19

Me sumí en un profundo mutismo, como solía hacer poco antes de un concierto. Nadie se asombró ni protestó. Todo era amabilidad y lujo —camerinos antiguos, baños con decorativos azulejos art déco, murales y nombres dignos de resaltarse—, y las personas que me rodeaban se esforzaron, con tacto y educación, por defender mi intimidad.

Una curiosa placidez se apoderó de mí. Me senté con mi violín en aquel gigantesco e increíble palacio de mármol; y esperé. Oí que el gran teatro empezaba a llenarse. Se percibía un suave tronar sobre las escaleras y un creciente murmullo de voces.

Sentí los acelerados latidos de mi vanidoso e impaciente corazón… impaciente por tocar.

¿Y qué harás aquí? ¿Qué puedes hacer?, pensé. Entonces se me ocurrió aquella idea, aquella imagen que quizá lograra encerrar en mi mente para aferrarme a ella como cuando me aferraba a un misterio del rosario, con el fin de librarme de él. —La coronación de espinas— y para que nada de lo que él pudiera hacer consiguiera lastimarme; pero ¿qué era ese terrible y angustioso amor que sentía hacia él, la terrible compasión que me inspiraba, tan profunda y lacerante como el dolor que sentía por Lev, Karl o cualquiera de los otros?

Apoyé la cabeza en el respaldo del sillón de terciopelo y moví el cuello contra el marco de madera, sosteniendo el violín dentro de su bolsa e indicando que no quería agua ni café, ni me apetecía comer nada.

El auditorio estaba de bote en bote, me informó Lucrece.

—Hemos recibido numerosos donativos.

—Y recibirán más —añadí—. Es un lugar magnífico; no permitan que esta obra tan grandiosa se eche a perder.

Glenn y Roz charlaban en voz baja sobre la mezcla de color tropical y la magnificencia del barroco, sobre las fugaces y sofisticadas ninfas europeas combinadas con una indulgencia prohibida en la serie de piedras, diseños y suelos de parqué.

—Me encanta su… atuendo de terciopelo, la ropa que luce, ese poncho y esa falda —dijo Lucrece—, es un terciopelo precioso, señorita Becker.

Asentí con la cabeza y murmuré unas palabras de agradecimiento.

Llegó el momento de cruzar la inmensa y sombría parte trasera del escenario. Había llegado el momento de oír nuestras sonoras pisadas sobre las tablas de madera y alzar la vista hacia las cuerdas y poleas, el telón, las rampas y los hombres que contemplaban el escenario, y los niños, porque, allá arriba incluso había niños, como si los hubieran metido clandestinamente, y a derecha e izquierda las imponentes bambalinas repletas de decorados teatrales; y también las columnas pintadas. Todo lo que se veía en piedra, real o verdadero estaba pintado.

Así, el mar parece verde cuando la ola se riza, y la balaustrada de mármol se asemeja al verde mar; y está pintada.

Miré por entre los paños del telón.

La platea estaba repleta, cada butaca de terciopelo ocupada por un espectador que aguardaba con ansiedad a que comenzara el concierto. Los programas —meras notas en las que se explicaba que nadie sabía lo que yo iba a tocar ni cuánto duraría el concierto y todo eso— revoloteaban por el aire, la luz de las arañas arrancaba reflejos a las suntuosas joyas, y los tres enormes pisos aparecían atestados de figuras que se apresuraban a ocupar sus asientos.

Algunos lucían trajes negros de gala, o ternos grises, y otros, los del gallinero, ropas de trabajo.

Los palcos, a los lados del escenario, estaban ocupados por las autoridades. Me habían sido presentadas, pero no recordaba un solo nombre; en cualquier caso, no tenía por qué hacer más que lo que esperaban que hiciera y que sólo yo era capaz de hacer.

Toca. Toca durante una hora.

