Semidormidos y atontados debido al largo viaje al sur, después de cruzar el ecuador y el Amazonas y llegar a Río, subimos aturdidos a las furgonetas que nos transportaron a través de un largo y oscuro túnel, debajo de la montaña cubierta de selva tropical del Corcovado. Ese esplendor, el Cristo de granito sobre la cima, con los brazos en cruz… Tenía que ver ese Cristo antes de que partiéramos.
Siempre llevaba el violín conmigo, en una nueva bolsa de terciopelo guateado color burdeos, relleno de algodón, y colgado del hombro.
Disponíamos de tiempo más que suficiente para admirar todas las maravillas que había en aquel lugar: el monte del Pan de Azúcar y los viejos palacios de los Habsburgo, que se habían trasladado a Río huyendo de Napoleón, y no sin motivo, pues éste había arrojado sus bombas sobre la Viena de Stefan.
Algo rozó mi mejilla. Percibí un suspiro. Se me erizó el vello. No me moví. La furgoneta siguió avanzando por la carretera.
Cuando salimos del túnel, comprobé que soplaba un aire frío y que el firmamento aparecía inmenso y maravillosamente azul.
En cuanto llegamos al centro de Copacabana sentí un escalofrío en los brazos, como si Stefan estuviera a mi lado; noté que algo volvía a rozarme la mejilla y abracé contra mi pecho el violín que guardaba en su suave bolsa de terciopelo, tratando de no ceder a un ataque de nervios y gozar del paisaje que me rodeaba.
Los edificios que se alzaban al lado de Copacabana eran descomunales; el lugar estaba atestado de tiendas, vendedores ambulantes, hombres de negocios, busconas y turistas que paseaban con aire indolente.
La zona ofrecía un aspecto tan bullicioso y concurrido como Ocean Drive en Miami Beach, el centro de Manhattan o Market Street en San Francisco al mediodía.
—¡Los árboles! —exclamé—. Fijaos en esos árboles gigantescos.
Crecían erguidos, frondosos, y se extendían en forma de paraguas festoneados cuyas grandes hojas verdes creaban una sombra pura y hermosa en aquel sofocante calor. Yo jamás había contemplado en una ciudad tan densamente poblada una vegetación tan verde y exuberante; se los veía por todas partes, y no parecía que se dejaran intimidar por las sombras de los rascacielos ni la gente que circulaba por las aceras.
—Son almendros, señorita Becker —señaló nuestro guía, un joven alto y delgado, muy pálido, con el pelo rubio y ojos azules translúcidos. Se llamaba Antonio. Hablaba con el acento que yo había oído en mi sueño. Era portugués.
Nos encontrábamos sin duda en el lugar del mar orlado de espuma y el palacio de mármol, pero ¿cómo se desarrollarían las cosas?
Cuando alcanzamos la playa y doblamos una curva sentí que me embargaba una cálida emoción; apenas había oleaje, pero era el mar de mis sueños, un mar perfecto. Divisé sus límites más lejanos, delante y detrás de nosotros con los brazos de las montañas que se extendían sobre él, lo que distinguía aquella playa de las muchas de Río de Janeiro.
Antonio, nuestro guía de voz dulce, nos habló de las numerosas playas que se prolongaban hacia el sur, y nos dijo que estábamos sólo ante una de ellas, en esa ciudad de once millones de habitantes. Al pie de las montañas se extendía la hierba. Sobre la arena había unos chiringuitos con techumbre de paja donde se vendían refrescos. Por todas partes había autobuses repletos y automóviles que apenas disponían de espacio para circular; y sobre todo el mar, el vasto océano verde y azul aparentemente sin límites, aunque lo cierto es que nos hallábamos en una bahía y más allá del horizonte se alzaban unas colinas que no alcanzábamos a divisar. El mar constituía el puerto más hermoso de Dios.
Rosalind estaba impresionada.
Glenn hizo unas fotografías y Katrinka observó, no sin ansiedad, el infinito cortejo de hombres y mujeres vestidos de blanco que paseaban por la amplia franja de arena. Yo jamás había visto una playa tan enorme ni tan bella.
La acera mostraba el singular diseño que yo había visto en mis sueños, y, al observar más detenidamente, advertí que estaba formada por un vistoso mosaico.
Nuestro guía, Antonio, nos explicó que el diseño de mosaico de la larga avenida Atlántica, que corría junto a la playa, había sido hecho para que se lo contemplase desde el aire. Nos habló de los muchos lugares que podíamos visitar, de la tibieza del agua y de las festividades de Año Nuevo y Carnaval, unos días especiales en los que debíamos regresar a Río.
El vehículo giró a la izquierda. Nuestro hotel, el Palacio Copacabana, se alzaba ante nosotros. Era un antiguo y espléndido edificio blanco de siete pisos. Su amplia terraza de la segunda planta estaba adornada con arcos romanos; los salones de convenciones y de baile debían de hallarse detrás de esos arcos. La austera fachada de yeso blanco poseía una dignidad típicamente británica.
El barroco, el tenue y último eco del barroco se hallaba allí, entre los modernos rascacielos de apartamentos que lo rodeaban y que no podían tocarlo.
En el centro del camino circular de acceso había unos almendros de hojas anchas y relucientes, ninguno excesivamente alto, como si la naturaleza se hubiera mantenido a escala humana. Miré hacia atrás. Los árboles se extendían por el bulevar en ambos sentidos. Eran los mismos árboles espectaculares que crecían en las concurridas calles de la ciudad.
