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Estaba de nuevo ante aquel mar, aquel océano límpido y azul cuya espuma indómita se convertía en unos espectros que saltaban y danzaban con cada ola que rompía en la playa. Era el hechizo del sueño lúcido. Dijo: «Sí, no puedes estar soñando, no lo estás, estás aquí». Esto es lo que el sueño lúcido siempre dice. Giras y giras en torno a él y no puedes despertar. «Es imposible que hayas imaginado esto», dice.

Sin embargo, tuvimos que renunciar a la reconfortante brisa que soplaba procedente del mar. La ventana estaba cerrada. Había llegado el momento.

Vi rosas esparcidas sobre una alfombra gris, rosas de tallo largo con los extremos introducidos en unos frasquitos sellados, con agua, para mantenerlas lozanas, rosas de pétalos oscuros y suaves, y unas voces que hablaban en una lengua extranjera que yo debía conocer pero que no entendía, una lengua creada, al parecer, específicamente para el sueño. Pues, sin duda, yo estaba soñando. Tenía que estarlo. Pero me hallaba aquí, prisionera, como transportada en cuerpo y alma hasta aquí, mientras una voz en mi interior cantaba: «No dejes que sea un sueño».

—¡Así es! —exclamó la hermosa Mariana, de tez oscura. Llevaba el pelo corto, lucía una blusa blanca que dejaba sus hombros al descubierto, un cuello de cisne y tenía la voz melosa.

Abrió las puertas de un lugar enorme. Yo no daba crédito a mis ojos. No podía creer que los objetos sólidos pudieran ser tan bellos como el mar y el cielo; y aquello… era un templo de mármol policromo.

No es un sueño, pensé. ¡No podrías soñar esto! No posees las visiones para inventarte semejante sueño. ¡Estás aquí, Triana!

Fijaos en los muros taraceados con un mármol de Carrara cremoso surcado de profundas vetas, unos paneles enmarcados en oro y los frisos inferiores de una piedra marrón oscuro, no menos pulida ni menos jaspeada ni menos prodigiosa. Fijaos en las pilastras cuadradas con sus capiteles dorados y adornadas con volutas.

Cuando llegamos a la fachada del edificio, el mármol, de color verde, está dispuesto en largas tiras a lo largo del suelo, que muestra un abigarrado dibujo. Fijaos. Advierto el antiguo diseño de llave griega. Veo los dibujos tan apreciados por romanos y griegos, que conozco, aunque no recuerde sus nombres.

Al volvernos, nos hallamos frente a una escalinata como jamás he visto. No se trata sólo de sus proporciones y su magnificencia: ¡Fijaos, oh Dios mío, en el fulgor de este mármol rosa de Carrara!

Reparad ante todo en las figuras, en los hieráticos rostros de bronce, en los cuerpos meticulosa y profundamente esculpidos, rematados por unas patas y unas zarpas de león sostenidas por peanas de ónice.

¿Quién construyó este lugar? ¿Con qué propósito?

Me llama la atención una puerta de cristal que tengo delante. Hay tanto que ver, que estoy impresionada; fijaos, tres puertas neoclásicas de cristal biselado coronadas por unos tragaluces semicirculares, unos parteluces negros divididos por radios, que constituyen unos espléndidos portales de luz, aunque el día o la noche, según el caso, no pueda filtrarse a través de ellos.

La escalinata espera. «Ven», me dice Mariana. Lucrece es muy amable. La barandilla es de mármol verde como el jade y jaspeado como el mar, con unos balaustres de un tono más claro, y todos los muros están revestidos de mármol rosa o crema enmarcado en oro.

Contemplad estas columnas redondeadas y lisas de mármol rosa, con sus capiteles dorados de hojas de acanto doblemente suntuosas, y contemplad en lo alto los arcos de medio punto de las bovedillas, entre cada uno de los cuales aparece una figura pintada; contemplad el marco con paneles que rodea la elevada vidriera de colores.