Dales eso, y luego se pasearán por los pasillos y hablarán de la «sabia y extraordinaria concertista», como habían dado en llamarme, o la americana naïf, o la rolliza mujer que parecía una niña prematuramente envejecida vestida con aquella falda de terciopelo, que rasgaba las cuerdas como si se peleara con la música que interpretaba.

Atacaba los temas improvisadamente, sin seguir unas pautas prefijadas. En mi mente sólo había un pensamiento, que se había originado en la música de otro lugar.

Tenía la íntima convicción de que lo llevaba dentro de mí: las cuentas del rosario de mi vida, las astillas de la muerte, los remordimientos, la cólera y la rabia; cada noche me acostaba sobre fragmentos de vidrio y despertaba con las manos cubiertas de llagas, y esos meses durante los cuales había creado música habían constituido un maravilloso respiro que ningún ser humano podía creer que duraría eternamente. Nadie tenía derecho a esperar ese regalo del cielo.

Providencia, fortuna, fama, destino.

Tras el borde del gigantesco telón observé los rostros de la primera fila.

—¿No le molestan esos zapatos de terciopelo tan puntiagudos? —preguntó Lucrece.

—Vaya momento tan oportuno para hacer semejante comentario —dijo Martin.

—No, además sólo será una hora —respondí.

Los sonidos procedentes del auditorio ahogaron nuestras voces.

—Dales cuarenta y cinco minutos —añadió Martin—; estarán más que encantados. El dinero que recauden se destinará a la fundación para la conservación del teatro.

—Caray, Triana —intervino Glenn—, qué sabios consejos.

—Dímelo a mí —repuse con una sonrisa.

Martin no oyó el comentario. Katrinka siempre se ponía a temblar cuando llegaba ese momento. Roz se había instalado entre bambalinas y estaba sentada a horcajadas en una silla, como un vaquero, con el respaldo ante ella, las piernas enfundadas en un pantalón negro y extendidas para estar cómoda, y los brazos cruzados sobre el respaldo, dispuesta a presenciar mi actuación. La familia permanecía en un discreto segundo plano.

Los técnicos se mostraban serenos.

Sentí el aire acondicionado de los aparatos instalados debajo del escenario.

Qué rostros tan hermosos, qué público tan hermoso; los había rubios y morenos, y muchos de ellos eran tan jóvenes como los que habían venido a saludarme con el ramo de rosas.

De pronto, sin pedir permiso a nadie, sin la menor advertencia, sin una orquesta en el foso que me diera la entrada ni otra compañía que el técnico que manipulaba el reflector que había de iluminarme, eché a andar hacia el centro del escenario.

Mis zapatos hacían un ruido seco sobre las polvorientas tablas.

Avancé lentamente, dando tiempo al reflector a localizarme y hacer descender la luz sobre mí.

Percibí el silencio que se hizo en el teatro, como si todo sonido hubiese sido eliminado a toda prisa.

Por fin cesaron las toses y los murmullos.

Me volví y alcé el violín.

De pronto comprendí, horrorizada, que no estaba en el escenario, sino en el túnel. Lo olía, lo sentía, lo veía. Los barrotes estaban allí mismo, frente a mí.

Aquél sería el gran combate. Apoyé la cabeza sobre lo que sabía que era el violín, al margen del encantamiento que me impedía verlo, al margen de los sortilegios que me habían atraído hacia aquel asqueroso túnel y sus fétidas aguas.

Levanté el arco que sabía que sostenía en la mano.

«¿Cosas de fantasmas? ¿Bromas de un espíritu? ¿Cómo lo sabes?».

Ataqué con un golpe de arco descendente, adoptando lo que se había convertido para mí en el estilo ruso, el más dulce y el que ofrecía mayor espacio a la tristeza. Esa noche tendría que alargarse para dar cabida a una corriente siniestra; oí las notas con claridad, fulgurantes, que caían como monedas en la oscuridad.

Sin embargo, vi el túnel.

Una niña calva vestida con un traje de baile campestre avanzaba hacia mí a través del agua.

