Comenzamos juntos. Me dejé arrastrar por mis pensamientos; aquel tormento concreto era privado, vergonzante, tan infame que ni siquiera era posible relacionarlo con la tristeza.
Tristeza.
Era la misma casa en que nos encontrábamos en ese momento. Tocó una sonata para mí en tono menor, deslizando el arco sobre las notas graves con tal habilidad que mis ojos parecían contemplar una época anterior con tanta nitidez como lo hacía mi mente.
No obstante, me hallaba al otro lado del largo comedor.
Percibí el olor del verano antes de que aparecieran esos aparatos para enfriar las casas, cuando la madera adquiría aquel olor especial a recalentada, y el penetrante aroma de los alimentos corrientes que se preparaban en la cocina, como la col y el jamón, impregnaba la atmósfera durante una eternidad. ¿Había en aquellos tiempos alguna casa que yo conociera y no apestara a col hervida? Sin embargo, yo pensaba en las casas pequeñas, en las casas ramplonas y achaparradas situadas en el muelle de los alemanes e irlandeses, de donde venía mi familia —al menos una parte de ella— y adonde yo iba con frecuencia con mi madre o mi padre, cogida de la mano de uno o de otro, contemplando las angostas y yermas aceras, añorando los árboles, la suave mezcolanza de mansiones del Garden District.
A fin de cuentas, ésa era una casa de grandes dimensiones; un chalé consistente en cuatro amplias habitaciones en la planta noble, donde los niños ocupaban unos pequeños dormitorios situados debajo de un ático abuhardillado. Con todo, cada una de esas cuatro habitaciones era espaciosa, y aquella noche, la que recordé, o en el fondo jamás podría olvidar, la noche cuyo recuerdo era incapaz de compartir con nadie, esa noche horrenda, el comedor que había entre el dormitorio principal y yo parecía tan vasto que sin duda yo no debía de tener más de ocho años a lo sumo.
Sí, ocho, lo recuerdo porque Katrinka ya había aprendido a gatear y dormía arriba, y yo había despertado asustada durante la noche y quería refugiarme en el lecho de mi madre, lo que no era infrecuente. Yo acababa de bajar por la escalera.
Mi padre, que había regresado de la guerra hacía tiempo, había empezado a desempeñar trabajos nocturnos, al igual que sus hermanos, quienes trabajaban febrilmente para mantener a sus familias; pero esa noche no estaba en casa, aunque el lugar donde se hallara no viene al caso. Lo único importante era que mi madre había empezado a beber, mi abuela había muerto y que éramos presa de un temor terrible y persistente. Yo sabía que sobre nosotros se cernía una lobreguez que amenazaba con devorar toda esperanza; era consciente de ello cuando bajé sigilosamente por la escalera y entré en el comedor, confiando en distinguir la luz de su habitación, porque, aunque mi madre estuviera «indispuesta», como lo llamábamos entonces, su aliento tuviera un sabor amargo (léase alcohol), y durmiera tan profundamente que aunque le hubiésemos sacudido la cabeza no habría movido un músculo, su cuerpo emanaba calor y la luz estaría encendida, ya que ella odiaba y temía la oscuridad.
No vi ninguna luz encendida. «Deja que tu música hable sobre el temor, el temor abrumador de una niña, el temor de que todo el entramado de las cosas se haya desgarrado y no pueda subsanarse jamás». Ya entonces deseé no haber nacido, aunque no supiera expresarlo con palabras.
Sin embargo, yo sabía que me habían lanzado a una existencia espantosa erizada de angustias y peligros, que traspasaría una y otra vez los dominios del bienestar y la seguridad, cerrando los ojos, deseando tan sólo que amaneciera, buscando la compañía de otros, el solaz en el resplandor de los faros de los vehículos que pasaban, cada uno de los cuales presentaba una forma distinta y particular.
Había descendido por la escalera estrecha y curva y había entrado en el comedor.
Mirad, ése era el aparador de roble negro que teníamos entonces, tallado a máquina, bulboso e imponente, el que mi padre regaló al morir mi madre aduciendo que tenía que entregarle los muebles de mi madre a «su familia», como si nosotras, sus hijas, no fuéramos su familia. Pero eso, la noche a la que me refiero, ocurrió mucho antes de que ella muriera. El aparador constituía un eterno referente en el mapa del temor.
Faye aún no había nacido. Diminuta, surgida medio muerta de hambre de las aguas negras de un útero podrido, nuestra amada y diminuta Faye aún no había aparecido como un regalo del cielo para crear un ambiente cálido, bailar, distraernos, hacernos reír a todos; por intenso que fuera el dolor que le hubieran infligido a Faye, hermosa como el día, le gustaba tumbarse durante horas en el jardín y observar los movimientos de los verdes árboles y sus ramas mecidas por el viento; Faye, que nació en el veneno y nos ofreció siempre a todos su infinita dulzura.
No, eso ocurrió antes de que Faye naciese, y era una situación triste, precaria, la más sombría que se pudiera imaginar, incluso más desesperada que aquellas en que se alcanza el conocimiento con la edad, porque yo no podía apoyarme en la experiencia. Tenía miedo, mucho miedo.
Es muy posible que aquella noche Faye ya se hallara en el útero de nuestra madre, quien sufrió varias hemorragias mientras estaba embarazada de Faye. En tal caso, ésta flotaba en un mundo contaminado por el alcohol, ciego, tal vez traspasado de dolor. ¿Late un corazón ebrio con la misma fuerza que cualquier otro corazón? ¿Ofrece el cuerpo de una madre borracha la tibieza necesaria al diminuto feto que flota, que trata de alcanzar la conciencia, que aguarda nacer en un mundo de habitaciones oscuras y gélidas donde el temor acecha en el umbral? El pánico y el dolor se dan la mano en una criatura tímida que se siente culpable y mira a través de una habitación desaseada.
Contemplad la chimenea delicadamente tallada, las rosas incrustadas en la madera rojiza, un marco de piedras pintado, una estufa de gas apagada que podía chamuscar la repisa. Observad las molduras en el techo, las elevadas puertas de madera, las sombras proyectadas aquí y allá por el tráfico que se desliza en el exterior.
La casa estaba sucia, al menos en aquella época, ¿quién va a negarlo? Eran los años anteriores a las aspiradoras y lavadoras, cuando el polvo imperaba en los rincones. Cada mañana el repartidor de hielo, un hombre que siempre andaba con prisas, acarreaba su mágica carga por los escalones del porche. La leche que había en la nevera apestaba. Las cucarachas correteaban sobre la superficie metálica, lacada en blanco, de la encimera. Antes de sentarnos a comer descargábamos unos golpes sobre la mesa para ahuyentarlas. Siempre había que enjuagar los vasos antes de utilizarlos.
En verano mis hermanas y yo siempre andábamos descalzas. Las mosquiteras de las ventanas estaban cubiertas de polvo y al cabo de un tiempo se oxidaban y adquirían un intenso color negro. Cuando en verano poníamos en marcha el ventilador de la ventana, éste atraía el polvo y hacía que se filtrara en casa. Durante la noche, la porquería volaba de un lado para otro, y se adhería impunemente a las volutas y repisas de forma tan natural como el musgo a los robles que crecían en el jardín.
