15

La suite real era enorme, blanca y dorada, y las paredes estaban revestidas de brocado marrón grisáceo. Sobre mi cabeza contemplé unos círculos de yeso color beis. Era una belleza relajante. En los techos vi también las inevitables volutas de nata batida, y una gran cartela en cada esquina. El lecho era moderno en su tamaño y firmeza. En lo alto advertí unas filigranas galopantes. Me tumbé bajo un montón de edredones blancos, en una suite digna de la princesa de Gales o de una millonaria excéntrica.

Yacía semidormida, sumida en el sueño ligero de quien está demasiado agotado o preocupado como para dormir profundamente, un sueño incómodo en el que las voces tienen un sonido áspero que irrita la piel.

El calor era moderno y delicioso. Unas ventanas de dobles batientes cubiertos con ricos cortinajes impedían que penetrara la fría atmósfera vienesa. Era como abrir dos veces la ventana. El calor emanaba de unos radiadores discretamente situados y llenaba la espaciosa estancia.

—Madame Becker, el conde Sokoloski desea que sea usted su huésped.

—Le he dicho cómo me llamo. —¿Moví los labios? Volví la cabeza y contemplé un aplique dorado con dos brazos, del que pendían unos adornos caprichosos, cuyas bombillas brillaban alegremente contra el muro de yeso—. No hace falta que este caballero se muestre tan amable conmigo. —Traté de expresarme con claridad—. Por favor, llame al hombre del que le hablé, mi abogado, Grady Dubosson.

—Ya hemos efectuado esas llamadas, madame Becker. Van a remitirle un dinero. El señor Dubosson vendrá a buscarla; y sus hermanas le envían un saludo cariñoso. Les tranquiliza saber que está usted aquí, a salvo.

¿Cuánto tiempo llevaba en aquel lugar? Sonreí al recordar una escena muy hermosa de una vieja película basada en El cuento de Navidad, de Dickens, en la que Scrooge, interpretado por Alastair Sim, un actor inglés, despierta la mañana de Navidad y, al comprobar que es otro hombre, dice: «No sé cuánto tiempo he estado entre los espíritus». Un final feliz.

Había un escritorio blanco, una silla de madera tapizada en seda azul noche y una planta vistosa; la mujer descorrió los finos visillos para dejar que penetrara la luz.

—El conde, que la ha oído tocar el Stradivarius, le ruega que acepte ser su huésped.

Abrí los ojos como platos.

¡El violín!

Estaba a mi lado, sobre la cama, y yo tenía la mano apoyada sobre las cuerdas y el arco. Su color marrón intenso y reluciente destacaba sobre la almohada blanca.

—Sí, está ahí, señora Becker —dijo la mujer en un inglés perfecto, enriquecido por el acento austríaco—, junto a usted.

—Lamento causarles tantas molestias.

—No nos causa usted ninguna molestia, señora Becker. El conde ha examinado el violín, aunque no lo ha tocado. No se ha atrevido a hacerlo sin su consentimiento. —El acento austríaco resultaba más suave, más fluido, que el alemán—. El conde colecciona esos instrumentos. Le ruega que acepte ser su huésped, señora; él lo consideraría un honor. ¿Desea cenar algo?

Stefan se encontraba en un rincón de la habitación.

Pálido, agazapado, desvaído, como si sus colores se hubieran desvanecido, era una figura que, oscurecida por la bruma, me contemplaba fijamente.

Solté una exclamación de asombro y me incorporé, sujetando el violín contra el pecho.

—¡No te desvanezcas, Stefan, no te conviertas en uno de ellos! —exclamé.

A pesar de la tristeza y el sentimiento de derrota que lo embargaban, su rostro no cambió de expresión. La imagen oscilaba, como si estuviera a punto de disiparse. Se hallaba junto a la pared, con la mejilla apoyada contra el panel de damasco y los tobillos cruzados sobre el parqué, descansando en la bruma y la sombra.

