14

No respondió.

Atónito, el joven fantasma aguardó a que la mujer se hubiera marchado y, tras retroceder un paso, alzó la vista hacia el cielo, un cielo invernal típicamente vienés, de un gris sucio. Luego, con expresión solemne, contempló de nuevo la tumba.

En torno a él se agolparon los muertos, desgreñados y desorientados, que formaron un grupo más denso y siniestro que antes. ¡Qué espectáculo ofrecían esos espíritus!

«¿Ves a alguien a quien yo pueda recurrir? ¿Crees que tu hija Lily, tu padre o tu madre vagan errantes a través de esta lobreguez? No. Contempla mi rostro. Observa lo que el reconocimiento engendra y el aislamiento solidifica. ¿Dónde están mis espíritus colegas, sean cuales fueren sus pecados y los míos? Ni siquiera los monstruos ejecutados por crímenes abyectos se adelantan para tomarme de la mano. Me hallo aislado de estos espíritus, de estos espectros que ves. Contempla mi rostro. Mira, y verás dónde comenzó todo. Contempla el odio».

—¡Contémplalo tú! —repliqué—. ¡Aprende tú de él!

Por unos segundos vislumbré una figura que estaba de pie ante nosotros, con una mueca de desprecio hacia los muertos errantes e informes, y la fría mirada fija en la tumba.

Anochecía.

Otro cementerio se extendía ahora alrededor de nosotros. Era nuevo y en él se alzaban monumentos más imponentes y ostentosos que los anteriores. Supuse que también habrían levantado un monumento a… sí, a Schubert y a Beethoven, sus estatuas de piedra ensambladas como si fueran amigos aunque en vida apenas se habían conocido personalmente; y ante esa mole monumental, el joven y visible Stefan comenzó a interpretar una ardiente sonata compuesta por Beethoven, entretejiendo en el entramado de la pieza su propia obra, mientras un grupo de mujeres jóvenes, una de las cuales sollozaba, lo contemplaban embelesadas.

Los sollozos de la muchacha se mezclaron con los lamentos del violín; el semblante del fantasma reflejaba una expresión tan melancólica como el de la joven, y mientras ésta se llevaba las manos al vientre como si sufriera algún dolor, el violinista siguió desgranando las prolongadas notas, haciendo que las otras mujeres lo miraran arrobadas.

Parecían las admiradoras de Paganini en el Lido; el violinista mágico sin nombre ataviado según la moda de finales de siglo, que tocaba para los vivos y los muertos, y volvió la mirada hacia la mujer que no dejaba de llorar.

—¡Necesitas su dolor, te nutres de él! —exclamé—. Hallaste tu fuerza en él. Dejaste de tocar tu enloquecida y estridente canción para los muertos e interpretaste una melodía desinteresada en la que esas mujeres te vieron reflejado.

«Haces unos juicios precipitados, te equivocas. ¡Desinteresada! ¿Cuándo has visto que yo me comporte de forma desinteresada? ¿Y tú? ¿Te muestras desinteresada al apoderarte de mi violín? ¿Es desapego lo que sientes al contemplar este espectáculo? Yo no me nutro del dolor de esa mujer, pero su dolor le hizo abrir los ojos y verme, y las otras también me vieron. La canción surgió de mí, de mi talento, un talento con el que nací y que cultivé en vida. Tú no posees ese don. Te has apoderado de mi violín. Eres una ladrona al igual que lo fue mi padre, al igual que el fuego que estuvo a punto de quemar mi violín».

—Durante esta arenga no has dejado de aferrarte a mí. Siento tus labios sobre mi piel, tus besos, tus dedos en mis hombros. ¿Por qué? ¿A qué vienen estas muestras de ternura mientras escupes expresiones de odio en el oído? ¿A qué viene esta mezcla de amor y rabia? ¿Qué provecho puedes sacar de mí, Stefan? Te lo repito, presta atención a tu propia historia. No te devolveré un instrumento destinado a hacer que la gente enloquezca. Puedes enseñarme lo que quieras, que no te lo devolveré.

«¿Te recuerda a tu difunto marido? —susurró él—, ¿cuando las drogas lo habían vuelto impotente y se sentía humillado? Recuerda su rostro demacrado y su mirada fría y vidriosa. Te odiaba. Tú sabías que la enfermedad ya había hecho mella en él.

