Pasé tres días en el hospital, sumida en un sueño artificial lleno de incordios y horrores.
¿Habían incinerado ya a Karl? ¿Estaban absolutamente seguros de que ya no vivía antes de meterlo en aquel horno atroz? No podía apartar esas preguntas de mi mente. ¿Había quedado mi marido reducido a cenizas?
La madre de Karl, la señora Wolfstan, de regreso de Londres, no paró de llorar junto a mi lecho por haberme dejado con su hijo moribundo. Yo le repetí una y otra vez que me había complacido atenderlo, que no debía preocuparse. Había una gran belleza en el nacimiento del nuevo niño, tan cercano a la muerte de Karl.
Sonreímos al contemplar unas fotografías del nuevo bebé que había nacido en Londres. Los brazos me dolían debido a las agujas que tenía clavadas. Todo era borroso.
—A partir de ahora no tendrás que preocuparte por nada —dijo la señora Wolfstan.
Yo sabía a qué se refería. Deseé darle las gracias, decirle que Karl ya me lo había explicado todo, pero fui incapaz de hacerlo. Me eché a llorar. ¡Cómo no iba a preocuparme! Sobre todo por las cosas que la generosidad de Karl no podía modificar.
Tenía unas hermanas a quienes quería y temía perder. ¿Dónde estaba Faye?
Yo había puesto mi salud en peligro; una persona que durante dos días flota a la deriva y subsiste gracias a unos sorbos de refresco y alguna que otra rebanada de pan somete su corazón a latidos irregulares.
Mi cuñado Martin, el marido de Katrinka, vino a verme y me informó de que mi hermana estaba muy preocupada por mí, pero que se sentía incapaz de poner los pies en un hospital.
Me hicieron unas pruebas.
Por la noche desperté bruscamente, pensando que aquello era la habitación de un hospital y Lily estaba en la cama. Yo dormía en el suelo; tenía que levantarme y comprobar si mi pequeña estaba bien. Luego tuve uno de esos recuerdos lacerantes como una arista de cristal, que me dejó conmocionada: llovía a cántaros y yo acababa de llegar, borracha, y al ver tendida en el lecho a mi hija, una niña de cinco años, calva, consumida, casi muerta, me deshice en llanto, en un torrente de lágrimas.
—¡Mamá, mamá! ¿Por qué lloras? ¡Estás asustándome, mamá!
¡Cómo pudiste hacer eso, Triana!
Una noche, bajo los efectos del Percodan, el Phenergan y otros opiáceos que me calmaban, me permitían dormir y evitaban que hiciera preguntas estúpidas sobre si la casa estaba bien cerrada y segura y qué había sido del estudio de Karl sobre san Sebastián, pensé que la maldición de la memoria es ésta: «Todo está siempre presente».
Me preguntaron si podían llamar a Lev, mi primer marido. Rotundamente no, ni se os ocurra molestar a Lev. Seré yo quien lo llame, cuando me apetezca.
Sin embargo, drogada como estaba no podía hacerlo.
Me hicieron otras pruebas. Una mañana me paseaba por el pasillo y la enfermera me llamó la atención.
—Vuelva a acostarse —me ordenó.
—¿Por qué? ¿Me ocurre algo malo?
—Cuando dejen de atiborrarla de tranquilizantes estará perfectamente —contestó—, pero hay que reducir la dosis poco a poco.
Rosalind dejó un pequeño casete portátil junto a mi cama. A continuación me colocó los auriculares y oí las suaves voces de Mozart, los ángeles que cantaban las simplezas de Così Fan Tutte, y también unas dulces voces de soprano que sonaban al unísono.
En mi imaginación vi una película: Amadeus, intensa y maravillosa, en la que Salieri, el perverso compositor admirablemente interpretado por F. Murray Abraham, impulsa a un Mozart infantil y risueño a la locura. En cierto momento, Salieri, sentado en un palco dorado y tapizado de terciopelo rojo del teatro de la ópera, contempla a los cantantes de Mozart y al diminuto, angelical e histérico director de orquesta, y la voz de F. Murray Abraham dice: «He oído la voz de los ángeles».
Así es; sin duda.
La señora Wolfstan no quería marcharse; pero ya estaba todo hecho: las cenizas se hallaban en el mausoleo Metairie, y las pruebas que me habían practicado para comprobar si padecía el sida u otras dolencias habían resultado negativas. Yo era la viva imagen de la salud y sólo había perdido un par de kilos. Mis hermanas estaban a mi lado.
—Sí, puede irse, señora Wolfstan. Sabe lo mucho que amaba a Karl. Lo amaba con todo mi corazón, y ello no tenía nada que ver con lo que él nos dio a mí y a los demás.
Nos besamos y percibí el perfume de la mujer.
Glenn insistió en que dejara de preocuparme. El libro de Karl estaba en manos de los expertos que él mismo había designado en su testamento. Gracias a Dios, no era necesario llamar a Lev, pensé. Dejad que Lev se ocupe de los vivos.
Todo lo demás estaba en manos de Grady, y Althea, mi querida Althea, se había puesto a limpiar y ordenar la casa, lo mismo que Lacomb, que pulía la plata para la «señorita Triana». Althea había colocado un montón de almohadones, tal como a mí me gustaba, en mi vieja cama situada en la espaciosa habitación del norte, en la planta baja.
