12

La góndola navegaba por un canal estrecho; había dejado atrás el Gran Canal para dirigirse hacia una franja de agua verde, oscura y hedionda, que corría entre hileras de palacios que se alzaban el uno junto al otro, dotados de ventanas de arcos morunos, cuyo color había sido engullido por la oscuridad. Imponentes fachadas de soberbios edificios enraizados en el agua exhibían su arrogancia y esplendor: Venecia. A la luz de las farolas, observé que, a los lados, sus muros estaban tan húmedos y cubiertos de fango que la ciudad parecía haberse alzado de las profundidades del mar para mostrar a la luz de la luna, con siniestro afán, una podredumbre nocturna.

Ahora comprendo, por primera vez, las líneas suaves y elegantes de la góndola, la asombrosa facilidad que posee esta larga embarcación de proa elevada para deslizarse entre los pedregosos bajíos, a la luz mortecina de las oscilantes linternas.

El joven Stefan iba sentado en la góndola, hablando vehementemente con Paganini, que lo escuchaba, al parecer, fascinado.

Paganini, con su larga nariz ganchuda y sus ojos desmesuradamente grandes y saltones, tal como se lo representa en multitud de retratos, tenía una presencia poderosa en la que el elemento dramático había superado sin esfuerzo a la fealdad para crear puro magnetismo.

En nuestra ventana invisible que daba a ese mundo, el fantasma que se hallaba a mi lado se estremeció. Besé sus dedos, que seguían apoyados en mi hombro.

Venecia.

Desde una ventana alta que, por tener los postigos abiertos, formaba un cuadrado perfecto de luz amarilla en la noche, una mujer arrojaba flores mientras gritaba en italiano; la luz iluminaba las flores que caían sobre el virtuoso, y las frases que pronunciaba la mujer. —«¡Bendito seas, Paganini, por tocar sin recompensa para los muertos!»— trazaban un crescendo típicamente italiano. Como un collar, la frase central describía una pronunciada curva tras la cual el tono iba decreciendo y la palabra «muertos» coincidía con el momento en que la mujer aspiraba el aire.

Otras personas se hicieron eco de aquellas aclamaciones. Las ventanas se abrieron de par en par. Desde un tejado, unas figuras volcaron unas cestas llenas de rosas sobre las verdes aguas al paso de la góndola.

Rosas, rosas, rosas.

La risa de la gente trepaba por las húmedas piedras; en los portales pululaban oyentes ocultos que espiaban las conversaciones. Algunas figuras permanecían agazapadas en los callejones; un hombre atravesó apresuradamente un puente en el preciso instante en que la góndola se deslizaba por debajo de éste. Una mujer, de pie en el centro del puente, se inclinó sobre el pretil y mostró sus pechos a la luz de la linterna de la embarcación.

—He venido para estudiar con vos —dijo Stefan, sentado en la góndola, a Paganini—. He venido sin más ropa que la que tengo puesta y sin la bendición de mi padre. Deseaba escucharos, y lo que he oído no era la música del diablo, malditos sean quienes lo afirman, sino el hechizo; sí, un hechizo que viene de antiguo y que no guarda relación alguna con el diablo.

Paganini, sentado con la espalda encorvada, soltó una sonora carcajada; el blanco de sus ojos relucía en la oscuridad. A su lado había una mujer, apoyada lánguidamente en él como una joroba que brotara de su costado izquierdo, y cuya roja cabellera se esparcía sobre su chaqueta.

—Príncipe Stefanovski —dijo el gran italiano, el ídolo, el violinista byroniano por excelencia, el amor romántico de las adolescentes—, he oído hablar de vos y de vuestro talento, de vuestra casa en Viena, donde el mismo Beethoven presenta sus obras, y de que en cierta ocasión Mozart acudió allí para impartiros clase. Sé quién sois, el vástago de una familia rusa acaudalada. Obtenéis vuestro oro de las arcas sin fondo que maneja el zar.

—No os confundáis conmigo —le repuso Stefan con tono amable, respetuoso, desesperado—. Tengo dinero para pagaros bien vuestras lecciones, signore Paganini. Poseo un violín, mi propio y preciado Stradivarius. No me he atrevido a traerlo, dado que, para llegar aquí, debía viajar día y noche por caminos frecuentados por las diligencias. He venido solo, pero tengo dinero. Ante todo deseaba oíros tocar, saber que me aceptaríais como discípulo, que me consideraríais digno…

—Príncipe Stefanovski, ¿debo acaso instruiros en la historia de zares y príncipes? Vuestro padre no permitirá que estudiéis con el campesino Niccolò Paganini. Vuestro sino es servir al zar, según la tradición de vuestra familia. La música constituía una mera distracción en vuestra casa; no, no os ofendáis, sé que el propio Metternich —Paganini se inclinó para murmurar al oído de Stefan—, el alegre dictadorzuelo, toca muy bien el violín; yo mismo he tocado para él. Pero de aquí a que un príncipe llegue a convertirse en lo que me he convertido… Príncipe Stefanovski, mi vida es el violín —afirmó Paganini señalando el instrumento que transportaba en su estuche de madera pulida, semejante a un diminuto ataúd—; y vos, mi apuesto joven ruso, debéis vivir conforme a vuestras tradiciones nacionales y vuestro deber de súbdito del zar. Os aguarda la milicia, honores, el servicio en Crimea.

Gritos y aclamaciones. Unas antorchas en el desembarcadero. El crujir de los trajes de seda de unas mujeres que se apresuraban a instalarse en otro puente más elevado. Unos pezones rosados en la noche, sobre unos corpiños que parecían exhibirlos como un envoltorio.

—¡Paganini, Paganini!

Cayó otra lluvia de rosas sobre el maestro, que se las sacudió de encima mientras observaba fijamente a Stefan. La voluminosa mujer-joroba que estaba sentada junto a Paganini introdujo una blanca mano entre las piernas del virtuoso y tocó sus partes íntimas como si éstas fueran una lira o un violín. Paganini no pareció percatarse de ello.

—Creedme, deseo vuestro dinero —dijo el maestro—. Lo necesito. Sí, toco para los muertos, pero vos conocéis mi tumultuosa vida, los pleitos, los líos. Sin embargo, soy un campesino, príncipe, y no estoy dispuesto a renunciar a mis victorias itinerantes para encerrarme con vos en un salón vienés… ¡Ah, los vieneses son muy críticos, se aburren, ni siquiera reconocieron a Mozart el mérito que le correspondía! ¿Habéis conocido a Mozart? No, y tampoco podéis quedaros conmigo. Imagino que a estas horas Metternich, a instancias de vuestro padre, habrá enviado a alguien a buscaros. Acabarán acusándome de una infame traición.

Stefan estaba triste, cabizbajo, y tenía las mejillas sonrojadas debido a la aflicción. En sus pupilas se reflejaba la luz de las turbias pero relucientes aguas.

