e instructiva.
—Tienes buena suerte —continuaba Bernárdez— de que yo haya llegado, porque te vas a divertir por mucho menos dinero.
—¿Quieres decir que nos divertiremos con mi dinero, y que aun cargando con vosotros toda la noche me saldrá más barato?
Bernárdez le miraba con aire altivo.
—Pareces un argentino recién llegado, viejo. ¿Me echas en cara tus regalos, o es que pretendes recordarme que eres rico y yo pobre?
—Nada de eso. No quería más que puntualizar unas palabras tuyas, demasiado vagas. Creo que tu pensamiento está así mejor expresado.
—Aunque así sea…, siempre es un buen pensamiento, que puedo cotizar en cincuenta francos por cabeza. Total, ciento cincuenta.
—¿Y el programa?
—Guateque en el atelier de Falcón, rue Champollion, 6, cerquita de la Sorbona.
—Necesito más detalles.
—Heraclio Falcón es un peruano filósofo que baila con su mujer para no morirse de hambre, y Ana López de Falcón es una indita peruana que posee el secreto de las antiguas danzas incaicas o, por lo menos, de unas admirables contorsiones a las que ella da ese nombre. Han conseguido un contrato para exhibirse en la sala Pleyel, protegidos por su Legación, y para festejarlo nos reunimos a cenar.
—¿Ellos convidan?
—Ellos carecen del dinero indispensable, como es natural. Si tuvieran unos francos no bailarían. Los invitados nos comprometemos a llevar las viandas y el vino. Ellos obsequian con la música y las danzas, y si Ana López llega a embriagarse, que es lo más probable, nos hará otros obsequios. No necesito advertirte que son gentes más allá del bien y del mal.
—No me interesan.
—Tienen también una hija casi bonita y algo más recatada de costumbres. No suele emborracharse.
—¿Pretendes seducirme con la promesa de la hija?
—Pretendo que te diviertas más que en el Moulin Rouge, por menos dinero; que me ayudes a divertirme.
—Te daré los cien francos para Irene y para ti, pero prefiero ir solo. No tengo ganas ahora de cambiar la ropa otra vez.
Bernárdez pareció indignarse.
—¿Y quién te dice que te cambies de ropa? Al atelier de Heraclio Falcón van caballeros mejor vestidos que tú. A nadie llamará la atención tu esmoquin. ¿O es que te has olvidado de que no estás en Villagarcía de Arosa, sino en París?
¿Y qué más daba el atelier de Falcón que la sala de un cabaret? Cortó la discusión asintiendo.
Irene esperaba en su cuarto el resultado de las gestiones, y le recibió cariñosamente.
—Quédate conmigo —le dijo— mientras «él» va a comprar esas cosas.
Quedaron solos. Javier se acercó al balcón, lo abrió y encendió un pitillo. Se sentía rápidamente atraído por el anochecer. Pero Irene llegó hasta su lado.
—Estás muy guapo, Javier.
Simuló arreglarle el lazo de la corbata, y añadió:
—Estoy cansada de tu amigo. Me gustaría abandonarlo e irme con otro. Contigo, por ejemplo.
Javier la miró, afectando sorpresa.
—Ya sé que no te gusto, pero eso no es un inconveniente. Es decir, no debía serlo. A Carlos tampoco le gusto, y no se despega de mí.
—Él vive a tu cuenta. Eres la parte desagradable del negocio. Te dejará cuando encuentre otra mejor.
—Pero no la encontrará. Yo no soy bonita, pero él es un guiñapo. Si tuviera dinero, pronto hallaría otra. Pero está como las arañas, y no ganará jamás un céntimo. Y no tiene figura para hacer el gigolo.
Y cambiando la voz:
—¿Quieres darme un pitillo? Estoy cansada del mal tabaco.
Fumó en silencio unos instantes.
—Dime, Javier, ¿eres rico?
—No.
—Carlos me dijo que tienes poco dinero, pero puede haberme mentido.
—Tengo para vivir un par de meses con holgura limitada.
—¿Y después?
—No lo sé. Regresaré a España o marcharé a América. Aún no lo he decidido.
—No vuelvas a España. Allí no se podrá vivir dentro de poco. ¿Por qué no te quedas en París?
—No pienso trabajar aquí.
—Tampoco es necesario. Eres hermoso y fuerte. No te faltarán amigas.
Se volvió hacia ella y le habló duramente:
—¿No comprendes, Irene, que tengo una moral, y que no puedo hacer eso?
—¿Una moral?
—Una moral y una creencia.
—¿Eres de veras creyente? ¿Me has rechazado por eso?
—Sí.
—Es muy raro.
Otro silencio. Luego:
—No lo comprendo. Pareces inteligente, y una persona inteligente no puede creer en Dios y en esas tonterías.
—¿Tú no crees en nada?
—Sí: en el placer y en la buena alimentación. A veces creo también en la revolución, porque me asegura mis otros deseos y, además, porque vivo de ella.
Se metió en la habitación, buscó algo y regresó trayendo en la mano el estuche que Javier había comprado.
—¿Conoces esto?
—Sí. Lo he comprado yo mismo esta tarde.
—Lo suponía. Gracias.
Guardó el estuche en el bolsillo.
—A veces —continuó— me agradan estos utensilios de las burguesas lindas. Mientras creí que Carlos lo había comprado para mí le quise un poco.
Javier la observaba. Tenía ahora un mirar animal, como de vaca que contempla el heno frente a sí. Había desaparecido de sus ojos la maldad habitual, y no era más que bestezuela deforme y, por fortuna, vestida.
—Si yo fuera tu amante me comprarías de estas cosas, ¿verdad?
Llegaba Carlos cargado de paquetes, y después de repartírselos salieron hacia el barrio Latino. Había anochecido y lloviznaba. Javier detuvo un taxi.
—No tengo ganas de andar, ni menos de meterme en el metro. Vamos.
Vivían los Falcón en un quinto piso abuhardillado, al que se llegaba por una escalera crujiente y laberíntica, mal iluminada. Los recibió una muchacha con cara de india y gesto severo, peinado el cabello en dos largas trenzas endrinas.
—Hola, Rosita.
No contestó, y al serle presentado Javier lo miró de arriba abajo, y sin darle la mano respondió:
—Está bien.
En el atelier había varias personas de diversa catadura, restos de bohemia, entre las cuales desentonaba —lo advirtió Javier inmediatamente— su pulcra etiqueta. La bailarina estaba en la cocina, y su marido, el filósofo, bebía ron sentado en un sillón desfondado. Rosita se acercó a él y le dijo, lacónica:
—Traen un hombre desconocido.
—¿Y eso qué importa? No temas, Rosita.
Javier le estrechó la mano, mientras Rosita se sentaba a los pies de su padre, como una gata.
—Mi hija es un poco medrosa —explicó el filósofo, acariciándole las trenzas—. No está acostumbrada a esta vida, ¿comprende? Vivió hasta hace muy poco en plena montaña andina, y es un poco primitiva.
En un aparte sobrevenido se enteró Javier de que Rosita no era la hija, sino la hijastra, de Falcón.
—Baila mejor que su madre, pero no lo hace sino a petición de su padrastro. Está enamorada de él.
Javier buscó un rincón un poco alejado y en penumbra y se sentó. Comió de lo que le trajeron. No bebió más que agua. Llegaban nuevos invitados, hombres y mujeres, pero prescindían de él. Por su parte, observaba a Falcón y a Rosita. Ella no servía más que a su padre, y cuando no tenía qué hacer se sentaba a sus pies y se dejaba acariciar las trenzas. De vez en cuando su mirada buscaba a Javier en la oscuridad con desconfianza o temor.
Todos hablaban gritando, en francés o en castellano. Carlos e Irene, mezclados en la baraúnda, se habían olvidado de él. Sólo Rosita parecía recordarle. A veces hablaba a su padre y él le decía algo que la tranquilizaba. Pensó Javier que no le gustaría ser el san Juan de esta Salomé sudamericana. Por fin se abrió una puerta y se hizo el silencio. Había aparecido la bailarina, una mujer vieja y huesuda, vestida de una manera convencional, con el cabello suelto hasta la cintura. Su aparición, después del silencio, fue recibida con gritos y aplausos. Entonces se levantó Rosita y de alguna parte requirió un tambor. Se sentó en el suelo, y sus dedos empezaron a tocar ágilmente, con un ritmo monótono y profundo. Su cuerpo estaba inmóvil, y toda su agilidad parecía haberse acumulado en las manos, cuyos dedos se movían, ora pausados, ora frenéticos. La bailarina parecía haberse sumido en un éxtasis. De pronto gritó, y de un salto subió a la mesa. Había dejado caer la manta coloreada y se envolvía en una túnica oscura y ceñida que hacía más agudos los salientes de su osamenta. De un rincón cualquiera surgió un alarido primitivo, y la mujer empezó a bailar, primero suavemente, casi sin moverse; luego, corriendo la mesa, y por fin, poseída de un frenesí diabólico y lujurioso. Se había soltado la túnica. Parecía un esqueleto alucinante en trance de desmoronarse. Javier cerró los ojos y los abrió al escuchar los aplausos: la bailarina había caído, extenuada y epiléptica, sobre la mesa.
