Hice que la visión se alejara volando. Abrí los ojos y observé los desconchones del techo de ese lugar dejado de la mano de Dios, los insulsos adornos de metal tan modernos y absurdos. En ese momento comprendí la batalla, mientras la música me inundaba y percibía que la voz de Lily, junto a mi oído, se mezclaba con la música y formaba parte de ella.
Miré directamente al violinista y sólo pensé en él. Me concentré en él y me negué a pensar en otra cosa. Tocaba como si no pudiera parar, con furia y brillantez, en un tono indescriptible, controlado y a la vez relajado, que me erizaba la piel.
En efecto, tocaba el concierto de Chaikovski, que yo conocía de memoria por haberlo escuchado en mis discos, e incorporaba la parte orquestal a su interpretación, de forma que ésta se convirtió en un espléndido solo, concebido por él mismo, en el que las diversas tramas se amalgamaban en un equilibrio perfecto.
Era una música capaz de destrozar a cualquiera.
Traté de respirar lentamente, de relajarme y de no crispar las manos.
De pronto, algo cambió. Fue un cambio total, como cuando el sol se oculta detrás de una nube. Sólo que era de noche y estábamos en la capilla.
¡Los santos! Habían regresado los antiguos santos. Me rodeaba el viejo decorado de hacía treinta años.
El banco era antiguo, de madera oscura, y el brazo sobre el que reposaba mi mano izquierda estaba decorado con volutas; más allá del violinista se alzaba el tradicional y venerable altar mayor, y debajo de éste aparecían, en su vitrina, las figuras exquisitamente talladas y pintadas de la Última Cena.
Lo odiaba. Lo odiaba porque yo no podía dejar de mirar a esos santos, al Niño Jesús de Praga de yeso pintado que tenía un pequeño globo terráqueo entre las manos, a las viejas pero vibrantes láminas de Jesucristo que descendían con la cruz a cuestas por un lado de la habitación y subían por el otro entre las tenebrosas ventanas.
«Eres cruel».
Eso eran las ventanas del crepúsculo, tenebrosas, desbordantes de una luz color lavanda, y él se hallaba de pie en las suaves sombras, detrás del antiguo comulgatorio, que había sido eliminado hacía tiempo junto con todo lo demás. Permanecía inmóvil en medio de esa imagen perfecta de todo cuanto yo recordaba, ¡pero que un momento antes no habría podido recordar con detalle!
Yo estaba como hipnotizada. Observé el icono de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro que colgaba junto a él, sobre el altar, sobre el resplandeciente tabernáculo dorado, los santos, el olor de la cera. Contemplé las velas de cristal rojo. Lo veía, lo olía todo, la cera y el incienso, mientras él seguía tocando, sumergiendo su esbelto cuerpo en la música y arrancando exclamaciones de admiración de las personas que le escuchaban; pero ¿quiénes eran?
«Esto es perverso. Es hermoso, pero es perverso, porque es cruel».
Cerré los ojos y los abrí. ¡Observa lo que hay ahora! Por unos instantes lo hice.
Después, el velo volvió a caer. ¿Haría él que apareciera mi madre? ¿Regresaría ésta para conducirnos a Rosalind y a mí por el pasillo de la nave, de la mano, como se hacía antiguamente, en la capilla rebosante de sombras crepusculares? No, el recuerdo era más intenso que los inventos de él.
El recuerdo me lastimaba, era espantoso. El recuerdo de mi madre ausente de ese lugar sagrado en los tiempos felices, antes de que se envenenara como la madre de Hamlet; no, el recuerdo de verla borracha y sobre un colchón lleno de quemaduras, con la cabeza a escasos centímetros de un orificio causado por una colilla encendida. Eso es lo que vi, y a Rosalind y a mí corriendo arriba y abajo con cubos de agua, y a la bonita Katrinka, con sus rizos dorados y sus enormes ojos azules, una niña de sólo tres años que observaba muda a nuestra madre, mientras la habitación se llenaba de humo.
«No te saldrás con la tuya».
Él estaba enfrascado en su concierto. Yo llené a propósito la capilla de luces, imaginé deliberadamente al público hasta comprobar que se componía de personas que yo conocía. Después lo miré, pero él era demasiado fuerte para mí.
En mi imaginación de niña, me vi acercándome al comulgatorio. «Pero ¿qué hacen con las flores que dejamos aquí?». Rosalind quería encender una vela.
Me puse de pie.
Los espectadores lo miraban hipnotizados; estaban tan hechizados por él que ni se fijaron en mí. Abandoné el banco, di media vuelta, bajé por los escalones de mármol y salí de la capilla, lejos de su música, que no había perdido intensidad sino que se había hecho más incandescente, como si él, el muy canalla, pretendiera abrasarme con ella.
Lacomb estaba apoyado en la verja con un cigarrillo en la mano. Al verme, se enderezó y nos pusimos a andar a toda prisa por la acera casi el uno junto al otro. Aún oía la música. Clavé deliberadamente la vista en las losas. Si me distraía, vería de nuevo aquel mar, aquella espuma. Lo vislumbré en unos súbitos destellos de brillante colorido; esa vez también pude oírlo.
Mientras caminaba, percibí el rumor del mar y lo vi, y también reparé en la calle que se extendía ante mis ojos.
—No corra tanto, jefa, no vaya a ser que tropiece y me rompa la cabeza —dijo Lacomb.
Percibí un olor fresco. El mar y el viento generan un aroma diáfano y maravilloso, pero todo lo que está en el fondo del mar suele exhalar un hedor a muerte cuando sube a la superficie.
Apreté el paso y me fijé en los ladrillos rotos y la maleza que crecía entre ellos.
Por fin alcanzamos mi luz, gracias a Dios, mi garaje, pero allí no había ninguna puerta abierta. La puerta de mi madre, la vieja puerta de madera pintada de verde instalada en un arco de ladrillos a través de la cual ella se había precipitado hacia la muerte, había desaparecido, eliminada.
Me detuve en seco. Todavía percibía la música, aunque a lo lejos. Era una música destinada a ser escuchada tan sólo por unos oídos humanos que estuvieran cerca del intérprete, y él parecía obligado a ello por una regla de su naturaleza que me satisfizo descubrir, si bien me habría gustado comprender mejor su significado.
Subimos hasta la avenida y nos dirigimos hacia la puerta principal. Lacomb la abrió y la aguantó para que yo pasara, la pesada puerta de madera que siempre se inclinaba hacia delante, que era capaz de cerrarse de golpe y derribarte sobre la acera. En Nueva Orleans aborrecen la plomada.
Subí por los escalones y entré en casa. Lacomb seguramente abrió la puerta con la llave, pero no me di cuenta. Quería escuchar música en la sala de estar, así que él debía cerrar todas las puertas.
Lacomb estaba acostumbrado a aquello.
—¿No le gusta la música de su amigo? —preguntó con su voz grave y melosa, dejando caer las palabras tan rápidas y seguidas como un chorro de almíbar, por lo que tardé unos segundos en interpretarlas.
—Prefiero Beethoven —contesté.
Sin embargo, su música traspasó los muros como un silbido. Carecía de elocuencia, de significado. Era como el zumbido de las abejas en el cementerio.
Lacomb cerró las puertas que daban al comedor, y las del vestíbulo. Yo examiné los discos que Althea había colocado en perfecto orden alfabético.
Solti, la Novena de Beethoven, el segundo movimiento.
Al cabo de unos instantes coloqué el disco en el plato y los timbales sofocaron por completo el otro sonido. Subí el volumen al máximo y escuché la conocida marcha: Beethoven, el que manda en mi vida, mi ángel guardián.