Un interior: Era una habitación veneciana, desordenada y dañada por la humedad; los muros de yeso estaban cubiertos de manchas y el elevado techo amarillo sólo mostraba unos restos desteñidos del enjambre pagano que había resplandecido de gloria antes de su desaparición en el suntuoso palacio vienés de Stefan. Una larga cortina, una cuchillada de polvoriento terciopelo color borgoña mezclado con satén verde, colgaba de un gancho en lo alto de la pared, y a través de la angosta ventana divisé el muro ocre del palacio situado enfrente, tan próximo que si se deseaba hablar con sus moradores no había más que tender el brazo a través del callejón y golpear los recios postigos de madera pintados de verde.

Sobre la cama deshecha se observaba un montón desordenado de batas de damasco y camisas de lino adornadas con costosos encajes de Reticella; sobre las mesas había pilas de cartas cuyos sellos de lacre aparecían rotos, y por todas partes ardían cabos de velas. La habitación estaba llena de ramos de flores marchitas.

Mirad.

¡Stefan estaba tocando! Se hallaba en el centro de la habitación, de pie sobre el pulido y reluciente suelo veneciano. No tocaba nuestro espectral violín, sino otro fabricado sin duda por el mismo maestro. Paganini bailaba en torno a Stefan, ejecutando unas variaciones que se mofaban del tema interpretado por éste; era una competición, un juego, un dueto, o tal vez una guerra.

Stefan tocaba el sombrío Adagio de Albinoni, en sol menor, para cuerdas y órgano, pero él lo había convertido en su solo, y se movía de un lado a otro, expresando su dolor por su casa destruida por el fuego; a través de la música vislumbré vagamente el palacio en llamas en la fría Viena y toda aquella belleza reducida a un montón de escombros. Stefan estaba tan cautivado por la música, la cual se desarrollaba de forma lenta y sostenida, que ni siquiera reparaba en la figura que danzaba alrededor de él.

¡Qué música! Representaba el máximo dolor que puede expresarse con una dignidad perfecta. No contenía reproche alguno. Manifestaba una gran sabiduría y una profunda tristeza.

Los ojos se me llenaron de lágrimas, unas lágrimas similares a unas manos con las que aplaudir, lo que demostraba la empatía que yo sentía hacia él, hacia el muchacho que se encontraba en aquella habitación mientras el genio italiano brincaba en torno a él como un duendecillo.

Paganini se apoderaba de un hilo tras otro del Adagio para convertirlo en un capricho, un divertimento mientras sus dedos se movían con tal velocidad sobre las cuerdas que era imposible seguirlos, y de golpe, con una precisión asombrosa, descendía para atrapar la frase a la que Stefan había llegado siguiendo el ritmo sombrío de la obra. La habilidad de Paganini parecía cosa de magia, como se había dicho siempre, y en todo ello —la figura solitaria, esbelta, de gesto imperial que tocaba inmune en su dolor, y Paganini, el bailarín que se mofaba o desgarraba el entramado de la pieza para apoderarse de sus hilos— no había nada discordante, sino algo totalmente original y espléndido.

Stefan tenía los ojos cerrados, la cabeza ladeada. Las largas y abullonadas mangas de su camisa estaban manchadas, tal vez debido a la lluvia, el fino encaje punto in aria que ribeteaba sus puños aparecía roto; sin embargo, su brazo era perfecto en sus medidas. Sus oscuras y rectas cejas nunca habían parecido más suaves y hermosas, y cuando inició la parte del órgano de aquella celebérrima obra musical, creí que se me partiría el corazón, e incluso Paganini dejó de mofarse para interpretar junto con Stefan esos acordes atormentados, para hacerse eco de él, para proclamar su dolor por encima y por debajo de él, pero con honor.

Ambos se detuvieron; el joven alto y delgado observó al otro con estupor.

Paganini depositó su violín con cuidado sobre la colcha y los cojines con borlas del desordenado lecho, que estaba revestido en tonos dorados y azul noche. Sus grandes ojos saltones reflejaban una generosa admiración, y sus labios, una sonrisa diabólica. Se frotó las manos con expresión de gozo, animado por una deliciosa sensación de plenitud.

—¡Sí, estáis dotado, no me cabe duda! ¡Tenéis grandes cualidades!

«Tú jamás tocarás así». Eso fue lo que mi fantasma me susurró al oído mientras su cuerpo se apretaba contra el mío suplicándome que le proporcionara solaz.

No respondí. Dejemos que la escena siga desarrollándose.

—Entonces ¿accedéis a darme clases? —preguntó Stefan en un italiano impecable, el italiano de Salieri y sus coetáneos, una lengua que maravillaba a alemanes e ingleses.

—Sí, os daré clases. Si debemos abandonar este lugar, lo haremos, aunque sabéis lo que eso representa para mí, habida cuenta de que Austria está empeñada en mantener a Italia bajo su dominio; pero decidme una cosa.

—¿Qué?

El hombrecillo de ojos saltones se echó a reír; se paseó de un lado a otro de la habitación, haciendo resonar sus tacones sobre el suelo encerado, con la espalda encorvada y las cejas largas y rizadas en los extremos de su rostro, como si se las hubiera pintado para hacerlas resaltar.

—Estimado príncipe, ¿qué deseáis que os enseñe? Tocáis muy bien el violín, de eso no cabe la menor duda. ¿Qué queréis que aporte a un discípulo de Ludwig van Beethoven? ¿Una cierta ligereza italiana, quizás? ¿Una ironía italiana?

—No —respondió Stefan en voz baja, sin apartar la vista de aquel hombrecillo que no dejaba de caminar por la estancia—. El valor, Maestro, para dejar de lado todo lo demás. Oh, me produce una gran tristeza que mi maestro no pueda oíros tocar.

Paganini se detuvo y apretó los labios.

—Os referís a Beethoven, ¿verdad?

—Está demasiado sordo para captar las notas altas —contestó Stefan con delicadeza.

—¿De modo que él no puede infundiros el valor que deseáis?

—No me habéis entendido. —Stefan cogió el maravilloso violín que había tocado y lo examinó.

—Stradivari, sí, un regalo que me hicieron, tan extraordinario como el vuestro, ¿no? —dijo Paganini.

—Sí, o quizá superior, no lo sé —respondió Stefan, y retomó el tema anterior—. Beethoven es capaz de infundir valor a cualquiera. No obstante, en la actualidad se dedica a componer, ya que su sordera, que le impide tocar, lo ha obligado a encerrarse con pluma y tinta como únicos medios para crear música.

—Ah, pero nosotros hemos salido ganando con ello —comentó Paganini—. Me gustaría observarlo siquiera una vez, o que él me viera tocar. Sin embargo, si me gano la enemistad de vuestro padre, jamás podré poner los pies en Viena. Y Viena es, después de Roma… —Paganini suspiró—. No puedo arriesgarme a que me impidan la entrada en Viena.

