Soñé con un mar iluminado por la intensa luz del sol, pero no lo conocía. La tierra constituía una inmensa cuna en la que ese mar se mecía, como el que hay en Waikiki o a lo largo de la costa de San Francisco. Es decir, divisé unas lenguas de tierra a la izquierda y a la derecha, extendiéndose para contener el agua.
No obstante, era un mar feroz y refulgente, iluminado por un sol enorme y puro, aunque sólo llegué a ver su luz. Las olas se precipitaban con furia, rizadas, rebosantes de luz verde por unos instantes antes de romper, y entonces cada una ejecutaba una danza —una danza— que yo jamás había presenciado.
Cada ola moribunda exhalaba una inmensa bocanada de espuma, pero ésta se dividía en unos picos aleatorios, entre seis y ocho en cada ola, que parecían personas —formadas por las relucientes burbujas de la espuma— que se deslizaban hacia tierra firme, hacia la playa, o quizás hacia el sol que lucía en lo alto.
En mi sueño contemplé el mar una y otra vez. Sabía que estaba mirando por una ventana. Observé maravillada la escena y traté de contar las figuras que bailaban delante de mí antes de que desaparecieran inevitablemente, asombrada de lo bien formadas que estaban por la espuma, del modo en que movían la cabeza y agitaban los brazos desesperadamente, antes de desplomarse como si el aire les hubiera asestado un golpe mortal, para desvanecerse y aparecer de nuevo en la ola verde y rizada exhibiendo unos nuevos movimientos airosos e imploradores.
Gentes de espuma, fantasmas del mar, eso fue lo que me parecieron, y a lo largo de la playa hasta donde alcanzaba a ver desde el refugio seguro de mi ventana, todas las olas hacían lo mismo: se rizaban, verdes y brillantes, y luego rompían y se convertían en unas figuras suplicantes, algunas de las cuales movían la cabeza como si se saludaran mutuamente, otras vueltas de espaldas, para regresar luego formando un inmenso y violento océano.
He visto mares, pero nunca uno cuyas olas crearan bailarines. Y cuando el sol de la tarde declinó, una luz artificial inundó la peinada arena, y los bailarines siguieron apareciendo, con la cabeza erguida y la espalda recta y los brazos extendidos, clamando.
Aquellas criaturas espumosas me parecían fantasmas, espectros demasiado débiles para materializarse en el mundo concreto, pero lo suficientemente fuertes para instalarse por unos instantes en la indómita espuma que se desintegra y forzarla a adquirir una forma humana antes de que la naturaleza la reclamase.
Aquel espectáculo me fascinaba. Lo contemplé durante toda la noche, al menos eso me dijo mi sueño en su peculiar lenguaje. Y entonces me vi en el sueño y había amanecido. El mundo estaba vivo y era bullicioso. Sin embargo, el mar seguía siendo tan vasto y azul como en el sueño, y al contemplarlo apenas si pude contener las lágrimas.
¡Me vi en la ventana! En mis sueños, esta visión casi nunca aparece. Pero yo estaba allí, me reconocí enseguida, el rostro enjuto y cuadrado, el cabello negro, largo y lacio, con un tupido flequillo. Estaba en una ventana cuadrada situada en la fachada blanca de lo que parecía un edificio elegante. Distinguí mis rasgos, pequeños, anodinos, con una sonrisa nada sugestiva, sino de lo más corriente, sin peligro ni desafío, mi rostro con un flequillo que casi me rozaba las pestañas, sonriendo con facilidad. Tengo un rostro que vive en sus sonrisas. Y en el sueño pensé: «¡Ah, Triana, debes de ser muy dichosa!». Pero lo cierto es que siempre he tenido la sonrisa fácil. Conozco la tristeza y la felicidad íntimamente.
En mi sueño pensé en todo esto. Pensé en la tristeza y en la felicidad. Y yo era feliz. Vi en el sueño que estaba asomada a una ventana sosteniendo un gran ramo de rosas rojas en el brazo izquierdo y saludando con la mano derecha a las personas que había abajo.
Pero ¿qué lugar era ése?, me pregunté mientras me aproximaba al momento de despertar. Nunca duermo muchas horas seguidas. Ni profundamente. En mi mente se había instalado la terrible sospecha. ¡Esto es un sueño, Triana! No estás aquí. No estás en un lugar alegre y cálido frente a un vasto mar. No tienes unas rosas.