Resultaba imposible verlo todo. Me estremecí y estreché el violín contra mi pecho.
Me fijé en el cielo, en lo rápidamente que cambiaba, en la presteza con que se deslizaban las nubes. Oh, Dios mío, jamás me había parecido tan inmenso y elevado.
«¿Te gusta este lugar, querida?».
Me puse rígida, lo que me hizo soltar una breve carcajada. Entonces noté que él me tocaba. Sentí sus nudillos sobre mi mejilla, y que me tiraba levemente del pelo. Aquello me dio rabia. ¡No toques mi largo cabello, mi velo, no me toques!
—No empieces a tener malos pensamientos —dijo Roz—. ¡Esto es una preciosidad!
Nos adentramos en el camino circular de acceso y giramos poco antes de llegar a la puerta principal.
Salió a recibirnos la conserje, una mujer inglesa que se llamaba Felice, muy atractiva, educada y encantadora, como suelen serlo los ingleses, quienes parecen a salvo de esa obsesión moderna por la eficiencia que nos degrada a todos.
Me apeé de la furgoneta y retrocedí unos pasos para contemplar la fachada del hotel.
Observé la ventana que había sobre el arco principal de la planta donde estaban los salones de convenciones.
—¿Es ésa mi habitación?
—En efecto, señorita Becker —respondió Felice—. Está situada en el centro del edificio. Es la suite presidencial, tal como usted lo solicitó. En la misma planta disponemos de suites para todos sus invitados. Acompáñenme, deben de estar cansados. Aunque aquí es mediodía, para ustedes aún es de noche.
Rosalind se puso a dar saltitos de alegría. Katrinka se había fijado en las maravillosas esmeraldas que vendían en la joyería del vestíbulo.
Observé que el hotel tenía unas dependencias ocupadas por otras tiendas, entre ellas una pequeña librería llena de títulos en portugués. Se podía pagar con American Express.
Aparecieron unos botones que se llevaron nuestro equipaje.
—Hace un calor tremendo —comentó Glenn—. Vamos, Triana, entremos.
Me quedé inmóvil, como paralizada.
«¿Por qué no, cariño?».
Alcé la cabeza y miré la ventana; era la misma que había visto en mi sueño cuando había aparecido Stefan por primera vez, aquella a través de la cual sabía que contemplaría esa playa y esas olas, unas olas que ahora eran mansas, pero que quizá se soliviantaran y formaran una densa espuma. Ninguna otra cosa había sido exagerada en el sueño.
Parecía la bahía más grande que yo jamás hubiera contemplado, más hermosa y enorme incluso que la de San Francisco.
Nos condujeron al interior del hotel. En el ascensor, cerré los ojos.
Lo sentí a mi lado, noté que me tocaba.
—¿Y bien? ¿Por qué precisamente aquí? —murmuré—. ¿Por qué es mejor este lugar que cualquier otro?
«Aliados, querida mía».
—Deja de hablar sola, Triana —dijo Martin—, todo el mundo pensará que estás chiflada.
—¿Y qué importa eso ahora? —intervino Roz.
Nos dispersamos, perfectamente atendidos y guiados; también nos ofrecieron refrescos y palabras amables.
Entré en el salón de la suite presidencial y me dirigí directamente hacia la pequeña ventana cuadrada. La conocía. Sabía que tenía una manilla.
La abrí.
—¿Aliados, Stefan? —pregunté suavemente, como si murmurara unas avemarías en señal de gratitud—. ¿Quiénes son, y por qué aquí? ¿Por qué vi esto antes de que tú aparecieras por primera vez?
No hubo respuesta salvo una brisa pura que se deslizaba sobre los muebles convencionales y la alfombra de tonos oscuros, y que inundaba la habitación desde más allá de la inmensa playa y las oscuras figuras que se movían perezosamente sobre la arena o en los rompientes tranquilos. En lo alto, el espectáculo de las nubes era magnífico.
—¿Conoces todo lo que yo soñé, Stefan?
«Es mi violín, amor mío. No quiero lastimarte, pero debo recuperarlo».
Los demás estaban atareados con las maletas o contemplaban el paisaje al otro lado de las ventanas; aparecieron unos camareros que empujaban unos carritos con comida y bebidas.
Aquél era el aire más puro y fantástico que había aspirado en mi vida, pensé, y dirigí la mirada hacia un escarpado monte de granito que se alzaba desde el mismo mar azul. Contemplé un horizonte perfecto que rielaba.
Felice, la conserje, se acercó a la ventana y señaló las distantes colinas. Pronunció unos nombres. En la calle, los autobuses circulaban estrepitosamente entre nosotros y la playa, pero no importaba. Mucha gente lucía un atuendo blanco de manga corta, como si se tratara del uniforme del país. Aprecié pieles humanas de todos los colores. Detrás de mí unas voces portuguesas entonaban una canción.
—¿Desea que lleve el violín a…?
—No, prefiero tenerlo conmigo —contesté.
Él soltó una carcajada.
—¿Ha oído eso? —pregunté a Felice.
—¿Que si he oído algo? Cuando se cierran las ventanas, en la habitación no se oye nada, puede estar segura.
—No, me refiero a una voz, sino a una carcajada.
Glenn me tocó el hombro y dijo:
—No pienses en esas cosas.
—Oh, lo siento —se disculpó alguien.