No, no habían quemado el lecho matrimonial Príncipe de Gales de la habitación del piso superior, por supuesto, sino sólo el colchón y las ropas. La señora Wolfstan había hecho que el hombre tan encantador de Hurwitz Mintz llevara unos nuevos almohadones de seda lavada y unos edredones de terciopelo y creara una nueva banda de moaré adornado con un festón para el dosel de madera.
Yo regresaría a mi vieja habitación. A mi viejo lecho de arroz, con cuatro columnas esculpidas con un motivo de arroz, el símbolo de la fertilidad. La habitación de la planta baja era el único dormitorio propiamente dicho de la casa.
Eso, cuando yo estuviera lista para regresar.
Una mañana desperté y vi que Rosalind dormía junto a mi cama, sentada en uno de esos sillones con el respaldo inclinado y el asiento hundido que colocan en las habitaciones de los hospitales para los familiares que se quedan a velar al enfermo.
Yo sabía que habían transcurrido cuatro días, que la noche anterior me había comido toda la cena y que las agujas me producían la sensación de tener unos insectos clavados en el brazo. Retiré los esparadrapos, me quité las agujas, me levanté de la cama, fui al cuarto de baño, saqué mi ropa del armario y me vestí antes de despertar a Rosalind.
Ésta despertó aturdida y sacudió la ceniza del cigarrillo de su blusa negra.
—Las pruebas del sida han dado negativo —se apresuró a decir, como si se muriera de ganas de comunicármelo y no recordara que todo el mundo lo había hecho ya, mientras me miraba desconcertada a través de sus gafas, con los ojos como platos. Se incorporó y añadió—: Salvo cortarte un dedo, Katrinka exigió que te hicieran todo tipo de cosas.
—Vamos —contesté—. Larguémonos de aquí.
Recorrimos a toda prisa el pasillo desierto. Por nuestro lado pasó una enfermera que no sabía quiénes éramos ni le importaba.
—Tengo hambre —dijo Rosalind—. ¿Y tú? ¿No te apetece comer algo que no sepa a la bazofia que sirven en los hospitales?
—Sólo deseo ir a casa —respondí.
—Vas a llevarte una sorpresa muy agradable.
—¿A qué te refieres?
—Ya sabes, la tribu de los Wolfstan; te han comprado una limusina descomunal y han contratado a un nuevo chófer para ti, un tal Oscar, que sabe leer y escribir; lo digo sin ánimo de ofender a Lacomb…
—Lacomb sabe escribir —repliqué. Lo había dicho mil veces porque mi sirviente Lacomb sabe escribir, pero cuando habla utiliza el dialecto de los músicos de jazz negros y casi nadie entiende una palabra.
—… y ha regresado Althea, que no deja de parlotear e insultar a la asistenta y de ordenar a Lacomb que no fume dentro de la casa. ¿Existe alguien capaz de comprender lo que dice? ¿Sus hijos, quizá?
—Nunca lo he sabido —contesté.
—Ya verás —prosiguió Roz—. Te encantará cómo ha quedado la casa. Traté de decírselo.
—¿A quién?
En aquel preciso instante llegó el ascensor y subimos. Sentí una sacudida. Los ascensores de los hospitales son lo bastante grandes para que quepan en ellos los vivos y los muertos tendidos en una camilla y dos o tres técnicos sanitarios. Mi hermana y yo bajamos solas en aquel enorme cubículo de metal.
—¿Decir qué a quién?
Rosalind bostezó. Al cabo de unos segundos llegamos a la planta baja.
—Decir a la familia de Karl que después de producirse una defunción siempre nos vamos a casa, que siempre regresamos, que tú no querrías alojarte en un elegante apartamento del centro ni en una suite del Windsor Court. ¿Son realmente tan ricos los Wolfstan? ¿O sencillamente están locos? Me han dado dinero para que te lo entregue, y les han dado dinero a Althea, a Lacomb, a Oscar…
Se abrieron las puertas del ascensor.
—¿Ves aquel coche negro? Es el tuyo. El hombre es Oscar; te percatas del estilo, ¿no?, un chófer de la vieja guardia. Lacomb arquea las cejas a sus espaldas, y Althea se niega a cocinar para él.
—No tendrá que hacerlo —respondí esbozando una sonrisa.
Sí, conocía el estilo: una piel color caramelo algo menos clara que la de Lacomb, una voz como la miel, el pelo entrecano y gafas con montura plateada. Muy viejo, quizá demasiado para trabajar de chófer, pero muy educado y tradicional.
—Suba al coche, señorita Triana —dijo Oscar—; descanse y yo la llevaré a casa.
—Sí, señor.
En cuanto se cerró la portezuela del coche, Rosalind se relajó.
—Estoy hambrienta.
El panel de cristal que nos separaba de Oscar se elevó de inmediato, lo que nos procuró intimidad. Eso me gustó. Sería agradable poseer un coche. Yo no sabía conducir y Karl se había negado a hacerlo. Siempre había alquilado limusinas, aun para los recados más nimios.
—Roz —pregunté con la máxima delicadeza—, ¿te importaría que tu Oscar te llevase a comer después de que me hayáis dejado en casa?
—Sería fantástico. ¿Estás segura de que quieres estar sola?
—Tal como has dicho, siempre regresamos a casa. No nos escapamos. No me importa dormir en la cama de arriba, aunque nunca fue mía, sino nuestra, de Karl y mía, en la salud y en la enfermedad. A él le gustaba dormir donde el sol de la tarde penetraba por las ventanas. Me acostaré en su cama. Quiero estar sola.
