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Cava profundamente, alma mía, para hallar el corazón, la sangre, el calor, el santuario y el lugar del reposo. Cava profundamente en la tierra húmeda hasta alcanzar el lugar donde yacen aquellos a quienes amo: ella, mi madre, con su cabello oscuro y suelto, sus huesos que hace tiempo rodaron hacia el fondo de la tumba a medida que otros ataúdes venían a ocupar su lugar; pero en este sueño los dispongo alrededor de mí para abrazarlos como si ella estuviera aquí: mi madre, vestida con un traje rojo, con su pelo negro, y mi padre, fallecido hacía poco, cuya piel probablemente aún parecía de cera, enterrado sin corbata, como era su deseo; yo se la quité allí mismo, junto al ataúd, y le desabroché la camisa, consciente de lo mucho que detestaba las corbatas, y sus brazos y sus piernas estaban intactos debido a los fluidos que debieron de inyectarle en la funeraria, o quién sabe, quizás en su interior comenzaban a ser devorados por las tiernas bocas de la tierra que habían acudido a llorar, comer y luego retirarse, y ella, la más pequeña, mi hermosa criatura, calva debido al cáncer, pero bella como un ángel que ha nacido pelón y perfecto; pero dejad que le devuelva la larga cabellera dorada que perdió a causa de las drogas, un cabello muy fino que yo cepillaba amorosamente, rubio rojizo, la niña más bonita del mundo, carne de mi carne, mi hija, muerta hace tantos años que si viviera ya sería mujer…

Cava profundamente… dejadme que yazga con vosotros, aquí, todos juntos.

Acostaos con nosotros, con Karl y conmigo. ¡Karl ya es un esqueleto!

La tumba está abierta y todos yacemos juntos y felices. No existen palabras para describir una unión tan tierna y total como ésta, nuestros cuerpos, nuestros cadáveres, nuestros huesos, juntos en divina armonía.

No conozco separación de nadie. Ni de mi madre ni de mi padre ni de Karl ni de Lily ni de los vivos ni de todos los muertos que yacemos unidos —en familia— en esta húmeda y vieja sepultura, en este lugar privado y secreto que sólo nos pertenece a nosotros, en esta cámara subterránea de tierra donde nos pudriremos y mezclaremos al tiempo que acuden las hormigas, al tiempo que nuestra piel se enmohece.

Eso no importa.

Lo importante es yacer juntos, sin ningún rostro olvidado, con la risa de cada uno de nosotros tan clara como cuando sonaba hace veinte años o incluso el doble, una risa cantarina como la música de un violín espectral, indefinido, perfecto, nuestra risa, nuestra música, que cohesionaba mentes y almas y nos vinculaba para siempre.

Cae suavemente sobre esta profunda, mullida, secreta y acogedora tumba, mi cálida y cantarina lluvia. ¿Qué es esta tumba sin la lluvia? Nuestra dulce lluvia del sur.

Cae delicadamente con unos besos para no dispersar este abrazo en el que vivimos, yo y ellos, los muertos, como si fuéramos una sola persona.

Esta fosa es nuestro hogar. Dejad que las gotas caigan como lágrimas musicales, más sonido y arrullo que agua, pues no deseo que nada altere este lugar, dulce y radiante, sino yacer eternamente entre vosotros. Lily se acurruca junto a mí y mi madre deja que apoye mi rostro en su cuello; todos formamos una sola persona, y Karl nos rodea con sus brazos, al igual que mi padre.

Venid, flores. No es necesario diseminar los tallos rotos o los pétalos escarlata. No es necesario llevarlos en unos grandes ramos sujetos con cintas brillantes.

La tierra agasajará esta sepultura; aportará su hierba silvestre y pequeña, sus sencillos ranúnculos, margaritas y amapolas que se agitan bajo la brisa, de color azul, amarillo y rosa, las suaves tonalidades del exuberante, descuidado y eterno jardín.

Dejad que me acurruque junto a vosotros, que yazga en vuestros brazos, que me asegure de que ningún signo externo de muerte signifique tanto para mí como el amor y el hecho de que hayamos vivido, vosotros y yo, anteriormente; todos estábamos vivos, pues en estos momentos no deseo hallarme en ningún otro lugar sino aquí, con vosotros, en esta lenta, húmeda y segura corrupción.

¡Que la conciencia me siga hasta este lugar, hasta este abrazo definitivo es un don! Tengo una relación íntima con los muertos; sin embargo, el hecho de estar viva me permite ser consciente de ello y disfrutarlo.

Dejad que los árboles extiendan sus ramas para ocultar este lugar, que formen sobre mis ojos una red densa y tupida, no verde sino negra, como si hubiera atrapado la noche en ella, ocultándonos de las últimas miradas indiscretas, en nuestro lugar privilegiado, mientras la hierba crece y se hace alta, de forma que podamos estar solos, yo y vosotros, las personas a quienes yo adoraba y sin las cuales no podía vivir.

Hundíos. Hundíos profundamente en la tierra. Sentid el modo en que la tierra os rodea. Dejad que los terrones sellen nuestra quietud. No deseo otra cosa.

Y ahora, unida a vosotros y a salvo, puedo decir: «Al diablo con todo aquello que trate de interponerse entre nosotros».

Venid, oigo pasos de desconocidos en las escaleras.

Forzad la cerradura, sí, romped la madera, arrancad las cañerías, llenad el aire de humo blanco. No lastimáis mis brazos, pues no estoy aquí, sino en la tumba; lo que perturbáis es una imagen mía, furiosa, rígida. Sí, como veréis, las sábanas están limpias, ¡yo misma habría podido decíroslo!