—¡Rosita, Rosita! ¡Que baile Rosita!
El tambor enmudeciera, y Rosita miraba, silenciosa, a su padre.
—Sí. Baila —dijo Falcón.
Dócilmente se levantó la muchacha. Sus manos deshicieron las trenzas, y el cabello le cayó, suelto, sobre la espalda. Después empezó a desnudarse. Su padre la sustituía junto al tambor e iniciaba el tamtam. Miraba a la muchacha con ojos encendidos. Ella dijo, señalando a su madre, caída y espumeante:
—Que la quiten de ahí.
Javier se levantó silenciosamente y se acercó a la puerta. Nadie se fijaba en él. Se detuvo un momento. La muchacha arrojaba la última prenda de su vestido e iniciaba el baile. Un coro de gritos oscureció el sonido del tambor, y algunas parejas rodaron en la oscuridad. Javier cerró la puerta y salió a la calle. Seguía lloviendo, y su cabeza, entontecida, agradeció la frescura del agua.
«Me parece oportuno consignar los acontecimientos de hoy, aunque sea en el mismo lugar en que registro mis sueños.
»He abandonado el hotel Enrique IV. Bernárdez me acompañó y me guió en algunas compras necesarias. Traje conmigo todo lo indispensable para hacerme los desayunos, más unas botellas de coñac. He tenido que invitarle y medio me ha bebido una.
»La carta de la Embajada me facilitó el hallazgo de habitación. Estoy instalado en el edificio Deutsche de la Meurthe. Tengo una celda deliciosa, con enredaderas en la ventana y el parque de Montsouris delante. La cama es un poco dura, pero eso no me vendrá mal.
»Bernárdez mira con envidia mi equipaje, revuelve los libros, acaricia las camisas. Me ha dicho: “¿Pero has tomado en serio lo de vivir como un caballero?” Yo no recuerdo haberle dicho nunca que pensaba vivir como un caballero, aunque sea cierto.
»Hemos comido en el restaurante internacional. No sé qué efecto produje en la gente, pero sospecho que no he pasado inadvertido. Ellos, en cambio, me sorprendieron por su abigarramiento. He visto, por primera vez, muchachas hindúes vestidas con sus trajes de seda, bordados en oro. Hay alguna deliciosa.
»Ahora, anotaré todo lo referente a las personas que he conocido:
»Carlos me presentó a Sarah Cohen, estudiante de arquitectura, judía. Viste un suéter rojo, es bonita, pero lleva en el rostro escrito el resentimiento. Me ha hablado con desprecio.
»Sky Ahara es un estudiante indio, casi negro de color. Lleva gafas de oro y viste con elegancia. Se lo disputan las muchachas. Parece que ha venido a París con fines exclusivamente sexuales. Habla en inglés.
»Mara es una pintora rumana que sospecho me costará trabajo sacudirme de encima. Le interesa mucho lo español y los españoles. Es fea y bastante vieja. Con ella conocí a una turca, cuyo nombre he olvidado. Le jeune filie turquoisse, le llama Mara. Es millonaria, excesivamente fea, sensual, repugnante. Está liada con un cubano, llamado Patricio, que vive a costa de ella.
»Después que se fue Bernárdez, fui a la Casa de España. Siento no haber podido alojarme en ella. Es el edificio más noble de la Ciudad Universitaria, y recuerda, por su severidad. El Escorial. Allí he conocido a varias personas, que también describiré:
»Don Arturo es un clérigo escriturista. Viene de Alemania y trabaja en la Biblioteca Nacional. Viste de paisano, pero se le nota en seguida que es sacerdote. Es un tipo humilde y tímido. Sabe muchas cosas.
»Pedro Cantero hace escultura de vez en cuando. París lo ha deslumbrado, y sólo piensa en las mujeres. Conoce a Mara. Me ha enseñado los dibujos que le hizo, desnuda. Tiene un estudio en los desvanes de la Casa de España. Como el edificio está casi vacío, de acuerdo con el conserje mete mujeres en su cuarto por las noches, valiéndose de la puerta de servicio. Don Arturo le riñe constantemente. Cantero es beato, se confiesa regularmente, pero incurre siempre en el mismo pecado. Tiene mujer e hijos en algún lugar de España.
»Alfonso Álvarez de las Asturias no vive en la Casa de España, ni es siquiera español. Estaba en la Biblioteca leyendo no sé qué. Me lo presentó don Arturo. Es venezolano, habla con dengues coloniales. Me invitó a tomar el té en su casa —La Maison Hellènique, o el Partenón, como le dicen aquí—. Es poeta y tiene un complejo social. Me contó demasiadas cosas de su vida para ser la primera tarde de nuestro conocimiento. Pero tiene una hermosa colección de grabados. Piensa casarse con una francesa y llevársela a América. Hace chistes de mal gusto sobre su futuro matrimonio, espera que su mujer le engañe, y añade que “los cuerpos pueden llevarse con cierta elegancia.” Yo le he hablado de mi proyectado viaje. No tiene simpatías por la Argentina, y me aconseja vaya a Venezuela, “donde hay un gran porvenir para los intelectuales”. Me costó trabajo convencerle de que yo no soy un intelectual, y de que mi viaje a América se parece mucho a una emigración vulgar. Pero no comprende que yo aspire a poseer una estancia, ganados y tierras.
»Pero toda esta gente carece de importancia. Poco más son que elementos del coro. Si no fuese vanidad, escribiría aquí prolijamente mi impresión exacta de todos ellos. La verdad es que yo no soy responsable de esta escasa estimación, sino el destino, en forma de un último e importante conocimiento. Estaba solo y me había perdido por los jardines. Buscaba mi pabellón, y lo buscaba justamente donde no lo encontraría. Me dirigí a un sujeto alto, desgarbado, simpático, y le interrogué. Me respondió con agrado y se ofreció a acompañarme. No me parecía indispensable, pero él insistió. He hablado con él más de una hora. Es un estudiante griego, se llama George Tefas, no vive en la “Maison Hellènique”, sino en su casa, con su familia. Almuerza en la Ciudad Universitaria valiéndose de una tarjeta que alguien le cedió. Al saberme español me hizo mil preguntas, por las cuales comprendí que conoce bien España, donde estuvo alguna vez. Ha leído mucho sobre nosotros. Involuntariamente hablamos de religión, y al preguntarme por la mía, yo, que lo suponía incrédulo, le dije seriamente que soy católico. Entonces, él habló largamente del “cisma romano”. Confieso mi perplejidad. George Tefas pertenece a la comunidad oriental, es súbdito del metropolitano de Constantinopla y su padre es sacerdote. Me ha parecido un fanático sincero, y pone su gran cultura al servicio de su fanatismo, que es doble, pues participa también de la política. George Tefas cree —así me lo dijo— en una posible resurrección del Imperio bizantino, y siente un profundo desdén por lo romano y lo germánico. Según él, la esencia de Europa está en lo bizantino, y también la auténtica herencia espiritual y temporal de la antigüedad cristiana. Me ha parecido uno de esos tipos que aún no han aprendido a separar lo religioso de lo temporal, e involucra a Dios en todas las cuestiones. Yo le dije, irónicamente, que hasta lo encontraba en la sopa, y me respondió que sí; pero en su respuesta no había ni pizca de ironía. A pesar de su disparatada cabeza, me ha parecido un sujeto seductor, con mucha más personalidad que cuantos he conocido hoy. Se me ha ofrecido para guiarme y acompañarme —él también trabaja con frecuencia en la Biblioteca Nacional—, y en su ofrecimiento he adivinado algo más que cortesía. Pasado mañana me acompañará. Recordándolo, recordando sus palabras, me explico que todos los demás me hayan parecido frívolos e insustanciales. No sé qué nuevos descubrimientos me traerá esta amistad, pero confieso mi preferencia por este monje exclaustrado.
