Contemplé el pasillo con el suelo de mosaico, los gruesos pergaminos dorados, el mármol de color pardo.
—Qué belleza, Dios mío —comentó Roz—. Jamás había visto un lugar semejante. Qué cantidad de mármol. Fíjate, Triana; mármol rojo, verde, blanco…
Sonreí. Conocía el lugar. Lo había visto antes.
—¿Y esto se hallaba en los claustros de tu memoria? —murmuré a mi fantasma secreto—. ¿Y no querías que lo viera? ¿Y por esto apareciste apresuradamente junto a mi cama?
A los otros debía de sonarles como un zumbido. Él no respondió. Despertó en mí una terrible compasión. ¡Oh, Stefan!
Nos encontrábamos al pie de las escaleras, a cuyos lados había figuras de bronce. La barandilla era de un mármol tan verde y límpido como el mar a la luz del atardecer; las balaustradas eran cuadradas y gruesas, y la escalinata se dividía al llegar al primer rellano, como en todos los teatros de ópera. Mientras subíamos por la escalera, observé detrás de nosotros tres puertas de cristal emplomado coronadas por unos montantes divididos por radios.
—¿Entrarán por esta puerta?
—Sí —respondió la más delgada de las dos, Mariana—. Hemos vendido todas las localidades. Hay mucha gente esperándola, por eso la he hecho entrar por la puerta lateral. Le tenemos reservada una sorpresa muy especial.
—¿Qué puede ser más hermoso que esto? —pregunté.
Subimos por la escalera todos juntos. Katrinka parecía muy apesadumbrada. Noté que cruzó una mirada con Roz.
—¡Ojalá estuviera Faye aquí! —exclamó.
—No digas eso —le reprochó Roz—, sólo conseguirás que Triana se acuerde de Lily.
—Señoras —dije—, podéis estar bien tranquilas, no pasa una hora del día en que no piense en Faye y en Lily.
Katrinka se sintió de repente tan desconcertada que Martin, su marido, gran defensor de la autodisciplina, le rodeó los hombros con un brazo para obligarla a sobreponerse, o quizá para que se sintiese avergonzada, aunque fingía hacerlo con la intención de consolarla.
Al doblar hacia la izquierda, vi el anfiteatro y tres magníficas vidrieras.
La dulce voz de Mariana fue desgranando los nombres de las figuras, al igual que había hecho en el sueño. Lucrece, su encantadora compañera, sonreía mientras comentaba que cada una de ellas poseía un significado muy concreto en el ámbito de la música, la poesía o el teatro.
—Y allí abajo, en la estancia del fondo, hay unos espléndidos murales —dije.
—Así es, y en la que está en el otro extremo hay también cosas muy interesantes, ya verá…
Me detuve. El sol entraba a raudales por los dibujos pintados en el cristal, a través de las rollizas bellezas semidesnudas que alzaban sus símbolos y estaban rodeadas de guirnaldas y cortinajes.
Levanté la vista y observé las pinturas del techo. Creí que mi alma moriría dentro de mí silenciosamente y que nada importaba en ese momento salvo lo que destacaba en el sueño, no el momento en que lo había tenido ni por qué, sino tan sólo que ése era el lugar, que alguien lo había creado de la nada y que se ofrecía ante nosotros en todo su esplendor.
—¿Le gusta? —preguntó Antonio.
—No tengo palabras para expresar lo que siento —contesté con un suspiro—. Mirad ahí arriba, las placas redondas sobre los muros, los rostros de bronce; ése es Beethoven.
—En efecto —dijo Lucrece amablemente—. Todos los grandes compositores de ópera están aquí, Verdi, Mozart, y ahí está él… el dramaturgo…
—Goethe.
—No queremos que se fatigue, señorita Becker. Mañana le enseñaremos más cosas. Ahora nos gustaría que viese la sorpresa que le hemos preparado.
Todos se echaron a reír. Katrinka se enjugó el rostro y miró a Martin con cara de pocos amigos.
Glenn le dijo en voz baja a Martin que la dejara en paz.
—Me paso las noches en vela —murmuró—, pensando en Faye. Deja que llore.
—Disimula —replicó Martin.
Tomé de la mano a Katrinka, que se aferraba a mí.
—¿Una sorpresa? —pregunté mirando a Mariana y a Lucrece—. ¿De qué se trata, queridas?
Bajamos todos juntos por la espléndida escalinata, contemplando las magníficas vidrieras, el mármol reluciente, las infinitas líneas de oro que se fundían con el resto en una bóveda de armonía espléndida, una obra creada por el hombre que rivalizaba con el mar sobre el que saltaban y danzaban unos espíritus, o con el bosque bajo la lluvia, donde los plátanos descendían por la empinada ladera hacia el umbroso claro.