Al volverme, vi a una mujer de piel oscura, muy hermosa, de hermosos cabellos rizados y ojos verdes; aquella mezcla racial trascendía los límites de cualquier belleza imaginable. Era alta, llevaba los brazos desnudos y los labios pintados de rojo sangre. Sonreía y me miraba fijamente.
—¿Cómo dice?
—No debemos hablar de ello ahora —se apresuró a responder Felice.
—Ha salido en los periódicos —dijo la diosa de la cabellera rizada mientras unía las manos como si me pidiera perdón—. Señorita Becker, esto es Río. La mayoría cree en los espíritus; la música que usted hace es muy apreciada y sus cintas se venden por millares en el país. Aquí las personas son profundamente espirituales y no pretenden hacerle ningún daño.
—¿Qué ha salido en los periódicos? —inquirió Martin—. ¿Que la señorita Becker se aloja en este hotel? ¿De qué está hablando?
—No, todos dimos por supuesto que se alojaría en este hotel —contestó la mujer alta y morena de los ojos verdes—. Me refiero a la trágica historia de que usted ha regresado aquí en busca del alma de su hija. Señorita Becker… —Tendió la mano y cogió la mía.
El contacto de su cálida piel me produjo un escalofrío. Al mirarla a los ojos sentí que me temblaban las rodillas.
Con todo, había algo terriblemente excitante en esa situación.
—Discúlpenos, señorita Becker, pero no hemos podido detener los rumores. Lamento el dolor que esto le causa. Abajo hay unos periodistas…
—Pues dígales que se vayan —terció Martin—. Triana tiene que descansar. El vuelo ha durado más de nueve horas, de modo que ha de dormir. El concierto es mañana por la noche; apenas tiene tiempo…
Me volví y contemplé el mar. Sonreí, me volví de nuevo y cogí las manos de la mujer de tez oscura.
—Sois un pueblo espiritual —dije—. Católicos y africanos, y también indios, profundamente espirituales, según me han informado. ¿Cómo se llaman los ritos que practica la gente? No lo recuerdo.
—La macumba, el candomblé —respondió la mujer encogiéndose de hombros, agradecida de que yo la hubiera disculpado. Felice, la inglesa, se mantenía al margen de la conversación y nos observaba con expresión de inquietud.
Es preciso reconocer —independientemente de la satisfacción que nos deparaba la estancia en todos los lugares que visitábamos— que siempre había una persona cerca de nosotros que se sentía inquieta.
En ese caso, era la conserje del hotel, quien temía que alguien me ofendiera, lo cual no era posible.
«¿Ah, no? ¿Crees que tu hija se encuentra aquí?».
—Dímelo tú —murmuré, bajando la vista—. Ella no es tu aliada, no intentes convencerme de eso.
Los otros se retiraron. Martin los acompañó hasta la puerta.
—¿Qué les digo a estos periodistas aguafiestas?
—La verdad —contesté—. Una vieja amiga me aseguró que Lily había renacido en este lugar. —Me volví de nuevo hacia la ventana y la grata brisa que soplaba sobre la bahía—. Dios, contempla ese mar. Si Lily debía renacer, cosa que no creo, ¿por qué no iba a ser en un lugar como éste? ¿Oyes sus voces? ¿Te he hablado alguna vez de unos niños brasileños que fueron vecinos nuestros durante los últimos años de la enfermedad de Lily y con los que ella estaba muy encariñada?
—Sí, los conocí personalmente —le respondió Martin—, yo estaba allí. Era una familia de San Pablo. No quiero que te disgustes recordando esas cosas.
—Diles que hemos venido en busca de Lily, pero que no pretendemos hallarla en ningún ser humano; diles algo agradable, algo que haga que se llene el auditorio donde vamos a tocar. Anda, ve a hablar con ellos.
—Se han agotado las localidades —señaló Martin—. No quiero dejarte sola.
—No podré dormir hasta que oscurezca. Esto es demasiado maravilloso, demasiado perfecto. ¿Estás cansado, Martin?
—No mucho. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Qué quieres hacer?
Reflexioné. Río.
—Quiero visitar la selva tropical —contesté—, subir a la cima del Corcovado, contemplar el cielo claro y diáfano. ¿Tenemos tiempo de hacer eso antes de que anochezca? Quiero ver al Cristo de ahí arriba, el de los brazos extendidos. ¡Ojalá pudiéramos divisarlo desde aquí!
Martin lo organizó todo por teléfono.
—Qué idea tan maravillosa el que Lily haya regresado para vivir una larga existencia en un lugar como éste —dije. Cerré los ojos y pensé en ella, en mi hija luminosa, calva y risueña, acurrucada en mis brazos y con el cuellecito blanco de su vestido a cuadros levantado; debido a su adorable gordura causada por los esteroides, la llamábamos «gordita».
Oí la risa de Lily tan nítidamente como si ella estuviera sentada sobre Lev mientras él permanecía tendido sobre la fría hierba del vergel de rosas de Oakland.
Katrinka y Martin nos habían llevado allí aquel día. Teníamos una fotografía de ella, quizá con Lev, en que éste aparecía tumbado boca arriba y Lily estaba sentada sobre su pecho, con su carita mofletuda levantada hacia el cielo, sonriendo alegremente. Katrinka había tomado unas fotografías preciosas.
Oh, Dios mío, basta.
Se oyeron risas.