»Carlos Bernárdez se empeñó en verse conmigo a las siete de la tarde. Necesito conocer lo que, según él, es el cerebro del mundo, a saber, los dos cafés del bulevar Montpamasse, esquina a Raspail: el Domo y la Coupole. De los dos, uno, no sé cuál, está cerrado y cubierto por una enorme valla pintada de anuncios. He descubierto en ella, no sé si el mito o el animal totémico de París: un hombrecillo azul sentado frente a un velador con una botella, y debajo, en grandes letras, un nombre: DUBONNET. Supongo que será, aparentemente, el anuncio de cualquier aperitivo, pero yo estoy seguro de que es mucho más. He encontrado al hombre del velador en todas partes, especie de monstruo extraplano; pero donde su presencia obsesiona es en los túneles del metro. El nombre, fraccionado o entero, se repite hasta el infinito:
DUB DUBON DUBONNET
DUB DUBON DUBONNET
DUB DUBON DUBONNET
Y el ruido del tren se ha acomodado a este ritmo impuesto desde las paredes. Es imposible buscar en los ruidos el ritmo de una canción conocida, y menos acomodarlos al ritmo del alma. Dicen, inexorablemente: DUB DUBON DUBONNET, y uno lo ve escrito, y se le desalojan del cerebro todas las nociones, menos las letras azules y su música. Si alguna vez me volviera loco en París, olvidaría todas las palabras, menos éstas.
»El cerebro del mundo no me pareció muy interesante. He aprendido que la gran ciudad inmuniza para el ridículo. Un hombre puede salir a la calle vestido como quiera, singularmente de máscara. He visto a un sujeto de larga cabellera rubia y túnica helénica pasar ante las miradas indiferentes. Pero no sé si su figura es más ridícula que la de una muchacha del Salvation Army.
»También fui al cine. Mi condición de provinciano consciente me impide asombrarme públicamente, pero algunas cosas de las vistas me parecen chocantes. Quiero también consignarlas: la gente fuma en los cines durante el espectáculo. Las parejas de enamorados contemplan atentos la película, y se besan en los intermedios: no dudo que la costumbre responde a ciertas razones de extremada fuerza lógica, pero yo me considero incapaz de besarme con una muchacha delante de nadie.
»Antes de ir al cine, he vuelto al restaurante internacional. Entré con mi mejor aire, que, debo confesar, pasé inadvertido. Después tomé café en el bar. Hay un camarero sodomita muy divertido, a quien bauticé inmediatamente con el nombre de Planchet. Como no ha leído Los tres mosqueteros, no se explica muy bien el nombre. Es un pobre diablo que me ayuda en mi desconocimiento del francés vulgar: ya sé cómo se dice “colilla”.
»Y ahora me he refugiado en mi celda. He adoptado este nombre monacal para mi reducida habitación, en la que, para ser celda completa, sólo falta Dios. Ahora estoy un poco cansado y me acostaré pronto. He contemplado el bulevar, el parque, los jardines y cuanto diviso desde mi ventana. Mi mundo se encierra dentro de una verja, y tiene fuero. No se presenta amable, sino hostil. Pero estoy seguro de vencerlo.»
Él era, indudablemente, Eneas; y el pueblo que tenía ante su vista, Villagarcía de Arosa. Resultaba un poco incomprensible, pero no cabía duda: podía identificar las casas, el muelle de madera sobre pontones clavados en el mar, los montes y los árboles. Nadaba tranquilamente, acercándose al embarcadero. Pasaban barcas tripuladas por mujeres vestidas de trajes rojos, con caras judaicas, y aunque él las miraba con insistencia, no se fijaban en él. En el muelle había una gran multitud silenciosa, y aunque estaba lejos, reconocía los ojillos malvados de Irene. Lo estaban esperando a él, Eneas. Pero, ¿por qué él era Eneas? Tenía la impresión de haberse llamado de otra manera, más larga. En la escalera del muelle estaba Lawrence, un estudiante inglés, vestido con birrete y hopalanda, llevando en la mano la lanza de Minerva. Pero Lawrence no lo miraba, porque también esperaba a Eneas. ¿Y para qué quería la lanza de Minerva? ¿Y por qué llevaba zapatos de mujer, ahora mojados por la resaca? Llegó a la escalera e hizo pie; y al subir, pasó por el lado de Lawrence, que seguía esperando a Eneas. ¿Y por qué todas aquellas gentes esperaban a Eneas y miraban al mar, si él era Eneas? ¿Y quiénes eran aquellas gentes que no lo miraban? «¡Yo soy Eneas, que surge desnudo de las aguas!» Y era cierto: estaba desnudo. Sobre el mar, en un rincón de la escalera, flotaba su bañador, que se le había desprendido. Tenía que bajar rápidamente y cogerlo; pero no podía. Era mejor tirarse al agua y desaparecer, buceando mucho trecho, para surgir más allá de las barcas donde bogaban impasibles las judías vestidas de rojo. Pero tampoco podía tirarse, ni moverse apenas. Era una situación ridícula, insoportable. Él era un hombre de honor y no podía presentarse de aquella manera en medio de la multitud, aunque la multitud esperase a Eneas y no lo mirase. ¿Y por qué no lo miraban, si él era Eneas? Era Eneas, pero hacía mucho tiempo, cuando no estaba desnudo, se había llamado de otra manera. Todas aquellas gentes sabían cómo él se había llamado, y por eso seguían esperando. Y empezaba a gritar Irene, con acento extranjero, que ella también lo esperaba, y comenzaba a despojarse también de sus ropas, porque para recibir a Eneas tenía que estar desnuda. Pero no acababa de desnudarse, porque llevaba vestidas muchas camisas color salmón con lazos azules, y se quitaba una, y otra, y otra, y siempre estaba igual, con los brazos levantados y una camisa salmón entre los brazos. Y todas las camisas que arrojaba al mar se enganchaban en la lanza de Minerva, cuya punta se abría como una boca cantando el God save the king. ¡Qué espantosa vergüenza, desnudo entre la gente cantora! Y mucha más cuando Irene estuviese completamente desnuda y le recibiese. Pero los pies estaban paralizados, y también las manos, y no podía tirarse, ni taparse, ni cubrir el rostro para esconder el rubor. Irene se daría cuenta de que estaba su cara enrojecida, y se burlaría de él, diciéndole que esperaba a Eneas. Luego él no era Eneas. Pero, ¿quién era, entonces? ¿Era Eneas disfrazado? Y para disfrazarse se había desnudado. Cuando él llevaba un traje, mucho tiempo atrás, no se llamaba Eneas, sino de otra manera. Y si lograba atravesar la multitud y llegar a su casa, dejaría también de llamarse Eneas y se llamaría con el nombre del traje. Y no se podía mover, aunque pitaba el tren detrás, un tren subterráneo, que amenazaba alcanzarle. ¿Por qué no gritaba la gente si se acercaba el tren, por qué no lo apartaban, si lo veían inmóvil? Pero Irene amontonaba camisas asalmonadas en derredor, para que no se escapara, y miraba por encima de las cabezas buscando a Eneas entre las olas. Ahora el pitido del tren era más fuerte. Si pasaba por encima, le cubriría el cuerpo, tiznándolo de carbón, y ya no sería Eneas, sino Sky Ahara, el hindú. Pero las ropas de Irene interceptaban el paso del tren, dejándolo a él desnudo, con una angustia feroz, entre la multitud que no miraba.
Abrió los ojos, y sintió el ruido de un tren marchando, y en el alféizar el piar de dos golondrinas. Una llevaba prendida en la pata una cintita rosa, que al volar dejaba como una estela en el aire. Y él estaba despierto. Pero comprendió que volvería a dormirse, sumergiéndose en el mismo sueño, y por eso saltó de la cama y corrió a recibir el frescor beneficioso de la ducha, capaz de espantar todos los sueños. Aún tenía la cabeza demasiado oscurecida, y aún tardaría en aclararse. Bebió un trago de coñac, carraspeando, y se entregó a las limpiezas complementarias. Cuando, para peinarse, se vio el rostro en el espejo, ya estaba totalmente despierto, pero inquieto aún por aquel sueño que no sentía la menor gana de analizar. Lo haría más tarde, si es que lo recordaba, porque tampoco era cosa de escribirlo en el libro de los sueños. Y de pronto recordó que era domingo, su primer domingo en París, y que no sabía qué hacer en ese día. Vio que eran las once, y como tenía hambre, renunció a desayunarse, para hacer en seguida un almuerzo. Acaso estuviera en el comedor George Tefas, y pudiera indicarle, amablemente, qué cosas podía hacer en París un extranjero sin amigos.
Bajó al jardín y cruzó las praderas hacia el restaurante. Había poca gente: cuatro o cinco muchachas vestidas de blanco, con raquetas en las manos y unos pañuelos atados a la frente, y ninguna era bonita; y más abajo dos negros vestidos de gris claro con sombrero de paja, hablando inglés. La antesala del comedor estaba igualmente desierta.