No obstante, eran cosas normales; a fin de cuentas, ¿cómo iba mi madre a mantener limpias unas habitaciones tan grandes?, ella, que soñaba con leernos poesías, y consideraba que sus niñas, sus pequeños genios, sus hijas perfectamente sanas y robustas no debían ocuparse de tareas domésticas, de modo que dejaba que la ropa sucia se amontonara en el suelo del cuarto de baño mientras leía y reía alegremente. Tenía una risa encantadora.
La magnitud de la situación era abrumadora. Qué vida. Recuerdo a mi padre subido en una escalera, con el brazo rígido debido al cansancio mientras pintaba unos techos de cinco metros. El yeso de las paredes se caía a pedazos; las vigas del ático estaban podridas; la imagen de la casa hundiéndose cada año un poco más me estrujaba el corazón.
Nuestra casa nunca estaba limpia, terminada ni ordenada; las moscas se paseaban sobre los cacharros sucios en la cocina, y la comida se había quemado. Bajé a toda prisa por la escalera a través de la atmósfera acre y húmeda de la noche, descalza, desobediente, después de levantarme de la cama cuando no debía, aterrorizada.
Sí, aterrorizada.
¿Y si tropezaba con una cucaracha o una rata? ¿Y si las puertas no estaban cerradas y había entrado un ladrón? ¿Y si ella estaba acostada en su habitación, borracha, y yo no conseguía despertarla? ¿Y si no lograba hacer que se levantara? ¿Y si se declaraba un incendio? Oh, sí, un incendio pavoroso, como el que había destruido una antigua casa victoriana situada en la esquina de Philip y St. Charles, un incendio cuyo recuerdo, que me producía un pánico tremendo, era más antiguo y que por entonces pareció fruto de la lobreguez y la maldad que reinaban en aquella casa consumida por las llamas, de nuestro mundo, nuestro precario mundo, donde unas palabras amables precedían a una borrachera, a la frialdad, al abandono; donde las cosas se acumulaban eternamente y creaban un universo regido por el desorden… Un lugar tan sombrío y siniestro como aquella vieja mansión victoriana, un gigantesco monstruo que se alzaba en la esquina de aquella manzana, que había ardido envuelta en las llamas más descomunales que yo había visto jamás.
¿Qué podía impedir que ocurriera lo mismo aquí, en estas espaciosas habitaciones, detrás de las columnas blancas y las barandillas de hierro? Mirad, la estufa de gas encendida, la estufa de gas de patas gruesas, la llamita de hierro ornamentado que ardía en el extremo del tubo de gas, muy cerca de la pared, demasiado cerca. Yo sabía que los muros se recalentaban debido a las estufas que teníamos instaladas en casa. Lo sabía muy bien.
En ese caso no debía de ser verano, y tampoco era invierno, ¿o sí? El temor hacía que me castañetearan los dientes.
Los dientes no me dejaron de castañetear ni en el recuerdo ni en el momento de evocarlo, mientras Stefan seguía tocando y yo dejaba que se desarrollara esa angustiosa escena de mi infancia.
Stefan interpretó una música lenta, para caminar, como la del segundo movimiento de la Novena de Beethoven, aunque más tenebrosa, como si él caminara a mi lado sobre el parqué, que en aquellos tiempos mostraba un aspecto totalmente deslucido y considerábamos un caso perdido, dados los recursos químicos y mecánicos de la época… ¿en 1950? No…
Vi la estufa de gas en la habitación de mi madre; las llamas anaranjadas me hicieron pestañear, y me tapé los ojos, aunque estaba en otra estancia, junto al gabinete; pensé en el fuego y en tratar de salvar a Katrinka, y en mi madre borracha, y en Rosalind… ¿dónde estaba Rosalind? No figuraba en mi recuerdo ni en mis fobias. Yo estaba sola y sabía lo vieja que era la instalación eléctrica, pues a veces se referían a ello con indiferencia, como de pasada, a la hora de comer:
—Esta casa está tan reseca que ardería como una tea —comentó mi padre en una ocasión.
—¿Qué has dicho? —pregunté.
Ella había mentido para tranquilizarme. No obstante, cuando se ponía a planchar, las bombillas de sesenta vatios de aquel entonces parpadeaban, y cuando se emborrachaba solía dejar caer el cigarrillo o se olvidaba de desenchufar la plancha; los cables estaban desgastados, los enchufes soltaban chispas. ¿Y si la casa comenzaba a arder y yo no lograba sacar a Katrinka de la cuna, mientras mi madre, asfixiada por el humo, se ponía a toser y a toser, como hacía en esos momentos, y era incapaz de ayudarme…?
Posteriormente, como ambas sabemos, yo la asesiné.
Aquella noche oí que se esforzaba en reprimir su constante y violenta tos de fumador, que nunca cesaba por mucho tiempo, si bien ello me dio a entender que estaba despierta más allá de la oscura estancia, al menos lo suficiente para tratar de aclararse la garganta, para toser, acaso para indicarme que podía meterme en su cama y acurrucarme junto a ella, aunque se había pasado el día durmiendo la mona. Sí, yo lo sabía, sabía que se había acostado con la ropa interior —como tenía por costumbre—, con unas bragas rosadas y sin sujetador, y que exhibía sus pechos menudos y vacíos, aunque había amamantado a Katrinka durante un año. Sus piernas desnudas, que yo había tapado con la manta, mostraban por detrás unas varices tan hinchadas que no me atrevía a mirarlas. Esas pantorrillas surcadas de varices causadas por sus «tres embarazos», según le había comentado a su hermana Alicia por teléfono en cierta ocasión en que le puso una conferencia, debían de dolerle…
Mientras andaba, temí desintegrarme, que algo espantoso surgiera de la oscuridad y me hiciera soltar un grito de terror. Tenía que llegar junto a ella. Tenía que pasar por alto las llamas anaranjadas y los violentos latidos de mi corazón, mi pavor a que estallara un incendio, las imágenes recurrentes que no cesaban de dar vueltas en mi mente, la casa invadida de humo tal como la había visto el día en que mi madre había prendido fuego al colchón y luego lo había apagado. Tenía que llegar hasta su cama. Su tos era lo único que se oía en la casa, que parecía aún más vacía debido a sus voluminosos muebles negros de roble: la mesa, con sus cinco patas bulbosas, y el imponente aparador con sus gruesas puertas inferiores talladas y su elevado espejo jaspeado.
Cuando éramos pequeñas, Rosalind y yo solíamos escondernos en el aparador entre los restos de la vajilla y un par de copas que le habían regalado a mi madre cuando se casó. Era por la época en que mi madre nos dejaba escribir en las paredes y romper lo que quisiéramos, pues deseaba que sus hijas se sintieran libres. Entre otras cosas, pegábamos nuestros monigotes de papel a la pared con cola que comprábamos en una tienda de baratijas. Habíamos construido un mundo de fantasía poblado de personajes: Mary, Madene, Betty Headquarters, al que más tarde se incorporó el favorito de Katrinka, Doan la Piedra, cuyo cómico nombre nos hacía reír. No obstante, eso ocurrió más tarde.
