«Qué regalo nos ha hecho». ¿Qué era esa orgía de sonido, ese torrente de música que se había convertido en algo tan natural que no me ofrecía dudas al respecto?, ¿ese trance en el que me sumía, hallando notas y dejándolas fluir mediante movimientos deliberados, con unos dedos que danzaban ansiosos sobre las cuerdas?
¿Qué era ese don, consistente en dejar que el sonido me rodeara a medida que iba brotando, en notar cómo se formaba para luego caer sobre mí con el delicado balanceo de una cuna? Música. Toca. No pienses. No dudes ni te preocupes de si piensas y dudas. Toca, sin más. Toca como desees y descubre el sonido.
Mi querida Rosalind, impresionada por hallarse en Viena, vino a buscarme con Grady Dubosson, y antes de que partiéramos, abrieron para nosotros el Theater an der Wien, y tocamos en la pequeña sala pintada donde Mozart había actuado en otro tiempo, donde antaño se había representado La flauta mágica, en el edificio donde Schubert había residido y compuesto música —el pequeño y glorioso teatro cuyos palcos dorados se amontonaban empinada y peligrosamente hasta casi tocar el techo—. En otra ocasión tocamos en la Ópera de Viena, un edificio suntuoso y gris situado a pocos pasos del hotel. El conde nos llevó también al campo para que conociéramos su enorme y antiguo caserón, semejante a la finca rústica que antiguamente poseía el hermano del Maestro, Johann van Beethoven, «terrateniente», o sea propietario de tierras, a quien el Maestro, en una carta, había respondido de forma harto ingeniosa: «Ludwig van Beethoven, propietario de un cerebro».
Acompañada por mi hermana, volví a ser una mujer viva que paseaba por los dulces y apacibles bosques de Viena.
En Estados Unidos, varios expertos habían expresado su opinión sobre la obra de Karl. Una excelente editorial, que Karl admiraba mucho, había decidido publicar el libro sobre san Sebastián. La aceptación había sido inmediata.
Me había sacado de encima un problema. Todo se había llevado a cabo de forma impecable. Roz y Grady viajaron conmigo.
La música era mía y los conciertos se sucedieron uno tras otro. Grady se pasaba el día colgado del teléfono concertando actuaciones.
El dinero iba a parar a obras benéficas en memoria de quienes habían muerto injusta y trágicamente en las guerras. En primer lugar, para los judíos, en honor de nuestra bisabuela, que había renunciado a su identidad hebraica para establecerse en la católica América, pero, si no para ella, ante todo por hacer justicia y para toda institución benéfica que eligiéramos.
En Londres logramos realizar las primeras grabaciones.
Sin embargo, antes visitamos San Petersburgo y Praga, y di un sinfín de conciertos improvisados en la calle, con el entusiasmo propio de una escolar que da vueltas en torno a una farola. Fue fantástico.
Durante todas esas experiencias místicas, pasé las cuentas del rosario como hacía en mi infancia, los años más dulces, rodeada de suaves tonos purpúreos y rojos. Sólo contemplaba los misterios gozosos: «Y el ángel del Señor se apareció a María, y ésta concibió por obra y gracia del Espíritu Santo».
Lo hice con el temerario vigor de una infancia que no conoce derrotas ni sufrimientos.
El libro de Karl, que fue presentado en casa, apareció en una lujosa y costosa edición, pues cada ilustración en color estuvo supervisada personalmente por los mejores expertos en la materia.
Por las noches me acostaba entre sábanas de seda; y al despertar contemplaba espléndidas ciudades.
Las suites reales se abrían para Rosalind y para mí. Al cabo de poco tiempo, Glenn se reunió con nosotras. Siempre comíamos en mesas dispuestas con mantel de hilo y cubiertos de plata. Grandes escalinatas y largos pasillos cubiertos con alfombras orientales se convirtieron en nuestros territorios habituales.
Sin embargo, no dejé que el violín se separara de mí en ningún momento. No le quitaba el ojo de encima ni cuando estaba en la bañera; siempre vigilaba por si alguien me lo arrebataba o aparecía una mano invisible que quisiera llevárselo y hacerlo desaparecer.