—Lo suponía —repuso Roz—. Katrinka ha dejado de dar la lata por un tiempo. Grady Dubosson le enseñó un papel que decía que todo lo que Karl te había dado era tuyo; se trataba de un documento firmado en el que renunciaba a cualquier reclamación sobre la casa el día en que se mudó a ella, con lo cual Katrinka no ha tenido más remedio que callarse.
—¿Creía ella que la familia de Karl trataría de quedarse con la casa?
—Una locura por el estilo, pero Grady le enseñó la renuncia, o la cesión. ¿Cómo se dice?
—Francamente, no lo recuerdo.
—Supongo que sabes lo que Katrinka pretende en realidad.
Sonreí.
—No te preocupes, Rosalind. No te preocupes por nada.
Mi hermana se volvió hacia mí, se inclinó y adoptó una expresión seria. Luego tomó mi mano entre las suyas, a un tiempo ásperas y suaves. El coche enfiló la avenida St. Charles.
—Mira —dijo—, no te preocupes por el dinero que nos daba Karl. Su madre me puso un montón de billetes sobre la falda; además, ya va siendo hora de que Glenn se ocupe de que el negocio funcione, de vender libros y discos. —Rosalind soltó una carcajada áspera y profunda—. Será difícil, conociendo a Glenn, pero saldremos adelante por nuestros propios medios, aunque ello suponga que yo vuelva a trabajar de enfermera. No me importa.
Yo estaba distraída. Lo que decía mi hermana era irrelevante. Mantenerlos a flote sólo había costado mil al mes. Sin embargo, Rosalind no lo sabía. Nadie sabía cuánto dinero había dejado Karl, excepto, quizá, la señora Wolfstan, en caso de que hubiera valorado todos los bienes.
A través de un altavoz oculto sonó una voz educada.
—Señorita Triana, ¿desea que pasemos por el cementerio Metairie?
—No, gracias, Oscar —respondí, y reparé en el pequeño altavoz instalado junto al techo.
Tenemos nuestra sepultura, él, yo, Lily, papá y mamá.
—Sólo quiero irme a casa, Roz. Siempre has sido un amor. Llama a Glenn, ve a buscarlo, cerrad la tienda e id a comer al Commander’s Palace. Disfruta del festín del funeral en mi lugar. Hazlo por mí, ¿de acuerdo? Come por las dos.
Cruzamos la avenida Jackson. Los robles exhibían el verde primaveral de los renuevos.
Me despedí de Rosalind con un beso y pedí a Oscar que la llevase donde ella le dijera y que la esperase. Era un coche muy elegante, una limusina gigantesca tapizada de terciopelo gris, como las que utilizan las empresas funerarias.
«Pese a todo he viajado en él —pensé cuando el coche se hubo alejado—. Aunque no haya podido asistir al funeral».
Qué aspecto tan radiante tenía mi casa. Mi casa. ¡Pobre Katrinka!
Los brazos de Althea tienen un tacto como la seda negra, y cuando nos abrazamos pienso que no existe nada en el mundo capaz de lastimar a nadie. Es inútil tratar de escribir aquí lo que ella dijo, porque se expresa de forma tan ininteligible como Lacomb y apenas si pronuncia una sílaba de cada palabra, pero yo sabía que era algo como bienvenida a casa, estábamos preocupados por usted, la hemos echado mucho de menos, habríamos hecho lo que fuera durante esos últimos días, debió telefonearme, le habría lavado las sábanas, no habría tenido miedo de lavarlas, ande acuéstese un rato, deje que le prepare un chocolate caliente, mi niña.
Lacomb, un hombre bajo y calvo que habría pasado por blanco en cualquier sitio salvo en Nueva Orleans y a quien la voz siempre lo delataba, se hacía el remolón junto a la puerta de la cocina.
—¿Cómo está, jefa? La veo muy delgada. Será mejor que coma algo. Althea, ni se te ocurra prepararle una de tus porquerías. Yo mismo iré a buscarle algo, jefa. ¿Qué le apetece? La casa está llena de flores. Podría venderlas y obtener unos cuantos dólares.
Me eché a reír. Althea le leyó la cartilla mediante unas cuantas frases pronunciadas rápida y atropelladamente, con las oportunas inflexiones de voz y unos gestos más que elocuentes.
La madre de Karl había colocado una fotografía enmarcada de su hijo junto a la cama, no del esqueleto que se habían llevado, sino del hombre de ojos pardos y sonrisa franca que se había sentado a mi lado en los escalones de la biblioteca del centro a hablar sobre música, la muerte, la conveniencia de que nos casáramos; del hombre que me había llevado a Houston para asistir a la ópera y a Nueva York, que poseía todas las ilustraciones de san Sebastián realizadas por artistas italianos o de acuerdo con el estilo de éstos, o que me había hecho el amor con las manos y los labios sin permitir la menor objeción al respecto.
Su mesa de trabajo estaba limpia. Todos los papeles habían desaparecido. No te preocupes ahora de eso. Glenn te ha dado su palabra, y Glenn y Roz nunca le han fallado a nadie.
Volví a bajar por las escaleras.
—Yo habría podido ayudarla con ese hombre —dijo Lacomb.