Amortajadlo, amortajadlo con las sábanas, me importa un bledo; como veis no hay una sola gota de sangre, nada virulento que pueda contagiaros, pues él no murió debido a unas llagas purulentas, sino que se consumió por dentro como suele ocurrirles a quienes padecen el sida, de forma que hasta el mero hecho de respirar le dolía. ¿Qué podéis temer ya de él?

No estoy con vosotros ni con quienes formulan preguntas sobre la hora, el lugar, la sangre y la cordura y los números a los que conviene llamar; soy incapaz de responder a quienes desean ayudar. En mi sepultura estoy a salvo.

Oprimo los labios contra el cráneo de mi padre. Cojo la mano de ébano de mi madre. ¡Dejad que os abrace!

Aún percibo la música. Ah, Dios, que este solitario violinista consiga traspasar la alta hierba, la lluvia y el denso humo de la noche imaginada, la prevista oscuridad, para llegar junto a mí e interpretar su melancólica canción, para dar voz a las palabras que hay dentro de mi cabeza, mientras la tierra se vuelve cada vez más húmeda y todas las cosas que habitan en ella no parecen sino naturales y benéficas e incluso un poco hermosas.

Toda la sangre, excepto la mía, ha desaparecido por completo en nuestra oscura y dulce sepultura, y en nuestra madriguera de tierra sangro con la misma facilidad con que suspiro. Si por el motivo que fuere necesitaran sangre, tengo suficiente para todos nosotros.

El temor no llegará hasta aquí; ha desaparecido. Agitad las llaves y apilad las tazas. Dejad los cacharros de cualquier manera en la cocina de abajo. Llenad la noche con el sonido de sirenas si así lo deseáis. Dejad que el agua siga manando, llenad la bañera. No os veo ni os conozco.

Los pequeños problemas no pueden llegar hasta aquí, a esta sepultura en que yacemos. El temor ha desaparecido, al igual que la juventud y la vieja angustia que experimenté cuando vi cómo os sepultaban en la tierra, un ataúd tras otro: el de mi padre, de madera fina; el de mi madre, no lo recuerdo; el de Lily, muy pequeño y blanco… y también estaba el anciano caballero que no quería cobrarnos un centavo porque Lily sólo era una niña. No, todos esos problemas han desaparecido.

La angustia nos impide oír la música verdadera, no nos permite rodear con los brazos los huesos de aquellos a quienes amamos.

Ahora estoy viva y con vosotros, y por primera vez comprendo qué significa realmente el teneros siempre a mi lado.

¡Padre, madre, Karl, Lily, abrazadme!

Parece un pecado pedir compasión a los muertos, a quienes murieron aquejados de dolores atroces, a quienes no conseguí salvar, a quienes no pude ofrecer una despedida justa o un amuleto para ahuyentar el dolor o la desesperación, a quienes en sus últimos, trágicos y disonantes momentos tal vez no vieran lágrimas ni me oyeran jurar que siempre los lloraría.

¡Ahora estoy aquí, con vosotros! Sé lo que significa estar muerta. Dejad que el barro me cubra y que mi pie se hunda en el mullido borde de la fosa.

Esto es una visión, mi casa. Ellos no son importantes:

—¿Oyes esa música?

—¡Creo que deberíamos meterla otra vez bajo la ducha! Hay que desinfectarla por completo.

—Deberíamos quemar todo cuanto hay en esta habitación…

—Pero no este lecho de columnas tan hermoso; sería absurdo, no destruyen todo lo que hay en la habitación del hospital cuando alguien muere a causa de eso.

—… y no toques este manuscrito.

«¡No, no te atrevas a tocar su manuscrito!».

—Chssst, no hables así delante de…

—Pero si está loca, ¿no lo ves?

—… la madre de él ha cogido el avión que partía esta mañana de Gatwick.

—… loca de atar.

—¡Callaos, por el amor de Dios! Si queréis a vuestra hermana, os ruego que dejéis de hacer estos comentarios. ¿La conocía usted bien, señorita Hardy?

—Bébase esto, Triana.

Ésta es mi visión; mi casa. Me encuentro sentada en el cuarto de estar, lavada, limpia, como si fuese yo a quien fueran a enterrar, con el pelo goteando. Dejad que el sol matinal se refleje en los espejos. Desparramad sobre el suelo las espléndidas plumas de pavo real que están guardadas en una urna de plata. No corráis un sombrío velo sobre cuanto reluce. Buscad en lo más recóndito para hallar al fantasma del espejo.

Ésta es mi casa, y éste es mi jardín; mis rosas trepan por la reja de fuera y nosotros también estamos en nuestra sepultura. Estamos aquí y allí, y ellos forman una sola persona.

Nos hallamos en la sepultura y en la casa, y todo lo demás es un fallo de la imaginación.

En este silencioso y lluvioso lugar, donde el agua canta mientras cae de las hojas que se oscurecen, mientras la tierra cae de los abruptos bordes que se alzan sobre nosotros, yo soy la novia, la hija, la madre, todos esos venerables títulos que reivindico como propios.

¡Siempre estaréis conmigo! Jamás permitiré que me abandonéis, que os alejéis de mí.

De acuerdo. Reconozco que cometimos otro error. Jugamos a nuestro juego particular. Nos aproximamos al umbral de la locura y nos arrojamos contra ella como si fuera una puerta maciza que se resistiera a abrirse, como se lanzaron los otros contra la de la habitación de Karl; pero la puerta de la locura no se partió, y esa tumba desconocida es el sueño.

A través de ella oigo su música.