Por las noches, me acostaba con el violín y el arco envueltos cuidadosamente en una suave manta de lana como las de los bebés, que me ataba al cuerpo mediante unos cinturones de cuero que nunca enseñé a nadie; y durante la mayor parte del día tenía el instrumento en la mano o lo colocaba en una silla, a mi lado.
El violín no había sufrido ningún cambio. Algunos expertos afirmaron, tras examinarlo, que tenía un valor incalculable y me pidieron permiso para tocarlo, pero yo no podía permitirlo, lo que nadie consideró un gesto egoísta por mi parte, sino una prerrogativa.
En París, cuando Katrinka y su marido, Martin, se reunieron con nosotros, compramos para ella hermosos vestidos y abrigos, y toda clase de bolsos y zapatos de tacón alto que ni Roz ni yo podíamos ponernos. Le dijimos que nos conformábamos con verla cojear. Ella se echó a reír de nuestra ocurrencia.
Katrinka envió a sus hijas, Jackie y Julie, unas cajas repletas de regalos primorosos. Katrinka parecía liberada de un peso enorme y trágico. Nadie hizo ninguna referencia al pasado.
Glenn se entretuvo buscando libros y discos antiguos de las estrellas europeas del jazz. Rosalind no paraba de reír. Martin y Glenn frecuentaban juntos los viejos y célebres cafés, como si esperaran topar el día menos pensado con Jean-Paul Sartre. Martin siempre estaba hablando por teléfono, ultimando la venta de alguna casa en Estados Unidos, hasta que le rogué que se ocupara de todos los detalles de nuestra interminable gira.
Grady se sintió aliviado al comprobar que lo necesitábamos tanto como antes.
Todo eran risas. Ni los mismísimos Leopold y Wolfgang se habían divertido tanto. Además, no olvidemos que existía una niña, una hermana de quien se decía que tocaba tan maravillosamente como su prodigioso hermano; una hermana que se había casado y había parido niños en lugar de sinfonías y óperas.
Nadie era más dichoso que nosotros cuando estábamos de gira. La risa había regresado a nuestras vidas.
En cierta ocasión casi nos echaron del Louvre por reírnos de manera escandalosa. No es que no nos fascinara la Mona Lisa, por supuesto; sencillamente estábamos llenos de entusiasmo y de vida. Sentíamos deseos de besar a desconocidos, sin miramientos, pero no habíamos perdido el juicio y nos conformábamos con abrazarnos y besarnos mutuamente.
Glenn caminaba delante de nosotros; al principio sonreía tímidamente, pero después reía a carcajadas, porque se sentía demasiado feliz para contenerse.
Mi exmarido, Lev, se reunió con nosotros en Londres junto con su esposa Chelsea, mi antigua amiga y ahora hermana, y los gemelos de cabello negro, siempre de punta en blanco y perfectamente educados, y Christopher, el alto, rubio y apuesto hijo mayor. Al ver a ese chico, cuya risa me recordaba a Lily, me eché a llorar.
Cuando yo tocaba, Lev ocupaba una butaca de la primera fila. Tocaba para él en recuerdo de nuestros tiempos felices; más adelante él me dijo que había sido una experiencia semejante a aquel picnic regado con licor que habíamos organizado años antes, sólo que más arriesgada, más ambiciosa, vivida con más plenitud. Me sentí ofuscada y aturdida por un viejo amor; o por un amor eterno. Lev contribuyó con sus comentarios incisivos y académicos.
Prometimos reunirnos todos en Boston.
Esos chicos, esos jóvenes vivos, de alguna forma parecían ser mis descendientes, descendientes de la anterior pérdida, de la lucha y el renacimiento de Lev, de los que yo había formado parte. ¿Era concebible que los considerara mis sobrinos?
