La señorita Hardy se encontraba en el salón. Cuando entré, Althea acababa de dejar la bandeja del café en la mesa.
—Normalmente no se me ocurriría importunarla en un momento como éste —dijo, levantándose a medias del sillón cuando me agaché para besarla en la mejilla.
Llevaba un vestido color melocotón que le sentaba muy bien, y su cabello plateado, peinado hacia atrás, formaba un marco perfecto de rizos disciplinados pero dúctiles.
—Sin embargo, él me lo pidió —añadió—. Nos pidió específicamente que la invitáramos a usted, porque la respeta mucho y valora su gusto en materia musical y la amabilidad que tuvo para con él.
—Le ruego que me disculpe, señorita Hardy, pero estoy medio dormida y atontada. ¿De quién estamos hablando?
—De su amigo el violinista. No sabía que conociera a ese hombre. Como le he dicho, en otras circunstancias no le pediría que me acompañase, pero él dijo que a usted le gustaría ir.
—Pero ¿adónde? Perdone, no entiendo nada.
—A la capilla que está al otro lado de la manzana. Esta noche, para asistir a un pequeño concierto.
—Ah. —Me recliné en el sillón.
La capilla.
De golpe vi todos los objetos de la capilla que me resultaban familiares, como si una súbita descarga de memoria hubiera liberado una serie de detalles que hasta la fecha habían sido irrecuperables. Vi la capilla no como aparecía ahora después del Concilio Vaticano Segundo y una reforma radical, sino como era antiguamente, cuando mi madre nos llevaba a Roz y a mí de la mano para asistir a misa allí.
Mi expresión debió de ser de perplejidad. Oí los cantos en latín.
—Triana, si esto le disgusta le diré a su amigo que todo es muy reciente y que no puede acudir.
—¿Él va a tocar en la capilla? —pregunté—. Esta noche… —añadí asintiendo con la cabeza ante la confirmación de la señorita Hardy—. ¿Un pequeño concierto? Una especie de recital, supongo.
—Sí, destinado a recaudar fondos para la rehabilitación del edificio, el cual está en un estado lamentable. Necesita una buena mano de pintura y un tejado nuevo; usted ya lo sabe. El caso es que me quedé muy sorprendida. Su amigo se presentó sin más en la Asociación para la Conservación de Edificios y dijo que estaba dispuesto a dar un concierto y ceder para las obras todo el dinero recaudado. Jamás lo habíamos oído tocar, y resulta que lo hace divinamente. Sólo un ruso sería capaz de tocar así. Por supuesto, dice que es un emigrado. Nunca ha vivido en la Rusia actual, lo que es bastante obvio; se nota que es europeo, claro, pero insisto en que sólo un ruso puede tocar de esa forma.
—¿Cómo se llama ese joven?
La señorita Hardy me miró asombrada.
—Creí que lo conocía —dijo suavizando el tono de su voz y frunciendo el entrecejo, perpleja—. Discúlpeme, Triana. Él nos explicó que la conocía.
—Sí, sí, lo conozco muy bien y me parece estupendo que vaya a tocar en la capilla. Sin embargo, no sé cómo se llama.
—Stefan Stefanovski —contestó la señorita Hardy, pronunciando las sílabas meticulosamente—. Lo memoricé, lo anoté en un papel y le pedí que me enseñara a pronunciarlo correctamente. —Luego lo repitió, esta vez de forma sencilla, sin adornos, acentuando la primera sílaba de Stefan. Según la señorita Hardy, el hombre poseía un encanto innegable, con o sin el violín. Sus cejas, negras y rectas, eran muy llamativas, y su cabello le confería un aspecto un tanto excéntrico para ser un músico clásico, al menos en estos tiempos.
Sonreí.
—Todo eso ha cambiado. Qué curioso, ahora los melenudos son las estrellas de rock. Lo más extraño es que, cuando pienso en todos los conciertos a los que he ido (incluso el primero, en el que tocaba Isaac Stern), no recuerdo que los melenudos llevaran el pelo largo.
La señorita Hardy estaba preocupada por mí.
—Es delicioso —dije tratando de concentrarme en la conversación—. ¿De modo que ese violinista le parece atractivo?
—¡Ah, todas enloquecieron en cuanto lo vieron aparecer! Tenía un porte tan dramático, y ese acento… Cuando se llevó el violín al hombro y empezó a tocar, creo que incluso se paró el tráfico.
Me eché a reír.