—¡Stefan! No permitas que eso te suceda. No te vayas.

Miré a un lado y a otro en busca de los espíritus errantes, las sombras desdichadas, las almas en pena.

La alta mujer se volvió hacia mí.

—¿Me habla usted, señora Becker?

—No; me dirigía a un fantasma —respondí. ¿Por qué no decirlo y acabar de una vez? Tal vez aquellos austríacos me hubiesen tomado por una loca de atar. ¿Por qué no?—. No hablo con nadie; es decir, a menos que vea usted a un hombre en ese rincón.

La mujer se volvió, hacia donde estaba Stefan, pero no lo vio.

Luego me miró sonriendo. Su extremada cortesía me impresionó, aunque parecía sentirse incómoda, como si no supiese qué hacer por mí.

—Se debe al frío, a los contratiempos, al largo viaje —dije—. No se lo diga al conde, no quiero que se preocupe. ¿Vendrá mi abogado a buscarme?

—Haremos cuanto podamos por usted —contestó la mujer—. Yo soy frau Weber. Éste es nuestro conserje, herr Melniker.

La mujer señaló hacia la derecha. Ella era bien parecida, alta y de porte noble, con el cabello negro recogido en un moño que ponía de relieve sus facciones juveniles. Herr Melniker era un joven de gélidos ojos azules que me observaba preocupado.

—Señora —dijo el conserje.

Frau Weber trató de disuadirlo con un leve movimiento de la cabeza y alzando la mano, pero él continuó:

—¿Sabe usted cómo vino a parar aquí, señora?

—Tengo un pasaporte —repuse—. Mi abogado me lo traerá.

—Sí, madame, pero ¿sabe cómo entró usted en Austria?

—Lo ignoro.

Miré a Stefan, que estaba abatido y con el rostro desvaído; sus ojos, no obstante, poseían una mirada febril.

—Frau Becker, ¿recuerda usted algo que…? —El hombre dejó la frase inconclusa.

—Creo que le convendría comer algo —terció frau Weber—, quizás un poco de sopa. Le traeremos una sopa excelente, y un poco de vino. ¿Le apetece una copa de vino?

Frau Weber no prosiguió. Ambos parecían hipnotizados. Stefan permanecía con la mirada fija en mí.

Percibí un ruido que fue intensificándose a medida que se aproximaba; era un hombre cojo que se apoyaba en un bastón. Reconocí de inmediato aquel sonido, diría incluso que me gustaba: el golpe del bastón en el suelo, el paso lento e irregular, otro golpe del bastón…

Me senté en la cama. Frau Weber se apresuró a ahuecar las almohadas. Al bajar la vista, comprobé que me habían puesto una mañanita de seda guateada, anudada al cuello, y debajo un camisón de franela blanca muy fina. Tenía un aspecto decoroso y limpio.

Observé mis manos, y al advertir que había soltado el violín, lo cogí y lo estreché contra el pecho.

No había habido ningún movimiento precipitado por parte de mi trágico fantasma. Ni siquiera se había movido.

—Está usted a salvo, señora. Es el conde, que está en el saloncito. ¿Desea usted que pase?

Lo vi en el umbral; las puertas de la habitación eran de doble hoja y presentaban un tapizado acolchado de cuero para impedir que se filtrara el menor sonido cuando estuviesen cerradas. El anciano canoso que había visto en la acera estaba apoyado en su bastón; aquella pose, junto con la barba y los mostachos blancos, le daban a la figura un aspecto anticuado y hermoso, como el de los venerables actores de las películas en blanco y negro; ¡ah, el sublime Viejo Mundo!

—¿Se siente usted bien, hija mía? —preguntó. Gracias a Dios que hablaba inglés. Se hallaba muy lejos de mí. Qué grandes eran esas estancias; tanto como las del palacio de Stefan.

Fuego. Llamas. El Viejo Mundo.

