Al día siguiente la casa estaba llena de parientes y amigos. Abrimos todas las puertas para que desde los dos salones delanteros que flanqueaban el amplio vestíbulo se viera el largo comedor, se circulara con facilidad sobre las diversas alfombras y se charlara animadamente como suele hacer la gente de Nueva Orleans cuando se produce una muerte, como si ésa hubiera sido la voluntad del difunto.
Me rodeaba una pequeña nube de silencio. Todo el mundo creía que debía de estar mentalmente agotada, por decirlo así, tras haber pasado dos días con un cadáver, por no mencionar que me había largado del hospital sin decir palabra, de lo que Katrinka insistió en culpar a Rosalind, como si ésta me hubiera asesinado, cuando lo cierto es que nada estaba más lejos de la verdad.
Rosalind me preguntó una y otra vez, con su voz profunda y somnolienta, si me encontraba bien, a lo que respondí afirmativamente. Sin molestarse en disimularlo, Katrinka habló de mí con su marido. Glenn, mi querido cuñado y marido de Rosalind, parecía un juguete roto, profundamente afectado por la pérdida que yo había sufrido pero incapaz de hacer otra cosa que permanecer pegado a mí. Pensé en lo mucho que los quería a ambos, a Rosalind y a Glenn, que no habían tenido hijos y regentaban la tienda Rosalind’s Books and Records, donde era posible hallar una obra de Edgar Rice Burroughs en edición de bolsillo o un disco de 78 revoluciones grabado por Nelson Eddy.
La casa tenía un aspecto acogedor y reluciente como sólo esta casa podía tener, con sus numerosos espejos y ventanas y una vista de todo el paisaje que la rodeaba. La gran ventaja del chalé era, precisamente, que desde el comedor, donde me encontraba en aquellos momentos, se podían ver, a través de las puertas y ventanas abiertas, los cuatro puntos cardinales, aunque se confundieran con los árboles y la tarde fresca y ventosa. Era maravilloso haber construido una casa tan abierta.
Habíamos pedido una cena suculenta, servida por una empresa de servicio de comidas a cuyo cargo estaba una mujer célebre por su tarta de chocolate. Lacomb, con las manos a la espalda, observaba con despecho al camarero negro que, elegantemente uniformado, atendía el bar. No obstante, Lacomb se haría amigo de él. Trababa amistad con todo el mundo, o al menos con aquellos que lograban comprender lo que decía.
En cierto momento, Lacomb se acercó a mí con tanto sigilo que me sobresalté.
—¿Desea algo, jefa?
—Nos —respondí con una breve sonrisa—. No te emborraches demasiado pronto.
—Ya no es usted nada divertida, jefa —dijo Lacomb, alejándose con una expresión pícara.
No sentamos en torno a la larga y estrecha mesa ovalada.
Rosalind, Glenn, además de Katrinka, sus dos hijas, su marido y muchos de nuestros primos, comieron copiosamente, yendo y viniendo con sus platos, pues había más comensales que sillas. Mi gente se mezcló fácilmente con los sociables Wolfstan.
Durante sus últimos meses de vida Karl había rogado a esos parientes que se abstuvieran de visitarlo. Al casarnos, Karl ya sabía que estaba enfermo, y deseaba que su enfermedad fuera un asunto privado. Su madre ya había regresado a Inglaterra, después de dejarlo todo organizado. Esos Wolfstan —personas muy agradables, con el rostro un tanto reluciente, de claro origen germánico— lo contemplaban todo un poco sorprendidos y aturdidos, como si despertaran de un largo sueño, pero se sentían a sus anchas entre los bonitos muebles que Karl me había comprado: las sillas de patas curvadas y ornamentadas, las mesas con incrustaciones de madreperla, los escritorios y las cómodas taraceadas de carey y metal, y las antiguas alfombras de Aubusson, tan delgadas que al pisarlas daba la sensación de que eran de papel.
Ese lujo obedecía al más puro estilo Wolfstan.
Todos tenían dinero. Siempre habían poseído casas en la avenida St. Charles. Descendían de alemanes acaudalados que habían emigrado a Nueva Orleans en los tiempos previos a la guerra civil y habían hecho fortuna con las fábricas de cigarros y cerveza, mucho antes de que mis míseros antepasados germanos e irlandeses llegaran a nuestras costas huyendo del hambre. Los Wolfstan poseían bienes raíces en lugares clave y los derechos de arrendamiento de viejos comercios y negocios.
Mi prima Sarah estaba sentada en silencio observando su plato. Era la nieta más joven de la prima Sally, en cuyos brazos había muerto mi madre. Yo no retenía ninguna imagen de aquel momento. Por entonces Sarah aún no había nacido. Los otros primos Becker, y los que ostentaban nombres irlandeses, parecían un tanto perplejos entre aquel esmerado esplendor.
Toda la tarde la casa me pareció conmovedoramente hermosa. Me volví con frecuencia para contemplar nuestra imagen en el enorme espejo que cubría la pared del comedor, situado directamente ante la puerta de entrada, que reflejaba la imagen de todos los presentes.
Se trataba de un espejo muy antiguo; a mi madre le encantaba. No dejé de pensar en ella ni por un instante, y en varias ocasiones se me ocurrió que había sido ella, no Lily, la primera persona a quien yo había herido y decepcionado. Yo había cometido un error de cálculo, un error trágico, el peor de mi vida.
Estaba sumida en mis pensamientos, murmurando a veces tonterías para evitar que la gente se dirigiera a mí.
No podía dejar de pensar en mi madre cuando abandonó la casa aquella última tarde con mi padre, que había decidido llevarla, contra la voluntad de ella, a casa de mi prima y madrina. Mi madre no quería sentirse avergonzada. Llevaba varias semanas borracha y nosotras no podíamos atenderla porque Katrinka, que tenía ocho años, había sufrido un grave ataque de apendicitis y prácticamente estaba muriendo, aunque yo lo ignoraba, en el hospital Mercy.
Por supuesto, Katrinka no murió. A veces me pregunto si el hecho de que no asistiera a la muerte de mi madre —ocurrió durante una larga enfermedad en la que mi hermana estuvo recluida— había influido en su carácter y la había convertido en una persona retorcida y recelosa de todo y de todos. Sin embargo, no podía pensar en Katrinka. Yo arrastraba las inseguridades de Katrinka en torno a mi cuello como un pesado collar. Sabía lo que murmuraba en los rincones, pero me traía sin cuidado.
Pensaba en mi madre, a quien mi padre condujo por un sendero lateral hasta la calle Tres, mientras ella le rogaba que no la obligara a trasladarse a casa de sus primos. Mi madre no quería que su querida prima Sally la viera en aquel estado. Yo ni siquiera había ido a despedirme de ella, a darle un beso, a decirle unas palabras para tranquilizarla. Tenía a la sazón catorce años. Ni siquiera recuerdo las circunstancias que hicieron que topara con ella en el sendero cuando mi padre se la llevaba de casa. No lograba recordarlo, y el horror de aquel episodio —el hecho de que mi madre hubiera muerto rodeada por Sally, Patsy y Charlie, sus primos— me atormentaba continuamente, y aunque ella los quería mucho y ellos a ella, ninguna de sus hijas había estado a su lado en aquellos momentos fatídicos.
Tuve la impresión de que iba a dejar de respirar.
