Estaban acodados a la borda del paquebote, y sus manos vecinas, la izquierda de ella y la derecha de él, se enlazaban.
Navegaban ya lejos de Francia, por un mar tranquilo y oscuro, sobre el que flotaba la niebla amarillenta. La sirena del barco aullaba de manera insistente y los reflectores exploraban en la oscuridad. En el salón de la cámara, se escuchaba una orquesta y los pasajeros bailaban. Pero más cerca, sobre la cubierta de tercera, una muchedumbre abigarrada se entregaba a diversiones pintorescas y tumultuosas. Habían bajado un momento para contemplarlos: portugueses, polacos, judíos sefarditas: multitud emigrante, despedida de la patria, los que la tenían, para incorporarse al conjunto babélico de Buenos Aires, en busca de una esperanza económica para sus vidas maltrechas por la perturbada Europa. Magdalena les había hablado, y a unos cuantos niños les había repartido golosinas y dinero.
Un irlandés de grandes guedejas rubias tocaba a la gaita canciones melancólicas, que cantaban a coro unas cuantas muchachas: era una familia entera de la que no quedaban en la lejana isla ni las raíces; venían el abuelo, viejísimo, encorvado, patriarcal y casi inconsciente, y varias mujeres igualmente viejas; un hombre maduro, con su esposa; la hermana, viuda, y los hijos de todos, hasta siete; el pequeño, de pecho. Eran labriegos, hechos a nieves y a trabajos rudos, y esperaban acomodarse en el campo americano. Pensó Javier que en Lisboa se les incorporarían muchos de sus paisanos, pobres de siglos, pequeños y de color terroso, llamados por los de allá, y explicó a Magdalena que la mitad de los gallegos había pasado el mar, y que también él tenía parientes en toda la costa atlántica, desde Nueva York hasta la ciudad de Buenos Aires…
Los portugueses eran vinateros establecidos en Francia, y regresaban a Oporto para sus negocios. Eran gordos y relucientes, y si viajaban en tercera lo hacían por ahorrar. Pero se habían comprado hamacas, que instalaban en cubierta, y que al rendir viaje venderían a los que lo continuaban por más dinero que el que les habían costado. No cantaban, porque no abandonaban su patria, sino que regresaban a ella, y el eco sentimental del fado no sirve para las alegrías.
Desde la barandilla del puente miraban unas pasajeras elegantes. Pasaron junto a ellas, y Javier pudo escuchar cómo hacían preguntas a un oficial compañero. Buscaron luego un lugar lejano y oscuro, y allí estaban ahora, próximos y silenciosos, recuperada la mudez que les era tan grata. Como un galope desenfrenado, sin dar tiempo que se fijasen las imágenes, pasaban los recuerdos de aquellos días: gestiones para conseguir un pasaje; la búsqueda apurada, urgente, de los documentos necesarios para casarse; la despedida, amarga y tierna, de George Tefas, la decisión final de Magdalena de que ocuparían camarotes distintos, «porque aún no estaban casados».
Ahora Magdalena era otra mujer. No había en sus ojos rastro de amargura, y el pasado era como una pesadilla que empieza a olvidarse. Parecía adolescente, casi infantil, como aquella tarde de campo, también casi olvidada. Pedía a Javier que le contase cómo era su casa, y su madre, y su tierra, y las personas de su afecto, y preguntaba si la querrían a ella o si su llegada causaría disgusto. Y Javier, al describirlas, sentía amar nuevamente a las cosas y personas que creyera, sin tristeza, no ver jamás, y ahora comprendía qué adentro de su alma estaban. Y qué sentido nuevo empezaban a cobrar, ahora, con Magdalena a su lado.
La casa junto al mar, con el embarcadero, la fábrica vecina, la ría, las islas, las barcas de los pescadores, la pequeña iglesia y el cementerio aldeano donde estaba enterrado su padre y donde lo enterrarían a él si llegaba a morir combatiendo en la guerra.
Miraban los salseros estrellarse en el costado del barco y romperse en luminosidades. Llegaban al término del viaje.
Aquella línea negra hacia el Oriente era la costa de Galicia, y los faros que enviaban destellos luminosos a través del oscuro cielo, faros españoles. De madrugada llegarían a Lisboa —el barco, por fin, alteraba la acostumbrada escala. Había puesto un radiograma, después de muchas dificultades: el buen inglés de Magdalena había influido no poco en el ánimo titubeante del capitán. A la llegada, su hermano resolvería las dificultades del desembarco. Lisboa estaba a seis horas nada más.
Eneas, finalmente, regresaba a Troya, y la hermosa Dido lo acompañaba. Como al principio de su viaje —aquella noche, en el sud-exprés de Irún, junto a una muchacha desconocida que cantaba canciones populares—, le perseguía el recuerdo del fundador de Roma. Pero entonces era un símbolo: huir, alcanzar nuevas tierras, fundar en ellas estirpe y nombre nuevos, para dejar a su muerte huella indeleble de su paso. Se sonreía recordando aquellas imaginaciones: literatura. Ahora había renunciado a ser estanciero, general o presidente de una República, a ser dueño de rebaños o, como aquel paisano suyo casi legendario, padre de ochocientos hijos a lo largo del Amazonas.
Habían sido quiméricos proyectos que el destino disolvía en nada. Javier Mariño de Lobeira recobraba su nombre y su destino, y la mujer que estaba a su lado se iba a llamar como él y a parirle hijos. Pero ya no era dueño de sí ni podía disponer su vida de acuerdo con su voluntad. Los ramalazos de la Historia la sacudirían como las olas jugaban con el barco. Y la Historia se calzaba coturnos de tragedia y por encima de los hombres lanzaba sus gemidos.
Santiago de Compostela,
octubre de 1941, septiembre de 1942