Los candelabros de los salones eran pequeños, no estaban decorados como las arañas de Baccarat del vestíbulo y el comedor, y no consistían más que en cristal tallado y vidrio. Era agradable tumbarse en el suelo limpio y contemplar el candelabro, en el que ardían unas bombillas que emitían una luz tenue.
La música anuló por completo al violinista. La marcha prosiguió de manera inexorable. Oprimí el botón que ordenaba repetir, pero sólo ese fragmento del disco. Cerré los ojos.
¿Qué quieres recordar? Pues detalles triviales, tonterías, anécdotas cómicas…
En mi juventud solía soñar despierta mientras escuchaba música; y siempre veía la misma clase de imágenes: gente, cosas, espectáculo y me excitaba casi hasta el extremo de apretar los puños mientras sonaba la pieza.
En ese momento, no; sencillamente escuché la música, su ritmo sostenido y concebí el vago propósito de subir por la montaña eterna en el bosque eterno, pero sin regodearme en una visión, y, a salvo dentro de esa canción turbulenta y persistente, cerré los ojos.
No tardó mucho en aparecer.
Supongo que pasé una hora tendida sobre la alfombra.
Él entró a través de las puertas cerradas y se materializó de inmediato, haciendo que las puertas vibraran a su paso mientras sostenía firmemente el espléndido violín y el arco en la mano izquierda.
—¡Me has dejado plantado! —exclamó.
Su voz se elevó sobre los acordes de Beethoven. Después, el violinista se acercó a mí con pasos sonoros y amenazadores. Me incorporé sobre los codos y me senté. Tenía la vista borrosa. La luz incidía sobre su frente, sobre sus cejas negras y cepilladas, que formaban una línea recta, mientras él me observaba entre los párpados entornados revelando una expresión marcadamente hostil.
La música flotaba sobre ambos.
Propinó una patada al aparato. La música titubeó y emitió un rugido. Él arrancó el enchufe de la pared.
—¡Muy listo! —exclamé antes de que se hiciera el silencio. No pude por menos de esbozar una sonrisa de triunfo.
Noté que él jadeaba, como si hubiera venido corriendo, o quizá se debiera al esfuerzo que suponía materializarse, tocar en público, pasar de forma invisible a través de las paredes y cobrar vida con un esplendor intenso.
—Sí —respondió con tono despectivo y malicioso, sin dejar de mirarme. El cabello le caía sobre los hombros. Las dos pequeñas coletas se habían soltado y se confundían con el resto de sus largos y lustrosos mechones.
Me lanzó una mirada feroz, haciendo acopio de todos sus poderes para atemorizarme. No obstante, sólo consiguió hacerme evocar la belleza de un viejo actor; sí, con su nariz aguileña y sus ojos seductores poseía la oscura belleza de Olivier en su juventud, en una película sobre una obra de Shakespeare, en la que el actor interpretaba el papel del jorobado, deforme y perverso rey Ricardo III. Era irresistible, un hábil truco de pintura, aparecer a un tiempo grotesco y hermoso.
Una vieja película, un viejo amor, un viejo poema que jamás caería en el olvido. Me eché a reír.
—¡No soy jorobado ni deforme! —protestó—. ¡Y no represento un papel ante ti! ¡Estoy aquí contigo!
—¡Eso parece! —repliqué. Me enderecé y me alisé la falda sobre las rodillas.
—¿Eso parece? —repitió él, utilizando el lenguaje de Hamlet para burlarse de mí—. ¿Eso parece, señora? No, es real; no conozco lo que «parece».
—Te esfuerzas en vano —dije—. Estás dotado para la música. ¡No caigas en la desesperación! —añadí, empleando unas palabras semejantes a las que aparecen en esa obra. Me apoyé en la mesa y me levanté. Él se precipitó hacia mí. Por un instante sentí miedo, pero seguí aferrada a la mesa, mirándolo fijamente—. ¡Fantasma! —le espeté—. ¡Has tenido a un público vivo contemplándote! ¿Qué buscas aquí, cuando puedes tener todos esos oídos y ojos pendientes de ti?
—¡No hagas que me enfurezca, Triana!
—Vaya, de modo que conoces mi nombre.
—Tanto como puedas conocerlo tú —replicó. Se volvió a izquierda y derecha. Luego se dirigió hacia la ventana, hacia la eterna danza del tráfico que se vislumbraba tras los visillos de encaje.
—No voy a ordenarte que te vayas —dije.
Levantó la cabeza sin volverse hacia mí.
—¡Cuando no estás a mi lado te echo de menos! —añadí—. Me fascinas —le confesé—. De joven habría salido huyendo al ver un fantasma, habría creído en él con un corazón católico y supersticioso. Sin embargo, ahora…
Se limitó a escucharme.
Me temblaban las manos. No podía soportarlo. Aparté la silla de la mesa, me senté y me eché hacia atrás. El candelabro se reflejaba formando un círculo borroso sobre la bruñida superficie de la mesa, que estaba rodeada por los sillones Chippendale.
—Ahora me siento demasiado intrigada —dije—, desesperada, harta. —Procuré que mi voz sonara a un tiempo enérgica y suave—. No me salen las palabras. ¡Siéntate a mi lado! Deja el violín y cuéntame qué te propones. ¿Qué quieres de mí?
No respondió.
—¿Sabes lo que eres?
Él se volvió, furioso, y se acercó a la mesa. Sí, poseía el magnetismo de Olivier en aquella vieja película, llena de contrastes oscuros, palidez y una maldad reconcentrada. Tenía la boca ancha como Olivier, pero más carnosa.
—Deja de pensar en ese hombre —masculló.
—Es una película, una imagen.
—Ya lo sé, ¿me tomas por idiota? Mírame. ¡Estoy aquí! La película ha quedado anticuada, el director y el actor han muerto, no son sino un montón de polvo; pero yo estoy contigo.
—Sé lo que eres, ya te lo he dicho.
—¿Y qué soy? Te ruego que me lo digas —contestó mientras ladeaba la cabeza, se mordía el labio inferior y sujetaba el mástil del violín con las manos.
Estaba a unos palmos de distancia. Observé detenidamente la superficie de madera del violín, la espesa capa de barniz que la cubría. Stradivarius. Ésa era la palabra que habían utilizado, y él sostenía ante mí aquel instrumento siniestro y sagrado, dejando que la luz se reflejara en él y acariciara sus curvas como si fuera un objeto real.
—¿Quieres tocarlo o escucharlo? —preguntó—. Sabes perfectamente que no sabes tocarlo. ¡Ni un Stradivarius es capaz de disimular tus lamentables deficiencias! Si lo intentas, sólo conseguirás arrancarle unos sonidos estridentes o que estalle en mil pedazos.
—¿Quieres que yo…?
—No —respondió—, sólo quería recordarte que no tienes ningún talento para la música, sino sólo el deseo, la envidia.
—¿Envidia? ¿Era eso lo que pretendías infundir en las almas de quienes te escuchaban en la capilla? ¿Una envidia que tú mismo alimentarías y fomentarías? ¿Crees que Beethoven…?
—No lo nombres.
—Lo nombraré ahora y cuando me apetezca. ¿Crees que fue la envidia lo que forjó…?
Se acercó a la mesa, tomó el violín con la mano izquierda y apoyó la derecha junto a mí. Tuve la sensación de que su largo cabello me rozaba la cara. Su ropa ya no olía ni siquiera a polvo.
Tragué saliva y se me nubló la vista. Unos botones, la corbata color violeta, el reluciente violín, todo era un fantasma: la ropa, el instrumento.
