El vestíbulo de una gran mansión. El innegable elemento ornamental del barroco alemán, la madera dorada, dos murales, el uno frente al otro, un hombre y una mujer que lucían pelucas empolvadas.
Con las manos ocultas en los bolsillos de su chaqueta, Stefan consiguió entrar y se dirigió en ruso a los guardias, quienes se mostraban confusos y desconcertados ante aquel elegante caballero que había acudido a presentar sus respetos.
—¿Herr Beethoven está aquí? ¿En estos momentos? —preguntó Stefan en un ruso fluido. Un divertimento. Los guardias sólo hablaban alemán. Por fin apareció un miembro de la escolta privada del zar.
Stefan desempeñó el papel a la perfección. Sin sacar en ningún momento las manos de los bolsillos, hizo una profunda reverencia, a la manera rusa, y dejó que la capa rozara el suelo embaldosado. El candelabro que pendía del techo iluminó la figura vestida de negro, casi monacal.
—Vengo de parte del conde Raminski, desde San Petersburgo, para presentar mis respetos. —Su desparpajo y aplomo eran apabullantes—. De paso, quisiera transmitir un mensaje a herr Beethoven, quien compuso para mí un cuarteto que el príncipe Stefanovski se encargó de enviarme. Ah, os ruego que me permitáis conversar unos momentos con mi buen amigo; no deseo importunar a la familia a estas horas tan intempestivas, pero me informaron de que el velatorio se prolongaría toda la noche y podía acudir cuando deseara.
Stefan echó a andar hacia la puerta.
El ceremonioso talante que mostraban los guardias rusos fue de inmediato adoptado por los oficiales alemanes y los empelucados sirvientes, que siguieron a los guardias y se apresuraron a abrir la puerta.
—Herr Beethoven se ha ido a casa hace un rato, pero yo puedo conduciros a la habitación donde yace el difunto príncipe —dijo el oficial ruso, impresionado por el alto e imponente mensajero—. Si lo deseáis, puedo despertar…
—No. Como ya os he explicado, no deseo importunarlos a estas horas —respondió Stefan. Miró alrededor, como si en aquella grandiosa y majestuosa mansión no existiera ningún detalle que le resultara familiar.
Acto seguido, subió por las escaleras; la gruesa capa forrada de piel danzaba airosamente sobre los tacones de sus botas.
—La joven princesa —dijo Stefan mirando por encima del hombro al guardia ruso, que se apresuró a seguirlo— es una amiga de la infancia. La visitaré a una hora más oportuna. No obstante, permitidme contemplar por unos instantes al anciano príncipe y rezar una oración por su alma.
El guardia abrió la boca para decir algo, pero en aquel preciso momento llegaron a las puertas de la capilla ardiente. Era demasiado tarde para oponerse.
La cámara mortuoria era enorme, y sus muros estaban repletos de esas volutas blancas y doradas que hacen que las estancias vienesas nos recuerden un plato de nata batida. Había unas gigantescas pilastras decoradas con tracería dorada, una larga hilera de ventanas que daban al exterior, todas ellas enmarcadas por un arco redondeado debajo de un plafón dorado frente a unos espejos también dorados, y, en el otro extremo de la habitación, una puerta de doble hoja como la que acabábamos de trasponer.
El ataúd reposaba sobre un enorme catafalco rodeado por una cortina de terciopelo, y junto a él, sentada en una silla dorada, había una mujer dormida y con la cabeza inclinada sobre el pecho. En su nuca se advertía un collar de perlas de una vuelta; vestía un traje ceñido debajo del pecho, al estilo imperio, pero de riguroso luto.
El catafalco estaba cubierto y rodeado por unos exquisitos ramos de flores. Distribuidas por toda la estancia había jardineras de mármol que contenían lirios y rosas rojas.
Unas sillas blancas de estilo francés habían sido dispuestas en hileras, y su tapizado, un austero damasco verde oscuro, contrastaba con los vulgares armazones blancos de fabricación alemana. Ardían multitud de velas, solas, en candelabros y en la espectacular araña de cristal que colgaba del techo, semejante a la que se había desplomado en casa de Stefan; todo estaba lleno de cera de abeja encostrada, pura y blanca.
Centenares de llamas oscilaban tímidamente en la quietud de la habitación.
Al fondo había unos monjes sentados en fila, rezando el rosario en latín, en voz baja y al unísono. Ninguno de ellos alzó la vista cuando apareció la figura embozada y se dirigió hacia el catafalco.
