Me incorporé en la cama. Él se sentó a mi lado (tenía las piernas tan largas que pese a la altura del lecho de columnas pudo adoptar una postura viril) y me miró fijamente. El violín estaba mojado. Él también, y su pelo, empapado.
—¡Cómo te atreves! —repetí. Me eché para atrás, alcé las rodillas e intenté cubrirme, pero el peso de su cuerpo sobre las sábanas me lo impidió—. ¡Te metes en mi casa, en mi habitación! ¡Entras y me dices lo que debo soñar y lo que no!
Me miró asombrado y no atinó a responder. Jadeaba, el cabello le chorreaba; y el violín… ¡Por el amor de Dios! ¿Es que no sentía el menor respeto por su violín?
—¡Cállate! —dijo.
—¡Cállate tú! —le espeté—. ¡Despertaré a toda la ciudad! ¡Éste es mi dormitorio! ¿Quién eres tú para decirme en qué debo soñar!… ¿qué quieres?
Él estaba tan desconcertado que no logró articular palabra. Percibí su confusión, su consternación. Ladeó la cabeza. Entonces tuve la oportunidad de contemplarlo de cerca, de observar sus enjutas mejillas y su suave tez, los enormes nudillos de sus manos y la delicada forma de su larga nariz. A pesar de que estaba sucio y empapado, era un hombre muy guapo. De unos veinticinco años, calculaba yo, aunque era difícil asegurarlo. Un hombre de cuarenta años puede parecer mucho más joven si toma los comprimidos adecuados, sonríe como debe y acude a un buen cirujano plástico.
Volvió la mirada hacia mí.
—¿Piensas todas esas tonterías mientras estoy aquí sentado? —Su voz, profunda y enérgica, era la de un hombre joven. Si las voces tienen nombre, él era un vigoroso tenor.
—¿Tonterías? —inquirí mirándolo de arriba abajo.
Pese a estar tan flaco era un hombre fuerte; pero eso me tenía sin cuidado.
—Sal de aquí —dije—. Abandona mi habitación y mi casa ahora mismo y no vuelvas a aparecer hasta que te invite a venir. ¡Largo! Me saca de quicio que te hayas atrevido a poner los pies aquí sin mi permiso. ¡En mi propio dormitorio!
En ese momento sonaron unos golpes en la puerta y oí la voz angustiada de Althea.
—¡Señorita Triana! ¡No puedo abrir la puerta! ¡Señorita Triana!
El violinista desvió la vista hacia la puerta y luego me miró de nuevo al tiempo que mascullaba unas palabras ininteligibles. Después se pasó la mano derecha por el pelo, empapado y pegajoso. Cuando abrió los ojos del todo observé que eran enormes, y a continuación reparé en su boca, el rasgo más atractivo de su rostro, si bien ninguno de esos detalles aplacó mi furia.
—¡No puedo abrir la puerta! —repitió Althea.
Yo contesté que no pasaba nada, que no se preocupara, que necesitaba estar sola. Era mi amigo el músico. Le dije que se tranquilizara, que podía retirarse. Oí sus protestas y los sabios reproches de Lacomb, pero todo ello se desvaneció debido a mi insistencia, y por fin me dejaron sola.
Los crujidos del entarimado indicaron que se marchaba.
Me volví hacia el violinista y le espeté:
—¡De modo que la has clavado! —Me refería a la puerta, naturalmente, que ni Lacomb ni Althea habían sido capaces de abrir.
Él permaneció impávido, lo que tal vez reflejaba lo que Dios y su madre deseaban que fuera: joven, serio, sin vanidad ni doblez. Me escrutó con sus grandes ojos negros, como si fuera capaz de descubrir en los detalles más nimios de mi apariencia un secreto crucial. Su expresión no dejaba entrever amargura ni tristeza. Daba la impresión de ser un individuo sincero y curioso.
—No me tienes miedo —musitó.
—Por supuesto que no. ¿Por qué habría de temerte?
No obstante, era un farol. Por unos breves segundos experimenté temor; o no, no era temor, sino otra cosa: la adrenalina que circulaba por mis venas había disminuido y me sentía exultante.
¡Tenía ante mí un fantasma! Un fantasma auténtico. Lo sabía, estaba segura de ello, y nada ni nadie me convencerían de lo contrario. Estaba segura.
Durante mi deambular entre los muertos había hablado con recuerdos y reliquias y les había procurado las respuestas como si fueran unos muñecos que sostenía en la mano.
Sin embargo, él era un fantasma.
Entonces experimenté un inmenso alivio.
—Siempre lo he sabido —dije.
Sonreí. Era imposible definir esa convicción. Me refería a que sabía que la vida consistía cuando menos en algo más, en algo que no somos capaces de descifrar y no podemos despachar alegremente, y a que la fantasía del Big Bang y el Universo Ateo son tan poco sustanciales como las historias de la resurrección o los milagros.
—¿Creíste que ibas a asustarme? —pregunté con una sonrisa—. ¿Era eso lo que pretendías? ¿Apareces cuando mi marido está agonizando y te pones a tocar el violín para atemorizarme? ¿Además de fantasma eres imbécil? ¿Cómo iba a asustarme de una cosa así? ¿A santo de qué? Te alimentas del temor…
Me callé. No era sólo la suavidad vulnerable de su rostro, el temblor seductor de sus labios ni la forma en que se unían sus cejas cuando fruncía el ceño, aunque sin ánimo de condenar o prohibir, sino otra cosa, algo analítico y crucial que me había ocurrido. Aquel ser se alimentaba de algo, pero ¿de qué?