—Estás sentenciado, Stefan —dije sin mover los labios—. Toco para ti, preciosa hija mía.

—Mamá, ayúdame.

—Toco para las dos, Lily, para ti y para mí.

La niña con los labios temblorosos, se detuvo junto a la verja, oprimió su carita contra los barrotes oxidados, y los agarró con sus dedos rechonchos.

—¡Mamá! —gritó angustiada, gimiendo como hacen los bebés y los niños de corta edad—. ¡Sin él nunca habría dado contigo, mamá! ¡Te necesito!

¡Maldito espíritu perverso! La música descendió expresando protesta y rabia. Suéltala, suelta tu ira. Es mentira y lo sabes, estúpido; ésta no es mi Lily.

—¡Él me ha traído hasta ti, mamá! Él me ha encontrado. ¡No me hagas esto, mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!

La música seguía fluyendo, aunque yo miraba con ojos desorbitados una verja y una figura que sabía que no estaban ahí. Eran tan conmovedoramente perfectas que se me cortó la respiración. Traté de recuperar el resuello, aspirando aire con cada golpe del arco sobre las cuerdas. He tocado para ti, sí, para que regresaras, sí, para que pudiéramos pasar la página, para hacerte revivir.

De pronto apareció Karl. Avanzó lentamente hacia ella y apoyó las manos en sus hombros. Mi Karl, demacrado debido al terrible mal que lo aquejaba.

—Triana —murmuró con voz ronca. Su garganta había sido dañada por los tubos de oxígeno que tanto aborrecía y que finalmente había rechazado de forma categórica—. ¿Cómo puedes ser tan cruel, Triana? Yo vago errante, soy un hombre, estaba muriendo cuando nos conocimos, pero esta niña es tu hija.

¡No estás ahí!, no, pero esta música es real, la oigo perfectamente. Me pareció que nunca había ascendido hasta esas alturas, que irrumpía en la montaña como si fuera el Corcovado, y que lo miraba a través de las nubes.

Entonces los vi.

Mi padre se detuvo junto a Karl.

—Desiste, cariño —dijo—. No puedes hacerlo. Esto es perverso, injusto, un pecado. Desiste, Triana. ¡Desiste!

—Mamá. —Mi hija hizo una mueca de dolor. El vestido campestre que llevaba fue el último que yo le había planchado, para enterrarla con él. Mi padre había dicho que ellos…

No… las nubes se deslizan sobre la faz de Cristo y poco importa si Él es la Palabra Encarnada o una estatua tallada con minuciosidad en la piedra. Lo que verdaderamente importa es su postura, los brazos extendidos, como dispuesto a que lo claven en la cruz, o para abrazarnos, no lo sé…

Contemplé asombrada a mi madre. Reduje el tempo de la música. ¿Estaba suplicando, hablando con ellos, creyendo en sus palabras y cediendo a sus ruegos?

Mi madre cruzó la verja de hierro; llevaba el cabello oscuro peinado hacia atrás, como me gustaba a mí, y los labios ligeramente pintados, como si fuera un color natural. No obstante, en sus ojos se reflejaba un odio sin paliativos.

—¡Eres egoísta, mala, odiosa! —exclamó—. ¿Crees que me engañas? ¿Acaso piensas que no lo recuerdo? Acudí a ti aquella noche, asustada y llorando, y tú, aterrorizada, te aferraste a mi marido en la oscuridad y él me dijo que me fuera; y me oíste llorar. ¿Crees que una madre puede olvidar algo así?

De pronto Lily empezó a sollozar. Se volvió y, alzando los puños, gritó:

—¡No le hagas daño a mi mamá!

