11

La luz de la habitación se hizo más tenue; las relucientes hojas que se adivinaban a través de los visillos formaron unas siluetas más imprecisas. Los olores de la habitación y el mundo ya no eran los mismos.

—¿A qué te refieres?

—A acompañarme. ¡Ahora estás conmigo, en mis dominios! Poseo muchas virtudes y defectos, no tengo poder para matarte, pero sí para hechizarte mediante sortilegios y sumergirte en el verdadero pasado del mismo modo que podría hacerlo un ángel o tu conciencia. Tú me obligas a ello.

Un viento cortante me agitó el pelo. El lecho había desaparecido, al igual que las paredes. Era de noche y aparecieron unos árboles que se desvanecieron súbitamente. Hacía frío, un frío polar, ¡pero ardía un fuego! Mirad ese inmenso y espeluznante resplandor que se recorta contra las nubes…

—¡Dios mío, no me lleves allí! —le rogué—. ¡No quiero ir! ¡Dios mío, esa casa en llamas, ese temor, ese viejo temor infantil al fuego! Ah, destrozaré este violín, lo haré pedazos…

La gente gritaba despavorida. Oí el tañido de unas campanas. La noche rebosaba de caballos, carruajes y personas que corrían de un lado a otro, y el fuego era monstruoso…

El incendio había estallado en una grandiosa mansión larga y rectangular de cinco plantas; las ventanas del piso superior vomitaban llamas.

Aquellas personas tenían aspecto anticuado; las mujeres llevaban el cabello recogido en un moño y una falda larga y vaporosa que descendía desde el pecho, y los hombres lucían levita. Todos estaban aterrorizados.

—¡Dios Santo! —exclamé. Tenía frío, y el viento me azotaba el rostro. Las pavesas caían por doquier, las chispas prendían en mi vestido. La gente corría acarreando cubos de agua, gritando sin cesar. Advertí unas figuras diminutas en la ventana de una casa gigantesca; arrojaban objetos a la multitud que se agolpaba abajo. De pronto, voló por los aires un cuadro de grandes proporciones, aunque en comparación con las llamas parecía un sello de correos oscuro, y unos hombres se apresuraron a atraparlo antes de que tocase el suelo.

La gran plaza estaba repleta de gente que contemplaba la escena llorando, gimiendo y tratando de echar una mano. Alguien arrojó unas sillas por las ventanas superiores. Un enorme tapiz salió despedido de otra ventana y cayó al suelo donde quedó formando una masa revuelta.

—¿Dónde estamos? Dímelo.

Observé la vestimenta de quienes pasaban corriendo por nuestro lado. Los trajes largos y vaporosos eran del siglo pasado, de antes de que aparecieran los corsés, y los hombres vestían una levita con grandes bolsillos, ¡y mirad!, incluso la camisa de ese individuo tan desastrado que yacía en la camilla, quemado y cubierto de sangre, tenía las mangas abullonadas y levemente fruncidas.

Los soldados lucían sombreros de ala ancha doblada hacia arriba, ladeados. Aparecieron unos carruajes grandes y chirriantes que se aproximaron al fuego todo lo que pudieron, se abrieron sus puertas y de ellos saltaron unos hombres para ayudar a sofocar las llamas. Fue un asalto concertado entre plebeyos y caballeros.

Un hombre que estaba a mi lado se quitó la gruesa levita y cubrió con ella los hombros de una mujer que se apoyaba en él sin dejar de llorar; el vestido de la mujer parecía un largo lirio invertido de seda marchita, y su cuello desnudo daba la impresión de estar tan frío como la levita que lo había cubierto.

—¿No quieres entrar? —me preguntó Stefan con tono de enfado. Estaba temblando. No era inmune a lo que él mismo había conjurado. Temblaba, pero estaba furioso. Yo seguía sujetando el violín, jamás me desprendería de él—. Vamos, ¿no quieres contemplar el espectáculo? ¡Mira!

La gente pasaba junto a él rozándolo, empujándonos, sin reparar en nuestra presencia; chocaban contra nosotros como si tuviéramos peso y espacio en su mundo, aunque evidentemente no era así; era la naturaleza del efecto óptico: una solidez seductora, tan vital como el fragor de las llamas. La gente corría de un lado a otro tratando de sofocar el fuego, y de pronto se acercó un hombre singular, de baja estatura, picado de viruela y con el pelo entrecano. A pesar de su aspecto desmañado rebosaba autoridad y poder, y parecía muy enojado. Miró a Stefan con sus ojillos negros, y yo exclamé:

—¡Dios santo! Sé quién eres.

El individuo permaneció por unos instantes en la sombra, y luego se movió de forma que el resplandor de las llamas puso de relieve su expresión airada.

—¿Por qué estamos aquí, Stefan? —inquirió el hombre—. ¿Por qué haces esto de nuevo?