«No lo resistes, tesoro, te duele demasiado y piensas que ella tal vez te odie, que cree que dejaste que muriera, y puede que tu madre también, y has venido aquí, a la tierra de los espíritus».
—¿Sacas tus fuerzas de este lugar? Eres un imbécil. El violín es mío; prefiero quemarlo antes que dejar que te apoderes de él.
Martin pronunció mi nombre. Sin duda estaba detrás de mí, observándome mientras yo hablaba sola; quizás el viento ahogó mis palabras.
El coche estaba preparado. Antonio nos llevaría en él hasta la parada del tranvía. Nos acompañarían dos guardaespaldas, dos policías de paisano contratados para velar por nuestra seguridad. El tranvía nos llevaría a través de la selva tropical, y tendríamos que subir a pie los últimos escalones hasta llegar a los pies de la estatua de Cristo, que se alzaba en la cima del monte.
—¿Estás segura de que no te sientes demasiado cansada para ir allí? —preguntó Martin.
—Estoy impaciente por ir. Me encanta este aire, este mar, todo cuanto me rodea…
Sí, dijo Antonio, había tiempo suficiente para coger el tranvía, faltaban unas cinco horas para que oscureciera.
Sin embargo, se estaba nublando; no era un día ideal para subir al Corcovado.
—Hoy es mi día de asueto —contesté—. Vámonos. Permita que me siente a su lado —le dije a Antonio—. Quiero verlo todo.
Martin y los dos guardaespaldas ocuparon el asiento trasero.
Tan pronto como el coche se puso en marcha me fijé en los periodistas que, cargados con cámaras, aguardaban ante la puerta del hotel; un pequeño grupo discutía acaloradamente con Felice, la conserje inglesa, quien no hizo ninguna indicación de que estuviéramos a pocos pasos de ellos.
Yo no sabía gran cosa sobre el tranvía, excepto que era antiguo, como los viejos trolebuses de madera de Nueva Orleans, y que subiría por la montaña como los viejos funiculares de San Francisco. Creo que había oído decir que, en ocasiones, era peligroso subir a él. Aun así, nada de eso importaba.
Al bajarnos de la furgoneta, echamos a correr para coger el tranvía en el preciso instante en que éste se disponía a abandonar la parada. Había muy pocos pasajeros, y en su mayoría parecían europeos. Oí hablar en francés, en español y en esa lengua melodiosa y angelical que es el portugués.
—Dios mío, vamos a adentrarnos en la selva tropical —dije.
—Sí —repuso Antonio, nuestro guía—. Se extiende hasta la cima del monte; es una selva preciosa, aunque no es la selva original…
—Hábleme de ello —le pedí.
Asombrada, tendí la mano para tocar la tierra desnuda, pues pasábamos muy cerca de la superficie del monte, tocar los helechos que crecían en las grietas, contemplar los árboles cuyas ramas se inclinaban sobre el tranvía.
Los otros pasajeros charlaban y sonreían.
—Antiguamente era una plantación de café —comenzó a explicar Antonio—, pero un día llegó a Brasil un hombre muy rico, y decidió que era preciso restaurar la selva tropical, de modo que mandó que volvieran a plantar árboles y plantas. Ésta es una selva nueva, sólo tiene cincuenta años, pero es la selva tropical de Río, es nuestra, y ese hombre consiguió resucitarla para nosotros.
Tenía un aspecto tan salvaje y natural como todos los paraísos tropicales que yo había visto. El corazón me latía aceleradamente.
—¿Estás aquí, hijo de puta? —murmuré, dirigiéndome a Stefan.
—¿Qué has dicho? —preguntó Martin.
—Hablaba conmigo misma, rezaba el rosario; decía mis avemarías para que me trajeran buena suerte, los misterios gloriosos: «Jesús resucita de entre los muertos».
—¡Tú y tus avemarías!
—¿A qué te refieres? ¡Fíjate, la tierra es roja, todo lo que nos rodea es rojo!
Seguimos ascendiendo, doblando lentamente una curva tras otra a través de profundas hendiduras de la ladera del monte y emergiendo en pie de igualdad con los suaves, densos y plácidos árboles.
—Veo que se está formando niebla —comentó Antonio a modo de disculpa, sonriendo con tristeza.
—Da lo mismo —señalé—. Es un paisaje soberbio, digno de ser admirado en distintas circunstancias, ¿no cree? Cuando hago esto, ascender por la montaña hacia el cielo y hacia Cristo, no pienso en otras cosas.
—Me alegro —intervino Martin.
Había encendido un cigarrillo. Katrinka no estaba allí para ordenarle que lo apagara. Antonio no fumaba, pero no le importó, y pareció sorprendido cuando Martin le preguntó si estaba permitido fumar en el tranvía.
El vehículo se detuvo para recoger a una mujer cargada con varios bultos. Tenía la piel oscura y llevaba unos zapatos viejos y deformados.
—O sea, que esto funciona como un trolebús de línea…
—Pues sí —respondió Antonio—. Algunas personas trabajan allí arriba, y otras van y vienen, como esa mujer, que vive en una barriada pobre…
—Las favelas —dijo Martin—. He oído hablar de ellas, no queremos ir allí.
—No tenemos por qué hacerlo.
De nuevo se oyeron risas. Evidentemente, ningún otro pasajero las había oído.