Ocupamos una habitación de hotel tras otra en Manchester, Edimburgo, Belfast. La recaudación de los conciertos iba destinada a las víctimas del Holocausto, a los desdichados gitanos, a los pobres y esforzados católicos de Irlanda del Norte, a aquellos que sufrían la enfermedad que había matado a Karl, o el cáncer de sangre que había acabado con Lily.
La gente nos ofrecía otros violines. ¿Tendríamos la amabilidad de utilizar este magnífico Stradivarius en una ocasión especial? ¿Aceptaríamos este Guarnieri? ¿Nos gustaría adquirir este Stradivarius corto y este espléndido arco Tourte?
Acepté los regalos que me hicieron. «Compré otros violines». Los examiné con curiosidad febril. ¿Cómo sonarían? ¿Qué sentiría al sostenerlos? ¿Sería capaz de extraer una sola nota al Guarnieri, o a cualquiera de ellos?
En Francfort compré otro Stradivarius, este corto, magnífico, comparable al mío, pero no me atreví a pulsar sus cuerdas. Estaba en venta, y nadie se enamoró lo suficiente de él para adquirirlo; me costó mucho dinero, pero ¿qué importancia tenía eso comparado con nuestra maravillosa e infinita prosperidad?
Los violines y los arcos viajaban con nuestro equipaje. Yo siempre llevaba mi querido Stradivarius largo envuelto en terciopelo y metido en una bolsa especial junto con su arco. No me atrevía a transportarlo en una bolsa de viaje corriente. Lo llevaba conmigo a todas partes.
Siempre estaba alerta, por si veía algún fantasma.
Lo que vi en su lugar fue la luz del sol.
Mi madrina, la tía Bridget, se reunió con nosotros en Dublín, pero no le gustaba el frío. Pese a tratarse de nuestra adorada tía Bridget, no tardamos en enviarla de regreso a la región del Misisipí. Nos pareció la mar de divertido.
No obstante, la música le encantaba, y cuando me oía tocar se ponía a aplaudir y a patear el suelo, haciendo que las otras personas que se hallaban en la habitación —o sala de conciertos, auditorio, teatro o lo que fuera— la miraran escandalizados. Aun así, convinimos en que yo deseaba que lo hiciera.
Muchos primos y otras tías se reunieron con nosotros en Irlanda y posteriormente en Berlín. Realicé el peregrinaje de rigor a Bonn. Me estremecí de frío ante la puerta de la casa de Beethoven.
Apoyé la cabeza contra las frías piedras y lloré como había hecho Stefan ante su tumba.
Muchas veces evocaba los temas del Maestro, las melodías del Pequeño Genio o el Ruso Lunático, y me sumergía en ellas con el fin de abrir mis compuertas personales, pero los críticos casi nunca se percataban de ello, pues carecía del talento, el control y la disciplina para transmitir fielmente una música compuesta por otra persona.
Con todo, eran momentos de éxtasis absoluto e ininterrumpido. Cualquier idiota se habría dado cuenta; sólo un loco habría introducido una nota de advertencia o amargura en ellos.
En esos momentos —lloviznaba en Covent Garden, yo caminaba describiendo círculos bajo la luna, los coches se detenían y sus faros emitían una especie de vaho que se confundía con la bruma, como si respiraran—, todo lo que yo hacía me producía placer. Se trata de no preguntar nada, de aceptar la situación tal como es, de vivirla. Quizás un día la recuerde desde una perspectiva distinta y me parezca algo tan maravilloso, colorista y celestial como las visitas a la capilla, o los momentos en que estaba en los brazos de mi madre mientras ella volvía las páginas de un libro de poesía, a la luz de una lámpara que no servía para ahuyentar ningún peligro, porque ninguno moraba aún allí.
Fuimos a Milán, a Venecia, a Florencia. El conde Sokoloski se reunió con nosotros en Belgrado.
Yo sentía una debilidad especial por los teatros de ópera. No necesitaba que me pagaran. Estaba dispuesta a tocar si me garantizaban la sala; yo misma me pagaba mis honorarios, y cada noche era diferente, imprevisible, y experimentaba una profunda alegría, y el dolor estaba guardado a buen recaudo dentro de ella. Además, cada noche grababan mi música unos técnicos que corrían por el escenario cargados con altavoces, auriculares y cables muy finos, mientras yo contemplaba el rostro de quienes me aplaudían.