—Ella me ha arrebatado el violín, Maestro —contestó Stefan, esforzándose en modular sus frágiles palabras—. Me lo ha robado.

El hombrecillo meneó la cabeza y retrocedió, engullido por la multitud, observándonos con aire de reproche. Su corbata de seda estaba cubierta de manchas; era el dueño de mi vida, mi Beethoven.

—¡Maestro! —gritó Stefan—. ¡Maestro, no me abandones!

Eso es Viena, otro mundo, y el viento… No eran las ásperas dimensiones del sueño lúcido, aquél era un mundo vasto que se extendía hasta las nubes. Continuaban arrojando agua para apagar las llamas, los charcos que inundaban la acera reflejaban el resplandor del fuego y por las ventanas surgía una infinita y heterogénea serie de espejos, candelabros y demás objetos; pese a la distancia, los oía chocar entre sí, y unos hombres subidos en unas escaleras se los pasaban unos a otros.

A través de una ventana interior irrumpió una violenta lengua de fuego que derribó la escalera. Se oyeron gritos. Una mujer se inclinó y soltó un grito desgarrador.

Cientos de personas echaron a correr despavoridas, pero se vieron obligadas a retroceder cuando por todas las ventanas inferiores surgieron otras lenguas de fuego. El edificio iba a estallar. Las llamas devoraban el tejado de la vivienda de cinco plantas. Una ráfaga de chispas y hollín me azotó el rostro.

—¡Maestro! —gritó Stefan, aterrorizado, pero el hombre había desaparecido.

Stefan se volvió, enfurecido, herido, y me indicó que lo siguiera.

—Ven, quieres contemplar el fuego de cerca, ¿verdad? Ojalá hubieras sido testigo de la primera vez que estuve a punto de perder la vida por el objeto que me has robado. Ven…

Penetramos en el enorme edificio.

El humo hacía que la cadena de arcos que se erguía sobre nosotros tuviese una apariencia fantasmagórica, pero era real, tan real como el aire impregnado de hollín que nos asfixiaba.

El cielo pagano pintado en el techo, interrumpido por un arco tras otro, estaba repleto de deidades que se esforzaban por dejarse ver de nuevo y mostrar su color, sus músculos y sus alas. La gran escalinata era de mármol blanco y poseía unas balaustradas bulbosas; Viena, el barroco, el rococó; no hay nada tan delicado como París ni tan austero como Inglaterra, pero no, aquello era Viena, una ciudad casi rusa en sus excesos. Mirad esa estatua que se ha caído, las prendas de mármol retorcidas, la madera pintada. Viena, en la frontera de Europa Occidental, y aquél era uno de sus palacios más soberbios.

—En efecto, has acertado —dijo él con voz temblorosa—. ¡Mi hogar, mi hogar! La casa de mi padre. —Sus murmullos quedaron sofocados por el chisporroteo del fuego y los pasos apresurados de la muchedumbre.

Todo cuanto nos rodeaba quedaría calcinado: los elevados arriates de terciopelo rojo como la sangre, la cornisa de oro trenzado; por doquier había motivos de boiserie, madera pintada de blanco y dorado tallada de acuerdo con el recargado estilo vienés, la cual ardería exhalando olor a árboles, como si nadie hubiera decorado esos muros con murales que mostraban idílicas escenas cotidianas o victorias guerreras, en unos marcos rectangulares sobre un material perecedero.

El calor abrasaba a la multitud que habitaba en los murales, las columnas acanaladas, los arcos romanos. Mirad, incluso los arcos son de madera, una madera pintada a imitación del mármol. Por supuesto. Esto no es Roma, sino Viena.

El cristal se rompía en mil pedazos. Los fragmentos volaban por los aires, formando remolinos y descendiendo entre las chispas que saltaban alrededor de nosotros.

Unos hombres bajaron a toda prisa por la escalinata acarreando un enorme armario de marfil, plata y oro; a punto estuvo de caérseles, y lo alzaron de nuevo entre gritos e imprecaciones.

Entraron en el gran salón. Señor, es demasiado tarde para esta magnificencia. Ya no hay tiempo, las llamas avanzan con voracidad apasionada.

—¡Apresúrate, Stefan!

¿De quién era esa voz?

Había hombres y mujeres por doquier, tosiendo como solía toser mi madre, sólo que el lugar estaba lleno del humo denso y terrorífico de una conflagración, que descendía implacable desde el espacio natural que ocupaba bajo los techos.

Vi a Stefan, no el que estaba junto a mí, no el que me sujetaba cruelmente por un hombro, ni el fantasma que me retenía a su lado, casi como un amante, sino a un Stefan vivo, un recuerdo expresado en carne y hueso que lucía un elegante cuello alto, chaleco y camisa blanca con chorreras, todo ello manchado de hollín. Rompió el cristal de unas vitrinas situadas al otro lado de la habitación, cogió los violines y se los pasó a un hombre que, a su vez, se los entregó a otro, y así sucesivamente hasta que entre todos lograron sacar los instrumentos por las ventanas.