No vio a George Tefas, ni tampoco a Pedro Cantero, en quien pensaba como última esperanza, aunque su conversación fuera trivial y sus ideas sobre el arte equivocadas. Pero Pedro Cantero conocía a alguna gente y podía resolverle el problema de la tarde dominguera. Eligió una comida sencilla, compuesta de legumbres, un huevo y leche, y cuando acabó no había pronunciado aún una sola palabra. En el comedor no había más de seis personas, todas desconocidas. Salió de mal humor, y pensó que un buen remedio era ir a misa.
Caminó hacia la puerta de Orleans con una prisa sin sentido y, por hacer algo, compró un periódico. Al desplegarlo, todos sus pensamientos presentes sufrieron un desplazamiento absoluto y repentino, pasando a un total olvido, porque en la primera plana, con grandes titulares, se anunciaba una sublevación militar en España.
Leyó con avidez. Las noticias eran escasas y nada concretas. El ejército de Marruecos se había «pronunciado»; algunas guarniciones peninsulares estaban en rebeldía frente al Gobierno de Madrid. Pero nada de aquello tenía importancia, y pronto el Gobierno sería dueño de la situación. Los periodistas fantaseaban. Un artículo de fondo explicaba lo que era un pronunciamiento, y con este motivo hacía un poco de historia.
Antes de entrar en el metro, compró todos los periódicos de la mañana, y leyó en ellos las mismas noticias, explicadas por cada uno según su color. «L’Humanité» despotricaba contra los militares, y «L’Action Française» describía el estado caótico de España desde la caída de Alfonso XIII, aprovechando la coyuntura para denostar contra los regímenes republicanos.
Bien pensado, los sucesos de España no tenían nada de extraño, y él mismo había apresurado su viaje temiendo algo parecido. Y no había razones de inquietud. Las noticias podían ser exageradas. Y aunque fueran ciertas, no significaban demasiado para España, ni menos para su propia vida. Un cambio de régimen político no lo devolvería a lo pasado. Sin saber por qué, recordó el sueño de la mañana, donde él era Eneas. Ahora estaba bajo la protección del héroe fundador y peregrino.
Entró en Notre-Dame cuando una misa empezaba. Tomó asiento en una silla, junto a dos mujeres, y se entregó a sus pensamientos. Otra vez la preocupación de la tarde solitaria. No sabía qué hacer, ni a dónde ir. Desconocía las posibilidades parisienses de una tarde dominical. Acabaría aburriéndose, pero en España le pasaba lo mismo. En realidad, hacía mucho tiempo que las tardes dominicales carecían de atractivo. Las ciudades crecían en ordinariez; pululaban gentes soeces y vulgares, y la humanidad horteril y proletaria lo invadía todo, ansiosa de gozar de los supuestos placeres reservados, durante la semana, a la burguesía. Suponía el desencanto de aquella multitud, al llegar la noche, después de haberse entregado a orgías frenéticas o a diversiones estúpidas. Y el resentimiento que se les despertaba cuando, cansados, recordaban que a la mañana siguiente tenían que madrugar para asistir al trabajo. Y no sintió la menor compasión.
Salió al último evangelio. A la puerta de la iglesia, junto a la pila de agua bendita, dos hermanas de la Caridad, arrodilladas en reclinatorios, rezaban el rosario. Nadie lo miraba, y consideró inútil tomar el agua. Detrás de las monjas había una plancha de mármol orlada de banderas francesas, y en ella, en letras doradas, nombres de muertos en la Gran Guerra. Salió al atrio, y arrimado a una columna quiso ver la gente, como en España.
—¡«Le Franciste»! ¿Quiere usted «Le Franciste»?
¿«Le Franciste»? Una muchacha se le había acercado, con un fajo de periódicos bajo el brazo, y en la mano tendida, un número, exhibiéndolo. Vio la cabecera orlada del hacha gala, la «francisca», y supuso que el diario era el órgano de algún partido fascista francés.
—Deme usted un número, por favor —dijo en su francés balbuceante.
La muchacha se lo entregó, sonriente, y mientras recogía el dinero, le preguntó:
—¿Es usted extranjero?
—Sí. Soy español.
—¡Ah, español!
Salía un grupo de personas y la muchacha se despidió y siguió voceando su semanario. Era una mocita de buen aspecto, vestida como burguesa acomodada, de modales finos; estudiante o empleada.
«¡Qué país! —pensó Javier—. ¡Sangre de horchata! ¿Qué pasaría en Madrid si una muchacha saliese a vender “Arriba” a la puerta de San Francisco el Grande una mañana de domingo?»
Eran las dos, y tenía ante sí la tarde vacía. Al llegar a la boca del metro cambió de idea, y volviendo sobre sus pasos, recorrió a la ventura la isla de San Luis, hasta la plaza donde había vivido un par de días. Estuvo tentado de subir al hotel y preguntar por Bernárdez; pero rechazó la idea. Era mejor la soledad que aquella compañía. ¿Qué pensaría Bernárdez de las cosas de España? Pero, ¿qué le importaba a él la opinión de Bernárdez?
Decidió entregarse al caminar sin fin, hasta que el cansancio o el tedio lo derrumbasen sobre el diván de algún café.
Eran las siete de la tarde, y por encima de Montparnasse oscurecía un cielo púrpura, gris y azul, sobre el que se recortaban las techumbres de pizarra y la torre de San Germán. Javier caminaba sin sentido entre la multitud dominguera, y su conciencia se había reducido a registro de sensaciones. Podía caminar indefinidamente, y también quedarse inmóvil en cualquier parte; por ejemplo, en la esquina junto a la estación. Inmovilizarse, arrimado a un farol, era un acto de voluntad y rebeldía: un acto de singularización y hostilidad al rebaño.
Permaneció algún tiempo así, quieto, viendo el ir y venir de las gentes y los carruajes. El farol era su protección y le impedía ser arrastrado por la multitud ambulante. Hasta ahora se había sentido vinculado a ella, disuelta su alma en el alma colectiva; pero el farol, protegiéndole, cortaba toda relación, le devolvía la individualidad y la conciencia, aunque no remediase la soledad. A sus pies habían caído, desprendidos también de la multitud, unas mondas de plátano, una caja de fósforos, un trozo de papel impreso. Él podía ser también, como aquella basura, un residuo.
No tenía qué hacer ni sabía qué hacer. Necesitaba hablar, perfeccionar su singularización hablando con otra persona, hallando un «tú» a quien quejarse. Ese «tú» podía ser alguno de los transeúntes, hombre o mujer; había entre ellos, indudablemente, alguien con quien la compañía sería perfecta. Pero con nadie tenía relación ni conocimiento. Hablaban un idioma extraño que entendía con dificultad. No coincidían sus preocupaciones: eran vidas sin posible interferencia.
El cuidado municipal arrebataba de sus pies las mondas de plátanos, la caja de fósforos, el trozo de papel rasgado. Si uno de aquellos automóviles lo atropellase, el cuidado municipal lo recogería con idéntica indiferencia. Nadie tendría compasión o interés por su cuerpo herido o destrozado. Lo llevaría una ambulancia. Unos hombres vestidos de blanco le prestarían socorro impersonal. Dejaría de ser Javier Mariño para convertirse en ficha numerada de hospital. Si en el bolsillo hallaban su pasaporte, la ficha tendría, acaso, un nombre que no importaba. Y morirse sería un morir anónimo, sin rastros; un morir biológico, como de bestia que acaba en soledad.
Una mujer anciana paró a su lado. Era menuda, delicada, fina. Vestía de negro, según una moda anticuada, pero con pulcritud y cuidado. Prendía en su pecho un camafeo y se apoyaba en un bastón con puño de plata.
Cuando Javier la vio, la dama miraba la calle cruzada de autos veloces, y en sus ojos apagados había miedo. Parecía indecisa. Un momento arriesgó el pie fuera del bordillo, para retirarlo en seguida. Indudablemente no se atrevía a cruzar.
—Perdón, señora. ¿Le sucede a usted algo?
La dama volvió la cabeza sorprendida. Luego respondió sonriendo:
—No me atrevo a cruzar. Es un poco ridículo, ¿verdad?
—No, señora. Es natural. ¿Me permite que la ayude?
—Acaso no sea el mío su camino.
—¿Por qué no? Cualquiera es mi camino. Le ruego que acepte mi brazo.
Se le enlazó la dama con perfecta cortesía. Había un claro en el tráfico, y pasaron sin grandes dificultades.
—¿Ve usted qué fácil ha sido?
—Le estoy muy agradecida.