Todos deambulaban libremente por la espaciosa casa y salían a los porches. Aquella reunión familiar que se había postergado debido a mí me pareció el espectáculo grato y hermoso que se esperaba que fuera. Gocé contemplando las pulidas cómodas de patas altas y los sillones tapizados de terciopelo que Karl había colocado aquí y allá.
Mediante varias capas de laca Karl había conferido una superficie bruñida al viejo parqué que relucía bajo las imponentes arañas de Baccarat que mi padre se había negado a vender en su día, incluso cuando «no teníamos nada».
Durante la comida utilizamos la vajilla de plata de Karl, aunque supongo que debería decir nuestra vajilla, dado que yo era su esposa y él la había comprado para mí. La cubertería presentaba un motivo denominado Amor Desarmado y había sido fabricada a principios de siglo por Reed & Barton, una empresa de toda la vida. Incluso las piezas nuevas estaban exquisitamente trabajadas, porque en cierto momento las novias se habían cansado de aquel diseño. Se podían adquirir piezas nuevas o antiguas. Karl coleccionaba esas piezas de plata, que guardaba en unos baúles.
Es una de las pocas cuberterías de plata que ostenta el dibujo de una figura entera, en este caso de una hermosa mujer desnuda que aparece en cada una de las piezas, por grandes o pequeñas que sean.
Yo le tenía mucho cariño. Poseíamos más piezas de las que empleábamos normalmente, porque Karl había disfrutado coleccionándolas. Quise decirles que todos podían llevarse una pieza en recuerdo de Karl, pero me abstuve de hacerlo.
Comí y bebí sólo porque al hacerlo me libraba de tener que hablar. No obstante, el hecho de comer me parecía una traición monstruosa.
Había tenido esa misma sensación a raíz de la muerte de mi hija Lily. Después de haberla enterrado en Oakland, en el cementerio de St. Mary, un lugar remoto y desconocido, lejos de casa, habíamos ido con mis suegros, los padres de Lev, a comer, y la comida se me había atragantado. Lo recuerdo con claridad: el viento agitaba con violencia las ramas de los árboles, y yo no dejaba de pensar en Lily, que yacía en su ataúd.
En aquellos momentos fue Lev quien se mostró más fuerte que yo, valiente y hermoso con su larga melena, el loco-poeta-profesor. Me ordenó que comiera sin rechistar, mientras él conversaba con los afligidos abuelos y aun con mi sombrío padre, que apenas abrió la boca.
De pronto recordé que Katrinka quería mucho a Lily. ¿Cómo lo había olvidado? Me pareció un olvido horroroso. Lily, por su parte, adoraba a su hermosa y rubia tía Katrinka.
Katrinka había sufrido la muerte de Lily como todos nosotros. Faye, la dulce y generosa Faye, se había sentido aterrada por la enfermedad y la muerte de mi hija. Sin embargo, Katrinka siempre había estado al pie del cañón, en la habitación del hospital, en los pasillos, dispuesta a ayudar en lo que fuese. Eran los tiempos de California, y si algo los definía era el que todos habíamos terminado por regresar.
Habíamos abandonado nuestra existencia californiana en las ciudades, junto a la bahía, para regresar a casa o mudarnos a otro lugar. Para entonces Faye ya se había marchado, nadie sabía adónde, y tal vez para siempre.
Hasta Lev había partido al fin de California, mucho después de casarse con Chelsea, su bonita novia y amiga mía. Creo recordar que habían tenido su primer hijo antes de que Lev comenzara a dar clases en un instituto de Nueva Inglaterra.
Experimenté una súbita sensación de felicidad al pensar en Lev, que tenía tres hijos, varones, y aunque Chelsea llamaba con frecuencia para quejarse de que Lev era insoportable, aunque en realidad no lo era, y él llamaba a veces y entre lágrimas decía que debimos tratar de resolver nuestros problemas, yo no me arrepentía de que nos hubiésemos divorciado y sabía que, en el fondo, él tampoco. Me gustaba mirar las fotografías de sus tres hijos, y me gustaba leer los libros de Lev, unos tomos de poesía delgados, elegantes, que Lev publicaba cada dos o tres años y eran muy aclamados por la crítica y el público.
Mi Lev, el muchacho con el que me había casado en el juzgado tras conocerlo en San Francisco, era un estudiante rebelde y bebedor de vino, cantante de canciones improvisadas en momentos de locura y aficionado a bailar a la luz de la luna. Comenzó a impartir clases en la universidad cuando Lily cayó enferma, y lo cierto es que jamás logró superar la muerte de ésta. Jamás. Ya no volvió a ser el mismo, y lo que buscó en Chelsea fue consuelo, y en mí, una aprobación fraternal del calor que ella le daba y de la sexualidad que él necesitaba desesperadamente.
Pero ¿por qué pensar en esas cosas? ¿Es esto tan distinto de las tragedias de cualquier otra vida? ¿Es la muerte más endémica aquí que en cualquier otra familia numerosa?
Lev era profesor a tiempo completo, en ejercicio, feliz. Si yo se lo hubiese pedido, habría venido. La noche anterior, cuando estúpida y medio loca, caminé por la avenida bajo la lluvia, pude haberlo llamado. No le había comunicado la muerte de Karl. Hacía meses que no hablaba con él, aunque en esos momentos, sobre el escritorio del salón, había una carta suya sin abrir.
Yo no podía librarme de todo aquello. Era como cuando acometen los temblores. Cuanto más profundamente me sumía en esos pensamientos sobre mi madre, sobre Lily, sobre mi exmarido Lev, más intensamente recordaba de nuevo aquella música, el desesperado violín, y comprendí que evocaba esos recuerdos insoportables de forma compulsiva, como si me obligaran a contemplar las heridas de las víctimas que había asesinado yo misma. Era una especie de estado de trance.
Quizás a partir de ahora esos trances se produjeran siempre a raíz de una muerte, a medida que las muertes fueran acumulándose. Al llorar la muerte de uno, lloraba por todos. Pensé de nuevo en lo estúpida que había sido al creer que haber dejado morir a Lily había sido mi primer crimen horrendo. Estaba perfectamente claro que varios años antes de que muriera Lily yo había abandonado a mi madre.
Dieron las cinco. Fuera comenzaba a oscurecer. El estrépito de la avenida se intensificó. Todas las habitaciones grandes presentaban un aspecto más festivo, y la gente, que ya había bebido bastante vino, charlaba animadamente, como suele hacerse en Nueva Orleans después de una muerte, en la creencia tal vez de que hablar en voz baja, tal como hacen en California, es una ofensa para el difunto.
California. Lily estaba enterrada allí, en lo alto de una colina, ¿por qué? Nadie visitaría su tumba. ¡Dios santo, Lily! No obstante, cada vez que pensaba en trasladar sus restos a casa tenía la siniestra idea de que, cuando el ataúd llegara a Nueva Orleans, yo tendría que mirar en su interior. Lily, muerta antes de su sexto aniversario, llevaba enterrada más de veinte años. Yo no podía concebir siquiera semejante espectáculo: una niña embalsamada cubierta de moho verde.
Me estremecí. Pensé que iba a ponerme a gritar.