»No te abrazo llevado de mi amor por ti. Él tampoco te amaba. Te abrazo porque estás viva. Tu marido te consideraba una idiota con una casa bonita llena de cachivaches, platos de Dresde y escritorios decorados con graciosas figuras y taraceados con bronce dorado; sostenía las copas francesas ante tus ojos y limpiaba los candelabros; también te llenó el lecho de almohadones forrados de brocado.

»Y tú, convencida de su amor e imbuida de tu sentido del heroísmo, persuadida de que te casarías con ese hombre enfermo, ese hombre frágil, dejaste que tu querida hermana Faye se fuera de casa. No le demostraste cariño, no trataste de detenerla. No la viste coger los diarios de tu padre y leerlos con avidez. No la viste cuando contemplaba la puerta de la habitación del ático donde tú y tu flamante marido, Karl, yacíais en la cama. No reparaste en su fragilidad, no comprendiste que se sentía desplazada en la casa de su padre por ese nuevo drama, Karl, el hombre rico, del que tú te nutrías del mismo modo que yo me nutro de tu sufrimiento. No advertiste que Faye se convertía en una huérfana abatida por las palabras escritas de su padre, unas palabras que expresaban juicios, desengaños, reproches. ¡No viste su dolor!».

—¿Acaso tú ves el mío? —inquirí forcejeando para que me soltara—. ¿Ves mi dolor? Afirmas que el tuyo es mayor que el mío porque mataste a tu padre con tus propias manos. Yo no poseo ningún don para esa clase de crímenes, ni tampoco para tocar el violín. Sin embargo, compartimos el don de sufrir y de lamentarnos, así como la pasión por la majestuosidad, el insondable misterio de la música. ¿Crees que vas a suscitar mi compasión al obligarme a evocar unos recuerdos de Faye que no soporto? Eres una cosa muerta y repulsiva. Sí, vi el dolor de Faye, por supuesto, y dejé que se fuera, que se marchara de casa. Me casé con Karl, y eso le dolió, pues ella me necesitaba.

Me puse a llorar y traté de librarme de él. Sin embargo, no podía moverme; sólo era capaz de impedir que me arrebatara el violín y de volver la cabeza. Deseaba llorar a solas, pasarme el resto de la vida llorando. Lo único que deseaba era llorar, emitir esos sonidos que eterna e invariablemente constituyen el eco del llanto, como si fuera el único sonido verdadero.

Me besó debajo de la barbilla y en el cuello. Su cuerpo expresaba la necesidad de ternura, de paciencia y dulzura; me acarició el rostro con veneración y agachó la cabeza como si se sintiera avergonzado.

—¡Triana! —susurró con voz entrecortada.

—De modo que saltaste de la fuerza al amor por el Maestro —comenté—, pero ¿cuándo empezaste a hacer que la gente enloqueciera, que experimentase sufrimiento? —inquirí—. ¿O quizás estas nuevas aptitudes van dirigidas exclusivamente a mí, Triana Becker, una mujer corriente, vulgar y sin talento que vive en un bonito chalé blanco de la avenida; no creo haber sido la primera? ¿A quién sirves? ¿Por qué me despiertas cuando sueño con un mar hermoso? ¿Crees que sirves al hombre cuya lápida te causó un dolor tan profundo que adquiriste una forma material?

Gimió; parecía suplicarme que me callara.

Sin embargo, me negué a hacerlo.

—¿Crees que serviste al Dios al que rezabas? ¿Cuándo empezaste a crear dolor si el dolor no se producía con la suficiente intensidad para crearte a ti?

De pronto cobró forma otra escena. Circulaban unos trolebuses. Una mujer ataviada con un vestido largo estaba tendida en una cama de estilo art moderne, por llamarlo de algún modo. La ventana presentaba el singular diseño abstracto característico de la época. Junto a ella había un gramófono, en el que la bulbosa aguja estaba inmóvil y el plato giratorio aparecía cubierto de polvo.

Stefan tocaba para ella, que escuchaba con los ojos arrasados en lágrimas; oh, sí, las lágrimas de rigor, incesantes, pues en esta narración las lágrimas son tan frecuentes como cualquier palabra corriente y cotidiana. Dejad que la tinta se convierta en lágrimas y que éstas empapen el papel.