Dijo un nombre y le tendió la mano, que Javier besó. Después se perdió entre la gente. Javier pensó que debiera haberla ofrecido su escolta. Aquella dama tendría un hogar. ¿Por qué no un hogar recatado y pulcro, como ella, con un marido y una sirviente ancianos y menudos, en alguna calle antigua y silenciosa, donde las gentes de la vecindad se visitasen regularmente? Por el camino hubieran hablado; ella preguntaría si era extranjero, y él le contaría algunas cosas de su soledad. Quizá lo invitase a su casa: una casa con grabados y muebles de la Restauración, donde el marido, paralítico, recordaba el pasado esperando la muerte. Podía aceptar una copa de coñac, y conversar un tiempo prudencial. Al marchar, la dama le rogaba que volviese una tarde cualquiera. Y él volvería.
Pero nada de eso podía ya suceder, y aquel azar le había dejado junto a un café iluminado, donde una orquesta tocaba un pasodoble español vulgar y torero. Entró. Los músicos eran, sin duda, españoles, con sus jetas morenas meridionales. Ellos y ellas vestían de blanco, con corbatas furiosamente rojas.
—Son frentepopulistas —pensó.
Se acomodó en un rincón. Hallaba gusto en escuchar el pasodoble, a pesar de su vulgaridad. Pidió cualquier cosa, y, por hacer algo, escribió en el dorso de una tarjeta:
«Estoy solo, absolutamente solo, quizás irremediablemente solo. Es mi primera prueba difícil. Si es cierto lo que Nietzsche dice, que la magnitud de un hombre se mide por la soledad que es capaz de soportar, ahora sabré mi magnitud.»
Estuvo suspenso un momento, y añadió:
«No soy más que un pobre diablo. Cualquier compañía, ahora, es buena para mí. Necesito hablar con algún ser humano, sea quien sea. Cerca de mí hay una mujer que parece una ramera. En este momento me parece una mujer adorable, sólo porque puede hablarme. ¿Seré capaz de prescindir de mi moral e interpelarla?»
Era capaz, pero ignoraba el código internacional que hace accesibles a las rameras de todo el mundo. Aquélla, además, no era una ramera vulgar, y hasta posiblemente no fuese una ramera. Pero su belleza brillante y sus vestidos llamativos no eran de mujer honesta, por lo menos de mujer honesta según el concepto español de honestidad femenina.
Frente a ellos, en un rincón protegido por una columna, un caballero opulento se entregaba al besuqueo con una muchacha. Javier lo observaba, divertido. Su vecina los observaba también. Una vez coincidieron en la sonrisa y en la mirada. Ella dijo algo, y él la respondió. Después le pidió permiso para sentarse a su mesa. «¿Por qué no?» «Es usted muy amable.» Media hora después lo invitaba a acompañarla hasta su casa. Y en la puerta:
—¿Quiere usted subir?
—Sí, naturalmente.
—Pero no sé su nombre.
—El mío es Javier.
—El mío Suzy, salvo si a usted se le ocurre llamarme de otra manera más bonita.
Ya estaba hecho. Es decir: ya tenía compañía por una, por dos horas. Entraron.
El piso era pequeño y la habitación con muchos perifollos, con demasiadas sedas, con demasiado damasco. Las estampas de las paredes, finas y libidinosas. El espejo, situado con una estrategia molesta. Se sentó y encendió un pitillo.
—¿Quieres esperarme? Me arreglaré un poco.
La detuvo con un gesto.
—No es necesario que te arregles.
—Pero…
—Estás equivocada, y yo tengo la culpa. Debí de haberme explicado. Yo no soy un cliente como cualquiera de los habituales, ni sé siquiera si soy un cliente. He venido contigo para que hablemos, una, dos horas, hasta que tú o yo estemos cansados. ¿Entiendes? He venido solamente a hablar.
Ella le miraba sorprendida, como si no lo entendiese. Luego le respondió airada, en un francés oscuro y popular, señalándole la puerta. Decía cosas que él suponía insultos. Pero no se movió.
—Sigues sin entenderme, y yo tengo la culpa. ¡Hablo tan mal el francés! Quedaré aquí, contigo, hasta que me plazca. Pero como no es mi intención perjudicarte, te daré cincuenta francos más de los que pensabas sacarme. ¿Te conviene?
Ahora, ella le miraba como se mira a un ser extraño. El ademán de pagarle la tranquilizaba. Tendió la mano y contó el dinero.
—¿Está bien?
—Sí. Está bien.
Guardó los billetes en el pecho y se sentó.
—Dame un pitillo.
Lo encendió.
—Eres un tipo raro. ¿No te gustan las mujeres?
Sí. Es decir: una sola mujer, de quien estoy enamorado y a la que soy fiel.
—Y ella, ¿te es fiel a ti?
—Desde luego.
Quedó meditabunda.
—No te creo. ¿De dónde eres?
—¿Qué te parece?
—No sé. Ni alemán, ni inglés. Los alemanes y los ingleses son de otra manera. Tampoco italiano, ni español. Háblame en tu idioma.
Javier dijo unas palabras en castellano.
—No sé, no sé. ¿Argentino?
—¡Oh, no!
—Es lo mismo.
Y así dos horas, diciendo trivialidades y escuchándolas. Suzy tenía veinticinco años y su historia era vulgar. Había ahorrado diez mil francos, y pensaba marchar a la Martinica a poner un negocio. Probablemente se casaría. No estaba enamorada ni lo había estado nunca, ni tampoco creía en el amor. El matrimonio era una combinación económica. Se casaría con un negro o un mulato ricos, porque a los negros y mulatos les gustan las mujeres rubias y blancas.
—¿Volverás? —le dijo al marchar.
—No lo creo.
—Es que se gana el dinero cómodamente contigo. ¿Me das un beso?
—No. Adiós.
Las bocas del metro estaban cerradas. Preguntó el camino hacia la puerta de Orleans, y echó a andar, con las manos en los bolsillos y silbando. Estaba contento. Mas, poco a poco, su alegría se disolvió en humor melancólico. Comprendía su escasa resistencia frente a la soledad, y comprendía también que si Suzy hubiese hablado castellano, le habría retenido a su lado mucho más tiempo, quizá demasiado tiempo.
«Acabaré enredándome con la primera que hable español» pensó, desolado.
Mediaba la tarde cuando se dispuso a salir. Compraría todos los periódicos de la tarde y leería las mismas noticias en todos ellos, buscando en cada una algo que fuera satisfactorio: la seguridad de una victoria inmediata o, en los despachos últimos, la novedad decisiva y tranquilizadora. Lo mismo que todas las tardes, desde hacía tres. Contra sus previsiones, contra su voluntad, la guerra de España comenzaba a inquietarle. Sus planes de vida se desmoronaban antes de haberlos iniciado, y en lugar de la acción metódica, se entregaba a la absurda fantasía. ¿Qué hacer aquella tarde o cualquiera otra? Con el fajo de periódicos bajo el brazo buscaría refugio en cualquier café, por ejemplo en aquel de Montparnasse, donde una orquesta de españoles front populaire tocaba música andaluza.
Perezosamente se irguió del diván, y sentándose en el borde permaneció un momento con las manos en la cabeza. Luego se levantó y pasó la mano por la colcha, deshaciendo las arrugas. Tenía mal sabor en la boca. Se acercó al lavabo, y descorriendo la cortina abrió el grifo del agua caliente. Salió envuelta en un chorro de vapor, y comprobó que estaba ardiendo cuando se llevó el vaso lleno a los labios. Mientras la mezclaba con agua fría, se miró en el espejo. Se vio las mejillas coloradas, las pupilas cansadas, greñas en la cabeza y un mirar medroso, como si todas las cosas que había estado pensando fuesen reales y sus ojos las hubieran registrado. El grifo seguía vertiendo agua sobre el vaso, y cuando comprobó su tibieza se enjuagó la boca, al tiempo que murmuraba: «¡Idiota!».
Después se acercó a la ventana, y sin saber por qué recordó que era miércoles. No comprobó la fecha por pereza. «Debe ser 21 o 22. En todo caso, es igual.» El parque de Montsouris estaba envuelto en sol y brillaba el césped. «Es un jardín burgués y apacible. No es ninguna maravilla, pero es bonito.» Pasó, rápido, un autobús, y tras él una bicicleta doble con un hombre, una mujer y un niño. La mujer llevaba suéter azul sin mangas y falda pantalón; cabello como barbas de maíz, y breves pechos enflaquecidos. La cabeza del niño era de igual color y su rostro pecoso y ordinario.
Se apartó de la ventana. Marcaba el reloj las seis y diez. Tendría que apresurarse si quería comer en el restaurante de la Ciudad Universitaria. Pero recordó el bistec de caballo —carne rosada, dulzona y poco apetecible—, la empleada de cabello de estopa, y la estudiante judía, y al recuerdo hizo ascos y una mueca de cansancio. Iría a comer a cualquier parte.