—Dejadlo de mi cuenta —murmuró Stefan. Se volvió, miró por la estrecha ventana y observó los muros de piedra. Aquel lugar parecía escuálido en comparación con los exquisitos corredores que habían sido pasto de las llamas, pero tenía un sabor auténticamente veneciano debido a las prendas de terciopelo color cobre y los elegantes zapatos de satén esparcidos por el suelo de la estancia y un melocotón reseco partido por la mitad.

—Lo sé —dijo Paganini—, y lo comprendo. De haber tocado Beethoven en la Argentina y en el palacio de Schönbrunn, de haber ido a Londres y de haberle perseguido las mujeres, probablemente sería como yo, un hombre poco dotado para componer, pero siempre el centro de toda reunión, por mí mismo y por mi música, por mi forma de tocar el violín.

—Sí —respondió Stefan, volviéndose—, eso es precisamente lo que deseo hacer, tocar el violín.

—El palacio de vuestro padre en San Petersburgo es legendario. Pronto llegará allí. ¿Estaríais dispuesto a renunciar a estas comodidades?

—Jamás lo he visto. Como os he explicado, mi cuna ha sido Viena. En cierta ocasión me quedé adormilado en un sofá mientras Mozart jugueteaba con el piano; creí que el corazón me iba a estallar. Vivo para gozar con este sonido, el sonido del violín, y no, como mi gran maestro, para escribir notas para mí o para otros.

—Tenéis el coraje de convertiros en un vagabundo —observó Paganini con una sonrisa un tanto fría—. Sin embargo, me cuesta imaginarlo. Ah, los rusos… No logro imaginaros…

—No me menospreciéis.

—No os menosprecio. De todas formas, debéis resolver el problema con vuestro padre. Regresad a casa en busca de ese violín del que me habéis hablado, el que lograsteis rescatar del fuego, y lleváoslo con la bendición de vuestro padre, de lo contrario no nos dejarán en paz, pues conozco a estos implacables nobles acaudalados, y me acusarán de haber inducido al hijo del embajador a no cumplir con sus deberes para con el zar. Sabéis que pueden hacerlo.

—Debo solicitar el permiso de mi padre —dijo Stefan, como si tomara buena nota de ello.

—Así es, y traed con vos el Stradivarius largo del que me habéis hablado. No pretendo sustraéroslo. Como veis, tengo un excelente violín. Sin embargo, quiero probar vuestro instrumento y oíros tocar con él. Si lo traéis con la bendición de vuestro padre, nos libraremos de los chismosos. Podréis acompañarme en mis viajes.

—¡Ah! —Stefan se mordió el labio inferior—. ¿Me lo prometéis, signore Paganini? Tengo dinero pero no una fortuna. Si soñáis con carruajes rusos y…

—No, no, muchacho. No me habéis entendido. He dicho que dejaré que me acompañéis y permanezcáis junto a mí. No pretendo ser vuestro sirviente, príncipe. ¡Soy un viajero impenitente! ¡Un virtuoso! Cuando me oyen tocar, todas las puertas se me abren; no necesito dirigir una orquesta ni componer ni montar espectáculos con unas sopranos que se desgañitan y unos violinistas muertos de aburrimiento en el foso. ¡Soy Paganini! Y vos seréis Stefanovski.

—Iré en busca del violín y conseguiré la bendición de mi padre —contestó Stefan—. Para él no supondrá ningún problema asignarme una pensión.

Stefan sonrió, y el hombrecillo se acercó a él y le cubrió el rostro de besos, probablemente una costumbre italiana, o rusa.

—Mi valiente y hermoso Stefan —dijo Paganini.

Stefan, abochornado, le devolvió el precioso violín. Al mirarse las manos, advirtió que las tenía cargadas de anillos, todos ellos con rubíes, esmeraldas y otras piedras preciosas engastadas. Se quitó uno y se lo entregó.

—No puedo aceptarlo, hijo —dijo Paganini—. No lo quiero. Tengo que vivir, tocar, pero no necesitáis utilizar el soborno para obligarme a cumplir la promesa que os he hecho.

Stefan agarró a Paganini por los hombros y le estampó un beso en la cara. El hombrecillo rio de gozo.

—Debéis traer ese violín. Deseo contemplar ese Stradivarius largo, según lo llaman, y tocarlo.

De nuevo Viena. La pulcritud imperaba en la estancia; las sillas estaban doradas o pintadas de blanco y oro, los suelos de parqué aparecían inmaculados. Reconocí de inmediato al padre de Stefan, sentado en un sillón junto al fuego, con una manta de oso ruso sobre las rodillas, observando a su hijo; todos los violines se hallaban dispuestos en unas vitrinas, dentro de sus estuches, como antes, aunque ése no era el espléndido palacio que se había quemado, sino un hogar provisional.

«Sí, en el que se habían instalado hasta que pudiéramos trasladarnos a San Petersburgo. Yo había regresado a toda prisa. Tras asearme, había pedido que me enviaran ropa limpia para luego cruzar las puertas de la ciudad. Mira, escucha».

Vestido con el elegante atuendo de la época, consistente en una elegante levita negra con botones de filigrana, cuello blanco almidonado y corbata de seda, Stefan ofrecía un aspecto muy distinto; llevaba el pelo cepillado y lustroso, suelto pero bastante largo tras su viaje, como una divisa que confirmara su voluntad de renunciar a todo, como el cabello de los cantantes de rock de nuestro tiempo, que grita las palabras «Cristo» y «Marginado» con la misma fuerza.

Era evidente que temía a su padre, quien lo miraba desde su sillón junto al fuego:

—¡Un virtuoso, un violinista! ¿Crees que he invitado a grandes músicos a mi casa para que te inculcaran esto, para que te indujeran a fugarte con ese italiano maldito y diabólico? Ese farsante que utiliza los dedos para hacer trucos en lugar de interpretar verdadera música. ¡No tiene el valor de tocar en Viena! Que se lo queden los italianos, que inventaron el castrato para que cantara torrentes de notas, arpegios e interminables crescendos.

—Padre, escucha. Tienes cinco hijos.

—No dejaré que me hagas eso —replicó su padre, cuyo escaso cabello blanco caía sobre los hombros de su bata de seda—. ¡Basta! ¿Cómo te atreves a desafiarme, tú, mi primogénito? —Con un tono menos áspero, añadió—: Sabes que el zar pronto te enviará a cumplir tu primer servicio militar; nosotros siempre hemos servido al zar. Además, ahora dependo de él para restaurar nuestro palacio en San Petersburgo. —El anciano suavizó el tono y se mostró más tolerante, como si los años que los separaban le hubieran otorgado una sabiduría que le hacía compadecerse de su hijo—. Stefan, hijo, tu deber es hacia tu familia y el emperador; no conviertas en una obsesión los juguetes que te he dado para que te solaces con ellos.