De inmediato comprendí que era una pregunta fatal. El corazón me dio un vuelco, lo cual siempre consigue atemorizarme. Me llevé la mano a la garganta, como si mi corazón ejecutara allí sus danzas, en lugar de hacerlo en el pecho.
—Entraré en tu habitación cuando me apetezca —murmuró. Su voz, joven, masculina y segura de sí adquirió fuerza—. No puedes detenerme. ¿Acaso crees que porque te pasas el día y la noche ejecutando esa danza macabra con tu parentela asesinada (sí, sí, sé que crees que los asesinaste a todos, a tu madre, a tu padre, a Lily y a Karl, lo que revela un estúpido y monstruoso egocentrismo, piensas que tú fuiste la causa de esas muertes espectaculares, tres de ellas muy trágicas y prematuras) puedes dominar a un fantasma, a un auténtico fantasma como yo?
—Tráeme a mi madre y a mi padre —repliqué—. Si eres un fantasma, tráemelos. Haz que regresen a la tierra. También a mi pequeña Lily. ¡Si eres un fantasma tan poderoso, tráemelos en forma de fantasmas! Conviértelos en lo que tú eres, devuélveme a Karl sin dolor, siquiera por un instante, un único y sagrado instante. Dame a Lily para que la estreche en mis brazos.
Eso le dolió. Me quedé asombrada, pero no cejé.
—Un instante sagrado —soltó él con amargura.
Sacudió la cabeza y apartó la vista, como si se sintiera decepcionado pero ante todo ofendido por mi comentario. A continuación adoptó un aire pensativo y me miró de nuevo.
Me sentí cautivada por sus manos, por la delicadeza de sus dedos y sus enjutas mejillas a la par que la radiante juventud de su rostro.
—No puedo darte eso —respondió con expresión meditabunda y respetuosa—. ¿Crees que Dios me escucha? ¿Crees que los santos y los ángeles tienen en cuenta mis plegarias?
—¿Pretendes hacerme creer que rezas? —pregunté—. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué has venido? ¿Qué haces sentado en mi lecho con esa actitud negligente y desafiante? ¿Por qué te presentas aquí? ¿Para que te vea y te oiga?
—¡Porque me da la gana! —exclamó, enfadado. Durante unos segundos me sentí conmovida por su juventud y su aire provocador—. Voy a donde quiero y hago lo que me apetece, como sin duda habrás notado. Recorrí los pasillos de tu hospital hasta que una panda de mortales idiotas organizaron tal alboroto que no tuve más remedio que emprender la retirada y esperarte aquí. Pude haber entrado en tu habitación, acostarme en tu cama.
—¿Deseas acostarte en mi cama?
—¡Ya lo estoy! —declaró. Se inclinó apoyándose en la mano derecha—. No temas, no soy un íncubo. No concebirás un monstruo por mediación mía. Quiero algo infinitamente más crítico para tu existencia que el juguetito que tienes entre las piernas. Te quiero a ti.
Lo miré estupefacta.
Furiosa, sí, todavía furiosa, pero también estupefacta.
Se echó hacia atrás y bajó la vista. Sus rodillas parecían cómodamente instaladas en el borde de mi elevado lecho. Tocaba el suelo con los pies. Los míos ni siquiera lo rozan. Soy más bien bajita.
Dejó que el cabello negro y grasiento le cayera sobre el pálido rostro, y cuando volvió a mirarme lo hizo con expresión de perplejidad.
—Pensaba que esto sería más sencillo —comentó.
—¿A qué te refieres?
—A hacer que enloquecieras —contestó, esbozando una sonrisa cruel, pero no resultaba convincente—. Creí que ya estabas loca. Supuse que… tardaría un par de días a lo sumo.
—¿Por qué demonios querías que perdiese el juicio? —inquirí.
—Me gusta hacer estas cosas —respondió. Su rostro dejó traslucir una sombra de tristeza que le hizo fruncir el entrecejo antes de recobrar la compostura—. Creía que estabas loca. Estás prácticamente… loca, como dirían algunos.
—Pero dolorosamente lúcida —repliqué—. Ése es el problema.
Yo estaba como hipnotizada. No podía dejar de observar cada detalle del espectral violinista, su vieja chaqueta, el polvo húmedo sobre sus hombros, la forma en que la expresión de sus grandes ojos soñadores se agudizaba o suavizaba de acuerdo con sus pensamientos, el modo en que de vez en cuando se pasaba la lengua por los labios como si fuera un ser humano.
De pronto se me ocurrió una idea con meridiana claridad.
—¡El sueño! El sueño que tuve sobre…
—¡No hables de eso! —exclamó. Se inclinó en actitud amenazadora, aproximándose tanto que su empapada melena cayó sobre la manta, junto a mis manos.
Reculé hacia la cabecera de la cama para hacer acopio de fuerzas y luego, con la mano derecha, lo abofeteé por dos veces antes de que él pudiera reaccionar. Después aparté la manta.
Se levantó con torpeza, mirándome con un desconcierto conmovedor.
Hice ademán de golpearlo de nuevo, pero él no pestañeó. Le di un puñetazo en el pecho, y él retrocedió unos pasos mostrando, ante un golpe tan débil, la misma indiferencia que un ser humano.