En este recuerdo no había nadie salvo mi madre y yo… Ella tosía en el dormitorio y yo me dirigía hacia su cama de puntillas, temerosa de que estuviera tan borracha que hiciera un movimiento brusco con la cabeza y se la golpeara contra el suelo de madera, o que sus ojos tuvieran un aspecto vidrioso, como los de las vacas que había visto en unas ilustraciones, grandes y ausentes, lo que podía ser un espectáculo lamentable, aunque en realidad eso no me importaba demasiado. Me refiero a que si conseguía llegar hasta su lecho y acostarme junto a ella, habría valido la pena. Pese al abultado vientre, las varices y los pechos caídos, su cuerpo no me repelía.
Por lo general, mi madre andaba por casa vestida tan sólo con las braguitas y una camisa de hombre; le gustaba sentirse libre. Hay cosas que uno jamás revela a nadie.
Eran cosas feas y repugnantes, como cuando se sentaba en el retrete para hacer caca, con la puerta del cuarto de baño abierta de par en par y las piernas separadas, porque le gustaba que le hiciéramos compañía mientras leía exhibiendo su vello pubiano y sus muslos blancos; entonces Rosalind decía: «Mamá, qué olor, qué olor», mientras ella seguía defecando tranquilamente, sosteniendo el Reader’s Digest en una mano y un cigarrillo en la otra. Nuestra bella madre, de frente noble y ojos grandes y pardos, se reía de Rosalind, que no encontraba el modo de largarse de allí, y a continuación nos leía otra historia divertida que aparecía en la revista, y nosotras nos reíamos.
Siempre he sabido que la gente tiene sus propios gustos y manías con respecto al momento de ir al baño: que todas las puertas estén cerradas, que nadie entre a molestarles o que el baño no tenga ninguna ventana; a algunos, como mi madre, les gusta tener a su lado a alguien que les haga compañía y charle con ellos. ¿Por qué?
Me tenía sin cuidado. Lo único que deseaba era llegar junto a ella; lo demás, el aspecto grotesco que mi madre pudiera presentar, no me importaba. Por borracha que estuviera, siempre daba la impresión de limpieza y calidez; su lustroso cabello brotaba de un cuero cabelludo blanco por el que yo deslizaba los dedos; su piel era lisa y reluciente. Quizá la porquería que la rodeaba fuese capaz de engullirla, pero nunca de corromperla.
Me acerqué sigilosamente a la puerta del gabinete. El dormitorio de mi madre, que ahora es el mío, contenía entonces sólo un lecho de hierro forjado, con un sencillo somier de muelles debajo del colchón a rayas, que ella cubría de vez en cuando con una colcha blanca y ligera, y por lo general, con unas sábanas y unas mantas. Me parecía que todo el mundo vivía como nosotros, es decir, que bebía café en tazones blancos invariablemente desportillados, utilizaba toallas raídas, llevaba zapatos con las suelas agujereadas, y tenía los dientes cubiertos por una capa verduzca hasta que nuestro padre nos increpaba: «¿Es que nunca os laváis los dientes?».
Durante unos días había un cepillo, o dos o tres, y unos polvos con los que lavarnos los dientes, pero luego esas cosas se caían al suelo, se perdían o desaparecían, y nuestra vida recuperaba el ritmo habitual y quedaba cubierta por una nube densa y plomiza. Mi madre lavaba los cacharros a mano en el fregadero de la cocina, como había hecho nuestra abuela hasta el día de su muerte.
Mil novecientos cuarenta y siete. Mil novecientos cuarenta y ocho. Llevábamos las sábanas al jardín en un gran cesto; mi madre tenía las manos hinchadas de tanto retorcerlas para escurrirlas. A mí me gustaba jugar con la tabla de lavar. Tendíamos las sábanas en una cuerda, cuyo extremo sostenía yo para evitar que cayera sobre el barro; me encantaba corretear entre las sábanas limpias.
Un día, poco antes de morir, aunque me estoy adelantando unos siete años, mi madre me dijo que en el jardín, oculto entre las sábanas, había visto a un extraño ser, una criatura demoníaca con dos patitas negras. En ese instante comprendí que se había vuelto loca y supuse que no tardaría en morir. Así fue.
Sin embargo, este recuerdo se remonta a mucho antes de que yo sospechara que pudiera morir, aunque nuestra abuela ya había fallecido. A los ocho años yo estaba convencida de que la gente regresaba del más allá; la muerte no me infundía un gran temor. Era ella quien me atemorizaba, en todo caso, o el hecho de que mi padre trabajara de noche, repartiendo telegramas sobre una moto después de cumplir su jornada laboral en la oficina de correos, o distribuyendo la correspondencia en el American Bank. Todo lo que sabía sobre los trabajos que desempeñaba mi padre era que lo obligaban a pasarse el día fuera de casa, que tenía dos empleos y que los domingos iba con el resto de los parroquianos de la iglesia del Sagrado Nombre de Jesús, donde entregaban comida, ropa y juguetes a los niños pobres; lo recuerdo porque un domingo se llevó mis lápices de colores, los únicos que yo tenía, para dárselos a un «niño pobre», y yo cogí tal rabieta que él me miró disgustado y me echó en cara mi egoísmo al tiempo que daba media vuelta y se marchaba.
¿Dónde se encontraba la fuente segura de lápices de colores en este mundo? Más allá del campo pedregoso de la lasitud y dejadez, en una tienda de baratijas a la que quizá no lograra arrastrar a nadie hasta al cabo de muchos años para comprarme otros lápices de colores.
Sin embargo, él no estaba allí; la luz procedía de la estufa. Me paré ante la puerta del dormitorio de mi madre. Distinguí la estufa y al lado otra cosa, blanca, vaga, blanca y oscura, reluciente. Yo sabía lo que era, pero no por qué relucía.
Entré en la habitación. Reinaba allí una atmósfera densa y cálida aprisionada por la puerta, y a mi izquierda, en un lecho cuya cabecera estaba adosada a la pared más próxima a mí, yacía mi madre; el lecho ocupaba el mismo lugar que ahora, sólo que entonces se trataba de una vieja cama desvencijada que crujía y los muelles de cuyo somier estaban cubiertos de polvo, tal como comprobaba fascinada cuando me metía debajo.
Mi madre tenía la cabeza apoyada sobre la almohada; su cabellera larga y oscura, que aún no se había cortado para venderla, estaba desparramada sobre su espalda desnuda, y cada vez que tosía le temblaba el cuerpo. La luz de la estufa ponía de relieve las gruesas varices de sus pantorrillas y las braguitas rosadas que cubrían su pequeño trasero.
¿Qué había al lado de la estufa? Dios mío; era peligroso, podía quemarse como las patas de las sillas, que estaban chamuscadas por haberlas colocado demasiado cerca. La habitación olía a gas, las llamas eran anaranjadas, y retrocedí espantada hacia la puerta.