Sin embargo, el sueño se negaba a romperse, o a disiparse, o a mostrar el menor quebranto o desperfecto.
Me vi allí arriba, en la ventana, agitando la mano, sonriendo, sosteniendo el enorme ramo de rosas flácidas, y luego observé que saludaba a unos hombres y a unas mujeres jóvenes que se hallaban en la acera —unos niños altos, de unos veinticinco años o menos, tan sólo unos niños—, y comprendí que eran ellos quienes me habían enviado las rosas. Sentí que los amaba. Agité la mano varias veces, y ellos hicieron otro tanto, y dejándose llevar por su efusividad comenzaron a saltar y brincar, y yo les lancé unos besos.
Lancé un beso tras otro con los dedos de la mano derecha a esos admiradores, mientras a sus espaldas relucía el vasto mar azul y caía la noche, rápida y bruscamente, y más allá de esos juveniles bailarines, en las aceras estampadas de blanco y negro, el mar seguía danzando y una legión de figuras se alzaba entre sus espumosas olas, y aquello me pareció un mundo tan real que no podía considerarlo simplemente un sueño.
—Esto te está ocurriendo a ti, Triana. Estás ahí.
Traté de pensar. Conocía esas bromas hipnagógicas que suelen gastarnos los sueños, conocía los demonios que se aparecen en la frontera entre el sueño y la vigilia. Lo sabía y me volví y traté de ver la habitación en que me encontraba.
—¿Qué lugar es ése? ¿Cómo he podido imaginarlo?
Pero sólo vi el mar. El cielo estaba tachonado de estrellas. El delirio de los espumosos espectros se extendía hasta donde yo alcanzaba a ver.
¡Oh, alma, oh, almas errantes!, canté en voz alta. ¿Sois felices, más felices que en esta vida que presenta unas aristas tan duras y contiene tanta tristeza? Los espectros no me contestaron; extendieron los brazos, pero cayeron hacia atrás en las aguas que se deslizaban.
Desperté. Bruscamente.
Karl me dijo al oído:
—¡Así no! No lo comprendes. ¡Deténte!
Me incorporé. Me impresionó haber percibido su voz de manera tan nítida, haber imaginado que me hablaba al oído. Pero no era una sensación desagradable. No sentí el menor temor.
Me hallaba sola en la enorme y sucia habitación delantera. Los faros de los vehículos proyectaban un diseño de encaje sobre el techo. El halo dorado del san Sebastián pintado sobre la repisa de la chimenea resplandecía. La casa crujía y el tráfico circulaba lentamente junto a ella, produciendo un murmullo más difuso.
—Estás aquí. ¡Fue un sueño muy vívido, y Karl estaba aquí a mi lado!
Por primera vez percibí un olor que flotaba en el aire. Sentada en el suelo con las piernas cruzadas al estilo oriental, conmocionada aún por el sueño que había tenido y por el tono enérgico de Karl. —¡Así no! No lo comprendes. ¡Deténte!—, trastornada por todo ello, percibí un olor en la casa que significaba que su cadáver había comenzado a descomponerse.
Yo conocía ese olor. Todos lo conocemos. Aunque no hayamos estado en una funeraria o en un campo de batalla, lo conocemos perfectamente. Lo percibimos cuando muere una rata en su madriguera de la pared y nadie es capaz de dar con ella.
Lo reconocí al instante… Era un olor tenue, pero invadía toda la casa, sus grandes y suntuosas habitaciones, penetrando incluso en el cuarto de estar, donde san Sebastián me contemplaba fijamente desde el marco dorado, a escasos centímetros de la caja de música. Y el teléfono hizo de nuevo ese clic, antes de mentir, clic. Tal vez fuera un mensaje.
Pero lo cierto, Triana, es que lo has soñado. Y este olor es insoportable. Sin embargo, aquel hedor terrible no era Karl. No, aquél no era mi Karl. No era sino un cadáver.
Pensé que debía levantarme. No obstante, algo me mantuvo inmovilizada. Era música, pero no procedía de mis discos esparcidos por el suelo, y no era una música que yo conociera, si bien reconocí el instrumento.