—¡El sueño provenía de ti! —grité—. El lugar que vi, el hombre con…
—No sigas, te lo advierto. —Soltó una maldición y me apuntó con un dedo mientras retrocedía. Después se irguió como un ave gigantesca—. No hables sobre ese tema si no quieres que desencadene semejante caos en tu pequeño rincón físico del mundo que maldecirás el día en que naciste… —Su voz perdió contundencia—. Crees que conoces el dolor, te sientes muy orgullosa de él… —Alzó la vista y apartó la cabeza. Levantó el violín a la altura del pecho y lo abrazó. Se arrepentía de algo que él mismo había dicho. Sus ojos escrutaron la habitación como si realmente pudiera ver—. ¡Veo perfectamente! —exclamó, enfadado.
—Quería decir como mortal; me refería a eso.
—Yo también me refería a eso —replicó.
La lluvia remitió y se tornó suave y ligera, de modo que las diversas goteras se hicieron más sonoras. Los dos parecíamos estar sumidos en un mundo anegado, pero cálido y seguro.
Yo sabía, tan claramente como que él estaba allí, que pocas veces me había sentido tan viva, que su simple presencia me había devuelto una pasión vital que no experimentaba desde hacía décadas. Mucho tiempo antes de sufrir tantos fracasos, cuando era joven y estaba enamorada, posiblemente me había sentido tan viva como en ese momento, cuando todo refulgía y era caliente al tacto.
Ni el dolor más enloquecedor contiene semejante vitalidad. Era algo más afín a la alegría, a la danza, al intenso e hipnótico poder de la música.
El violinista permaneció inmóvil como si se sintiera perdido. De pronto me miró inquisitivamente, pero apartó la vista y volvió a fruncir el entrecejo.
—¿Qué pretendes? —pregunté—. Dijiste que querías hacerme enloquecer. ¿Por qué? ¿Con qué objeto?
—Verás —se apresuró a responder el fantasma, aunque pronunció las palabras lenta y pausadamente—, me encuentro en un dilema. —Se expresaba con franqueza, enarcando las cejas y sin perder la compostura—. ¡Ni yo mismo sé qué quiero! Hacerte enloquecer… —Se encogió de hombros—. Ahora que sé lo que eres, o lo fuerte que eres, ignoro cómo expresarlo. Tal vez exista algo más satisfactorio que hacerte perder la razón, y comprendo que al respecto te sientas superior, después de haber sostenido la mano de tantos moribundos y haber observado cómo tu joven exmarido, Lev, y sus amigos coqueteaban con las drogas mientras tú te limitabas a tomar una copa de vino, temerosa de seguir su ejemplo, de tener visiones. ¡Una visión como yo! Me asombras.
—¿Una visión? —musité.
Me agarré a la columna de la cama con la mano izquierda. Temblaba de pies a cabeza y el corazón me latía violentamente. Todos esos síntomas de temor me recordaron que existía realmente algo que temer, pero ¿qué podía ser peor que lo que ya había experimentado? ¿El temor a lo sobrenatural? ¿El temor de la llamita oscilante de una vela o la sonrisa de un santo? No, creo que no.
La muerte sí me inspira temor, pero los fantasmas… ¿qué son a fin de cuentas?
—¿Cómo lograste burlar a la muerte? —pregunté.
—Eres una mujer caprichosa y cruel —murmuró el fantasma atropelladamente—. Con tu velo de cabello negro, tu rostro dulce y tus ojos enormes tienes un aspecto angelical —prosiguió. Era sincero y se mostraba dolido. Ladeó la cabeza y prosiguió—: Jamás me he burlado de nada ni de nadie. —Me miró desesperado—. Tú querías que yo apareciera, querías…
—¿Eso creíste? ¿Cuando me sorprendiste pensando en los muertos? ¿Fue eso lo que creíste? ¿A qué has venido? ¿A consolarme? ¿A hurgar en la herida? ¿Qué ha ocurrido?
Sacudió la cabeza y retrocedió unos pasos. Miró a través de la ventana posterior y al hacerlo dejó que su perfil se recortara contra la luz. Su aspecto me inspiraba ternura.
Entonces se volvió hacia mí con brusquedad.
—Sigues siendo guapa —dijo—, pese a tu edad y a estar un tanto regordeta. Tus hermanas te odian por tu bonita cara, lo sabes, ¿verdad? Katrinka, la belleza de la familia, con un cuerpo bien formado y un marido inteligente, y antes que él una lista tan larga de amantes que ha perdido la cuenta, sabe que posees un atractivo que ella jamás podrá adquirir, fabricar, pintar ni reivindicar. En cuanto a Faye, te quería, sí; de hecho, os quería a todas, pero tampoco te perdonaba tu hermosura.
—¿Qué sabes de Faye? —pregunté impulsivamente—. ¿Sigue viva? —Traté de dominarme, pero fui incapaz—. ¿Dónde está mi hermana Faye? ¿Cómo puedes hablar en nombre de Katrinka? ¿Qué sabes de ella ni de ningún miembro de mi familia?
—Sé de qué hablo —contestó él—. Veo los oscuros meandros de tu mente, conozco los sótanos donde ni tú misma has estado. En esas sombras percibo que tu padre te amó muchísimo porque eres muy parecida a tu madre, pues tienes su mismo pelo castaño y sus ojos pardos, y que una noche tu hermana Katrinka se acostó alegremente con tu joven marido, Lev.