No me importaba que mi madre se enfadara conmigo por haber bajado; si me ordenaba que regresara a la cama, no la obedecería; no podía marcharme, ni siquiera moverme.
¿Por qué relucía aquel objeto?
Era una compresa de algodón blanco que mi madre llevaba sujeta en las bragas con un imperdible cuando tenía la menstruación, y estaba arrugada por haberla llevado todo el día, y manchada de sangre, por supuesto; pero ¿por qué relucía?
Avancé hasta la cabecera de la cama y con el rabillo del ojo vi que mi madre se incorporaba bruscamente. Tosía de forma tan violenta que se asfixiaba y no podía seguir tendida.
—Enciende la luz, Triana —me pidió con voz de borracha—. Cierra la persiana y enciende la luz.
—Pero eso… —dije—. Eso… —Me acerqué y señalé la compresa arrugada y empapada de sangre. ¡Estaba llena de hormigas! ¡Por eso relucía! ¡Dios mío, fíjate en eso, mamá! La compresa estaba invadida de hormigas, unas hormigas capaces de llevarse un plato que hubieras dejado fuera, devorando la sangre, minúsculas, imposibles de matar—. ¡Mira, mamá, la compresa está llena de hormigas!
Si Katrinka hubiese entrado a gatas en la habitación y hubiera encontrado aquella cosa repugnante, si alguien la hubiera visto… Me acerqué más.
—Mira —dije a mi madre.
Ella siguió tosiendo. Agitó el brazo derecho como para indicarme que me olvidase de la compresa, pero era imposible pasar por alto aquella cosa cubierta de hormigas, tirada en un rincón. Estaba junto a la estufa, podía quemarse, y las hormigas… ¡deteneos, malditas hormigas! Éstas se filtraban por todas partes. Había que proteger de las hormigas el viejo mundo de 1948 o 1949, impedir que lo invadieran todo: devoraban los pájaros muertos en cuanto caían sobre la hierba, o se deslizaban en fila por debajo de la puerta y trepaban por la encimera de la cocina en busca de alguna gota de melaza que se hubiera derramado.
—¡Aj! —exclamé—. ¡Mira, mamá! —No quería tocarlo.
Se levantó con torpeza y se acercó. Me agaché y con una mueca de asco señalé la compresa.
Mi madre, situada detrás de mí, trató de decir «¡basta!, ¡basta!».
—Déjalo en paz —balbuceó. Luego le sobrevino otro acceso de tos y por un instante pareció que iba a asfixiarse. Me agarró del pelo y me dio una bofetada.
—Pero, mamá —insistí, señalando la compresa.
Me abofeteó de nuevo, una y otra vez. Alcé los brazos para protegerme, pero siguió golpeándome.
—¡Para, mamá!
Caí de rodillas, donde la estufa se reflejaba sobre las polvorientas tablas del suelo cubiertas por una vieja capa de barniz. Percibí un olor a gas y vi la sangre seca que empapaba la compresa cubierta de hormigas.
Mi madre volvió a darme un bofetón. Yo tendí la mano derecha y grité. Logré amortiguar la caída, pero mi mano casi rozó la compresa, y las hormigas comenzaron a corretear despavoridas sobre la sangre reseca.
—¡No me pegues más, mamá!
Me volví; no quería recogerla, pero alguien tenía que hacerlo.
Mi madre estaba de pie a mi lado, bamboleándose. Las braguitas rosadas apenas le cubrían la voluminosa tripa; los pechos, rematados por un pezón marrón oscuro, le colgaban flácidos, y el cabello le caía enmarañado sobre la cara, mientras seguía tosiendo y agitando el brazo para indicarme que me fuera, que me alejase de ella. De pronto me dio un rodillazo en el vientre con todas sus fuerzas. Con saña.
Con verdadera saña.
¡Jamás en la vida había experimentado una sensación semejante!
No era dolor. Era el fin de todo.
No podía respirar. No estaba viva. No lograba recuperar el aliento. Me dolían el estómago y el pecho, pero no tenía voz para gritar y creí que iba a morir irremediablemente. Dios mío, mi madre me había dado una patada en la barriga. Tenía ganas de decir: «¡Me has pegado una patada, no pretendías hacerlo, no puede ser que quisieras hacerlo, mamá!». Sin embargo, no podía respirar, y menos aún hablar, iba a morir. De pronto rocé con el brazo la estufa de gas y noté el hierro ardiente.
Mi madre me agarró del hombro. Grité. Jadeé sin parar y grité una y otra vez —y también al rememorarlo, como había hecho entonces, pero en este momento—… la compresa relucía y estaba cubierta de hormigas y sentí dolor en el vientre y al gritar vomité; eso fue todo… No pretendías hacerlo, no querías… Era incapaz de levantarme.
«No. ¡Basta!».
Stefan.
Era su voz, etérea y fuerte.
La gélida casa de ahora, ¿está menos maldita?
Él se encontraba de pie junto al lecho con dosel; parecía abatido. Ahora era cuarenta y seis años después, y todos ellos estaban muertos y enterrados, excepto yo y la criatura que dormía arriba, que estaba tan llena de temor y de odio hacia mí que no pude ahorrarle esas cosas, y no lo hice… y él, nuestro huésped, mi fantasma… Se inclinó y sujetó la hermosa columna tallada de caoba.
Sí, te lo ruego, deja que lo recuerde todo, mis edredones de encaje, mis cortinas, mi seda, yo no, mi madre, ella no pretendía, no pudo… el dolor, no puedo respirar, el dolor, el dolor y las náuseas, ¡no puedo moverme!
Vómitos.
«Basta, no sigas», dijo él.
Rodeó la columna de la cama con el brazo derecho y dejó caer el violín sobre el edredón que cubría el mullido colchón. Se sujetó a la columna y lloró.
—Yo era una criatura —dije—. ¡Menos mal que no me hirió con un cuchillo!
—Lo sé, lo sé —exclamó él, sollozando.
—Imagínatela —dije—, desnuda, con aquel aspecto tan grotesco, y me dio una patada con el pie desnudo, con todas sus fuerzas; estaba borracha, y yo me quemé el brazo con la estufa.
—¡Basta! —me suplicó—. No sigas, Triana. —Se cubrió el rostro con las manos.
—¿Puedes crear una música inspirándote en esto? —pregunté, acercándome a él—. ¿Eres capaz de convertir en arte una anécdota tan privada, vergonzosa y vulgar como ésta?
Siguió llorando, igual que debí de llorar yo.
El violín y el arco estaban sobre el edredón.
Me precipité sobre la cama, cogí ambas cosas —el violín y el arco— y retrocedí para que él no pudiera alcanzarme.
Se quedó perplejo.
Tenía el rostro blanco y húmedo. Me miró confuso, como si no se hubiera percatado de lo que yo había hecho. Después fijó los ojos en el violín y cayó en la cuenta.