En un largo diván dorado dormían dos mujeres; la más joven, con el cabello oscuro y las marcadas facciones de Stefan, tenía la cabeza apoyada en el hombro de la otra. Ambas vestían de negro y se habían alzado el velo que les cubría la cara. En el cuello de la mujer mayor, que tenía el pelo blanco y salpicado por unas hebras plateadas, relucía un broche. La más joven se agitó un poco, como si discutiera en sueños con alguien, pero no se despertó, ni siquiera cuando Stefan pasó ante ella.
«Mi madre».
El zalamero guardia ruso no se atrevió a detener al imperioso aristócrata, que se aproximó al féretro.
Ataviados con un uniforme prenapoleónico de satén azul y una peluca con coleta, los sirvientes situados junto a las puertas abiertas permanecían inmóviles cual figuras de cera.
Stefan se detuvo ante el catafalco. Dos peldaños más arriba, la joven seguía durmiendo en su pequeña silla dorada, con un brazo introducido en el ataúd.
«Es mi hermana Vera. ¿Notas que mi voz tiembla? Mírala, observa cómo llora a su difunto padre. Vera. Y mira dentro del ataúd».
Nuestra visión nos aproximó a él. Percibí el intenso y embriagador perfume de los lirios y otras flores, y el penetrante olor de las velas, el mismo que impregnaba el ambiente de la pequeña capilla de la calle Prytania de mi niñez, ese remanso de santidad y seguridad en el que nos arrodillábamos con nuestra madre frente a los espectaculares gladiolos colocados sobre el altar, que hacían palidecer nuestros modestos ramitos de lantana.
Qué tristeza. Oh, corazón, qué profunda tristeza.
Sin embargo, yo sólo podía pensar en la escena que se desarrollaba ante mí. En esta empresa, yo estaba con Stefan, y aterrorizada. La figura embozada subió en silencio por los dos primeros escalones del catafalco. La tensión me resultaba insoportable. Ningún recuerdo mío era más importante que ese dolor, ese sufrimiento, ese temor ante lo que iba a ocurrir, esa crueldad y esos sueños destrozados.
«Fíjate en mi padre. Observa al hombre que me destrozó las manos».
El cadáver presentaba un aspecto cruel, si bien de forma difuminada, árida e insignificante; sus rasgos eslavos eran más evidentes en la muerte; los ángulos, más duros; las mejillas, surcadas por profundas arrugas; la nariz, falsamente afinada por el empleado de la funeraria; los labios, excesivamente pintados de rojo y con las comisuras hacia abajo, sin el hálito vital de la parca sonrisa que solía lucir con tanta facilidad antes de enfurecerse y acabar así.
El rostro estaba muy maquillado y su cuerpo excesivamente recargado de pieles, joyas y galones de colores y terciopelo. Se trataba de una suntuosidad muy propia de los rusos, para quienes todo lo valioso debía brillar. Las manos, cargadas de sortijas, descansaban exangües sobre el pecho y sostenían un crucifijo.
Junto a él, sobre el satén que revestía el ataúd, estaba el violín, nuestro violín, sobre el que reposaba la mano de Vera, quien seguía dormida.
—¡No, Stefan! ¿Cómo piensas apoderarte de él? —murmuré desde nuestra vigilante oscuridad—. Ella lo está tocando, Stefan.
«Ah, temes por mi vida mientras contemplamos esta antigua escena. Y sin embargo te niegas a devolverme mi violín. Ahora observa y me verás morir por él».
Traté de apartar el rostro, pero él me obligó a mirar. Inmóviles ante el catafalco, formábamos parte de la escena, de la que no se omitió ningún detalle. En nuestra forma invisible, sentí los latidos de Stefan, su mano tensa y húmeda cuando me obligó a volver la cabeza.
—Mira —fue lo único que atinó a decirme—. Obsérvame durante los últimos segundos de mi vida.
La figura cubierta por una capa y encapuchada salvó los dos últimos peldaños del catafalco. Stefan contempló con mirada aturdida y cansada a su difunto padre. Entonces sacó de debajo de la capa una mano con todos los dedos vendados, cogió el instrumento y el arco, los estrechó contra su pecho, y acto seguido se apresuró a sostenerlos con su otra mano herida.
En aquel instante Vera despertó.
—¡Stefan, no! —exclamó. Miró rápidamente a diestro y siniestro, a modo de advertencia, haciendo un leve y desesperado gesto para indicarle que se fuera.
Stefan se volvió.
Comprendí entonces que se trataba de una trampa. Sus hermanos aparecieron por todas las puertas de la cámara. Un hombre se apresuró a sujetar a Vera, que extendió el brazo hacia Stefan y gritó aterrorizada.