Incluso el aire era un enemigo, pues soplaba un viento racheado extremadamente peligroso.

—Apresúrate.

Otros se detenían para recoger lo que podían. Stefan tropezó con una silla dorada y un violín se le cayó de las manos. Soltó una maldición. Más hombres salían por las ventanas tratando de salvar cuanto fuera posible, incluidas unas partituras. El viento se llevó algunas y las destrozó. Tanta música perdida…

Sobre el techo abovedado que se alzaba sobre los arcos, los dioses y diosas pintados en él aparecían chamuscados y arrugados. Un bosque pintado había comenzado a desprenderse de los muros. Las chispas saltaban formando una espuma artística y decorativa que contrastaba con los medallones blancos de madera incrustados en las paredes.

Las llamas estallaron abriendo en el techo un agujero gigantesco semejante al producido por un cañonazo, a través del cual se veía su siniestro resplandor.

Cogí a Stefan del brazo y me apreté contra él mientras ambos retrocedíamos hacia la pared y contemplábamos la descomunal lengua de fuego.

Aquí y allá veía cuadros de grandes proporciones, enmarcados, colgados de las paredes; representaban a hombres y mujeres con pelucas blancas que miraban con ojos fríos e impotentes, observándonos a nosotros y al tiempo; uno comenzó a desprenderse del marco y a enroscarse; de pronto sonó un ruido seco y las sillas artísticamente talladas sucumbieron como todo lo demás. El humo que salía del agujero abierto en el techo se retorcía, y mientras trataba de ascender de nuevo se extendía por debajo del techo aniquilando para siempre los Campos Elíseos de estilo rococó.

Unos hombres corrían a rescatar unos violonchelos y violines que estaban desperdigados sobre la alfombra decorada con motivos de rosas, tirados por doquier como si las personas que acababan de huir precipitadamente los hubieran dejado caer. Un salón de baile, sí, el suelo, y unas mesas con bandejas de comida, resplandecientes, como si alguien fuera a entrar y probar los manjares que se ofrecían. El humo descendía como un velo sobre una mesa rebosante de comida: plata y más plata y grandes bandejas de fruta.

Las velas de la araña que se balanceaba en el techo parecían manantiales de cera ardiente que se derramaba sobre las alfombras, las sillas, los instrumentos musicales, incluso sobre el rostro de un chico que lanzó un grito y huyó sosteniendo un cuerno dorado en la mano.

En el exterior, la multitud rugía como si se dispusiera a presenciar un desfile.

—Por el amor de Dios —exclamó alguien—. ¡Hasta los muros están ardiendo!

Una figura encapuchada, calada hasta los huesos, pasó por nuestro lado, como una exhalación, si bien noté que algo húmedo me rozaba el dorso de la mano derecha y percibí el destello de sus lustrosas botas. Entonces, el encapuchado entregó a Stefan una gran sábana empapada en agua para que se cubriera y protegiese con ella; luego, tras recoger un laúd del suelo, echó a correr hacia la ventana y bajó por la escalera.

—¡Date prisa, Stefan! —gritó.

El laúd desapareció al pasar de mano en mano. Un hombre se volvió, con los ojos llorosos y el rostro congestionado a causa del humo y tendió los brazos para coger el violonchelo que Stefan se disponía a entregarle.

De pronto se produjo un violento estallido en el edificio.

La luz se hizo insoportablemente intensa, como si hubiese llegado el día del Juicio Final. Al otro lado de una alejada puerta lateral todo seguía ardiendo. Las llamas y el humo engulleron las cortinas de la ventana situada en el extremo de la sala y las vigas cayeron al suelo como lanzas retorcidas.

Mirad esos magníficos instrumentos, esos prodigios musicales tan maravillosamente fabricados cuya perfección nadie, pese a la tecnología de un mundo electrónico, será capaz de igualar. Alguien había pisado ese violín. Alguien había aplastado esa viola, un objeto sagrado, que yacía destrozado.

¡Todo cuanto había allí sería pasto de las llamas!

La araña de cristal, envuelta por aquella bruma perniciosa, comenzó a oscilar peligrosamente y todo el techo tembló.

—¡Apresúrate! —dijo el otro.

Un hombre cogió un violín pequeño, quizá perteneciente a un niño, y huyó por una ventana, mientras que otro individuo, de espesa cabellera, cayó de rodillas sobre la alfombra y comenzó a toser, se postró de rodillas en el suelo, medio ahogado.

El joven Stefan, con el pelo alborotado y su elegante levita cubierta de diminutas chispas moribundas, arrojó la sábana empapada sobre el hombre que estaba postrado de rodillas.

