¿Dónde queda Jacinto Aráuz? ¿Qué ocurrió el 9 de diciembre de 1921 en Jacinto Aráuz? Tal vez, la mayoría de las respuestas quedarían en blanco. Jacinto Aráuz es una población en plena pampa, sobre la llanura rica de espigas en el linde entre la provincia de La Pampa y la de Buenos Aires, allá, hacia el sur, donde para el oeste comienzan a ralear las poblaciones y para el este va bajando a Bahía Blanca. En ese lugar, hace cincuenta años ocurrió un hecho insólito que tal vez pueda parecer anecdótica pero que nos servirá para pintar el estado de cosas que se vivían hace cinco décadas en el campo argentino, al término del primer gobierno de Yrigoyen. Y esto que pareciera anécdota conforma una cita insustituible para quien quiera historiar las luchas y la vida de los trabajadores de la tierra en nuestro país.
En los hechos sangrientos de Jacinto Aráuz se conjugan todos los factores sociológicos para descripción de una época: las condiciones de trabajo en la cosecha, la vida de campo, el grado de educación gremial de la peonada, la influencia de las ideas anarquista —principalmente a través de la FORA— en la lucha por sus reivindicaciones, los medios de represión gubernamentales, los cuerpos paralelos de represión de extrema derecha que toleraba Yrigoyen haciendo la “vista gorda” ante hechos de violencia, etcétera.
Nunca como en esos primeros años de la década del veinte estuvo tan agitado el campo argentino (hubo sí, en otros años, movimientos tal vez de más importancia pero no tan seguidos y constantes). El hombre del campo —despreciado como elemento revolucionario por Marx— tuvo en nuestro país un actitud de vanguardia en palucha de las condiciones de vida del trabajador, aunque parezca curioso. No le fue en zaga al obrero de la ciudad. Y los elementos que llevaron la agitación fueron, sin duda alguna, los extranjeros: italianos, españoles, alemanes, polacos, rusos. En su mayor parte de ideología anarquista.
Fue obra de la FORA del V Congreso casi exclusiva esa lucha por la mejora de salarios y condiciones de trabajo. La central obrera anarquista había logrado algo que luego ningún movimiento político-gremial superó en nuestra historia: la formación de las “sociedades de oficios varios” en cadi todos los pueblos de campaña. Y lo que es más, casi todas con sus órganos propios de expresión o sus propios volantes impresos. Es a la vez curioso e increíble lo que hizo el anarquismo por el proletariado agrario argentino: hubo pueblos o pequeñas ciudades del interior donde el único órgano de expresión, el único periódico, era la hoja anarquista, con sus nombres a veces chorreando bondad, a veces oliendo a pólvora. Y los únicos movimientos culturales dentro de esas lejanas poblaciones fueron los conjuntos filarmónicas que representaban obras de Florencio Sánchez, Guimerá o Dicenta[3].
Por supuesto que la idea anarquista entró con el extranjero. De ahí que en forma tan inteligente para sus fines Manuel Carlés con su Liga Patriótica exaltó lo nacional frente a lo extranjerizante, la bandera de la patria frente al trapo rojo, el hijo del país frente al extranjero desarraigado y apátrida. Lo que hizo Manuel Carlés con su Liga Patriótica para detener principalmente en el campo la influencia de las ideas revolucionarios no tiene parangón. Fue una verdadera obra de titán lo que hizo este hombre para combatir a socialistas y anarquistas y defender la “familia, la tradición y la propiedad”. Todos los que se beneficiaron de su obra han olvidado muy pronto lo que hizo Carlés enarbolando la “patriótico, lo nacional, la forma tradicional de vivir argentina contra lo extranjerizante y la inmoralidad de las ideas socializantes”.
Carlés —que creo cerca de mil brigadas de la Liga Patriótica en todos los rincones del país, formadas por propietarios, estancieros, latifundistas, empleados públicos, militares, marinos y policías— se dio cuenta de que la única manera de para al socialismo que venía con arrolladora fuerza en la mente de los inmigrantes que desembarcaban en el país, era la de dividir, de enfrentar lo extranjero con los argentino.
Y a fe de verdad… los anarquistas daban una gran ventaja en este aspecto. Sin importarles un pito de demagogia ni dar un ápice de sonrisa para el que estaba en la vereda de enfrente seguían arrimando garrotazos desde las columnas de sus periódicos y desde las tribunas callejeras contra todo lo que fuera Patria, nacionalismo, ejército, clericalismo e Iglesia, y por sobre todo, policía. Les gustaba frases como la de Karr: “El patriotismo es el último refugio de los bandidos”, o cantaban con ritmo de milonga versos como éstos:
“Somos los que combatimos
las mentiras patrioteras
porque son la ruina entera
de toda la humanidad,
porque la patria y sus leyes
son las que engendran la guerra
sembrando en toda la tierra
la miseria y la orfandad.
”Somos los que aborrecemos
a todos los militares
por ser todos criminales
defensores del burgués,
porque asesinan al pueblo
sin fijarse de antemano
que asesinan a sus hermanos
padres e hijos tal vez.
“Somos los que despreciamos
las religiones farsantes
por ser ellas las causantes
de la ignorancia mundial:
sus ministro son ladrones
sus dioses son una mentira
y todos comen de arriba
en nombre de su moral.