Creo que ellos ni siquiera la perciben. Es mi voz la que oigo resonar en mi cabeza; el violín que suena ahí fuera es la de él, y ambos mantenemos el secreto de que esta sepultura es mi visión y de que en estos instantes no puedo estar con vosotros, mis amados muertos. Los vivos me necesitan.

Los vivos me necesitan ahora imperiosamente, como siempre necesitan a los allegados del fallecido cuando se produce una muerte, a quien se ha desvivido para atender al difunto, a quien ha estado largas horas sentado a su lado en silencio; necesitan hacerme preguntas, sugerencias, afirmaciones y declaraciones, y pedirme que firme papeles. Necesitan que contemple sus extrañas sonrisas y halle el modo de aceptar con amabilidad sus torpes muestras de condolencia.

Con todo, os prometo que dentro de un tiempo iré a reunirme con vosotros; y a partir de ese momento yaceremos todos juntos en esta sepultura. Y la hierba crecerá sobre nosotros.

Os doy amor, amor y más amor; dejad que la tierra se humedezca. Dejad que mis piernas y mis brazos, todavía vivos, se hundan en ella. Dadme cráneos como piedras para que oprima mis labios contra ellos, dadme huesos para que mis dedos los acaricien, y si el pelo ha desaparecido —unos cabellos finos como hilos de seda—, da igual: mi cabellera es lo bastante larga para envolvernos a todos. Fijaos qué pelo tan largo tengo. Permitidme que nos cubra a todos con él.

La muerte no es como yo la imaginaba cuando me afanaba en pisotear mis temores.

Los corazones rotos laten eternamente y en vano sobre el helado cristal de la ventana.

Abrazadme; abrazadme y retenedme aquí. No permitáis que me quede en otro lugar.

Olvidaos del fino encaje, de las paredes perfectamente pintadas, del espléndido taraceado del escritorio, del servicio de porcelana que manipulan con gran cuidado, pieza por pieza, para colocarlo sobre la mesa, de las tazas y platillos decorados con encaje azul y oro. Las cosas de Karl. Volveos.

No sintáis la vida de estos brazos.

Lo único importante del hecho de servir café en una cafetera de plata es la forma en que la luz brilla sobre ésta, la forma en que el marrón oscuro del café da paso a unas tonalidades ambarinas, doradas y amarillas, y al llenar la taza gira y brinca como un bailarín, y luego se detiene y vuelve como un espíritu a su lámpara misteriosa.

Regresad al lugar donde el jardín presenta un aspecto deteriorado. Nos hallaréis a todos juntos. Allí estaremos.

De memoria, una imagen perfecta: el crepúsculo: la capilla del Garden District; Nuestra Señora del Perpetuo Socorro; nuestra pequeña iglesia instalada en una vieja mansión. Sólo tengo que recorrer una manzana desde la puerta de mi casa para llegar a ella. Está en la calle Prytania.

Las altas vidrieras aparecen inundadas de una luz rosácea. Ante un santo de rostro risueño a quien amamos y reverenciamos como «la Pequeña Flor» hay unas velas, instaladas en unos recipientes de cristal rojo, que arden con luz mortecina. En este lugar la oscuridad es densa como el polvo. Sin embargo, podemos movernos a través de ella.

Mi madre, mi hermana Rosalind y yo nos arrodillamos sobre el frío mármol del comulgatorio. Depositamos nuestros ramos —unas florecillas que hemos recogido aquí y allá durante nuestros paseos, a través de unas verjas como la nuestra—: la espirea silvestre, la bonita dentelaria azul, la pequeña lantana dorada y marrón. Nunca cogemos flores cultivadas, solamente tallos sueltos que nadie echará en falta en una enredadera.

Éstos son nuestros ramos, y no tenemos nada con que sujetarlos, excepto nuestras manos. Los colocamos sobre el comulgatorio y, cuando nos santiguamos y rezamos nuestras oraciones, me asalta una duda.

¿Estás segura de que la Virgen María y Jesús recibirán estas flores?

Debajo del altar que está ante nosotros hay un nicho profundo, encristalado, que alberga las figuras talladas en madera de la Última Cena, y arriba, sobre el paño exquisitamente bordado, se hallan los ramos de gran tamaño y señorío que adornan habitualmente la capilla, unas gigantescas flores blancas semejantes a flechas. ¡Unas flores magníficas! Tanto como las enormes velas de cera.

—Oh, sí —responde mi madre—. Cuando nos marchemos, el hermano cogerá nuestras flores, las pondrá en un jarrón y las colocará ante el Niño Jesús de ahí, o la Virgen María.

El Niño Jesús está situado en el extremo derecho, en la oscuridad, junto a la ventana. No obstante, distingo el mundo que sostiene en sus manos y el oro que reluce en su corona, y sé que sus dedos están alzados para impartirnos la bendición y que la estatua representa el Niño Jesús de Praga, con su capita rosa y sus hermosas y lozanas mejillas.

Volviendo a lo de las flores, no creo que sea como dice mi madre. Las flores son demasiado modestas. ¿A quién le importan esas flores que hemos dejado en la penumbra?

La capilla se encuentra llena de sombras que percibo porque mi madre está un poco asustada, agarra con fuerza las manos de sus dos pequeñas, Rosalind y Triana, venid, y hacemos una genuflexión antes de dirigirnos hacia la salida. Calzamos zapatos con trebilla que hacen clic clic sobre el suelo de linóleo. El agua bendita que hay en la pila está tibia. La noche exhala luz, pero no la suficiente para filtrarse entre los bancos.

Me preocupan las flores.

Bueno, la verdad es que esas cosas ya no me preocupan.

Sólo atesoro el recuerdo de que estuvimos aquí, porque si puedo verlo, y sentirlo y oír este violín y su canción, significa que me encuentro de nuevo aquí, y, como he dicho, madre, estamos juntas.