Althea contestó que eso él ya lo había dicho varias veces, que yo había regresado a casa y que se estuviera calladito; que se entretuviese pasando la fregona por el suelo, pero que no dijera una palabra.
Mi habitación estaba limpia y en silencio, la cama abierta, y había unos delicados y fragantes lirios de Casablanca en el jarrón. ¿Cómo lo sabían? Se lo habría dicho Althea, claro. Lirios de Casablanca.
Me metí en la cama; en mi cama.
Como he explicado, esta habitación constituye el dormitorio principal de la casa y es la única alcoba propiamente dicha. Está situada en el lado de la planta baja donde el sol penetra por las mañanas, un ala octogonal que se extiende hasta la frondosa y oscura arboleda de laurocerasos que ocultan el mundo.
Es la única ala de la casa, que, por otra parte, forma un rectángulo. Las largas galerías, nuestros grandes porches que tanto nos gustan, llegan hasta esta habitación y la rodean por completo, mientras que en el otro lado de la casa se detienen ante las ventanas de la cocina.
Me encanta levantarme de la cama y acercarme al amplio ventanal que da al porche, alejado de la calle, para observar a través de las relucientes hojas de los laurocerasos una reconfortante barahúnda que no me presta ninguna atención.
No cambiaría la avenida St. Charles por los Campos Elíseos, la Via Veneto, el Yellow Brick Road ni la Autopista al Cielo. Sin embargo, a veces me gusta refugiarme aquí, en esta habitación situada en el lado oriental de la casa, o salir al porche, lo bastante lejos de la calle para que no puedan verme, y contemplar las alegres luces de los faros desfilar ante mí.
—Althea, bonita, descorre las cortinas para que pueda mirar por la ventana.
—Hace demasiado frío para abrir la ventana.
—Ya lo sé, sólo quiero ver…
—… ni chocolate ni libros ni su música ni su radio; recogí los discos que había en el suelo, lo recogí todo. Rosalind vino y me dijo que los colocara en orden, Mozart con Mozart, Beethoven con Beethoven, me enseñó dónde…
—No, sólo quiero descansar; dame un beso.
Althea se agachó y oprimió su sedosa mejilla contra la mía.
—Mi niña —dijo.
Me cubrió con dos grandes edredones de seda, sin duda rellenos de plumón —al estilo de la señora Wolfstan y de Karl, pues para ellos todo tenía que ser de plumón auténtico—, que me deleitaron con su peso ingrávido. Althea los remetió en torno a mis hombros.
—Señorita Triana, ¿por qué no nos llamó a Lacomb y a mí cuando ese hombre estaba muriéndose? Habríamos venido enseguida.
—Lo sé; os eché de menos, pero no quería asustaros.
Althea meneó la cabeza. Tenía un rostro muy bonito, mucho más oscuro que el de Lacomb, ojos grandes y hermosos y el pelo suave y ondulado.
—Vuelva la cabeza hacia la ventana —dijo— y duérmase. Nadie pondrá los pies en esta casa, se lo prometo.
Me puse de costado y, a través de la ventana, de doce paneles de cristal limpios y brillantes, miré los distantes laurocerasos y robles, el color del tráfico.
Me encantaba ver de nuevo las azaleas que crecían en el jardín, rosas, rojas y blancas, apretujándose exuberantes junto a la verja, la delicada reja de hierro recién pintada de negro y el porche limpio y reluciente.
Era fantástico que antes de morir Karl me hubiera regalado esa casa, arreglada y restaurada. Mi casa, donde todas las puertas y cerraduras funcionaban a la perfección, al igual que los grifos, de los que el agua manaba a la temperatura conveniente.
Me entretuve unos cinco minutos, o tal vez más, mirando adormecida por la ventana. Los tranvías pasaban de largo. Al cabo de un rato noté que los párpados me pesaban.
Con el rabillo del ojo distinguí una figura alta y enjuta que estaba de pie en el porche; era mi violinista, con el sedoso cabello que le caía lacio sobre el pecho.
Merodeaba junto al borde de la ventana con pantalones, como una planta trepadora, espectacularmente delgado, casi un cadáver elegante aunque pletórico de vida. El pelo negro era liso y lustroso, y esta vez no lo llevaba recogido en unas coletas, sino suelto.
Observé su oscuro ojo izquierdo, y la ceja negra, recia y espesa, sobre éste. Tenía las mejillas blancas, demasiado blancas, pero sus labios se movían animadamente, suaves, muy suaves, vivos.
Durante un minuto, sólo un minuto, sentí temor. Sabía que eso estaba mal. No, no es que estuviese mal, pero era peligroso, antinatural, imposible.
Por más que me esforzara por moverme entre el sueño y la realidad yo conocía la diferencia que hay entre ambos. Y ese hombre estaba ahí, en el porche, mirándome.
De pronto dejé de sentir temor. No me importaba. Experimenté una maravillosa sensación de indiferencia. Me da igual. ¡Ah, el divino vacío que se produce cuando desaparece el temor! Por lo demás, en aquellos momentos me pareció un punto de vista muy práctico.
Porque en cualquier caso… tanto si el desconocido era real como si era irreal… resultaba agradable y hermoso. Sentí escalofríos en los brazos. Aunque estaba tumbada, con el cabello desparramado sobre la almohada, con un brazo extendido y mirando a través de la ventana, noté que el vello se me erizaba. Sí, mi cuerpo entabló una pequeña batalla con mi mente. Cuidado, cuidado, exclamó el cuerpo. Sin embargo, mi mente es muy obstinada.