—De modo que ya no tienes fuerzas, ¿eh? —murmuré. Bajé la ventanilla y me asomé, haciendo caso omiso de las advertencias de Martin. Vi las ramas cubiertas de hojas que pasaban rozando, percibí el olor de la tierra—. No puedes hacerte visible ni conseguir que otros te oigan —añadí como si le hablara al viento.
«Reservo lo mejor de mí mismo para ti, amor mío, que osaste penetrar en los claustros de mi mente, mientras yo tocaba para ti, cantando tus vísperas al son de unas campanas que sonaban en mi interior, aunque no las oía. Para ti soy capaz de realizar más milagros».
—Embustero, farsante —susurré—. ¿Te codeas con inmundos fantasmas?
El tranvía volvió a pararse.
—¿Qué es ese hermoso edificio que se ve a la derecha? —pregunté.
—Ah, sí —respondió Antonio con una sonrisa—, lo veremos cuando bajemos. Bien pensado, déjeme que llame. —Sacó un pequeño teléfono móvil del bolsillo—. Si lo desea, puedo pedirles que pasen a recogernos por allí con la furgoneta. Es un antiguo hotel abandonado.
—Oh, sí —contesté—, me encantaría verlo.
Me volví, pero habíamos doblado un recodo. El tranvía prosiguió su ascenso hacia la cima.
Por fin llegamos al final del trayecto, donde un grupo de turistas aguardaba para regresar. Nos apeamos sobre una plataforma de cemento.
—Bien —dijo Antonio—, ahora subiremos por los escalones que conducen hasta la estatua de Cristo.
—¡Menuda ascensión! —soltó Martin.
Los guardaespaldas caminaban detrás de nosotros, haciendo que sus chalecos color caqui se movieran de forma que todos pudiéramos ver la funda de la pistola que llevaban colgada del hombro.
Uno de ellos me dedicó una sonrisa tierna y respetuosa.
—No es tan agotadora como parece —nos tranquilizó Antonio—. Son muchos escalones, pero están repartidos en varios… ¿cómo se dice…?, tramos, y pueden pararse a descansar y tomar un refresco. ¿Desea llevar usted el violín? ¿No quiere que…?
—Jamás lo suelta —terció Martin.
—Quiero subir hasta la cima —dije—. En cierta ocasión, cuando niña, vi esto en una película, a Cristo con los brazos extendidos, como clavado en la cruz.
Eché a andar hacia los escalones, adelantándome a los otros.
Era una escena preciosa: los grupos de turistas que paseaban lenta y perezosamente, los pequeños comercios que vendían baratijas y latas de refrescos, las personas sentadas con placidez ante las mesas metálicas de los chiringuitos; todo tenía un aspecto dulce en aquella atmósfera maravillosamente cálida, y la niebla ascendía por la ladera formando unas nubecitas blancas.
—Son nubes —explicó Antonio—. Estamos entre las nubes.
—¡Magnífico! —exclamé—. Qué bonita balaustrada, qué trabajo primoroso. Es italiana, ¿no? Mira, Martin, aquí todo está mezclado, lo viejo y lo nuevo, lo europeo y lo extranjero.
—Sí, esta balaustrada es muy antigua, y también los escalones, que, como puede comprobar, no son muy empinados.
Fuimos dejando atrás un descansillo tras otro.
Avanzábamos envueltos en una blancura densa y perfecta. Apenas si veíamos algo más que nuestros pies sobre el suelo.
—Esto no es Río —dijo Antonio—. No, no, deben regresar aquí cuando haga sol; así no pueden ver nada.
—¿Puede indicarnos dónde está la estatua del Cristo? —le pedí.
—Nos encontramos a los pies de ella, señorita Becker. Retroceda un poco y alce la vista.
—Es como estar en el paraíso… —comenté.
«Más bien en el infierno».
—Con esta bruma yo no veo nada —dijo Martin, pero sonrió con afabilidad—. Tienes razón, éste es un país fantástico, un lugar increíble.
A continuación indicó un punto entre las nubes, a través de las cuales pudimos contemplar la metrópoli, más grande que Manhattan o Roma, que se extendía debajo. Las nubes se cerraron.
Antonio señaló hacia arriba.
De pronto se produjo un milagro habitual, pequeño y portentoso.
El gigantesco Cristo de granito surgió entre la bruma blanca, a pocos metros de nosotros, por encima de nuestras cabezas. Extendía los rígidos brazos, pero no para estrecharnos en ellos, sino para ser crucificado. Al cabo de unos instantes, la figura se desvaneció.
—Ah, qué lástima, pero sigan mirando —dijo Antonio mientras señalaba de nuevo hacia arriba.
Una blancura muy pura cubría el mundo, y de repente apareció nuevamente la figura, en una atmósfera visiblemente más enrarecida. No pude evitar echarme a llorar.
—Cristo, ¿está Lily aquí? ¡Dímelo! —musité.
—Triana… —susurró Martin.
—Cualquiera puede rezar. Además, no quiero que ella esté aquí. —Retrocedí unos pasos para contemplar mejor a Cristo, a Dios, en el preciso instante en que las nubes se abrieron para cerrarse de inmediato.
—Pese a estar nublado, se ve mejor de lo que suponía —observó Antonio.
—Es divino —dije.
«¿Crees que esto te ayudará, como lo de sacar el rosario de debajo de la almohada la noche en que te dejé?».