—Tocó para nosotros algo muy distinto de lo que interpretó… —La señorita Hardy se calló educadamente y bajó la vista.
—… la noche en que me hallaron aquí, con Karl —dije.
—Sí.
—Era una música muy hermosa.
—Sí, supongo que sí, aunque en realidad no puse atención.
—Es comprensible.
La señorita Hardy se mostró de pronto confusa, como si no estuviera segura de que todo aquello fuera correcto o prudente.
—Después de tocar —prosiguió— habló en términos muy elogiosos de usted y dijo que era una de las pocas personas que entienden realmente de música, y eso ante una sala llena de mujeres de todas las edades, incluidas la mitad de las más jóvenes.
Solté una carcajada, aunque no sólo para tranquilizarla, sino a causa de la imagen de esas mujeres, jóvenes y viejas, embelesadas por aquel fantasma.
Esa invitación constituía una novedad del todo insospechada.
—¿A qué hora debo ir esta noche, señorita Hardy? —pregunté—. ¿A qué hora toca el violinista? No quiero perdérmelo.
Mi vecina me observó por un momento visiblemente incómoda y a continuación, más aliviada, me dio todos los detalles.
Salí de casa cinco minutos antes de la hora en que debía empezar el concierto.
Había oscurecido, lógicamente, puesto que en esta época del año anochece a las ocho, pero esa noche no llovía y soplaba una brisa suave y templada.
Crucé la verja de mi casa, doblé hacia la izquierda al llegar a la esquina de la avenida y la calle Tres, y eché a andar lentamente por las viejas y deterioradas aceras de la calle Prytania, disfrutando de cada bache, de cada agujero, de cada obstáculo con que topaba. Mi corazón latía aceleradamente. De hecho, estaba tan ansiosa que apenas podía dominarme. Las últimas horas me habían parecido interminables y no había hecho otra cosa que pensar en él.
¡Incluso me había puesto elegante para él! Qué estúpida. Claro que en mi caso eso sólo significaba una blusa blanca de volantes más llamativa, con más adornos de un encaje más fino, una falda de seda negra más bonita que me llegaba a los tobillos y una túnica ligera sin mangas, de terciopelo negro: el uniforme de gala de Triana, eso era todo. Ah, y el pelo suelto y limpio. Nada más.
En el extremo de la manzana la luz mortecina de una farola hacía que la oscuridad que me rodeaba adquiriera un tinte más opresivo, y entonces advertí que el roble que crecía en la esquina de la Tres y Prytania había desaparecido.
Hacía muchos años que no pasaba por esa calle, y la última vez me había detenido precisamente allí, donde había habido un roble, sin lugar a dudas, pues recordé que la luz de la farola se filtraba entre sus ramas e iluminaba la verja de hierro negro y la hierba. Las ramas del árbol eran vigorosas, negras, retorcidas y no muy gruesas, o al menos no tanto como para caer al suelo.
«¿Quién te ha hecho eso?», pregunté dirigiendo la vista hacia las losas rotas. Contemplé el lugar donde se había alzado el roble, pero las raíces habían desaparecido. Sólo se veía tierra, la inevitable tierra. ¿Quién había arrancado ese árbol que habría podido vivir durante siglos?
Frente a mí, al otro lado de Prytania, las zonas más profundas del Garden District aparecían huecas, negras y desiertas; y sus mansiones, cerradas a cal y canto.
No obstante, a mi izquierda, en Prytania, unos metros antes de llegar a la capilla brillaban unas luces, y percibí un grato murmullo de voces alegres.
Esa esquina de la manzana sólo estaba ocupada por la capilla, del mismo modo que mi casa ocupaba la esquina que había frente a St. Charles, lejos de la capilla y ubicada directamente detrás de la misma, más allá de los laurocerasos, los robles y la hierba silvestre, las matas de bambú y las adelfas.
La capilla constituía la planta baja de una mansión mucho más grande y elegante que la mía. Era una casa igual de vieja pero infinitamente más suntuosa, por la mampostería y los exquisitos adornos de hierro forjado.
Antaño debía de tener el clásico vestíbulo central con unos saloncitos a los lados, pero todo eso había cambiado mucho antes de nacer yo. La planta baja había sido vaciada y adornada con estatuas y cuadros con motivos sagrados y un precioso altar de mármol blanco. También había un tabernáculo de oro… ¿Qué más? Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, un icono ruso…
Ésa era la Santísima Virgen ante la cual habíamos depositado nuestras flores, un detalle que no dejaba de ser irónico, si bien carecía de importancia.