Había llegado Grady Dubosson, mi amigo y abogado, el leal asesor de Karl y de su madre. La señorita Hardy también estaba presente —había sido la primera en llegar—, al igual que otras mujeres integrantes de la Asociación para la Conservación de Edificios, todas ellas damas refinadas y elegantes.
—Nos gustaría tener algo —dijo Connie Wolfstan—, un pequeño detalle que no te importe darnos, para recordarlo… No sé… sólo para nosotros cuatro.
Me sentí aliviada.
—La vajilla de plata —repuse—. Hay muchas piezas, y a Karl le encantaba. Mantenía correspondencia con numerosos vendedores de plata de todo el país porque quería adquirir la colección completa de Amor Desarmado. ¿Veis este pequeño tenedor?, es para las fresas.
—¿De veras no te importaría darnos una pieza a cada uno…?
—Dios mío, temía que debido a su enfermedad no os atrevierais a pedírmelo. Hay muchas, suficientes para todos.
De repente un ruido nos interrumpió. Alguien se había caído. Yo sabía que ese primo era uno de los pocos que estaba emparentado tanto con los Becker de mi familia como con los Wolfstan de la familia de Karl, pero no recordaba su nombre.
Había bebido demasiado, pobre hombre, y advertí que su mujer estaba furiosa. Lo ayudaron a levantarse. En sus pantalones grises había unas manchas húmedas.
Yo deseaba decir algo sobre la vajilla. Oí a Katrinka preguntar a alguien:
—¿Qué quieren llevarse?
En el preciso instante en que Althea pasaba por mi lado, solté:
—Ya sabes dónde está guardada su vajilla de plata. Dale una pieza a cada miembro de su familia.
Katrinka me miró furibunda y advertí que me sonrojaba. Mi hermana dijo que la plata formaba parte de los bienes comunes.
Por primera vez caí en la cuenta de que tarde o temprano esa gente se marcharía, que me quedaría sola y que el violinista seguramente no regresaría; entonces, al comprender, con desesperación, el alivio que me producía su música y lo maravillosamente que me había guiado a través de mis recuerdos, me sentí confusa y comencé a sacudir la cabeza, lo que sin duda debió de extrañar a todos.
¿Qué llevaba puesto yo? Bajé la vista. Una falda larga y amplia, una blusa con volantes y un chaleco de terciopelo que disimulaba mi gordura; lo llamaban «el uniforme de Triana».
En el estudio estalló un tumulto. Althea había sacado la vajilla de plata. Katrinka estaba diciendo algo hiriente y desagradable a la pobre y acongojada Rosalind, quien, con los ojos oscuros dirigidos hacia el techo y las gafas sobre la punta de la nariz, parecía perdida y necesitada de ayuda.
Mi prima Barbara se inclinó para besarme. Tenían que irse. Su marido no podía conducir cuando había anochecido; mejor dicho, no debía hacerlo. Dije que lo comprendía. La abracé afectuosamente por unos instantes oprimiendo los labios contra su mejilla. Entonces, sentí como si besara a mi madre, a mi tía abuela, ya difunta, y a mi abuela, que había sido hermana de esa mujer.
De golpe, Katrinka se volvió bruscamente, golpeándome en el hombro, y gritó:
—¡Están saqueando el estudio!
Me levanté y me llevé un dedo a los labios para indicarle que se callara, lo que, sin duda, no la calmaría, sino que la enfurecería aún más. No me equivoqué. Katrinka retrocedió. Una de las tías de Karl se acercó para besarme y darme las gracias por la cucharita de té que sostenía en la mano.
—Le haría muy feliz… —dije. Karl tenía la costumbre de enviar a la gente piezas de Amor Desarmado como regalo, acompañadas de una nota que rezaba: «Si no te gusta este diseño, no dejes de decírmelo porque corres el riesgo de que no pare de darte piezas de éstas». Creo que traté de explicar eso, pero me costaba mucho pronunciar palabra alguna. Me alejé, utilizando a esa persona como medio de escape, acompañándola a la puerta, y, aunque los otros agitaron la mano para despedirse mientras bajaban por los escalones, crucé el porche a toda prisa y me asomé a la avenida.
Él no estaba allí. Era probable que nunca hubiese existido. Con una fuerza que me dejó conmocionada, pensé en mi madre, pero no en el día anterior a su muerte, sino en otra ocasión, cuando organicé una fiesta de cumpleaños para una de mis amigas. Mi madre llevaba varias semanas bebiendo, encerrada en el dormitorio situado en un costado de la casa, borracha como una cuba, y no recobraba la lucidez hasta altas horas de la madrugada, cuando se ponía a deambular por la casa; de pronto, apareció en plena fiesta.
Salió al porche, trastornada, con un aspecto parecido a la extraña rival de Jane Eyre, la loca que permanecía encerrada en el ático de Rochester. Conseguimos hacer que entrara de nuevo, pero ¿me comporté amablemente con ella?, ¿la besé? No lo recuerdo. Era indignante pensar que yo era tan joven y egoísta, pero entonces, con una fuerza contundente, recordé de nuevo que la había dejado marchar, que había permitido que muriese alcoholizada y sola, acompañada por unos primos ante quienes se sentía avergonzada.
¿Qué era el asesinato de Lily, el fallo que suponía el no haberla salvado comparado con esto?
Me agarré a la barandilla. La casa estaba quedando vacía.
El violinista no era sino un producto de mi locura, una música que yo había imaginado, salvaje, hermosa, reconfortante, engendrada subconscientemente por una persona corriente y desesperada, sin el menor talento musical, demasiado vulgar en todos los aspectos para disfrutar de la fortuna que había heredado.
Dios mío, quería morirme. Sabía dónde estaba la pistola, y pensé que si esperaba unas pocas semanas, todo el mundo se sentiría más animado. Si lo hacía en ese momento, en cambio, culparían a uno u otro. ¿Y si Faye estaba viva en algún sitio y al regresar a casa se encontraba con que su hermana mayor había cometido esa locura y se culpaba por ello? ¡Ni hablar!
Todo eran besos, manos que se agitaban despidiéndose de mí, una repentina lluvia de un perfume delicioso, el de Gertrude, la tía de Karl, y luego la mano suave y arrugada de su marido.
En una ocasión, cuando ya no podía volverse en la cama sin ayuda, Karl había murmurado:
—Al menos nunca sabré qué significa ser viejo, ¿verdad, Triana?
Me volví y contemplé el césped que se extendía junto a la casa. Las luces de la floristería iluminaban la hierba mojada y los ladrillos húmedos, y traté de calcular el emplazamiento del sendero por el que mi madre había descendido el último día en que la vi. Ya no existía. Durante los años que pasamos en California, cuando mi padre estaba casado con su esposa protestante —fuera de la Iglesia, pero sin dejar de rezar el rosario cada noche; sin duda, un alma condenada que le hacía la vida imposible a su mujer—, habían construido un garaje. La moda del automóvil había llegado incluso a Nueva Orleans, por lo que ante la tumba de mi madre ya no había una vieja puerta de madera: su puerta a la eternidad.
Las lágrimas me ahogaban y traté de recuperar el resuello. Me volví y dirigí la vista a lo largo del porche. Había gente por todas partes. Sin embargo, pude imaginar perfectamente a mi madre la noche en que apareció en el porche. Mi madre había sido muy guapa, mucho más hermosa que sus hijas en todos los aspectos; aquella noche su rostro mostraba una expresión enloquecida, como si se sintiera perdida entre aquellos adolescentes que celebraban una fiesta, tras haber despertado de un sueño etílico, sin saber dónde se encontraba, sin amigos, a pocas semanas de su muerte.
