Fui al teatro Amazonas, en Manaus, porque era un lugar singular que en cierta ocasión había visto en una película. Se titulaba Fitzcarraldo y estaba dirigida por un cineasta alemán, Werner Herzog, que había muerto hacía unos años, y durante los espantosos días que siguieron a la muerte de Lily, Lev y yo habíamos pasado una noche en calma viendo juntos la película.
Yo no recordaba la trama, sólo el teatro de ópera, y las historias que había oído contar sobre el auge de la industria del caucho y el lujoso teatro, y lo espléndido que era Manaus, aunque nada en el mundo podía compararse con Río de Janeiro.
Por otra parte, yo debía dar otro concierto al cabo de pocos días. Tenía que hacerlo, a fin de comprobar si los fantasmas regresaban. Si aquella pesadilla en efecto había concluido.
Antes de partir hacia el pequeño estado del Amazonas se produjo una pequeña discusión.
Grady llamó e insistió en que debíamos regresar de inmediato a Nueva Orleans.
No quería explicarnos el motivo, pero insistía empecinadamente en que debíamos volver a casa, hasta que por fin Martin cogió el teléfono y, en su estilo ofensivo pero contenido, exigió saber a qué demonios se refería Grady.
—Mira, si Faye está muerta, dínoslo, sin preámbulos. No es necesario que regresemos a Nueva Orleans para enterarnos de la noticia. Dínoslo ahora.
Katrinka se estremeció.
Al cabo de un buen rato, Martin tapó el auricular con la mano y explicó:
—Se trata de vuestra tía Anna Belle.
—Todas la queríamos —respondió Roz—. Le enviaremos muchas flores.
—No, no está muerta. Al parecer Faye le telefoneó.
—¿La tía Anna Belle? —preguntó Roz—, pero si mientras se baña habla con el arcángel Miguel y le pide que la ayude a no caerse y a no romperse de nuevo la cadera.
—Pásame el teléfono —dije.
Todos se reunieron alrededor de mí.
Tal y como yo había deducido, la tía Anna Belle, que había cumplido ochenta años, creía haber recibido una llamada en plena noche. No le habían dado ningún número de teléfono ni le habían dicho de dónde hablaban.
—Apenas podía oír a la niña, pero, según ella, estaba segura de que era Faye.
¿El mensaje? No había ninguno.
—Quiero regresar a casa de inmediato —dijo Katrinka.
En mi intento de enterarme de más detalles, hice varias preguntas a Grady. Al parecer se trataba de la voz de Faye, pero ésa era toda la información con que contábamos. ¿Y la factura del teléfono? Estaba a punto de llegar.
Sin embargo, no serviría de ninguna ayuda, porque la tía Anna Belle había perdido su tarjeta y alguien de Birmingham, Alabama, se había hinchado a hacer llamadas con ella.
—Bien, enviaré a unas personas allí cuanto antes —dijo Martin—. Una se instalará junto al teléfono de la tía Anna Belle y la otra junto al teléfono de la casa, por si Faye vuelve a llamar.
—Yo me marcho —declaró Katrinka.
—¿Para qué? —inquirí. Acto seguido, colgué el auricular—. ¿Para quedarte ahí sentada y esperar día tras día a que ella vuelva a telefonear?
Mis hermanas me miraron.
—Ya lo sé —murmuré—. Antes no lo sabía, pero ahora sí. Estoy muy enfadada con ella.
Se hizo el silencio.
—Me parece imposible que haya hecho eso… —añadí.
—No digas nada de lo que puedas arrepentirte —me advirtió Martin.
—Quizá fuera Faye —comentó Glenn—. Escucha, me siento lo bastante intrigado como para regresar a casa. No me importa volver al St. Charles, 2524, y esperar una llamada de Faye. Sí, lo haré. Vosotros podéis continuar con la gira. Sin embargo, no me siento con fuerzas para hacerle compañía a la tía Anna Belle. Ve a Manaus, Triana. Martin y Roz irán contigo.
—Sí, deseo visitar la ciudad —señalé—. A fin de cuentas, ya estamos en Brasil, y esta tierra me encanta. Iré a Manaus. Debo hacerlo.
Katrinka y Glenn regresaron a casa.