—Sí, señor, me encuentro perfectamente, gracias —respondí—. Me alegra comprobar que habla usted inglés, pues mi alemán es horrible. Le agradezco que sea tan amable conmigo. No quisiera causarle la menor molestia.

No era necesario añadir más. Grady pagaría las facturas y lo aclararía todo. Ésa es una de las ventajas de tener dinero, que otros se ocupan de dar las explicaciones oportunas. Me lo había enseñado Karl. ¿Cómo podía decirle yo a ese hombre que no necesitaba su hospitalidad ni su amabilidad? También era preciso aclarar otro extremo más sutil.

—Pase, por favor —dije—. Lamento mucho…

—¿Qué es lo que lamenta, hija mía? —preguntó el anciano.

Se acercó cojeando a la cama. Entonces me fijé en el pie de ésta, decorado con volutas; y más allá distinguí la araña de la otra habitación. Sí, era un palacio, el hotel Imperial.

El anciano lucía un medallón colgado del cuello y llevaba una chaqueta ribeteada de terciopelo negro que le caía más de un lado que del otro. Su barba blanca parecía estar perfectamente cepillada.

Stefan no se movió. Nos miramos. Sólo se apreciaba en él derrota y tristeza. Lo percibí incluso en la postura ladeada de su cabeza, en la forma en que estaba apoyado contra la pared, como si las partículas que le quedaban conociesen la fatiga o la vivieran con más intensidad en ese momento, y estuvieran entretejidas de modo muy precario. Al mirarme, Stefan movió los labios ligeramente: un rostro que le hablaba a otro, el suyo y el mío.

Herr Melniker había ido a toda prisa en busca de un amplio sillón de terciopelo azul para el conde; se trataba de un sillón estilo rococó, como no podía ser de otra manera, de los muchos que había distribuidos por la estancia.

El conde tomó asiento a una cortés distancia.

Percibí un aroma agradable.

—Chocolate caliente —dije.

—Así es —respondió frau Weber mientras me entregaba la taza.

—Son ustedes muy amables. —Sujeté el violín con la mano izquierda—. Tenga la bondad de dejar el platito ahí.

El anciano me miró con expresión de asombro y admiración, como solían hacer los ancianos cuando yo era niña, del mismo modo que me había mirado una monja vieja el día de mi primera comunión. Qué bien recuerdo su rostro arrugado, su expresión extasiada. Ocurrió en el viejo hospital Mercy, el que después derribaron. La monja, que iba vestida de blanco, dijo: «Este día eres pura, muy pura».

Mis padres me habían llevado a visitar a las monjitas del hospital, como era costumbre el día en que un niño hacía la primera comunión. ¿Dónde había puesto yo el rosario?

Reparé en que la taza de chocolate me temblaba en la mano. Me volví hacia la derecha para mirar a Stefan.

Bebí un sorbo; estaba a una temperatura perfecta. Apuré el contenido. Era un chocolate espeso y dulce, al que habían agregado una generosa cantidad de nata.

—Viena —dije.

El anciano frunció el entrecejo.

—Posee usted un tesoro muy extraordinario, hija mía.

—Oh, sí, señor —corroboré—, lo sé. Es un Stradivarius largo, y el arco es de madera de Pernambuco.

Stefan entornó los ojos. Estaba hundido. «¿Cómo te atreves?».

—No, madame, no me refiero al violín, aunque es uno de los instrumentos más soberbios que he visto en mi vida, mucho más incluso que cualquiera que haya vendido o me hayan ofrecido. A lo que me refiero es a sus dotes como intérprete, a la música que ha tocado hace un rato en la calle, la que nos ha hecho salir del hotel. Ha sido… un arrebato puro e inocente. Ése es el don.

Tuve miedo.

«Es lógico. ¿Qué te hizo pensar que podías hacerlo sola, sin mi ayuda? Has regresado a tu mundo con el instrumento, pero no sabes tocarlo. No tienes el menor talento; te aprovechaste de mis artes mágicas y ahora te arrastras de nuevo. No eres nada».