El resto no me preocupa. ¿Habría vivido mi hija si yo hubiera removido cielo y tierra para trasladarla a una clínica de otro estado? ¿Se habría salvado mi padre si el oxígeno hubiera estado mejor regulado? ¿Tenía miedo mi madre cuando dijo «me muero» a las primas que la atendían? ¿Deseaba que estuviéramos con ella alguna de nosotras?

¡Por el amor de Dios! ¡Basta!

Me niego a revivir esas acusaciones, ni por los muertos ni por los vivos ni por las flores de hace cincuenta años.

Los santos iluminados por la luz oscilante de las velas de la capilla no responden. El icono de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro reluce silencioso en la imponente sombra. El Niño Jesús de Praga nos contempla con su corona adornada de gemas y ojos no menos refulgentes.

Sin embargo, vosotros, mis muertos, mi carne, mis tesoros, a quienes he amado por completo y totalmente, todos los que yacéis junto a mí en esta tumba —sin ojos, sin carne con que darme calor—, ¡estáis conmigo!

Todas las separaciones eran imaginarias. Todo es perfecto.

—Ha parado la música.

—Gracias a Dios.

—¿Lo dices en serio? —Era la voz grave de Rosalind, mi deslenguada hermana—. Ese tío es estupendo. Eso era algo más que música.

—Es muy bueno, lo reconozco. —Ahora era Glenn, su marido y mi estimado cuñado.

—Cuando he llegado ya estaba aquí —señaló la señorita Hardy—. De hecho, si ese individuo no hubiera aparecido con su violín, yo no habría encontrado a Triana. ¿Lo ven ahí fuera?

—Creo que tendríamos que llevarla al hospital para que le hagan unos análisis; debemos asegurarnos de que no ha contraído… —intervino mi hermana Katrinka.

—¡Silencio, no digan esas cosas!

Gracias, perfecto desconocido.

—Triana, querida, soy la señorita Hardy. Le pido perdón por haberme enfadado con sus hermanas. Discúlpeme. Quiero que se beba esta taza de chocolate. ¿Recuerda cuando vino a mi casa una tarde, y tomamos chocolate caliente y usted dijo que le encantaba? Le he echado mucha nata y me gustaría que se lo bebiera…

Levanté la vista. Qué pulcro y bonito aparecía el cuarto de estar bajo la primera luz de la mañana y cómo relucía la porcelana sobre la mesa. Era redonda. Siempre me han gustado las mesas redondas. Habían retirado los discos, los envoltorios de galletas y las latas vacías. Las flores blancas de yeso que había en el techo formaban una hermosa guirnalda que no parecía degradada por la basura que aún había en el suelo.

Me levanté, me acerqué a la ventana y descorrí la pesada cortina amarilla.

Fuera se extendía el mundo, hasta el mismo firmamento, y las hojas se deslizaban ante mí sobre el porche seco.

La carrera matutina para llegar al centro había comenzado. Oí el estruendo de los camiones. Vi que las hojas del roble del jardín se estremecían bajo al ruido ensordecedor de centenares de ruedas. Sentí que la casa temblaba. Aun así, llevaba más de cien años temblando y no se caería; todos lo sabíamos. Ya no derribaban las espléndidas casas con columnas blancas ni soltaban mentiras sobre la imposibilidad de mantenerlas y caldearlas. Se esforzaban en conservarlas.

Alguien me sacudió el hombro. Era mi hermana Katrinka. Parecía muy alterada; su estrecho rostro estaba contraído en un rictus de amargura y de ira que se había convertido en su compañero inseparable.

La ira brincaba en su interior a la espera de la primera oportunidad para saltar fuera, como acababa de suceder. Katrinka estaba tan furiosa que apenas podía hablarme.

—Quiero que subas.

—¿Para qué? —pregunté con frialdad. Hace muchos años que no te tengo miedo, pensé. Desde que se marchó Faye, supongo. Faye era la más pequeña de las cuatro hermanas. Todos la adorábamos.

—Quiero que te laves otra vez todo el cuerpo y que luego vayas al hospital.

—Eres una imbécil —repliqué—. Siempre lo has sido. No tengo por qué hacerlo.

Miré a la señorita Hardy.

En cierto momento, durante esa larga y agitada noche, la señorita Hardy había regresado a su casa para cambiarse. Se había puesto un bonito vestido camisero e iba perfectamente peinada. Su sonrisa irradiaba felicidad.

—¿Se lo han llevado? —pregunté a la señorita Hardy.

—Su libro, su libro sobre san Sebastián… lo recogí todo, excepto las últimas hojas. Estaban en la mesa, junto a la cama. Ellos…

Mi simpático cuñado Glenn tomó la palabra:

—Las he dejado abajo; están en lugar seguro, con lo demás.

Sí, le había señalado a Glenn el lugar donde estaban amontonadas las hojas del libro de Karl, por si acaso… «quemad todo lo que se encuentra en la habitación».

Detrás de mí estaban peleándose. Oí que Rosalind trataba de calmar a Katrinka, mi hermana pequeña, que siempre estaba tensa y protestaba entre dientes. A fuerza de apretar las mandíbulas el día menos pensado se le partirá una muela en mitad de una frase.

—¡Está loca! —grita Katrinka—. ¡Probablemente se ha contagiado el virus!

—Basta, Trink, por favor. Te lo suplico. —Rosalind ya no sabía ser desagradable. Hacía tiempo que la aspereza aprendida en la infancia había sido eliminada y sustituida por otra cosa.