—¡Basta! ¿Qué te propones? ¿Acaso has venido para convertirte en mi diablo personal? ¿Crees que me merezco eso? ¿Quién eres para decirme si soy o no responsable de esas muertes? ¿Cómo piensas conseguir que enloquezca? Ni tú mismo lo sabes. No hay más que verte. Tú eres el fantasma, y aun así estás temblando de miedo. ¿Qué eras cuando vivías? ¿Un joven? Quizá fueras amable por naturaleza, pero te has vuelto retorcido…
—Basta —me rogó el fantasma—. Ya te he entendido.
—¿Ah, sí?
—Pretendes decir que me ves con tanta claridad como yo a ti —respondió él fríamente—. Que el recuerdo y el temor no te harán flaquear. Reconozco que me he equivocado contigo. Parecías una niña, la eterna huerfanita, parecías tan…
—Dilo. ¿Tan débil? —pregunté.
—Estás amargada.
—Es posible —respondí—, aunque no es una palabra que me guste. ¿Por qué estás empeñado en que sienta dolor o temor? ¿Con qué objeto? ¿Qué significaba el sueño? ¿Dónde estaba ese mar?
Me miró, pálido y horrorizado. Enarcó las cejas y trató de decir algo, pero cambió de parecer; o quizá no halló las palabras para expresar lo que pensaba.
—Podrías ser muy hermosa —dijo suavemente—. Casi lo fuiste. ¿Es por esto por lo que te alimentas de comida basura y cerveza y dejas que el cuerpo que Dios te ha dado engorde como un botijo? De niña eras delgada, tanto como Katrinka y Faye, y lo eres por naturaleza. No obstante, prefieres ocultarte detrás de esa mole, ¿verdad? ¿De qué te ocultas? ¿De tu marido, Lev, a quien arrojaste en brazos de mujeres más jóvenes y seductoras que tú? Tú lo obligaste a acostarse con Katrinka.
No respondí.
Sentí en mi interior una fuerza que aumentaba por momentos. Pese a estar temblando, experimenté un impulso, una extraña excitación. Hacía mucho que no era presa de una emoción como la que sentía en ese instante, al mirarlo y advertir su perplejidad.
—Incluso eres un poco hermosa —murmuró con una sonrisa, como si lo dijera para atormentarme—. Pero ¿te convertirás en una mujer gorda y deforme como tu hermana Rosalind?
—Si conoces a Rosalind y no eres capaz de apreciar su belleza, no merece la pena que yo pierda el tiempo contigo —solté—. Faye posee una belleza que tú no puedes comprender.
Quedó boquiabierto. Luego rio con sarcasmo y me miró empecinadamente.
—Eres incapaz de reconocer el poder de una criatura tan pura como Faye tal como la recuerdo. En cuanto a Katrinka, la compadezco. Faye era lo suficientemente joven para bailar sin parar, por difícil que fuera la situación. Katrinka sabía ciertas cosas. A Rosalind la quiero con toda mi alma. ¿Qué tienes que decir al respecto?
Por el modo en que me miraba comprendí que trataba de adivinar mis pensamientos más recónditos, pero no dijo nada.
—¿Adónde conduce todo esto? —pregunté.
—En el fondo, eres una niña —respondió—, e igual de cruel y malvada. Sin embargo, también estás amargada y me necesitas, por más que lo niegues. Fuiste tú quien obligó a tu hermana Faye a irse.
—Basta.
—Cuando… te casaste con Karl la obligaste a marcharse. No fue debido a las dolorosas páginas de los diarios de vuestro padre que ella leyó después de la muerte de éste, sino a que llevaste a un nuevo amo a la casa que ella y tú compartíais…
—Basta.
—¿Por qué?
—Pero ¿a ti qué te importa todo esto, y por qué lo sacas ahora a colación? Estás calado hasta los huesos, pero no tienes frío. Tampoco tienes calor, ¿verdad? Pareces uno de esos jóvenes vagabundos aficionados al rock que siguen a los grupos famosos con una guitarra en la mano, mendigando unos centavos a la puerta de las salas de conciertos. ¿Dónde aprendiste a tocar esa música tan increíble y conmovedora…?
Él estaba furioso.
—Tienes una lengua viperina —masculló—. Soy más viejo de lo que puedas imaginar, y más experimentado que tú en el dolor. Aprendí a tocar este instrumento a la perfección antes de morir. Poseía un talento para la música que tú jamás podrías comprender pese a todos tus discos, tus sueños y tus fantasías. Cuando murió tu hijita Lily tú dormías, ¿lo recuerdas? En el hospital de Palo Alto, te quedaste dormida y…
Me tapé los oídos con las manos. Me rodeaba el olor, la luz, la habitación del hospital donde veinte años atrás había ocurrido la tragedia.
—¡No! —exclamé—. ¡Disfrutas acusándome de estas cosas! —El corazón empezó a latirme aceleradamente, pero logré dominar la voz—. ¿Por qué? ¿Qué te importo yo y qué me importas tú a mí?
—Ah, pues yo creía que eras tú quien disfrutaba.
—¿Qué? Explícate.