—En eso tienes razón. Y bien, ¿qué soy? ¿Qué piadoso juicio te disponías a emitir sobre mí antes de que te interrumpiera?
—Eres como los humanos que están enfermos —respondí—. ¡Me necesitas en tu sufrimiento!
—¡Puta! —me espetó, retrocediendo unos pasos.
—Eso es algo que nunca he sido —repliqué—. Me faltaba valor. Sin embargo, tú sí estás enfermo y me necesitas. Eres como Karl —continué—, como Lily durante sus últimos días, aunque Dios sabe que… —Me detuve y decidí cambiar de enfoque—. Te pareces a mi padre cuando se moría. Me necesitas, tu tormento requiere un testigo. Estás celoso y ansioso de convertirme en el testigo de tu sufrimiento, como lo están todos los seres humanos que agonizan, excepto, tal vez, en los últimos momentos, cuando se olvidan de todo y ven cosas que los otros no podemos ver…
—¿Qué te hace pensar eso?
—¿A ti no te ocurrió así?
—Nunca he muerto como es debido —respondió—; eso ya lo sabes. Jamás he visto unas luces tranquilizadoras ni oído el canto de los ángeles. ¡Sólo disparos de pistola, gritos y blasfemias!
—¿De veras? —repuse con tono despectivo—. ¡Todo un melodrama! Claro que tienes mucha imaginación.
Retrocedió bruscamente, como si le hubiera birlado la cartera.
—Toma asiento —dije—. Como sabes, me he sentado a la cabecera de muchas personas que estaban a punto de morir. Por eso me has elegido a mí. Quizá desees poner fin a tus fantasmagóricas correrías.
—¡No me estoy muriendo, señora! —declaró él. Apartó la silla de la mesa y se sentó frente a mí—. Cada minuto, cada hora, cada año que pasa me siento más fuerte.
A continuación, se relajó en la silla y apoyó los pies sobre la pulida superficie de la mesa que nos separaba.
Él estaba de espaldas a los visillos a través de los cuales se filtraban las parpadeantes luces del tráfico, pero el tenue resplandor del candelabro revelaba la totalidad de su rostro, demasiado juvenil para haber hecho el papel de malvado en una obra teatral, demasiado lleno de dolor para que yo disfrutara contemplándolo.
No obstante, me negué a apartar la vista.
Lo miré fijamente. Él gozó con ello.
—Entonces ¿a qué viene todo esto? —pregunté.
Pareció tragar saliva como habría hecho cualquier ser humano y volvió a morderse el labio inferior.
—Se trata de un dueto —dijo al fin.
—Ya.
—Yo lo tocaré y tú escucharás, y sufrirás y perderás la razón o lo que la música te inspire. Puedes volverte idiota, enloquecer como Ofelia en tu obra de teatro favorita, o acabar tan chiflado como el propio Hamlet. Me tiene sin cuidado.
—Pero es un dúo.
—Sí, sí, ésa es la palabra correcta que empleáis los humanos; un dúo, no un dueto, pues yo soy el único que crea la música.
—No es así. Sabes perfectamente que soy quien la alimenta. En la capilla te alimentaste de mí y de todos los que se hallaban presentes, pero los otros no te bastaban y una vez más recurriste a mí, generaste unas imágenes crueles que no significaban nada para ti y me destrozaste el corazón con el desenfado de un estúpido criminal en tu deseo de hacerme sufrir: un sufrimiento del que no sabes nada, pero que necesitas. Eso es tanto un dueto como un dúo. Es música creada por dos personas.
—Santo Dios, qué facilidad de palabra, aunque para la música eres una idiota, como siempre lo fuiste. Te gusta bucear en las aguas profundas del talento de otros, revolcarte por el suelo con tu Pequeño Genio, y el Maestro, y ese ruso lunático, Chaikovski. Te gusta alimentarte de la muerte. Sí, sí, no lo niegues. Necesitabas todas esas muertes.
Se expresaba muy apasionadamente, mirándome con rabia, abriendo sus profundos ojos en el momento justo para subrayar sus palabras. Era o había sido mucho más joven que el Olivier que encarnara a Ricardo III.
—No seas estúpido —repliqué con calma—. La estupidez está fuera de lugar en un ser que no puede esgrimir la mortalidad como excusa. Yo he aprendido a vivir con la muerte, la huelo, la trago, y limpio los residuos que deja tras su lento proceso, pero nunca la he necesitado. Mi vida pudo haber sido muy distinta. Yo no…
Sin embargo, ¿acaso no había hecho daño a mi madre? En efecto. Mi madre había muerto por culpa mía. Yo no podía ir ahora e impedir que ella saliera por la puerta lateral que no existía. No podía decir: «No debemos hacer eso, papá, sino llevarla al hospital, permanecer junto a ella, tú y Roz os ocupáis de Trink mientras yo me quedo con mamá…». ¿Y para qué habría servido que yo hiciera eso? ¿Para que mi madre saliera del hospital, como había hecho ya en otra ocasión, fingiendo que estaba en su sano juicio, pues era muy lista y encantadora, para que los médicos le dieran el alta y regresar a casa y volver a emborracharse, para chocar de nuevo con el calentador de gas, abrirse la cabeza y hacer que se formara un charco de sangre en el suelo?
—Tu madre ha prendido fuego a la cama por dos veces —había dicho mi padre—, no podemos dejarla aquí… Katrinka está enferma y tienen que operarla, te necesito.
¿A mí?
¿Qué pretendía yo? ¿Que mi madre muriera, que la muerte pusiera fin a su enfermedad, a su sufrimiento, a su humillación, a sus desgracias? Mi madre rompió a llorar.
—¡Me niego a seguirte el juego! —solté temblando de rabia—. Lo que te propones es una bajeza, quieres saquear mi mente para apoderarte de cosas que no necesitas.
—Siempre comiéndoos el coco —respondió con una sonrisa. Tenía un aspecto vital, inequívocamente joven y lozano. Deduje que había muerto en plena juventud—. ¡Tonterías! —prosiguió, indignado—. Fallecí hace tanto tiempo que en mí ya no hay nada joven. Me convertí en esto, en esta «cosa», según me has definido mentalmente hace un rato, cuando no podías soportar la gracia y la elegancia que presenciabas, me convertí en esta «cosa», esta abominación, este espíritu, cuando el que manda en tu vida, tu magnífico maestro sinfónico, estaba vivo y era mi maestro.
—No te creo. Te refieres a Beethoven. Te detesto.
—¡Él fue mi maestro! —insistió. Lo decía en serio.
—¿Fue el que lo haya amado lo que te trajo a mí?
—No, no necesito que lo ames ni que llores la muerte de tu marido ni que exhumes los restos de tu hija. Ahogaré los sonidos del Maestro con mi música antes de que hayamos terminado, hasta que no puedas oírle ni con un aparato, ni mediante la memoria ni los sueños.
—Muy amable de tu parte. ¿Lo amabas tanto como me amas a mí?
—Me he limitado a aclararte que no soy joven. No consiento que hables de él conmigo en ese tono de superioridad posesiva; por otra parte, lo que yo he amado no te interesa.
—Bravo —dije—. ¿Cuándo dejaste de aprender? ¿Cuándo te desembarazaste de la carne? ¿Acaso tu cráneo se volvió más duro al convertirse en el cráneo de un fantasma?
Se echó hacia atrás. No salía de su estupor.
Yo también estaba un tanto asombrada; a veces mis andanadas verbales me asustan. Por eso dejé de beber hace años.