—Tú nunca consideraste que nuestros violines y nuestros pianofortes fueran meros juguetes; trajiste aquí los mejores para que los tocara Beethoven cuando aún podía hacerlo…

El padre se inclinó en el amplio y confortable sillón de armazón blanco, cuyo estilo era inequívocamente Habsburgo. Se volvió hacia una enorme estufa ornamentada que trepaba por la pared hacia el inevitable techo pintado; el fuego ardía bajo una reluciente cubierta de hierro esmaltado en blanco y unas complicadas volutas doradas.

Lo sentí, lo sentí como si mi guía fantasma se hallara en la habitación, muy cerca de esas personas que veíamos con absoluta claridad. Percibí el aroma de unas tortas que se horneaban, observé los grandes ventanales; la humedad del lugar era limpia, como la de la bruma que se alza del mar.

—Es cierto —dijo el padre, esforzándose por mostrarse razonable, amable—. He traído a esta casa a los músicos más grandes para que te dieran clases y alegraran tu niñez. En cuanto a mí —añadió encogiéndose de hombros—, me gustaba tocar el violonchelo con ellos, no lo niego. He procurado daros a ti, a tu hermana y a tus hermanos cuanto he podido, al igual que mis padres hicieron conmigo… En las paredes colgaban grandes cuadros antes de que el fuego los devorara, y siempre has tenido la ropa más fina, los mejores caballos de nuestros establos; sí, los mejores poetas han leído para ti en voz alta, y sigo manteniendo tratos con Beethoven, el desdichado y trágico Beethoven, por ser quien es, para que nos deleite a ti y a mí con su música.

»Pero ésa no es la cuestión, hijo mío. Estás a las órdenes del zar. ¡No somos comerciantes vieneses! No frecuentamos las tabernas y los cafés donde proliferan los chismorreos y las calumnias. Eres el príncipe Stefanovski, mi hijo. En primer lugar te enviarán a Ucrania, como a mí. Allí pasarás los años que hagan falta hasta incorporarte a un cargo gubernamental más importante.

—No. —Stefan se irguió.

—No empeores las cosas —señaló su padre con voz cansina. La melena blanca enmarcaba sus flácidas mejillas—. Hemos perdido mucho, muchísimo; hemos tenido que vender todo cuanto conseguimos salvar de las llamas para abandonar esta ciudad, cuando sólo aquí me había sentido feliz.

—Entonces trata de sacar alguna lección de tu propio sufrimiento, padre. No puedo, me niego a renunciar a la música para servir a un emperador, sea quien fuere. Yo no nací en Rusia, sino en unas habitaciones donde tocaba Salieri y cantaba Farinelli. Te lo suplico. Deseo que me entregues mi violín. Dámelo. Déjame marchar sin un centavo y haz correr la voz de que no lograste disuadirme de mi empeño. El deshonor no caerá sobre ti. Entrégame el violín y me marcharé.

El padre de Stefan adoptó una expresión más amenazadora. Sonaron unos pasos; como si no se hubieran percatado de ello, padre e hijo siguieron mirándose fijamente.

—No pierdas los nervios, hijo mío.

El hombre de blanca cabellera se levantó y dejó caer al suelo la manta de piel de oso. De pie, ataviado con su bata de seda ribeteada de piel y sus dedos adornados con rutilantes sortijas, presentaba un aspecto imponente.

Era tan alto como Stefan; por las venas de ambos no corría una sola gota de sangre campesina, sino tan sólo sangre nórdica que, mezclada con la eslava, los convertía en hombres altos como Pedro el Grande, en unos auténticos príncipes.

El padre se acercó a su hijo, y a continuación se volvió hacia los magníficos instrumentos lacados guardados en los aparadores, en cuyas puertas se representaban jardines pintados según el más puro estilo rococó. Las paredes estaban revestidas de paneles de seda, y las largas franjas de oro pintado alcanzaban el mural que cubría un nicho.

Era una orquesta de cuerda. El mero hecho de contemplar esos instrumentos hizo que me estremeciera. El violín que sostenía en la mano era idéntico a todos los que había allí.

El padre emitió un suspiro. El hijo aguardó, acostumbrado a no llorar ante su padre como habría hecho ante mí, y como, en efecto, hizo en la invisibilidad desde la que presenciábamos la escena. Le oí suspirar, pero luego la visión adquirió mayor intensidad y se mantuvo firme.

—No puedes ir, hijo —dijo el padre—, no puedes vagar por esos mundos con ese hombre rústico y vulgar. Es imposible. Tampoco puedes llevarte el violín. Negarme a ello me parte el corazón; pero es una quimera, y dentro de un año volverías para pedirme que te perdonara.

Stefan apenas si pudo controlar su voz al contemplar el violín, que le pertenecía por derecho propio.

—Padre, aunque discutamos, este instrumento es mío; fui yo quien lo rescató de la habitación en llamas, yo…

—Hijo, ese instrumento está vendido, te lo aseguro, como todos los Stradivarius, los pianofortes y el clavecín en que tocó Mozart.

Stefan quedó anonadado. El fantasma que estaba a mi lado en la penumbra mostraba una expresión demasiado triste como para que me burlara de él. Me abrazó más fuerte, temblando, como si todo aquello, la nube que parecía a punto de estallar y que él no volvería a introducir en su caldero mágico, fuera demasiado para él.

—No… No puedes haberlos vendido… Los violines no, no… Mi violín… Yo… —Stefan palideció, apretó los labios y una expresión de ira desfiguró sus facciones—. No, no te creo, ¿por qué me mientes?

—Contén esa lengua, Stefan. Eres mi hijo predilecto —dijo el anciano de pelo blanco, apoyándose con una mano en el respaldo del sillón—. Ya te he dicho que tuve que venderlo todo para salir de aquí y trasladarnos a nuestro hogar de San Petersburgo. Las joyas de tu hermana y de tu madre, los cuadros, todo ha sido vendido a fin de salvar para vosotros aquellas posesiones que debemos conservar. A Schlesinger, el comerciante, le vendí hace cuatro días los violines. Se los llevará cuando hayamos partido. Tuvo la amabilidad de…

—¡No! —exclamó Stefan, llevándose las manos a las sienes—. ¡Mi violín no! No, no puedes vender el Stradivarius largo.

Stefan se volvió y recorrió con mirada febril la parte superior de los largos aparadores pintados donde reposaban los instrumentos sobre unos cojines de seda; los violonchelos estaban apoyados contra unas sillas; los cuadros, dispuestos para su inmediato traslado.

—¡Te digo que los he vendido! —insistió su padre. Tras volverse a derecha e izquierda, halló su bastón de plata y lo empuñó con la mano derecha, primero por el mango y luego por el centro.

Stefan descubrió su violín y corrió hacia él.

Sí, pensé de corazón, cógelo, sálvalo de esta terrible injusticia, de este estúpido capricho del destino, es tuyo, tuyo… ¡Cógelo, Stefan!

«Y tú me lo has arrebatado a mí». En la insondable oscuridad el fantasma me besó la mejilla, pero estaba demasiado apenado para oponerse a mi voluntad. «Observa».