¡Oh, Dios mío! Intenté cerrar los ojos, pero Stefan se colocó delante de mí y cogió el violín, aunque no pudo moverlo ni arrebatármelo ni hacer que me equivocara de nota. Continué tocando sin detenerme, expresando la angustia de aquel caos, de aquel horror…

«Confiesa esta verdad. Confiésala. Son unos pecados comunes, eso es todo; nadie dijo nunca que tú los asesinaras con un arma. No eres una criminal perseguida que se oculta en las sombras, no eres un espíritu que vaga errante entre los muertos. Son unos pecados comunes, y eso es lo que tú eres, común, vulgar, sucia y mezquina, carente del talento que me robaste. Zorra, puta, devuélvemelo».

Llorando, Lily se arrojó sobre él, lo golpeó y lo tiró del brazo.

—¡Basta, deja en paz a mi mamá! ¡Mamá! —exclamó levantando los brazos en un gesto implorante.

Por fin, haciendo caso omiso de lo que ella decía, la miré fijamente, seguí tocando sin apartar mis ojos de los suyos y, mientras oía las voces de los otros, advertí que se movían. Alcé la vista. Había perdido la noción del tiempo y sólo era consciente del cambio que se había producido en la música.

No vi el teatro que deseaba ver desesperadamente ni el grupo de fantasmas que él colocó ante mí con la intención de que los viera; alcé la vista y miré más allá. Imaginé la selva tropical cubierta por una lluvia celestial, distinguí los añosos y plácidos árboles, el viejo hotel, y toqué para ellos, para las ramas tendidas hacia las nubes, para el Cristo de los brazos extendidos, y también para las arcadas del hotel y las ventanas cuyos postigos amarillos estaban manchados por la lluvia, la lluvia, la lluvia…

Toqué para todo aquello, y también para el mar, oh sí, el mar, no menos portentoso, aquel mar embravecido, refulgente, imposible, y sus fantasmales bailarines fantasmas…

—¡Eso es lo que eres! ¡Ojalá fueras real!

—¡Mamáaa! —Lily gritaba como si alguien le infligiera un daño insoportable.

—¡Por el amor de Dios, Triana! —exclamó mi padre.

—Que Dios te perdone, Triana —dijo Karl.

Lily gritó de nuevo. Yo ya no podía soportar aquella melodía del mar, aquel sonido de las olas triunfales que se mezclaba con la ira, la pérdida y la rabia. Oh, Faye, ¿dónde estás, cómo pudiste marcharte? Oh, Dios mío, papá, nos dejaste solas con mamá, pero me niego… Me niego… Mamá…

¡Lily gritó de nuevo!

Creí que me venía abajo.

La música inició un crescendo.

La imagen volvió a asaltarme. Había tenido una idea, una idea absurda, insignificante, que se me ocurrió una vez más acompañada por la grotesca visión de una sangre reluciente sobre la compresa blanca que yacía junto a la estufa encendida, la sangre menstrual, cubierta de hormigas, y el corte en la cabeza de Roz cuando le cerré la puerta en las narices después de que hubiéramos destrozado el rosario; y también la sangre que extraían una y otra vez de mi padre, de Karl y de Lily, mientras ésta sollozaba al igual que Katrinka, la sangre que manaba de la cabeza de mi madre cuando se cayó al suelo, la sangre que empapaba las asquerosas compresas y el colchón cuando mi madre se acostaba desnuda y sangraba sin cesar.

Era eso.

No puedes negar las faltas que has cometido ni la sangre que tienes en las manos, o en tu conciencia. No puedes negar que la vida está llena de sangre, que el dolor es sangre, que las faltas son sangre.

Sin embargo, no toda la sangre es igual.

Sólo una determinada sangre procede de las heridas que nos causamos a nosotros mismos y causamos a los demás. Esa sangre fluye reluciente y acusadora, y amenaza con arrebatarle la vida a la persona herida. Esa sangre tan celebrada… cómo resplandece, esa sangre sacrosanta, esa sangre que era la de Nuestro Señor Jesucristo, la de los mártires, la que había en el rostro de Roz o en mis manos, la de las faltas cometidas.

Hay otra sangre.