—¿Quedan aún claustros por descubrir en tu mente? —inquirí sin apenas mover los labios—. ¿No has aprendido nada de nuestro lúgubre viaje, o estás completamente fuera de la naturaleza, como los desdichados espíritus errantes que te seguían por doquier? No querías que yo viera tu Río, ¿verdad?, sino sólo mis recuerdos, de los que te alimentas. ¿Tienes celos de la fascinación que siento por esta ciudad? ¿Por qué te reprimes? Estás perdiendo fuerzas, y el odio te consume…
«Espero el momento oportuno para humillarte».
—Debí suponerlo —murmuré.
—Preferiría que no rezaras las avemarías en voz alta —intervino Martin con tono de chanza—. Me recuerda a mi tía Lucy, que tenía la manía de hacernos escuchar el rosario por la radio cada tarde a las seis, durante quince minutos, arrodillados en el suelo de madera.
Antonio soltó una carcajada.
—Esto es muy católico —dijo, tocándonos en el hombro a Martin y a mí—. Amigos míos, va a llover. Si desean ver el hotel, debemos coger el tranvía cuanto antes.
Aguardamos a que las nubes se separaran por última vez. Al cabo de un instante, apareció el gigantesco Cristo de semblante severo.
—Señor, si Lily está en paz —musité—, no te pido que me lo digas.
—Tú no crees en esas patrañas —dijo Martin.
Antonio parecía azorado. Era evidente que no sabía nada de los sermones que mis parientes más cercanos me soltaban a diario.
—Creo que, esté donde esté, Lily ya no me necesita; y lo mismo ocurre con todas las personas que están muertas y enterradas.
Martin no me escuchaba.
Una vez más apareció ante nosotros el Cristo, con los brazos rígidos, como si estuviera clavado en el crucifijo que pende del rosario.
Corrimos hacia el tranvía.
Nuestros guardaespaldas estaban apoyados en la balaustrada. Al vernos, arrojaron sus latas de cerveza a una papelera y nos siguieron.
Cuando alcanzamos el tranvía, la bruma se había tornado húmeda y pegajosa.
—¿Es la primera parada? —pregunté yo.
—Sí —respondió Antonio—. He pedido que nos envíen el coche. La subida es muy empinada, pero el descenso es más suave. Podemos bajar despacio, y si llueve no importa; quiero decir, lamento que el cielo esté encapotado…
—A mí me encanta.
¿Quién utilizaba esa primera parada de tranvía, la que había junto al hotel abandonado?
En aquel lugar se extendía un aparcamiento. Algunos subían en coche, sin duda, en vehículos pequeños y potentes, y cogían el tranvía hasta la cima. Sin embargo, no había ningún otro sitio que ofreciera la protección de un techo.
El gran hotel color ocre era una construcción sólida, pero estaba totalmente abandonado.
Lo miré fascinada. Las nubes no descendían hasta allí, y admiré el panorama de la ciudad y del mar que en una ocasión había divisado desde aquellas ventanas con postigos.
—Ah, qué lugar tan…
—Sí —dijo Antonio—, hubo proyectos, muchos y quizá… Fíjense, miren al otro lado de la verja.
Vi un sendero y un patio, alcé la vista y contemplé los postigos de un tono ocre muy desteñido que cubrían las ventanas, la techumbre de tejas. Y pensar que yo podía… en realidad podía… si lo deseaba…
En mi interior nació un impulso extraño, que no había sentido en ninguna de las ciudades que habíamos visitado: el de comprarme un maravilloso refugio en ese lugar, para alejarme de Nueva Orleans de vez en cuando y respirar el aire del bosque. En ese momento me pareció que Río era el lugar más hermoso de la tierra.
—Vamos —dijo Antonio.
Pasamos por delante del hotel. Un grueso murete de cemento nos separaba del barranco que se abría a nuestros pies. No obstante, vimos la gran profundidad del edificio y su magnífica ubicación en el valle. Al contemplar aquella belleza sentí que se me partía el corazón. Más abajo, los plátanos descendían en línea recta por la ladera como si siguieran la senda de un riachuelo o un manantial. Alrededor de nosotros crecía una vegetación exuberante, y los árboles se mecían por encima de nuestras cabezas. Al otro lado de la carretera, detrás de nosotros se extendía un bosque escarpado, sombrío y frondoso.
—Esto es paradisíaco.
Me detuve y transmití mi ruego en silencio. Sólo fueron unos instantes. No tuve que pedirlo en voz alta; fue una cuestión de gestos. Los caballeros se retiraron discretamente a fumar y a charlar. No oí lo que decían. El viento no soplaba como en la cima del monte. Las nubes se deslizaban hacia abajo, aunque lentamente y menos compactas.
Todo estaba en paz, en silencio, y a lo lejos se divisaban los millares de viviendas, edificios, rascacielos, calles y la deliciosa y plácida belleza del infinito mar azul.
Lily no estaba en ese lugar. Había desaparecido, como el espíritu del Maestro, como los de la mayoría de los espíritus, el de Karl, el de mi madre. Lily tenía mejores cosas que hacer que presentarse ante mí, ya fuera para consolarme o para atormentarme.
«No estés tan segura».
—Ojo con tus trucos —murmuré—. He aprendido a jugar gracias al dolor que me han causado. Puedo hacerlo de nuevo —añadí—. Deberías saber que no me dejo engañar fácilmente.
«Lo que vas a contemplar hará que se te hiele la sangre en las venas. Dejarás caer el violín, me suplicarás que lo coja, ¡lo soltarás de inmediato! Retrocederás ante todo lo que has admirado hasta ahora. No eres digna de ello».