Me llevé el violín al mentón; sabía cómo hacerlo; empuñé el arco y empecé a tocar. No pensé en lo que hacía, ni lo había planeado ni temía fallar; dejé que el arco, que sostenía con dos dedos, volara sobre las cuerdas. Percibí el olor de las cerdas y el barniz del arco, sentí que mis dedos se deslizaban por el mástil, que oprimían las vibrantes cuerdas, y deslicé el arco sobre éstas vertiginosamente. Entre las caricias de mis dedos y los golpes de arco surgió una canción, una canción coherente, una danza ebria y frenética, mientras las notas se sucedían con tanta rapidez que no lograba controlarlas; era una danza endiablada, como aquel lejano picnic, rebosante de alegría y alcohol, en el que Lev bailó y yo toqué sin parar, y el arco y mis dedos se movieron incesantemente. Era parecido a aquello, pero mucho más: una canción rural febril y discordante, enloquecida como todas las canciones de las tierras altas y los oscuros parajes montañosos, y unas danzas extrañas y siniestras que de golpe brotan en la memoria y en los sueños.
Brotó de forma improvisada… «Te quiero, mamá, te quiero, te quiero, te quiero». Era una canción real, sincera, alegre, vibrante, que emanaba de su Stradivarius sin interrupción, mientras yo me balanceaba y movía el arco con frenesí dejando que mis dedos brincaran sobre las cuerdas. Me encantaba esa canción rústica, improvisada y oscura, mi canción.
Trató de arrebatarme el violín.
—¡Devuélvemelo!
Le di la espalda y continué tocando. Me detuve por unos segundos y luego deslicé el arco sobre las cuerdas y emití un lamento prolongado, grave y desgarrador; toqué la frase más triste, oscura y dulce, que mis ojos vistieron y embellecieron, y la vi en el parque, a nuestro lado, con su cabello castaño peinado y su rostro hermosísimo; ninguna de nosotras poseyó jamás su belleza.
Los años parecían flotar en torno a la música, envolviéndola, pero no significaban nada. Seguí tocando.
Observé que lloraba, postrada sobre la hierba. Me dijo que deseaba morir. Durante la guerra, cuando Rosalind y yo éramos pequeñas, caminábamos siempre a su lado, cogidas cada una de una mano, y una tarde nos quedamos encerradas por error en el sombrío museo de Cabildo. Ella no tenía miedo. No estaba borracha, sino llena de sueños y esperanzas. La muerte no apareció; fue una aventura. Recuerdo su semblante risueño cuando el guardia vino a rescatarnos.
Oh, desliza lentamente el arco sobre las cuerdas y deja que las notas se claven en tu alma, tan hondo que sientas temor ante algo capaz de emitir este sonido. Él trató de nuevo de arrebatarme el violín. Yo le di un puntapié igual que mi madre me lo había dado a mí, sólo que, al alzar yo la rodilla, él cayó hacia atrás.
—¡Dámelo! —gritó, tratando de recuperar el equilibrio.
Seguí tocando con fuerza para no oírlo, me volví de espaldas a él y la vi sólo a ella. «Te quiero, te quiero, te quiero».
Mi madre dijo que deseaba morir. Nos encontrábamos en el parque, yo era una adolescente y ella dijo que iba a arrojarse al lago para acabar con su vida. Varios estudiantes se habían ahogado en el lago del parque, que era muy profundo. Los robles y las fuentes nos ocultaban del mundo de la avenida, de los trolebuses. Juró que se suicidaría y para ello se arrojaría a las aguas turbias de aquel lago.
Deseaba hacerlo, y Rosalind, desesperada, la bonita Rosalind, que a la sazón tenía quince años, con sus lustrosos rizos que enmarcaban hermosamente su rostro, le suplicó que no lo hiciera. Mis pechos se insinuaban debajo del vestido, pues, como siempre, no llevaba sujetador.
Cuarenta años más tarde o más, me hallaba en el mismo lugar, tocando el violín, golpeando las cuerdas con el arco. Moví el pie al compás de la música. Hice que el violín emitiera un sonido agudo, mientras yo daba vueltas en un sentido y en otro.
En el parque, cerca del repugnante mirador donde los viejos orinaban y por el que siempre andaban merodeando, ansiosos de mostrar un pene flácido en la mano —se trataba de no prestarles atención—, había instalado a Katrinka y a Faye en los columpios, unos pequeños columpios de madera provistos de una barra para que los niños no se cayeran; de todos modos, percibía el hedor de los orines mientras columpiaba a mis hermanas, por turnos, un empujón para Faye y otro para Katrinka. Por su parte, los marineros no me dejaban en paz: eran chicos apenas unos años mayores que yo, marineros jóvenes que en aquella época recalaban en un puerto tras otro, chicos ingleses o quizá del norte, no lo sé, que caminaban por la calle Canal, fumando cigarrillos, unos chicos jóvenes como tantos otros.
—¿Ésa es tu madre? ¿Qué le pasa?
No respondí. Deseaba que los muchachos se fueran. No pensé en una respuesta. Me limité a seguir columpiando a mis hermanas.
Mi padre nos había obligado a salir; dijo, tenéis que sacarla de esta casa, tengo que sacarla de aquí y limpiar la casa, no lo soporto más, lleváosla; nosotras sabíamos que estaba borracha, borracha perdida, pero él nos obligó a sacarla de la casa. «Te odiaré hasta el día que me muera», dijo Rosalind, y subimos todas al trolebús, donde ella no paraba de mover incontroladamente la cabeza, borracha y medio dormida, mientras nos dirigíamos hacia el centro.
¿Qué pensaría la gente de ella, de aquella señora con sus cuatro hijas? Supongo que llevaba un vestido respetable, pero lo único que recuerdo es su cabello, peinado hacia atrás, que la favorecía mucho, y sus labios apretados; de repente despertó y se sentó muy tiesa, pero al cabo de unos instantes su cabeza volvió a desplomarse sobre el pecho. Tenía los ojos vidriosos, y la pequeña Faye se aferraba a ella con fuerza.
La pequeña Faye, que no hacía preguntas, tenía la cabeza apoyada sobre la falda de su madre, y Katrinka, solemne, avergonzada, muda y con la mirada como ausente ya a aquella tierna edad.
Cuando el trolebús llegó al parque mi madre anunció que ya habíamos llegado. Todas la seguimos hacia la puerta delantera del vehículo para apearnos, porque estábamos más cerca que de la trasera, lo recuerdo bien. La iglesia del Sagrado Nombre de Jesús estaba frente a nosotras, y al otro lado se extendía el hermoso parque, con sus balaustradas, sus fuentes y su césped, el césped al que mi madre solía llevarnos con frecuencia, hacía muchos años.
No obstante, se produjo un contratiempo. El trolebús se detuvo. Los pasajeros sentados en los asientos de madera observaron la escena con curiosidad. Me quedé plantada en la acera, mirándola. Se trataba de Rosalind, que estaba sentada en un asiento trasero y miraba por la ventanilla, fingiendo que no iba con nosotras, sin hacer el menor caso a nuestra madre, mientras ésta le imploraba de manera tan educada que era imposible creer que estaba borracha: «Vamos Rosalind, cariño».