—¡Asesino! —exclamó el hombre que disparó la primera bala, la cual no sólo alcanzó a Stefan en el pecho, sino también al violín. Oí el ruido de la madera al hacerse añicos.
Stefan lo miró horrorizado.
—¡No! —gritó—. ¡No!
Los hombres siguieron disparando contra él y el violín. Stefan echó a correr por el centro de la estancia, mientras seguían acribillándolo a balazos. Ahora los disparos no sólo provenían de los caballeros elegantemente vestidos, sino también de los guardias.
Stefan tenía las mejillas encendidas. Nada era capaz de detener a la figura que observábamos.
Vimos que abría la boca para recuperar el resuello, que entornaba los ojos mientras bajaba a toda prisa por las escaleras, sin dejar de sostener el violín y el arco entre los brazos. No se apreciaba una sola gota de sangre, salvo la que manaba de sus manos; pero ¡fijaos!
Las manos.
Ya no estaban vendadas, y aparecían intactas. Sus dedos eran nuevamente largos y perfectos, y sujetaban con firmeza el violín.
Stefan agachó la cabeza para defenderse del viento al trasponer la puerta principal. Lo miré atónita. Las puertas estaban cerradas y él ni siquiera se había percatado de ello. Los disparos y los gritos se intensificaron creando una chirriante disonancia y se desvanecieron tras él.
Stefan echó a correr calle abajo sobre los adoquines relucientes e irregulares; bajó la vista de vez en cuando para cerciorarse de que sujetaba con fuerza el violín y el arco en la mano, y corrió sin parar con todo el vigor de su juventud hasta que pudo abandonar las calles adoquinadas del centro de la ciudad.
Las farolas emitían un tenue resplandor, debido, quizás, a la niebla, y las casas se alzaban en la impenetrable oscuridad.
Por fin, Stefan se detuvo, incapaz de seguir adelante. Se apoyó contra un muro desconchado, se quitó la capucha, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos por unos instantes. El violín y el arco estaban a salvo entre sus pálidos dedos. Stefan respiró hondo una y otra vez y miró atemorizado a derecha e izquierda para comprobar si alguien lo seguía.
No se percibía ningún eco en la noche. Algunas figuras se movían en la oscuridad, pero eran demasiado vagas y estaban demasiado alejadas de las farolas que iluminaban débilmente algunos portales como para distinguirlas con claridad. ¿Se había percatado Stefan de la bruma que flotaba muy cerca del suelo? ¿Era ésta algo propio de Viena en invierno? Varias personas lo observaban. ¿Se trataba sencillamente de los vagabundos que pululan de noche por la ciudad?
Stefan echó a correr de nuevo.
Cuando hubo cruzado la amplia Ringstrasse iluminada por sus numerosas farolas, con sus gentes que salían de los locales nocturnos y lo miraban con indiferencia, y antes de dirigirse hacia campo abierto, Stefan se detuvo de nuevo para examinarse las manos, curadas y sin vendas, y el violín. Sostuvo éste bajo la tenue luz de una farola que se recortaba contra el cielo nocturno y comprobó que el Stradivarius largo y el arco que tanto adoraba estaban intactos.
Mi compañero y yo nos materializamos. Nos rodeaba el olor de los pinos y de la fría atmósfera, perfumada por el lejano humo de las chimeneas.
Nos detuvimos en el bosque, no lejos del Stefan de hacía más de cien años pero demasiado alejados para poder consolar a quien, en medio del bosque, exhalaba un aliento que se convertía de inmediato en vapor, y sostenía el instrumento con cuidado, tratando de descifrar los misterios que había dejado atrás.
Había algo que no encajaba. Stefan presentía que una de las piezas del rompecabezas estaba absolutamente fuera de lugar, y ello le producía una angustia infinita.
Stefan, mi espíritu, mi guía y compañero, soltó un débil gemido, pero no así la figura distante, que conservaba su vibrante materialidad, aunque examinaba sus ropas y se palpaba la cabeza para comprobar si estaba herido. No tenía ni un rasguño.
—Es un fantasma —dije—. Se convirtió en un fantasma después del primer disparo, aunque él no se percatara de ello.
Suspiré suavemente y miré a mi Stefan. Luego observé la figura distante, que parecía más inocente, desvalida y joven debido a la expresión de su semblante y su falta de aplomo. El espectro que estaba a mi lado tragó saliva y se humedeció los labios.
—Moriste en esa habitación —dije.
Sentí un dolor tan lacerante que sólo deseé amarlo, conocerlo de forma total y absoluta con mi alma y abrazarlo. Me volví y le di un beso en la mejilla. Él inclinó la cabeza para recibir más besos, apoyó su fría frente contra la mía, y luego señaló al fantasma recién nacido que se vislumbraba a lo lejos.