Volvió al espejo. Era necesario apartar del rostro huellas del sueño, reconstruyéndolo correcto e imperturbable. Se chapuzó en agua fría, se afeitó, y domó con agua y un mejunje inglés los revueltos cabellos. Estas operaciones le obligaron de nuevo a contemplarse, y no pudo menos que insultar su imagen, sin saber por qué. Sólo cuando se reflejó tersa la cabeza, regular e impecable, se reconcilió un poco consigo mismo. Entonces se le planteó un problema de atuendo. ¿Traje negro o traje gris? Más exactamente: ¿cuál de sus dos versiones favoritas usaría aquella tarde: el hidalgo español o la inglesa Pimpinela? Abrió el armario, sacó afuera dos trajes y los contempló. Ninguno le hacía, momentáneamente, feliz. Hacía unas horas estaba contento de sí mismo, y ahora disgustado sin saber por qué: si el alma se digería, aquella tarde le sentaba mal el alma.
«Todo esto son majaderías —pensó—. ¿Qué más da un traje que otro? Ninguno de los franceses que me vea vestido de negro me tendrá por español, ni creerá tampoco, si voy de gris, que soy inglés. Ésta mi condenada cara triangular me hace pasar inadvertido. ¿Por qué no tendré el pelo negro y ojos ardientes de andaluz?»
Siguiendo un impulso momentáneo, que no trató de explicarse, guardó los trajes y eligió una combinación deportiva. Se la puso, silbando, y sin volverse a mirar metió unos billetes en el bolsillo y se echó a la calle. Al cruzar la puerta arrancó una ramita de enredadera para el ojal. Mecánicamente preguntó al conserje si tenía correspondencia, y salió al bulevar. Pasaba un taxi vacío, y pensó en llamarlo, pero el taxi le obligaba a señalar un fin que no tenía. Caminó pausadamente, y por no darse a pensamientos miró con atención las cosas y personas que pasaban: un estudiante hindú rodeado de muchachas americanas, hablando en inglés, y después un sacerdote alto y magro, con faja y doble babero negro de blanco ribete. Y un soldado, y después una mujer vieja, y luego un chico repartidor. Era tan idiota seguirlos contemplando, que cerró momentáneamente los ojos, y al abrirlos ya estaba sumergido otra vez en sus imaginaciones.
La revolución, su casa, sus amigos, su madre. ¿Por qué todo había de estar perdido, y la casa quemada, la madre muerta y los amigos refugiados en los montes? Nada sabía que autorizase aquellos pensamientos: las llamas comenzando por el portal y prendiendo en la escalera de roble, y de allí a la techumbre. Las vigas eran viejas y ardían como paja seca al sol. Gritaban gentes, poseídas de un frenesí extraño; saltaban los cristales con crujidos. Y ahora las llamas trepaban al tejado y una columna oscura de humo mezclado con chispas se entregaba al viento. Cualquier criada vieja pedía socorro. La madre salía, entre vituperios. Escondía el rostro con las manos, lloraba. Un mocoso la manchaba de barro.
—¿Ya salió «L’Intran»? —preguntó junto a la boca del metro.
—Todavía no —le respondió la vendedora, sin mirarlo siquiera. Era una vieja sucia, con sombrero de varón.
Entró en el metro, como pudo haber seguido caminando. Dudó, y por fin se dirigió a Montparnasse. Al llegar, las primeras ediciones de la tarde estarían en la calle. Entró en el coche, lleno de gente trabajadora que regresaba a sus casas. Ocupó un asiento casualmente vacío. Frente a él había una muchacha bien vestida, morena, gordezuela. No parecía francesa. La miró a hurtadillas. El tren echó a andar, y la muchacha, abriendo una cartera, sacó un periódico. Era el «Heraldo de Madrid». «Es española —pensó—. ¿Debo hablarla?» Indeciso, llegaron a la primera estación. Observó a la muchacha y el regocijo de su rostro. Leía noticias de la revolución. «Es una roja.» Ahora la muchacha le miraba, y él se volvió hacia la ventanilla. En las paredes del metro, el hombre sentado junto a un velador y unas letras: «Dub. Dubon. Dubonnet.» El tipejo del velador había conquistado para sí no sólo las vallas de París, sino también los subterráneos. Empezaba a molestarle. Volvió la cabeza: la muchacha seguía mirándole. «O ella o yo somos imbéciles.» Una mujer cargada con un niño, un maletín y un grueso paquete peleaba muy cerca de él por mantenerse en equilibrio. Era bonita, pero tenía el rostro fatigado. Vestía mal. Javier miró a su alrededor: ninguno de los compatriotas de aquella mujer se había movido para ofrecerle asiento. Se decidió a hacerlo, huyendo de las miradas insistentes y a la vez insolentes de la española. «¿Se habrá notado que soy español y que no soy rojo?», se preguntó; y de pronto se dio cuenta de que hasta entonces había estado silbando una canción poco grata al Frente Popular y que la muchacha forzosamente la habría oído. Se incorporó e hizo una seña a la mujer del crío, el maletín y el paquete. Ella, al principio, pareció no entenderle.
—¿Quiere usted sentarse? —le dijo, arrastrando las erres, imitando lo mejor posible el acento callejero.
La mujer le dio las gracias, y al sentarse le preguntó:
—No es usted francés, ¿verdad?
—¿Lo ha notado usted en mi acento?
—Sí, y también en que me ha ofrecido el asiento.
Estuvo por responderle que era español, pero la muchacha del «Heraldo» los miraba, y se sintió cobarde. Un movimiento de la masa humana lo arrastró hacia la puerta. Ahora, la mujer del crío y la muchacha del «Heraldo» quedaban lejos. Se dio cuenta tardíamente de que aquella era su estación y de que se cerraban las puertas, y decidió seguir hasta el puente de San Miguel. Aquella estación férrea, por cuyas paredes se filtraba la humedad del Sena, le daba cierto pánico. Las paredes, llenas de herrumbre, eran feas, y siempre hacía frío.
Continuó, sosteniéndose por la presión de sus vecinos. Muy cerca de él, una pareja se entregaba al amor desvergonzadamente. Estaban abrazados, las manos de ella en la cintura de él, las del hombre en las nalgas de la hembra. Se unían las bocas en besos largos y lascivos, todo como en un parque solitario o en la cama. «Es un asco», pensó. Pero a nadie llamaba la atención: en el asiento vecino, una mujer gorda hacía calceta y otra leía una novela amarilla, mientras los que rodeaban a la pareja se entregaban indiferentes a sus pensamientos. Pensó que era él solo el que observaba. Todos los demás aguantaban el cansancio con la esperanza de la cena, el vino rosado y una mujer fofa y agria con la que se amarían de manera semejante. Al llegar al puente de San Miguel salió disparado, sin mirar atrás, como si el que se estuviera besando con aquella impudicia hubiera sido él y todas las miradas se burlaran; echó a correr escaleras arriba y salió a la plaza. La tarde estaba dorada, y en las aguas sucias del río ponía el sol algunos reflejos claros.
«Tengo hambre», se dijo. Echó a andar junto a los pretiles, sin detenerse a contemplar libros ni grabados. Iba a un restaurante cercano a la plaza de la Delfina, donde había comido ya una vez. Cruzó un puente, sin saber cómo, y se halló junto a Nuestra Señora, acodado al pretil y viendo correr las aguas sucias del Sena. Había caído la tarde, y un cielo rosado se reflejaba en el río. Había logrado no pensar, y se entregaba a las sensaciones más elementales: el olor agrio de las aguas, el color de las piedras o aquella graciosa curva de un ave rozando el río con las alas. Hombres y cosas no eran más que pura sensación: forma, color, movimiento; mundo contemplado con retina de pintor.
Decidió buscar un restaurante en las cercanías, y caminó hacia el puente Nuevo. La plaza de la Delfina estaba oscurecida, y sólo las altas copas se iluminaban con un resto de sol. Una niebla azulada, surgiendo del río, apagaba la luz y hacía las cosas fantasmales. Metiéndose en la niebla, se consideró también como un fantasma; muchas veces había experimentado, y ahora se repetía la experiencia, la sensación súbita e irracional de no ser, y de que todas las cosas fueran, como él, ilusiones. Cuando esto le sucedía se pellizcaba un brazo o se lo pinchaba, para que el dolor le devolviera la conciencia. Pero ahora no tuvo necesidad de hacerlo. Había renacido la incertidumbre, y con ella la angustia, y del corazón le subía una congoja sin nombre ni razón, pero evidente.
«Sufro, luego existo», murmuró.