—¡Levántate, Joseph! ¡Si no lo haces, morirás aquí dentro!

Oí un estrépito ensordecedor.

—¡Es demasiado tarde! —grité—. ¡Ayúdalo! ¡No lo abandones aquí!

Stefan, el fantasma, estaba a mi lado, riendo a carcajadas, con una mano apoyada en mi hombro. El humo creaba un velo entre ambos, una nube que envolvía nuestras etéreas figuras, a salvo y monstruosamente distantes; su hermoso rostro, vuelto hacia mí con expresión despectiva, parecía tan juvenil como la otra imagen; pero, en realidad, era una vulgar máscara, en cierto modo tan inocente que apenas lograba ocultar sus sufrimientos, su intolerable dolor.

Después se volvió y señaló la imagen distante y activa de sí mismo; empapado, gritaba desaforadamente mientras dos hombres que habían penetrado por una ventana se lo llevaban a rastras. El individuo que se había extraviado seguía andando a tientas en la oscuridad, arañando la alfombra; lo sé, lo sé, no puedes respirar. Vas a morir. Era el que se llamaba Joseph. Estaba muerto, ya era demasiado tarde para él. Santo Dios, mirad. Una viga se había desplomado entre él y yo.

Por doquier volaban esquirlas de cristal procedentes de las puertas de las vitrinas, que estaban hechas añicos. Vi abandonados numerosos violines y relucientes trompetas; también un corno inglés, una bandeja de dulces desparramados por el suelo, y unas copas relucientes, no… más bien envueltas en llamas bajo el resplandor del fuego.

El joven Stefan, irremediablemente atrapado por las circunstancias, forcejeaba para librarse de sus salvadores y exigía que lo dejaran recuperar otro de los violines que había en una vitrina.

Al pasar por delante de ella tendió la mano derecha y consiguió coger otro violín, un Stradivarius largo, para lo cual apartó los fragmentos de cristal diseminados sobre el estante. Había conseguido apoderarse de él, junto con el arco.

Oí a mi fantasma emitir un suspiro; ¿acaso había dejado de interesarle su propia magia? Yo no podía apartar la vista de aquella escena.

Las crepitantes llamas habían comenzado a devorar el techo del salón. Alguien gritó desde el amplio pasillo situado detrás de nosotros. Stefan necesitaba el arco, además del violín, e inopinadamente un gigantesco y musculoso individuo, furioso y asustado, agarró a Stefan y lo arrojó por la ventana.

El fuego se encabritó, lo mismo que había ocurrido siendo yo una niña en aquella espantosa mansión de la avenida, aquel sombrío lugar de arcos más sencillos y sombras más pedestres, un tenue y vulgar eco americano en medio de aquel increíble esplendor.

Las llamas siguieron alimentándose y creciendo hasta convertirse en una sábana de fuego. La noche era roja y brillante, y nadie estaba a salvo; el hombre arrodillado sobre la alfombra seguía tosiendo, y finalmente murió asfixiado, mientras el fuego se aproximaba cada vez más. Los elegantes sofás dorados que había a nuestro lado ardieron de pronto, como si el fuego hubiera prendido en sus mismas entrañas. Las cortinas parecían antorchas y las ventanas portales que daban a un firmamento negro y desierto.

Creo que me puse a gritar.

Entonces me detuve, sin soltar el espectral violín, cuya imagen Stefan acababa de rescatar.

Gracias a Dios, ya no nos encontrábamos en aquella casa, sino en la plaza atestada de gente. El horror iluminaba la noche.

Las damas ataviadas con sus largos trajes corrían de un lado para otro, lloraban, se abrazaban, señalaban.

Stefan y yo nos situamos frente a la fachada en llamas de la casa, invisibles para los hombres que sollozaban desesperados y seguían entrando en ella a fin de salvar los objetos restantes. El muro se desplomaría sobre los sillones de terciopelo verde y los divanes que habían arrojado precipitadamente por las ventanas; los valiosos cuadros aparecían destrozados.

Stefan me rodeó con el brazo como si tuviera frío, y con su mano blanca cubrió aquella con que yo sujetaba el violín, pero sin tratar de arrebatármelo. Noté que temblaba. Estaba abstraído en el espectáculo. Habló en un murmullo triste y angustiado que, sin embargo, se dejó oír sobre el tumulto.

—La has visto desplomarse —me susurró al oído con un suspiro—. Has visto caer la gran casa rusa en la hermosa Viena, una casa que había sobrevivido a los cañones y a los soldados de Napoleón, a las conspiraciones de Metternich y sus diligentes espías, la última gran casa rusa que poseía una orquesta particular, un ejército de camareros para servir las mesas, unos músicos dispuestos a interpretar las sonatas de Beethoven tan pronto como la tinta se hubiera secado en la partitura, capaces de interpretar a Bach mientras bostezaban, o a Vivaldi noche tras noche, hasta que una vela, una sola vela rozó un pedazo de seda y una corriente del infierno guio el fuego a través de cincuenta habitaciones. La casa de mi padre, su fortuna, sus sueños respecto de sus hijos e hijas rusos, que bailábamos y cantábamos en esta frontera entre el Este y el Oeste sin haber contemplado jamás nuestra patria, Moscú.