El fantasma recién nacido y lejano observaba su violín y sus manos curadas.
—Requiem aeternam dona eis Domine —susurró mi compañero con amargura.
—Las balas te destrozaron, e hicieron otro tanto con el violín —respondí.
Desesperado, el lejano Stefan dio media vuelta y echó a andar entre los árboles. Se volvió en repetidas ocasiones para cerciorarse de que nadie lo seguía.
—Santo Dios, está muerto pero no lo sabe.
Mi Stefan se limitó a sonreír y apoyó la mano sobre mi cuello.
Era un viaje sin mapa ni destino.
Lo seguimos en su largo y enloquecido periplo; ésa era la espantosa niebla del «país inexplorado» de Hamlet.
Sentí que un feroz escalofrío me recorría el cuerpo. Me imaginé junto a la tumba de Lily, ¿o se trataba de la de mi madre? Eran aquellos atroces momentos en que yo misma creía que iba a morir, antes de que comenzara el dolor y de que todo fuera una pesadilla. Miradlo, está muerto y sigue adelante.
Seguimos a Stefan a través de pintorescos pueblecitos germanos con tejados a dos aguas y tortuosas callejuelas; mi compañero y yo habíamos adoptado de nuevo una forma ingrávida, o tal vez nos halláramos anclados en nuestra perspectiva compartida. Stefan atravesó grandes campos desiertos y se adentró nuevamente en el bosque. Nadie lo vio. No obstante, él percibió el rumor de los espíritus que merodeaban en torno a él, trató de ver lo que se movía por encima, por debajo, a su lado.
Había amanecido.
Tras descender por la calle mayor de una pequeña población, se acercó a la tienda del carnicero y le dijo unas palabras a éste, pero el hombre no lo veía ni lo oía. Stefan tocó a una cocinera en el hombro insistentemente, y aunque él advirtió en su gesto un profundo conflicto entre deseo y realidad, la mujer no se percató de nada.
Al cabo de unos momentos apareció un sacerdote, vestido con una larga toga negra, que dio los buenos días a las personas que habían madrugado para hacer la compra. Stefan lo agarró, pero él no podía verlo ni oírlo.
Frenético, Stefan contempló a los aldeanos que comenzaban a congregarse en la plaza del pueblo. Luego, adoptó una expresión solemne y trató de razonar sobre su situación.
Entonces distinguió con mayor claridad a los muertos que pululaban alrededor de él. Vio lo que sólo los fantasmas aciertan a ver, unas formas humanas rotas y desmembradas que Stefan contempló aterrorizado, como habría hecho una persona viva.
Cerré los ojos; vi el pequeño rectángulo que formaba la tumba de Lily, y los puñados de tierra que caían sobre el pequeño ataúd blanco.
—¡Triana, Triana, Triana! —gritó Karl.
—¡Estoy a tu lado! —le respondí yo una y otra vez.
—No he logrado terminar mi obra, Triana; el libro no existe, está incompleto… ¿Dónde están los folios? ¡Ayúdame, todo se ha ido al traste!
No, alejaos de mí.
Fijaos en esta figura que observa a las otras sombras que acuden atraídas por su resplandor. Aterrorizado, examinaba sus rostros evanescentes. Una y otra vez pronunciaba con tono implorante los nombres de los muertos que había conocido en su infancia, y a continuación, con una expresión frenética y enloquecida, guardaba silencio.
Nadie había oído aquel ruido.
Sollocé, y la figura que estaba a mi lado me sostuvo, como si tampoco fuera capaz de contemplar a su otra alma perdida, vívida y hermosa con su capa y su reluciente cabello, rodeada por un grupo de seres no menos resplandecientes y que, sin embargo, no podían verlo.
Stefan trató de recuperar la compostura. Sus ojos poseían esa lustrosa autoridad que dan las lágrimas que no llegan a derramarse. Alzó el violín y lo contempló. Después lo apoyó debajo de su mentón.
Empezó a tocar. Cerró los ojos y se abandonó a su terror ejecutando una danza enloquecida, una protesta, un lamento, una súplica, que habría arrancado aplausos al mismo Paganini, y al abrir lentamente los ojos, mientras deslizaba el arco sobre las cuerdas y la música seguía fluyendo, cayó en la cuenta de que ninguno de quienes se encontraban en la plaza de aquel pueblo, ni cerca ni lejos de él, era capaz de verlo ni oírlo.