Es de día. Es la luz del día la que penetra a raudales por la vidriera. Ilumina las ninfas, que magistralmente pintadas de los paneles danzan para nosotros, al igual que la luz en el cristal. Cierro los ojos; los abro. Toco el mármol. Es real, real.

Estáis aquí. No pueden despertaros ni sacaros de aquí; este lugar es real, ¡vosotros mismos podéis comprobarlo!

Subimos por la escalinata, ascendemos rodeados por este palacio de piedra italiana y nos detenemos en el entresuelo, frente a tres gigantescos ventanales de vidrios de colores, cada uno con su diosa o su reina debajo de un arquitrabe, ataviadas con unas túnicas diáfanas y rodeadas por querubines. Cada figura sostiene en las manos una guirnalda de flores. ¿Qué símbolos son éstos? Oigo las palabras, pero, ante todo, veo; por eso me pongo a temblar.

Al final de este largo espacio de ensueño vemos una cámara oval. Contemplad estos murales, estas pinturas que casi llegan al techo. Sí, contienen una narrativa palpitante, y de nuevo aparecen las atrevidas figuras clásicas que danzan con las sienes ceñidas por una corona de laurel, exhibiendo sus formas redondas y seductoras. Poseen la magia de los prerrafaelistas.

¿Acaso no hay en este lugar fin a la combinación, a la belleza entretejida con la belleza? ¿Es que no acaban nunca las cornisas y los frisos, las molduras de lengüeta y ranura, de orgullosos entablamentos, los muros de boiserie? Debo de estar soñando.

Mariana y la otra, Lucrece, hablaban el lenguaje de los ángeles, se expresaban en esa lengua dulce y cantarina.

Yo señalé las espléndidas y doradas máscaras de aquellos a quienes amaba. Unos medallones situados en lo alto de las paredes: Mozart, Beethoven; otros… pero ¿qué es esto, un lugar para todas las canciones que he escuchado y he sido capaz de soportar sin lágrimas? El mármol reluce bajo el sol. Semejante riqueza no puede haber sido creada por manos humanas. Es el templo del Cielo.

Venid, bajemos por la escalinata; ahora comprendo, con tristeza, que debe de tratarse de un sueño.

Aunque las simas de mi imaginación son incapaces de mensurar este sueño, es improbable hasta el extremo de lo imposible.

A la izquierda tenemos el templo de mármol y música de una habitación persa de baldosas azules vidriadas, llena de elementos decorativos orientales que rivalizan en belleza y suntuosidad con el piso superior. Oh, no dejéis que despierte. Si esto puede brotar de mi mente, bienvenido sea.

No es posible que este esplendor babilónico siga a la antigua magnificencia barroca, pero me fascina.

Sobre estas columnas aparecen los antiguos toros de rostros feroces destinados al sacrificio, y mirad, la fuente, en ella aparece Darío dando muerte al león. Sin embargo, esto no es un santuario ni un monumento a los muertos o a cosas que han desaparecido.

Fijaos, en los muros hay unas estanterías resplandecientes que contienen vasos y copas elegantes. Con estos relieves decorativos han confeccionado un café. De nuevo contemplo un incomparable suelo de mosaico. Unas sillas pequeñas y gráciles rodean un gran número de mesitas. Aquí la gente charla, se mueve, camina, respira, como si diera por descontado tanta magnificencia.

¿Qué lugar es éste, qué país, qué tierra, donde el estilo y el color se conjugan de forma tan audaz, donde la convención ha sido superada por maestros de todos los oficios? Incluso los candelabros, unas grandes hojas de plata en las que se han grabado y cortado unos complicados diseños, son de estilo persa.

¡Sueño o realidad! Me vuelvo y golpeo la columna con el puño. ¡Maldita sea, si no estoy aquí, dejad que despierte! Entonces oigo una voz que me tranquiliza. Estás aquí, no lo dudes. Estás física y espiritualmente en este lugar, en esta habitación babilónica debajo del templo de mármol.

