No merecía la pena informar a Antonio que el violín había desaparecido. Nuestro guardaespaldas había llegado con la furgoneta.
Sostuve la bolsa como si aún contuviera el violín. Descendimos por la montaña en silencio. El sol penetraba por entre las hojas de los gigantescos árboles y derramaba unos rayos santificadores sobre la carretera; la fresca brisa me acariciaba el rostro.
Mi corazón estaba embargado por un sentimiento que yo no lograba identificar. Al menos, no del todo. Amor, oh, sí, amor y asombro, pero era también más que eso, mucho más: el temor a lo que pudiera suceder, a la funda vacía del violín, a lo que pudiera ocurrirme a mí y a las personas que yo quería y a las que dependían de mí.
Mientras circulábamos a gran velocidad por Río unos vagos pensamientos acudieron a mi mente. Cuando llegamos al hotel, casi había anochecido. Me apeé de la furgoneta, me despedí con la mano de mis leales servidores y entré en el hotel, sin detenerme siquiera en la recepción para preguntar si había algún mensaje.
Sentí un nudo en la garganta. Era incapaz de hablar. Sólo tenía que hacer una cosa: pedir a Martin el violín que siempre llevábamos con nosotros, el Stradivarius corto que habíamos comprado, o incluso el Guarneri, y comprobar si yo era capaz de tocar con alguno de los dos.
¡Oh, esas amargas minucias de las que depende la suerte del alma y con ella la de todo el universo que esa alma conoce! No quería ver a los demás, pero tenía que ver a Martin, tenía que hallar el violín.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor, oí que todos reían a carcajadas.
Por un instante no logré interpretar aquel sonido.
Luego atravesé el pasillo y llamé insistentemente a la puerta de la suite presidencial.
—¡Soy Triana, abre! —dije.
Fue Glenn quien abrió la puerta.
—¡Ella está aquí! —me comunicó con una sonrisa radiante.
—Querida —dijo Grady Dubosson—, la embarcamos en el avión y la trajimos aquí en cuanto le sellaron el pasaporte.
Vi su silueta recortada sobre la lejana ventana, la cabeza menuda, el cuerpo menudo, Faye, la huerfanita. Sólo Faye era tan menuda, tan delicada, tan divinamente proporcionada, como si a Dios le complaciera tanto crear duendecillos y niños pequeños y tiernos como crear seres adultos.
Vestía unos vaqueros desteñidos y su inevitable y característica camisa blanca. Llevaba el cabello castaño muy corto. No logré ver sus facciones a la luz crepuscular que penetraba por la ventana.
Se arrojó en mis brazos.
La abracé con fuerza. Qué pequeña era, debía de pesar la mitad que yo; tan pequeña que podía aplastarla como haría con un violín.
—¡Triana, Triana! —exclamó—. Sabes tocar el violín, sabes tocar el violín. ¡Posees ese don!
La observé detenidamente. La emoción me impedía articular palabra. Deseaba quererla, darle la bienvenida, transmitirle un sentimiento de calor como el de la luz que había rodeado a Stefan en la carretera de la montaña. No obstante, durante unos momentos sólo vi su pequeño rostro animado por una sonrisa, sus bonitos y resplandecientes ojos, y pensé: «Está viva, no está muerta, no está enterrada, está aquí, sana y salva».
Estábamos de nuevo todos juntos.
Roz se acercó y me arrojó los brazos al cuello.
—Lo sé, lo sé —dijo con voz baja, asintiendo—. Deberíamos estar enfadados con ella y pegarle cuatro gritos, pero ha regresado. No le ha ocurrido nada malo; ha vivido una peligrosa aventura, pero ha vuelto a casa. Está aquí, Triana. Faye está con nosotros.
Asentí con la cabeza. Cuando abracé de nuevo a Faye, besé su enjuta mejilla. Sentí su diminuta cabeza, tan diminuta como la de un niño. Percibí su ligereza, su fragilidad y, al mismo tiempo, una tremenda fuerza que era fruto de las negras aguas del útero materno, de la lúgubre casa, de la madre que andaba dando traspiés, del ataúd sepultado bajo tierra.
—Te quiero —musité—. Te quiero, Faye.
Mi hermana retrocedió ejecutando unos pasos de baile. Le encantaba bailar. En una ocasión en que nos reunimos en California después de separarnos, Faye se había puesto a bailar en círculos y a dar saltos de alegría al vernos a todas unidas, a las cuatro hermanas, como lo estábamos en ese momento. De pronto, saltó sobre la mesa de madera, un truco que yo le había visto hacer otras veces. Sonrió y me miró con sus ojillos resplandecientes de felicidad y el cabello envuelto en un halo rojizo debido a la luz que penetraba por la ventana.
—Toca el violín para mí, Triana. Por favor, tócalo para mí.
¿Ninguna señal de contrición? ¿Ninguna disculpa?
Yo no tenía violín.
—Martin, ¿quieres hacer el favor de traerme los otros instrumentos? El Guarneri… creo que está afinado y dispuesto para que yo lo toque, y en el estuche hay un arco excelente.