Me volví y la miré. Estaba sentada a la mesa, indolente, fondona, con aspecto adormilado y las oscuras cejas enarcadas. Hizo un pequeño gesto y dijo con su voz franca y grave:

—Van a incinerarlo. —Suspiró—. Es la ley. No te preocupes, me he asegurado de que no desmontaran la habitación y se llevaran hasta las baldosas. —Entonces soltó una carcajada burlona, de marisabidilla, que encajaba con ella a la perfección—. Si fuera por Katrinka, haría que derribaran la manzana entera. —Rio tan estentóreamente que todo su cuerpo tembló.

Katrinka se puso a despotricar.

Dirigí una sonrisa a Rosalind. Me pregunté si temía por el dinero.

Karl había sido muy generoso. Seguro que todos pensaban en el dinero. En los espléndidos donativos de Karl.

Habría algunas discusiones sobre los detalles del funeral. Era inevitable, por más que todo estuviera previsto, y en este caso Karl no había dejado ningún cabo suelto. Iban a incinerarlo. Yo no podía pensar en eso.

En mi tumba, entre las personas a las que amo, no hay cenizas indiferenciadas.

Rosalind jamás lo reconocería, pero no cabía la menor duda de que pensaba en el dinero. Fue Karl quien les había dado a ella y a su marido, Glenn, el dinero para vivir y regentar su pequeña tienda de libros y discos antiguos, con la cual, al menos que yo supiera, no habían ganado ni un centavo. ¿Tenía ella miedo de que se acabara el dinero? Quise tranquilizarla.

La señorita Hardy elevó la voz. Katrinka salió dando un portazo. Es una de las dos personas adultas que conozco que tienen la costumbre de dar portazos cuando están enfadadas. La otra se encontraba a muchos kilómetros, había salido de mi vida y la recordaba afectuosamente por cosas mejores que esos actos violentos sin importancia.

Rosalind, la mayor de nosotras, la más corpulenta, en la actualidad francamente obesa y con todo el pelo blanco pero maravillosamente rizado y espeso —siempre había tenido un pelo precioso—, se quedó sentada y se encogió de hombros mientras sus labios esbozaban una sonrisa despectiva muy propia de ella.

—No es necesario que vayas ahora mismo al hospital —dijo—. Ya lo sabes. —Rosalind había trabajado mucho tiempo de enfermera, acarreando botellas de oxígeno y limpiando sangre—. No hay prisa —me aseguró con aire de autoridad.

Conozco un lugar mejor que éste, me dije, o pensé. Sólo tenía que cerrar los ojos y la habitación comenzaba a girar y aparecía la tumba y aquella dolorosa pregunta: ¿Qué es un sueño y qué es real?

Apoyé la frente contra el cristal de la ventana; estaba frío, y la música del desconocido… la música de mi violinista vagabundo… Le dije: «Estás ahí, ¿verdad? Vamos, sé que no te has ido. ¿Crees que no estaba escuchando…?». Entonces oí de nuevo el violín. Un sonido florido pero grave, angustiado y al mismo tiempo rebosante de ingenua alegría.

Detrás de mí Rosalind comenzó a tararear la melodía en voz baja, no exactamente al compás del violín, sino con una frase de retraso… uniendo su voz a la música lejana.

—¿Lo oyes ahora? —pregunté.

—Sí, claro que lo oigo —contestó Rosalind encogiéndose nuevamente de hombros, en un gesto característico—. Menudo amigo tienes ahí fuera, parece un ruiseñor. El sol no lo ha ahuyentado.

Yo tenía el pelo chorreando y estaba poniendo el suelo perdido. Katrinka lloraba en el pasillo y no logré identificar las otras dos voces; en todo caso eran femeninas.

—No soporto esta situación —decía Katrinka—. Está loca, ¿no os dais cuenta?

Parecía una bifurcación. Yo sabía dónde se encontraba la tumba y lo profunda que era, y podía ir allí. ¿Por qué no iba?

La música del desconocido había dado paso a una lenta pero compleja melodía que se confundía con la mañana, como si una y otra abandonaran juntas el camposanto.

Al volverme vi, en un destello inquietante pero intenso, nuestros ramitos de flores sobre el comulgatorio de mármol blanco de la capilla.

—¡Vamos, Triana! —Mi madre estaba muy guapa, con el cabello recogido debajo del gorrito, el tono de su voz paciente, sus ojos enormes—. ¡Vamos, Triana!

«Vas a morir separada de nosotros, madre. Bellísima y sin una cana en la cabeza. Ni siquiera tendré el detalle de despedirme de ti con un beso la última vez que nos veamos. Tan sólo me alegraré de que te vayas porque estás borracha y enferma, y estoy harta de ocuparme de Katrinka y de Faye. Tendrás una muerte horrible, madre, la muerte de una borracha, te tragarás la lengua. Y yo daré a luz una niña idéntica a ti, con tus mismos ojos redondos, tus hermosas sienes y tu frente, y ella morirá, madre, antes de cumplir los seis años, rodeada de aparatos durante los muy escasos minutos en que traté de dormir un poco. Murió mientras yo dormía…».

Los recuerdos me atormentan.

Rosalind y yo nos adelantamos; mi madre camina despacio, detrás de nosotras, por el camino de losas, sonriendo; ya no tiene miedo de la oscuridad, pues el cielo está vibrante. Nos encontramos en nuestro mejor momento. La guerra no ha concluido. Los vehículos que circulan lentamente por la calle Prytania parecen grillos o escarabajos jorobados.

«¡Basta!», me digo al tiempo que me llevo las manos a la cabeza y me toco el pelo mojado. Resulta fastidioso estar en la habitación soportando tanto ruido, y encima empapada.