Una vez que había terminado de interpretar mi canción, trataba de distinguir cada rostro, de no fallarle a ninguno, de recibir el calor de todos ellos, sin caer de nuevo en el dolor, la timidez y la angustia, como si mi pasado fuera mi caparazón y yo un caracol demasiado débil para emprender ese ascenso, demasiado ligada a la vieja senda del sufrimiento, demasiado llena de desprecio hacia mí misma.
Una modista de Florencia confeccionó para mí unas bonitas y amplias faldas de terciopelo y unas suaves túnicas de un tejido ligero que, cuando tocaba, me permitían mover los brazos libremente dentro de las mangas de seda abullonadas sin sentirme constreñida por el atuendo, sin que se rompiera el hechizo, pero disimulando mi gordura —que yo tanto detestaba—, de forma que cuando me veía obligada a contemplarme en algún documental sólo veía un destello de pelo, color y sonido. Era magnífico.
Cuando llegaba el momento y me colocaba debajo de los focos, cuando escudriñaba la oscuridad que me envolvía, comprendía que mis sueños eran míos.
No obstante, imaginaba que vendrían otros tiempos y otra música más siniestra, como es lógico. El rosario se compone de misterios gozosos, gloriosos y dolorosos. Duerme, madre, duerme plácidamente, estás a salvo y calentita. Lily, cierra los ojos. Padre, todo ha terminado, según dicen tu aliento y tus pupilas. Ciérralos. Dios santo, ¿pueden oír mi música?
Yo buscaba un lugar muy concreto, de mármol, ¿no?, y pese a recorrer tantos teatros de ópera —Venecia, Florencia, Roma—, no había caído en la cuenta de que el palacio de mármol de mis extraños sueños debía de ser un teatro de ópera. No lo sabía ni lo sospechaba al recordar en ese momento la escalinata central de esos sueños, cuyo diseño y estructura contemplaba reiteradamente en aquellos regios teatros construidos con pompa y una gran dosis de fe, cuya escalinata central ascendía hasta un rellano y luego se dividía hacia la derecha y la izquierda hasta el anfiteatro, donde se daban cita los elegantes y enjoyados aficionados a la ópera.
¿Dónde se encontraba ese palacio que se me había aparecido en sueños, un palacio tan lleno de mármol que rivalizaba con la basílica de San Pedro? ¿Qué significaba ese sueño? ¿Había sido sencillamente una filtración de su alma atormentada, que me había permitido contemplar la ciudad de Río, la escena de su último crimen antes de presentarse ante mí y hallar en mi alma una espina relacionada con ese lugar? ¿O se trataba de algo que mi propia fantasía había agregado a sus recuerdos, junto con el espumeante y magnífico mar que daba origen a un sinfín de fantasmas que danzaban sin cesar?
En ningún sitio había contemplado yo ese teatro de ópera, esa mezcla de belleza.
En Nueva York, tocamos en el Lincoln Center y en el Carnegie Hall. Nuestros conciertos se dividían en programas de diversa duración, lo que significaba que a medida que transcurrían las horas, yo podía seguir tocando —ininterrumpidamente— durante más tiempo, y el flujo de la melodía se tornaba más compleja, la gama de sonidos, más amplia, y la ejecución del concierto, más fluida.
Yo no soportaba escuchar mis propias grabaciones. Martin, Glenn, Rosalind y Katrinka se ocupaban de esos temas. Rosalind, Katrinka y Grady se encargaban de los contratos y el aspecto comercial del asunto.
Nuestras cintas, o discos, constituían objetos singulares. Ofrecían la música de una mujer que en realidad no sabía leer una nota de música, salvo do-re-mi-fa-sol-la-si-do, que jamás interpretaba la misma pieza por dos veces, que ni siquiera era capaz de repetir la misma canción, hecho que los críticos se apresuraron a señalar. ¡Cómo puede uno valorar esos logros, la improvisación, que en tiempos de Mozart no podía preservarse a menos que se dejara constancia de la misma por escrito, pero que ahora puede conservarse para siempre, con la misma reverencia otorgada a la «música seria»!