—Ahora mismo lo veremos —dije dirigiéndome a Stefan.

Los otros se miraron. ¿Con quién hablaba cuando volvía la mirada hacia el rincón vacío de la habitación?

—Digamos que es obra de un ángel —dije, mirando al conde y señalando el lugar donde se encontraba Stefan—. ¿No ve al ángel que está allí?

El conde miró alrededor. Yo hice lo propio. Por primera vez me fijé en el elegante tocador de espejos plegables, un mueble mucho más bonito que el que tengo en casa y que habría hecho las delicias de cualquier mujer. Observé las alfombras orientales de un azul desvaído y un marrón rojizo, y también los finos y transparentes visillos de las ventanas debajo de los amplios festones de brocado de seda.

—No, hija mía —respondió el conde—. No lo veo. ¿Me permite decirle mi nombre? ¿Me permite ser también su ángel?

—Creo que debería serlo —contesté, y aparté la vista de Stefan para fijarla en el anciano, que tenía una cabeza voluminosa y una larga y abundante cabellera. Sus ojos eran azules y fríos como los del joven Melniker. Poseía una blancura iridiscente y su expresión denotaba inteligencia. Tenía las pestañas blancas.

—Quizá necesite un ángel bondadoso como usted —dije—, pues creo que el otro es un ángel malo.

«Basta de decir mentiras. Me robaste mi tesoro. Me has destrozado el corazón. Has pasado a engrosar las filas de las personas que me han hecho sufrir».

El fantasma pronunció esas palabras sin mover los labios, sin modificar su postura indolente, con ese aire de holgazanería propio de los débiles y cobardes.

—No sé qué hacer por ti, Stefan. Si supiera cómo ayudarte, cómo remediar…

«Ladrona».

Los otros murmuraron entre sí.

—Frau Becker —intervino la mujer—, este caballero es el conde Sokoloski. Discúlpeme por no habérselo presentado como es debido. Hace mucho tiempo que reside en nuestro hotel, y se alegra de tenerla entre nosotros. Rara vez abrimos al público estas habitaciones, pues las reservamos para ocasiones especiales, como ésta.

—¿A qué se refiere?

—Querida —terció el conde, interrumpiendo a frau Becker con exquisita cortesía y el talante sosegado y desprovisto de malicia de los ancianos—, ¿sería tan amable de tocar de nuevo para mí? Confío en que mi petición no le parezca una impertinencia.

«¡No! Sólo vanidosa e inútil».

—No me refiero a ahora mismo —se apresuró a añadir el conde—, dado que se siente indispuesta y necesita alimentarse y descansar antes de que sus amigos vengan a buscarla, sino cuando le apetezca… Si fuera tan amable de volver a tocar para mí… esa música…

—¿Cómo la describiría, conde? —le pregunté.

«¡Anda, díselo, ya que le interesa tanto saberlo!».

—¡Silencio! —ordené a Stefan—. Si es tuyo, ¿por qué no puedes recuperarlo? ¿Por qué sigue en mi poder? Oh, no me hagan caso, disculpen este exabrupto. Dispensen mi costumbre de hablar en voz alta a imágenes inventadas y soñar despierta…

—No, está muy bien —señaló el conde—. A las personas dotadas como usted no se les hacen preguntas.

—¿Cree que soy una persona dotada? ¿Qué me ha oído tocar?

Stefan sonrió con agresivo desdén.

—Sé lo que yo he oído —agregué con tono de disculpa—, pero me gustaría saber qué ha oído usted.

El conde reflexionó por un instante.

—Algo portentoso —contestó—; y absolutamente original.

No lo interrumpí.

—Algo… ¿que acaso expresaba perdón? Era una mezcla llena de éxtasis y de resignación amarga… —Tras una pausa, continuó—: Era como si Bartók y Chaikovski caminaran dentro de usted y se fundieran en uno solo, el moderno dulce y el moderno trágico. Su música me reveló un mundo muy lejano en el tiempo, anterior a las guerras… cuando yo era un niño demasiado joven para esas evocaciones tan sublimes. Sin embargo, lo recuerdo. Recuerdo bien ese mundo.

