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Él llegó antes de que Karl muriera.

Era a última hora de la tarde, y la ciudad presentaba un aspecto aletargado, polvoriento; los coches circulaban con estrépito por la avenida St. Charles, como de costumbre, y las losas estaban cubiertas de grandes hojas de magnolia porque yo no había salido a barrerlas.

Lo vi descender a pie por la avenida, y cuando llegó a la esquina de mi casa no cruzó la calle Tres. En lugar de ello, se detuvo ante la floristería, se volvió, irguió la cabeza y me miró.

Me encontraba detrás de las cortinas del ventanal de la fachada. Nuestra casa tiene muchos ventanales, y unos porches anchos y espaciosos. Yo estaba allí de pie, contemplando la avenida y los coches y la gente, sin ningún motivo especial, como he hecho toda mi vida.

No era fácil que alguien me viera detrás de las cortinas. La esquina donde está situada nuestra casa es muy concurrida, y los visillos, aunque llenos de desgarrones, son gruesos porque el mundo está siempre ahí fuera, discurriendo alrededor.

Él no portaba en aquellos momentos un violín visible, sólo un saco colgado al hombro. Se detuvo y contempló la casa —volviéndose como si hubiera llegado al final de su recorrido y deseara regresar, lentamente, a pie, tal como había llegado—, igual que una persona cualquiera que paseara aquella tarde por la avenida.

Era alto y flaco, pero poseía cierto atractivo. Tenía el pelo negro y alborotado y lo llevaba largo como un músico de rock, recogido en dos coletas para que no le cubriese la cara, y recuerdo que me gustó la forma en que le caía sobre la espalda cuando se volvió. Por ese motivo, recuerdo también la chaqueta que llevaba puesta; era una vieja chaqueta negra cubierta de polvo, como si hubiera dormido en el suelo. Lo recuerdo debido a su lustroso cabello negro, largo y precioso y la forma en que se separaba en dos coletas rebeldes y enmarañadas.

Tenía los ojos negros (eso sí pude apreciarlo pese a la distancia que separa nuestra casa de la esquina) profundos, esculpidos en el rostro de modo que parecían esquivos, bajo unas cejas arqueadas, hasta que, al aproximarse, uno advertía el calor que desprendía su mirada. Su figura era desgarbada, pero no exenta de gracia.

Me miró, y miró la casa. Y luego se marchó, con pasos ágiles, demasiado regulares, supongo. Pero ¿qué sabía yo en aquel entonces sobre fantasmas ni sobre su forma de caminar cuando vienen al mundo terrenal?

No regresó hasta dos días después de morir Karl. Yo no había comunicado a nadie que Karl había muerto, y el contestador automático mentía para que no me importunaran.

Aquellos dos días me pertenecían.

Durante las primeras horas después de que Karl hubiera desaparecido, me refiero a que hubiera desaparecido definitivamente, después de que la sangre hubiese descendido hacia el extremo inferior de su cuerpo, y su rostro y manos y piernas hubieran adquirido un tono lívido, me sentí exultante, como ocurre a veces después de una muerte, y bailé y bailé al son de la música de Mozart.

Mozart fue siempre mi alegre guardián, el Pequeño Genio, según lo llamaba yo, maestro de su coro de ángeles; pero Beethoven es el maestro de mi corazón oscuro, el que manda en mi vida rota y en todos mis fracasos.

Aquella primera noche, cuando Karl sólo llevaba cinco horas muerto, después de cambiarle las sábanas, lavar su cadáver y colocarle las manos a los lados del cuerpo, fui incapaz de escuchar a los ángeles de Mozart. Había que dejar a Karl tranquilo con ellos. Sobre todo después de tanto dolor. Y el libro que Karl había compilado, casi terminado, con sus hojas e ilustraciones diseminadas sobre su mesa de trabajo… Eso también podía esperar. Cuánto dolor.

Escuché a Beethoven.

Me tumbé en el suelo del cuarto de estar de la planta baja, la estancia que hace esquina, en la que penetra la luz desde la avenida por las ventanas delantera y lateral, y puse la Novena de Beethoven. Escuché la parte atormentada, el segundo movimiento. Mozart no podía transportarme, alejarme de la muerte; era el momento de la angustia, y Beethoven lo sabía y el segundo movimiento de aquella sinfonía también.