Traté de dominarme.
—… todo lo que hiciste por él —dijo una voz.
—¿Por quién? —pregunté.
—Por papá —contestó Rosalind—; y luego cuidaste de Karl.
—No hables de eso. Cuando me muera quiero ir al bosque sola. —O utilizar la pistola dentro de unos días.
—Eso querríamos todos —replicó Rosalind—. Pero un día te caes y te rompes la cadera como papá y te meten en la cama lleno de agujas y tubos, o te pasa como a Karl, te dicen que tomes otra ronda de drogas y que quizá…
Rosalind siguió hablando sin solución de continuidad, como tenía por costumbre; Rosalind, la enfermera y la persona que había compartido conmigo todas las cosas morbosas, porque somos dos hermanas que nacimos en años distintos pero ambas en el mes de octubre.
Vi a Lily con toda nitidez en su ataúd; la imaginé cubierta de moho, con su carita redonda, su mano rolliza y diminuta sobre el pecho, su vestido de baile campestre, el último que yo le había planchado, y a mi padre diciendo que eso lo harían en la funeraria; pero quería plancharlo yo misma, el último vestido. Tiempo después Lev comentó algo sobre su nueva esposa, Chelsea:
—La necesito, Triana, la necesito. Me recuerda a Lily. Es como si hubiera recobrado a Lily.
Respondí que lo comprendía.
Creo que estaba atontada. Es la única palabra que se me ocurre para describir cómo me sentí cuando me quedé sentada en la otra habitación mientras Chelsea y Lev hacían el amor; luego entraron me besaron, y ella dijo que yo era la mujer más extraordinaria que había conocido.
¡Vaya si tuvo gracia!
Noté que iba a echarme a llorar. ¡Qué desastre! Las portezuelas de los coches se cerraban y unas sombras oscuras de gente que se despedía con la mano se recortaron contra la fachada de la floristería.
Grady me llamó para que entrara en la casa. Oí a Katrinka. Bien, había llegado el momento.
Me volví y crucé el húmedo porche, pasé por delante de las mecedoras cubiertas de gotas de lluvia y me asomé al amplio pasillo. La imagen era preciosa, porque en el gran espejo situado al fondo, en la pared del comedor, se reflejaban las dos arañas, la pequeña que colgaba en el vestíbulo y la grande del comedor, lo que producía la impresión de contemplar un corredor de proporciones descomunales.
Mi padre nos había soltado varios sermones sobre la importancia de esas arañas, sobre el cariño que les tenía mi madre, y nos había asegurado que él jamás sería capaz de venderlas. Jamás. Es curioso, pero no recuerdo quién le pidió que lo hiciera, ni cuándo ni cómo. Porque a raíz de la muerte de mi madre, después de que mis hermanas y yo nos hubiéramos marchado, las cosas le habían ido muy bien a mi padre, y mi madre nunca habría permitido que nadie tocara sus tesoros.
La casa estaba casi desierta.
Entré. Me sentía rara. Era como si estuviese congelada dentro de una forma extraña y la voz que brotaba de mis labios no fuera la mía. Katrinka estaba llorando mientras sostenía un pañuelo en el que había hecho un nudo.
Seguí a Grady hasta el cuarto de estar, donde se hallaba el alto escritorio situado entre los ventanales delanteros.
—No dejo de recordar cosas, unas cosas terribles —dije—. Quizá sea para huir del presente, pero Karl murió en paz, no sufrió tanto como temíamos, él, nosotros…
—Siéntate, querida —dijo Grady—. Tu hermana está decidida a hablar del tema de esta casa ahora mismo. Por lo visto se sintió ofendida por el testamento de vuestro padre, tal como me comentaste, y sostiene que tiene derecho a una parte de la venta de la casa.
Katrinka lo miró asombrada. Martin, su marido, meneó la cabeza y se volvió hacia Glenn, el marido de Rosalind, un hombre de carácter afable.
—Bien, Katrinka, cuando muera tendrá derecho a eso —respondí.
Levanté la vista. Mis palabras habían silenciado a todo el mundo. Supongo que por haber hablado de mi muerte de manera tan directa.
Katrinka se cubrió la cara con las manos y se volvió. Rosalind se limitó a pestañear.
—Yo no quiero nada —declaró con su voz grave y estentórea.
Glenn le hizo a Katrinka un áspero comentario en voz baja que suscitó una enérgica protesta por parte de Martin.
—Vayamos al grano, señoras —dijo Grady—. Triana, tú y yo ya hemos hablado de ese momento. Estamos perfectamente preparados para afrontarlo.
—¿Ah, sí? —pregunté con aire ausente. Los veía a todos. Sabía que no existía el menor peligro de que alguien vendiera la casa. No me cabía duda. Sabía cosas que todos excepto, quizá, Grady ignoraban; pero no era eso lo que me preocupaba, sino que mi violinista me había consolado cuando yo me había puesto a pensar en los muertos enterrados en la esponjosa tierra, y al parecer lo había imaginado, ¡era un producto de mi imaginación!
Había habido una conversación, sin duda prueba de mi locura. Él había dicho que quería hacerme enloquecer, pero era mentira. Lo que me había traído era un bálsamo, un ungüento, unos besos consoladores. Su música lo sabía. Su música no mentía. Su música…
Grady me tocó la mano. Martin, el marido de Katrinka, comentó que ése no era el momento oportuno, y Glenn dijo lo mismo, pero esas palabras no surtieron el menor efecto.
Señor, nacer sin talento es una tragedia, pero poseer una imaginación macabra y febril es una maldición. Miré el enorme cuadro de san Sebastián colgado sobre la chimenea. Era uno de los tesoros más preciados de Karl, el original de la lámina que él deseaba poner en la cubierta de su libro.
Atado a un árbol y traspasado por numerosas flechas, el santo mártir resultaba maravillosamente erótico.
En la otra pared, sobre el sofá, había un gran cuadro de flores. Muy parecido a Monet, según decían.
Era un cuadro que Lev había pintado para mí y me había enviado de Providence, Rhode Island, donde había impartido clases en Brown. Lev y Katrinka, Lev y Chelsea.
Katrinka sólo tenía dieciocho años. Jamás debí dejar que las cosas llegaran a ese extremo; yo tuve la culpa de que Katrinka se liara con Lev; él se sintió avergonzado, y ella… ¿qué me dijo después?, ¿que cuando una mujer estaba tan preñada como yo, que esas cosas…? No, se lo dije yo a ella, le dije que no se preocupara, que lo sentía, que yo, que él…
Alcé la vista y la miré. Aquella mujer esbelta y angustiada era muy distinta de mi solemne y silenciosa hermana Katrinka. Katrinka, que siendo una niña, había llegado un día a casa con mi madre, y ésta, borracha, había perdido el conocimiento en el porche, con las llaves en el bolso, y la pequeña Katrinka, de apenas seis años, se había quedado seis horas sentada en el porche esperando que yo llegase a casa porque le daba vergüenza pedir a alguien que la ayudara; una niña de corta edad sentada junto a esa mujer que yacía en el suelo, esperando en el porche. «Se cayó cuando nos apeamos del trolebús, pero se levantó».