Me enjugué el rostro.

«Anda, confiésalo, dile que no puedes volver a hacerlo. No sabes tocar. Soy yo el dotado, no tú».

—¿Quién lo dice? —pregunté a Stefan.

Se enderezó, con los brazos cruzados, y la ira intensificó el color de su rostro.

—Siempre es una cuestión de angustia, ¿verdad?, insignificante o poderosa. ¡Ahora mismo resplandeces de rabia! ¡Incluso me haces dudar! ¿Y si tu desafío me diera la fuerza necesaria para tocarlo?

«Nada puede procurarte la fuerza necesaria. Te hallas más allá de mi poder, y el objeto que sostienes está muerto, no es sino un pedazo de madera seca, un instrumento antiguo que no sabes tocar».

—Frau Weber —dije.

La mujer me miró perpleja y, con disimulo y preocupación, echó un vistazo al rincón vacío. Volvió la vista de nuevo hacia mí y asintió con la cabeza, en un gesto de disculpa a la vez que protector.

—Sí, señora Becker.

—¿Podría proporcionarme una bata holgada con que cubrirme? Quiero tocar el violín. Tengo las manos calientes, muy calientes.

—Quizá sea demasiado pronto —señaló el conde. No obstante, se apoyó pesadamente en el bastón, y buscó a tientas la mano de Melniker y se levantó con dificultad. Rebosaba de expectación.

—Desde luego —contestó frau Weber al tiempo que cogía una sencilla bata de lana blanca que había a los pies de la cama.

Me volví y apoyé los pies en el suelo. Iba descalza y noté el cálido tacto de la madera; la bata me llegaba hasta los tobillos. Alcé la vista y observé el techo, los adornos y molduras espléndidos que conferían tanta belleza a aquella habitación suntuosa, de ensueño.

Cogí el violín.

Me puse de pie. Frau Weber me echó la bata sobre los hombros y yo introduje el brazo derecho por la holgada manga y luego sostuve el violín y el arco con la mano derecha mientras metía el brazo izquierdo en la otra.

A los pies de la cama había también unas zapatillas, pero no me las puse. Me gustaba sentir el tacto sedoso del parqué.

Me dirigí hacia la puerta abierta. No me parecía correcto tocar en el dormitorio, tanto si salía triunfante como derrotada de la empresa.

Entré en el amplio salón y, aturdida, me volví para contemplar el descomunal retrato de la gran emperatriz María Teresa. También había un escritorio, sillones y sofás exquisitos; y flores. Todo estaba lleno de flores frescas, como las de los muertos.

Contemplé perpleja los ramos de flores.

—Son de sus hermanas, señora. No he leído las tarjetas, pero ha llamado Rosalind, y también Katrinka. Fueron ellas quienes nos recomendaron que le preparáramos una taza de chocolate caliente.

Sonreí; a continuación reí disimuladamente.

—¿Y mi otra hermana? —pregunté—. ¿Recuerda algún otro nombre, Faye, por ejemplo?

—No, señora.

Me acerqué a la mesa situada en el centro de la estancia, sobre la que había un enorme jarrón, y examiné las numerosas y variadas flores que contenía; no conocía el nombre de ninguna de ellas, ni una sola especie, ni siquiera de los lirios rosados cuyos gruesos tentáculos estaban cubiertos de polen.

Con ayuda del joven conserje, el viejo conde se instaló en el sofá. Me volví hacia la derecha y observé que Stefan se había acercado a la puerta del dormitorio.

«¡Adelante, quiero ver cómo fracasas! Quiero ver de qué modo te quedas muda y desapareces. ¡Quiero verte desistir avergonzada y humillada!».

Me llevé la mano derecha a los labios.