—No lo toques, no lo cojas —dijo su padre, avanzando hacia Stefan—. ¡Te lo advierto! —Blandió el bastón como si se dispusiera a utilizarlo para golpear a su hijo.

—¡Ni se te ocurra destrozar mi Stradivarius! —exclamó Stefan.

El anciano se enfureció al oír esas palabras, al comprobar la estúpida suposición de su hijo, lo inconcebible de aquel hecho.

—Tú, de quien siempre me he sentido orgulloso —dijo al tiempo que avanzaba hacia su hijo—. El favorito de su madre y el querubín de Beethoven, ¿crees que yo sería capaz de destrozar ese instrumento con mi bastón? ¡Tócalo y verás lo que hago!

Stefan tendió la mano para coger el instrumento, pero su padre le dio un golpe en un hombro con el bastón. El joven acusó el impacto y dio un paso vacilante hacia atrás. Su padre lo golpeó de nuevo, esta vez en el lado izquierdo de la cabeza.

—¡Padre! —exclamó Stefan, de cuya oreja comenzó a brotar un hilo de sangre.

Tuve que hacer un esfuerzo para no saltar sobre el anciano y obligarlo a detenerse… Maldito, no vuelvas a golpear a Stefan, ¡no te atrevas!

—Este violín no es nuestro —dijo el padre—. ¡Pero tú eres mi hijo, Stefan!

Stefan alzó las manos para protegerse y el anciano volvió a descargar un golpe con el bastón.

Creo que grité, pero no podía intervenir. El bastón alcanzó a Stefan en la mano izquierda y éste lanzó un grito y, con los ojos cerrados, se llevó la mano al pecho.

No reparó en que su padre alzaba nuevamente el bastón y lo descargaba sobre su mano derecha, con la que se cubría la izquierda, que tenía herida. El bastón le hirió los dedos.

—¡No, en las manos no, padre! —suplicó Stefan.

Oí unos pasos y unos gritos.

—¡Stefan! —Era la voz de una mujer joven.

—Me has desafiado —dijo el anciano—. ¡Te has atrevido a desafiar a tu padre!

Agarró a su hijo —tan conmocionado que apenas era capaz de esbozar una mueca de dolor, de defenderse siquiera— por las solapas de la chaqueta con la mano izquierda, lo arrojó de bruces sobre el aparador y descargó de nuevo un bastonazo sobre los dedos de Stefan.

Cerré los ojos. «Ábrelos, mira lo que me ha hecho mi padre. Hay unos instrumentos de madera, y otros de carne y hueso. Fíjate en lo que me ha hecho».

—¡Basta, padre! —gritó la joven. La vi por detrás; era una figura esbelta y grácil ataviada con un vestido estilo imperio de seda dorada, que dejaba sus brazos al descubierto.

Stefan retrocedió. Estaba aturdido debido al dolor. Retrocedió otros dos pasos y observó la sangre que manaba de sus dedos aplastados.

El padre empuñó el bastón como si se dispusiera a golpearlo de nuevo.

Entonces fue Stefan quien mudó de expresión; de su semblante desapareció toda compasión, como si ese sentimiento no tuviera cabida en la máscara de cólera y venganza que mostraba su rostro.

—¡Cómo has sido capaz de hacerme esto! —exclamó, agitando las manos sangrantes e inútiles—. ¡Me has destrozado las manos!

Estupefacto, el padre reculó, pero en su rostro persistía una expresión dura, empecinada. Ante las puertas de la sala se agolpaban los curiosos, hermanos, hermana, sirvientes, que habían acudido a presenciar la escena.

La mujer joven trató de aproximarse.

—No te acerques, Vera —le ordenó el anciano.

Stefan se arrojó sobre su padre, lo empujó contra la ardiente estufa de esmalte y luego le asestó una patada en la ingle. El anciano soltó el bastón y cayó de rodillas, al tiempo que trataba de protegerse.

Vera soltó un grito.

—¡Fíjate en lo que me has hecho! —dijo Stefan—. ¡Fíjate en lo que me has hecho! —repitió mientras la sangre seguía brotando de sus manos heridas.

El siguiente puntapié alcanzó al anciano en el mentón y lo hizo caer al suelo, donde permaneció tendido como un monigote sobre la alfombra. Stefan siguió propinándole puntapiés en la cabeza.

Me volví. No quería seguir contemplando aquella escena. «No, observa junto a mí. —Su voz sonaba dulce, implorante—. Está muerto; yace muerto en el suelo, pero yo no lo sabía. Fíjate, le he asestado otra patada. Mira. No contrae las piernas, aunque le he golpeado exactamente donde tu madre te golpeó a ti, en el estómago. Lo golpeo una y otra vez… pero creo que murió a causa de la primera patada en el mentón; nunca lo supe con certeza».

Parricida, parricida.

Unos hombres se abalanzaron sobre Stefan, pero Vera se volvió y extendió las manos para cerrarles el paso.

—¡No, no tocaréis a mi hermano!

Eso concedió a Stefan un instante para levantar la vista; de repente echó a correr hacia la puerta más cercana, hizo violentamente a un lado a los atónitos sirvientes y bajó a toda prisa por las escaleras de mármol.

«Las calles. ¿Esto es Viena?».

Stefan había conseguido hacerse con un abrigo y unas vendas para las manos. Avanzaba sigilosamente, como una figura embozada, pegado a los muros. La calle era antigua y tortuosa.

«Oh, amable ramera, ¿qué crees, que me quedaban unas monedas de oro? Sin embargo, Viena estaba conmocionada por la noticia. Yo había matado a mi padre. Había matado a mi padre».

Aquello era el Graben, transportado a la realidad, lo reconocí por sus vueltas y recodos. Era el lugar donde había residido Mozart, un barrio siempre animado durante el día. No obstante, era de noche, casi de madrugada. Stefan esperó en las sombras hasta que, de una taberna, salió un individuo, acompañado por una súbita erupción de ruido.

El hombre cerró la puerta al ambiente cálido que reinaba en el interior, repleto del humo de las pipas, del aroma a malta y café y del rumor de cháchara y risas.

—¡Stefan! —murmuró el hombre. Cruzó la calle y cogió a Stefan del brazo—. Vete inmediatamente de Viena. Hay orden de disparar contra ti. El mismo zar ha entregado a Metternich la orden por escrito. La ciudad está atestada de soldados rusos.

—Lo sé, Franz —respondió Stefan, sollozando como un niño—. Lo sé.

—Tus manos… —dijo el joven—, ¿qué ha pasado?

—Podía haber sido peor; aun así, los huesos están rotos. Todo ha terminado. —Stefan guardó silencio y elevó los ojos al cielo—. ¡Dios mío! ¿Cómo ha podido suceder esto, Franz? ¿Cómo he podido llegar a esto cuando hace un año estábamos todos en un salón de baile, tocábamos e incluso el Maestro estaba ahí y me aseguraba que le gustaba observar el movimiento de nuestros dedos? ¡Cómo es posible!