—No lo creo —repliqué—. Recuerda lo bien que los conocía, lo mucho que los amaba, cuánto me gustaba sentarme a la cabecera de su lecho y ocuparme hasta del detalle más ínfimo. Recuerdo perfectamente el rostro y la forma de todos ellos. No trates de imitar eso. Será una guerra entre ambos para ver cuál de los dos es más inteligente.
Dejó escapar un suspiro. Advertí que empezaba a perder fuerzas, a desvanecerse; noté en él un ansia que me puso la carne de gallina. Creo que lo oí llorar.
—Stefan —musité—, trata de no aferrarte a mí o a esto…
«Yo te maldigo. Maldita seas».
—¿Por qué me elegiste a mí, Stefan? ¿Los otros también amaban la muerte, o sólo la música?
Martin me tocó el brazo y señaló hacia abajo. Desde el camino, Antonio nos hizo señas de que nos aproximáramos.
Era un largo descenso. Los guardaespaldas montaban guardia.
La bruma era muy húmeda, pero el cielo estaba despejado. Quizás ocurra precisamente eso: la bruma se convierte en lluvia y adquiere un aspecto transparente.
Ante nosotros surgió un pequeño claro; más allá divisé lo que parecía una vieja fuente de hormigón, y, dispuestas en círculo, bolsas de plástico abandonadas, de supermercado o de unos grandes almacenes. Eran de un azul intenso; jamás las había visto de ese color.
—Son sus ofrendas —explicó Antonio.
—¿A quiénes se refiere?
—A los que practican la macumba, el candomblé. Fíjese, cada bolsa contiene una ofrenda a un dios. Una contiene arroz, o tal vez maíz, y están dispuestas en círculo. ¿Lo ve? Hay restos de velas.
Yo estaba entusiasmada con aquel hallazgo. Sin embargo, no experimenté la sensación que produce el hallarse ante algo sobrenatural, sino tan sólo asombro ante el ser humano, ante la fe, ante el bosque que había creado aquella pequeña capilla dedicada a la extraña religión brasileña, tan mezclada con los santos católicos, cuyos variados ritos nadie era capaz de descifrar.
Martin formuló algunas preguntas. ¿Cuánto hacía que se habían reunido en ese lugar? ¿Qué habían hecho?
Antonio trató de hallar las palabras adecuadas… Un ritual de purificación.
—¿Eso te salvaría? —musité. Hablaba con Stefan, por supuesto.
Sin embargo, no respondió.
Alrededor de nosotros se extendía el bosque, resplandeciente bajo la lluvia que había empezado a caer. Protegí el violín con los brazos para evitar que la humedad lo alcanzara y contemplé el viejo círculo compuesto por las extrañas bolsas azules de plástico y los cabos de velas. ¿Por qué no habían de utilizar bolsas azules? ¿Acaso en la antigua Roma las lámparas del templo eran distintas de las que ardían en las viviendas? Aquellas bolsas azules contenían arroz, maíz… para los espíritus. El círculo ritual. Las velas.
—Uno se coloca… ya saben, en el centro, para ser… —Antonio buscó la palabra en inglés— purificado.
Ni oí el menor sonido procedente de Stefan, ni un murmullo siquiera. Alcé la vista. A través del dosel del bosque la lluvia caía silenciosamente sobre mi rostro.
—Debemos irnos —dijo Martin—. Tienes que dormir, Triana. Además, nuestros anfitriones pasarán a recogerte temprano. Al parecer se sienten extraordinariamente orgullosos de su teatro Municipal.
—Es un teatro magnífico —nos aclaró Antonio—. Acuden muchas personas para verlo. Después del concierto las calles estarán llenas de gente.
—Sí, sí, quiero ir temprano —dije—. Han empleado gran cantidad de mármol en su construcción, ¿verdad?
—Ah, de modo que ya lo conoce —respondió Antonio—. Es un teatro espléndido.
Regresamos en coche bajo la lluvia.
Antonio nos confesó entre risas que durante los años que llevaba haciendo de guía nunca había contemplado la selva tropical bajo la lluvia, y que le había parecido un espectáculo impresionante. Me sentía fascinada por la belleza del lugar y ya no tenía miedo. Imaginé lo que Stefan se proponía hacer. De repente cobró forma una idea que más bien tenía visos de plan.
Se me había ocurrido en Viena, cuando había tocado para la gente del hotel Imperial.
No logré conciliar el sueño.
La lluvia caía sobre el mar.
La atmósfera plomiza dio paso a la oscuridad. Luces brillantes definían las amplias divisiones de la avenida Copacabana, o avenida Atlántica.
En un dormitorio color pastel dotado de aire acondicionado, me quedé dormitando mientras observaba la noche gris eléctrico sellar las ventanas.
Permanecí acostada durante horas, contemplando con los párpados entornados lo que parecía ser el mundo real compuesto por el tictac del reloj, en el dormitorio de la suite presidencial.
Rodeé el violín con los brazos y me acurruqué junto a él, abrazándolo como mi madre me abrazaba a mí, o como yo abrazaba a Lily, o como Lev y yo, o Karl y yo, nos habíamos abrazado.
En cierta ocasión, presa del pánico, a punto estuve de tender la mano hacia el teléfono para llamar a mi marido, Lev, a mi marido legalmente casado con otra, a quien yo había renunciado estúpidamente. No, eso sólo le causará dolor, y no sólo a él, sino también a Chelsea.