¡Vergüenza, remordimientos, mutilación, dolor, vanidad!
Observé la superficie de la mesa. Vi mis manos, el talonario de vinilo azul u otro material viscoso y tremendamente resistente y feo, un talonario largo y rectangular, de lo más corriente, con los cheques bancarios en un lado y, en el otro, un pequeño librito para anotar los números de talón y las cantidades.
Soy una persona que nunca se molesta en anotar los cheques que extiendo. Sin embargo, eso carecía de importancia. No poseo ningún talento para los números ni para la música. Mozart era capaz de tocar el piano con los ojos vendados y probablemente fuese un genio de las matemáticas, pero Beethoven no era un hombre muy inteligente, era un tipo muy distinto de…
—Triana.
—Sí, Grady.
Traté de prestar atención a las palabras de Grady.
Según dijo el abogado, Katrinka quería que vendiéramos la casa y repartiésemos la herencia. Quería que yo renunciara a mi derecho a permanecer en la casa hasta que muriese —el término legal es «usufructo»—, a utilizarla hasta mi muerte, lo cual era un derecho que compartía con Faye. Pero ¿cómo iba yo a hacer eso cuando Faye había desaparecido? Grady abordó el tema empleando ciertos tecnicismos, y con su maravilloso acento sureño dijo que se habían realizado varios intentos de localizar a Faye, dando por supuesto que ella estaba perfectamente. El acento de Grady era típico en parte de la región del Misisipí y en parte de Luisiana, e invariablemente melodioso.
En cierta ocasión Katrinka me contó que una vez nuestra madre había dejado a Faye, que aún no había cumplido dos años y apenas se sostenía sentada, en la bañera y «se había quedado dormida», lo que significaba que estaba borracha. Katrinka había hallado a Faye sentada en la bañera, chapoteando alegremente, rodeada de excrementos. En fin, son cosas que ocurren, ¿no?, y además, por aquel entonces Katrinka era muy pequeña. Yo había llegado a casa rendida. Arrojé los libros de texto sobre la mesa. ¡No quería saber nada! La casa estaba oscura y fría. Mis hermanas eran demasiado pequeñas para encender los calentadores de gas, que carecían de luz piloto y eran tan peligrosos que habrían podido prender fuego a la casa. ¡Estaba helada! ¡Basta! Puesto que ellas eran tan pequeñas y la otra estaba borracha existía el peligro de que se produjera un incendio… Basta.
¡Ahora las cosas han cambiado!
—Faye está viva —musité—. Está… en alguna parte.
Nadie me oyó.
Grady ya había extendido el cheque.
Lo puso delante de mí.
—¿Quieres que diga lo que me pediste que dijera? —preguntó. Era un asunto confidencial y le agradecí su discreción.
De repente lo recordé. Claro, lo había planeado yo, furiosa y fríamente, un día oscuro y sombrío en que a Karl le resultaba doloroso incluso el simple hecho de respirar, y decidí que a mi hermana, a mi pobre y huérfana hermana Katrinka, yo le haría esto. Lo teníamos todo previsto. Se lo había dicho a Grady, quien no tuvo más remedio que seguir mis instrucciones, aparte de que lo consideraba muy prudente, y dijo que tenía que leer una breve declaración.
—¿Cuánto calcula que vale esta casa, señora Russell? —preguntó a Katrinka—. ¿Qué cantidad estimaría?
—Como mínimo un millón de dólares —contestó Katrinka, lo cual era absurdo porque en Nueva Orleans había muchas mansiones más grandes y suntuosas que estaban en venta y, para asombro de Karl, no valían esa suma. Además, Katrinka y Martin, que se dedicaba a los negocios inmobiliarios, lo sabían mejor que nadie, dado que en el centro de la ciudad poseían su propia empresa, y ésta iba viento en popa.
Miré a Rosalind. En los años sombríos Rosalind se dedicaba a leer libros y a soñar. Echaba un vistazo a nuestra madre, que estaba postrada en la cama, borracha perdida, y se metía en su habitación con sus libros. Había leído a Edgar Rice Burroughs, los relatos de John Carter of Mars. Por aquel entonces Rosalind tenía un cuerpo magníficamente proporcionado y una hermosa cabellera negra y rizada. Mis hermanas y yo no estábamos nada mal. Cada una tenía el pelo de un color distinto del de las otras.
—Triana.
Mi madre conservó su belleza hasta el momento de morir. Llamaron de la funeraria y dijeron que se había tragado la lengua. ¿Qué significaba aquello? Los primos en cuya casa había fallecido hacía varios años que no la veían, y mi madre había muerto en sus brazos, con su largo cabello castaño todavía espeso y reluciente, sin una sola cana, lo recuerdo muy bien, y su amplia frente. No es fácil ser bella teniendo una frente tan amplia, pero ella lo era. El último día, cuando bajó por el sendero, llevaba el cabello cepillado y sujeto con unas horquillas. ¿Quién la había peinado?
Mi madre sólo se había cortado el pelo muy corto en una ocasión. No obstante, eso había ocurrido hacía muchos años. Yo había regresado de la escuela. Katrinka todavía era un bebé y se pasaba el día correteando vestida con unas braguitas rosadas, como solían hacer los niños en aquella época, debido al agobiante calor del sur. A nadie se le ocurría vestir a los niños con trajes de marca. Entonces mi madre me dijo discretamente que se había cortado el pelo, que lo había vendido.
¿Qué debía decirle yo? ¿La tranquilicé asegurándole que estaba muy guapa, que no importaba? No logro recordarla con el pelo corto. Sólo al cabo de varios años comprendí que mi madre había vendido su cabello para comprar licor. ¡Dios santo!
Quise preguntar a Rosalind qué opinaba, si creía que era un pecado imperdonable no haberme despedido de nuestra madre. Sin embargo, fui incapaz de hacer algo tan egoísta. Miré a Rosalind, que observaba angustiada a Grady y a Katrinka.
Rosalind tenía sus propios recuerdos, terribles y dolorosos, que la impulsaban a beber y a llorar desconsoladamente. Un día, antes de que nuestra madre muriera, Rosalind topó con ella en los escalones de la entrada. Nuestra madre llevaba en la mano una botella plana envuelta en papel marrón, como solían hacerlo en ciertas tiendas de licor, y Rosalind la llamó «borracha», como más tarde me lo confesó entre sollozos. Yo le repetí una y otra vez: «Ella no lo sabía, te ha perdonado, lo ha comprendido, no te atormentes más, Rosalind». En esa triste historia, mi madre, que nunca se había cortado un pelo, se limitó a sonreír a la joven Rosalind, una chiquilla de sólo diecisiete años, dos más que yo.
¡Madre! ¡Me muero!
Respiré hondo.
—¿Quieres que lea la declaración? —preguntó Grady—. Querías que finiquitase el asunto. ¿Deseas quizá…?
—Una palabra moderna, finiquitar —solté.
—Estás loca —dijo Katrinka—. Estabas loca cuando dejaste que Lev se marchara… lo arrojaste en brazos de Chelsea… Estabas loca cuando cuidaste de nuestro padre; no era necesario que le administraras tantas medicinas, no hacía falta que contratases a tantas enfermeras ni que instalaras aparatos de oxígeno y gastaras hasta el último centavo de papá. No tenías por qué hacer eso; lo hiciste porque te remordía la conciencia y lo sabes. Te remordía debido a Lily… —Su voz se quebró al pronunciar el nombre de Lily.
