PROEMIO

Lo que trato de hacer aquí quizá no pueda hacerse con palabras. Quizá sólo pueda hacerse con música. Sin embargo, deseo tratar de hacerlo con palabras. Deseo dar al relato la arquitectura que sólo la narrativa puede proporcionarle —principio, desarrollo y desenlace—, exponer la intensa sucesión de acontecimientos con unas frases que reflejen fielmente su impacto sobre el escritor.

No es necesario que conozcáis a los compositores que cito con frecuencia en estas páginas —Beethoven, Mozart, Chaikovski—, el enloquecido rasgueo de rústicos violinistas o la evocadora música de los violines gaélicos. Mis palabras deberían impartiros la esencia misma del sonido.

Si no lo consigo, es que hay algo aquí que no puede escribirse.

Pero dado que es la historia que llevo dentro, la historia que estoy obligada a narrar —mi vida, mi tragedia, mi triunfo y su precio—, no tengo más remedio que tratar de dejar constancia de ella.

Cuando comencéis a leer este relato, no pretendáis unir los hechos pasados de mi vida en una cadena coherente como si se tratara de un rosario. Yo no lo he hecho así. Las escenas irrumpen desordenadamente, como cuentas arrojadas a la luz de forma aleatoria. Al unirlas, para confeccionar un rosario —y mis años son los mismos que las cuentas de un rosario, cincuenta y cuatro—, mi pasado no constituiría los misterios de éste, ni los dolorosos ni los gozosos ni los gloriosos. Ningún crucifijo colocado en su extremo podría redimir esos cincuenta y cuatro años. De modo que lo que expondré aquí son unos retazos, los momentos más significativos.

Si os parece, no me imaginéis como una anciana. Hoy cincuenta y cuatro años no son nada. Imaginadme como una mujer de metro cuarenta y cinco de estatura, gruesa, con un torso informe que ha constituido el suplicio de mi vida adulta, pero con un rostro juvenil, una cabellera larga, negra y espesa, y unas muñecas y unos tobillos delgados. La gordura no ha alterado la expresión que tenía mi rostro a los veinte años. Cuando me visto con ropas holgadas y vaporosas parezco una mujer joven y diminuta con forma de campana.

Mi rostro fue un favor que me hizo Dios, aunque no tiene nada de extraordinario. Es un rostro típicamente germano-irlandés, cuadrado, con los ojos grandes y pardos, y el cabello, cortado en un flequillo que cae sobre mis cejas, disimula mi rasgo menos atractivo: una frente estrecha. «Tiene una cara muy bonita», dice la gente de las mujeres regordetas como yo. Mis huesos son lo suficientemente apreciables debajo de la carne para captar la luz de forma seductora. Mis facciones son insignificantes. Si logro atraer la atención de la persona que pasa por mi lado, ello se debe a una agudeza evidente en mi mirada, una inteligencia cultivada y alimentada, y porque en el instante en que sonrío tengo un aspecto muy juvenil.

En esta época no es infrecuente ser tan joven a los cincuenta y cuatro años, pero hago hincapié en ello porque cuando yo era niña una persona que había vivido más de medio siglo era vieja, y ahora no lo es.

A los cincuenta, sesenta años, da igual la edad, todos nos comportamos como nuestra salud nos lo permite —libres, fuertes, vestidos como los jóvenes si nos apetece, sentados con los pies apoyados en la mesa, de manera desenfadada—, como los primeros beneficiarios de una salud sin precedentes que nos permite conservar, a menudo hasta el fin de nuestros días, una gran fe en el descubrimiento.

De modo que así es vuestra heroína, si es eso en lo que voy a convertirme.

¿Y vuestro héroe? Ah, él vivió más de un siglo.

Esta historia comienza cuando apareció él como la imagen de un seductor de ojos y cabello oscuros, atormentado, que atesora una muchacha —lord Byron sobre un acantilado—, la misteriosa, secreta encarnación del amor; eso fue, y muy merecidamente; un digno representante de esta clase de hombre, exquisito y profundo, trágico y cautivador como una Mater Dolorosa, y pagó por ello. Vaya si pagó.

Esto es… lo que sucedió.