Al margen de quién muera o cuándo, el segundo movimiento de la Novena sinfonía prosigue sin cesar.

Cuando era niña me encantaba el último movimiento de la Novena sinfonía, como a todo el mundo. Me gustaba el coro que canta el Himno a la alegría. La he oído interpretar innumerables veces, aquí, en una ocasión en Viena, y en San Francisco en varias oportunidades, durante los insulsos años en que viví lejos de mi ciudad.

Pero en estos últimos años, incluso antes de conocer a Karl, era el segundo movimiento el que me pertenecía.

Es como una música que avanza incesante, la música de alguien que sube a pie empecinada, casi vengativamente, por una montaña, que progresa de forma inexorable, como si no pudiera dejar de caminar. Luego esa persona llega a un lugar apacible, como los bosques de Viena, y de pronto parece que se hubiera quedado sin aliento y se detuviera, exultante, para contemplar la ciudad que ama, y alza los brazos y empieza a danzar describiendo un círculo. En este pasaje se oye el corno inglés, que siempre evoca los bosques, valles y pastores, y uno siente la paz y el silencio del bosque y la meseta de dicha que ha alcanzado esa persona, pero entonces…

… entonces suenan los timbales y la persona comienza de nuevo a ascender por la montaña, infatigablemente. Avanzando y avanzando.

Puedes danzar al son de esta música, moviendo el tronco, como hago yo, hacia delante y hacia atrás hasta enloquecer, hasta marearte, dejando que el pelo caiga a un lado y al otro. Puedes caminar por la habitación en una marcha incesante, con las manos crispadas, cada vez más deprisa, ejecutando una pirueta cuando la música te lo permite antes de reanudar la marcha. Puedes mover la cabeza hacia delante y hacia atrás, una y otra vez, dejando que tu pelo vuele por los aires antes de caer como un oscuro torrente ante tus ojos, antes de que desaparezca y contemples el techo de nuevo.

Es una música implacable. Esa persona no desistirá. Adelante, hacia arriba, no importa, el bosque, los árboles, da igual. Lo único que importa es seguir avanzando… y cuando vuelve a experimentar un momento de dicha —la dulce y exultante dicha de haber alcanzado la meseta—, ésta se halla inevitablemente unida a su incesante marcha. Porque no puede detenerse.

Hasta que pare la música.

Éste es el fin del segundo movimiento. Y yo ruedo por el suelo, oprimo de nuevo el botón, inclino la cabeza y dejo que el movimiento prosiga, independiente de todo lo demás, incluso de las grandiosas y magníficas afirmaciones que Beethoven trató de hacer, asegurándonos que algún día lo comprenderíamos todo y que esta vida merecía ser vivida.

Aquella noche, después de la muerte de Karl, escuché el segundo movimiento hasta bien entrada la mañana, hasta que la luz inundó la habitación y el parqué comenzó a relucir. El sol proyectó unos grandes haces de luz a través de los agujeros de los visillos, y en lo alto, el techo, tras librarse de los faros del intenso tráfico nocturno, apareció liso y blanco, como una hoja nueva en la que no hubiera nada escrito.

En una ocasión, por la tarde, dejé que sonara toda la sinfonía. Cerré los ojos. La tarde estaba vacía, sólo se oían los coches en el exterior, los interminables coches que circulan a gran velocidad por la avenida St. Charles, excesivos para sus estrechos carriles, demasiado apresuradamente para sus robles añosos y sus farolas suavemente curvadas, ahogando con su extraño fragor incluso el sonido hermoso y uniforme del viejo tranvía. Un golpe. Un chirrido. Un ruido que en realidad debía de ser una batahola, y que en otro tiempo seguramente lo había sido, aunque no recuerdo un solo día, en el más de medio siglo que tengo de vida, en que la avenida estuviera silenciosa, excepto a primeras horas de la mañana.

Permanecí tendida en silencio, porque no podía moverme. Era incapaz de hacer nada. Cuando oscureció de nuevo, subí al dormitorio. Las sábanas todavía estaban limpias. El cadáver estaba rígido; la expresión del rostro apenas había cambiado; yo le había puesto un paño blanco en torno a la cabeza para evitar que se le abriera la boca y le había cerrado los ojos. Y aunque me quedé allí toda la noche, acurrucada junto a él, con la mano apoyada sobre su frío pecho, no era lo mismo que cuando su carne estaba blanda.