Sólo un violín puede cantar así, sólo un violín puede implorar y sollozar de este modo en la noche. ¡Cómo había ansiado de niña arrancar ese sonido a un violín!
Fuera, alguien tocaba un violín. Lo oí con toda claridad. Oí las notas alzarse suavemente sobre los heterogéneos sonidos de la avenida. Era un sonido desesperado y conmovedor, como si el mismo Chaikovski lo guiara, un riff magistral ejecutado a tal velocidad y con tal brillantez que parecía mágico.
Me puse de pie y me acerqué a la ventana de la esquina.
Él estaba ahí. El individuo alto con el pelo negro y lustroso de músico de rock y el abrigo polvoriento. El tipo que había visto antes. En ese momento estaba parado en la esquina de mi casa, sobre la acera de los ladrillos rotos, junto a mi verja de hierro, tocando el violín mientras yo lo observaba. Corrí de nuevo la cortina. Esa música hacía que me entraran ganas de llorar.
Esto me matará, pensé. Moriré de muerte y del hedor que invade esta casa y de la belleza absoluta de esta música.
¿Por qué había venido ese hombre? ¿Por qué se había acercado a mi casa? ¿Por qué? Y para tocar precisamente el violín, un instrumento que yo amaba tanto y que en mi infancia me había esforzado en aprender… Pero ¿a quién no le gusta el violín? ¿Por qué había venido para tocarlo justo debajo de mi ventana?
¡Eh, bonita, estás soñando! Es el peor y más descarado truco hipnagógico. Todavía estás soñando. Regresa, encuéntrate a ti misma, encuéntrate en el lugar donde sabes que te hallas… tendida en el suelo. Encuéntrate.
—¡Triana!
Me volví apresuradamente.
Karl estaba en la puerta de la estancia. Tenía la cabeza envuelta en el trapo blanco, pero su rostro era del color de la cera y su cuerpo parecía casi un esqueleto vestido con el pijama negro de seda que yo le había puesto.
El tono del violín se elevó. El arco golpeó las cuerdas inferiores, el fa y el si, produciendo ese sonido conmovedor y angustioso que es casi una disonancia y que en aquel momento se convirtió en la expresión genuina de mi desesperación.
—¡Ah, Karl! —grité; seguramente lo hice.
Pero Karl había desaparecido. Ya no estaba allí. El violín siguió cantando; cantó y cantó, y cuando me volví y miré por la ventana lo vi nuevamente, con su brillante cabello negro, sus espaldas anchas, y el violín, sedoso y marrón bajo la luz de la farola, y el arco golpeó las cuerdas con tal violencia que sentí que me subía un escalofrío por el cuello y me bajaba por los brazos.
—¡No pares, no pares! —exclamé.
El individuo se balanceaba como un poseso, solo en la esquina, bajo el fulgor rojizo del letrero de la floristería, bajo el tenue resplandor de la farola curvada, a la sombra de las ramas de la magnolia que se extendían enmarañadas sobre los ladrillos. El desconocido continuó tocando, cantándole al amor, al dolor, a la pérdida y a todas las cosas que existen en el mundo y en las que yo anhelaba creer. Lloré desconsoladamente.
Entonces percibí de nuevo el hedor.
Estaba despierta. Tenía que estarlo por fuerza.
Golpeé el cristal, pero no con la suficiente energía para romperlo. Miré al hombre.
Él se volvió, sosteniendo el arco sobre las cuerdas del instrumento, y mientras alzaba la vista sobre la verja y fijaba la mirada en mí comenzó a interpretar una melodía más suave, en un tono tan bajo que los vehículos que pasaban por la calle casi ahogaban el sonido.
De pronto, me sobresalté al oír un ruido. Alguien llamaba a la puerta trasera con la suficiente fuerza para romper el cristal.
Quedé inmóvil; me resistía a alejarme, pero sabía que cuando alguien llama a la puerta de ese modo es porque está decidido a entrar. Seguramente se habían enterado de la muerte de Karl, y yo tenía que ir a abrir y expresarme con sensatez. No había tiempo para escuchar música.
¿Que no había tiempo para eso? El desconocido extrajo con el arco unas notas graves, sollozantes, seguidas de otras más fuertes y agudas que rasgaban el aire.
Me aparté de la ventana.