«Realmente, no es Chaikovski ni Shostakovich. No es Beethoven, ni Mozart».
«Si le gusta la música densa y dulce como la miel, le complacerán las improvisaciones de la señorita Becker, pero algunos de nosotros deseamos algo más de la vida que unas tortas de miel».
«Es genuina, probablemente, desde un punto de vista técnico, maníaco depresiva, quizás incluso epiléptica —sólo su médico lo sabe con seguridad—; obviamente, no tiene ni idea de lo que hace, pero el efecto resulta, sin duda, hipnotizador».
Los elogios eran emocionantes —genio, cautivadora, mágica, ingenua— y al mismo tiempo alejados por igual de las raíces de la canción que yo llevaba dentro y de lo que sabía y sentía. Sin embargo, me produjeron el efecto de unos besos en el rostro, y causaban no menos satisfacción a las personas que me rodeaban. Además, sobre nuestros discos y cintas, que se vendían por millones, escribían comentarios muy favorables.
Nos trasladábamos de un hotel a otro por capricho, porque nos invitaban, a veces por azar.
Grady nos advirtió de que llevábamos un tren de vida demasiado elevado. Aun así, no pudo por menos de reconocer que las ventas de los discos habían rebasado ampliamente el fondo de fideicomiso de Karl, que se había doblado, y podían continuar indefinidamente.
No podíamos restringir los gastos, pero tampoco nos importaba. Katrinka se sentía segura. Jackie y Julie asistían a los mejores colegios en Estados Unidos y soñaban con ampliar estudios en Suiza.
Fuimos a Nashville.
Yo quería escuchar y tocar para los violinistas locales. Me puse en contacto con una joven genio, Alison Krauss, cuya música me chiflaba. Deseaba colocar un ramo de rosas a la puerta de su casa. Quizá reconociese el nombre de Triana Becker.
Mi sonido, sin embargo, ya no tenía nada de sureño ni de gaélico. Era absolutamente europeo, vienés y ruso, heroico y barroco —todo ello combinado—, las estremecedoras escalas de los melenudos, como los llamaban antes de que se apropiaran de esa etiqueta unos hippies que parecían Jesucristo. No obstante, yo era una de ellos.
Era un músico.
Un virtuoso.
Tocaba el violín. Lo manejaba con toda facilidad. Lo amaba. Lo amaba.
No necesitaba ir a hablar con la brillante Leila Josefowicz, con Vanessa Mae ni con mi estimada Alison Krauss. Tampoco con el gran Isaac Stern. No tenía valor suficiente para hacerlo. Sólo debía pensar que era capaz de tocar.
Podía tocar. Quizás algún día ellos escucharán a Triana Becker.
Se oían risas, unas risas que resonaban en las habitaciones de los hoteles donde nos reuníamos para beber champán y comer unos postres llenos de chocolate y nata, y donde por las noches, me tendía en el suelo y contemplaba la araña que pendía del techo, como solía hacer en casa, y cada mañana y cada noche…
Cada mañana y cada noche llamábamos a casa para averiguar si sabían algo de Faye, nuestra hermana desaparecida, nuestra querida hermana desaparecida. Hablábamos de ella en las entrevistas que nos hacían en las escalinatas de los teatros de Chicago, Detroit, San Francisco.
—… nuestra hermana Faye, a quien hace dos años que no vemos.