El conductor aguardó. Iba sentado en la parte delantera del vehículo, donde estaban los controles y las dos palancas, y esperó mientras todos los pasajeros nos miraban extrañados. Yo cogí a Faye de la mano para impedir que cruzara la calle y la atropellara un coche. Katrinka, malhumorada, con las mejillas redondas, rubia y despistada, se chupaba el dedo y observaba la escena sin comprender qué sucedía.
Mi madre se dirigió hacia la parte posterior del trolebús. Rosalind no podía resistirse eternamente. Por fin, se levantó y se apeó.
Sin embargo, en el parque, cuando mi madre amenazó con arrojarse al lago, Rosalind, sollozando con amargura sobre la hierba, le suplicó una y otra vez que no lo hiciera.
—¿Cuántos años tienes? —me preguntaron los marineros—. ¿Ésa es tu madre? ¿Qué le pasa? Deja que te ayude con tu hermanita.
—No.
¡No quería su ayuda! No me gustaba la forma en que me miraban. Tenía trece años. No sabía qué querían ni qué demonios les ocurría, por qué me rodeaban de esa forma, y además estaban las dos niñas, y más allá nuestra madre, tumbada de costado y con los hombros temblorosos. Oí sus sollozos. Tenía una voz preciosa, que se hizo más suave a medida que remitió el dolor que le había causado el que Rosalind se negara a bajar del trolebús a causa de la vergüenza que sentía, el que nuestro padre la hubiera obligado a salir, el que fuera consciente de que estaba borracha, el que deseara morir.
—¡Devuélvemelo! —gritó él—. Dame el violín.
¿Por qué no me lo arrebataba de las manos? El motivo me tenía sin cuidado.
Seguí con mi danza caótica, una giga, moviendo los pies como Johnny Belinda, la sordomuda de la película, al son de las vibraciones de un violín que ella sólo podía sentir, unos pies, unas manos, unos dedos que danzaban enloquecidamente al son de la música irlandesa, febril, caótica. Bailé en el dormitorio, bailé, toqué y dejé que el arco se inclinara hacia la izquierda y golpeé luego las cuerdas con él, mientras los dedos elegían su propio camino, imponían su propio tempo, sí, dale, dale, como me habían dicho durante el picnic, no te cortes, dale.
No te cortes, suelta lo que llevas dentro. Continué tocando.
Él trató de sujetarme, pero no tenía la suficiente fuerza para dominarme.
Retrocedí hacia la ventana y estreché el violín y el arco contra mi pecho.
—Devuélvemelo —dijo.
—¡No!
—No sabes tocarlo. Es el violín el que emite esos sonidos; es mío, me pertenece.
—No.
—¡Dámelo, es mío!
—¡Antes lo aplastaré!
Estreché el violín entre mis brazos, no quería destrozarlo, pero él no sabía con cuánta fuerza lo abrazaba. Debí de parecerle una lunática, abrazada al violín mientras lo apuntaba con los codos y lo miraba con ojos como platos.
—No —dije—, yo lo he tocado, lo toqué así hace mucho, toqué mi canción, mi versión de ella.
—¡Estás mintiendo, puta! ¡Dame mi violín, maldita seas! ¡Es mío, no puedes quedártelo!
Al mirarlo me estremecí. Trató de arrebatarme el instrumento, pero retrocedí hacia el rincón y lo estreché con más fuerza.
—¡Lo destrozaré!
—No debes hacerlo.
—¿Qué más da? Es un objeto espectral, ¿no?, un fantasma, como tú. Deseo volver a tocarlo, deseo… sostenerlo en mis brazos. No puedes quitármelo.
Apoyé de nuevo el violín bajo mi mentón. Él tendió la mano, pero cuando trató de cogerlo yo le propiné otro puntapié en las piernas. Apliqué el arco sobre las cuerdas y toqué un largo, enloquecido y angustioso lamento, y luego, lentamente, con los ojos cerrados, haciendo caso omiso de él, sosteniendo el violín con cada fibra de mi cuerpo, toqué suave y pausadamente, tal vez una canción de cuna, para ella, no para mí, para Roz, para mi dolida Katrinka, para mi frágil Faye, una canción sobre el crepúsculo como el viejo poema de mi madre, mientras ella nos leía en voz alta, antes de que la guerra hubiese terminado y mi padre hubiera regresado a casa. La oí elevar el tono, su tono profundo y melodioso; ah, ése era el toque, el toque preciso… la forma correcta de deslizar el arco sobre las cuerdas sin aplicar una excesiva presión sobre ellas, y comencé a desgranar una frase tras otra. «Te quiero, mamá, te quiero, te quiero». Él jamás regresará, la guerra ha terminado, siempre estaremos juntas. Esas notas agudas eran sutiles y puras, alegres y tristes al mismo tiempo.
El violín no pesaba nada, aun así me producía un ligero dolor en el hueso del hombro, y me sentí mareada, pero la canción constituía una extensión del instrumento. Yo no conocía notas ni melodías, sino sólo esas frases que brotaban espontáneamente y que expresaban melancolía y dolor, esos infinitos y dulces lamentos gaélicos, entretejidos los unos con los otros, pero que fluían con facilidad, ¡Dios mío!, fluían sin interrupción, como la sangre, como la sangre que empapaba aquella repugnante compresa que había en el suelo; como la sangre, el infinito torrente de sangre que brota del útero y del corazón de una mujer, no lo sé. Durante el último mes de su vida mi madre sufrió una hemorragia tras otra, al igual que yo al término de mi vida fértil, y ya no podía tener hijos, jamás volvería a tener hijos a mi edad, como la sangre viva; deja que fluya.
Deja que fluya.
¡Era la música!
Noté que algo me rozaba la mejilla. Eran sus labios. Alcé el codo, lo golpeé y lo derribé junto a la cama. Quedó tendido en el suelo con aire torpe, impotente, sujetando la columna de la cama y mirándome enfurecido mientras trataba de incorporarse.
Me detuve y dejé que las notas brillaran suspendidas en el aire… Dios mío, habíamos pasado la larga noche inmersos en nuestros respectivos delirios, o quizá fuera la luna, sí, la luna que se filtraba a través de los laurocerasos y la impenetrable oscuridad del edificio contiguo, una oscuridad que lo engullía todo, un muro del mundo moderno que podía ensombrecer pero jamás destruir este paraíso.
Sentí un intenso dolor por ella en el fatídico momento en que me había propinado el puntapié, a mí, una niña de ocho años, en aquella misma habitación, un dolor que fluía junto con la resonancia de las notas que flotaban en el aire. No tenía sino que alzar el arco. Era un gesto natural.
Apoyado contra la pared que había frente a mí, él me miró temeroso.
—Te lo advierto, si no me lo devuelves lo pagarás caro.
—¿Llorabas por mí o por ella?
—¡Devuélvemelo!
—¿O fue por la crueldad de ese episodio? ¿Por qué llorabas?
¿Fue por una niña a quien el dolor le impedía respirar, aterrorizada, mientras se sujetaba el vientre y se quemaba el brazo al rozarlo contra la estufa encendida? Oh, era un dolor insignificante en un mundo lleno de horrores, y, sin embargo, de todos mis recuerdos ése era el más secreto, el más espantoso, el que jamás me había atrevido a revelar a nadie.