Por supuesto, él sabía lo mucho que yo amaba el lugar, el edificio, el jardín, la verja, el interior de la capilla, y lo sabía todo acerca de las flores marchitas que recogíamos y dejábamos sobre el comulgatorio, ramilletes que depositábamos allí durante nuestros paseos vespertinos, Rosalind, nuestra madre y yo, antes de que terminara la guerra, de que nacieran Katrinka y Faye, de que a nuestra madre le diera por beber. Antes de que apareciera la muerte, el temor. Antes de la tristeza.
Él lo sabía. Sabía lo que había ocurrido… esa enorme casa que desde fuera aún tenía el aspecto de una mansión suntuosa, con sus porches delanteros paralelos y espaciosos, sus columnas de hierro, sus dos chimeneas rectas y firmes sobre el elevado aguilón de la segunda planta, de acuerdo con el inconfundible estilo de Nueva Orleans: chimeneas flotando juntas debajo de las estrellas, destinadas a caldear unas estancias en las que tal vez hacía tiempo no se encendía fuego.
De niña, mi madre había estudiado en las habitaciones superiores, donde estaban instaladas las aulas. La capilla había albergado el féretro de mi madre, sobre un catafalco. En esa capilla yo había tocado el órgano en la oscuridad, a solas, en las noches de verano, cuando los sacerdotes me encargaban que cerrara las puertas, y no había nadie. Me esforzaba en tocar música.
Sólo el Sagrado Sacramento podía mostrarse tan paciente con los lamentables fragmentos de canciones que yo interpretaba, los acordes, los himnos que traté de aprender con la vaga promesa de que un día podría tocarlos si la señora del órgano me lo permitía, cosa que no ocurrió porque nunca aprendí a hacerlo lo suficientemente bien y no tuve el valor de intentarlo.
Cuando iban a misa, las damas del Garden District siempre lucían sombreros muy bonitos. Creo que nosotras éramos las únicas que nos cubríamos la cabeza con un pañuelo, como si fuéramos campesinas.
No era necesaria una muerte para hacerme recordar, ni un funeral para que atesorara esos recuerdos, ni nuestras dulces visitas vespertinas con flores en las manos, ni la imagen de mi madre y unas pocas jóvenes graduadas de la escuela secundaria, unos especímenes raros en aquella época —con el pelo corto y las medias blancas—, de pie, sosteniendo unos ramos de flores, a la izquierda de aquella misma verja.
¿Quién podía haber orado en esa vieja capilla y no recordarlo?
El viejo catolicismo nunca estaba exento del aroma de las velas de pura cera de abejas, del incienso que siempre flotaba en el ambiente de cualquier iglesia donde el Santísimo se hallara expuesto en el altar, de unos santos de dulce semblante en las sombras —unos artistas del dolor, como santa Rita, con una herida en la frente—, y del amargo camino de Jesús hacia el Calvario, señalado en las estaciones del vía crucis sobre los muros.
El rosario no era un rezo rutinario, sino un canto a través del cual imaginábamos los sufrimientos de Cristo. El propósito de la meditación, durante la cual permanecíamos sentadas muy quietas en el banco con la mente libre de cualquier otro pensamiento, era dejar que Dios nos hablara directamente. Yo me sabía el latín de la misa de memoria. Conocía el significado de los himnos.
Todo eso había desaparecido de un plumazo. El Vaticano Segundo.
No obstante, para los católicos que ahora rezaban en inglés la capilla seguía siendo una capilla.
Desde que la habían remozado sólo había ido a ella una vez, hacía tres o cuatro años, para asistir a una boda. Todo cuanto yo había apreciado ya no existía. El Niño Jesús de Praga, con su corona de oro, había desaparecido.
«Ah, pero tú tienes un motivo. Me honras. Un concierto en beneficio mío precisamente aquí, un lugar al que acudía con frecuencia antes de matarla, a ella o a cualquier otro, preocupándome por las flores sobre el comulgatorio».
Sonreí para mis adentros y me apoyé por unos instantes contra la verja. Me volví para comprobar si Lacomb estaba vigilando. Le había pedido que permaneciera cerca. Tengo tanto miedo como cualquiera de encontrarme con personas de carne y hueso en una calle oscura.