Mi voz interior sonaba fuerte y enérgica, y me maravillé de que se pudiera oír un tono dentro de la cabeza. Se puede gritar o murmurar sin mover los labios. «Toca para mí. Te echaba de menos», le dije al desconocido.
El violinista se aproximó a la ventana; por unos instantes pareció todo hombros, muy alto y delgado, con una cabellera magnífica y tentadora —deseé acariciarla y alisarla—, y me miró a través de los cristales superiores de la ventana, no como un iracundo Peter Quint de ficción que buscara un secreto más allá de mi persona, sino fijándose con precisión en lo que buscaba. En mí.
Las tablas del suelo crujieron. Alguien se dirigía hacia la puerta de mi habitación.
Althea entró de nuevo, con tanta calma como si se tratara de un momento de lo más corriente.
No me volví para mirarla. Avanzó con sigilo, igual que siempre.
La oí moverse detrás de mí y dejar una taza sobre la mesita. Percibí el aroma del chocolate caliente.
Sin embargo, no aparté la vista del forastero de anchos hombros y polvorientas mangas de lana, quien no apartó los resplandecientes ojos de mí mientras me observaba desde el otro lado de la ventana.
—Por el amor de Dios, ya está éste aquí otra vez.
El desconocido no se movió; yo tampoco.
Oí las palabras pronunciadas por Althea en un suave torrente casi ininteligible. Disculpad la traducción.
—¿Ya estás otra vez aquí —dijo—, pegado a la ventana de la señorita Triana? Qué descaro. ¿Es que pretendes darme un susto de muerte? Hace mucho tiempo que la espera, señorita Triana, y dice que quiere tocar para usted, que no dejan que se le acerque, que a usted le encanta su forma de tocar, que no puede prescindir de él. Bien, ¿qué vas a tocar ahora que la señorita Triana ha regresado? ¿Crees que podrías interpretar algo bonito, tan bonito como ella? Mírala, ¿crees que puedes animarla un poco? —Se acercó a los pies de la cama, moviendo pausadamente su corpulenta figura, con los brazos cruzados y la barbilla alzada en un gesto desafiante—. Vamos, toca algo para ella —repitió—. Puedes oírme perfectamente a través del cristal. La señorita Triana ya ha regresado, y está muy triste. Hay que ver qué pinta tienes; pues si crees que voy a limpiarte la chaqueta, estás muy equivocado.
Debí de sonreír. Debí de hundir el rostro en la almohada.
¡Althea lo había visto!
Él no me quitó los ojos de encima ni le hizo a Althea el menor caso. Su mano, apoyada en el cristal, parecía una enorme araña blanca. En la otra mano sostenía el violín y el arco. Observé las elegantes curvas oscuras de la madera.
Sonreí sin mover la cabeza. Althea se había colocado entre el desconocido y yo, de cara a mí, por lo que impedía que lo viera. Permitidme de nuevo que traduzca no tanto un dialecto sino una canción:
—No hacía más que repetir lo bien que toca y que quería tocar para usted. Dijo que a usted le encanta su música. Que lo conoce. Yo no lo vi subir al porche. Seguramente Lacomb lo vio acercarse. A mí no me daba miedo. Si usted quiere, Lacomb lo echará de aquí. No tiene más que decirlo. A mí no me molesta. Una noche estuvo tocando durante un buen rato. Le aseguro que jamás he oído una música semejante, pero pensé, Señor, la policía no tardará en venir, y sólo estábamos Lacomb y yo. Le dije que dejara de tocar, él se disgustó mucho, me miró con rabia y preguntó: «¿Es que no te gusta como toco?». Yo contesté que sí, pero que no quería oírlo. Él soltó una sarta de estupideces; dijo que sabía muchas cosas sobre mí y lo mucho que yo tenía que soportar, y siguió parloteando como un loco. Si has venido a mendigar te daremos un plato de arroz y alubias rojas que prepara Althea y morirás envenenado, le dijo Lacomb. ¡Qué le parece, señorita Triana!
Solté una carcajada, aunque no demasiado ruidosa. El forastero seguía allí; sólo distinguía una parte de su alta y enjuta figura detrás de Althea. Yo no me había movido. La tarde empezaba a declinar.
—Me encanta tu arroz con alubias rojas, Althea —dije.
Ella se paseó por la habitación ordenándolo todo; alisó el tapete de viejo encaje Battenburg sobre la mesita de noche, de pronto se detuvo por un instante para dirigir al desconocido una mirada aparentemente despectiva y luego me sonrió y apoyó su mano de satén sobre mi mejilla. ¡Dios mío, qué dulce eres! ¿Cómo podría vivir sin ti?
—No pasa nada, no te preocupes —dije—. Puedes retirarte, Althea. Le conozco, es verdad. Quizá toque algo para mí, ¿quién sabe? Descuida. Le vigilaré.
—Tiene pinta de vagabundo —murmuró Althea entre dientes, cruzando de nuevo los brazos en un gesto muy elocuente al salir de la habitación. Siguió hablando y componiendo su propia canción. Ojalá supiera traducir para la posteridad su rápida verborrea, en la que omitía numerosas sílabas, y sobre todo su entusiasmo y sabiduría infinitos.