Me puse a tararear una melodía.
—Deseo tocar.
Comencé a tocar suavemente y me percaté de lo sencillo que era deslizar el arco con delicadeza sobre las cuerdas la y sol y componer una canción sobre una cuerda grave si me apetecía, dejando que emanara un sonido suave y persistente con cada golpe del arco. Llora, llora por una vida desperdiciada… percibí las notas, dejé que me sorprendieran y expresaran mi alma; sí, venid a mí, dejad que lo averigüe, dejad que mi mente bucee a través de este caos para hallarse a sí misma; ella no vivió un año más después del día en que lloró en el parque, ni un año más, tenía el cabello largo y castaño, y el último día nadie la acompañó hasta la verja.
Creo que canté mientras tocaba. ¿Por quién llorabas, Stefan?, canté. ¿Llorabas por ella, por mí o por lo horrendo y sórdido de aquello? Me complacía sentir el tacto del violín sobre el brazo, mis dedos flexibles y exactos, como unos diminutos cascos que pisaran las cuerdas, mientras la música se acumulaba en mis oídos sin una clave grave o aguda: un guión muy pobre para el sonido, un código muy antiguo e inadecuado; yo dominaba ese tono, pero al mismo tiempo me sentía maravillada y cautivada por él como siempre había estado cautivada por el sonido del violín, ¡sólo que en esos momentos lo sostenía en mis manos!
Vi el cadáver de mi madre en el ataúd, pintarrajeada como una puta.
—Esta mujer se ha tragado la lengua —soltó el empleado de la funeraria.
—Estaba tan desnutrida que su rostro se volvió negro y se descompuso —dijo mi padre, dirigiéndose a mis hermanas y a mí—, de modo que el hombre ha tenido que aplicarle una cantidad exagerada de maquillaje. Oh, no, mira, Triana, esto no puede ser, Faye no la reconocerá.
¿Y de quién era el vestido rojo oscuro que llevaba puesto? No era suyo; debía de ser de la tía Elvia, por quien mi madre no sentía ningún cariño.
—Elvia dijo que no encontró nada adecuado en el armario. Supongo que tu madre tenía mucha ropa, ¿verdad?
El instrumento era ligero, fácil de sostener, y yo movía el pie al ritmo de la música y hacía que brotara un torrente acústico, familiar, querido, que los hombres y las mujeres de las colinas asimilaban fácilmente y a cuyo son bailaban con los niños, antes de que éstos aprendieran a leer y a escribir, quizás incluso a hablar, un sonido al que yo me había entregado, y él a mí.
Lo del vestido de la tía Elvia había sido un disparate, nada trágico, sino inolvidable, una última y terrible ironía, un amargo símbolo del abandono al que habíamos condenado a mi madre.
¿Por qué no le compré vestidos, por qué no la lavé, por qué no la ayudé a vencer su enfermedad? ¿Qué demonios me pasaba? La música expresaba esa acusación, y el castigo, en una corriente ininterrumpida y coherente.
—¿Sabes si mamá tenía ropa? —pregunté con frialdad a mi padre. Una combinación negra, lo recuerdo, sí, que llevaba cuando se sentaba debajo de la lámpara, con un cigarrillo en la mano, las noches de verano. ¿Ropa? Un abrigo, un abrigo viejo.
Dios mío, pensar que dejamos que muriera de esa forma… Yo tenía catorce años, era lo bastante mayor para ocuparme de ella, demostrarle mi cariño, ayudarla a restablecerse.
Deja que las palabras se fundan. Eso es lo maravilloso. Deja que las palabras fluyan, que este sonido amplio y rotundo narre la historia.
—¡Devuélvemelo! —gritó Stefan—. Te llevaré conmigo, te lo advierto.
Me detuve en seco, aturdida.
—¿Qué has dicho?
No respondió.
Empecé a tararear de nuevo mientras sostenía el violín, inmóvil, entre el hombro y el mentón.
—¿Adónde? —pregunté suavemente—, ¿adónde me llevarás?
No esperé su respuesta.
Interpreté la delicada canción que no precisaba ningún acicate consciente y dejé que las dulces notas se sucedieran con la misma facilidad con que uno besa las manos, el cuello y las mejillas de un bebé, como cuando yo abrazaba y besaba una y otra vez a Faye, una niña tan menuda… ¡Dios mío, mamá, Faye se ha caído a través de los barrotes de su camita! La he recogido del suelo; pero había sido Lily, ¿no? O Katrinka, a quien, al regresar, encontré sola en aquella lúgubre casa con la pequeña Faye.
El suelo lleno de vómitos.
¿Qué ha sido de nosotras?
¿Dónde estaba Faye?
—Creo… que deberías empezar a llamar —había dicho Karl—. Hace dos años que desapareció tu hermana Faye. No creo… no creo que regrese.
«Regrese». Regrese, regrese.
Eso fue lo que había dicho el médico mientras Lily estaba debajo de la máscara de oxígeno. «No regresará».
Deja que la música grite esto, y que hierva y que mitigue este dolor y le procure una nueva forma.
Abrí los ojos y seguí tocando y viendo cosas, un mundo resplandeciente, extraño y prodigioso, pero no nombré las cosas que veía, sino que simplemente observé su forma inevitable y brillante a la luz de las ventanas: el tocador con faldones perteneciente a mi vida con Karl, y la fotografía de Lev, y su hermoso hijo, el primogénito, alto y con el cabello rubio, como Lev y Chelsea, el que se llama Christopher.
Stefan se arrojó sobre mí.
Cogió el violín, pero yo lo sujeté con firmeza.
—¡Vas a romperlo! —exclamé, arrebatándoselo. Sólido, ligero, como la cáscara de algo, rebosante de vida como el caparazón de un grillo antes de desprenderse de él, de abandonarlo, tan frágil que podía romperse con mayor facilidad que el cristal.
Retrocedí hacia la ventana.
—Lo destrozaré, ¡y tú lo lamentarás más que yo!
Estaba frenético.
—No sabes lo que es un fantasma —dijo—, ni tampoco qué es la muerte. Hablas sobre ella como si fuese algo tan puro como una cuna. Es hedor, odio y podredumbre. Tu marido, Karl, no es más que un montón de cenizas, ¡cenizas!, y el cadáver de tu hija está hinchado debido a los gases y…
—No —lo interrumpí—. Tengo el violín en mi poder y puedo tocarlo.
Avanzó hacia mí, se irguió y en su rostro apareció una expresión pensativa que suavizó sus rasgos, pero sólo por unos segundos. Fijó en mí sus ojos profundos bordeados por unas pestañas largas y oscuras, sin fruncir las cejas.
—Te lo advierto —dijo con voz grave, áspera, aunque su mirada era franca y transmitía un dolor profundo—. Te has apoderado de una cosa que proviene del mundo de los muertos, de los dominios donde yo habito, y no te pertenece. Si no me lo devuelves, te llevaré conmigo, a mi mundo, a mis recuerdos y a mi dolor, y entonces comprenderás lo que significa el dolor, estúpida, perra, ladrona; eres un ser codicioso, amargado y desesperado; has herido a todas las personas que te han amado, dejaste que ella muriera, y también lastimaste a Lily, recuérdalo, la cadera, el hueso, recuerda la expresión con que te miró, estabas borracha, la depositaste sobre la cama y ella…
—¿Me llevarás al mundo de los muertos? ¿Y eso no es el infierno?