Cuando me emborrachaba solía soltar esas peroratas. Ya ni siquiera recordaba el sabor del vino o de la cerveza y no ansiaba beber ni una cosa ni otra, sino permanecer en estado consciente, con mis sueños lúcidos, en los que me paseaba a mis anchas, como en el del palacio de mármol, cuando sabía que estaba soñando, pero allí y soñando, lo que representa lo mejor de ambos mundos.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó él.
Levanté la vista y contemplé otras cosas, otros lugares. Clavé los ojos en su rostro. Él tenía un aspecto tan sólido como los objetos de la habitación, aunque totalmente animado, adorable, envidiable, fantástico.
—¿Qué quiero que hagas? —pregunté en tono burlón—. ¿Qué significa esa pregunta? ¿Qué quiero?
—Dijiste que me echabas de menos. Bien, yo también te echo de menos. No obstante, puedo dejarte marchar. Puedo marcharme…
—No.
—Supuse que no me dejarías marchar —respondió él con una pequeña sonrisa que se disipó de inmediato. Estaba muy serio, y, al relajarse, sus ojos se agrandaron. Tenía unas cejas perfectas, espesas y negras, que se alzaban sobre el caballete de la nariz y le daban una expresión imponente.
—De acuerdo, has venido a mí —dije—. Has aparecido como si yo te hubiera conjurado. Un violinista, precisamente lo que siempre deseé ser, quizá la única cosa en la que traté de convertirme con todas mis fuerzas. Has aparecido. Sin embargo, no eres mi creación. Provienes de otra dimensión, estás ávido, necesitas ayuda y eres exigente. No consigues hacerme enloquecer, y eso te pone furioso, pero te sientes atraído por esa complejidad que se te resiste.
—Lo reconozco.
—¿Qué crees que ocurrirá si te quedas? ¿Crees que voy a dejar que me hechices y me arrastres de nuevo hasta la tumba sobre la que he arrojado unas flores? ¿Crees que dejaré que me eches en cara a mi exmarido, Lev? Sí, sé que durante estas últimas horas me has obligado a pensar en él, como si estuviera muerto igual que los demás, mi Lev, en él y en su esposa, Chelsea, y en sus hijos. ¿Crees que voy a permitirlo? Supongo que quieres que entablemos una lucha feroz. Pues bien, prepárate para la derrota.
—Pudiste haber conservado a Lev —musitó con aire pensativo—. Sin embargo, fuiste demasiado orgullosa. Tuviste que decirle: «Sí, cásate con Chelsea». No podías tolerar la traición. Tuviste que mostrarte generosa, sacrificada.
—Chelsea iba a tener un hijo suyo.
—Chelsea quería deshacerse de él.
—No es cierto; y Lev tampoco quería. Nuestra hija ya había muerto, y él deseaba otro hijo; amaba a Chelsea, y ella lo amaba a él.
—De modo que cediste orgullosamente al hombre al que amabas desde la adolescencia y te sentiste la triunfadora, la controladora, la directora de la obra.
—¿Y qué? —repliqué—. Ya no está junto a mí. Es feliz. Tiene tres hijos, uno muy alto y rubio y unos gemelos, y tengo la casa llena de fotografías suyas. ¿Los has visto en las fotos de mi habitación?
—Sí. También los he visto en el vestíbulo, junto a una vieja fotografía color sepia de tu santa madre, cuando era una hermosa jovencita de trece años, con su uniforme de colegio y lisa como una tabla.
—De acuerdo, ¿de qué se trata? No consentiré que me hagas esto.
Se volvió de costado y emitió un sonido, como si tarareara. Cogió el violín que reposaba sobre sus rodillas, lo depositó con cuidado sobre la mesa, boca arriba, y dispuso el arco al lado. Sosteniendo el mástil del instrumento con la mano izquierda, alzó la vista hacia un cuadro con un motivo de flores pintado por Lev que colgaba en la pared detrás del sofá: un regalo de Lev, mi marido, poeta, pintor y padre de un hijo alto y rubio.
—No, no quiero pensar en ello —dije.
Contemplé el violín. ¿Un Stradivarius? ¿Beethoven, su maestro?
—¡No te burles de mí, Triana! —exclamó—. Fue mi maestro, al igual que Mozart cuando yo era muy joven, poco más que un chiquillo; hace tanto que no lo recuerdo. ¡Sin embargo, el Maestro fue mi profesor!
Observé que tenía las mejillas encendidas.
—No sabes nada acerca de mí —prosiguió—. No sabes nada sobre el mundo del que fui arrancado. Tus bibliotecas están repletas de estudios de ese mundo, de sus compositores, sus pintores, los constructores de sus palacios; sí, incluso del nombre de mi padre, mecenas de las artes, un generoso benefactor del Maestro y, a efecto, el Maestro fue mi profesor. —Se calló y volvió el rostro.
—Ah, de modo que yo debo sufrir y recordar, pero tú no —dije—. Ya comprendo. Al igual que muchos hombres, te gusta darte aires.
—No, no comprendes nada —replicó—. Sólo quiero que tú, precisamente tú, que veneras a Beethoven y a Mozart como si fueran unos santos, sepas que los conocí. No obstante, ignoro dónde se encuentran ahora. ¡Estoy aquí, contigo!
—Así es —dije—, tal como has repetido numerosas veces, pero ¿qué vamos a hacer? Sabes que puedes pillarme desprevenida mil veces, pero no volveré a caer en ello; y cuando sueño, con el mar, las olas, cuando sueño lo que tú…
—No quiero hablar de tu sueño.
—¿Por qué? ¿Porque representa una puerta a tu mundo?
—Yo no tengo un mundo. Estoy perdido en el tuyo.
—Sin embargo, antiguamente lo tuviste, y aún tienes una historia, arrastras tras de ti una serie de acontecimientos relacionados los unos con los otros, y ese sueño proviene de ti, porque yo jamás he visto esos lugares.
Tamborileó con los dedos sobre la mesa y agachó la cabeza, como si reflexionara.
—Sin duda recordarás —dijo con una sonrisa maliciosa, alzando la cabeza y dejando que sus cejas le confirieran una expresión severa mientras su voz denotaba ingenuidad y sus labios dulzura—, después de la muerte de tu hija, que tenías una amiga llamada Susan.
—Después de la muerte de mi hija tuve muchas y excelentes amigas, y casualmente cuatro de ellas se llamaban Susan, Suzanne o Sue. Susan Mandel, por ejemplo, que había ido a la escuela conmigo; Susie Ryder, que vino a consolarme y se convirtió en mi aliada; Suzanne Clark…
—No me refiero a ninguna de ellas. Es cierto que en determinadas épocas de tu vida has conocido a varias mujeres con el mismo nombre. ¿Recuerdas a las Annes de tus tiempos escolares? Eran tres, y solían tomarte el pelo con respecto a tu nombre, Triana, que significa tres Annes. De todas formas, no quiero hablar de ellas.
—Es lógico, son unos recuerdos agradables.
—¿Dónde están ahora todas esas amigas tuyas, especialmente la cuarta… Susan?
—No consigo seguirte.
—Te equivocas, señora, pues te tengo sujeta a mí —respondió esbozando una amplia sonrisa—, y tan firmemente como cuando toco el violín.
—Sensacional —dije—. Como sabes, es una palabra antigua.
—Por supuesto.