Hundí la cabeza en la almohada; coloqué un brazo debajo de ésta y me instalé cómodamente, sin dejar de mirar al hombre apostado al otro lado de la ventana, observándome a través de los cristales.
Se oyen canciones por doquier, en la lluvia, en el viento, en el gemido de los que sufren.
Althea cerró la puerta. Oí un doble clic, lo que tratándose de una puerta de Nueva Orleans, invariablemente deformada a causa de la humedad, significaba que Althea la había dejado bien cerrada.
Por la habitación se extendió de nuevo el silencio, como si en ningún momento se hubiera visto perturbado. El incesante estrépito de la avenida alcanzó un sonoro crescendo.
Detrás de mi amigo —que seguía observándome con sus ojos negros y en cuya boca no se adivinaba la menor sonrisa—, el coro de pájaros, que nunca deja de sorprenderme, cantaba como todos los días a última hora de la tarde. El tráfico difundía su alegre bullicio.
El violinista desplazó su alta y desgarbada figura hacia el centro de la ventana. Llevaba una camisa blanca, sucia y desabrochada; el oscuro vello de su pecho parecía una sombra. También lucía un chaleco de lana negro abierto, pues había perdido todos los botones.
Eso es lo que creo haber visto.
El desconocido se aproximó aún más a la ventana de doce vidrios. Qué delgado, quizás estuviera enfermo. ¿Como Karl? Sonreí al pensar que podía repetirse la misma historia. Pero no, eso era agua pasada, y él estaba vivo, muy alejado de la innegable debilidad de la muerte. Me dirigió una mirada de reproche, como diciendo «tú sabes que no es así». Después sonrió, y sus ojos despidieron un resplandor aún más radiante y misterioso mientras me contemplaba con aire posesivo.
Tenía la frente pálida y huesuda, pero ello confería a sus ojos su bella y enigmática profundidad; su negra y espesa cabellera enmarcaba sus sienes dotándolo de una imponente belleza a pesar de su extremada delgadez. Sus manos parecían arañas. Acarició los vidrios superiores de la ventana con la mano derecha, dejando en el polvo unas huellas que distinguí bajo la caprichosa luz del atardecer, mientras el jardín, con sus densos laurocerasos y sus grandes magnolias, se movía y respiraba sacudido por la brisa y el tráfico.
Los puños blancos de su camisa estaban sucios, y llevaba la chaqueta tan cubierta de polvo que más que negra parecía gris.
Cambió lentamente de expresión. La sonrisa había desaparecido, pero el semblante no dejaba entrever hostilidad alguna. Antes yo había advertido en él cierto aire de secreta superioridad, pero su expresión era franca y abierta.
Su rostro reflejaba un sentimiento de ternura y perplejidad que al cabo de un instante dio paso a una expresión de ira. A continuación asumió un aire de tristeza profunda, íntima, como si temiera perder el control del pequeño espectáculo fantasmagórico que se desarrollaba en el porche. Dio un paso atrás. Oí crujir el entarimado. Mi casa revela el menor movimiento.
Entonces el desconocido se esfumó sin más. Desapareció de la ventana y del porche. No oí sus pasos más allá de los postigos del otro extremo. Yo sabía que no estaba ahí, que se había ido; estaba convencida de que se había evaporado.
Mi corazón latía con fuerza.
¡Ojalá no tocara el violín!, pensé. Quiero decir, gracias a Dios que es un violín, porque no existe en el mundo ningún sonido parecido a él, es como si…
Mis palabras se desvanecieron.
Oí una música tenue de su instrumento.
Mi amigo no se había alejado demasiado. Había elegido un rincón oscuro y retirado del jardín, en la parte trasera, cerca de la fachada posterior de la vieja capilla en la calle Prytania. Los terrenos de mi casa limitan con los de la capilla. La manzana nos pertenece a nosotros, a la capilla y a mí, desde Prytania hasta St. Charles a lo largo de la calle Tres. Por supuesto, la manzana tiene otro lado, en el que se alzan otros edificios, pero esta amplia mitad es nuestra, y el violinista sólo había retrocedido hasta donde crecen los vetustos robles, detrás de la capilla.
Sentí deseos de llorar.
Por unos segundos el dolor de su música y mis sentimientos se unieron de forma tan inextricable que creí que sería incapaz de soportarlo. Sólo un idiota no habría cogido una pistola y, tras introducirla en su boca, habría apretado el gatillo, una imagen que me había atormentado con frecuencia en mi juventud, cuando era una alcohólica sin remisión, y más tarde casi continuamente, hasta que apareció Karl.
Era una canción gaélica, escrita en un tono menor, profunda, intensa y rebosante de desesperación paciente y anhelos vanos; tenía el sonido típico de una melodía irlandesa interpretada por un violín, la oscura armonía de las cuerdas inferiores pulsadas conjuntamente en un lamento que sonaba más nítidamente humano que cualquier sonido emitido por un niño, un hombre o una mujer.
Se me ocurrió —un gran pensamiento abstracto, incapaz de cobrar forma en esa atmósfera creada por una música bellísima, lenta y acariciadora— que el poder del violín se basaba, precisamente, en emitir un sonido más humano que el producido por los humanos, ya que hablaba de una forma que nos está vedado utilizar. Por cierto, eso es lo que las reflexiones de los sabios y la poesía siempre han tratado de transmitir.