El despacho de Grady en Nueva Orleans recibía llamadas de personas que no eran Faye y que no la habían visto. No podían describir con exactitud su cuerpo menudo pero divinamente proporcionado, su sonrisa efervescente, su mirada cariñosa, sus manos diminutas, fuertes y cruelmente marcadas con unos pulgares pequeños a causa del alcohol que había envenenado las lóbregas aguas en las cuales se había debatido para sobrevivir; una criatura tan menuda, tan frágil…
A veces yo tocaba para la pequeña Faye. Nos encontrábamos en el camino enlosado situado en la parte posterior de la casa de St. Charles, ella sostenía el gato en los brazos y sonreía, ajena al dolor, como si fuera un duendecillo invencible, ajena a la borracha que yacía postrada en su habitación, a las peleas a gritos, al sonido de una mujer que vomitaba al otro lado de la puerta del cuarto de baño. Yo tocaba para Faye, a quien le encantaba tumbarse en el patio y notar cómo se secaba la lluvia sobre las losas, bajo el sol. Faye conocía esos secretos, mientras que otras personas se peleaban y acusaban mutuamente.
En algunos momentos, mientras estábamos de gira, los otros lo pasaban mal, porque yo no podía parar de tocar el Stradivarius largo. Me volvía loca, según afirmaba Glenn. El doctor Guidry vino a verme. En cierto lugar, mi cuñado Martin sugirió que me hicieran unos análisis para comprobar si me drogaba, y Katrinka se enfadó con él.
No era una cuestión de drogas ni de vino, sino de música.
Era como la versión de un violinista de Las zapatillas rojas. Yo tocaba sin parar, hasta que los otros ocupantes de la suite se quedaban dormidos.
En cierta ocasión, incluso tuvieron que sacarme del escenario. Fue como una operación de rescate, porque no dejaba de tocar, y la gente seguía pidiéndome más bises. Caí redonda al suelo, pero me recuperé de inmediato.
Descubrí la magistral película titulada Amor inmortal, en la que el gran actor Gary Oldman había captado al Beethoven que yo había adorado toda mi vida y que quizás, en mi locura, había llegado a vislumbrar. Miré en los ojos del actor Gary Oldman: había captado su trascendencia, el sonido heroico con el que yo soñaba, el aislamiento que conocía y la perseverancia que se había convertido en mi misión cotidiana.
—¡Encontraremos a Faye! —afirmó Rosalind. En los comedores de los hoteles revivíamos todas las cosas buenas que habían ocurrido—. Has tenido un éxito tan clamoroso que Faye tiene que haberse enterado por fuerza. Regresará a casa, querrá estar con nosotros en estos momentos.
Katrinka se dedicaba a contar chistes y a gastar bromas. Nada era capaz de desalentarla o inquietarla, ni los impuestos, ni la hipoteca, ni la vejez, ni la muerte, ni a qué universidad enviaría a las chicas, ni si su marido gastaba demasiado dinero.
Porque en esa situación de éxito y prosperidad todo podía ser solventado o resuelto.
Aquello era el «éxito moderno», un éxito que sólo se conoce en nuestros tiempos, cuando en todo el mundo la gente puede grabar, ver y escuchar —simultáneamente— las improvisaciones de una violinista.
Nos convencimos de que Faye tenía que compartir todo aquello con nosotros, que de una forma u otra en alguna parte lo hacía, porque ansiábamos dar con ella. Faye, vuelve a casa, no has muerto, ¿dónde estás? Faye, es divertido viajar en limusina y alojarse en suites lujosas; es divertido abrirse paso a codazos a través de los admiradores que aguardan a las puertas del teatro.
Faye, el público nos brinda su amor. Faye, nunca volverás a sentir frío.
Una noche, en Nueva York, me hallaba de pie detrás de un grifo de piedra, creo que en la azotea del hotel Ritz-Carlton, contemplando Central Park. Soplaba un viento frío, como en Viena. Pensé en mi madre, en el día en que me había pedido que rezara el rosario con ella; me había hablado de su vicio de beber —algo que nunca había mencionado a ninguna de nosotras— y había afirmado que llevaba el deseo del alcohol en la sangre, que lo había heredado de su padre, y éste del suyo. Reza el rosario. Cerré los ojos y la besé. La agonía en el jardín.
Aquella noche toqué para ella en la calle.
Pronto, en octubre, cumpliría cincuenta y cinco años.
Un día llegó —como yo sabía que llegaría— el inevitable momento.