A fin de cuentas, no es mucho lo que los muertos pueden hacernos, hasta que topamos con un fantasma capaz de interpretar una música surgida de la mente de Dios y que responde a un nombre: Stefan.
—Un plan muy astuto —murmuré. Alcé la vista e imaginé las viejas ramas del roble que me rodeaban y velaban la luz, aunque en aquellos momentos la luz surgía de los austeros ventanales de la capilla, que eran como los de mi casa; llegaban hasta el suelo, y algunos conservaban los viejos cristales, fluctuantes, como si se fundieran, aunque desde donde me encontraba yo no podía verlo. Sencillamente lo sabía e imaginaba, al contemplar la casa, el tiempo, todo, para centrar mis pensamientos en el hábil entramado de aquel ardid, de aquel drama.
Así que él iba a tocar el violín para todo el mundo, y yo debía estar presente.
Doblé a la izquierda y eché a andar por Prytania hacia la puerta de la capilla. La señorita Hardy y otras señoras habituales del Garden District se encontraban allí para saludar a las personas que llegaban.
Unos taxis se detuvieron en la calle. Por los alrededores de la capilla distinguí a los acostumbrados policías de uniforme pues por las noches ese oscuro paraíso se había vuelto demasiado peligroso para las personas ancianas que salían de casa, cosa que habían hecho para oír tocar al violinista.
Yo conocía los nombres de algunos de ellos, ciertas caras me sonaban; había también perfectos desconocidos, y a otros no lograba identificarlos. Era un grupo numeroso, compuesto por un centenar de personas, en el que buena parte de los hombres iban vestidos con trajes claros de lana y casi todas las mujeres, al estilo sureño; además, había algunas personas muy modernas que lucían prendas neutras, y un buen número de estudiantes universitarios, o al menos eso parecían, probablemente del conservatorio, donde a los catorce años me había esforzado inútilmente por convertirme en violinista.
«Tu fama se ha extendido».
Mientras estrechaba la mano de la señorita Hardy y saludaba a Renee Freeman y a Mayteen Ruggles, miré hacia el interior de la capilla y vi que él, la atracción principal, ya había llegado.
La «cosa», como habría afirmado sin vacilar la valerosa institutriz descrita por Henry James acerca de Quint y la señorita Jessel, estaba de pie en el pasillo, ante el altar, que habían cubierto decorosamente para la ocasión. Iba aseado y bien vestido, y con la lustrosa cabellera tan repeinada como la mía. Lucía de nuevo dos pequeñas coletas para impedir que el pelo le cayera sobre el rostro.
Estaba un tanto alejado, pero era inconfundible. Vi que conversaba con ellos.
Por primera vez… por primera vez desde que empezó todo… pensé, estoy perdiendo la razón. No quiero estar cuerda. No quiero estar presente, darme cuenta de nada ni estar viva. No quiero. Él está aquí, entre los vivos, como si fuera uno de ellos, como si fuera real y estuviera vivo. Charlaba con unos estudiantes. Les mostraba el violín.
¡Mis muertos han desaparecido! ¿Qué sortilegio conseguiría que Lily resucitara? Recordé una historia de Kipling, La pata del mono, los tres deseos, pero tú no deseas que los muertos regresen, no, no reces para que eso ocurra.
Sin embargo, él había traspasado las paredes de mi habitación y luego se había esfumado. Lo había visto con mis propios ojos. Era un fantasma. Estaba muerto.
Mira a las personas que están vivas o ponte a gritar.
Mayteen llevaba un perfume maravilloso. Era la amiga más antigua de mi madre. Pronunció unas palabras que traté de captar. Casi podía oír los latidos de mi corazón.
—… el mero hecho de tocar un instrumento semejante, un Stradivarius.
Le estreché la mano. Me encantaba su perfume. Era antiguo y simple, no muy caro, e iba presentado en un frasquito rosado, y los polvos, por su parte, en una cajita, rosada también, con florecitas.
El sonido de mi corazón me zumbaba en la cabeza. Pronuncié unas pocas palabras, tan insulsas como las que se le ocurrirían a una persona amnésica, y subí a toda prisa por los escalones de mármol, que siempre estaban resbaladizos cuando llovía, y entré en la moderna capilla, iluminada por unos focos potentes.
Olvidemos los detalles.
Invariablemente, me siento en la primera fila. ¿Qué hacía ahora, ocupando el banco trasero?
Sin embargo, no podía acercarme. La capilla era pequeña, y desde el rincón donde me encontraba lo veía perfectamente.