—Creía que eras tú quien gozaba con estas acusaciones, que disfrutabas acusándote a ti misma, que te regocijabas en ello, mezclándolo con el temor, la angustia, los escalofríos y los temblores. Creía que jamás te sentías sola, pues siempre sostenías la mano de algún ser querido que había muerto y cantabas mentalmente tus poemas de contrición, sin dejar que esos recuerdos se disiparan, alimentándolos para no afrontar la verdad: que jamás lograrás crear la música que tanto amas. El sentimiento que te inspira jamás hallará satisfacción.
Fui incapaz de replicar.
Envalentonado ante mi falta de reacción, prosiguió.
—Con esas acusaciones te sentías tan… saciada, para emplear el término que tú misma sueles utilizar. Te alimentabas con el sentimiento de culpabilidad de forma tan atroz, que supuse que me sería muy fácil hacer que perdieras el juicio, conseguir que tú… —No terminó la frase. En lugar de ello, se detuvo bruscamente. Luego se enderezó y añadió—: Debo irme. Sin embargo, regresaré cuando me plazca, puedes estar segura.
—No tienes ningún derecho. Quienquiera que te haya enviado aquí debe hacerte regresar —dije, santiguándome.
Él sonrió.
—¿Te sientes más aliviada después de esa breve oración? ¿Recuerdas el triste funeral en California por tu hija? ¿Lo tenso y fuera de lugar que parecía todo, especialmente tus amigos intelectuales de la Costa Oeste, obligados a asistir a una ceremonia tan visiblemente estúpida como un funeral de verdad en una iglesia de verdad? ¿Lo recuerdas? ¿Y al sacerdote?, aburrido y con ganas de acabar cuanto antes, pues sabía que tú nunca ibas a la iglesia antes de morir tu hija. De modo que ahora te santiguas. ¿Quieres que toque un himno para ti? El violín es capaz de interpretar música llana. No es habitual, pero puedo hallar el Veni Creator en tu mente y tocarlo, y podemos rezar juntos.
—Así que no te ha hecho ningún bien el que yo le haya rezado a Dios —contesté. Traté de que mi voz sonara enérgica y suave a la vez, y de pronunciar las palabras con convicción—. No te ha enviado nadie. Eres un espíritu errante.
Me miró perplejo.
—¡Vete de aquí! —exclamé.
—No hablas en serio —repuso encogiéndose de hombros—, y no me digas que tu pulso no está latiendo como un reloj al que le han dado demasiada cuerda. ¡Tenerme aquí hace que te sientas sumida en un éxtasis infinito! Karl, Lev, tu padre… Jamás has conocido a un hombre como yo, y ni siquiera soy un hombre.
—Eres descarado, grosero y estás sucio —dije—. Además, no eres un hombre, sino un fantasma, el fantasma de alguien joven y moralmente vulgar y desagradable.
Eso le dolió. La expresión de su rostro reflejaba un sentimiento mucho más profundo que la vanidad.
—Sí —replicó tratando de recobrar la compostura—, y tú me amas, por la música y a despecho de ella.
—Es posible —repliqué fríamente, asintiendo con la cabeza—. No obstante, también tengo un alto concepto de mí. Como has dicho, conmigo te equivocaste. He sido esposa en dos ocasiones, madre en una, y acaso huérfana, pero débil, no, y amargada, jamás. No poseo el sentimiento que requiere la amargura…
—¿Cuál?
—El de tener derecho a ser feliz, el de que las cosas deberían haber sido mejores. Así es la vida, eso es todo, y tú te alimentas de mí porque estoy viva. Sin embargo, no estoy tan carcomida por los remordimientos, ni mucho menos, como para que puedas presentarte aquí y sacarme de mis casillas. Creo que no comprendes bien el significado de los remordimientos.
—¿Ah, no? —preguntó él, sinceramente intrigado.
—El terror abismal —dije—, el mea culpa, es sólo el primer estadio. Luego sobreviene algo más duro, algo que puede convivir con los errores y las limitaciones. Lamentarse no sirve de nada, absolutamente de nada…
En ese momento fui yo quien no terminó la frase, porque los recuerdos más recientes acudieron de nuevo para entristecerme; vi a mi madre alejarse andando aquel último día (oh, madre, deja que te estreche en mis brazos) y el cementerio de St. Joseph el día de su entierro, y aquellas pequeñas tumbas de los irlandeses pobres y los alemanes pobres, y las flores amontonadas; contemplé el firmamento y pensé que eso jamás cambiaría, que esa agonía jamás desaparecería y que nunca volvería a haber luz en el mundo.
Deseché ese pensamiento y lo miré.
Él me observaba, y casi daba la impresión de que sentía dolor, lo que hizo que mi vehemencia aumentara.
Volví al tema anterior y profundicé en él, dejando a un lado todo salvo lo que deseaba transmitir.
—Creo que ya lo comprendo —dije. Me embargó una espectacular sensación de alivio, un sentimiento de amor—; pero tú no, lo cual es una pena. No lo comprendes.
Bajé la guardia por completo. Sólo pensé en lo que intentaba descifrar y no en complacerlo o disgustarlo. Todo lo que deseaba era estar cerca de él en aquello, y aquello es lo que él querría saber; si accedía a reconocerlo, quizá lo comprendiera.
—Te ruego que me ilumines —dijo con tono burlón.