En la habitación había una persona; pero no era Karl sino una mujer. Había entrado desde el pasillo. Yo la conocía; era mi vecina. Se llamaba Hardy, la señorita Nanny Hardy.
—Triana, querida, ¿está importunándola ese hombre? —preguntó, acercándose a la ventana.
Mi vecina era completamente ajena a la canción. La reconocí con otra parte de mi mente, porque el resto se movía al son que él tocaba, y de pronto comprendí que era real.
Acababa de demostrarlo.
—Triana, bonita, hace dos días que no contesta cuando llamo a la puerta, de modo que la he empujado con fuerza y he entrado. Estaba preocupada por usted, Triana. Por usted y por Karl. ¿Quiere que eche de aquí a ese desgraciado, Triana? ¿Quién se creerá que es? Fíjese qué pinta tiene. Lleva un buen rato parado frente a su casa, tocando el violín a estas horas de la noche. ¿Es que no sabe que en la casa hay un enfermo…?
Aquellas palabras, sin embargo, eran unos sonidos insignificantes, como unas piedrecitas que alguien deja caer. La música continuó, dulce, púdica, hasta alcanzar un final rebosante de compasión. «Conozco tu dolor. Lo sé. Pero la locura no es para ti. Nunca lo ha sido. Tú jamás has perdido la cabeza».
Miré al desconocido y luego a la señorita Hardy, que llevaba puesta una bata. Se había presentado en zapatillas, algo insólito en una dama tan decorosa. Me miró y después echó una ojeada a la habitación, circunspecta y delicadamente, como hacen las personas bien educadas, aunque sin duda reparó en los discos desparramados por el suelo y las latas de refresco vacías, el envoltorio arrugado del pan, las cartas sin abrir.
No fue eso, empero, lo que hizo que la señorita Hardy cambiara de expresión al mirarme de nuevo. Algo desagradable la había pillado desprevenida y había hecho que se estremeciera.
Había percibido el olor que emanaba del cadáver de Karl.
La música se detuvo. Me volví.
—¡No se vaya! —grité.
Con todo, el individuo alto y desgarbado con el pelo largo y sedoso se alejó, con su violín y su arco, y al cruzar la calle Tres se volvió para mirarme, se detuvo ante la floristería, me saludó con la mano, y, colocando el arco en la mano izquierda junto al clavijero del violín, alzó la derecha y me lanzó un beso, tierno y deliberado, como habían hecho en mi sueño aquellos jóvenes que me habían traído las rosas.
Rosas, rosas, rosas… Casi me pareció oír a alguien pronunciar esas palabras en una lengua extranjera, y a punto estuve de echarme a reír al pensar que no importaba la lengua que se empleara, una rosa seguía siendo una rosa.
—Triana —dijo la señorita Hardy en voz baja al tiempo que tendía la mano para tocarme el hombro—. Deje que llame a alguien. —En realidad, no se trataba de un ruego.
—No se apure, señorita Hardy, yo misma lo haré. —Me aparté el flequillo de los ojos. Pestañeé, tratando de abarcar más la luz de la farola, contemplando a la mujer y su bata elegante y floreada.
—Es el olor, ¿verdad? ¿Lo ha notado?
La señorita Hardy asintió con la cabeza muy lentamente.
—¿Cómo se le ocurrió a la madre de Karl dejarla sola con él?
—Señorita Hardy, hace unos días en Londres ha nacido un bebé. El contestador automático le dará todos los detalles. El mensaje está grabado. Yo la convencí de que se marchara. Ella no quería abandonar a Karl, pero nadie puede prever el momento exacto en que un moribundo expirará, ni el momento exacto en que nacerá un bebé, y era el primer hijo de la hermana de Karl; él pidió a su madre que fuera, insistió en ello… me cansé de recibir visitas.
Yo no podía interpretar la expresión de la señorita Hardy, ni siquiera adivinar sus pensamientos. Quizá ni ella misma supiera lo que pensaba en esos instantes. Estaba muy guapa con aquella bata blanca estampada con flores pálidas y plisada en la cintura; calzaba zapatillas de raso, como toda dama distinguida que resida en el Garden District; y era muy rica, según se decía. Tenía el pelo gris y lo llevaba corto y peinado en unos ricitos que enmarcaban su rostro.