La mujer escuchaba con la mirada fija en el joven, que vestía una chaqueta corta y moderna, y lucía una cabellera lacia y sedosa —como si se negara a renunciar a ella, aunque sin duda sabía que podía modificar su aspecto—, mientras tocaba aquel instrumento celestial.

Era una canción magnífica que yo desconocía; quizá la hubiese compuesto él, y en cualquier caso poseía la disonancia característica de la música de principios de siglo, un sesgo, una pulsión, una clamorosa protesta contra la naturaleza y la muerte. Ella no dejaba de llorar. Tenía la cabeza apoyada en un cojín de terciopelo verde; era una mujer elegante, que, con su traje informal, sus zapatos puntiagudos y sus suaves rizos rojos, parecía pintada sobre vidrios de colores.

Él se detuvo. Depuso sus eficaces armas y la miró con ternura; luego se acercó a ella y se sentó en un diván curvo situado junto a la cama. ¡La besó! Era tan visible y palpable para ella como para mí, y su mata de pelo cayó sobre la mujer como caía sobre mí en esos momentos en el espacio no delimitado, sombrío y azotado por el viento, desde el cual presenciábamos la escena.

En un alemán más fresco y asequible para mi oído, le dijo a la mujer tendida en el lecho:

—Hace años el gran Beethoven tenía una amiga, una mujer de salud delicada, llamada Antoine Brentano. Él la amaba con infinita ternura, como a muchas otras personas. Chitón. No creas las mentiras que cuentan acerca de él, Beethoven amaba a mucha gente. Pues bien, cuando a madame Brentano le sobrevenía el dolor, Beethoven, sin decir una palabra a nadie, acudía a su casa de Viena y durante horas tocaba el pianoforte para ella con la intención de aliviar así sus dolores. Las melodías ascendían a través de las tablas del suelo hasta la habitación que ocupaba la mujer, y la consolaban y mitigaban su sufrimiento. Después Beethoven se retiraba discretamente, sin despedirse de nadie. Ella lo quería mucho por su amabilidad.

—Como yo te quiero a ti —dijo la joven.

¿Habría muerto madame Brentano, quizás hacía mucho tiempo, o sería, sencillamente, una anciana?

—¿Hiciste que se volviera loca?

«¡No lo sé! Observa. ¡No reconoces la profundidad de todo esto!».

La joven alzó los brazos desnudos y rodeó con ellos al fantasma, un ser sólido y aparentemente del género masculino, que la deseaba con pasión; deseaba su carne perfumada y sus lágrimas, que lamía con su lengua espectral en un gesto tan escandaloso que, de repente, toda la escena quedó a oscuras.

Él le lamía los ojos, las lágrimas saladas. ¡Basta!

—¡Suéltame! —exclamé, y me debatí a codazos y puntapiés para librarme de él. Por fin eché la cabeza hacia atrás y oí el impacto de mi cráneo contra el suyo—. ¡Suéltame! —repetí.

«Te soltaré cuando me entregues el violín. Los ojos… ¿se conservan aún los ojos de Lily en un tarro? Dejaste que le hicieran la autopsia, ¿recuerdas? ¿Por qué? ¿Para asegurarte de que tú no la habías matado por negligencia o por alguna estupidez? Sus ojos, ¿recuerdas? Unos ojos, los ojos de tu padre; cuando expiró estaban abiertos, y tu tía Bridget te preguntó si querías cerrárselos, Triana. Te dijo que era un honor cerrar los ojos de un difunto, y te explicó cómo colocar la mano…».

Por más que me esforcé, no logré que me soltara.

Oí una melodía fantasmagórica y salvaje, acompañada de tambores, tras la cual se elevaba la música de su violín.

«Aquel día en que dejaste a tu madre ir al encuentro de la muerte, ¿la miraste a los ojos? Murió debido a un ataque, so estúpida. Pudiste haberla salvado; no estaba vieja y achacosa, sólo cansada de vivir, de vosotros, de sus sucias hijas y de su marido pueril y timorato».

—¡Basta!

De pronto vi a mi captor. Éramos visibles. Había empezado a clarear. Él se hallaba a cierta distancia de mí. Lo miré con furia, sin soltar el violín.