Se me llenaron los ojos de lágrimas al escuchar la canción del violinista, esa antigua y a la vez nueva música gaélica, esa dulce escala ascendente que sin que haya forma de evitarlo cae en un testimonio infinito de resignación: un dolor que inspira una ternura enorme, una comprensión perfecta.
Volví la cabeza sobre la almohada. La música era prodigiosamente clara. Todos los vecinos debían de oírla, y los transeúntes, y Lacomb y Althea, que estarían sentados a la mesa de la cocina jugando a los naipes o a los epítetos; era una música capaz de arrullar a los pájaros.
El violín, una y otra vez.
Imaginé un día estival de hacía unos treinta y cinco años. Yo llevaba mi violín en el estuche y lo sostenía entre mi cuerpo y Gee, que me llevaba en su moto, mientras yo lo agarraba por la cintura procurando que el instrumento no sufriera daño alguno. Vendí el violín por cinco dólares a un hombre en la calle Rampart.
—Pero si me lo vendió por veinticinco dólares —objeté—, y de eso hace sólo dos años.
Mi violín desapareció junto con su estuche negro; los músicos deben de ser los principales clientes de las casas de empeños. El local estaba lleno de instrumentos musicales en venta; o puede que la música atraiga a muchos soñadores amargados como yo, llenos de planes grandiosos pero desprovistos de talento.
Yo sólo había tocado un violín dos veces, hacía… ¿aproximadamente treinta y cinco años? Salvo una ocasión en que había estado ebria y sufrido la correspondiente resaca, jamás había vuelto a tocar otro violín ni había experimentado el anhelo de acariciar la madera, las cuerdas, la resina, el arco; jamás.
Pero ¿por qué me molestaba pensar ahora en esas cosas? Se trataba de una vieja frustración de adolescente. Había visto al gran Isaac Stern interpretar el Concierto para violín de Beethoven en el Auditorio Municipal. ¡Deseaba crear esos espléndidos sonidos! Quería ser aquella figura que se movía sobre el escenario al son de la música. ¡Deseaba cautivar al público! En ese momento anhelaba crear sonidos como aquéllos, traspasar los muros de la habitación…
Era el Concierto para violín de Beethoven, la primera obra de música clásica que más tarde llegué a conocer íntimamente gracias a los discos de la biblioteca.
Me convertiría en Isaac Stern. ¡Lo deseaba con toda el alma!
¿Por qué pensar en eso? Hacía cuarenta años que sabía que no estaba dotada para la música, carecía de oído, era incapaz de distinguir las negras y no poseía la habilidad ni la disciplina necesarias; los mejores maestros de música me lo habían dicho con la máxima delicadeza.
Además, había tenido que soportar que mi familia exclamara al unísono: «¡Triana hace unos sonidos horribles con el violín!». Por no mencionar el áspero comentario de mi padre acerca de que las clases resultaban demasiado caras, sobre todo para una persona tan indisciplinada como yo, aparte de holgazana y errática por naturaleza.
Eso debería de ser fácil de olvidar.
¿Es que no se han abatido sobre mí suficientes tragedias desde entonces, después de perder a mi madre, a mi hija, a mi primer marido, a Karl hace unos días; de asistir al paso inexorable del tiempo, a la comprensión cada vez más profunda…?
No obstante, cuán nítidamente veo aquel día tan lejano, el rostro del prestamista, mi último beso al violín —mi violín— antes de que se deslizara sobre el cochambroso mostrador de la casa de empeños, los cinco dólares.
Pamplinas. Llora por no ser alta, por no ser delgada y elegante, por no ser guapa, por no tener una buena voz o la necesaria determinación para llegar a tocar el piano con la destreza que requieren los villancicos.
Había cogido los cinco dólares y, tras añadir cincuenta con la ayuda de Rosalind, me había marchado a California. No quería seguir estudiando. Mi madre había muerto. Mi padre había encontrado una nueva amiga, una protestante con quien «almorzar de vez en cuando» y que preparaba unas comidas copiosas para mis pequeñas y abandonadas hermanas.
«¡Jamás te ocupaste de ellas!».
Basta, no quiero pensar en aquella época ni en la pequeña Faye ni en Katrinka la tarde en que partí; Katrinka se mostró indiferente, pero Faye sonreía y me lanzaba besos… No, no quiero, no puedo. Me niego.
De acuerdo, toca tu violín para mí, pero yo me olvidaré cortésmente del mío.
Limítate a escucharlo.
¡Parece como si el muy cabrón estuviera discutiendo conmigo! Concebida en la tristeza y destinada a ser tocada con tristeza, la canción nunca se acababa, y hacía que ésta se convirtiera en algo muy dulce, legendario, o ambas cosas.
El mundo del presente se desvaneció. Yo tenía catorce años. Isaac Stern tocaba sobre el escenario. Las notas del gran concierto compuesto por Beethoven ascendían y descendían bajo las arañas del auditorio.
¿Cuántos niños había presentes aquel día, escuchando embelesados? ¡Dios mío, qué daría yo por tocar como Isaac Stern! ¡Por ser capaz de hacer lo mismo…!
Me parecía algo inverosímil haber alcanzado la edad adulta y haber vivido una vida, haberme enamorado de mi primer marido, Lev, haber conocido a Karl, que éste hubiera vivido y fallecido, o que Lev y yo hubiéramos perdido una niña llamada Lily, que yo hubiera estrechado a una criatura tan pequeña entre mis brazos mientras la pobrecilla sufría, calva, con los ojos cerrados… ¡Ah, no, es absurdo seguir adelante cuando el recuerdo se convierte en un sueño!