Y luego, por burlarse:
«Los fantasmas no tienen hambre, y yo la tengo. No soy un fantasma, soy Javier Mariño de Lobeira, español perdido en París, sin un amigo con quien hablar. Estoy solo y estoy triste. Tengo una familia y tengo una Patria. La Patria está turbada y no sé nada de mi familia. Quiero que no me importe la Patria, pero no soy capaz de evitarlo. Quiero convencerme de que mi familia no está en peligro, pero, por encima de todos los argumentos, temo. Mi razón es impotente; pueden más que ella la imaginación, el temor, la fantasía. Estoy dominado por los sentimientos.»
Llegaba al puente Nuevo, y al ir a cruzarlo sintió su nombre, gritado y repetido. Antes de volver la cabeza quiso identificar la voz, que llegaba lejana. Sólo podía ser de dos personas: de Carlos Bernárdez, a quien no deseaba ver, o de Pedro Cantero, cuya compañía fatigaba.
—¡Eh, Javier, Javier Mariño!
Ahora la voz estaba más cerca, y la reconoció como del caribeño. Se paró y miró hacia atrás. Bernárdez venía a su alcance, con paso apretado, agitando los brazos. Un poco más atrás, Irene se había parado, en compañía de otra muchacha.
«Es inevitable —pensó—, pero no puedo disimular.»
Llegaba Bernárdez haciendo aspavientos y disparando preguntas sin esperar la respuesta. Parecía muy interesado en saber qué hacía por allí, si había cenado, si le preocupaba la guerra de España.
Sentía Javier que con el americano podía ser impertinente; podía serlo sin temor a una reacción desfavorable o a un fracaso, pero también sin que el menor defecto de su impertinencia, estética o socialmente considerada, pudiera ser advertido. Así, pues, le puso la mano en la boca, ordenándole con un gesto suspender el torrente interrogativo; respondió con calma:
—Estoy aquí porque es el camino entre el lugar en que estaba y el lugar adonde voy. Voy a cenar, lo cual indica que no he cenado todavía. La guerra de España me trae sin cuidado: es un episodio sin importancia que dentro de un par de días se habrá resuelto con el triunfo de los militares, y entonces la palabra «guerra» que acabas de usar, y que por aquí usa todo el mundo, nos parecerá exagerada. Hablaremos de pronunciamiento, por ejemplo, que es una palabra grata a todo español, siquiera porque los europeos nos son deudores de ella. Y esto es todo. Ahora puedes interrogarme de nuevo, si lo deseas.
Pero ni Carlos preguntó ni Javier respondió. Irene se había acercado mientras tanto, e Irene venía acompañada. El caribeño la indicó con un gesto —Javier estaba vuelto de espaldas—, y por encima del asfalto húmedo las manos se estrecharon fríamente.
—¡Pareces una máscara, Irene!
Pero inmediatamente rectificó:
—Perdón.
No pedía perdón a Irene, sino a su compañera, y al hacerlo cumplía cortés con la recién llegada, que también parecía una máscara, con la diferencia de que la de Irene prolongaba su naturaleza y en la otra muchacha era un ardid para disimularla. Venían entrambas vestidas de pioneras comunistas, tocadas de boina y con la insignia negra de la revolución en la solapa. Pero el uniforme ceñía las formas excesivas de Irene, asemejándola a esas mujeres que se exhiben en los desfiles de la plaza Roja de Moscú: como ellas, llevaba en el rostro una sonrisa de trabajadora estajanovista; una sonrisa de salud e instintos satisfechos, en tanto que a la otra muchacha el uniforme le venía grande, como a un recluta bisoño que hiciera su primer día de cuartel. Javier la examinó de una rápida mirada, mientras le pedía perdón disimulando la risa que le causaba verlas; pero la risa, que de ninguna manera había de manifestarse, se trocó en un vivísimo interés por la segunda pionera, pues un algo indefinible le hizo sospechar que, efectivamente, su uniforme era un disfraz y con él cumplía una necesidad de ocultación. Carecía de las opulencias grasas de Irene, era más alta que ella, casi tanto como él, y por debajo del desgarbado hábito se adivinaba una figura gentil, aunque delgada. Pero aquí no se agotaban las diferencias. El traje político de Irene era simplemente feo; el de la otra era, además, ridículo. Su facha revelaba un exagerado y claro propósito de ascetismo en el cabello, recogido en un moño, y en el rostro, virgen de pintura. Llevaba zapatos bajos, medias de algodón, guantes iguales a las medias y unas gafas oscuras, de las que se usan para proteger del sol los ojos delicados. El conjunto era una caricatura. Mirándola, Javier recordó ciertas beatas bonitas que consideran pecaminosa su belleza y la esconden tras una apariencia cursi y desgarbada. Aquella muchacha que ahora Irene le presentaba como una camarada universitaria podía ser una beata de la revolución proletaria.
—Éste es Javier Mariño, un español fascista.
La muchacha le miró altanera —la altivez se marcó en una muequecilla de la boca— y respondió cualquier cosa entre brutal y desdeñosa, pero con tal delicado timbre de voz y tan puro acento, que Javier no pudo menos que hacérselo notar.
—Dice usted cosas desagradables en un francés delicioso. Me agrada escucharla.
—¿Es eso lo que ustedes llaman un piropo? Le advierto que me incomodan.
Terció Bernárdez, divertido por el incidente:
—Debes comprender que Javier sólo ha tratado en su vida con jóvenes burguesas.
—En todo caso, he tratado siempre con muchachas que no rechazaron mi mano.
—Si es usted mi enemigo, ¿por qué he de estrechársela?
—Bueno. Soy también un enemigo de Irene, y me ha dado la suya.
—Yo soy mucho menos tolerante. Puede usted tomarlo como quiera, y ofenderse, si le parece mejor.
Reían los dos amantes estrepitosamente, y Bernárdez le preguntó si no tenía qué responder.
—¿Tienes tan poco ingenio que no aciertas con una réplica? ¿O ya te das por vencido?
—Tendría que responderle que me parecen sus palabras demasiado forzadas para ser sinceras. Algo así como si pertenecieran a un papel mal aprendido. Pero acaso le parezca mal, y yo, por mi parte, no deseo molestarla. Deseo que no me haya comprendido.
Habíase expresado en un francés más deficiente que de costumbre, que provocó nuevas carcajadas de Irene.
—No olvides mi consejo: para aprender francés hay que acostarse con la gramática.
Lo dijo poniendo en el tono toda la grosería de que era capaz, y le pareció a Javier que una contracción levísima descubría el desagrado en el rostro de la compañera. Pero ya Bernárdez hablaba de irse juntos a cenar a un restaurante próximo, y cogiéndole del brazo echaron a andar por la orilla izquierda. Hablaba de la guerra de España y de su próxima marcha como voluntario.
—Pero, ¿tú vas a pelear? ¿Eres capaz de batirte por alguna idea, aunque sea por una idea despreciable? Si es así, estoy dispuesto a admirarte.
—¿Y por qué ir a batirse? Hay muchas cosas que hacer en España además de la guerra.
Llevaba propósitos más elevados. Los conventos saqueados ofrecían ocasión de pillaje, y las monjas exclaustradas y perseguidas, grandes posibilidades de diversión. La lista de Don Juan no contaba con ninguna religiosa todavía, pero la guerra de España podía ampliar la lista.
—¿No lo comprendes? ¡Una violación sacrílega!
—Eres el mismo sujeto despreciable, un tipo vil.
—Sin embargo, beberás conmigo por mi éxito en España. Y cuenta con la más hermosa de las Vírgenes medievales que pueda robar. Siento mucho no poder ofrecerte también una de las otras.
Pero, por justificarse, añadió que el escritor Malraux había ido a España, y de su primer viaje se trajera verdaderas maravillas. ¿Y por qué él no había de hacer lo mismo? Tenía idéntico derecho, o acaso más, pues era hijo de españoles.
Entraron en un restaurante checoeslovaco. Javier esperó a la puerta, para hacer cortesía a las muchachas. Pasó Irene, empujándole, y la otra, al subir el escalón, murmuró un «gracias» imperceptible, inmediatamente corregido por una grosería. Irene y Carlos habíanse adelantado lo suficiente para no oírlos, y Javier se atrevió a decir:
—Era innecesaria esa respuesta. Sólo yo la he escuchado, y a mí sigue pareciéndome forzada.
Pero ella pasaba de largo, sin responderle.
Fue una comida violenta; el caribeño insistía en describir sus planes de expoliación y lujuria, y lo hacía con las palabras más soeces. Irene le acompañaba con risotadas y comentarios sucios. La otra muchacha, cuyo nombre aún no se había pronunciado, comía en silencio, escondida tras sus gafas oscuras. Recordaba Javier una novela, leída años atrás, en la que todo el misterio de un hombre se desvanecía al quitarse las gafas, y estuvo tentado de rogarle a su compañera que por un momento descubriese los ojos. Estaba seguro de que los vidrios protegían un tímido pudor.