—¡Malditos seáis tú y todas tus visiones! —exclamé—. Sí, confieso que soy culpable de haberlos matado a todos; y si Faye ha muerto y yace en una tumba, también soy responsable de ello. ¡Sí, soy culpable! ¿Qué harás con el violín si te lo devuelvo? ¿Utilizarlo para enloquecer a otra persona? ¿Para devorar sus lágrimas? Te odio. Mi música era mi alegría. ¡Mi música era mi transcendencia! ¿En qué se basa la tuya sino en el daño y la crueldad?

—¿Y por qué no? —replicó él.

Luego se aproximó, puso las manos en mi cuello, a traición, y empezó a apretar. No soporto que alguien me toque en un lugar tan delicado como el cuello, ni siquiera alguien a quien amo, pero no estaba dispuesta a caer en la trampa de tratar de librarme de él.

—¿Posees la fuerza necesaria para matarme? —pregunté—. ¿Has traído también ese poder a este vacío, el poder de matar como mataste a tu padre? Adelante, acaba conmigo. Quizás estemos a las puertas de la muerte y tú seas el dios que sostiene la balanza para pesar mi corazón. ¿Es éste un razonamiento lógico, formado por las cosas que yo amaba en la vida?

—¡No! —gritó sobrecogido, y se puso a llorar de nuevo—. No. ¡Mírame! ¿No ves lo que soy? ¿No ves lo que me ha ocurrido? ¿No lo comprendes? Estoy perdido, solo, y cualquiera que penetre en el vacío en estas circunstancias se sentirá tan solo como yo. Nosotros, los espíritus visibles y poderosos, y seguramente hay más, no podemos comunicarnos los unos con los otros… ¿Traerte a Lily? ¡Ojalá pudiera! ¿A tu madre? Lo haría sin vacilar, si supiera cómo; sí, ve a consolar a la hija que se ha pasado inútilmente la vida llorando la muerte de su madre. Cuando emprendí contigo este viaje de regreso al dolor, cuando nos encontrábamos frente a la mansión en llamas de mi padre, vi por primera vez la sombra de Beethoven. ¡Su fantasma! ¡Él regresó por ti, Triana!

—O para detenerte, Stefan —le respondí con un tono más suave—, para perfeccionar tus artes mágicas. La tuya es una magia a la par ingenua y poderosa. Este violín es de madera, tú y yo somos seres humanos, pero uno de nosotros está vivo y el otro está formado por una voracidad sin límites…

—¡No! —murmuró él—. No es voracidad. Jamás lo ha sido.

—Suéltame. No me importa si esto es producto de la locura, de un sueño o de la magia; ¡quiero alejarme de ti!

—No puedes hacerlo.

Sentí el cambio. Estábamos disolviéndonos. Sólo el violín que sostenía en las manos poseía forma. Volvimos a desvanecernos. No poseíamos cuerpo ni identidad. La escena adquirió forma; la fantasmagórica música seguía sonando.

Había un hombre de rodillas; se tapaba los oídos con las manos, pero Stefan, el violinista, no lo dejaba en paz: ahogaba el sonido que emitían unos individuos semidesnudos, de piel color café, que, con la mirada fija en el perverso violinista a quien seguían y temían, batían el tambor al son de la música.

A continuación vi con nitidez que una mujer golpeaba la forma tenaz y espectral del violinista mientras éste continuaba tocando una fúnebre melodía.

Luego apareció el patio de una escuela en el que crecían grandes y frondosos árboles y donde unos niños bailaban en corro alrededor del violinista, como si éste fuera el Flautista de Hamelín. Una maestra gritaba y trataba de llevárselos, pero no alcancé a oír su voz sobre el incesante cantabile del violinista.

De pronto advertí que unas figuras se abrazaban en la oscuridad, percibí unos susurros que me rozaban el rostro. Vi que el fantasma sonreía, y una mujer que le había ofrecido sus servicios se colocó ante él y ocultó la radiante expresión de su rostro.

«Ámalas, haz que enloquezcan; al fin y a la postre, daba lo mismo, porque se morían. Sin embargo, yo no moría. Este violín es mi tesoro inmortal, y si no me lo entregas de inmediato te arrancaré de esta vida y vendrás conmigo al infierno para siempre».