Se oye la voz de la señorita Hardy, que ha asumido el control de la situación.

Fuera, el sol iluminaba los porches, los vehículos que pasaban, los viejos y destartalados tranvías que cruzaban frente a mí, el trolebús del distrito residencial que hacía sonar su campanilla, de la manera espectacular de uno de esos vehículos de San Francisco.

—¿Cómo puede hacernos esto? —dijo Katrinka con un gemido, pero su voz se oía al otro lado de la puerta, la que había cerrado de un portazo. Seguía berreando en el pasillo.

De pronto sonó el timbre. Yo me hallaba en el extremo opuesto de la casa y no distinguí quién había subido por los escalones del porche.

Lo que vi fueron las azaleas blancas que destacaban a lo largo de la verja hasta la esquina y donde aquélla describe un ángulo. Qué hermosas, que sublimemente hermosas. Karl había pagado por todo, los jardineros, el estiércol, la paja, los carpinteros, los martillos, los clavos y la pintura blanca para las columnas, fijaos, los capiteles corintios ya han sido reparados, las hojas de acanto se alzan para abrazar el elevado tejado, y, mirad, la pintura azul celeste del tejado del porche para que las avispas lo confundan con el cielo y no hagan allí sus nidos.

—Vamos, querida. —Era la voz de un hombre a quien yo conocía aunque no íntimamente, un hombre de quien me fiaba; pero en esos momentos no lograba recordar cómo se llamaba, tal vez porque Katrinka seguía gritando como una posesa.

—Triana, querida —dijo él.

Grady Dubosson, mi abogado. Se le veía muy elegante, vestido con traje y corbata; ni siquiera parecía somnoliento y ejercía un absoluto control sobre su solemne rostro como si conociera, al igual que mucha gente, el modo de afrontar la muerte sin hipocresía y sin tratar de negarla.

—No te preocupes, Triana, querida —dijo con una voz muy natural y reconfortante—. No dejaré que toquen un solo tenedor de plata. Ve con el doctor Guidry, te llevará al centro. Debes descansar. No habrá ninguna ceremonia hasta que los otros hayan llegado de Londres.

—El libro de Karl… Arriba había unas hojas.

Oí de nuevo la voz tranquilizadora, grave, típicamente sureña, de Glenn.

—Ya las he cogido, Triana —dijo—. He llevado sus papeles abajo y nadie va a quemar nada…

—Lamento las molestias que os he causado —murmuré.

—¡Está como una cabra! —Era la voz de Katrinka.

Rosalind suspiró.

—Karl no daba la impresión de haber sufrido; era como si hubiera muerto mientras dormía.

Lo dijo para calmarme. Me volví de nuevo hacia Rosalind y le hice un pequeño gesto de gratitud. Ella lo captó y me dirigió una sonrisa tierna y radiante.

Yo sentía hacia ella un cariño infinito. Se ajustó las pesadas gafas sobre la nariz. Cuando Rosalind era joven, mi padre le gritaba continuamente para que se colocara bien las gafas, pero era inútil, porque mi hermana tenía la nariz pequeña, igual que mi padre. En aquellos momentos presentaba el aspecto que él siempre había detestado: soñador, desgarbado, con las gafas torcidas, fumando un cigarrillo, con la chaqueta cubierta de ceniza, pero pletórica de amor, con su cuerpo obeso y deformado por la edad. Yo la quería muchísimo.

—No creo que Karl sufriera —repitió Rosalind—. No hagas caso de Trink. Eh, Trink, ¿has pensado alguna vez en las camas de los hoteles en las que Martin y tú habéis dormido? Me refiero a las personas que las habían ocupado anteriormente, y que podían haber tenido el sida.

Sentí deseos de soltar una carcajada.

—Vamos, querida —dijo Grady.

El doctor Guidry tomó mi mano entre las suyas. Qué joven era. No consigo acostumbrarme al hecho de que un médico sea más joven que yo. Además, el doctor Guidry es muy rubio y pulcro, y siempre lleva una pequeña Biblia en el bolsillo superior de la chaqueta. Debe de ser baptista.

Por lo que a mí respecta, me siento intemporal, aunque debe de ser porque estoy muerta. En la tumba.

No. Eso a la larga no funciona.

—Quiero que sigas mi consejo —dijo el doctor Guidry tan suavemente como si me besara—. Deja que Grady se ocupe de todo.

—Ha dejado de tocar —señaló Rosalind.

—¿Qué? —preguntó Katrinka—. ¿A qué te refieres? —Estaba en la puerta que da al pasillo, sonándose la nariz. Arrugó el pañuelo de papel y lo arrojó al suelo—. ¿No se te ha ocurrido pensar en cómo nos afecta todo esto? —preguntó mirándome con rabia.

No contesté.

—El violinista —añadió Rosalind—, tu trovador. Creo que se ha marchado.

—No he oído a ningún puñetero violinista —soltó Katrinka, apretando las mandíbulas—. ¿A qué viene esto? ¿Crees que ese violinista es más importante que lo que yo trato de decirte?

La señorita Hardy entró en la habitación y pasó junto a Katrinka como si ésta no existiera. Llevaba unos zapatos blancos inmaculados. Deduje que debía de ser primavera, porque las damas del Garden District nunca se ponen zapatos blancos salvo en esa época. Pero aún hacía un frío polar.

La señorita Hardy me tendió un abrigo y una bufanda.

—Vamos, querida, deje que la ayude a vestirse.