Sentí un dolor indescriptible, tan vasto y absoluto que me laceraba el alma. Me dejó conmocionada. Lo miré implorante y abrí la boca para decir algo, para confiarme a él, dispuesta a tratar de descubrir en voz alta, con él, la naturaleza de aquel dolor, aquella gran sensación de responsabilidad, la convicción de que se ha causado un dolor y una destrucción innecesarios en el mundo y que el daño cometido jamás podrá remediarse ni subsanarse, y esos momentos se pierden para siempre, sin dejar rastro, tan sólo se recuerdan de forma cada vez más distorsionada y dolorosa; sin embargo, existe algo infinitamente mejor, algo mucho más significativo, algo a un tiempo abrumador y complejo que ambos, él y yo, conocíamos…
Desapareció.
Se esfumó deliberadamente y por completo, con una sonrisa, dejándome con mis emociones tensadas al límite. Lo hizo con la mala intención de que me quedase a solas con aquel momento de dolor y, peor aún, con la terrible y angustiosa necesidad de compartirlo.
Contemplé las sombras por unos instantes, el suave oscilar de los árboles en el jardín, la lluvia ocasional.
Él había desaparecido.
—Conozco tu juego —dije en voz baja—. Lo conozco.
Me acerqué a la cama, metí la mano debajo de la almohada y cogí mi rosario. Era un rosario de cristal de roca que tenía un crucifijo de plata maciza. Estaba en la cama porque la madre de Karl siempre dormía en ella cuando nos visitaba, y también mi querida madrina, la tía Bridget, cuando venía a casa después de mi matrimonio con Karl, o quizás estuviese en la cama porque era mío y yo lo había dejado allí distraídamente. Era mío, de mi primera comunión.
Miré el rosario. Después de la muerte de mi madre, Rosalind y yo tuvimos una pelea feroz.
Nos peleamos por el rosario de nuestra madre, que destrozamos, literalmente, al romperle los eslabones y las perlas falsas. Era un rosario barato, pero yo lo había confeccionado para nuestra madre y por este motivo quería quedármelo; después de destrozarlo, Rosalind me persiguió y yo le cerré la puerta en las narices con tal violencia que se le rompieron las gafas y se le clavaron en la frente. Estábamos rabiosas. Unas gotas de sangre salpicaban de nuevo el suelo.
Sangre nuevamente, como si nuestra madre aún estuviese viva, borracha, se cayera de la cama, se golpeara en la frente como había hecho en dos ocasiones contra el calentador de gas, y sangrara y dejara el suelo manchado de sangre. ¡Oh, Rosalind, mi llorosa y enfurecida hermana Rosalind! El rosario estaba roto en el suelo.
Miré el rosario e hice lo primero que se me ocurrió, un gesto infantil e impulsivo: besé el crucifijo, el pequeño y elaborado cuerpo del sufriente Jesucristo, tras lo cual volví a guardar el rosario debajo de la almohada.
Yo estaba completamente alerta, preparada para la batalla. Era como cuando bebía, aquel primer año de borracheras, cuando la cerveza se me subía divinamente a la cabeza y yo salía a la calle cantando y con los brazos extendidos.
Sentía un cosquilleo en la piel y la puerta se abrió sin el menor esfuerzo.
Los muebles y adornos del gabinete y el comedor tenían un aspecto nuevo y flamante. ¿Relucen los objetos para quienes se disponen a entrar en combate?
Althea y Lacomb estaban de pie en el otro extremo del comedor, junto a la puerta de la despensa, esperándome. Althea parecía atemorizada, y Lacomb se mostraba cínico al tiempo que curioso, como era habitual en él.
—¡Nos ha parecido oírla gritar ahí dentro! —exclamó Lacomb.
—No he necesitado ayuda. En todo caso sabía que estabais aquí.
Me volví y contemplé las manchas húmedas sobre la cama, el charco de agua en el suelo. Sin embargo, pensé que no merecía la pena preocuparles con eso.
—Creo que daré un paseo bajo la lluvia —dije—. Hace muchos años que no lo hago.
Lacomb se adelantó.
—¿Se refiere a que va a salir ahora, esta noche, con la lluvia que está cayendo?
—No tenéis que acompañarme —señalé—. ¿Dónde está mi gabardina? ¿Hace frío fuera, Althea?
Eché a caminar por la avenida St. Charles.
Caía una lluvia ligera, muy agradable. Hacía años que yo no hacía aquello, caminar por mi avenida, sencillamente pasear, como solíamos hacer a menudo de niñas o adolescentes cuando nos dirigíamos hacia el drugstore K&B para comprar un helado. Era un mero pretexto para pasar por delante de las puertas de cristal tallado de las hermosas mansiones y charlar.
Anduve un buen trecho, pasando ante las casas que conocía y los abandonados solares cubiertos de maleza donde antiguamente se alzaban las grandes mansiones. Esa calle, que habían tratado de matar mediante el progreso o el abandono, siempre parecía hallarse en una situación muy precaria, como si bastara otro asesinato, otro disparo, otro incendio para sellar su destino definitivamente.
Me estremecí al recordar el episodio de una casa en llamas. Cuando yo tenía cinco años se había quemado una casa. Era una vieja mansión victoriana que se alzaba como una pesadilla en la esquina de St. Charles y Philip; recuerdo que mi padre me había llevado en brazos «para contemplar el fuego» y que yo me había puesto histérica al ver las llamas. Por encima de la muchedumbre y los coches de los bomberos había visto una lengua de fuego tan gigantesca que parecía engullir la noche.
Traté de alejar aquel temor.