Habíamos llegado a un determinado lugar. La oscuridad se había disipado. Observé un techo sobre nuestras cabezas. Estábamos en un corredor.

—Espera, fíjate en estos muros blancos —dije, excitada y al tiempo alarmada, mientras experimentaba una espantosa sensación de déjà vu—. Reconozco este sitio.

Había unos asquerosos azulejos blancos y se escuchaba el diabólico sonido del violín; no era una música, sino una tortura chirriante e insistente.

—He visto este lugar en un sueño —señalé—, estos muros cubiertos de azulejos blancos… mira estas taquillas de metal; fíjate en estas enormes máquinas de vapor. ¡Y mira, una puerta!

Por un instante, mientras nos hallábamos junto a la verja oxidada, apareció de nuevo el bellísimo sueño, el que no sólo contenía el siniestro pasaje subterráneo y el túnel cerrado por una puerta, sino también el palacio de espléndido mármol, y antes que eso el magnífico mar y los espíritus que bailaban en la espuma, que en esos momentos no me parecieron seres desdichados como los espectros que habíamos contemplado con horror, sino criaturas libres e intactas que se nutrían del resplandor y el volumen de las olas, las ninfas de la vida. En el suelo había unas rosas.

—Ha llegado el momento.

No obstante, lo único que vimos fue la puerta que daba acceso al oscuro túnel. Las máquinas de vapor emitían un sonido monótono, y él tocó su violín ahí, en el túnel oscuro, sin que nadie dijera una palabra… Y el muerto, no, el moribundo… Fíjate, está desangrándose debido a unos cortes que tiene en las muñecas.

—Ah, y tú lo impulsaste a hacerlo, ¿no? ¿Es para demostrarme que nunca debo ceder ante ti?

«Le arranqué la música de la cabeza, igual que hice con la mía. Eso se convirtió también en un juego. En tu caso, te habría sacado de la cabeza a Mozart, el Pequeño Genio, pero a ti te fascinaba lo que yo interpretaba. Para ti, la música no representaba la bondad, no mientas; equivalía a la autocompasión. ¡La música hacía compañía incestuosa a los muertos! ¿Has enterrado en tu mente a Faye, tu hermana menor? ¿La has depositado en la funeraria sin un nombre, has comenzado a organizar un funeral espectacular y ostentoso? Con el dinero de Karl puedes comprarle un bonito ataúd; recuerda que se sentía fría y sola en la sombra de vuestro difunto padre… Tu hermana menor, que observaba cómo tu nuevo marido ocupaba el lugar de vuestro padre en la casa, una bendita llama que abandonaste sin más contemplaciones».

Me volví entre sus brazos invisibles, le di un rodillazo, como tal vez él había golpeado a su padre, y lo empujé con las manos. Lo vi bajo un destello de luz.

Las demás imágenes nos abandonaron. Ya no había azulejos blancos ni el monótono sonido de las máquinas. Incluso el hedor y la música habían desaparecido. Ningún eco nos indicaba que estuviéramos encerrados.

El Stefan que había acudido a verme a Nueva Orleans retrocedió violentamente, como si hubiera perdido el equilibrio, y luego se precipitó de nuevo hacia mí e intentó apoderarse del violín.

—No, no lo harás. —Le propiné otra patada—. ¡No lo harás! Está en mis manos, y no volverás a hacérselo a nadie. El propio Maestro te preguntó el motivo. ¿Por qué, Stefan? Me diste la música, sí, y también una perfecta absolución para confiscar el origen de ese don.

Alcé el violín y el arco con ambas manos, y a continuación eché la cabeza hacia atrás.

Él se llevó un dedo a los labios.

—Triana, te lo suplico. No entiendo lo que dices, ni tampoco lo que digo yo. Te lo ruego. Es mío; morí por él. Me alejaré de ti, Triana. ¡Te dejaré en paz!

¿Pisaba yo en aquel momento una superficie pavimentada y dura? ¿Qué lúcida fantasía nos rodeaba, qué otras cosas me serían reveladas? A través de la bruma distinguí vagamente unos edificios. Noté un aire frío.

—Triana —musitó, horrorizado.

—Antes lo romperé —le advertí—. Lo juro.