—Ven —dice al tiempo que apoya la mano en mi brazo. ¿Es Mariana o la otra belleza, la del rostro redondo y los ojos grandes y generosos, Lucrece? Ambas sienten lástima por mí y cantan en una lengua de raíz latina.

«Nuestro secreto más oscuro».

Las cosas cambian. Estoy aquí, desde luego, porque jamás soñaría esto.

No sé cómo soñarlo. Vivo para la música, para la luz, para los colores, sí, es verdad, pero ¿qué es esto, este cochambroso pasillo de baldosas blancas del que emana un olor acre, con unos suelos negros encharcados, tan sucios que ni siquiera son negros? Mirad también las máquinas, las calderas, esos gigantescos cilindros con tapas enroscadas y selladas, de aspecto siniestro, cuya pintura se cae a pedazos, entre una barahúnda que casi parece un silencio.

Parece la sala de máquinas de un viejo barco, como aquellos a los que subía en mi niñez y Nueva Orleans todavía era un puerto activo. Sin embargo, no estamos a bordo de un barco. Las proporciones del corredor son demasiado gigantescas.

Deseo regresar. No quiero soñar esta parte. No obstante, ahora sé que no es un sueño. ¡Alguien me ha traído hasta aquí! Éste es el castigo que merezco, una forma de saldar cuentas conmigo. Deseo contemplar de nuevo el mármol, el hermoso mármol color fucsia que resalta sobre los paneles laterales de la escalinata; deseo retener en la memoria a las diosas de los cristales.

Seguimos avanzando por este húmedo y hediondo pasadizo donde resuenan nuestras pisadas. ¿Por qué? Percibo olores pestilentes. Vislumbro unos viejos candados de metal, como si los hubieran dejado los soldados en un campamento abandonado, desvencijados, pegados con recortes de viejas revistas donde aparecen chicas en actitud sugestiva, y de nuevo contemplamos este vasto infierno de máquinas, que gira, se agita, hierve de ruido mientras avanzamos junto a la barandilla de acero.

—Pero ¿adónde nos dirigimos?

Mis acompañantes sonríen. Creen que es muy divertido guardar en secreto el lugar al que me conducen.

¡Una verja! ¡Una verja de hierro que nos impide pasar! Pero ¿pasar adónde? ¿A una mazmorra?

—Un pasadizo secreto —confiesa Mariana sin poder disimular su gozo—. ¡Pasa por debajo de la calle! Un pasadizo subterráneo secreto…

Trato de ver algo a través de la verja. No podemos entrar. La verja está cerrada con una cadena. Sin embargo, mirad, ahí detrás, donde brilla el agua.

—Hay alguien ahí, ¿no lo veis? Dios mío, un hombre tendido en el suelo. Está sangrando, muriéndose. En las muñecas tiene unos cortes profundos, pero las manos descansan una junto a la otra. ¿Está muriéndose?

¿Dónde se encuentran Mariana y Lucrece? ¿Acaso han remontado el vuelo hacia la bóveda del templo de mármol en que las bailarinas griegas trazan unos airosos círculos en los murales?

Estoy desconcertada.

El hedor es insoportable. ¡Dios mío! El hombre está muerto. Lo sé. No, se mueve, alza una mano, su muñeca chorrea sangre. ¡Dios mío, ayudadlo!

Mariana emite una risa suave y dulce y sus manos acarician el aire mientras dice:

—No lo veas muerto, por el amor de Dios, yace en un agua hedionda…

—… un pasadizo secreto que se extendía desde aquí hasta el palacio y…

—Escuchadme, señoras, ese hombre está ahí. Nos necesita. —Me aferré con ambas manos a la verja—. ¡Debemos entrar para ayudarlo!

La verja que nos impide el paso es como todo lo que hay en el lugar: inmensa, de hierro macizo, cubre el espacio del suelo al techo y está cargada de cadenas y candados.

«¡Despierta! ¡Me niego a seguir soñando!».

Un torrente de música se detiene bruscamente, y se hace el silencio.

Me incorporo en la cama.

—¡Cómo te atreves!