Fijaos en sus lágrimas.
Ni siquiera en ese momento podía Katrinka pronunciar el nombre de Lily sin romper a llorar.
—Tú hiciste que Faye se marchara —prosiguió Katrinka. Tenía la cara roja, hinchada, y en ella se revelaba una expresión infantil, frenética—. ¡Y fue una locura casarte con un hombre que tenía un pie en la tumba! Fue una locura traer a un moribundo aquí; me da igual que tuviera dinero, que arreglara la casa, que… No tienes derecho, no tienes ningún derecho a hacer esas cosas…
Varias voces la hicieron callar. Katrinka tenía un aspecto desvalido. Incluso su marido, Martin, se enfadó con ella; él la intimidaba, y Katrinka no soportaba disgustarle. Qué diminuta parecía; ella y Faye eran tan menudas y delgadas que parecían las eternas huerfanitas. Me habría gustado que Rosalind se hubiera acercado a ella y la hubiera abrazado, tranquilizado. Yo era incapaz… incapaz de tocarla.
—Triana —dijo Grady—. ¿Quieres seguir adelante y hacer ahora esta declaración, tal como teníamos previsto?
—¿Qué declaración? —pregunté mirando a Grady. Era algo mezquino, cruel y terrible. De pronto lo recordé: la declaración, la importante declaración, de la que yo había escrito numerosos borradores.
Katrinka no tenía la menor idea de cuánto dinero me había dejado Karl, ni remota idea de cuánto dinero compartiría yo un día con ella, Rosalind y Faye, y yo había jurado que si ella hacía semejante atrocidad le entregaríamos un cheque, un impresionante cheque por un millón de dólares y cero centavos, redondo, y que a cambio le exigiría la promesa de que jamás volvería a dirigirme la palabra. Era un plan concebido en la parte oscura y despiadada del corazón.
Entonces Katrinka caería en la cuenta de lo estúpida que había sido. Sí, y yo la miraría a los ojos y recordaría todas las cosas crueles que me había dicho, todas las mezquindades, las bajezas odiosas que se dicen a veces las hermanas, y su afecto hacia Lev, su afán de «consolarlo» mientras Lily se moría, seguramente como Chelsea… pero no.
—Katrinka —murmuré. Miré a mi hermana. Ella se volvió hacia mí sollozando como un bebé, con el rostro encendido y pálido como la cera a excepción de las mejillas rojas, igual que una niña. Imaginaos a una niña pequeña sentada en el patio de la escuela con su madre, y que su madre está borracha y todo el mundo lo sabe, y que la niña está abrazada a ella, y luego regresa a casa con esa borracha en el trolebús y…
Un día, al llegar al hospital, me encontré con Katrinka en ese estado, roja como un tomate y llorando.
Veinte minutos antes de hacerle los análisis de sangre le han dicho a Lily lo que le iban a hacer. ¿Por qué? Este lugar es como una cámara de tortura. No era necesario que se lo dijeran veinte minutos antes de…
¡Hay que ver la de lágrimas que Katrinka había derramado por mi hija!
Lily tenía la cara vuelta hacia la pared; mi hija de cinco años, casi muerta, falleció a las pocas semanas. Katrinka la quería muchísimo.
—Grady, entrégale el cheque —dije rápidamente, alzando la voz—. Se trata de un regalo, Katrinka. Karl lo dispuso así. Podemos obviar el discurso, no tiene sentido; dale el regalo que Karl dispuso para ella.
Observé que Grady soltaba un suspiro de alivio por no tener que oír palabras ásperas y melodramáticas, aunque sabía que Karl jamás había visto a Katrinka y no había dispuesto que le entregáramos ningún regalo de su parte…
—Pero ¿no quieres que sepa que el regalo proviene de ti?
—No —susurré para que sólo Grady me oyera—. Ella no lo aceptaría, no podría aceptarlo. No lo comprendes. Dale a Rosalind su cheque, por favor —dije.
Ese cheque no conllevaba ninguna condición, sino que estaba tan sólo destinado a ser una espléndida sorpresa. Karl estimaba mucho a Rosalind y a Glenn, y les había arrendado la pequeña tienda, Rosalind’s Books and Records.
—Dile que es de Karl —le pedí—. Te lo ruego.
Katrinka se acercó a la mesa con el cheque en la mano. No dejaba de sollozar como una niña y noté lo flaca que estaba y los signos de sus forcejeos contra los estragos de la edad, como los teníamos todos. Había heredado los rasgos de la familia de nuestro padre, los Becker: ojos levemente saltones y naricilla graciosa pero ganchuda. Poseía el toque de la belleza semita, una gravedad que confería cierto atractivo a su rostro cubierto de lágrimas. Tenía el pelo rubio y los ojos azules. No paraba de temblar y de menear la cabeza. De sus ojos cerrados seguía manando un torrente de lágrimas. Mi padre le había repetido innumerables veces que, de nosotras, era la única realmente guapa.
Creo que perdí el equilibrio.
Grady se apresuró a sujetarme. Rosalind murmuró algo que no llegamos a oír debido a su falta de confianza en sí misma. Pobre Roz, tener que soportar eso.
—No puedes extender un cheque por esa cantidad —dijo Katrinka—. ¡Un millón de dólares!
Rosalind sostenía el talón que Grady había depositado en sus manos. No salía de su estupor, al igual que Glenn, que estaba junto a ella, contemplándolo como si fuera un prodigio: un cheque por un millón de dólares.
La declaración, el discurso, las palabras que había ensayado, furiosa, para dirigírselas a Katrinka —«jamás trates de ponerte en contacto conmigo ni vuelvas a pisar esta casa ni vuelvas…»— se habían evaporado.
Recordé el pasillo del hospital. Katrinka lloraba sin parar. En la habitación, el extraño sacerdote californiano bautizó a Lily con el agua contenida en un vasito de cartón. ¿Pensaba mi amado y ateo Lev que yo era una cobarde? En aquellos momentos Katrinka lloró como lo hacía ahora, derramando lágrimas sinceras por la hija que yo había perdido, nuestra Lily, nuestra madre, nuestro padre.
—Siempre fuiste… muy buena con ella —dije.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Katrinka—. ¡No tienes un millón de dólares! ¿Qué dice esta loca? ¿Qué es esto? ¿Acaso supone que…?
—Señora Russell, permítame —empezó a decir Grady. Luego me miró y, antes de que yo asintiera con la cabeza, prosiguió—: Su hermana goza de una posición muy desahogada gracias a la generosidad de su difunto esposo, quien lo decidió todo antes de su muerte y con el conocimiento de su madre; las disposiciones no incluyen testamento ni instrumento alguno de ese género, y pueden ser impugnadas por cualquier miembro de la familia Wolfstan.
»No obstante, la señora Wolfstan firmó numerosos documentos antes de morir Karl, de forma que nadie pusiera en entredicho esas disposiciones tras el fallecimiento de su hijo, y pudieran ejecutarse a la mayor brevedad. —Hizo una pausa y añadió—: No cabe la menor duda acerca de la validez y la integridad del cheque que sostiene usted en la mano. Es un regalo de su hermana que ella desea que acepte como la parte que le corresponde del posible valor de la casa, y debo decir, señora Russell, que no creo que esta vivienda, pese a su encanto, pueda venderse por un millón de dólares, a pesar de lo cual sostiene usted en la mano un cheque por esa suma, aunque, como sabe, tiene tres hermanas.