—Pero ¿qué le ha ocurrido al Stradivarius largo?
—Lo he devuelto —respondí—. Te ruego que no discutas conmigo ahora, por favor.
Martin salió de la habitación mascullando entre dientes.
Entonces me fijé en Katrinka, que, sentada en el sofá, tenía los ojos enrojecidos y parecía acongojada.
—Me alegro de que hayas vuelto a casa. —Apenas si lograba contener la emoción—. No te imaginas cuánto. —Trink había sufrido mucho.
—Tuvo que marcharse, que alejarse durante un tiempo —dijo Glenn con su voz suave y sosegada. Luego miró a Roz—. Hizo lo que tenía que hacer. Lo importante es que ha regresado, que ha conseguido lo que quería.
—Por favor, no nos pongamos así esta noche —contestó Roz—. ¡Toca para nosotros, Triana! Pero no una de esas horribles danzas de brujas, no las soporto.
—¡No seas tan criticona! —le reprochó Martin, mientras cerraba la puerta. Sostenía el Guarneri en la mano. Era lo más parecido al violín que yo le había devuelto a Stefan.
—Anda, toca algo para nosotros, por favor —me pidió Katrinka con voz entrecortada, mirando a Faye con expresión aturdida y profundamente dolida y aliviada.
Faye seguía de pie sobre la mesa. Al mirarme, creí advertir en sus ojos cierta frialdad, cierta aspereza, algo que no revelaba cariño hacia nosotros, sino más bien una expresión que parecía decir: «Mi dolor era mayor de lo que imagináis», precisamente lo que nosotros nos temíamos cuando llamábamos a las empresas de pompas fúnebres para facilitarles la descripción de Faye por teléfono. Quizás expresara, sencillamente: «Mi dolor es tan grande como el vuestro».
Con todo, estaba ahí, viva.
Cogí el nuevo violín. Lo afiné rápidamente. La cuerda del mi estaba un poco floja, de modo que la tensé con suavidad. Ese instrumento no poseía la calidad del Stradivarius largo, no estaba tan bien conservado, pero había sido muy bien restaurado, según nos aseguraron. Tensé el arco.
¿Y si no surgía ninguna canción?
Sentí un nudo en la garganta y miré en dirección a la ventana. En cierto modo, deseaba aproximarme a ella, contemplar el mar, y alegrarme de que Faye hubiera regresado sin tener que buscar aún la forma de decirle que no importaba que se hubiera marchado, o sin tener que hablar acerca de quién había tenido la culpa, quién había estado más ciega, o quién había sido incapaz de demostrar cariño.
Ante todo, me habría gustado no saber si era capaz o no de tocar.
No obstante, ese tipo de acontecimientos se producen de forma espontánea, no según mis deseos. Pensé en Stefan, cuando estaba en el bosque.
«Adiós, Triana».
Afiné la cuerda del la, luego las del re y el sol. Podía hacerlo sin ayuda. De hecho, había sido capaz de alcanzar un tono casi perfecto desde el principio.
El Guarneri estaba listo. Hasta el momento me había respondido bien. Recordé que el día en que me lo enseñaron, el día que lo tocaron para mí por primera vez, su sonido me había llamado la atención, pues era más grave y opulento que el del Stradivarius, parecido al de la viola; quizá también fuera más grande que éste. No conocía muchos pormenores sobre ese tipo de violín. Mi gran amor había sido el Stradivarius.
Faye se acercó a mí y me miró.
Intuí que quería decirme algo, pero, al igual que yo, fue incapaz de hacerlo. Pensé nuevamente: «Estás viva, estás con nosotros, tenemos la oportunidad de brindarte seguridad y cariño».
—¿Quieres bailar? —pregunté.
—¡Sí! —respondió Faye—. Toca algo de Beethoven, o de Mozart. ¡Toca lo que quieras!
—Toca una canción alegre —dijo Katrinka—. Ya sabes, una de esas canciones bonitas que conoces.
Sí, ya sé.
Levanté el arco. Mis dedos oprimieron las cuerdas con agilidad mientras el arco se deslizaba sobre ellas; era una canción alegre, una canción feliz y despreocupada que brotaba sin esfuerzo, arrancando un sonido brillante y hermoso al violín, tan hermoso, potente y nuevo a mi oído que casi me puse a bailar también, brincando, ejecutando piruetas, inclinándome, atrapada por el instrumento mientras con el rabillo del ojo veía bailar a mis hermanas, Roz, Katrinka y Faye.
Aquella noche, cuando todos dormían, las habitaciones estaban en silencio, y las altas y esbeltas prostitutas caminaban por el bulevar, cogí el violín y el arco y me acerqué a la ventana ubicada en el centro mismo del hotel.
Contemplé el espectáculo de las fantásticas olas. Las vi bailar como lo habíamos hecho nosotras.
Toqué para ellas —con aplomo y facilidad, sin temor ni rabia— una canción triste, maravillosa, alegre.