Se desvaneció por un instante. Sin soltar el arco ni el violín se llevó las manos a los oídos e inclinó la cabeza, pero cuando su forma comenzó a perder el color, se estremeció y abrió los ojos. Más espíritus se congregaban en torno a él.
El joven fantasma sacudió la cabeza con expresión de tristeza y comenzó a hacer pucheros como un niño a punto de echarse a llorar.
—¡Maestro, Maestro! —murmuró—. Estás encerrado en tu sordera, y a mí nadie puede oírme. ¡Estoy muerto, Maestro! ¡Estoy tan solo como tú, Maestro! ¡No pueden oírme, Maestro!
¿Transcurrieron varios días?
¿Años tal vez?
Me aferré a mi Stefan, mi guía en aquel mundo turbio, temblando aunque en realidad no hacía frío; observé que la figura echaba a andar, alzaba de vez en cuando el violín hasta el oído, tocaba unas series frenéticas de notas, y finalmente se detenía furiosa, apretaba los dientes y sacudía la cabeza.
Llegamos otra vez a Viena, aunque no estoy segura de ello. Quizá fuera una ciudad italiana, o París. Lo cierto es que no lo sabía. Los pormenores de esos momentos estaban demasiado confusos en mi mente debido al esfuerzo de examinar e imaginar.
Stefan siguió caminando.
El cielo se convirtió no tanto en una medida de algo natural como en una bóveda que cubría una existencia ajena a la naturaleza, un inmenso entramado salpicado de estrellas distribuidas de forma aleatoria que relucían cual diamantes sobre el velo de una persona enlutada. A veces, al amanecer, descendía una especie de cortinaje.
El caminante se detuvo en un cementerio poblado de tumbas. Nosotros nos habíamos vuelto otra vez invisibles, pero estábamos cerca de él. Stefan contempló los sepulcros y leyó los nombres que había en ellos hasta llegar al de Van Meck. Leyó el nombre de su padre. Después retiró la gruesa capa de tierra y musgo de la lápida.
Los relojes ya eran incapaces de medir el tiempo. Stefan sacó el suyo del bolsillo, pero no obtuvo información alguna.
Otros espíritus se congregaron en la oscilante oscuridad, intrigados, atraídos por los movimientos firmes y el colorido brillante de Stefan. Él contempló sus rostros.
—¿Padre? —murmuró—. ¿Padre?
Los espíritus retrocedieron como si fueran globos a merced del viento, sujetos a un cordel que podía ser arrastrado hacia la derecha o hacia la izquierda tirando de los hilos que los sujetaban a la Tierra.
Stefan cambió de expresión, como si por fin hubiera comprendido que estaba muerto; pero no sólo estaba muerto, sino aislado de cualquier otro fantasma como él.
Escrutó el aire y la tierra en busca de otro espectro consciente de su situación, tan decidido y triste como él. Sin embargo, no halló nada.
¿Veía su situación tal como la veíamos mi Stefan y yo?
«Sí, tú y yo vemos lo que él veía en aquellos momentos, lo que veía yo, sabiendo únicamente que estaba muerto, no lo que significaba el hecho de que siguiera vagando errante por la Tierra, ni qué podía hacer dadas mis penosas circunstancias, sabiendo tan sólo que me desplazaba de un lugar a otro, de que nada me ataba ni limitaba mis movimientos ni me consolaba, ¡sabiendo sólo que me había convertido en nadie!».
Entramos en una pequeña iglesia en la que un sacerdote celebraba misa. Era de estilo germánico, pero más sencilla, anterior a la época en que el rococó había invadido Viena. De unas columnas con rosetones se alzaban unos arcos góticos. Las piedras eran grandes y sin pulir. Los fieles eran campesinos, y las sillas, escasas, casi inexistentes.
Su apariencia espectral no había variado. Seguía siendo una recia visión policroma.
Stefan observó la lejana ceremonia que el sacerdote oficiaba en el altar, debajo de un palio rojo como la sangre sostenido por unos santos góticos, depauperados, desvencijados, venerables y torpemente colocados allí a guisa de centinelas.
El sacerdote alzó ante el crucifijo la hostia consagrada, mágica, el cuerpo y la sangre milagrosamente tangibles. Percibí el olor del incienso, el sonido de las campanitas. Los asistentes murmuraban en latín.
El fantasma de Stefan los miró con frialdad, temblando, como miraría un hombre a punto de ser ejecutado a los curiosos que lo observaban al dirigirse al cadalso. Sin embargo, allí no había ningún cadalso.