—Síganme por aquí —indicó Lucrece—. Tenemos una sorpresa muy curiosa para ustedes.
—Creo que sé de qué se trata —terció Antonio.
—No es eso.
—¿Qué es? —pregunté.
—El restaurante más fantástico del mundo está debajo de este teatro.
Asentí con una sonrisa.
Era el Palacio Persa.
Para entrar en él antes tuvimos que salir de allí, y de pronto nos encontramos rodeados de baldosines vidriados de color azul, columnas con efigies de toros, cuyos cascos se unían en la parte superior y Darío en la fuente matando el león. Las estanterías estaban repletas de maravillosas copas de cristal, como las alacenas del palacio quemado de Stefan.
—Dejadme llorar en paz —dijo Roz—. Ahora me toca a mí. ¿Os habéis fijado en esa lámpara persa? ¡Dios mío, quiero quedarme a vivir aquí para siempre!
—Sí, en el bosque —musité—, en el viejo hotel en ruinas que está cerca de la parada del tranvía, a los pies del Cristo.
—Dejadla llorar —dijo Martin, irritado, mirando a su mujer.
Sin embargo, Katrinka parecía más animada.
—¡Esto es magnífico! —exclamó.
—Fue un palacio construido para Darío.
—A pesar de todo este esplendor —comentó Glenn suavemente—, los comensales siguen comiendo tan tranquilos. Fijaos en las mesas, la gente toma café y pastel.
—Nosotros también tomaremos café y pastel.
—Permitan que primero les mostremos la sorpresa que le hemos reservado. Pasen por aquí —indicó Lucrece.
La seguimos.
Cuando pasamos por delante de la vieja barra de madera tallada y empezamos a andar por el pasillo comprendí que aquello era lo que había visto en mi sueño. Oí el sonido de las enormes máquinas.
—Se encargan de distribuir la refrigeración y la calefacción a través del edificio —dijo Lucrece—. Son muy antiguas.
—Dios mío, qué mal huele aquí —observó Katrinka.
Después no oí nada más. Vi las baldosas blancas; pasamos ante las taquillas metálicas y junto a las grandes máquinas de gigantescos y anticuados tornillos, como las de los barcos antiguos; seguimos avanzando, y la charla era suave y amena alrededor de nosotros.
Reparé en la puerta.
—Es nuestro secreto —dijo Mariana—. ¡Un túnel subterráneo!
Reí de gozo.
—¿De veras? ¿Adónde conduce?
Me acerqué a la puerta. Me dolía el alma. Allí dentro, más allá de aquellos barrotes de hierro oxidado contra los que apoyé la mano derecha, ensuciándomela, todo estaba oscuro.
Sobre el suelo de cemento relucía un charco de agua.
—Como puede comprobar, al palacio, que está al otro lado de la calle. Hace años, cuando se construyó el teatro, la gente podía ir y venir por el túnel secreto.
Apoyé la frente contra los barrotes.
—Esto me encanta, no quiero volver a casa —dijo Roz—. Nadie me obligará a regresar, Triana; quiero utilizar el dinero para quedarme aquí.
Glenn sonrió y sacudió la cabeza.
—Puedes disponer de él cuando quieras, Roz. —A continuación, escudriñando la oscuridad, pregunté—: ¿Qué veis ahí?
—¡No lo sé! —contestó Katrinka.
—Bueno, está muy húmedo, y se oye algo que gotea… —señaló Lucrece.
¿De modo que ninguno de ellos había visto al hombre que yacía en el suelo con los ojos abiertos y las muñecas ensangrentadas ni el fantasma alto, de pelo negro, que estaba apoyado contra el muro, con los brazos cruzados, observándome fijamente?
¿Nadie lo había visto excepto la loca de Triana Becker?
«Adelante, continúa. Sube al escenario esta noche. Toca ese violín que me pertenece. Exhibe tus malévolas artes de brujería».
El moribundo se arrodilló, confuso, mientras la sangre se derramaba sobre las baldosas. Se puso de pie para reunirse con su compañero, el fantasma que le había hecho perder la razón, que le había arrebatado su música poco antes de que se presentara ante mí, con su alma llena de vívidos recuerdos, sutil como un pañuelo de papel.
No. Aquello dejaba traslucir su pánico.
Los otros seguían charlando. Había tiempo para tomar café y pasteles y descansar.
La sangre seguía manando de las muñecas del hombre muerto. Chorreaba por sus pantalones mientras él se acercaba a nosotros con paso vacilante.
Sólo yo lo vi.
Miré más allá de aquel cadáver que avanzaba dando traspiés. Vi la angustia reflejada en el rostro de Stefan, tan joven, perdido y desesperado, tan temeroso de sufrir una nueva derrota.