—¿Verdad que no has sido tú quien lo mató? —preguntó el joven llamado Franz—. Mienten, propagan una versión falsa. Ocurrió algo, pero Vera dice que te acusan injustamente…

Stefan no se atrevió a responder. Tenía los ojos cerrados, la boca contraída en un rictus de amargura. Se apartó de su amigo y echó a correr al tiempo que su capa flotaba tras él como una estela, y sus botas resonaban sobre los adoquines redondeados.

Lo seguimos; se convirtió en una figura minúscula, las estrellas formaron un arco sobre la escena y la ciudad se desvaneció.

Estábamos en un bosque oscuro pero joven, con árboles de hojas pequeñas, que Stefan aplastaba al correr. Eran los bosques de Viena, que yo conocía bien gracias a una breve excursión con mis compañeros universitarios y a numerosos libros y discos. Frente a nosotros había una población, y Stefan se dirigió hacia allí; apretaba contra el pecho sus manos sucias y ensangrentadas y esbozaba de vez en cuando una mueca de dolor, si bien trató de sobreponerse al entrar en la calle mayor y dirigirse a una pequeña plazoleta. Era tarde y los comercios estaban cerrados; las pintorescas callejuelas parecían surgidas de un cuento de hadas. Stefan se apresuró. Llegó a un pequeño patio rodeado por una verja, en la que no había cerradura, y entró sigilosamente.

Qué minúscula resultaba aquella arquitectura rural en comparación con los palacios donde habíamos presenciado la horrorosa escena.

El fresco aire nocturno estaba impregnado del aroma a pinos y estufas que exhalaban un olor fragante; Stefan alzó la vista hacia una ventana iluminada.

Dentro había alguien que cantaba de forma extraña, a viva voz, pero se trataba de una canción feliz, alegre. Parecía que cantara un hombre sordo.

Yo conocía ese lugar; lo había visto en unas ilustraciones. Sabía que era donde Beethoven había vivido y compuesto su música en otra época, y, al aproximarnos, vi lo mismo que Stefan al subir por los pequeños escalones: al maestro en una habitación, sentado ante su escritorio, mojando la pluma en el tintero y sacudiendo la cabeza, al tiempo que movía el pie rítmicamente y garabateaba unas notas, delirando en su precioso y recóndito refugio del universo, donde unos sonidos se combinaban con otros de un modo tal que los que podían oír jamás recomendarían ni tolerarían.

El gran hombre tenía el cabello grasiento, salpicado por unas canas en las que antes yo no había reparado; su rostro picado de viruela estaba enrojecido, pero su expresión era relajada y pura, sin el menor atisbo de ira. Mientras escribía, se balanceaba hacia delante y hacia atrás. Tarareaba una canción sincopada que sin duda le confirmaba que iba por buen camino.

El joven Stefan se acercó a la puerta, la abrió, entró en la habitación y, con las manos vendadas a la espalda, avanzó hacia el Maestro, junto a cuyo brazo se arrodilló.

—¡Stefan! —exclamó Beethoven con voz áspera—. ¿Qué ocurre, Stefan?

Stefan agachó la cabeza y rompió a llorar. De pronto, impulsivamente, alzó una mano envuelta en el vendaje empapado en sangre hacia el Maestro, como si quisiera tocarlo.

—¡Tus manos! —exclamó el Maestro, horrorizado. Se levantó de un salto y derribó el tintero mientras buscaba apresuradamente entre los objetos que cubrían su mesa, la pizarra, la compañera de sus años de sordera, mediante la cual conversaba con la gente.

No obstante, al bajar la vista advirtió con espanto que Stefan, que permanecía arrodillado a su lado, asustado y tembloroso, suplicándole misericordia mediante elocuentes movimientos de la cabeza, tenía las manos rotas y no podía sostener una pluma.

—Tus manos… ¿Qué te han hecho, mi pobre Stefan?

Desesperado, Stefan alzó la mano para indicarle que guardara silencio, pero Beethoven, en su afán de protegerlo, había atraído con sus gritos a otras personas.

Stefan comprendió que debía escapar. Abrazó al maestro brevemente, lo besó en la boca y luego se dirigió hacia una puerta más alejada en el preciso momento en que la que había junto a él se abría de golpe.

Stefan salió huyendo y dejó a Beethoven bramando de dolor.

«Una pequeña habitación. Dentro, el lecho de una mujer».

Stefan yacía acurrucado, vestido con unos pantalones ceñidos y una camisa limpia, con el rostro, todavía húmedo debido a las lágrimas, hundido en la almohada, y la boca abierta.

Ella, una mujer corpulenta con expresión compungida, casi cuadrada y parecida a mí pero más joven, le aplicó unos vendajes limpios en las manos. Lo atendía solícitamente, observando con ternura su plácido semblante, sus manos destrozadas, sin poder contener las lágrimas. Era evidente que lo amaba.

—Debéis abandonar Viena, príncipe —dijo la mujer expresándose en el suave y culto alemán de los vieneses—. Es preciso.

Él no se movió. Entornó levemente los párpados, mostrando un poco el blanco de los ojos, como si estuviera muerto; pero respiraba.

—¡Escúchame, Stefan! —dijo la mujer, adoptando un tono más íntimo—. Mañana entierran a tu padre. Su cuerpo descansará en el sepulcro de los Van Meck, y no sé si sabes que se proponen enterrar al violín junto con sus restos.

Stefan abrió los ojos, fijó la vista en la vela situada detrás de la mujer y observó el plato de cerámica sobre el que reposaba, en cuyo fondo se había formado un charquito de cera. Después miró a la mujer y volvió la mirada hacia el grueso y rústico cabecero de madera del lecho. Era el lugar más pobre de todos a los que Stefan nos había llevado. Una casa muy modesta, tal vez situada encima de una tienda.

Stefan parecía aturdido.

—¿Has dicho que van a… enterrar el violín, Berthe?

—Así es, hasta que den con el asesino y puedan trasladar los restos de tu padre a Rusia. Estamos en invierno; en estos momentos no se puede viajar a Moscú. Pese a lo ocurrido, Schlesinger, el comerciante, les ha entregado un dinero por el violín. Te han tendido una trampa, creen que irás a recuperar el instrumento.

—Sería una estupidez —contestó Stefan—. Una locura. —Se incorporó en el lecho, alzó las rodillas y hundió los pies en el tosco colchón. El pelo, alborotado, le caía sobre la cara como una mata sedosa—. ¡Me han tendido una trampa! ¡Van a enterrar el violín!

—Chissst, no seas tonto. Creen que irás a robarlo antes de que lo metan en el ataúd. En caso contrario, permanecerá en la tumba hasta que tú vayas por él, y entonces te echarán el guante. O bien permanecerá para siempre junto a tu padre hasta el momento en que den contigo y te ejecuten por tu crimen. Es un mal asunto; tu hermana y tus hermanos están trastornados, pero no todos sienten rencor hacia ti.