El rostro de Lily. Yo la había arrojado bruscamente sobre la cama; las drogas habían consumido sus huesos. La había lastimado debido a las prisas, y ella me había mirado, sí, calva, dolorida, temerosa, una niña que parecía la llamita de una vela, preciosa en la salud y en la enfermedad. Yo estaba borracha, Dios santo, y por eso merezco consumirme eternamente en el infierno; yo misma atizaré las llamas de mi perdición. Suspiré. Yo no hice eso, no pude hacerlo.
—Sin embargo, lo hiciste, aquella noche la maltrataste, la empujaste, estabas borracha, tú, que habías jurado no permitir jamás que un niño padeciera lo que habías padecido tú junto a tu madre alcohólica…
Alcé el violín y golpeé la primera cuerda, el mi, con el arco, arrancándole un lamento agudo. Puede que en definitiva todas las canciones sean un lamento, un grito organizado; el sonido que emite un violín cuando alcanza el timbre mágico es tan agudo como el de una sirena.
Él no consiguió detenerme, no era lo bastante fuerte; con ademanes torpes trató de obligarme a soltar el instrumento, pero no lo logró. ¡Fantasma, espectro, el violín es más poderoso que tú!
—Has roto el velo —me espetó—. Te lo advierto. Lo que sostienes en las manos me pertenece, y sabes que ni él ni yo pertenecemos a este mundo. Una cosa es vislumbrarlo, y otra muy distinta venir conmigo.
—¿Qué veré cuando vaya contigo? ¿Un dolor tan intenso que me obligará a devolverte el violín? Te presentas aquí, me ofreces exasperación en lugar de desesperación, ¿y pretendes que llore por ti?
Se mordió el labio inferior con expresión de duda; no quería vulgarizar lo que iba a decir.
—Sí, comprobarás, verás… lo que distingue al dolor… lo que… ellos…
—¿Quiénes son ellos? ¿Quiénes son esos seres tan terribles que te arrojaron de tu vida haciendo que adoptaras esta forma, te llevaras el violín y, bajo la apariencia de un amigo que desea consolarme, te presentaras a mí para hundirme, para obligarme a ver esos rostros sollozantes, a mi madre, tú… te aborrezco… mis peores recuerdos.
—Te complaces atormentándote; tú misma creaste tus imágenes y poemas sobre cementerios, le cantaste a la muerte con avidez. ¿Crees que la muerte son unas flores? Dame el violín. Grita con tus cuerdas vocales, pero devuélvemelo.
Mi madre en un sueño dos años después de su muerte.
—Tú misma viste las flores, hija mía.
—¿No estás muerta? —exclamé en sueños, pero entonces comprendí que esa mujer no era mi madre, sino una impostora; lo supe al observar su sonrisa cruel. No podía ser mi madre, porque mi madre estaba muerta. La impostora me dijo con saña:
—El funeral fue una farsa, tú misma viste las flores.
—Apártate de mí.
—Es mío.
—¡Yo no te he invitado a venir!
—Desde luego que lo hiciste.
—No me merezco esto.
—Te equivocas.
—Creé plegarias y fantasías, sí, tal como has dicho. Deposité los tributos sobre la tumba, y esos tributos tenían pétalos. Cavé fosas a mi medida. Tú me obligaste a regresar al pasado, a contemplar unos recuerdos descarnados, ocultos; casi lograste que perdiera la razón. El impacto fue tan violento que quedé conmocionada. Sin embargo, ahora puedo tocar este violín.
Me volví de espaldas a él y toqué mi canción, moviendo el arco con gracia exquisita. Mis manos sabían qué debían hacer.
—Sólo porque es mío, porque no es real, ¡dámelo, bruja!
Retrocedí sin parar de tocar, arrancando al violín unas notas graves, profundas y desgarradoras, haciendo caso omiso de los desesperados intentos por parte del fantasma de arrebatarme el instrumento. De pronto, me detuve, temblorosa.
Se había producido el vínculo mágico entre mi intelecto y mis manos, entre mi voluntad y mis dedos, entre el querer y el poder. ¡Bendito sea Dios! Había ocurrido.
—¡Surge del violín porque es mío! —insistió él.
—No, y el que no puedas arrebatármelo lo demuestra con claridad. Lo has intentado, pero no has podido. Eres capaz de traspasar muros, puedes tocarlo, te lo llevaste contigo al morir, de acuerdo, pero no puedes quitármelo. Soy más fuerte que tú. El violín está en mi poder, y no lo soltaré. Escúchalo cantar. ¿Y si estuviese destinado a mí? ¿No has pensado en ello, criatura depredadora y malvada? ¿Alguna vez, antes o después de morir, has amado a alguien lo suficiente para pensar que tal vez…?
—Es inaudito —replicó—. No eres nada, una de tantas, una entre cientos, la típica persona que lo quiere todo y no crea nada; no eres sino…
—En cambio, tú eres muy listo. Sabes componer una mueca de dolor, como Lily, como mi madre.
—¿Cómo has sido capaz de hacerme esto? —murmuró—. No es justo; yo me habría marchado, habría desaparecido al instante si me lo hubieses pedido. ¡Me has engañado!
—Sin embargo, no desapareciste. Me querías atrapar, me atormentaste, no te marchaste hasta que fue demasiado tarde y comprendí que te necesitaba. ¿Cómo te atreves a hurgar en unas heridas tan profundas? No obstante, ahora poseo esto y soy más fuerte que tú. Algo en mi interior lo reclama, y no te lo entregaré. ¡Puedo tocarlo cuando me apetezca!
—No, forma parte de mí, al igual que mi rostro, mi chaqueta, mis manos o mi pelo. Esta cosa y yo somos fantasmas; no te imaginas ni remotamente lo que me hicieron, no tienes autoridad alguna, no puedes interponerte entre este instrumento y yo, no comprendes esta perdición. Ellos…
Volvió a morderse el labio inferior; su rostro estaba tan pálido, tan exangüe, que parecía a punto de desvanecerse. Abrió la boca para decir algo.
Yo no soportaba verlo herido. Era superior a mis fuerzas. Contemplar a Stefan en aquel estado, tan dolido, a alguien a quien apenas conocía y al que había robado su violín, representaba la última torpeza, la última injusticia, la última derrota. Aun así, me negaba a devolverle el instrumento.
Las lágrimas velaron mis ojos. No sentí nada, el inmenso y frío vacío de la ausencia de sentimientos. Nada. Sonó una música en mi cabeza, una repetición de la música que había estado interpretando. Agaché la cabeza y cerré los ojos. Tócala otra vez…
—De acuerdo —dije. Desperté de aquel letargo y lo miré, sujetando el violín con firmeza.
—Tú misma lo has decidido —replicó él enarcando las cejas y observándome asombrado.
—¿Qué he decidido?