Sujeté el violín y el arco con más firmeza e hice ademán de arrojárselos. Él retrocedió, dolido y aterrorizado.

—No lo hagas —me suplicó—. Triana, te lo ruego, devuélveme el violín. No sé cómo lograste arrebatármelo ni qué justicia es ésta, qué ironía. Me jugaste una mala pasada. Me lo robaste. ¡Triana! ¡Dios mío, precisamente tú!

—Explícate, cariño.

—Que tú… tienes oído musical para apreciar esas melodías y esos temas…

—Sí, las melodías, los temas y los recuerdos que tú creas. ¿Cuánto cuesta el espectáculo que ofreces?

Negó con la cabeza, desesperadamente.

—Interpreté unas canciones para ti llenas de frescura, casi de vida. Cuando me hallaba frente a tu ventana, levanté la vista, vi tu rostro, sentí lo que tú llamas amor, y no recuerdo…

—¿Crees que con esa táctica conseguirás ablandarme? Ya te he dicho que tengo una justificación. Quizá nunca descubramos las reglas, pero el violín está en mi poder y tú no eres lo bastante poderoso para arrebatármelo.

Me volví de espaldas. Sí, pisaba una superficie pavimentada, y se había levantado viento.

Eché a correr. Creí percibir el sonido de un trolebús.

Noté la dureza del pavimento a través de la suela de los zapatos. Soplaba un viento gélido, desapacible. Sólo distinguía el firmamento blanco, unos árboles desnudos, sin vida, y unos edificios semejantes por su transparencia a fantasmas descomunales.

Seguí corriendo sin detenerme. Me dolían las plantas y los dedos de los pies, y los ojos me lagrimeaban debido al intenso frío. Sentí una opresión en el pecho. Corre, corre, sal de este sueño, de esta visión, encuéntrate a ti misma, Triana.

Entonces percibí de nuevo el sonido de un trolebús y unas luces. Me paré. El corazón me latía con fuerza.

Tenía las manos tan heladas que apenas si las sentía. Sujeté el violín y el arco con la mano izquierda y me eché aliento sobre los dedos de la derecha para que entraran en calor. Mis labios estaban agrietados a causa del frío. ¡Dios mío! Era el frío del infierno. El viento me traspasaba la ropa.

Llevaba las prendas ligeras que lucía cuando él me raptó: una blusa de terciopelo y una falda de seda.

—¡Despiértate! —exclamé—. Busca tu casa, ¡regresa a tu casa, pon fin a este sueño! Haz que termine.

¿Cuántas veces me había ocurrido regresar de una fantasía, un sueño o una pesadilla para despertar acostada en el lecho con dosel de la habitación octogonal y percibir el estrépito del tráfico que circulaba por la avenida? Si aquello era una locura, ¡no quería saber nada de ello!

¡Antes prefería vivir con la otra agonía!

Sin embargo, ¡esto era de veras consistente!

Los edificios eran modernos. En aquel momento doblaron la esquina dos trolebuses relucientes, de la época actual, enganchados el uno al otro, y ante mí vi una imagen luminosa que no era sino un quiosco de prensa abierto pese al intenso frío, cubierto de revistas multicolores.

Eché a correr hacia allí y tropecé con el raíl del trolebús. Reconocí el lugar. Me caí, pero me volví y conseguí salvar el violín, al protegerlo con el codo, que golpeó contra los adoquines.

Me levanté.

En el letrero que había delante de mí leí unas palabras que había visto con anterioridad.

HOTEL IMPERIAL. Era la Viena de mi tiempo, de mi momento, la Viena actual. Yo no podía estar allí, era imposible. No podía despertar en ningún sitio que no fuese aquel donde había empezado.

Pateé el suelo y bailé describiendo un círculo. ¡Despierta!

No obstante, nada cambió. Había amanecido y la Ringstrasse empezaba a cobrar vida; Stefan había desaparecido y por las aceras transitaban ciudadanos corrientes. De pronto salió el conserje del lujoso hotel en el que se habían alojado personajes importantes, como reyes y reinas, Wagner y Hitler, malditos fueran ambos, y Dios sabe cuántos más en las suites reales que yo había visto en una ocasión. Dios mío, estoy aquí, me has dejado aquí.

Un hombre se dirigió a mí en alemán.