Stefan salió de nuevo al exterior. Se había levantado viento. Echó a andar colina arriba, al paso que yo imagino cuando escucho el segundo movimiento de la Novena de Beethoven, esa marcha inexorable. Continuó avanzando incansablemente a través del monte. Creí ver nieve y lluvia, pero no lo sé con certeza. En cierta ocasión creí distinguir un remolino de hojas que revoloteaban alrededor de él y una lluvia de hojas sutiles y amarillas; luego lo vi dirigirse hacia un camino y agitar la mano ante un carruaje para que se detuviera, pero el cochero no le hizo caso.
—¿Cómo comenzó todo? —pregunté—. ¿Cómo lograste adquirir una forma corpórea, convertirte en este monstruo fuerte y tenaz que me atormenta?
En la densa oscuridad que nos envolvía, sentí su mejilla y su boca.
«Ah, qué pregunta tan cruel. Tienes mi violín. Calla, observa, o devuélvemelo ahora mismo. ¿No has visto lo suficiente para saber que ese instrumento es mío, que me pertenece, que yo salvé con él el abismo de la muerte, que lo traje a estos dominios tras derramar mi propia sangre, y que ahora está en tu poder y no consigo obligarte a que me lo restituyas? Los dioses, suponiendo que existan, deben de estar locos por permitir que esto ocurra. El Dios que está en el cielo es un monstruo. Observa y aprende».
—Eres tú quien debe aprender, Stefan —respondí, aferrando el violín con más fuerza.
Ese gesto no hizo sino provocar en él una imperiosa necesidad en aquel sombrío lugar donde nos encontrábamos; sus brazos seguían ciñéndome, su frente estaba apoyada en mi hombro. Emitió un gemido, como si me confiara su dolor en una clave privada, al tiempo que cubría mis manos con las suyas, tocaba la madera y las cuerdas del violín pero sin tratar de arrebatármelo. Sentí que sus labios me rozaban el pelo, se detenían en la curva de mi oreja, pero sobre todo sentí que su cuerpo se oprimía contra el mío con urgencia, tembloroso, indeciso. El calor que sentía en mi interior se intensificó, como si quisiera darnos calor a ambos.
Contemplé a nuestro joven espíritu errante.
Empezó a nevar.
El joven espíritu miró los copos de nieve y comprobó que ni siquiera rozaban su capa ni su cabello, sino que parecían pasar volando junto a él; trató de atraparlos con las manos. Sonrió.
Percibí el sonido de sus pisadas en la nieve. ¿Era algo que él sentía en realidad o sencillamente una sensación que él mismo se concedía mediante la voluntad y el deseo? Su larga capa negra parecía una sombra sobre la nieve que iba acumulándose. Siguió avanzando con la capucha echada hacia atrás, observando atónito el blanco y silencioso torrente que caía del cielo.
De pronto se sobresaltó al topar con un fantasma; se trataba de una mujer envuelta en una mortaja, evidentemente aficionada a amenazar a otros espectros. Si bien logró ahuyentarla, aquella aparición lo dejó conmocionado. Aunque Stefan se la había quitado de encima con un solo movimiento del brazo, se estremeció y continuó adelante. La nevada era cada vez más intensa, y por unos instantes lo perdí de vista. Luego reapareció ante nosotros en forma de oscura figura.
Nos encontrábamos de nuevo en el cementerio, lleno de tumbas grandes y pequeñas. Él se detuvo junto a la puerta y asomó la cabeza. Vio pasar ante él a un espíritu errante que hablaba consigo mismo como un perturbado, una aparición, ligera como una pluma, con el cabello alborotado y que gesticulaba sin cesar.
Tendió la mano y empujó la puerta del cementerio. ¿Fue un truco de la imaginación, o era lo bastante fuerte para hacer que los objetos se movieran? No hizo ademán de entrar, sino que pasó ante la elevada cerca y enfiló un camino que la nieve aún no había alcanzado pero que estaba cubierto de hojas secas rojas y amarillas.
Más adelante divisamos un reducido grupo de personas vestidas de luto que se habían congregado alrededor de una modesta sepultura, cuya lápida no era más que una pequeña pirámide. Lloraban amargamente, y al cabo de un rato se fueron todos salvo una mujer de avanzada edad, que tras alejarse unos pasos, se sentó en el borde de un monumento exquisitamente tallado, junto a la estatua de una niña. ¡Una niña muerta! Quedé perpleja.
La figura que representaba a la niña era de mármol y sostenía una flor en la mano. Vi a mi hija, pero fue una visión fugaz… Mi Lily no tenía un monumento… y ese cementerio de otro siglo… Apareció de nuevo y vi que nuestro espíritu errante observaba a la anciana, una mujer tocada con un bonete negro con unas largas cintas de satén, vestida con una falda ancha, de un estilo posterior a la época en que Vera, ataviada con un vestido ligero, había entrado de golpe en una habitación para salvar a su hermano.