—Eso es precisamente lo que eres, pues tratas de producir en mí unas sensaciones intensas. Ahora, hablemos en serio. ¿A qué Susan te refieres? Ni siquiera…
—A la que provenía del sur, la pelirroja, la que conoció a Lily…
—Ah, era Susan, la amiga de Lily, la que vivía arriba y tenía una hija de la edad de la mía…
—¿Por qué no me lo cuentas? ¿Por qué te disgusta recordarlo? ¿Por qué no quieres hablar de ello? Esa mujer quería mucho a Lily. A la niña le encantaba subir a su apartamento y sentarse junto a ella y hacer dibujos, y varios años después de la muerte de Lily, cuando estabas aquí, en Nueva Orleans, esa mujer llamada Susan, que quería tanto a tu hija, te escribió y te dijo que ésta había renacido, que se había reencarnado, ¿lo recuerdas?
—Vagamente. Es un placer pensar en eso y no en la época en que ambas estaban juntas, dado que una ha muerto y la carta me pareció francamente absurda. ¿Es posible que la gente renazca? ¿Vas a contarme esos secretos?
—No; además los ignoro. Mi existencia constituye una estrategia continua. Sólo sé que estoy aquí o allá, sin solución de continuidad, y las personas que amo o llego a odiar mueren, pero yo sigo aquí. Eso es cuanto sé. Ningún alma ha aparecido nítidamente ante mí afirmando ser la reencarnación de alguien que me hubiera lastimado…
—Continúa, te escucho.
—¿Recuerdas a esa Susan y lo que te decía en su carta?
—Sí; me aseguraba que Lily había renacido en otro país. ¡Ah! —Hice una pausa y proseguí—: Eso es lo que me hiciste ver en ese sueño: un país en el que jamás había estado, donde se encontraba Lily. ¿Es eso lo que quieres hacerme creer?
—No —contestó—. Sólo quería echarte en cara el que nunca hubieras ido en busca de ella.
—¡Otro truco! Tienes mil trucos. ¿Quién te lastimó? ¿Quién disparó esa pistola que oíste poco antes de morir? ¿No quieres hablarme de ello?
—¿Como te hablaba Lev de sus aventuras con otras mujeres? ¿Como cuando el padre de tu hija moribunda te contó que durante la enfermedad de Lily se había acostado con una joven tras otra en busca de consuelo?
—Eres un cerdo —protesté—. No quiero rebajarme contestándote como te mereces. Sólo te diré que es cierto, que Lev tuvo unas breves historias con mujeres jóvenes, sin amor, y que yo me di a la bebida. Bebía mucho. ¿Que engordé? De acuerdo, pero eso no viene a cuento, ¿o es lo que pretendías? No existe el día del Juicio Final. Dejé de creer en él, así como en la confesión y la autodefensa. Vete. Volveré a poner en marcha el aparato de música. ¿Qué harás? ¿Romperlo? Tengo otros. Sé cantar varias piezas de Beethoven. Me sé el Concierto para violín de memoria.
—Ni se te ocurra hacer eso.
—¿Por qué? ¿Existe en el infierno una música grabada para que la escuches?
—¿Cómo quieres que lo sepa, Triana? —preguntó él, suavizando el tono de su voz—. ¿Cómo quieres que sepa qué tienen en el infierno? Tú misma puedes ver los términos de mi perdición.
—En todo caso, es mejor que el fuego eterno. Pondré la música del dueño de mi vida, Beethoven, siempre que me apetezca, y cantaré lo que consiga recordar, aunque me equivoque de tono y de melodía…
Se inclinó con timidez; antes de que yo lograse reunir fuerzas, bajé la vista. Observé la mesa al tiempo que sentía una tristeza inmensa, tan profunda que apenas podía respirar. El violín. Isaac Stern en el auditorio, mi ingenua certidumbre de que yo conseguiría alcanzar esa grandeza…
No, basta. Miré el violín. Tendí la mano. Él no se movió. Yo no podía cubrir el metro y medio que medía la mesa, de modo que me levanté y me senté en la silla que había a su lado.
Él no me quitó la vista de encima y se mantuvo deliberadamente impertérrito, como si temiese que le jugara una mala pasada. Quizá fuese ésa mi intención. Sin embargo, yo no conocía los mismos trucos que él, así que no merecía la pena intentarlo.
Palpé el violín.
Tenía un aspecto superior, pulcro y muy bello.
Me senté frente al violín. Él apartó la mano derecha, para que yo pudiera acariciar el instrumento. Incluso me lo acercó un poco, aunque sin soltar el mástil ni el arco.
—Un Stradivarius —dije.
—Sí. Uno de los muchos que he tocado, sólo que éste se ha convertido en un fantasma, en un espectro, al igual que yo. No obstante, es fuerte. Él es él y yo soy yo. Sigue siendo un Stradivarius en este ámbito al igual que lo era en vida. —Miró el violín con amor. Luego, volviéndose hacia mí, añadió—: Puede decirse que morí por él. —Hizo una pausa—. Después de recibir la carta de Susan, ¿por qué no fuiste en busca del alma renacida de tu hija?
—No creí lo que decía la carta. La tiré a la papelera. Me pareció una estupidez. Sentí lástima de Susan, pero fui incapaz de responder a su carta.
Sus ojos brillaron de manera extraña. Esbozó una sonrisa taimada.
—Creo que mientes. Estabas celosa —dijo.
—¿De qué demonios iba a estar celosa? ¿De que una vieja amiga hubiera perdido la razón? Hacía años que no veía a Susan; no sé dónde se encuentra ahora…
—Sin embargo, estabas celosa, reconcomida por la rabia, más celosa de ella que de las mujeres de Lev.
—Explícate.
—Lo haré encantado. La envidia te consumía, pues tu hija reencarnada se había aparecido a Susan y no a ti. Eso fue lo que pensaste. Que no podía ser cierto, porque ¿cómo iba a ser más fuerte el vínculo entre Lily y Susan? Sentiste rabia, orgullo, el orgullo que te llevó a renunciar a Lev cuando estaba tan trastornado que no sabía lo que hacía, cuando él…
No respondí.
Él tenía toda la razón.
Me atormentaba la idea de que alguien pudiera haber alcanzado tal grado de intimidad con mi difunta hija, que la perturbada Susan pudiera imaginar que Lily, reencarnada, hubiera confiado en ella en lugar de hacerlo en mí.
Sí, él tenía razón; qué estúpida había sido. Lily adoraba a Susan. Ambas estaban muy compenetradas.
—De modo que te has sacado otra carta de la manga… ¿Y ahora qué? —Tendí la mano para coger el violín, pero él no lo soltó, sino que lo sujetó con más fuerza.
Acaricié el instrumento, pero él, sin apartar la mirada de mí, no dejó que lo moviera. El instrumento tenía un tacto real; sin emitir una sola nota de música, era magnífico; lustroso, material y espléndido de por sí. Acariciarlo, acariciar un violín tan antiguo y maravilloso, era un placer.
—Imagino que es un privilegio —comenté con amargura, y me dije que no debía pensar en Susan y su historia sobre la reencarnación de Lily.
—Sí, es un privilegio… pero tú te lo mereces.
—¿Y eso?
—Porque su sonido te fascina más que a ningún otro mortal ante quien haya tocado.
—¿Incluido Beethoven?
—Beethoven estaba sordo, Triana —respondió él en voz baja.
Me eché a reír. ¡Por supuesto que Beethoven estaba sordo! Todo el mundo lo sabía, como sabía que Rembrandt era holandés o que Leonardo da Vinci había sido un genio. Reí con ganas, suavemente.
—No deja de ser divertido que yo olvidara ese detalle.
Él no le veía la gracia.
—Deja que lo coja.
—No.
—Tú mismo has dicho…
—¿Y qué si lo dije? El privilegio no te da derecho a ello. No puedes cogerlo; tocarlo sí, pero eso es todo. ¿Crees que dejaría que una criatura como tú pulsara siquiera una sola de sus cuerdas? ¡Ni lo intentes!