—Dios mío —susurré con tono más reverente que cuando un francés dice mon Dieu—. ¿Cuál es el prólogo de esto? ¿Cuál es la fórmula, la regla? ¿Cómo puedo desechar lo que ni siquiera conozco?

Nuevamente interrumpió mis reflexiones.

«¡Empieza de una vez!».

Stefan se volvió como si se sintiera conmocionado. En su rostro observé una expresión de furia.

Di varias vueltas. Vi al aturdido conde, a la confusa frau Weber, al tímido Melniker, y luego al fantasma, que abría las puertas que daban al pasillo y se acercaba; los otros también vieron que las puertas se abrían, pero no así al fantasma, y seguramente creyeron que se debía a una corriente de aire.

El fantasma entró caminando como solía hacer cuando estaba vivo, según decían, con las manos cruzadas a la espalda, sucio como si acabara de levantarse de su lecho de muerte, con el cuello de encaje manchado y raído, e incluso unos fragmentos de la máscara de yeso aún adheridos al rostro.

La puerta del gabinete que daba al pasillo estaba abierta. Se congregó un grupo de personas vivas.

«Maestro». A Stefan se le partió el corazón. Las lágrimas rodaron por sus mejillas.

Sentí una profunda compasión por Stefan.

Sin embargo, el Maestro se mostró implacable y empleó un tono áspero aunque íntimo.

—¡Estoy cansado de que me hagas volver para esto, Stefan! —exclamó—. ¡Hacerme regresar para esto! Triana, toca el violín. Anda, hazlo.

Contemplé a la pequeña y empecinada figura que se encontraba al otro lado de la estancia.

—¡Ah, qué espléndida locura! —exclamé—. O tal vez sólo se trate de inspiración.

El fantasma se sentó en una silla y me lanzó una mirada furiosa.

—¿Podréis oír lo que toco? —pregunté.

—¡Por el amor de Dios, Triana! —rezongó el Maestro con un gesto brusco—. ¡Ya no estoy sordo! No he ido al infierno, de lo contrario no estaría aquí. —Soltó una sonora carcajada—. Estaba sordo cuando vivía, pero ahora no estoy vivo. ¿Cómo iba a estarlo? Anda, toca, ¡haz que se estremezcan! Toca para que paguen por todas las palabras crueles que te han dicho, por todas sus culpas. En todo caso, hazlo por lo que quieras. —El Maestro enderezó la espalda—. El motivo no importa. Imagina el sufrimiento o el amor. Habla con Dios o con la parte más noble de ti, pero crea esa música.

Conmovido, Stefan sollozaba. Miré a los seres humanos que estaban en la habitación. Me traían sin cuidado; pensé que nunca más volverían a importarme.

Sin embargo, comprendí que debía crear esa música para ellos.

—Adelante, toca —dijo Beethoven con un tono más afable—. No pretendía mostrarme tan brusco, de veras. Stefan, eres mi discípulo huérfano.

Stefan volvió la cabeza hacia el marco de la puerta, alzó el brazo para apoyar la frente en él y ocultó la cara.

Los asistentes mortales aguardaban desconcertados.

Me fijé en cada uno de ellos; traté de ver a los mortales en lugar de a los fantasmas. A través del gabinete miré a los que aguardaban en el pasillo. Herr Melniker se apresuró a cerrar la puerta.

—No, déjela abierta.

Empecé a tocar.

No parecía distinta aquella música ligera, fragante y sagrada, forjada por un hombre que no podía saber cuánta magia había creado a partir de la corteza de los árboles, que no podía imaginar el poder que iba a desencadenar a partir de un trozo de madera cálida y ondulada mientras le daba forma…

Deja que regrese a la capilla, madre. Deja que regrese a nuestra Madre del Perpetuo Socorro, que me arrodille allí contigo, en la inocente penumbra, ante el dolor y el sufrimiento. Deja que te coja la mano y te diga no cuánto lamento el que murieras, sino sencillamente que te quiero, que te quiero ahora. Te entrego todo mi amor en esta canción, como en las canciones que cantábamos en la procesión de mayo, que tanto te gustaban; y Faye regresará a casa, de algún modo comprenderá que la querías, estoy convencida de ello, lo presiento en el alma.