Martin se quedó para ocuparse del concierto benéfico que yo daría en Manaus, y Roz me acompañó. Ni por un instante nos olvidamos de Faye. El vuelo a Manaus duró tres horas.
El teatro Amazonas era una verdadera joya; más pequeño que la grandiosa creación en mármol de Río, pero espléndido y muy extraño, con hojas de café en sus forjados, las mismas butacas de terciopelo que había visto en la película Fitzcarraldo, murales de los indios y un abrazo general del arte y el folclore nativos mezclado con el estilo barroco por el audaz y extravagante magnate del caucho que había mandado construirlo.
Daba la impresión de que en ese país —al igual que en Nueva Orleans— nada, o casi nada, había sido creado por un grupo que hubiera donado el dinero para tranquilizar su conciencia, o por un grupo de presión, sino por un solo personaje excéntrico.
Fue un concierto emocionante. No apareció ningún fantasma. La música, que adquirió unos tintes oscuros, tuvo un sentido, y percibí la dirección que ese sentido tomaba en vez de verme arrastrada por él. Yo poseía una corriente interna; no temía los colores más intensos.
En la plaza de la población había una iglesia dedicada a san Sebastián. Estuve sentada un rato en su interior mientras llovía, pensando en Karl, entre otras cosas, en las emociones que la música me había hecho sentir. Curiosamente, esa vez recordaba la música que había interpretado, o cuando menos un leve eco de la misma.
Al día siguiente, Roz y yo dimos un paseo por el muelle. La ciudad de Manaus era tan primitiva como el teatro de la ópera, y me recordaba el puerto de Nueva Orleans durante los años cuarenta, cuando yo era una niña y nuestra ciudad un auténtico atestado de barcos como los que en ese momento contemplábamos.
Unos transbordadores transportaban a centenares de obreros de regreso a sus aldeas. Los vendedores ambulantes vendían mercancías procedentes de los bolsillos de los marineros, pilas de linternas, casetes y bolígrafos. En nuestra infancia los vendedores que merodeaban por el puerto ofrecían encendedores con la imagen de una mujer desnuda. Recuerdo que el artículo más kitsch que podíamos comprar allí, junto al edificio de las aduanas, era un encendedor con la calcomanía de una mujer desnuda.
No recibimos ninguna llamada de Estados Unidos.
¿Era un signo de mal augurio o una buena señal? ¿Tenía algún significado?
En Manaus, el río Negro discurría ante nosotros. Cuando volamos de regreso a Río, divisamos la unión de las aguas negras y blancas que componen el Amazonas.
Cuando llegamos al hotel Copacabana, nos entregaron una nota. La abrí, temerosa de que fuese alguna noticia trágica, y de pronto me sentí desfallecer.
Sin embargo, la nota no se refería a Faye.
Estaba escrita en esa letra barroca y anticuada que yo conocía, la elegante caligrafía del siglo XVIII.
Debo verte. Ven al viejo hotel. Prometo no hacerte daño.
Tuyo,
Stefan
Perpleja, contemplé el papel que sostenía en la mano.
—Sube a la suite —le dije a Roz.
—¿Te ocurre algo?
No había tiempo para responder. Con el violín colgado al hombro, eché a correr por el camino circular de la entrada para alcanzar a Antonio, que acababa de traernos del aeropuerto.
Tomamos el tranvía, sólo Antonio y yo, sin los guardaespaldas, pero él era un hombre fuerte y no les temía a los rateros, aparte de que no vimos ninguno. Antonio hizo una llamada con su teléfono móvil. Uno de los guardaespaldas se reuniría con nosotros en el hotel situado sobre la montaña; llegaría allí al cabo de unos minutos.
Apenas despegué los labios durante el trayecto. Desdoblé la nota una y otra vez. Leí las palabras. Era la letra de Stefan, la firma de Stefan. ¡Dios santo!
Cuando llegamos a la parada del hotel, la penúltima, nos apeamos del tranvía y le pedí a Antonio que me esperara sentado en el banco, junto al sendero, donde la gente aguardaba el tranvía; le dije que no temía andar sola por el bosque y que si gritaba pidiendo ayuda, él me oiría.