—Debiste de morir enfurecido.
—En efecto.
—Entonces tú, el discípulo, ¿qué opinabas de Beethoven? Aunque él no pudiera oírte tocar, ¿qué juicio te merecía?
—Lo adoraba —murmuró—, del mismo modo que tú lo adoras en tu imaginación, sin haberlo conocido personalmente; pero yo lo conocía, y me convertí en un fantasma antes de que él muriera. Visité su tumba. Cuando penetré en ese viejo cementerio creí que moriría de nuevo a causa del dolor y el horror que me producía el que hubiera muerto, el que una lápida señalara su tumba… pero no pude. —El rencor había desaparecido por completo de su rostro—. Ocurrió de súbito. Así es como ocurren las cosas en el ámbito en el que ahora habito. Todo sucede muy rápido o bien se demora eternamente. Pasé varios años sumido en una especie de bruma. Después, mucho más tarde, a través de la cháchara de los vivos me enteré de que habían organizado un funeral grandioso en su memoria, que habían transportado el féretro de Beethoven por las calles (a los vieneses les encantan los funerales) y que habían erigido un monumento al Maestro. —Su voz era apenas un murmullo—. Lloré desconsoladamente ante su tumba. —Miró el vacío, como si estuviera ensimismado, pero no soltó el violín ni por un instante—. ¿Recuerdas que cuando murió tu hija deseaste que todo el mundo lo supiera?
—Sí, o que se detuviera para meditar durante un segundo… o algo así.
—Tus amigos californianos no sabían qué cara poner durante el funeral, y la mitad de ellos perdieron el rastro del coche fúnebre en la autovía.
—¿Y qué?
—El Maestro a quien veneras tuvo el funeral que tú hubieras deseado para tu hija.
—Sí, y se trata de Beethoven. Tú lo conociste y yo lo conozco, pero ¿qué tiene que ver con Lily? ¿En qué se ha convertido Lily? ¿En unos huesos? ¿En un montón de polvo?
Me miró con ternura y compasión.
Mi voz no sonó estridente ni reflejaba enfado.
—Huesos, polvo, un rostro… lo recuerdo perfectamente: redondo, con la frente amplia como la de mi madre, no como la mía… ¡Ah, el rostro de mi madre! Me gusta pensar en ella y recordar lo guapa que era…
—¿Y cuando Lily perdió el pelo y lloró?
—Seguía siendo muy bonita, ya lo sabes. ¿Tú eras hermoso cuando falleciste?
—No.
El violín tenía un tacto sedoso y perfecto.
—Fue fabricado en 1690 —dijo—. Mucho antes de que yo naciera. Mi padre se lo compró a un hombre en Moscú, un lugar en el que jamás he estado, ni siquiera después de convertirme en fantasma, y al que tampoco pienso ir, bajo ningún concepto.
Miré embelesada el violín. Apenas me importaba nada en el mundo salvo ese violín, ya fuera real o fantástico.
—Real y espectral —me corrigió—. Mi padre poseía veinte instrumentos hechos por Antonio Stradivari, todos ellos espléndidos, pero ninguno como este violín largo.
—¿Veinte? ¡No te creo! —solté inopinadamente. No sé por qué lo dije. Por rabia, supongo.
—Por celos, porque no tienes ningún talento —me corrigió él.
Lo observé con atención; no tenía una postura definida. No estaba claro si me odiaba o me amaba, sólo que me necesitaba con desesperación.
—No precisamente a ti —replicó—, sino a alguien.
—¿Alguien que ame este violín? —pregunté—. ¿Que sepa que es el Stradivarius largo que el viejo Stradivari fabricó hacia el fin de su vida, cuando ya no se hallaba bajo la influencia de Amati? —pregunté.
Su sonrisa era suave y triste; no, peor que eso, más profundo que eso: rebosante de dolor, ¿o era tal vez gratitud?
—Unas aberturas para el sonido perfectas —añadí con tono reverente, deslizando los dedos sobre las efes. No toques las cuerdas.
—No, no las toques —dijo—, pero puedes tocar el resto.
—Ahora eres tú quien llora. ¿Son lágrimas auténticas?
Quise zaherirlo con mis palabras, pero éstas perdieron fuerza. Contemplé el violín y pensé en lo exquisito e inexplicable que era. Es poco menos que imposible describir a alguien que nunca ha oído un violín el sonido que éste emite, la voz del instrumento… ¡Y pensar que han existido multitud de generaciones que jamás han oído un sonido semejante!
Las lágrimas del espectral violinista resaltaban el encanto de sus ojos hundidos. No trató de reprimirlas. Quizá las hubiese creado a propósito, como había hecho con la totalidad de su imagen.
—Ojalá fuera tan sencillo —confesó.
—Un barniz oscuro —observé sin apartar los ojos del violín—. Eso indica la fecha, ¿verdad?; eso y el que la parte dorsal esté formada por dos piezas, y la madera provenga de Italia.
—No —respondió él—. Aunque en muchos fuera así. —Tuvo que carraspear, o algo parecido, para proseguir—. Es el violín largo, sí, tienes razón; lo llaman stretto lungo. —Se expresaba con sinceridad, casi afablemente—. Posees muchos conocimientos, sabes un montón de detalles sobre Beethoven y Mozart, y lloras al escuchar su música, abrazada a la almohada…
—Te sigo —precisé—. No olvides a Chaikovski, el ruso lunático, como lo llamas despectivamente. Lo interpretas muy bien, por cierto.
—Sí, pero ¿de qué te ha servido todo eso? Tus conocimientos, tu afán de leer las cartas de Beethoven o de Mozart, el interminable estudio de los sórdidos detalles de la vida de Chaikovski… Mírate, estás aquí, ¿qué eres?
—Esos conocimientos me hacen compañía —respondí lenta y pausadamente, tratando de que mis palabras le resultaran tan elocuentes como a mí misma—, al igual que tú. —Me incliné hacia el violín tanto como pude. La luz del candelabro era débil. No obstante, a través de la abertura para el sonido distinguí la etiqueta, el círculo, las siglas AS y el año que él había dicho: 1690.
Me abstuve de besar el instrumento, pues el mero hecho de pensar en ello me pareció un gesto ridículo y vulgar. Sólo deseaba sostenerlo, apoyarlo en mi hombro —algo que sí sabía hacer—, sujetarlo con los dedos.
—Eso, jamás.
—De acuerdo —dije, y dejé escapar un suspiro.
—Paganini poseía dos violines de Antonio Stradivari cuando lo conocí, pero ninguno era tan espléndido como éste…
—¿Lo conocías bien?
—Oh, sí; se diría que Paganini desempeñó un papel importante, aunque involuntario, en mi caída. Nunca supo qué fue de mí. No obstante, en un par de ocasiones lo observé a través del velo oscuro, era cuanto pude soportar, pues el tiempo ya carecía de una medida natural. Sin embargo, él jamás poseyó un instrumento como éste…
—Comprendo… y tú tuviste veinte.
—Fue en casa de mi padre, como ya te he dicho. No seas tonta. Saca provecho de lo que has leído. Ya sabes cómo era Viena en aquellos tiempos; había príncipes que poseían orquestas privadas.
—¿Y tú perdiste la vida por este violín?
—La habría sacrificado por cualquiera de ellos —contestó acariciando el instrumento con los ojos—. A punto estuve de perderla por ellos. Yo… Pero éste era mío, al menos eso afirmamos siempre, aunque por supuesto yo era sólo su hijo; había muchos violines y yo los tocaba todos. —Guardó silencio y permaneció pensativo.