Rosalind emitió un breve gemido.
—No es necesario que lo hagas —intervino.
—Fue cosa de Karl —señalé—. Karl quiso que yo pudiera…
—Ah, sí, que fuera posible —se apresuró a decir Grady, tratando torpemente de cumplir el último encargo que yo le había hecho, al comprender que no había procedido de acuerdo con mis instrucciones y sentirse perdido por unos instantes, como si lo hubieran pillado en falta—. Fue voluntad de Karl que Triana pudiera hacer un regalo a cada una de sus hermanas.
—Escucha —terció Roz—, ¿cuánto te ha dejado? No tienes que darnos nada. No tienes que darnos nada ni a ella ni a mí ni a nadie. No es preciso… Mira, si él te ha dejado…
—No tienes la menor idea —respondí—. De veras, hay mucho dinero. Muchísimo, así de sencillo.
Rosalind se reclinó en el sillón, enarcó las cejas y observó el cheque a través de las gafas. Glenn, su alto y esbelto marido estaba boquiabierto, conmovido, asombrado, confuso por cuanto lo rodeaba.
Alcé la vista y miré a la dolida y temblorosa Katrinka.
—No te preocupes, Trink —dije—. No tendrás que volver a preocuparte por nada.
—¡Estás loca! —contestó Katrinka. Su marido le cogió la mano.
—Señora Russell —dijo Grady dirigiéndose a Katrinka—, permítame recomendarle que lleve el cheque mañana al Whitney Bank y lo ingrese en su cuenta, como haría con cualquier otro talón. Le complacerá saber que puede disponer de sus fondos de inmediato. Se trata de un regalo y no tendrá que pagar impuestos, pues está exento de ellos. Ahora bien, le agradecería que hiciera una declaración con respecto a esta casa, en el sentido de que en el futuro se abstendrá de…
—Ahora no —intervine yo—. No importa.
Rosalind se inclinó de nuevo hacia mí.
—Quiero saber cuánto te cuesta hacer esto por mí y por ella.
—Señora Bertrand —dijo Grady dirigiéndose a Rosalind—, créame, su hermana goza de una posición más que acomodada. Además, y tal vez esto consiga aclararle lo que pretendo exponer con la máxima delicadeza, el difunto señor Wolfstan también donó al museo municipal una nueva sala que estará totalmente dedicada a pinturas de san Sebastián.
Atribulado, Glenn sacudió la cabeza y dijo:
—No, no podemos aceptarlo.
Katrinka entornó los ojos como si sospechara un complot.
Traté de pronunciar unas palabras, pero me fue imposible. Hice un gesto a Grady y articulé en silencio la palabra «explícaselo». Luego me encogí abiertamente de hombros.
—Señoras —dijo Grady—, permítanme que les asegure que el señor Wolfstan dejó una importante suma de dinero a su esposa. En realidad, y para ser absolutamente francos, estos cheques no tienen la menor importancia.
El momento había pasado.
Así, sin más. Había pasado.
Nadie había pronunciado el terrible discurso dirigido a Katrinka —«coge este millón y no vuelvas…»—, ni había experimentado el amargo trance de caer en la cuenta de que su odio la había llevado a renunciar a su parte correspondiente en algo de mayor envergadura.
El momento había pasado. La oportunidad se había desvanecido.
Sin embargo, fue más desagradable de lo que yo había imaginado, porque ella me miró con odio, como si desease escupirme en la cara, aunque ambas sabíamos que no existía la menor probabilidad de que se arriesgara a perder un millón de dólares.
—Bien, Glenn y yo te damos las gracias por este regalo —dijo Roz con voz grave y solemne—. Sinceramente, jamás esperé recibir un centavo de Karl Wolfstan, y ha sido muy amable y generoso de su parte, pero ¿está seguro, Grady? ¿Nos ha dicho usted la verdad?
—Oh, sí, señora Bertrand, su hermana es una mujer rica, muy rica…
Tuve una visión de billetes de un dólar. Los vi precipitarse volando hacia mí, cada billete provisto de unas alitas. Fue una visión absurda, pero creo que por primera vez en mi vida asimilé de forma relajada lo que Grady estaba diciendo: ya no tendríamos que volver a preocuparnos por eso; esa clase de miserias ya no formarían parte de la situación; la mente podría dedicarse a pensar, serenamente y en paz, gracias a Karl y a su familia, que no había puesto el menor reparo en cumplir con la voluntad de aquél; podríamos reflexionar sobre cosas más edificantes.
—De modo que fue eso —dijo Katrinka mirándome con ojos cansados y apagados, como suele ocurrir después de muchas horas de furia.
No respondí.
—Un simple y puro arreglo económico entre tú y él —prosiguió ella—, y ni siquiera tuviste el detalle de comunicárnoslo.
Nadie dijo nada.
—Teniendo en cuenta que se estaba muriendo a causa del sida, pudiste haber tenido la decencia de hacérnoslo saber.
Negué con la cabeza. Abrí la boca, empecé a decir «no, no, qué atrocidad, lo que dices…». Sin embargo, de pronto comprendí que era la salida perfecta que cabía imaginar por parte de Katrinka, y en lugar de replicar esbocé una sonrisa que dio paso a unas sonoras carcajadas.
—No llores, querida —dijo Grady—. Todo irá bien.
—Es perfecto, es…
—¡Durante todo este tiempo —exclamó Katrinka mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas— has dejado que nos preocupáramos y nos arrancáramos el cabello! —Su voz superaba en potencia los ruegos de Rosalind de que se calmara.
—Te quiero —dijo Rosalind.
—Cuando Faye regrese a casa… —murmuré dirigiéndome a ella, como si ambas tuviéramos que ocultarnos del resto de los presentes, ante la mesa redonda del salón—. Cuando Faye regrese le encantará el aspecto que tiene ahora la casa, ¿no crees?; gracias a las reformas que hizo Karl, está verdaderamente preciosa.
—No llores.
—No estoy llorando, ¿o sí? Creí que estaba riendo. ¿Dónde se ha metido Katrinka? —pregunté al observar que varias personas habían abandonado la habitación.
Me levanté y fui al comedor, el corazón y el alma de la casa, la estancia donde muchos años antes Rosalind y yo habíamos tenido aquella pelea feroz a propósito del rosario. Dios mío, a veces creo que es el exceso de memoria lo que impulsa a la gente a beber. Mi madre debía de recordar cosas terribles. Rosalind y yo habíamos destrozado su rosario. ¡Un rosario!
—Tengo que acostarme —dije—. Me duele la cabeza, no dejo de recordar. Recuerdo cosas nefastas que no consigo apartar de mi cabeza. Quiero preguntarte algo. Roz, amor mío…
—Dime —contestó ella de inmediato. Tenía las manos extendidas, y sus oscuros ojos, fijos en mí, expresaban una profunda compasión.