Me puse a andar cuesta arriba, pasito a paso, recordando de golpe, con una sonrisa forzada, el segundo movimiento de la Novena de Beethoven. Creo que sus acordes resonaron en mi mente.
Stefan estaba de pie al lado del pretil de cemento, junto al profundo barranco. Iba vestido de negro, con discreción, como era habitual en él. El viento le agitaba el cabello. Parecía vivo, firme, un hombre que gozaba de la vista de la ciudad, la selva, el mar.
Me detuve a unos diez pasos de él.
—Triana —dijo, volviéndose y mirándome con ternura—. Triana, amor mío. —Jamás había visto tal expresión de pureza en su rostro.
—¿Qué broma es ésta, Stefan? —le inquirí—. ¿Qué te propones ahora? ¿Acaso una fuerza malvada te ha procurado el medio de arrebatarme el violín?
Lo había herido, le había asestado la primera en la frente, pero él recobró la compostura de inmediato, y vi de nuevo que tenía los ojos arrasados en lágrimas. El viento soplaba sobre su cabello y lo dividía en largas mechas. Stefan agachó la cabeza y frunció el entrecejo.
—Yo también estoy llorando —añadí—. Creí que la risa se había convertido en nuestro lenguaje, pero ahora lo que nos une son las lágrimas. ¿Qué puedo hacer para evitarlo?
Me indicó que me acercara.
Fui incapaz de negarme. De pronto sentí que me rodeaba el cuello con su brazo, pero no hizo ademán de apoderarse de la bolsa de terciopelo, que llevé poco a poco hacia delante para no perderla de vista.
—¿Por qué no te dirigiste hacia la luz, Stefan? ¿No la viste? ¿No viste quién estaba ahí, llamándote, deseoso de guiarte?
—Sí, me di perfecta cuenta —respondió, y retrocedió un paso.
—Entonces ¿qué te retiene aquí? ¿Cómo has conseguido recuperar tu vitalidad? ¿Quién paga ahora por ella con sus recuerdos y su dolor? ¿Qué método empleas, el de alzar tu educada voz de tenor, sin duda formada en Viena, tan melodiosa como el sonido de tu violín?
—Calla, Triana —dijo con tono sereno. Sus ojos dejaban traslucir calma y paciencia—. Veo la luz continuamente, Triana, siempre, también en estos momentos; pero, Triana… —Observé que le temblaban los labios.
—¿Qué?
—Pero ¿y si al dirigirme hacia ella, hacia esa luz…?
—¡Ve! Dios mío, no puede ser peor que el purgatorio que me revelaste, no lo creo. Yo la vi, sentí su calor. Créeme.
—¿Y si, cuando fuera hacia ella, me llevara conmigo el violín?
La conexión se produjo en pocos segundos, y, cuando nos miramos a los ojos, distinguí también la luz, sólo que no formaba parte de nada de cuanto la rodeaba. El crepúsculo mantenía su radiante resplandor; el bosque, su silencio. La luz sólo lo envolvía a él, y en su rostro apareció una expresión que trascendía la ira, la rabia, el dolor o incluso la confusión.
Yo había tomado ya mi decisión. Él lo sabía.
Alcé la bolsa que contenía el violín y el arco y la deposité en sus manos.
Él hizo ademán de rechazarla.
—Quizá no sea una buena idea —murmuró—. Tengo miedo, Triana.
—Yo también, joven maestro. Cuando muera también tendré miedo —dije.
Se volvió y apartó la vista, como si contemplara un mundo que yo era incapaz de mensurar. Sólo vislumbré un resplandor, una luz cuya intensidad crecía por momentos y que, sin embargo, no me hería los ojos ni el alma, sino que hacía que sintiera un amor y una fe profundos.
—Adiós, Triana —dijo él.
—Adiós, Stefan.
La luz desapareció. Permaneció inmóvil en el camino, rodeada de la selva tropical que se elevaba sobre el hotel en ruinas. Contemplé sus sucios muros, los rascacielos y las favelas de la ciudad que había a mis pies, una ciudad que se extendía a lo largo de varios kilómetros sobre montes y valles.
El violín había desaparecido.
La bolsa que sostenía en mis manos estaba vacía.