Qué amable por parte de Stefan —y qué impulsivo e imprudente— escribirme una nota de su espectral puño y letra; ¿o había penetrado en un cuerpo humano para redactarla?
No existía nadie que tuviese una letra tan perfecta, unos trazos largos y airosos escritos en una tinta de un majestuoso color púrpura, y nada menos que sobre pergamino, nuevo, desde luego, pero tan firme como el mejor pergamino de su época.
Stefan no sabía guardar un secreto.
«Stefan Stefanovski, tu viejo amigo, te invita cordialmente a asistir a un concierto benéfico en Río de Janeiro, y confía en verte allí. Tú y tu familia os hospedaréis en el hotel Copacabana, de Río. Todos los gastos corren de mi cuenta. Para cualquier cosa que desees me tienes a tu disposición. Te ruego que llames al siguiente número, a cobro revertido, para ultimar los detalles del viaje».
Katrinka se ocupó telefónicamente de los detalles.
—¿En qué teatro? ¿El teatro Municipal?
Suena moderno, aséptico, pensé.
«Te daría a Lily si pudiera hacerlo».
—Supongo que no te apetece ir, ¿no es cierto? —preguntó Roz.
Se había bebido su cuarta cerveza y estaba de un humor alegre y afectuoso, con el brazo alrededor de mis hombros. Yo estaba adormecida, apoyada contra ella, y miraba por la ventana. Nos encontrábamos en Houston, una ciudad verdaderamente tropical, con un ballet fantástico y una no menos fantástica ópera, por no hablar del público, que nos había acogido con calidez y sin reservas.
—Yo no tengo ganas de ir —terció Katrinka.
—¿A Río de Janeiro? —pregunté—; ¡pero si es un sitio precioso! Karl deseaba ir, quería completar el trabajo de documentación para su libro sobre san Sebastián, su santo, su…
—Ámbito académico —intervino Roz.
Katrinka se echó a reír.
—Bien, su libro ya está terminado y publicado —comentó Glenn, el marido de Roz—. Grady nos ha enviado unos ejemplares. Dice que todo marcha sobre ruedas. —Se ajustó las gafas sobre la nariz, se sentó y se cruzó de brazos.
Miré la nota. Ven a Río.
—Lo leo en tu expresión. ¡No vayas!
Aturdida, observé la nota; tenía las manos húmedas y temblorosas. Su letra, su nombre.
—¿De qué diantres me estás hablando? —pregunté.
Hubo un intercambio de miradas.
—Si no lo recuerda ahora, lo hará más tarde —señaló Katrinka.
—Esa mujer que te escribió, tu vieja amiga de Berkeley, la que te dijo…
—¿Que Lily había renacido en Río? —pregunté.
—Sí —contestó Roz—, no vayas, o te sentirás fatal. Recuerdo que Karl deseaba ir. Tú dijiste que siempre habías querido visitar ese lugar, pero que no te veías con ánimos. Te oí decírselo a Karl…
—No recuerdo haberle dicho eso —aclaré—. Sólo recuerdo que no fui y que él sí quería hacer el viaje. Ahora debo ir.
—Triana —intervino Martin—, no hallarás la reencarnación de Lily ni allí ni en ninguna parte.
—Eso ya lo sabe —apostilló Roz.
El rostro de Katrinka reflejaba un dolor intenso, familiar. Yo no quería verlo.
Katrinka adoraba a Lily. Roz no había estado con nosotras en Berkeley y San Francisco en aquella época. Sin embargo, Katrinka no se había apartado de su cama, de su ataúd, en el cementerio, durante la agonía y la muerte de Lily.
—No vayas —dijo Katrinka con voz entrecortada.
—Voy por otro motivo —repuse—. No creo que Lily esté allí. Si vive no debe de necesitarme, de lo contrario habría acudido a…
Me callé. Oí las palabras crueles y odiosas que él había pronunciado para herirme.