—No… —murmuró Stefan con aire pensativo mientras posiblemente recordaba su fuga—. ¡Berthe! —añadió en voz baja.

—Para vengarse, los hermanos de tu padre —cómo echan pestes los tipos esos— han declarado que el violín será enterrado junto con tu padre, a quien asesinaste, a fin de que jamás puedas volver a tocarlo. Imaginan que tú, un fugitivo, tratarás de robárselo a Schlesinger.

—No se equivocan.

Un ruido interrumpió la conversación. La puerta se abrió de súbito y apareció un hombre bajo y fornido, de rostro orondo, que vestía una capa negra y una camisa de lino que constituían el inconfundible distintivo de la aristocracia. Por su aspecto —mejillas mofletudas y ojos pequeños— parecía ruso. Depositó sobre la silla una gran capa con capucha y a través de unas pequeñas gafas con montura de plata observó al joven que yacía en la cama y a la chica, que ni siquiera se dignó volverse para saludarlo.

—Stefan —dijo el hombre al tiempo que se quitaba el sombrero de copa y se alisaba los cuatro pelos grises que cubrían su rosado cráneo—, tienen la casa vigilada; están en todas las calles. Incluso se han desplazado hasta Italia para interrogar a Paganini, que ha negado conocerte.

—¿Qué otra cosa podía hacer? —murmuró Stefan—. Pobre Paganini. Ya nada me importa; todo me tiene sin cuidado.

—Te he traído una capa con capucha, Stefan y un poco de dinero para que abandones Viena.

—¿De dónde lo has sacado? —preguntó Berthe.

—Eso no importa —respondió el hombre, mirándola con frialdad—. De todas formas, Stefan, has de saber que no todos en tu familia tienen el corazón duro e insensible.

—Vera, mi dulce hermana. Recuerdo que cuando intentaron apresarme ella lo impidió.

—Ella dice que debes marcharte cuanto antes, a América, a la corte portuguesa en Brasil, adonde quieras, pero ve donde puedan curarte debidamente las heridas de las manos y donde puedas vivir, ¡o estás perdido! Brasil está muy lejos; hay otros países. Podrías ir a Inglaterra, a Londres, pero es preciso que abandones de inmediato el imperio de los Habsburgo. Todos corremos peligro por haberte ayudado.

La joven se enfureció.

—¡No olvides las cosas que él ha hecho por ti! —exclamó—. No estoy dispuesta a renunciar a él —añadió mirando a Stefan, quien trató de acariciarla con sus manos vendadas, pero se detuvo, como un animal tentando el aire con las patas, y la observó con expresión de dolor o de simple desesperación.

—No, por supuesto que no —respondió Hans—. Él es nuestro muchacho, Stefan, y siempre lo será. Lo único que digo es que no tardarán en dar contigo. Viena no es muy grande. ¿Qué harás con las manos en ese estado? ¿Adónde irás?

—Mi violín —dijo Stefan con voz entrecortada por la emoción—. Es mío y no lo tengo en mi poder.

—¿Por qué no intentas recuperarlo? —preguntó Berthe al hombre bajo y rollizo mientras vendaba con una gasa la mano izquierda de Stefan.

—¿Yo? ¿Recuperar el violín? —le preguntó el hombre.

—¿Acaso no puedes entrar en la casa? Lo has hecho otras veces. Finge que deseas ocuparte personalmente de que todo esté perfectamente dispuesto para el banquete. Ocúpate de las tartas especiales. Cuando alguien fallece en Viena es un milagro que los demás no mueran también de un atracón de dulces. Ve con los pasteleros para comprobar que no se les escapa ningún detalle. Es muy sencillo. Luego puedes subir disimuladamente a la habitación donde está instalada la capilla ardiente y apoderarte del violín. Si te detienen di que buscabas a alguien de la familia para que te informara sobre lo ocurrido. Todo el mundo sabe lo mucho que quieres al muchacho. Ve a recuperar el violín.

—Todo el mundo lo sabe —repitió Hans. Sin poder disimular su nerviosismo, se dirigió hacia la ventana y contempló la calle—. Sí, todo el mundo sabe que siempre que le apetecía Stefan pasaba sus noches de borrachera con mi hija.

—Y a cambio me regaló unos objetos maravillosos, que aún conservo y conservaré hasta el día que me case —afirmó la joven con amargura.

—Tu padre tiene razón —terció Stefan—. Debo irme. No puedo permanecer aquí y poner en peligro vuestras vidas. Si vigilan la casa no tardarán en venir a buscarme.

—No es cierto —replicó ella—. Todos los sirvientes de tu casa y los proveedores de tu familia te estiman; los guardias vigilarán a esas zorras francesas que llegaron con el conquistador, porque todos saben el éxito que tenías entre ellas, pero ignoran lo ocurrido con la hija del pastelero. No obstante, es cierto lo que dice mi padre. Debes abandonar la ciudad, tal como te he aconsejado. Si no sales de Viena, te atraparán en pocos días.

Stefan estaba sumido en sus pensamientos. Trató de incorporarse sobre la mano derecha, pero el dolor se lo impidió, y se dejó caer de nuevo contra la cabecera de la cama. El techo abuhardillado formaba una marcada inclinación sobre su cabeza; la ventana abierta en el grueso muro era minúscula. Stefan destacaba enormemente en ese ambiente; era demasiado alto, inteligente y orgulloso para quedarse encerrado en una estancia tan reducida.

Me hallaba ante la imagen joven de mi fantasma que recorría conmigo las grandes estancias y las amplias avenidas.

Berthe se volvió hacia su padre.

—¡Ve a la casa y coge el violín! —le ordenó.

—¡Estás soñando! —replicó él—. El amor te ciega. Eres la estúpida hija de un pastelero.

—Y tú, que te crees un elegante caballero, con tu elegante café en la Ringstrasse, no te atreves…

—Es lógico que no se atreva —afirmó Stefan con firmeza—. Además, Hans no reconocería mi violín entre los otros.

—¡Está en el ataúd! —exclamó ella—. Me lo han dicho. —Cortó la gasa con los dientes y la anudó en la muñeca de Stefan, que había empezado a sangrar—. Ve a buscar ese violín, padre.

—¡En el ataúd! ¡Junto a él! —susurró Stefan con tono de desprecio.

Quise cerrar los ojos, pero no tenía ningún control sobre mi cuerpo físico. Mientras sostenía en las manos el violín al que se referían, pensé que ese objeto que seguíamos a través de esta cruenta historia se encontraba en esos momentos, aproximadamente hacia 1825, dentro de un ataúd. ¿Lo habrían rociado con agua bendita, o lo harían durante el réquiem por el alma del anciano? ¿Celebrarían el funeral bajo el techo de una iglesia vienesa decorada con ángeles dorados?