Stefan se apretó contra mí, tratando de dominarse, sujetándome el hombro con la mano derecha y cubriendo con la izquierda la mano con la que sostenía el violín y el arco.

—Fíjate, mira alrededor de ti los otros palacios, las ventanas con sus arquitrabes. ¿Lo ves? Te encuentras en el centro del mundo musical. Estás donde Schubert no tardaría en hacerse un nombre en un minúsculo apartamento y en morir de la noche a la mañana sin haberme hallado nunca sumido en mi tristeza, te lo aseguro, y donde Paganini aún no se había atrevido a venir por temor a la censura: Viena, y la casa de mi padre. ¿Temes el fuego, Triana?

No respondí. Él sufría tanto como me había hecho sufrir a mí. Se sentía tan herido que su dolor era incandescente como el fuego.

Me deshice en llanto, pero estos accesos se habían convertido en algo tan habitual en mí que quizá debería prescindir de consignarlos en este lugar o cualquier otro. Lloré mientras observaba los carruajes que llegaban para llevarse a personas que sollozaban de desesperación, a mujeres que, envueltas en suntuosas pieles, agitaban la mano a través de la ventanilla del carruaje, tirado por caballos que relinchaban asustados por el tumulto.

—¿Dónde estás ahora, Stefan? Te he visto abandonar la habitación. ¿Dónde estás? ¡Ya no te veo!

Me sentía aturdida, sí, pero lejos de él aunque me hallara a su lado, y lo que él señalaba eran tan sólo imágenes del pasado. Yo lo sabía; cuando niña un incendio de semejante magnitud me había hecho gritar horrorizada. No obstante, mi niñez había desaparecido y eso era una pesadilla para una mujer que lloraba a sus muertos, una pesadilla que me hacía sollozar en silencio y sentir que las fuerzas me abandonaban. El gélido viento azuzó las llamas y arrancó un ala de la casa; los muros se desprendieron, los cristales de las ventanas se partieron y el techo estalló en medio de una nube de humo negro. La enorme mole parecía una linterna gigantesca. La muchedumbre retrocedió aterrada. Algunas personas cayeron. Gritaban.

Una última figura condenada a morir saltó del tejado, y como un monigote voló por el aire teñido de amarillo a causa del fuego. La multitud gritó aterrorizada. Algunos se precipitaron hacia la negra figura que caía al vacío, un pobre hombre predestinado a morir en el incendio, pero las llamas, violentas y cegadoras, les impidieron acercarse a él. Las ventanas de la planta baja se abrieron con un estallido, como flores ardientes.

Cayó sobre nosotros otra lluvia de chispas, que me rozaron los párpados y el cabello. Protegí con los brazos el espectral violín. Las chispas continuaron lloviendo sobre nosotros y quienes nos rodeaban, sobre esa visión y ese sueño, insistentes y con hedor a destrucción.

Rompe esta visión. Es un truco. En otras ocasiones has roto sueños lúcidos que te tenían tan atrapada que creías haber muerto y desaparecido de este mundo. Rompe este sueño.

Fijé la vista en los sucios adoquines de la calle. Apestaban a estiércol. Los pulmones me escocían debido al aire viciado y al humo que inhalaba. Observé los palacios rectangulares de múltiples plantas que se elevaban alrededor. Aquellas fachadas barrocas eran reales, auténticas, y contemplé la bóveda celeste, santo Dios, mirad el fuego sobre las nubes; ésa indicaba la magnitud de una catástrofe que había causado un sinnúmero de víctimas. Percibí la pestilencia del fuego y lloré. Intenté atrapar las chispas con las manos, pero morían en el gélido viento. Éste laceraba mis párpados más intensamente que las chispas.

Miré a Stefan, mi Stefan, el fantasma, que contemplaba el dantesco espectáculo como hipnotizado, con los ojos anegados de lágrimas, la boca contraída en un rictus de dolor y los delicados músculos de su rostro que se movían como si forcejeara desesperadamente contra lo que veía. ¿No podía modificarse esto o aquello? ¿Era preciso que se destruyera?

Se volvió de repente y me miró. Su rostro reflejaba tristeza y sus ojos parecían preguntarme en silencio: «¿Ves todo esto?».

La muchedumbre siguió empujándonos y chocando contra nosotros, pero nadie reparaba en nuestra presencia; no formábamos parte de aquel frenesí, no éramos un obstáculo, sino sólo dos figuras capaces de sentir y ver todo lo que contenía este mundo, en perfecta empatía con él.