«Estabas celosa, celosa de que tu hija se le hubiera aparecido a Susan en vez de a ti, reconócelo. Eso fue lo que pensaste. ¿Por qué no había acudido tu hija a ti? Y perdiste la carta, no la contestaste, aunque sabías que Susan era sincera y lo mucho que había querido a Lily y lo mucho que deseaba creer…».
—¿Triana?
Alcé la vista. En los ojos de Roz vi reflejado el viejo temor, un temor como el que habíamos experimentado años atrás, antes de tener ante nosotras todo cuanto deseábamos.
—Descuida, Roz, no voy en busca de Lily. Este hombre… Le debo un favor —expliqué.
—¿Quién es ese Stefan Stefanovski? —preguntó Katrinka—. Las personas con las que he hablado por teléfono no saben quién es. Me refiero a que la invitación es firme, pero no tienen ni idea de qué clase de hombre…
—Lo conozco bien —respondí—. ¿No te acuerdas? —Me levanté de la mesa y cogí el violín, que había dejado junto a la silla, pues nunca estaba a más de unos pocos centímetros de donde me hallaba.
—¡El violinista de Nueva Orleans! —exclamó Roz.
—El mismo, Stefan. Deseo ir allí. Además… dicen que es un sitio precioso.
¿Era posible que fuera el lugar que aparecía en el sueño? Lily sin duda había sabido elegir el paraíso.
—El teatro Municipal… suena insulso —comenté. ¿Había pronunciado alguien esas mismas palabras en otra ocasión?
—Es una ciudad peligrosa —observó Glenn—. Son capaces de matarte para robarte las zapatillas. Está lleno de pobres que levantan sus chabolas en las laderas de las montañas. En cuanto a la playa de Copacabana, está rodeada de edificios que construyeron hace décadas…
—Es precioso —musité.
Las palabras no eran audibles. Sostuve el violín en la mano; pulsé las cuerdas.
—Por favor, no te pongas a tocar ahora o enloqueceré —dijo Katrinka.
Roz y yo soltamos una carcajada.
—Me refiero a que no siempre… —apresuró a añadir Katrinka.
—De acuerdo. No obstante, deseo ir, debo hacerlo. Stefan me lo ha pedido.
Les dije que no era necesario que me acompañaran. A fin de cuentas, era Brasil, pero para cuando subimos al avión todos estaban ansiosos por llegar a ese mundo exótico y legendario de bosques tropicales y playas inmensas, y a ese teatro Municipal, que sonaba a auditorio de hormigón.
Naturalmente, no se debía a eso.
Tú lo sabes.
Brasil no es otro país, sino otro universo, un universo en el que los sueños asumen formas diversas, donde día tras día los humanos se comunican con los espíritus y los santos y los dioses africanos se funden en altares dorados.
Tú sabes lo que hallé. Por supuesto…
Yo estaba asustada. Los otros lo advirtieron, lo presintieron. El viaje me hizo pensar en Susan, y no sólo en su carta, sino en lo que me había dicho acerca de la muerte de Lily. No dejaba de pensar en que mi hija sabía que iba a morir. Yo había querido ocultarle ese secreto pero ella le había dicho a Susan: «¿Sabes?, voy a morirme», y se había echado a reír. «Lo sé porque mamá lo sabe y tiene miedo».
Aun así, te lo debo, Stefan. Debo a tus siniestros ataques las fuerzas que he logrado reunir. No puedo negártelo.
Así pues, hice un esfuerzo por sonreír, pero no solté prenda. Hablar de una niña que ha muerto no cuesta mucho. Hacía tiempo que ellos habían dejado de preguntarme cómo había llegado a Viena. No relacionaban nada con el loco violinista.
De modo que partimos. Oí risas de nuevo, y debajo de las risas percibí el temor, como las sombras que se proyectaban en la gran casa color pardo cuando mi madre empinaba el codo y mis hermanas dormían en aquel pegajoso calor y yo temía que, si la casa ardía, no conseguiría sacarlas de allí; nuestro padre se había marchado y yo no sabía dónde localizarlo, y los dientes me castañeteaban, aunque hacía calor y los mosquitos revoloteaban en la oscuridad.