Debe de existir una legislación médica que lo prohíba.
Parecía imposible que hubiera ocurrido algo tan terrible como ver a aquella niña de cabellos dorados morir consumida por el sufrimiento, oír gritar a Karl, Karl, que jamás se quejaba, o ver a mi madre en el camino de entrada a la casa suplicando que no se la llevaran aquel último día, y que yo, su egocéntrica hija de catorce años, no me diera cuenta de que jamás volvería a sentir sus cálidos brazos, a besarla, a decir, madre, pase lo que pase, te quiero, te quiero. Te quiero.
Mi padre se había incorporado en el lecho, luchando contra los efectos de la morfina, y había exclamado, horrorizado: «¡Me muero, Triana!».
Mirad qué pequeño es el pequeño ataúd blanco de Lily que reposa en el cementerio de California. Miradlo. En California fumábamos hierba, bebíamos cerveza y leíamos versos en voz alta. Éramos beatniks, hippies que iban a cambiar el mundo, padres de una niña tan tocada por la gracia que la gente se paraba —incluso después de que el cáncer hubiera hecho presa en ella— para admirar su bonita cara redonda. Contemplé de nuevo la escena más allá del tiempo y el espacio y vi a aquellos hombres introducir el pequeño ataúd blanco en una caja de madera de secuoya y bajar ésta a la fosa, aunque no cerraron la tapa con clavos.
El padre de Lev, un tejano fornido y amable, cogió un puñado de tierra y lo arrojó a la fosa. La madre de Lev no dejaba de llorar. Luego, los demás echaron también un poco de tierra —se trataba de una costumbre que yo desconocía—, mientras mi padre observaba con expresión solemne. ¿En qué estaba pensando?: un castigo por tus pecados, por haber abandonado a tus hermanas, por haberte casado fuera de tu Iglesia, por dejar que tu madre muriera sola y sin cariño.
¿Pensaba acaso en cosas más triviales?
Lily no era una nieta por la que mi padre sintiera adoración. Los separaban tres mil quinientos kilómetros, y la había visto pocas veces antes de que el cáncer la atacara y se llevara sus largos cabellos dorados e hiciese que sus mejillas se volvieran fofas e hinchadas, si bien no existía pócima en el mundo capaz de empañar el brillo de su mirada o mitigar su valor.
Tu padre ya no importa, ni importa a quién amara o dejara de amar.
Me volví en la cama, aplastando la almohada bajo el peso de mi cabeza, asombrada de que, aunque tuviera la oreja izquierda sepultada en el mullido plumón, pudiera seguir oyendo la música del violín.
Estás en casa, en tu hogar, y algún día ellos regresarán a su hogar. ¿Qué significa eso? No tiene por qué significar nada. Solamente tienes que musitarlo… o cantar, cantar una canción sin palabras con su violín.
Entonces comenzó a llover.
Mi más sincero agradecimiento.
La lluvia caía.
Como pude haber deseado, la lluvia caía sobre las viejas tablas del porche y el desvencijado techo de hojalata que cubría el dormitorio; batía sobre las amplias repisas de las ventanas y se deslizaba a través de las grietas.
Sin embargo, el violinista siguió tocando, con su pelo y su violín de satén. Tocaba como si desenrollara en la atmósfera una cinta de oro tan fina que, en cuanto la gente la hubiera oído, comprendido y amado, se desvanecería como la bruma y bendeciría al mundo entero con una minúscula fracción de resplandeciente gloria.
«¿Cómo puedes sentirte tan satisfecha —me pregunté— yaciendo entre estos dos mundos? ¿Entre la vida y la muerte? ¿Entre la locura y la cordura?».
Su música continuó sonando; las notas fluían graves, profundas y anhelantes antes de remontarse de nuevo.
Cerré los ojos.
El violinista se lanzó a una danza vertiginosa, con entusiasmo y disonancia y total seriedad. Tocaba con una energía y un ardor tales que supuse que no tardaría en aparecer alguien para protestar. Era lo que la gente llama la música del diablo.
No obstante, la lluvia siguió cayendo y nadie detuvo al violinista. Nadie podía hacerlo.
¡Me sobresalté! De pronto se me ocurrió que me encontraba en casa, a salvo, y la lluvia rodeaba la habitación octogonal como un velo; pero no estaba sola.
«Ya te tengo», le susurré en voz alta, aunque por supuesto él no se hallaba en la habitación.
Habría jurado que lo oí reírse, lejos y al mismo tiempo cerca. Él dejó que lo oyera.
La música no rio; estaba obligada a seguir su ronco, entonado y furioso curso, como si pretendiera ahuyentar a un grupo de personas que bailaran en el prado, cansadas y enloquecidas. Sin embargo, él se echó a reír.
Empecé a quedarme dormida, pero no me hundí en ese sueño negro sin principio inducido por las drogas que administran en los hospitales, sino en un sueño real, profundo y dulce, mientras la música se elevaba, se tensaba y a continuación lanzaba un monumental torrente para indicarme que me había perdonado.
Tuve la sensación de que la lluvia y la música me matarían, que moriría silenciosamente, sin protestar. No obstante, sólo soñé, y me deslicé hacia un escenario totalmente imaginario que parecía haber estado aguardándome.