Tuve el vago recuerdo de unas personas que me humedecían la cabeza y trataban de tranquilizarme. A Rosalind le pareció algo tremendamente divertido; a mí, una revelación de tal magnitud que ni el descubrimiento de la mortalidad podía ser peor.
Se apoderó de mí una agradable sensación. Aquel viejo y espantoso temor —esta casa también se quemará— había desaparecido con mis años mozos, como muchos otros temores. Por ejemplo, el que me infundían las enormes cucarachas negras que correteaban por las aceras, ante las cuales retrocedía horrorizada. Ese miedo también había desaparecido casi por completo, al igual que las cucarachas, en estos tiempos de bolsas de plástico y mansiones heladas como neveras.
De golpe recordé lo que el violinista había dicho sobre Lev y mi hermana Katrinka: que él, mi marido, a quien yo amaba, y ella, mi hermana, a quien también amaba, se habían acostado juntos y que yo siempre me había culpado de eso. El ambiente hippy, la marihuana, el vino barato, demasiadas charlas complejas… Yo había tenido la culpa. Era una esposa cobarde y leal, profundamente enamorada. Katrinka siempre había sido más audaz.
¿Qué había dicho él, mi fantasma? Mea culpa. ¿O lo había dicho yo?
Lev me amaba. Yo lo amaba todavía. No obstante, en aquellos momentos me había sentido fea y torpe, y Katrinka era joven y fresca, y aquellos tiempos estaban marcados por la música hindú y la liberación.
Dios mío, pero ¿era real ese ser, ese hombre con el que acababa de hablar, ese violinista al que otras personas veían? Había desaparecido sin dejar rastro.
Por el otro lado de la avenida avanzaba lentamente la enorme limusina, y vi que Lacomb farfullaba unas palabras cuando asomó la cabeza por la ventanilla trasera para echar el humo de su cigarrillo.
Me pregunté qué pensaría el nuevo chófer, Oscar. Me pregunté si Lacomb deseaba conducir el coche. Lacomb no suele hacer lo que no le apetece.
Reí al ver a esos dos, mis ángeles guardianes, instalados en el gigantesco automóvil de los Wolfstan; pero al mismo tiempo ello me daba la oportunidad de ir a donde quisiera.
Es agradable ser rico, pensé sonriendo. Karl, Karl…
Era como si tratara de aferrarme a la única cosa que podía impedir que me cayera, y de pronto me detuve, «ausentándome un rato de esa monótona felicidad» para pensar sólo en Karl, cuyos restos habían sido arrojados recientemente a un horno.
—No es seguro que acabe por tener los síntomas —había dicho Karl con un tono protector—. Cuando me notificaron los resultados de la transfusión ya habían pasado cuatro años, y ahora otros dos más…
¡Oh, sí, y con mis solícitos cuidados vivirás eternamente! Si yo fuera Haendel, Mozart o alguien que supiera escribir música… o interpretarla, compondría una pieza para celebrarlo.
—El libro —había dicho yo— es maravilloso; san Sebastián, un santo enigmático, con el cuerpo traspasado por flechas.
—¿Lo crees así? ¿Conoces su historia? —A Karl le encantaba que yo le relatara las vidas de los santos.
—En aquellos primeros tiempos —le había comentado yo— nuestro catolicismo era denso y recargado y estaba tan repleto de normas que nos parecíamos a los hasidim.
¡Cenizas, ese hombre convertido en cenizas! Sería un libro para exponerlo sobre la mesa de café, un regalo navideño, una obra que no podía faltar en ninguna biblioteca que se preciara y que los estudiantes de arte acabarían destruyendo al recortar las láminas. Aun así, nosotros haríamos que viviera siempre. El San Sebastián de Karl Wolfstan.
Me sumí en un estado de melancolía, en la sensación de limitación que había tenido la vida de Karl, una vida placentera y digna, pero no plena, no una vida regalada como había soñado yo cuando me esforcé en aprender a tocar el violín, o como la que Lev, mi primer marido, seguía intentando mantener con cada poema que escribía.
Me detuve para escuchar.
No había ni rastro del violinista.
No oí ninguna música. Miré a un lado y otro de la calle. Observé los coches que pasaban frente a mí. No percibí música alguna ni el menor sonido que pudiera interpretarse como tal.
Pensé deliberadamente, con detenimiento, en él, en mi violinista, en el hecho de que con su nariz larga y estrecha y sus ojos hundidos quizás a otra persona le resultara menos seductor. Aunque tal vez no fuera así, pues tenía una boca muy bien formada y sus ojos eran enormemente expresivos, como cuando los abría como platos en señal de asombro o los entornaba como si ocultara un secreto.
Una y otra vez, los angustiosos e insoportables retazos de recuerdos me amenazaron, deslizándose por mi mente: mi padre, enloquecido, arrancándose en su agonía el tubo de plástico de la nariz y apartando a la enfermera de un empujón… Todas esas imágenes acudieron a mí como impelidas por el viento. Sacudí la cabeza. Miré alrededor. Luego sentí como si el entramado del presente deseara atraparme.
No obstante, lo rechacé.
Pensé de nuevo específicamente en él, en el fantasma, y reproduje en mi imaginación su figura alta y esbelta y el violín que sostenía, y traté de evocar, en la medida en que era capaz de hacerlo una mente tan poco musical como la mía, las melodías que había tocado. «Un fantasma, has visto a un fantasma», pensé.