—¿Es cierto que perdiste la vida por este violín? —inquirí.
—¡Sí!, y por la pasión de tocarlo. Si hubiera sido un idiota sin el menor talento, como tú, como cualquier persona corriente, me habría vuelto loco. Me asombra que tú no hayas enloquecido. —Al instante pareció arrepentirse de haber hecho ese comentario y me miró con expresión contrita—. Aunque reconozco que pocos me han escuchado como tú.
—Gracias —respondí.
—Pocos comprenden como tú el verdadero lenguaje de la música.
—Gracias —repetí.
—Pocos han… ansiado abarcar tanto con respecto a la música. —Parecía perplejo. Miró el violín que estaba ante él casi con aire de impotencia.
No abrí la boca.
Me miró con nerviosismo.
—¿Y el arco? —pregunté, temiendo de pronto que se marchara, que volviera a desaparecer para vengarse de mí—. ¿Lo fabricó también el gran Stradivari?
—Es posible, pero lo dudo. No solía fabricar arcos, ya lo sabes. Éste podría ser suyo; naturalmente, sabes también de qué madera está hecho —añadió esbozando una sonrisa un tanto inquisitiva.
—¿Sí? Pues creo que no lo sé —contesté—. ¿De qué madera está hecho? —pregunté tocando el largo y amplio arco—. Es muy ancho, más que los arcos modernos o los que se utilizan hoy en día.
—Para que el sonido sea más perfecto —aclaró contemplando el arco—. Eres muy observadora.
—Es un detalle evidente; cualquiera habría reparado en él. Estoy segura de que quienes fueron a oírte a la capilla advirtieron que se trataba de un arco muy ancho.
—No estés tan segura de ello. ¿Sabes por qué es tan ancho?
—Para que las crines y la madera no rocen fácilmente y así se pueda tocar de manera más estridente.
—Estridente… —repitió él con una sonrisa—. No se me había ocurrido.
—Sin embargo, a menudo empiezas a tocar con violencia. Para ello es preciso emplear un arco ligeramente cóncavo, ¿no? ¿De qué madera está hecho el arco? Parece de una clase especial. Antes conocía esos detalles. Explícamelo.
—Encantado de complacerte —respondió—. No sé quién lo fabricó, pero sí de qué madera se trata, pues lo averigüé cuando estaba vivo. Es palo de Pernambuco. —Tras estas palabras me observó atentamente, esperando mi reacción—. ¿No te dice nada el nombre de Pernambuco? ¿No te suena?
—Sí, pero ¿qué es exactamente el palo de Pernambuco? No sé…
—Una madera del Brasil —contestó—. En la época en que se fabricó este arco sólo provenía de Brasil. Brasil.
Lo miré fijamente.
—Ah, sí —dije.
De pronto apareció el ancho mar, el agua refulgente iluminada por la luz de la luna, y luego un gigantesco oleaje. Era una imagen tan intensa que eclipsó la figura del violinista y me atrapó, pero al cabo de unos segundos noté su mano sobre la mía.
Lo vi a él, y vi su violín.
—¿No lo recuerdas? Piensa.
—¿El qué? —pregunté—. Veo una playa, un océano, olas…
—Ves la ciudad en la que, según tu amiga Susan, había renacido tu hija —respondió ásperamente.
—Brasil… —Lo miré—. En Río, en Brasil, oh, sí, eso fue lo que Susan decía en su carta, que Lily era…
—Un músico en Brasil, precisamente lo que tú siempre habías anhelado ser, un músico, ¿lo recuerdas? Lily se reencarnó en un músico brasileño.
—Ya te he dicho que arrojé la carta a la papelera. Jamás he estado en Brasil, ¿por qué quieres que lo visualice?
—No quiero que lo visualices.
—Por supuesto que sí.
—No.
—Entonces ¿por qué veo eso? ¿Por qué me despiertas cuando contemplo el mar y la playa? ¿Por qué sueño con ello? ¿Por qué acabo de ver esa escena? No recuerdo esa parte de la carta de Susan. No sabía el significado de la palabra «pernambuco». Nunca he estado…
—Mientes de nuevo, pero eres inocente —dijo—. Lo cierto es que tu memoria contiene algunas lagunas misericordiosas, o puntos donde la urdimbre se ha debilitado. San Sebastián, el santo patrón de Brasil. —Alzó la vista hacia el cuadro de san Sebastián, una obra maestra italiana que había comprado Karl y que colgaba sobre la chimenea—. ¿No recuerdas que Karl deseaba ir para adquirir los cuadros portugueses de san Sebastián que sabía que existían allí y completar así su obra, pero tú dijiste que preferías no ir?
Me sentí dolida e incapaz de responder. Era verdad que me había negado a acompañarlo, lo que le había disgustado. Más adelante su enfermedad le había impedido emprender ese viaje.
—Naturalmente, te echas toda la culpa —observó él—. No quisiste ir porque era el lugar que Susan había mencionado en la carta.
—No lo recuerdo.
—Por supuesto que lo recuerdas, porque de lo contrario yo no lo sabría.
—No logro imaginar un mar embravecido en Brasil. Tendrás que buscar algo peor, más específico, o desentenderte del asunto, porque no deseas que yo lo vea, lo cual sólo puede significar…
—Estoy harto de tus estúpidos análisis.
Me eché hacia atrás en la silla.
Por unos instantes el dolor había ganado la partida. Fui incapaz de articular palabra. Karl había deseado ir a Río, y cuando yo era muy joven había expresado numerosas veces el deseo de visitar el sur de Brasil, Bolivia, Chile, Perú, todos esos lugares de fábula, y Susan había dicho en su carta que Lily había renacido en Río de Janeiro; pero había otra cosa, un fragmento, un detalle…
—Las chicas —dije.
De pronto lo recordé.
Recordé que en nuestro apartamento de Berkeley, encima del de Susan, vivían una hermosa brasileña y sus dos hijas, universitarias, y que al partir habían dicho: «Nunca te olvidaremos, Lily». En Berkeley había varias familias brasileñas. Fui al banco, saqué unos dólares de plata y entregué cinco a cada una de esas bonitas jóvenes de voz ronca y sensual… ¡Sí, ése era el extraño acento que había oído en sueños! Miré al violinista.
La lengua que hablaban en el templo de mármol era portugués.
Se levantó enfurecido, apartó el violín y exclamó:
—¡No te resistas, sufre! Les diste unos dólares de plata, y ellas besaron a tu hija; sabían que la niña se moría, pero creías que Lily lo ignoraba. Fue después de morir Lily cuando su amiga Susan, que la quería como una madre, te dijo que Lily había sabido siempre que iba a morirse.
—¡No, me niego! ¡Juro que no te lo consentiré! —Me levanté de un salto—. Antes de dejar que me hagas esto te exorcizaré como si fueras un vulgar demonio.
—Te lo haces tú misma.
—Has ido demasiado lejos, y con el único afán de beneficiarte. Recuerdo a mi hija, con eso ya basta. Yo…
—¿Qué? ¿Yaces a su lado en una tumba imaginaria? ¿Cómo imaginas mi tumba?
—¿Tienes una tumba?
—No lo sé —contestó—. Nunca me he molestado en buscarla, aunque lo cierto es que no me enterraron en ningún camposanto ni colocaron lápida alguna.
—Pareces tan triste y hundido como yo.
—No es verdad.
—¡Bonita pareja hacemos!
Sujetando el violín contra su pecho, retrocedió, como si me temiera.
Oí el sonido de un reloj al dar la hora; se trataba de uno de los diversos relojes de la casa, probablemente el del comedor, que era el más sonoro. Habían transcurrido varias horas, mientras él y yo seguíamos enzarzados en un combate verbal.