Choqué contra el quiosco de prensa y derribé uno de sus exhibidores de revistas. Caímos todos al suelo, los rostros de las revistas y esa mujer tan torpe vestida con una falda de seda, que sostenía un violín y un arco en la mano.

Me asieron unas manos vigorosas.

—Discúlpenme, por favor —dije en alemán. Luego añadí en inglés—: Lo lamento mucho. Lo lamento; no pretendía… Oh, por favor.

Mis manos… No podía moverlas. Las tenía heladas.

—¿Cuál es tu juego? —grité, sin hacer caso de los rostros que me rodeaban—. ¿Hacer que se congelen y mueran, hacerme lo que tu padre te hizo a ti? ¡Pues no lo conseguirás!

Quería golpear a Stefan. Sin embargo, no había más que unas personas demasiado normales e indiferentes para ser otra cosa que reales.

Levanté el violín, lo apoyé debajo del mentón y comencé a tocar una vez más, en esa ocasión para sumergirme en la música, para saber, para hacer que mi alma se elevara y descubrir si un mundo real la recibía. Oí la música, fiel a mis deseos más recónditos e inocentes, la oí alzarse con fe amorosa. En aquella atmósfera neblinosa, el mundo era todo lo real que podía ser dadas las circunstancias: el quiosco de prensa, la gente en torno a mí, un coche pequeño que se había detenido.

Seguí tocando. Todo me traía sin cuidado. Mis manos fueron entrando en calor… Pobre Stefan. Mi aliento se transformaba en vapor en la gélida atmósfera. Seguí tocando sin parar. El sabio dolor no intenta vengarse de la vida.

De pronto noté que los dedos se me ponían rígidos. Tenía mucho frío, estaba helada.

—Entre, señora —dijo un hombre que había a mi lado.

Se acercaron otras personas, entre ellos una mujer joven que llevaba el pelo peinado hacia atrás.

—Entre —dijeron.

—Pero ¿dónde? ¿Dónde estamos? ¡Quiero mi lecho, mi casa, podría despertar si supiera cómo regresar a mi lecho y a mi casa!

Sentí náuseas. El mundo comenzaba a oscurecer de forma natural, y yo estaba quedándome congelada, estaba perdiendo el conocimiento.

—Les ruego que no se lleven el violín —dije.

No sentía las manos, pero veía el violín, su preciada madera. Distinguí unas luces que bailaban delante de mí, como suele ocurrir con las luces cuando llueve; sólo que no llovía.

—Sí, sí, querida; deje que la ayudemos. Coja el violín, nosotros la sostendremos a usted. Está a salvo.

Un anciano se detuvo enfrente de mí y se puso a hacer señas y a dirigir las maniobras de la gente que me rodeaba. Era un anciano venerable, típicamente europeo, con el cabello y la barba canosos y unas facciones singulares, como surgido del pasado más profundo de Viena, antes de las trágicas guerras.

—Dejen que yo misma sujete el violín —pedí.

—Ya tiene el precioso instrumento en las manos, querida —dijo la mujer—. Llamad a un médico de inmediato. Ayudadla a incorporarse; con cuidado. Nosotros le echaremos una mano, querida.

La mujer me guio por las puertas giratorias.

Sentí el impacto del calor y de la luz, y otra vez náuseas. Voy a morir, pero no despertaré.

—¿Dónde estamos? ¿Qué día es hoy? Mis manos… necesito calentármelas; agua caliente.

—Nosotros la sostenemos, hija mía, descuide, la ayudaremos.

—Me llamo Triana Becker, de Nueva Orleans. Llamen al abogado de mi familia, Grady Dubosson. Díganles que vengan a buscarme. Triana Becker.

—De acuerdo, querida —dijo el anciano de pelo canoso—. Haremos lo que desea, pero descanse. Cogedla en brazos. Dejad que sostenga el violín. No la lastiméis.

—Sí… —dije, imaginando que la luz de la vida se apagaría de súbito, que aquello era la muerte, que se había abatido sobre mí en una maraña de fantasía, esperanzas imposibles y repugnantes milagros.

Sin embargo, la muerte no se produjo, y ellos se mostraron delicados y gentiles conmigo.

—Nosotros la ayudaremos, querida.

—Sí, pero ¿quiénes son ustedes?