Él se inclinó ante la mujer que estaba a su lado, con la que conversaba —¿qué clase de cosas dicen los fantasmas en circunstancias como aquélla?— y enseñó el violín a unas jóvenes para que lo examinaran. Aprecié el brillo intenso, la raya en el dorso. Sostuvo el violín sin soltarlo, y no me miró ni siquiera cuando me eché hacia atrás en el viejo banco de roble y lo observé fijamente.
La gente seguía entrando en la capilla. Saludé con la cabeza a quienes me saludaban con un murmullo. No oí una palabra de lo que decían.
«Estás aquí, entre los vivos, tan firme como ellos, y ellos te oirán».
De pronto, él levantó la vista, sin alzar la cabeza, y clavó los ojos en mí.
«Otros me han visto y me han oído siempre».
Unas personas se interpusieron entre nosotros. La capilla estaba prácticamente llena. Al fondo, dos acomodadores permanecían de pie, aunque disponían de unas sillas que podían utilizar si lo deseaban.
Las luces se apagaron. Un foco cubría al violinista con un resplandor polvoriento, deslucido. Se había puesto muy elegante para la ocasión, con una camisa blanca impecable, y llevaba el pelo muy limpio, recogido en dos coletas.
La señorita Hardy se puso de pie y pronunció unas amables palabras a modo de explicación e introducción.
Él se mostraba tranquilo; vestía de manera formal pero clásica, con una chaqueta que podía tener doscientos años de antigüedad o haber sido confeccionada el día anterior, larga y ligeramente entallada, y una corbata de color pálido, no logré distinguir si violeta o gris.
Era muy atractivo, desde luego.
—Estás loca —murmuré, sin apenas mover los labios—. Quieres un fantasma de alta cuna salido de una novela cargada de intensa pasión. Estás soñando.
Deseaba cubrirme el rostro con las manos. Quería marcharme y al mismo tiempo no hacerlo, quedarme y salir huyendo. Deseaba, sacar algo del bolso, un pañuelo de papel, cualquier cosa con tal de mitigar el impacto de todo aquello, como cuando nos tapamos los ojos durante una película y miramos por entre los dedos.
Sin embargo, era incapaz de moverme.
Él dio las gracias a la señorita Hardy, a todos nosotros, con admirable desenvoltura. Sosegada, con acento pero absolutamente inteligible, era la voz que yo había oído en mi dormitorio, la voz de un hombre joven. Parecía tener la mitad de mi edad.
Apoyó el violín en el mentón y levantó el arco. El aire se estremeció. Nadie se movió ni tosió.
Imaginé el mar azul de mi sueño y los fantasmas que bailaban; los vi, cerré los ojos y contemplé el radiante mar bajo la luna invisible pero cercana y los lejanos brazos de tierra que se extendían hacia mí.
Abrí los ojos.
El violinista se había detenido y me miraba enfadado.
No creo que la gente comprendiera el significado de su expresión ni supiese hacia dónde miraba ni por qué. Él podía permitirse todas las excentricidades. Tenía un aspecto tan magnífico como el de Lev; sí, era muy parecido a Lev, sólo que tenía el pelo oscuro y los ojos negros, y Lev, al igual que Katrinka, era rubio. Los hijos de Lev también lo eran.
Cerré los ojos. Maldición, había perdido la imagen del mar, y cuando él comenzó a tocar vi las cosas triviales y horribles de siempre y me volví ligeramente hacia un lado. Alguien sentado a mi lado me tocó la mano en señal de afecto.
De pronto pensé que todo el mundo debía de saber que yo era una viuda, una loca que había permanecido encerrada en casa dos días con un cadáver. Todo el mundo en Nueva Orleans sabía todo lo que había que saber, y un hecho tan singular sin duda era del dominio público.
Entonces su música me llegó al alma.
Levantó el arco y sonaron los acordes graves y oscuros de las cuerdas inferiores, el tono menor, lo que dejó entrever las angustiosas emociones que se iban a suscitar en mí. El tono era tan refinado y controlado, el timbre tan perfecto, el ritmo tan espontáneo, que no pensé en nada, absolutamente en nada excepto en lo que oía.
No era necesario llorar ni tampoco contener las lágrimas, sino tan sólo concentrarse en la maravillosa melodía que él iba desgranando.
De pronto vi el rostro de Lily. Retrocedí veinte años. Lily yacía agonizando en su lecho. «No llores, mamá, estás asustándome».