A media mañana volvió a estar blando, relajado. Las sábanas aparecieron manchadas. Percibí unos olores hediondos. Sin embargo, no tenía la menor intención de identificarlos. Le alcé los brazos con facilidad. Lo lavé una vez más. Cambié toda la ropa de la cama como lo habría hecho una enfermera, volviendo el cuerpo hacia un lado para colocar la sábana limpia, y luego hacia el otro para extender y remeter la sábana.

Él estaba blanco, y esquelético, pero su cuerpo era de nuevo dúctil, y aunque la piel había comenzado a hundirse, como si se desprendiera de las facciones de su rostro, seguían siendo sus facciones, las de mi Karl, y observé las diminutas grietas de sus labios, que estaban intactas, y las pálidas e incoloras puntas de sus pestañas cuando el sol las iluminó.

La habitación de la planta superior, la que daba al oeste, en la que había muerto, era la que Karl había elegido como nuestro dormitorio, porque el sol penetra en ella a través de las pequeñas ventanas hasta bien avanzado el día.

Esta gigantesca casa es un chalé dotado de seis columnas corintias y unas barandillas negras de hierro forjado. En realidad no se trata más que de una casa de campo muy acogedora, con una espaciosa planta baja y su antaño cavernoso ático convertido en pequeños dormitorios. Cuando yo era niña este ático, entonces una buhardilla, siempre olía muy bien, a madera y… buhardilla. Los dormitorios se hicieron cuando nacieron mis hermanas pequeñas.

Nuestra habitación, situada en un ángulo occidental, era muy bonita. Karl había acertado al elegirla, al decorarla tan suntuosamente, al ocuparse hasta del menor detalle. Para él había sido muy sencillo.

Nunca supe dónde guardaba Karl su dinero, ni cuánto tenía, ni qué sería de él después de su muerte. Sólo hacía unos años que nos habíamos casado, de modo que no me parecía correcto preguntárselo. Yo era demasiado mayor para tener hijos. No obstante, él había sido muy generoso conmigo, y me había concedido cuanto deseaba. Así era Karl.

Dedicaba el tiempo a trabajar en sus cuadros y comentarios sobre un santo que lo había cautivado: san Sebastián. Karl confiaba en terminar su libro antes de morir. A punto estuvo de conseguirlo. Lo único que quedaba eran las tareas bibliográficas, de las que me ocuparía más adelante.

Llamaría a Lev y le pediría consejo. Lev, mi primer marido, era profesor universitario. Él me ayudaría.

Permanecí acostada por largo rato junto a Karl, y al anochecer pensé: «Bien, lleva dos días muerto y probablemente he infringido la ley».

Pero ¿qué importa? ¿Qué pueden hacerme ya? Saben de qué murió, saben que padecía el sida y que no había esperanza de que se salvara, y cuando se presenten lo destrozarán todo. Se llevarán su cadáver y lo incinerarán.

Creo que ése fue el motivo principal por el que quise conservarlo tanto tiempo a mi lado. No temía los fluidos y esas cosas: él mismo se había mostrado muy cauto durante los últimos meses, y me exigía que llevase una máscara y guantes. Incluso me había tendido junto a la suciedad después de morir Karl, cubierta con una gruesa bata de terciopelo, envuelta y protegida por esa piel intacta de cualquier virus que pudiera subsistir en torno a él.

Nuestros encuentros eróticos habían consistido en caricias con las manos o con cuanto pudiera lavarse, nunca en un coito arriesgado.

Yo no me había contagiado el sida, y al cabo de dos días, cuando pensé que debía llamarlos para comunicarles la muerte de Karl, deseé haberlo contraído. O al menos eso creía.

¡Es tan fácil desear la muerte cuando se está sano! Es muy sencillo enamorarse de la muerte, como lo he estado yo toda mi vida, igual que he visto a sus adoradores más fieles venirse abajo en los últimos instantes, gritar porque deseaban seguir viviendo, como si los velos oscuros, los lirios, el olor de las velas y las grandiosas promesas de la tumba no significaran nada.

Ya lo sabía, pero siempre deseé estar muerta. Era una forma de seguir viviendo.