Tenía los zapatos empapados y la lluvia arreció; el coche se acercó, y les dije que se fueran. Seguí caminando. Lo hice porque sabía que, mientras caminara, ni la memoria ni el sueño lograrían apoderarse de mí.
Pensé mucho en él. Recordé todo cuanto pude: que llevaba una ropa discreta que se encuentra en las tiendas de prendas de segunda mano con mayor facilidad que la ropa informal o de moda, o que era muy alto; de hecho, calculé que debía de medir un metro ochenta de estatura y recordé que yo había tenido que alzar la cabeza para mirarlo, aunque en aquellos momentos no me había sentido inferior ni intimidada por él.
Hacia la medianoche regresé a casa, y al subir por los escalones de la entrada oí que detrás de mí se paraba el coche junto al bordillo.
Althea apareció con una toalla en las manos.
—Entre, mi niña —dijo.
—Deberías estar ya en la cama —repliqué—. ¿Has visto a mi violinista? Ya sabes, a mi amigo, el músico que toca el violín.
—No, señora —contestó Althea, mientras me secaba el pelo—. Creo que lo ha ahuyentado para siempre. Dios sabe que Lacomb y yo estábamos dispuestos a derribar esa puerta, pero usted hizo lo que debía hacer. ¡Ha desaparecido!
Me quité la gabardina y se la entregué a Althea. Luego subí a la habitación del piso superior.
El lecho de Karl. Nuestra habitación, constantemente iluminada por el letrero rojo de la floristería situada al otro lado de la calle, a través de capas y capas de encaje.
Un nuevo colchón y nuevos almohadones, pero, por supuesto, ni rastro de mi marido, ni un solo cabello. Sin embargo, el armazón de madera delicadamente tallada en el que habíamos hecho el amor, la cama que Karl me había comprado en los tiempos felices, cuando el hecho de adquirir cosas le proporcionaba una gran satisfacción… ¿Por qué, por qué era tan divertido?, había preguntado yo. Me avergonzaba que aquel maravilloso mueble y aquel raro tejido me hicieran tan feliz.
Vislumbré al violinista fantasma, aunque no estaba allí. Me encontraba sola en la habitación.
—No, no has desaparecido —murmuré—. Estoy convencida de ello.
Pero ¿por qué no había de desaparecer? ¿Qué deuda tenía conmigo, un fantasma al que yo había insultado y maldecido? Además, hacía tres días que habían incinerado a mi difunto esposo. ¿O eran cuatro?
Me eché a llorar. En la habitación ya no se percibía la dulce fragancia del cabello o la colonia de Karl. No olía a tinta y papel, ni a Balkan Sobranie, el tabaco que Karl se negaba a dejar de fumar, el que mi primer marido, Lev, siempre le enviaba desde Boston. Lev. Llama a Lev. Habla con Lev.
¿Por qué? ¿A qué obra pertenecía esta frase tan evocadora?: «Pero eso ocurrió en otro país; además, “la muchacha ha muerto”».
Una frase de Marlowe que había inspirado a Hemingway y a James Baldwin y quién sabe a cuántos otros…
Murmuré una frase de Hamlet: «… el país ignoto de cuyos confines no regresa ningún viajero».
Percibí un reconfortante murmullo en la habitación, el rumor de las cortinas al agitarse, seguido por los crujidos y chirridos de las tablas del suelo que provoca la brisa al soplar sobre los ventanillos del ático.
Después reinó el silencio. Se produjo súbitamente, como si él hubiera aparecido y desaparecido teatralmente, y experimenté el vacío y la soledad insoportables de aquel momento.
Todas las convicciones filosóficas que yo había sostenido no me servían de nada. Estaba sola. Eso era peor que los remordimientos y el dolor, y quizá fuera… no, no podía pensar.
Me tumbé sobre el nuevo edredón de raso y busqué la oscuridad total del cuerpo y el alma. Destierra todos los pensamientos. Deja que la noche constituya por una vez el techo que te cubre, más allá de la cual se extiende un firmamento liso y simple, tachonado de estrellas insignificantes y meramente sugestivas. No obstante, me resultaba tan imposible poner freno a mi mente como dejar de respirar.
Me aterrorizaba la idea de que mi fantasma hubiera desaparecido para siempre. ¡Yo lo había ahuyentado! Me eché a llorar, y no paré de respirar ruidosamente y limpiarme la nariz. Me aterrorizaba la idea de no volver a verlo jamás, que hubiera desaparecido tan definitivamente como desaparecen los vivos, que yo hubiera arrojado este monstruoso tesoro a los cuatro vientos.
Dios mío, no, no, deja que regrese junto a mí. Si has decidido conservar a los otros eternamente a tu lado, lo comprendo, pero él es un fantasma, Dios santo. Deja que regrese junto a mí…
Noté que me hundía por debajo del nivel de las lágrimas y los sueños. Entonces… ¿qué puedo decir? ¿Qué sabemos cuando no sabemos y no sentimos nada? Ojalá pudiéramos despertar de esos estados de amnesia con la certeza de que la vida no encierra ningún misterio, de que la crueldad es puramente impersonal, pero no es así.
Durante varias horas dejé de preocuparme por esas cosas.
Dormí.
Es cuanto sé. Dormí y me alejé todo lo posible de mis temores y mis tragedias, aferrándome con desesperación a una súplica: «Dios mío, deja que él regrese junto a mí».
¡Qué blasfemia!