De pronto divisé una figura a lo lejos que me resultaba familiar.

—¡Estás ahí! —grité. Era el joven Stefan, que vivía en un mundo de levitas y cuellos altos, a una distancia prudencial del fuego, rodeado de instrumentos musicales. Un anciano se inclinó para besarlo en la mejilla y contener sus lágrimas.

El Stefan vivo sostenía el violín que había rescatado; era un Stefan juvenil cuyas elegantes ropas estaban sucias y hechas jirones. En ese momento apareció una mujer que lucía una capa de seda verde ribeteada de piel y lo envolvió con ella.

Unos jóvenes examinaron el precioso botín que habían logrado salvar.

De repente me golpeó algo que me dejó conmocionada, como una ráfaga de viento que no perteneciera a la visión. Sueña, sí, despierta. Sin embargo, no puedes; sabes que no puedes.

—Por supuesto que no. ¿Estarías dispuesta a hacerlo? —murmuró Stefan. Sentí su mano fría sobre la mía, la que sostenía el violín auténtico. ¿Y qué había de aquello, del juguete que el joven había logrado rescatar? ¿Cómo habíamos llegado hasta allí?

En aquel instante observé algo extraordinariamente interesante por el rabillo del ojo.

Ahí estaba el Maestro, no más vivo que nosotros en este mundo; alejado de la multitud, y terroríficamente cercano, se aproximó hasta que distinguí unos mechones entrecanos que le caían sobre la angosta frente, los ojos negros y escrutadores que danzaban sobre nosotros, los labios exangües contraídos en un rictus de desaprobación; Dios mío, el dueño de mi vida, sin el cual yo ni siquiera imaginaba la existencia.

Yo no quería rehuir esa visión.

—¿A qué viene esto ahora, Stefan? —inquirió Beethoven, el hombrecillo que yo, al igual que todo el mundo, conocía gracias a unas estatuas que lo mostraban con expresión hosca y unos dibujos en los que aparecía picado de viruela, feo pero ferozmente orgulloso; un fantasma igual que nosotros. Fijó la vista en mí, en el violín y en su espectral discípulo.

—¡Maestro! —exclamó Stefan, estrechándome contra sí mientras el fuego seguía ardiendo y la noche se llenaba de gritos y tañido de campanas—. ¡Ella me lo ha robado! Mirad. ¡Ella me ha robado el violín! ¡Obligadla a devolvérmelo, Maestro, ayudadme!

El hombrecillo sacudió la cabeza y dio media vuelta con aire despectivo, enojado, disgustado; se alejó y fue engullido de nuevo por la informe multitud, que no cesaba de parlotear y llorar, lo que creaba un verdadero caos alrededor de nosotros. Stefan, rabioso, continuó sujetándome con fuerza, tratando de apoderarse del violín.

No obstante, yo lo tenía en mi poder.

—¡Me volvéis la espalda, Maestro! —exclamó Stefan desesperado—. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué has hecho conmigo? Triana, ¿adónde me has conducido? ¿Qué has hecho? Lo he visto y no me ha hecho caso…

—Tú abriste esa puerta —respondí.

El rostro de Stefan reflejaba impotencia y un dolor profundo. Ninguna emoción podría haber hecho que pareciese más bello. Retrocedió bruscamente, frenético, retorciéndose las manos; fijaos en sus blancos dedos mientras se retuerce las manos, mientras contempla con ojos enloquecidos y atormentados cómo su casa se desploma estrepitosamente.

—¿Qué has hecho? —repitió, dirigiendo la vista hacia mí y mirando a continuación el violín. Le temblaban los labios y tenía el rostro humedecido por las lágrimas—. ¿Por qué lloras? ¿Por mí? ¿Por el violín? ¿Por ti? ¿Por ellos?

Miró a derecha e izquierda una y otra vez.

—¡Maestro! —gritó escrutando la noche. Dio un paso atrás, sollozando y con expresión de disgusto—. Devuélvemelo —me exigió—. En dos siglos, jamás he visto una sombra con tanta nitidez. Es el Maestro y me ha vuelto la espalda. Maestro, os necesito, os necesito…

Stefan se alejó de mí, pero no a propósito; era tan sólo la fútil danza de sus desesperados gestos, su mirada penetrante.

—¡Dámelo, bruja! —gritó—. Ahora estás en mi mundo. Sabes bien que estos objetos son fantasmas.

—Tú también lo eres, igual que él —repliqué con voz entrecortada, rota, perdida, pero insistente—. El violín está en mis brazos, y jamás te lo devolveré. Me niego a hacerlo.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó, encogiéndose de hombros y tendiendo las manos hacia mí; sus oscuras y rectas cejas conferían a sus ojos una expresión más intensa.