¿Era consciente el fantasma de que habían transcurrido varias décadas?
El fantasma contempló a la mujer y pasó por delante de ella, poniendo a prueba su invisibilidad; luego sacudió la cabeza y siguió adelante, sumido en sus reflexiones. ¿Se había resignado al indecible horror de una existencia inútil y carente de propósito?
De pronto se fijó en la tumba en torno a la cual se habían congregado los allegados del difunto. Vio el nombre grabado en la pirámide.
Yo también lo vi.
Beethoven.
De labios del joven Stefan surgió un grito capaz de despertar a todos los muertos. De nuevo, se llevó las manos a las sienes sin soltar el arco ni el violín, y exclamó:
—¡Maestro! ¡Maestro!
La mujer vestida de negro no oyó nada ni advirtió que el fantasma se arrojaba de bruces al suelo, soltaba el violín y arañaba la tierra con los dedos.
—¿Dónde estás, Maestro? ¿Cuándo has muerto? ¡Estoy solo, soy Stefan, ayúdame! ¡Intercede por mí ante Dios! Maestro…
Agonía.
Angor animi.
El Stefan que estaba a mi lado gimió, y el dolor que me oprimía el pecho se extendió como fuego por mi corazón y mis pulmones. El joven yacía postrado ante el destartalado monumento, entre las flores que la anciana había depositado allí. Sollozó desconsoladamente y golpeó el suelo con los puños.
—¡Maestro! ¿Por qué no he ido al infierno? ¿O es esto el infierno? ¿Dónde están los espíritus de los condenados, Maestro? ¿Qué he hecho para merecer este castigo? Maestro… —exclamó abatido por su sufrimiento atroz—. Maestro querido, mi estimado Beethoven.
Sus sollozos eran cortos y silenciosos.
La mujer vestida de negro se limitó a contemplar la lápida en que aparecía el nombre de Beethoven. Entre sus dedos se deslizaban, muy lentamente, las cuentas de un rosario negro y plateado. Era un rosario sencillo, como el que utilizaban las monjas cuando yo era niña. Observé que movía los labios mientras permanecía con los ojos entornados. Tenía las pestañas grises, apenas visibles, y la mirada ausente, como si de veras estuviera meditando en los sagrados misterios. ¿Cuál de ellos veía ahora ante sí?
La anciana no oyó proferir ningún grito; esa persona humana estaba sola, tan sola como el espíritu. En torno a ambos se extendía un tapiz de hojas amarillas, y los árboles alargaban sus débiles y desnudas ramas hacia el cielo indiferente.
Por fin, el joven espíritu recobró la compostura. Se incorporó de rodillas, se puso de pie, recogió el violín y sacudió la tierra y las hojas que se habían adherido a éste. Luego inclinó la cabeza en un elocuente gesto de dolor.
La mujer siguió rezando durante un rato que me pareció eterno. Casi oía lo que decía. Pronunciaba las avemarías en alemán. Había llegado a la cuadragésima cuarta cuenta, la última avemaría, de la última decena. Contemplé la estatua de mármol de la niña que se alzaba junto a ella. Era una coincidencia estúpida, ¿o con la connivencia de mi fantasma se me había revelado esa escena en que aparecían la niña de mármol y la mujer vestida de negro? Además, ésta sostenía un rosario como el que Rosalind y yo habíamos destrozado en una ocasión durante una pelea a raíz de la muerte de nuestra madre. «¡Es mío!».
«No seas estúpida y vanidosa. ¡Esto es lo que ocurrió en realidad! ¿Acaso crees que extraigo de tu mente las calamidades que torturaron mi alma y me convirtieron en lo que soy? Te muestro lo que soy, no me invento nada. Siento tal dolor dentro de mí, que la imaginación carece de importancia: ha sido ampliamente superada por una suerte que debería enseñarte el significado del temor y la compasión. Devuélveme el violín».
—¿Y tú? ¿Te ha enseñado esta experiencia el significado de la compasión? —pregunté—. ¿A ti, que eres capaz de hacer enloquecer a la gente con tu música?
Me rozó el cuello con los labios y cerró con fuerza la mano en torno a mi brazo.
El joven fantasma sacudió unas hojas de su capa forrada de piel, como habría hecho un ser humano, y observó, aturdido, que caían al suelo. Después volvió a mirar el nombre grabado en la losa.
Beethoven.