Katrinka me miró fijamente. Le temblaban los labios y tenía los ojos, bulbosos y enrojecidos, arrasados en lágrimas. Qué desgraciada había sido siempre su vida. Al menos nuestra madre no se había emborrachado cuando ella nació. Katrinka había sido una niña sana y bonita, mientras que Faye a duras penas había sobrevivido: una criatura menuda y enclenque que había pasado varias semanas en la incubadora y que nunca había creído en su propia belleza, una belleza especial que la asemejaba a un duendecilllo.

—¿Por qué no te vas? —sugerí a Katrinka—. Aquí hay mucha gente, no es preciso que te quedes. ¿Dónde está Martin? Llámalo y dile que venga a recogerte.

Martin era su marido, un mago de los negocios inmobiliarios y un abogado de considerable renombre en la ciudad.

Rosalind se echó a reír burlona y despectivamente; parecía hacerlo para sí misma, pero aquella risa iba dirigida a mí. Entonces lo comprendí todo. Estaba claro.

Para Rosalind también lo estaba. Se cruzó de brazos y se inclinó, apoyando sus voluminosos pechos sobre la mesa. Se ajustó las gafas.

—Deberías estar encerrada en un manicomio —dijo Katrinka, temblando—. ¡Cuando murió tu hija te volviste loca! Nuestro padre no requería semejantes cuidados. Tenías la casa llena de enfermeras. Los médicos no paraban de ir y venir. Estás loca y no puedes permanecer en esta casa. —De pronto se calló; incluso ella se sentía avergonzada de su torpeza.

—Es usted una joven muy descarada —intervino la señorita Hardy—. Si me disculpa…

—Le doy las gracias, señorita Hardy —dije—. No sabe cuánto lamento…

Ella hizo un gesto para indicar que todo estaba perdonado.

Miré a Rosalind y advertí que seguía riendo suavemente, mientras sacudía la cabeza y observaba a Katrinka por encima de las gafas; era una mujer corpulenta, autoritaria y hermosa a pesar de los kilos y la edad.

Por su parte, Katrinka era atlética y atractivamente delgada, de pechos puntiagudos que se insinuaban a través de la seda de su blusa de manga corta. Tenía unos brazos muy menudos. En cierto sentido, era la única de las cuatro que poseía un cuerpo perfecto y era rubia natural.

Silencio. ¿Qué ocurría? Rosalind se enderezó y alzó la barbilla.

—Katrinka —dijo, llenando la estancia con el tono grave y majestuoso de su voz—. No vas a conseguir esta casa. —Luego golpeó la mesa y soltó una sonora carcajada.

Yo también me eché a reír. Aunque no muy fuerte, claro está. Era realmente cómico.

—¿Cómo te atreves a acusarme de esto? —protestó Katrinka encarándose conmigo—. Te quedas aquí encerrada con un cadáver durante dos días, yo trato de hacerles comprender que estás enferma, que debemos ingresarte en un sanatorio para que te cuiden, para que descanses, y tú interpretas que deseo apoderarme de la casa; crees que he venido aquí en estos momentos… como si no tuviera mi propia casa hipotecada, mi marido, mis hijas, y crees, te atreves a decir eso delante de unas personas a quienes apenas…

Grady se dirigió hacia ella, hablándole en voz baja pero con tono imperioso. El médico trató de agarrar a Katrinka del brazo.

Rosalind se encogió de hombros.

—Lamento recordártelo, Trink —dijo—, pero hasta que Triana muera, esta casa es suya. Suya y de Faye, si Faye aún vive, y puede que Triana esté loca, pero no está muerta.

No pude contener otra carcajada, breve y pícara, y Rosalind también rompió a reír.

—Ojalá Faye estuviera aquí —dije a Rosalind.

Faye, nuestra hermana pequeña, era una mujer delgada y menuda, un ángel nacido de un útero enfermo y desnutrido.

Nadie había visto a mi querida Faye desde hacía más de dos años, ni habíamos tenido noticias de ella por teléfono ni por correo. ¡Faye!

—Quizá fuera ése el problema —confesé, casi llorando, enjugándome los ojos.

—¿A qué te refieres? —preguntó Rosalind. Tenía un aspecto demasiado dulce y sosegado para ser una persona normal. Se puso torpemente de pie, se acercó a mí y me besó en la mejilla.

—En momentos de crisis siempre hemos deseado que Faye estuviera con nosotras —contesté—. Siempre la hemos necesitado. Llama a Faye. Haz que te ayude en esto o lo otro. Siempre hemos dependido de ella y la hemos necesitado.

Katrinka se plantó ante mí. Me sobresaltó el rencor que reflejaba su expresión, su antipatía hacia mí. ¿Es que nunca iba a acostumbrarme a ello? Desde pequeña había observado ese intenso desprecio y antipatía personal, ese profundo rencor. La aversión que dejaba entrever su rostro hizo que me entraran ganas de encogerme como un ovillo y ceder, dar media vuelta, guardar silencio y no discutir ni pelearme con ella.

—Bueno, quizá Faye todavía viviese —dijo Katrinka—, si tú no hubieras financiado su fuga y hubieras permitido que desapareciera sin dejar rastro. Tú y tu difunto esposo.

Rosalind le ordenó sin contemplaciones que se callara. ¿Faye? ¿Muerta?

Se había excedido. Sonreí para mis adentros. Todo el mundo sabía que eso era excesivo. Faye había desaparecido, sí, pero ¿muerta? Con todo, ¿qué sentía yo, la hermana mayor? Un temor protector hacia Trink, un temor de que esta vez se hubiera pasado de la raya, de que todos la insultaran; pobre Katrinka. Se echaría a llorar desconsoladamente, sin comprender nada. Todos la despreciarían y ella se sentiría profundamente dolida.

—No… —empecé a decir.

El doctor Guidry hizo un gesto indicando que me sacaran cuanto antes de la habitación. Grady me tomó del brazo.