—¡No lo sé! —contesté entre sollozos. Traté de recuperar el aliento y, cuando lo conseguí, comprobé que no lo necesitaba, que no bastaba y que no importaba—. Quiero el violín. Quiero este regalo. Lo he tocado en mi casa, he sentido que me entregaba a él por completo.

—¡No! —exclamó él. Parecía a punto de enloquecer en ese espacio donde él y yo nos hallábamos solos, invisibles para todos los seres de carne y hueso que pasaban por nuestro lado corriendo y chillando.

Se lanzó hacia delante, me abrazó y apoyó la cabeza sobre mi hombro. Alcé la vista y sentí su sedoso cabello en mi rostro. Miré por encima de su cabeza y vi al joven Stefan, y a su lado un Beethoven vivo, de cabello canoso, con la espalda encorvada, con expresión beligerante y aun así lleno de amor, despeinado, con sus ropas desarregladas, sosteniendo por los hombros a su discípulo, que no cesaba de sollozar y agitar el violín como si de una batuta se tratara, mientras los otros se postraban de rodillas o se sentaban en los fríos adoquines y lloraban con amargura.

El humo invadía mis pulmones, pero no me afectaba. Las chispas giraban incesantemente en torno a nosotros, pero sin quemarnos. Stefan me abrazó, temblando y procurando no aplastar su precioso tesoro. Me estrechó entre sus brazos, ciegamente, y hundió su frente en mi cuello.

Sin dejar de sujetar el instrumento con firmeza, alcé la mano izquierda para sostener su cabeza y palpar el cráneo bajo su espesa, suave y aterciopelada cabellera; sentía el ritmo vibrante y sofocado de sus sollozos contra mi cuello.

El fuego palideció, la multitud se desvaneció; la oscuridad se tornó fresca y el aire salado del mar impregnó la atmósfera.

Estábamos solos, o a una gran distancia.

El fuego había desaparecido. Todo había desaparecido.

—¿Dónde estamos? —le murmuré al oído.

Él siguió abrazado a mí, como sumido en un trance. Percibí un olor a tierra, a objetos viejos y enmohecidos… el hedor de los cadáveres recientes y de los antiguos, pero por encima de todo percibí el olor limpio y salado del aire que soplaba del mar.

Alguien tocaba un violín de manera exquisita, arrancando de sus cuerdas un sonido encantador. ¿Quién tocaba con esa sencilla elocuencia?

¿Se trataba acaso de mi Stefan? El que tocaba era un bromista, dotado de un inmenso poder y seguridad en sí mismo, que ejecutaba a una velocidad vertiginosa una melodía que, más que conmover, impresionaba por su endiablada dificultad.

La música perforó la noche como una navaja afilada. Era un sonido terso e intemporal, una melodía juguetona, alegre, por momentos rebosante de ira.

—¿Dónde estás, Stefan? ¿Dónde nos hallamos ahora?

No obstante, mi fantasma se limitó a abrazarme con más fuerza, como si no deseara contemplar ni reconocer el lugar. A continuación dejó escapar un profundo suspiro, como si aquella melodía febril no hubiera tocado las fibras más recónditas de su ser, como si no hubiese galvanizado sus espectrales brazos, como si no pudiera atraparlo en la muerte como me había atrapado a mí.

Sobre nosotros sopló de nuevo la suave brisa marina; noté de nuevo que el aire estaba impregnado de la humedad y el olor del mar, y a lo lejos vi la siguiente escena:

Una nutrida multitud compuesta por figuras que portaban velas; lucían capas, flamantes sombreros de copa, vestidos largos cuyas vaporosas faldas rozaban el suelo, y llevaban las manos enguantadas para protegerlas de las oscilantes llamas de los candiles. Aquí y allá ardían antorchas que iluminaban sus rostros serios y expectantes. La música que sonaba era frágil, pero de pronto adquirió una fuerza inusitada y se convirtió en un torrente que asaltó mis oídos.

—¿Dónde estamos? —repetí. Había un olor a muerte, a cadáveres corrompidos—. ¡Mira esas sepulturas de mármol! —exclamé—. Estamos en un cementerio. ¿Quién toca esa música? ¿Quiénes son esas personas?

Él continuó sollozando. Por fin alzó la cabeza. Aturdido, observó la lejana multitud. De pronto, la música pareció hacerlo reaccionar.

El lejano solo de violín había dado paso a una danza cuyo nombre yo no lograba recordar; era una danza campesina que, en cualquier país, contiene siempre una advertencia sobre la destrucción inherente al abandono.

Sin apartarse, pero sosteniéndome con menos fuerza, Stefan volvió la cabeza y dijo:

—Sí, nos encontramos en un cementerio.