—El violinista, ¿te acuerdas de él? La noche en que murió Karl había un hombre en la avenida St. Charles y…
Los otros se habían congregado bajo la pequeña araña del vestíbulo. Katrinka y Grady mantenían una furiosa discusión. Martin reprendía a Katrinka, que casi estaba chillando.
—Ah, el tipo del violín. —Roz se echó a reír—. Sí, lo recuerdo. Interpretaba a Chaikovski. Claro que, en realidad, estaba cambiándolo todo, como si con Chaikovski fuera necesario improvisar, pero él… —ladeó la cabeza— interpretaba a Chaikovski.
Avancé hacia el centro del comedor, junto con Rosalind. Ella seguía hablando… y yo no comprendía lo que decía. De hecho, era muy extraño. Pensé que se lo estaba inventando, y entonces recordé… Pero era un recuerdo muy distinto de los otros, sin el aguijón y el calor de los demás recuerdos; era pálido y se había generado hacía tiempo y, por regla general, se disipaba sin mayores dificultades o bien quedaba oculto deliberadamente bajo el polvo. No lo sabía, pero en estos momentos no luché contra él.
—Recuerdo ese picnic que organizamos en San Francisco —prosiguió Rosalind—, al que asistieron todos tus amigos beatniks y hippies, y que yo temía que nos atacaran y acabáramos flotando en la bahía de San Francisco; y entonces tú cogiste el violín y tocaste sin parar y Lev se puso a bailar. Era como si el diablo se hubiera apoderado de ti, como cuando eras una niña y tocaste aquel pequeño violín de tres al cuarto en Loyola, ¿te acuerdas? Tocaste y tocaste, pero…
—Sí, pero jamás volví a conseguirlo. Después de aquellas dos ocasiones lo intenté varias veces…
Rosalind se encogió de hombros y me abrazó.
Me volví y contemplé nuestra imagen reflejada en el espejo, no la de unas niñas hambrientas, flacas y rabiosas que se peleaban por el rosario, sino lo que éramos en ese momento: unas mujeres parecidas a las modelos de Rubens. Rosalind me besó en la mejilla. El espejo me devolvía la imagen de ambas, las dos hermanas, ella con su bonito cabello blanco y rizado, cardado y natural, que enmarcaba su rostro, su corpulenta y mullida figura envuelta en una vaporosa túnica de seda negra, y yo con mi flequillo y mi cabello lacio, mi blusa de volantes y mis brazos gruesos y horrorosos. Sin embargo, los defectos de nuestros cuerpos no tenían importancia; sólo contemplé nuestra imagen y deseé con gran fervor hallarme precisamente en aquel lugar con ella, en paz, y experimentar una gloriosa sensación de alivio, pero no pude.
Sencillamente no pude.
—¿Crees que mamá quiere que estemos en esta casa? —pregunté echándome a llorar.
—Oh, por el amor de Dios —contestó Rosalind—. ¡Qué más da! Ve a acostarte. No debiste dejar de beber; yo voy a beberme todos los días un paquete de seis cervezas. ¿Quieres que nos quedemos arriba?
—No —contesté. Rosalind conocía la respuesta a esa pregunta.
Al llegar a la puerta del dormitorio me volví y la miré.
—¿Qué pasa?
La expresión de mi rostro debió de impresionarla.
—El violinista, ¿te acuerdas?, el que tocaba en la esquina cuando Karl… Bueno, quiero decir, cuando todos…
—Sí, por supuesto que me acuerdo, ya te lo he dicho. —Rosalind insistió en que definitivamente era Chaikovski, y por la forma en que alzó la cabeza deduje que se sentía orgullosa de ser capaz de identificar la música; y, desde luego, estaba en lo cierto, o al menos eso pensaba yo. Rosalind tenía un aspecto soñador, comprensivo, dulce y amable, como si no me guardara ningún rencor, y allí estábamos las dos… sin haber envejecido.
No me sentía más vieja que cualquier otro día. No sabía qué significaba sentirse vieja. Si rezas, si el Señor te bendice, si te esfuerzas en conseguirlo, los temores y la mezquindad desaparecen.
—Mientras tú estabas en el hospital, ese tipo del violín siempre merodeaba por aquí —comentó Rosalind—. Esa noche lo vi ahí fuera, observando la casa. Quizá no le guste tocar para multitudes —añadió—. Lo hace muy bien; quiero decir que es tan bueno como cualquier violinista que haya oído en directo o en disco.
—Sí —convine—. Es muy bueno.
Esperé a que la puerta se hubiera cerrado para volver a echarme a llorar.
Me gusta llorar a solas. Al llorar experimentaba una sensación agradable, totalmente alejada de cualquier atisbo de censura; nadie me decía sí o no, nadie me perdonaba, nadie se inmiscuía.
Llora.
Me tumbé en la cama y lloré; los oí hablar ahí fuera y de pronto me sentí muy cansada, como si hubiera acarreado yo misma aquellos ataúdes hasta la fosa… Cómo fuiste capaz de irrumpir de aquel modo en la habitación del hospital y echarte a llorar delante de Lily, haciendo que ésta dijera: «¡Me estás asustando, mamá!». En ese momento, cuando llegué tarde del bar, estaba bebida, ¿verdad? Aquellos años los había pasado borracha, pero nunca demasiado, nunca hasta el punto en que no pudiera… y recordé aquel espantoso momento en que vi su carita pálida, después de haber perdido todo el cabello, calva debido al cáncer pero bonita como el capullo de una flor, y estallé en lágrimas como una estúpida. Qué crueldad, Dios bendito.
¿Dónde se encontraba aquel rutilante mar azul con su fantasmagórica espuma?
Debía de haber pasado un buen rato cuando caí en la cuenta de que él estaba tocando.
La casa permanecía sumida en el silencio.
Debió de empezar a tocar bajito, pero en esa ocasión la música contenía una dulzura puramente chaikovskiana, una elocuencia civilizada, por así decir, en lugar del horror sin paliativos de los violinistas gaélicos que me habían cautivado la noche anterior. Me concentré en la música, a medida que ésta se aproximaba, y la escuché con mayor claridad.
—Sí, toca para mí —musité.
Soñé.
Soñé con Lev y con Chelsea, soñé con nosotros, que nos peleábamos en el café mientras Lev decía: «Todo mentira, mentira», y al fin comprendí que se refería a él y Chelsea… y ella, tan trastornada, tan esencialmente buena, tan enamorada de él, lo deseaba, y era mi amiga. En ese instante acudieron a mi mente unos recuerdos espantosos, el recuerdo de las furibundas peroratas de mi padre y los lloros de mi madre en esta casa, en esta misma casa. Lloraba por nosotros, y yo no fui a verla, pero todo eso estaba imbricado en el sueño. El violín siguió sonando, insistiendo en el dolor, como sólo Chaikovski es capaz de hacer, hurgando en el tormento, en su dulzura roja como un rubí y en su intensidad.
No conseguirás hacerme enloquecer, pero ¿por qué quieres que sufra, por qué quieres que recuerde esas cosas, por qué tocas tan maravillosamente cuando me pongo a recordar?
Aquí viene el mar.
El dolor estaba imbricado en la somnolencia; el poema sobre la noche de mi madre extraído de un viejo libro: «Las flores asienten con la cabeza, las sombras se deslizan, sobre la colina aparece una estrella».
El dolor estaba imbricado en el sueño.
El dolor estaba imbricado en su música exquisita.