Cayó la noche. Miré por un rato a través de la ventana, cuando se encendieron las farolas y las luces de la floristería, en el momento en que cerró sus puertas al público.

Vi las losas del jardín cubiertas por una espesa alfombra de hojas rígidas y rizadas de magnolia. Observé que los ladrillos que había junto a la verja estaban en un estado lamentable y que debía arreglarlos para evitar que alguien tropezara y se cayera. Advertí que los robles estaban cubiertos por el polvo que levantaban los vehículos que circulaban por la avenida.

Bien, despídete de él con un beso, pensé. Ya sabes lo que ocurrirá a continuación. Ahora su cuerpo está blando y es dúctil, pero luego se producirá la descomposición y aparecerá un hedor que no tendrá nada que ver con él.

Me incliné y lo besé en los labios. Lo besé largamente —a mi compañero desde hacía sólo pocos años y que había sufrido un deterioro tan amablemente rápido—, lo besé y, aunque deseé volver a meterme en la cama, bajé a la cocina y me comí unas rebanadas de pan de molde sin sacarlas por completo de su envoltorio de plástico y bebí un refresco bajo en calorías, caliente y directamente del envase de cartón que estaba en el suelo, con indiferencia, o mejor dicho con la certeza de que todo placer me estaba vedado.

Música. Trataría de escuchar música. Una tarde más, a solas, escuchando todos mis discos, antes de que ellos se presentaran gritando. Antes de que la madre de Karl sollozara por teléfono desde Londres: «¡Gracias a Dios que ha nacido el niño! ¡Karl esperó a que naciera el hijo de su hermana!».

Yo sabía perfectamente que ella diría eso, y supongo que era cierto: Karl había aguardado a que naciera el hijo de su hermana, pero no había aguardado a que ella regresase a casa; ésa sería la razón por la que la madre de Karl berrearía más tiempo del que yo estaba dispuesta a soportar. Una anciana amable y bondadosa. ¿A la cabecera de cuál de ellos irás, a la de tu hija que está en Londres, dando a luz, o a la de tu hijo moribundo?

La casa estaba llena de porquería.

Me había tomado muchas libertades. En realidad, durante los últimos días las enfermeras no querían venir a casa. Existen algunos santos que permanecen junto a los moribundos hasta el fin, pero en este caso estaba yo, de modo que no hacían falta santos.

Todos los días mis viejos amigos Althea y Lacomb habían llamado a la puerta, pero yo no me había molestado en cambiar el letrero: «Todo va bien. Dejad un mensaje».

De modo que la casa estaba llena de basura, de migas de galletas y latas vacías, de polvo e incluso de hojas, como si hubiera alguna ventana abierta, probablemente la del dormitorio principal, que nunca utilizábamos, y el viento hubiera arrastrado las hojas hasta la alfombra anaranjada.

Me dirigí al cuarto de estar que da a la calle. Me tendí. Deseaba oprimir el botón y escuchar de nuevo el segundo movimiento, a solas con Beethoven, el que manda en mi dolor. Pero fui incapaz de hacerlo.

Incluso me pareció que era un buen momento para escuchar al Pequeño Genio, a Mozart, el brillante y oportuno parloteo y las risas de los ángeles mientras ejecutaban saltos mortales hacia atrás iluminados por la luz divina. Lo deseaba… sin embargo, permanecí inmóvil… durante horas. Escuché a Mozart en mi imaginación; escuché su vertiginoso violín; el violín siempre ha sido mi instrumento preferido, el que más me apasiona.

De vez en cuando ponía un disco de Beethoven; la felicidad más fuerte y sólida de su impresionante Concierto para violín, que yo había memorizado hacía tiempo; me refiero a las pegadizas melodías de los solos. Pero nada vibraba al son de la música en esa casa donde yo yacía con un hombre muerto en la planta superior. El suelo estaba frío. Era primavera y por aquella época el tiempo oscilaba entre un sofocante calor y un frío invernal. Me dije: «Ha refrescado, pero eso hará que el cadáver se conserve mejor».

Llamaron a la puerta. Al cabo de un rato, quienquiera que fuese se alejó. El tráfico alcanzó su apoteosis. Poco después todo estuvo en calma. El contestador automático seguía diciendo una mentira tras otra. Clic y clic y clic clic.

Por fin me quedé dormida, posiblemente por primera vez.

Y tuve el sueño más hermoso.