Al mirarlo, empezó a crecer en mi interior un sentimiento malsano, el afán de vengarme de él por conocer mis secretos, por sacarlos a la luz y juguetear con ellos. Tendí la mano para arrebatarle el violín.
—¡No! —exclamó dando un paso atrás.
—¿Por qué? ¿Temes que si lo sueltas se evapore?
—¡Es mío! —respondió—. Me lo llevé al morir y permanecerá conmigo. Hace mucho que no pregunto por qué, que no hago preguntas.
—¿Y si se rompiera a causa de un accidente?
—Es imposible.
—Yo no lo creo así.
—Eres una loca estúpida.
—Me siento cansada —repliqué—. Has dejado de llorar y ahora me toca a mí.
Me levanté y me dirigí hacia la puerta trasera de la estancia, que comunicaba con el comedor. Al abrirla, vi los ventanales posteriores de la casa; los grandes laurocerasos se recortaban contra la verja de la vivienda del cura de la capilla, y sus relucientes hojas, bañadas por la luz eléctrica, se mecían como si soplase la brisa, aunque yo ni siquiera había notado —en aquella enorme casa repleta de crujidos— que se había levantado viento. Entonces lo oí que batía los cristales y se filtraba a través de las tablas del suelo.
—Dios mío —musité. Estaba de espaldas a él y lo oí dirigirse a mí, con cautela, como si sólo deseara aproximarse.
—Sí, llora —dijo—. ¿Qué tiene de malo?
Lo miré. Por un instante me pareció muy humano, casi cálido.
—Prefiero la otra música —contesté—. Lo sabes muy bien. Has convertido este asunto en un pequeño infierno para ambos.
—¿Crees que es posible que exista un vínculo más satisfactorio entre los dos? —Su tono parecía sincero; su expresión, también—. ¿Crees posible que yo, a estas alturas, tan alienado de la vida, me deje conquistar por algo parecido al amor? No, para mí el amor no contiene la suficiente pasión, al menos desde la noche en que me liberé de la carne y me llevé este asombroso instrumento.
—Adelante, llora si lo deseas. Hazlo.
—No —respondió él, retrocediendo.
Me volví y contemplé las verdes hojas. De golpe se apagaron las luces.
Eso significaba que era una hora determinada y que el reloj había dado esa hora en la que las luces se apagaban en un lugar y se encendían en otro automáticamente.
En la casa no se oía el menor ruido. Althea y Lacomb dormían. No, esa noche Althea había salido y no regresaría hasta la mañana siguiente, y Lacomb se había acostado en la habitación del sótano para fumar sin que el olor del tabaco me molestara. La casa estaba desierta.
—No, estamos tú y yo —murmuró.
—¿Stefan? —pronuncié el nombre como lo había hecho la señorita Hardy, acentuando la primera sílaba.
Se le borraron las arrugas del ceño y su rostro adquirió una expresión más animada.
—La vida es corta —dijo—. ¿Por qué no te compadeces de mi penosa situación?
—Entonces toca para mí. Toca para mí y déjame soñar y recordar sin escatimarte nada. ¿Acaso no debo odiar esto? ¿Te bastará que por una vez te ofrezca todo mi dolor?
Mis palabras lo hirieron profundamente. Me miró como un niño al que acabara de propinar un bofetón. Cuando alzó los ojos comprobé que los tenía arrasados en lágrimas, que su mirada era pura y le temblaban los labios.
—Eras muy joven al morir —dije.
—No tanto como tu hija Lily —replicó él con amargura y rencor, pero sus palabras apenas eran audibles—. ¿Qué te dijeron los sacerdotes? ¿Que tu hija no había alcanzado siquiera «la edad de la razón»?
Nos miramos mutuamente, mientras yo sostenía a Lily en mis brazos y escuchaba sus precoces palabras, el inteligente sentido del humor y la ironía producto del dolor y de drogas como Dilantin, que estimulaban su verborrea. Lily, mi hermosa hija, que alzaba el vaso en un brindis entre todas sus amigas, calva, esbozando una sonrisa tan maravillosa que me sentí agradecida de poder contemplar aquella escena tan intensamente en esos momentos. Oh, sí, por favor, quiero verla sonreír, y oír su risa, que suena como si algo cayera rodando alegremente por la colina.
Recordé mi conversación con Lev. «Mi hijo Christopher se ríe de la misma forma, con aquella risa profunda y espontánea», me había dicho durante una llamada de larga distancia, después de nacer sus gemelos, cuando Chelsea se puso también al teléfono y todos lloramos de felicidad.
Crucé el comedor despacio. Las luces de la casa se habían apagado debidamente y no se encenderían hasta la mañana. Sólo seguía encendido un pequeño aplique que había junto a la puerta de mi habitación. Pasé junto a él y entré en ésta.
Él me siguió, con sigilo pero pegado a mis talones, como una sombra enorme, un manto gigantesco de pura oscuridad.
Sin embargo, luego contemplé su rostro vulnerable, su aire desvalido, y pensé: «Señor, no quiero que él lo sepa, pero está en la misma situación que los otros, se está muriendo y me necesita. No pretendo herirle ni insultarle; pero es así».
Me observó perplejo.
Sentí deseos de quitarme la ropa, la túnica de terciopelo y la falda de seda, todo lo que me oprimía. Deseaba ponerme un camisón holgado, deslizarme entre las sábanas y soñar, soñar el sueño de las tumbas, los muertos y todo eso. Tenía calor y ofrecía un aspecto desaliñado, pero no estaba cansada; no, en absoluto.
Estaba dispuesta a presentar batalla y salir por una vez victoriosa, pero ¿qué experimentaría al ganar? ¿Sufriría él? ¿Podía desearle eso incluso a alguien tan impresentable, odioso y literalmente fuera de este mundo?
No me entretuve pensando en esa joven criatura salvo para comprender, con un sobresalto, que se encontraba realmente ahí, que si yo estaba loca, al menos me hallaba segura en un lugar donde nadie podía alcanzarme excepto él. Estábamos juntos.
Empecé a recordar algo, algo horrible que no pasaba un mes sin que acudiese a mi mente, que se clavaba en mí como un trozo de cristal, y de lo que jamás había hablado con nadie, ni siquiera con Lev.
Me estremecí. Me senté muy lentamente en la cama, pero ésta era tan alta que mis pies no tocaban el suelo. Me levanté y eché a andar. Él se apartó para dejarme pasar.
Percibí la lana de su chaqueta. Sentí su cabello. De pronto tendí la mano junto a la puerta del gabinete, frente al comedor, y lo cogí del cabello.
—Es sedoso como las barbas del maíz, pero negro —dije.
—Basta —protestó él, liberándose. Noté que, al deslizarse por mi mano, su pelo tenía un tacto resbaladizo y me apresuré a abrir el puño.
Se escurrió hacia el comedor, alejándose de mí. A continuación empuñó el arco. Por lo visto, antes de tocar no era necesario tensar las crines del espectral arco de palo de Pernambuco.
Cerré los ojos para no verlo, a él y al mundo que me rodeaba, pero no los cerré al pasado ni a ese recuerdo. Eso era para él, ese dolor… tan pequeño, escurridizo y difícil de afrontar, como cortarse la mano con una esquirla de cristal…
No obstante, estaba obligada a hacerlo. ¿Qué podía perder? Ni siquiera esa cosa trivial, fea e inconfesada, lograría empujarme más allá de los límites de la razón. Si aún era capaz de crear sueños lúcidos y fantasmas, nada podía infundirme temor, ni siquiera él.