Me sentía confusa. Rosalind se situó a mi lado.

Katrinka continuó berreando. Estaba desmoronándose; alguien debía ayudarla. Quizá lo hiciera Glenn, que siempre ayudaba a todo el mundo, incluida Katrinka.

El eco de sus palabras me sacudió de nuevo: «Quizá Faye todavía viviese».

—Faye no está muerta, ¿verdad? —pregunté.

De haberlo sabido con certeza después de aquellos angustiosos años en que había esperado que Faye regresara, la habría invitado a bajar conmigo a la húmeda tumba para reunirse con todos, con Lily, mi madre, mi padre y Karl, y la habría incluido en mi letanía. Sin embargo, Faye no podía estar muerta. Mi preciosa Faye, no.

Aquello puso en entredicho mis excentricidades, mi aparentemente excesiva sabiduría y mi sentimiento de superioridad.

—No puede estar muerta.

—No sabemos nada de Faye —me murmuró Rosalind al oído—. Lo más probable es que esté bebiendo tequila en un bar de camioneros en México. —A continuación volvió a besarme en la mejilla. Sentí su brazo pesado y tierno.

Grady y yo nos detuvimos en la puerta principal, la viuda loca y el anciano y bondadoso abogado de la familia.

Me encanta la puerta principal de mi casa. De doble hoja, es enorme, está situada en el centro del edificio y da acceso a un amplio porche delantero desde el que es posible dirigirse hacia la izquierda o hacia la derecha. El porche se extiende a ambos lados. Es muy bonito. No hay un solo día en que no piense en la casa y en que es preciosa.

Años atrás Faye y yo solíamos bailar en ese porche. Faye, ocho años más joven, era tan pequeña que yo la sostenía en brazos como si fuera un mono, y cantábamos: «Casey bailó un vals con la chica que adoraba mientras la orquesta tocaba…».

Las azaleas, de color rojo sangre, crecían en los macizos que hay junto a la escalera. ¡Qué frondosas! Por supuesto que era primavera. Cuidadas con mimo, esas plantas crecían por doquier… en una casa de columnas níveas digna del Garden District.

Por cierto, la señorita Hardy no llevaba zapatos blancos. Eran grises.

En la casa, Rosalind gritó a Katrinka:

—¡No hables de Faye en estos momentos! ¡No digas una palabra sobre Faye!

Las palabras de Katrinka sonaron como un aullido largo y teatral… Alguien me levantó el pie. Era la señorita Hardy, que me calzaba una zapatilla. La verja estaba abierta ante nosotros. Grady me sujetó del brazo.

El doctor Guidry se hallaba junto a la ambulancia, cuya puerta estaba abierta.

Grady dijo que iban a llevarme al hospital Mercy, del que podría marcharme en cuanto lo desease; no obstante, era necesario que me administraran líquidos y alimento.

El doctor Guidry se acercó a mí y me cogió de la mano.

—Estás deshidratada, Triana; hace dos días que no pruebas bocado. De todos modos, nadie va a encerrarte en un manicomio. Sólo quiero llevarte al hospital para que descanses. Te prometo que nadie te hará nada ni te practicarán pruebas ni análisis.

Suspiré. Todo aparecía más claro y nítido.

—Ángel del Señor —musité—, mi querido ángel guardián, que me proteges por voluntad de Dios… —De pronto los vi a todos alrededor de mí—. Lo siento —añadí—, lo siento mucho… Lamento todo esto, yo… os pido perdón —exclamé—. Podéis hacerme las pruebas que creáis oportunas, las que sean. Haced lo que creáis conveniente. Lo siento… lo siento mucho…

Me detuve en el camino de entrada.

Mis queridos Althea y Lacomb se hallaban ante la verja, mirándome con preocupación. Puede que al ver a todas aquellas personas blancas —el médico, el abogado, la señora de los zapatos grises— no se atrevieran a acercarse.

Althea hizo un mohín, como si estuviera a punto de llorar, cruzó los gruesos brazos sobre el pecho y echó la cabeza hacia atrás.

—Aquí nos tiene, jefa —dijo Lacomb con voz grave.

Me disponía a responder, pero entonces vi algo al otro lado de la calle.

—¿Qué te ocurre, querida? —preguntó Grady con su bello acento de Misisipí.

—El violinista —contesté.

Era tan sólo una figura lejana vestida de negro, al otro lado de la avenida, en el centro de la manzana que hace esquina con la calle Tres y Carondelet. Se había vuelto para mirarme.

De pronto, se esfumó.

Al menos el tráfico y los árboles me hicieron creer que había desaparecido. No obstante, por unos segundos yo lo había visto con toda claridad; mientras sostenía su instrumento, aquel extraño vigilante nocturno se volvía para observarme y caminaba a zancadas grandes y regulares.

Subí a la ambulancia y me tumbé en una camilla, algo que, por lo visto, no era lo habitual, pues resultaba un tanto raro; sin embargo, así fue como lo hicimos, sin duda porque me metí en el vehículo antes de que pudieran impedírmelo. Me cubrí con la sábana y cerré los ojos. Íbamos al hospital Mercy. Todas mis tías monjas que habían trabajado allí ya no existían. Me pregunté si mi violinista vagabundo sería capaz de hallar el hospital Mercy.

—¡Sabes que ese hombre no es real! —Desperté conmocionada. La ambulancia se deslizaba entre el tráfico—. Entonces… Rosalind, y la señorita Hardy… Ellas lo han oído.

¿O se trataba también de un sueño en una vida donde el sueño y la realidad están tan íntimamente ligados que inevitablemente uno acaba por triunfar sobre la otra?