Estaba exhausto de tanto llorar. Me estrechó de nuevo entre sus brazos, con cuidado de no dañar el violín; nada en su talante o su expresión indicaba que deseara arrebatármelo.

Stefan contempló conmigo las figuras lejanas. Parecía inhalar el poder de la alegre melodía.

—Estamos en Venecia, Triana —me informó al tiempo que me besaba la oreja. Emitió un suave gemido, como un animal herido—. Esto es el cementerio del Lido. ¿Quién dirías que toca aquí, para cosechar aplausos y lisonjas por capricho? Bajo Metternich, la ciudad está atestada de espías a favor del estado Habsburgo, que jamás permitirá que estalle otra revolución ni que aparezca otro Napoleón o un gobierno de censores y dictadores; la persona que toca en ese camposanto desafía a Dios, por así decirlo, pues interpreta una canción que nadie se atrevería a consagrar.

—Sí, estoy de acuerdo contigo —musité—. Nadie la consagraría.

Las notas me hicieron estremecer. Deseé tocar el violín y unirme a ellos como si fuera un baile campestre y todo el que tuviera un violín pudiera participar en él. ¡Qué arrogancia!

Aparté la vista del grupo de rostros y velas. Acto seguido, observé unos ángeles de mármol que no protegían a nadie en la densa noche. Entonces alargué la mano derecha y toqué un sepulcro de mármol provisto de un frontón y una puerta. No era un sueño, sino algo tan sólido como Viena; se trataba del Lido, había dicho él, una isla frente a la ciudad de Venecia.

Stefan y yo nos miramos; él parecía afable, casi perplejo. Creo que sonreí, aunque no estoy segura. Las velas arrojaban una luz débil y la escena se desarrollaba a lo lejos. Se inclinó y me besó en los labios. Sentí un dulce estremecimiento.

—Stefan, mi pobre Stefan —susurré mientras le besaba.

—¿Lo oyes, Triana?

—¿Que si lo oigo? Me tiene prisionera —respondí.

Me sequé las mejillas. El viento era mucho menos frío que en Viena: tan sólo una brisa fresca que transportaba los olores pútridos del mar y el cementerio. De hecho, el hedor del mar parecía contener en sí mismo el de las tumbas y declarar que ambos eran totalmente naturales.

—¿Quién es ese virtuoso? —pregunté. Le besé de nuevo, deliberadamente. Él no opuso resistencia. Alcé la mano y le acaricié la frente y las sedosas cejas. Sus pestañas, finas, oscuras y no excesivamente espesas, danzaron en la palma de mi mano—. ¿Quién toca de este modo? —añadí—. ¿Tú? ¿Podemos pasar a través de la multitud? Deseo verte.

—No soy yo, cariño, aunque puedo competir con él, como no tardarás en comprobar. Mira, yo estoy allí, ¿lo ves? Soy un mero espectador, un adorador. Sostengo una vela en la mano y me estremezco como todos al oír a este genio que toca el violín por el placer de suscitar en nosotros estas emociones, por mor del espectáculo que ofrece el cementerio iluminado por las velas. ¿Quién crees que es? ¿A quién crees que he venido a escuchar desde Viena después de recorrer los azarosos caminos italianos? Fíjate en lo sucio que tengo el pelo, en mi chaqueta raída. He emprendido un viaje tan largo sólo para escuchar al hombre que todos consideran el mismísimo diablo, el poseído, el Maestro. ¡Paganini!

En aquel preciso instante distinguí con toda nitidez que el Stefan vivo, con sus mejillas arreboladas, mostraba en sus pupilas el reflejo de dos llamitas idénticas, aunque él no sostenía una vela, movía las manos enguantadas, sostenía la muñeca izquierda con los dedos de la derecha, escuchaba con atención.

—Sólo que, como verás… —comentó el fantasma, a mi lado. Me cogió la cara entre las manos y me obligó a mirarlo—. Existe una diferencia.

—Ya entiendo —dije—. Deseas que contemple estas cosas, que comprenda.

Sacudió la cabeza, como si aquello fuera excesivamente cruel y aterrador. Luego balbuceó:

—Jamás los he observado.

La música adquirió unos acentos más suaves; la noche se cerró y se abrió a una tonalidad distinta de luz.

Me volví. Traté de distinguir las tumbas, la multitud, pero en lugar de ello vi una escena muy diferente.

Nosotros, el fantasma y la viajera —amante, torturadora, ladrona o lo que fuera—, éramos sólo dos espectadores invisibles, carentes de un lugar geométrico, aunque sentí el violín a salvo en mis manos, mi espalda apoyada firmemente contra su pecho y mis pechos, entre los que sostenía el instrumento con reverencia, cubiertos por sus brazos. Sentí sus labios sobre mi cuello. Sus besos eran como palabras que derramara sobre mi piel.

Miré frente a mí.

—¿Deseas que contemple…?

—Que Dios me asista.