Hay una sangre que emana de las entrañas de una mujer. No es señal de muerte, sino de una fuente fértil e importante, un río de sangre que, en el momento indicado, forma seres humanos con su sustancia; una sangre viva, inocente, y eso era lo único que había en la compresa, debajo de las hormigas, en aquel ambiente sórdido y polvoriento, tan sólo la sangre que manaba sin cesar, como si se tratara de una mujer que deja fluir la fuerza oscura y secreta que le permite crear hijos, que deja que brote el poderoso flujo que le pertenece a ella y sólo a ella.

Ésa era la sangre que manaba de mí en ese momento; no la sangre de las heridas que él me había causado, la de sus golpes y puntapiés ni la de sus dedos cuando me arañaba en su afán de apoderarse del violín.

En ese momento yo cantaba a esa sangre y dejaba que mi música se convirtiera en ella, que fluyese como ella; era esa sangre la que yo imaginaba en el cáliz que eleva el sacerdote durante la consagración, la sangre dulce y saludable de la hembra, esa sangre inocente que, en la época fértil, forma un receptáculo para el alma, la sangre que llevamos dentro, la que crea, la que mana sin sacrificio ni mutilación, sin pérdida ni deterioro.

Entonces oí mi canción. La oí y tuve la impresión de que la luz que me rodeaba se había intensificado de manera asombrosa. Yo no deseaba una luz tan intensa, pero era muy hermosa y subía hasta las vigas que yo sabía que estaban en el techo.

Al abrir los ojos, contemplé no sólo el gran teatro repleto de rostros, sino también a Stefan; la luz estaba directamente detrás de él, y él tendió una mano hacia mí.

—¡Vuélvete, Stefan! —dije—. ¡Mira, Stefan! ¡Stefan!

Se volvió. La luz bañaba una figura menuda y rolliza que indicaba a Stefan, con ademán de impaciencia, que se acercara. Ven, le decía. Acometí los últimos compases de la música.

«¡Vete, Stefan! ¡Eres un niño perdido! ¡Stefan!».

Ya no podía seguir tocando.

Stefan me lanzó una mirada de odio, me maldijo, apretó los puños. Su rostro experimentó una transformación completa y, al parecer, inconsciente. Me miró con expresión de temor.

A medida que se aproximaba, la luz que brillaba a sus espaldas se fue atenuando y le confirió el aspecto de una sombra, tan insustancial como las que danzaban entre bambalinas.

La música cesó.

Todo el público se puso de pie. Otra victoria. Dios mío, ¿cómo es posible? ¿Cómo puede ser que tres pisos de butacas me recompensen con este sonido que constituye mi único idioma?

Los aplausos eran ensordecedores.

Sí, otra victoria.

No había rastro de los fantasmas inventados por él.

Apareció alguien para hacerme salir del escenario. Contemplé los rostros de los espectadores y asentí con la cabeza; no los defraudes, contempla la sala, observa la galería y luego los palcos, no alces los brazos en un gesto de vanidad, limítate a hacer un par de reverencias, murmura unas palabras de agradecimiento y ellos lo captarán; dales las gracias desde lo más profundo de tu sangrienta alma.

Vi a Stefan en un último y tenue destello, a mi lado, confuso, inclinado, casi invisible. Era un espíritu desdichado que se desvanecía, pero ¿a qué venía esa perplejidad, ese estupor que traslucían sus ojos? Al cabo de unos segundos desapareció.

Unas manos me sujetaron. Eres una chica afortunada por contar con unas manos tan amables y solícitas. Oh, providencia, fortuna, fama y destino.

«Pudiste haberte dirigido hacia la luz, Stefan. ¡Debiste dirigirte hacia ella, Stefan!».

Al llegar al camerino, lloré desconsoladamente.

A nadie le sorprendió. Las cámaras disparaban sus flashes, los periodistas escribían en sus libretas. En mi corazón no albergaba la menor duda con respecto a la paz de aquellos a quienes había perdido… salvo en el caso de Faye… y de Stefan.