Debía pensar en sus tres hijos. Además, ¿qué me inducía a creer que Lev regresaría a mi lado? No podía abandonar a su mujer y a sus hijos. No debía hacerlo, y yo no debía pensar en eso, y menos desearlo.
Karl, hazme compañía. Karl, el libro está en buenas manos. Karl, la obra está terminada. Atraje hacia mí a la figura depauperada y confusa que aparecía inclinada sobre el escritorio.
—Acuéstate, Karl, todos los papeles están en orden.
De pronto oí unos golpes en la puerta.
Desperté.
Debí de quedarme dormida.
A través de las ventanas contemplé el cielo negro y despejado.
En el salón o en el comedor de la suite se había abierto una ventana. La oí batir contra los postigos. Era la del salón, la que estaba situada en el centro mismo del hotel.
Con los pies embutidos en unos calcetines y sosteniendo el violín en los brazos, crucé el dormitorio a oscuras en dirección al salón, al tiempo que sentía la impetuosa ráfaga del viento purificador. Me asomé a la ventana.
El cielo estaba tachonado de estrellas. La arena aparecía dorada bajo la luz de las farolas del bulevar.
Las olas rompían contra la interminable playa.
El mar se deslizaba en una serie de olas que se superponían, y, bajo las luces, el rizo de cada una de ellas era, por un instante, casi verde; después el agua se volvía negra y ante mí se alzaba la gigantesca danza de las figuras formadas por la espuma.
Ocurría a lo largo de toda la playa, con cada ola que rompía sobre la arena.
Lo vi una, dos veces, a la derecha y a la izquierda. Observé un coro tras otro. Las olas transportaban a esas figuras que se elevaban con los brazos tendidos hacia la orilla, hacia las estrellas o hacia mí, no lo sabía.
A veces la extensión de la ola era tan larga y la espuma tan espesa que se fragmentaba en ocho o nueve formas esbeltas y gráciles, provistas de cabezas y brazos, que doblaban la cintura como si hicieran una reverencia antes de retirarse para dejar paso al siguiente grupo de figuras.
—No sois las almas de los condenados ni de quienes se han salvado —dije—. Sois tan sólo hermosas, tanto como cuando os vi en mi sueño profético, como la selva tropical sobre el monte o como las nubes que se deslizan sobre la faz de Dios.
»No estás aquí, Lily, cariño; ya no estás ligada a ningún lugar, ni siquiera a uno tan hermoso como éste. Si estuvieras aquí, yo lo presentiría, ¿verdad?
De pronto me asaltó de nuevo aquella idea, aquel plan a medias elaborado, aquella especie de plegaria destinada a ahuyentarlo definitivamente.
Cogí una silla y me senté junto a la ventana. El viento me agitó el cabello.
Las sucesivas olas generaban cada vez más bailarines, todos distintos entre sí; cada grupo de ninfas era diferente de los otros, al igual que mis conciertos.
Si existía un esquema en todo aquello, sólo los genios del caos serían capaces de descifrarlo. De vez en cuando aparecía un bailarín con unas piernas tan largas que daba la impresión de disponerse a dar un salto hacia la libertad.
Contemplé la escena hasta el alba.
Para tocar no necesito dormir. En todo caso, sé que estoy loca. El hecho de enloquecer aún más sólo me servirá de ayuda.
Al amanecer, el tráfico se hizo más denso y rápido, la calle se llenó de transeúntes, las tiendas abrieron sus puertas y los autobuses comenzaron a circular ininterrumpidamente. Los bañistas nadaban entre las olas. Permanecí junto a la ventana, con la bolsa que contenía el violín colgada del hombro.
De pronto percibí un sonido.
Me volví, sobresaltada. Se trataba del botones, que había entrado en la habitación con un ramo de rosas.
—He llamado varias veces a la puerta, señora.
—No importa, debe de ser el viento.
—Abajo hay unos jóvenes para quienes usted significa mucho. Han venido desde muy lejos. Perdóneme, señora.
—No, quiero hacerlo. Dame el ramo, los saludaré desde aquí arriba. Cuando me vean con las rosas me reconocerán, y yo a ellos. —Me puse de pie y me acerqué a la ventana.
El sol brillaba sobre el agua; no tardé en localizarlos; eran tres mujeres jóvenes y esbeltas y dos hombres, que escudriñaban la fachada del hotel protegiéndose del resplandor del sol con la mano sobre los ojos; de pronto una de las muchachas me vio, a mí, a la mujer del flequillo y el pelo castaño que sostenía un ramo de rosas rojas.
Levanté la mano para saludarlos. Agité la mano varias veces mientras ellos saltaban de alegría.
—Hay una canción portuguesa, una canción clásica —dijo el botones. Estaba inclinado sobre el pequeño frigorífico que había junto a la ventana, comprobando la temperatura y el contenido.
Los jóvenes no dejaban de dar brincos y de lanzarme besos.
Sí, besos.
Se los devolví.
Luego me retiré, sin dejar de lanzarles besos, hasta que el momento alcanzó su apoteosis y cerré la ventana. Me volví, con la bolsa del violín colgada a la espalda, lo que hacía que pareciese una joroba y el ramo de rosas en los brazos. Noté que el corazón me latía aceleradamente.
—Esa canción era muy famosa en América, según creo recordar —dijo el botones—. Se llama Rosas, rosas, rosas.