Me volví y dirigí la vista hacia la avenida. El individuo alto y flaco había desaparecido. Oí de nuevo aquellas palabras. «¡Tú jamás has perdido la cabeza!». No logré recordar la expresión de Karl. ¿Sonreía? ¿Había movido los labios? Entonces, el mero hecho de pensar en aquella música hizo que se me llenaran los ojos de lágrimas.
Era una música descaradamente emocional, muy típica de Chaikovski, como diciendo «al diablo con el mundo», y dejaba traslucir un dolor dulce y triste, totalmente distinto del que transmitían la música de Mozart y de Beethoven.
Contemplé la manzana vacía, las casas lejanas. Un tranvía se dirigió balanceándose lentamente hacia la esquina. ¡Dios mío, pero si estaba allí! El violinista había cruzado la calzada y se hallaba en la parada del tranvía, pero no subió a uno que pasaba. Se encontraba lejos, por lo que yo no podía ver la expresión de su rostro ni comprobar si seguía mirándome. Súbitamente, dio media vuelta y se marchó.
La noche era la misma. El hedor era el mismo.
La señorita Hardy estaba angustiosamente inmóvil.
Parecía muy triste. Debía de pensar que yo estaba loca. O quizá le disgustaba haberme hallado en esta situación, tener que ser ella quien hiciera algo. No lo sé.
La señorita Hardy salió, supongo que en busca del teléfono. No tenía nada más que decirme. Seguramente pensaba que yo había perdido el juicio y no merecía la pena malgastar más palabras sensatas. ¿Quién iba a reprochárselo?
Al menos era cierto lo de que el bebé había nacido en Londres. Pese a ello, yo habría dejado que el cadáver siguiera acostado en el dormitorio aunque todos hubieran llegado. Sólo que, lógicamente, las cosas habrían sido más difíciles.
Me volví, salí apresuradamente del cuarto de estar y crucé el comedor. Pasé por la pequeña habitación donde solíamos desayunar y subí corriendo por las escaleras. No es una gran escalinata como las de las mansiones de la época anterior a la guerra civil, sino más bien una escalera pequeña, delicada y curva que conduce al ático de un chalé de estilo neoclásico.
Cerré la puerta bruscamente e hice girar la llave de latón en la cerradura. A Karl le gustaba que cada puerta tuviera su llave correspondiente, y por primera vez me alegré de ello.
La señorita Hardy no podría entrar. Ni ella ni nadie.
Las ventanas de la habitación estaban abiertas de par en par; hacía un frío glacial y el hedor impregnaba el aire, pero yo aspiré profundamente una y otra vez y me deslicé bajo las mantas, para acostarme a su lado por última vez, durante unos pocos minutos, antes de que quemaran los dedos de sus manos y de sus pies, sus labios, sus ojos. Dejadme yacer junto a él.
Dejadme yacer junto a todos ellos.
A lo lejos oí el clamor de la voz de la señorita Hardy, pero también otro sonido. El sonido tenue y respetuoso de un violín. «¡Tú, tocando ahí fuera!».
«Toco para ti, Triana».
Me acurruqué junto al hombro de Karl. Estaba bien muerto, mucho más que el día anterior. Cerré los ojos y cubrí su cuerpo y el mío con el gran edredón dorado —Karl tenía mucho dinero y amaba los objetos bonitos— en nuestro lecho con dosel, estilo Príncipe de Gales, que Karl me había regalado, y soñé con él por última vez: el sueño de la sepultura.
La música sonaba en el sueño. Era tan tenue que no estaba segura de si la recordaba por haberla oído abajo, pero ahí estaba. La música.
Karl. Apoyé la mano en sus huesudas mejillas, de las que se había disipado toda dulzura.
Dejad que me deleite por última vez con la muerte mientras la música de mi nuevo amigo llega hasta mí, como si el diablo hubiera enviado a este violinista desde el infierno a fin de que tocara para nosotros, las personas que estamos «medio enamoradas de la misericordiosa muerte».
Padre, madre, Lily, dadme vuestros huesos. Dadme la sepultura. Llevemos a Karl a la fosa, con nosotros. ¡Qué nos importa a quienes estamos muertos que Karl haya perecido a causa de una enfermedad virulenta! Todos yacemos juntos en la húmeda tierra; estamos juntos y muertos.