Se dedicó a examinarla disimuladamente: su atención a la charla era tan fingida como las sonrisas que subrayaban las procacidades; pero, en cambio, era natural su delicado modo de limpiar un pescado —el pescado que Irene comía pringándose los dedos y la barba.
Le hubiera gustado desenmascararla, y lo hubiera hecho si estuvieran solos. Pero en presencia de sus amigos lo encontraba cobarde. Y, después de todo, ¿qué le importaba a él? No sabía cómo se llamaba y probablemente no volvería a verla.
Habían abandonado la conversación política, y, de sopetón, Irene le espetó una pregunta:
—¿Ya tienes amante, Javier?
Enrojeció al escucharla.
—No. Todavía no. ¿Por qué voy a tenerla?
—Es fácil hallar una entre las chicas universitarias.
Carlos Bernárdez soltó una risotada.
—Pero Javier no la hallará —dijo—. ¿No sabes que es casto? Viene a París a hacer ejercicios espirituales.
Irene intentó ser ingeniosa:
—Hay muchas clases de ejercicios. Podría buscarse entre las inglesas de la Ciudad Universitaria cualquier lady Chatterley.
—Lady Chatterley no era inglesa —corrigió Javier—, pero sí una mujer repugnante.
Inesperadamente, la faz olivácea de Bernárdez se ensombreció.
—Eres un beato castrado. Te repugna lady Chatterley porque no tienes vitalidad.
—Soy un hombre de honor, simplemente. Para lady Chatterley hay un nombre en castellano que no quiero decir por respeto a esta señorita…
Irene le interrumpió riendo:
—No creo que ella se ruborice.
—Aun así, prefiero callarlo; pero vosotros lo entendéis. Me dan asco lady Chatterley y sus problemas. Una mujer como ella no sería nunca mi esposa, ni mi amante, ni siquiera mi amiga. La castidad me parece cada vez más respetable. Mis amigos son todos honrados, y mis amigas, honestas. No tolero la granujería ni la liviandad, porque no quiero contaminarme.
Bernárdez le miró fijamente.
—¿Por qué, pues, estás con nosotros? Yo me parezco mucho a un granuja, y en cuanto a Irene, no es una monja.
Javier buscó una frase ingeniosa, pero Irene se anticipó a su respuesta:
—Prefiero que no digas nada, Javier. Estás con nosotros por casualidad y nos toleras. ¿No es eso lo que querías decir?
Javier se encogió de hombros, y dijo luego:
—Sí. Acaso sea eso.
—Pero nosotros —respondió Irene— también tenemos nuestras razones.
Las expuso detalladamente, y de nuevo, inevitablemente, la conversación recayó sobre lady Chatterley. Javier escuchaba sin interés, y sus argumentos perdían fuerza. Al final había sido, aparentemente, vencido. Pero él, más que escuchar, había observado a su compañera, atrincherada detrás de las gafas y el silencio, como si la conversación no la afectase.
En un momento, la interpeló:
—¿No le interesa a usted nuestra conversación?
—No. Me parecen problemas pequeñoburgueses.
Cuando acabaron la comida y Bernárdez propuso marcharse juntos a un cine, ella se disculpó y llamó al camarero.
—Le ruego que me permita convidarla —dijo Javier.
—¿Y por qué? No es usted mi camarada, ni siquiera mi amigo.
Buscó en el bolsillo unas monedas y pagó. Después tendió la mano a Irene y a Bernárdez.
—Salud.
Javier se puso en pie y apartó la silla para dejarla pasar. Se atrevió a suponer que tras los cristales oscuros unos ojos le miraban como para decir el saludo a que los labios no se atrevían. Pero recordó su natural presuntuoso, y se rió de sí mismo.
—Adiós, señorita. Siento mucho que no nos entendamos.
Lo dijo en español, sin saber por qué; sin esperar, desde luego, respuesta. Pero ella contestó, marchando:
—Afortunadamente.
Después aclaró Irene que en el bureau de propaganda comunista, aquella camarada trabajaba en la sección de las Repúblicas sudamericanas, y que hablaba el español perfectamente.
—¿Cómo se llama?
—Creo que Magdalena.
Procuró zafarse cuanto antes de sus amigos. Estaba molesto y humillado y sentía necesidad de estar solo. Caminó rápidamente hacia el metro más próximo, y ya alcanzaba la boca cuando advirtió que Magdalena caminaba, ensimismada, a pocos pasos de él. Se detuvo para no tropezársela, pero la contempló, y por debajo de la apariencia ridícula le pareció descubrir un aire señoril y que sus movimientos, al andar, eran de admirable elegancia.
«Quizá me equivoque —pensó—, pero creo necesarios ocho siglos de courtoisie para conseguir nada más que el modo como lleva la cabeza.»
Entró Javier en el metro molesto y deseando apartar de sí la impresión desagradable que sus amigos le habían dejado, y de pronto detuvo sus pasos. ¿A dónde iba? ¿Y por qué ir en el metro, mezclado con una multitud desagradable? Cogería un taxi e iría a cualquier lugar donde la gente fuese bien vestida y se portase correctamente. Salió de nuevo a la plazuela y entró en el primer vehículo desocupado, dando al conductor el nombre de un café elegante de los Campos Elíseos que había oído nombrar. Se habían encendido las luces, y la avenida de la Ópera estaba espléndida. Entró en los bulevares, y al pasar junto a la Magdalena mandó parar el taxi.
—Haga el favor de esperar —ordenó.
Y penetró en la iglesia, cuya fachada iluminaban desagradablemente unos reflectores colocados en la escalinata.
Cuando estuvo dentro se paró a explicarse aquel movimiento instintivo, y comprendió que necesitaba lavarse de todas las impurezas que la compañía de Carlos e Irene habían arrojado sobre su espíritu. Le hubiera gustado en aquel momento estar con María de las Mercedes, tan delicada, o contemplar la transparente pureza de María Victoria. Pero las dos estaban muy lejos, y en aquel momento sólo Dios conocía su suerte. Se arrimó a una columna y respiró el aire cargado de incienso. ¿Quién sabe si María Victoria no habría caído en poder de una célula comunista presidida por alguien tan grosero como Carlos o tan cruel como Irene? Se sacudió la pesadilla y salió de la iglesia. Un poco por costumbre, se santiguó al salir; ya fuera sonrió al recordarlo.
El taxista esperaba impaciente.
—Lléveme a cualquier parte. A un teatro.
—¿Quiere el señor un teatro corriente, o prefiere un salón de variedades?
Y como Javier hiciera un gesto añadió:
—Quiero decir si el señor prefiere un teatro especial. Puedo llevarle a uno donde verá…
—No —interrumpió Javier—. No me lleve a ninguna parte. Tome usted —dijo, echándole unas monedas.
Y dando un portazo se hundió en medio de la gente que paseaba por los Italianos. El taxista sonrió, y antes de marcharse contó cuidadosamente el dinero.
Llegó a casa de madrugada, después de haber recorrido a pie las infinitas calles que separan la Magdalena de la puerta de Orleans. Había leído todos los periódicos hasta las últimas ediciones. La situación era igualmente confusa. Unos y otros se atribuían triunfos, y lo mismo el Gobierno de Madrid que la Junta de Burgos daban por seguro que la revolución acabaría en seguida. Uno de los periódicos reproducía un mapa con las zonas dominadas por los «insurgentes», y se estremeció al advertir que, según aquel gráfico, toda la costa de Galicia obedecía al Gobierno de Madrid. Si era verdad lo que se decía, sus peores imaginaciones andarían muy cerca de lo cierto, y a aquella hora las personas más amadas pudieran estar acaso muertas.
Cuando llegó a la puerta tuvo que detenerse a descansar. Subió las escaleras pausadamente, y al entrar en su celda se dejó caer en la cama, sin fuerzas para moverse. Creyó que se dormiría en seguida, pero el día clareaba en los cristales y aún no había logrado cerrar los ojos. Le dolía todo el cuerpo y estaba abrumado por sus propias imaginaciones. Se levantó con dificultad y arrojó las ropas en el suelo. Se echó un albornoz, y arrastrándose llegó hasta las duchas. El frío del agua le devolvió el sentido, y un resto de vigor apareció en sus músculos maltratados. De regreso, en el cuarto, echó un trago de coñac, y antes de dormirse abrió la ventana. Era hermosa la aurora, y un gran silencio llenaba la ciudad. El parque estaba solitario y el rumor del agua no llegaba hasta él. Vio saltar unas golondrinas sobre unas matas, y en aquel momento oyó el silbato de un tren, cuyo ruido se acercaba, rompiendo el silencio. Cerró la ventana y la cubrió con la cortina, y al apagar la luz, sin que nada pudiera justificarlo, se acordó de Magdalena.