Hasta yo sabía que el padre de Berthe no podía recobrar el violín. Sin embargo, éste se esforzó en defenderse, ante ellos y ante sí: no paraba de moverse, de andar de aquí para allá, de morderse el labio inferior, unas motas de luz se reflejaban en sus gafas.

—Pero ¿cómo se puede entrar en una estancia donde yace un príncipe de cuerpo presente…?

—Tiene razón, Berthe —dijo Stefan con tono suave—. Sería inadmisible que yo le permitiera correr semejante riesgo. Además, ¿cuándo iba a hacerlo? ¿Qué pretendes, que se acerque al ataúd, coja el violín de manos del difunto y salga corriendo?

Berthe alzó los ojos; el cabello oscuro enmarcaba su pálido rostro, su mirada era implorante pero denotaba astucia. Tenía las pestañas largas y una boca carnosa y sensual.

—En ciertos momentos —contestó—, a última hora de la noche, cuando la gente se retira a dormir, las habitaciones están prácticamente desiertas. Lo sabes muy bien. Sólo algunas personas rezan el rosario, probablemente con los ojos cerrados. De modo, padre, que puedes ir con la excusa de ocuparte de la preparación del banquete. Hazlo cuando la madre de Stefan se haya acostado.

—¡No! —protestó Stefan, pero la idea había hallado terreno fértil. Se inclinó, absorto en el plan de Berthe—. Me acerco al ataúd, cojo el violín que hay junto a él, mi violín…

—Tú no puedes hacerlo —dijo Berthe—. No podrás sostenerlo en las manos. —Parecía horrorizada ante la idea—. No lograrás acercarte siquiera a la casa.

Stefan no respondió. Miró alrededor y trató de incorporarse sobre una mano, pero el dolor lo obligó a desistir. Vio las ropas limpias dispuestas para él. Observó la capa.

—Hans, quiero saber la verdad —dijo—. ¿Es Vera quién me envía el dinero?

—Sí, y tu madre está al corriente, pero si se lo cuentas a alguien, será mi fin. No comentes con tus amigos, ni siquiera en secreto, este gesto que ha tenido tu familia para contigo, porque si lo haces, ni tu hermana ni tu madre podrán protegerme.

Stefan sonrió con amargura y asintió con la cabeza.

—¿Sabías —inquirió Hans, ajustándose las gafas sobre la pequeña nariz— que tu madre odiaba a tu padre?

—Desde luego —respondió Stefan—, pero yo la he herido mucho más profundamente que él.

Sin esperar a que el hombrecillo respondiera, Stefan hizo ademán de levantarse de la cama.

—No puedo ponerme estas botas, Berthe.

—¿Adónde vas? —preguntó ella, y se apresuró a ayudar a Stefan a calzarse y a incorporarse. Después le entregó un traje de paño negro, limpio y planchado, que sin duda su hermana había procurado a Hans.

Hans lo miró con compasión y tristeza.

—Escúchame, Stefan —dijo—, la casa está rodeada por soldados, guardias rusos y los guardias privados de Metternich, por no mencionar a la policía, que vigila todas las calles. —Se acercó al joven y apoyó una mano sobre la mano herida de éste, que la retiró de inmediato, con una mueca de dolor.

—Descuida —dijo Stefan al advertir que el pastelero se sentía contrito y avergonzado—. Me has hecho un gran favor. Te lo agradezco; Dios te recompensará por ello. Tú no asesinaste a mi padre, y, por lo que parece, mi madre no se ha opuesto a que me trajeras esto. Veo que me has traído la mejor capa de mi padre, forrada de zorro ruso, lo que indica lo mucho que ella me quiere. ¿O acaso te la ha dado Vera?

—Ha sido Vera. Hazme caso y abandona Viena esta misma noche. Si te atrapan, no se molestarán en juzgarte. Te matarán de un tiro antes de que puedas decir una palabra o de que alguien tenga la oportunidad de declarar que presenció cómo tu padre te destrozaba las manos.

—Ya he sido juzgado aquí —repuso Stefan tocando la chaqueta a la altura del corazón con una mano vendada—. Yo lo maté.

—Márchate de Viena. Busca un médico que pueda curarte las manos; quizá logre salvarlas. Hay otros violines para alguien que toca como tú. Vete lejos, a Río de Janeiro, a América o a Estambul, donde nadie se interesará por tu identidad. ¿No tienes amigos de tu madre en Rusia?

Stefan negó con la cabeza, sonriendo.

—Todos son primos del zar o de sus bastardos —respondió, y soltó una breve carcajada.

Era la primera vez en esa fantasmal existencia que yo veía a Stefan reír de buena gana. Por un instante en su rostro se dibujó una expresión alegre y despreocupada, y esa felicidad borró todas las arrugas de preocupación de su semblante y le confirió, como suele ocurrir en estos casos, un aspecto radiante.

Stefan dio reiteradamente las gracias a Hans, quien parecía turbado. Luego suspiró y echó una ojeada a la habitación. Parecía el gesto espontáneo de un hombre que sabe que está a punto de morir y contempla con afecto cuanto lo rodea.

Berthe le abrochó la camisa, le alisó el cuello de la misma y le anudó la corbata de seda blanca. A continuación cogió una bufanda de lana negra y se la enrolló alrededor del cuello, alzó la lustrosa cabellera y la dejó caer de nuevo sobre los hombros. Stefan llevaba el pelo largo pero arreglado.

—Deja que te lo corte… —dijo ella—. Quizás así pases inadvertido.

—No… no importa; la capa y la capucha serán suficiente. El tiempo apremia. Es medianoche, el velatorio ya debe de haber comenzado.

—¡No puedes ir! —exclamó Berthe.

—De todos modos iré. ¿Acaso vas a traicionarme?

Berthe y Hans se mostraron escandalizados ante semejante sugerencia, y sacudiendo la cabeza juraron no traicionarlo.

—Adiós, querida, me gustaría darte algo antes de partir…

—Me has dado todo cuanto necesito —respondió ella con tono de resignación—. Me has dado unas horas que otras mujeres deben imaginar o leer sobre ellas en las novelas.

Stefan volvió a sonreír. Jamás, en ninguna circunstancia, le había visto yo tan satisfecho. Me pregunté si las heridas de las manos le dolerían, porque las vendas estaban empapadas de sangre.

—La mujer que me puso las vendas —dijo Stefan mirando a Berthe— se quedó con mis anillos en pago por sus servicios. No pude impedírselo. Sin embargo, ésta es la última habitación cálida en la que pasaré una noche, mi último momento de reposo. Berthe, bésame antes de partir. Hans, no puedo pedirte que me bendigas, pero sí que me des un beso.

Los tres se fundieron en un abrazo. Después, Stefan tendió los brazos, como si pudiera alzar la capa con las manos laceradas, pero Berthe se apresuró a cogerla, y entre ella y su padre se la echaron sobre los hombros y le cubrieron la cabeza con la capucha.

Yo estaba aterrorizada. Sabía lo que iba a suceder. No quería presenciarlo.