Acto seguido se inclinó para recoger el violín y el arco, y en esa ocasión, tras apoyar el instrumento debajo del mentón, empezó a tocar una pieza que yo conocía a la perfección, pues era el primer tema musical que había memorizado en mi vida. Se trataba de la melodía principal del Concierto para violín y orquesta de Beethoven, una melodía preciosa y animada, tan rebosante de felicidad que no parecía haber sido compuesta por el Beethoven de las sinfonías heroicas y los místicos cuartetos, una melodía que hasta una idiota como yo, sin el menor talento, era capaz de aprender de memoria en una noche, mientras asistía a la actuación de un genio ya anciano.
Stefan interpretó la obra con delicadeza, sin expresar sufrimiento, sino admiración. Es para ti, Maestro, la música que creaste, esta alegre melodía para violín que compusiste de joven, antes de que el horror del silencio se abatiera sobre ti y te aislara del mundo obligándote a componer, en semejante vacío, una música monstruosa.
Yo podía haberlo acompañado canturreando la melodía. Con qué perfección brotaba de las cuerdas y cómo se dejaba llevar por ella el lejano fantasma, sin mover apenas el cuerpo, abandonando y retomando la melodía para asumir las distintas partes orquestales y enlazarlas con el solo, al igual que tiempo atrás había hecho ante Paganini con otra pieza musical.
Por fin llegó a la parte denominada cadenza, cuando el violinista toca los dos temas o todos ellos los interpreta simultáneamente, cuando los temas chocan entre sí, mezclándose en una orgía fantástica y dejando que la música fluya libremente, fresca, resplandeciente y rebosante de una dulce serenidad. Su rostro, sosegado, dejaba traslucir un sentimiento de resignación. El espíritu siguió tocando, y poco a poco me relajé en los brazos de Stefan. Entonces comprendí lo que yo había tratado de decirle:
El dolor es sabio, no llora, sólo sobreviene mucho después del horror que supone contemplar la tumba, permanecer junto al lecho del que agoniza; el dolor es sabio e imperturbable.
Se hizo el silencio; había terminado de tocar. La nota permaneció suspendida en el aire y luego se extinguió. Tan sólo el bosque siguió entonando su habitual canción sofocada sobre diminutos instrumentos orgánicos, demasiado variados para poder contarlos: aves, hojas, el grillo debajo del helecho. El aire era gris y suave, húmedo y pegajoso.
—Maestro —murmuró el joven espíritu—. Confío en que la luz perpetua brille sobre ti… —Se detuvo para enjugarse la mejilla—. Confío en que tu alma y las almas de todos los fieles que han perecido descansen en paz.
La mujer de luto, ataviada con su bonete negro y sus amplias faldas, se levantó lentamente del banco que había junto a la niña de mármol y se dirigió hacia él. ¡Lo veía! De repente le tendió la mano.
—Gracias por esa melodía, hermoso joven —dijo en alemán—. Gracias por haberla tocado con tanta destreza y sentimiento.
El joven fantasma la observó asustado, con expresión de perplejidad. No se atrevía a hablar. Ella le acarició el rostro con la mano y añadió:
—Que Dios lo bendiga, joven. Gracias por haber tocado esa melodía precisamente hoy. Esta música siempre me ha fascinado. Quien no ama a Beethoven es un cobarde.
Stefan no salía de su estupor.
Ella se retiró educadamente, apartó el rostro para devolver al violinista su intimidad y echó a andar por el sendero.
—Gracias, señora —respondió Stefan.
La mujer se volvió y asintió con la cabeza.
—Precisamente hoy, el último día en que visito su tumba. Supongo que sabe que van a trasladar sus restos al nuevo cementerio, donde descansarán junto a Schubert.
—¡Schubert! —murmuró el joven fantasma, tratando de reprimir su asombro.
Schubert había muerto prematuramente joven, Pero ¿cómo podía aquella burda copia de un ser vivo que vagaba errante por el éter conocer ese detalle?
No era necesario decirlo en voz alta, pues todos los sabíamos: la anciana de memoria intacta, el joven fantasma, el espectro que estaba a mi lado y yo. Schubert, el compositor de canciones, había muerto joven, tan sólo tres años, o menos, después de su visita a Beethoven en su lecho de muerte.
El joven fantasma observó hipnotizado a la anciana abandonar el cementerio.
—¡De modo que así fue como comenzó todo! —musité. Me volví hacia el fantasma visible, el fantasma poderoso y pregunté—: ¿Cómo consigue ese espíritu hacerse visible? Acepto lo de la anciana sentada junto a la niña de mármol, pero ¿te has parado a analizar ese don oscuro y misterioso que te permite salvar el abismo de la muerte? ¿Qué conclusión has extraído de esas lecciones?
Se negó a responder.