Oh, madre, ¿quién iba a pensar que había tanta sangre en la vida? ¿Quién podía imaginar que lo que amamos es lo que poseemos? Toco para ti, toco tu canción, la canción de tu salud y tu fuerza, toco para papá y para Karl, y dentro de un tiempo conseguiré tocar para el dolor, pero ahora ha oscurecido, nos encontramos en este apacible santuario, entre los santos que conocemos, y las calles están llenas de luz mientras nos dirigimos a casa, Rosalind y yo brincando frente a ti, volviéndonos para contemplar tu rostro risueño; deseo recordar esto, deseo recordar siempre tus grandes ojos pardos y tu sonrisa diáfana y segura. Madre, nadie tuvo la culpa de la calamidad que se abatió sobre todos nosotros, ¿verdad?, ¿o existe siempre una culpa y quizá la forma de ver más allá de ésta?

Mira, fíjate en estos robles que siempre, durante toda mi vida, derramaron sus ramas sobre mi cabeza, y estos ladrillos cubiertos de musgo sobre los que caminamos; mira el cielo teñido de púrpura como sólo existe en nuestro paraíso. Siente el calor de las lámparas, de la estufa de gas, de la fotografía de papá que hay sobre la repisa de la chimenea. «Vuestro papá durante la guerra».

Ahora leeremos un rato, nos acurrucaremos en la cama, nos hundiremos en ella para siempre. No es una tumba. La sangre puede proceder de muchos sitios. Ahora lo sé; no todos son iguales. Yo sangré por ti, sí, voluntariamente, y tú sangraste por mí.

Deja que esa sangre se mezcle.

Bajé el violín. Estaba empapada en sudor. Sentía un hormigueo en las manos, y el sonido de los aplausos retumbaba en mis oídos.

El viejo conde se puso de pie. Los que se hallaban en el pasillo entraron en la habitación.

—Es como si lo escribiera en el aire —comentó el conde.

Miré alrededor en busca de fantasmas. No había ninguno.

—Ven, debemos grabar esta música. No es un don adquirido, sino natural; un don sabio que no exige el precio acostumbrado.

El conde me besó en la cara.

—Pero ¿dónde estás, Stefan? —murmuré—. ¿Maestro?

Sólo vi a las personas que se encontraban en la habitación.

Entonces oí la voz de Stefan en mi oído; noté su aliento en mi oreja.

«No he terminado contigo, maldita, tú me arrebataste el violín. Ese don no es tuyo. Es cosa de brujería».

—No, te equivocas —respondí—. No ha sido cosa de brujería, sino algo que se ha liberado de una fuerza peligrosa, como cuando las aves nocturnas alzan el vuelo en una gigantesca bandada desde debajo de un puente. A propósito, Stefan, tú fuiste mi maestro.

El conde me besó. ¿Había oído mis palabras?

«Embustera, ladrona».

Me volví en redondo. El Maestro había desaparecido definitivamente. No me atreví a invocarlo, ni a intentarlo siquiera, porque no sabía cómo invocarlo, ni a él ni a Stefan.

—Ayúdalo, Maestro —murmuré.

Apoyé la cabeza en el pecho del conde. Aspiré el olor de su anciana piel, un olor grato, familiar en su ancianidad, como la piel de mi padre antes de que muriera, perfumada debajo de la ropa, impregnada de unos polvos que olían a limpio. Tenía los labios húmedos y tersos, y el pelo canoso y suave.

—Maestro, no dejes a Stefan aquí, te lo ruego…

Cogí el violín y lo sostuve con las manos, con fuerza, con todas mis fuerzas.

—No se inquiete, hija mía —dijo el conde—. ¡Qué regalo nos ha hecho!