“Somos por fin los soldados
de la preciosa ANARQUÍA
y luchamos noche y día
por su pronta aparición;
somos los que sin descanso
entre las masas obreras
propagamos por doquiera la Social Revolución.
Nada se salvaba, ni siquiera la bandera argentina. Por ejemplo en esta canción que entonaban las roncas voces obreras con música del tango “Pájaro Azul”:
La bandera azul y blanca
por el suelo está rodando
Y en su sitio la Roja,
Yen su sitio la Roja,
Allí está flameando.
Y es la bandera del pueblo,
la bandera más hermosa,
pues su insignia libertaria
por su insignia libertaria
es del color de una rosa.
Y nos imaginamos la cara que pondrían los militares, los comisarios y las señoras y señores de pasar tradicional cuando escuchaban a todas esas multitudes de gorra, traste parchado y zapatillas, entonar —ya un verdadero sacrílego— estas estrofas con la música del Himno Nacional Argentino:
¡Viva, viva la anarquía!
No más el yugo sufrir
coronados de gloria vivamos
o juremos con gloria morir.
Oíd mortales el grito sagrado
de Anarquía y Solidaridad
oíd el ruido de bombas que estallan
en defensa de la Libertad.
El obrero que sufre proclama
la anarquía del mundo a través
coronada su sien de laureles
y a sus plantas rendido el burgués.
De los nuevos mártires la gloria
sus verdugos osan envidiar
la grandeza anidó en sus pechos
sus palabras hicieron temblar.
Al lamento del niño que grita:
dame pan, dame pan, dame pan,
le contesta la tierra temblando,
arrojando su lava el volcán.
Guerra a muerte, gritan los obreros
guerra a muerte al infame burgués,
guerra a muerte, repiten los héroes
de Chicago, París y Jerez.
Desde un polo hasta el otro resuena
este grito que al burgués aterra,
y los niños repiten en coro:
nuestra patria, burgués, es la tierra.
En los pueblos de campaña con estación de ferrocarril se juntaban tres organizaciones obreras anarquistas: la de conductores de carros, la de oficios varios (en la que entraban los peones de la cosecha) y la de estibadores, es decir, los que hombreaban las bolsas de los carros al depósito, de la estación y de la estación a los vagones. Las tres organizaciones eran autónomas pero a su vez pertenecían a la FORA en un sentido descentralizado y de amplia libertad interna. Ya lo decía el pacto federal de la FORA: las sociedades (los sindicatos) serán absolutamente autónomas en su vida interior y de relación y sus individuos no ejercerán autoridad alguna. Además se reafirman este principio de libertad y descentralización en el punto 10, cuando se establecía con énfasis: “la sociedad (el sindicato) es libre y autónoma en la Federación comarcal, libre y autónoma en la Federación Regional”.
Es decir, la democracia a ultranza; los anarquistas eran extremistas en la defensa del derecho a discutir, a disentir, del derecho de la libre opinión, del derecho de no aceptar imposiciones de ninguna organización más poderosa.
Todo lo contrario de la verticalidad del sindicalismo marxista y del sindicalismo argentino que se corporizaba poco después en la CGT.
Y como para que no quedara ninguna duda sobre sus fines, la FORA establecía: “nuestra organización puramente económica es distinta y opuesta a la de todos los partidos burgueses y políticos obreros puesto que así como ellos se organizan para la toma poder político, nosotros nos organizamos para que los estados políticos y jurídicos, actualmente existentes, queden reducidos a funciones puramente económicas, estableciéndose en su lugar una libre Federación de libres asociaciones de productores libres”.
Por eso eran tan peligrosos los hombres que engrosaban las filas de los sindicatos anarquistas: tenían tal sentido de la libertad individual y de la rebeldía que para encauzarlos hacia el camino de la obediencia al Estado, a sus símbolos y a sus fines, iba a ser necesario mucho garrotazo, muchas rejas, y tiros; y enfrentarlos con organizaciones represivos que arrancaran de raíz esa levadura malsana y extranjerizante que poco a poco estaba entrando ya debajo de les crenchas duras del hombre auténticamente argentino. Y si no que lo digan estas estrofas que cantaban auténticos payadores anarquistas en almacenes y pulperías de la pampa en esos atardeceros rojizos llenos de cantos de pájaros. Se refieren a la semana trágica.
Fue la semana de enero
un festival policiaco
albedrío del cosaco
del milico, del bombero,
que en nombre de Patria y clero
masacraron por su cuenta.
Y el Mesías del noventa
y del cuatro de febrero[4]
¡resulto más bandolero
que Rosas en el cuarenta!
Ayer los rusos sicarios
en nombre de sus caudillos,
segaron con sus cuchillos
tantos cuellos proletarios;
hoy, bandidos honorarios,
suplen a los mazorqueros
y en nombre del patriotismo
van sembrando el terrorismo
en los hogares obreros.
Chusma ignara, cuartelera,
que en la gran lucha social
ignora el valor moral
que entiende la clase obrera.
Horda nula, montonera
del cantón y del piquete
que rudamente arremete
a la pensante ralea
creyendo tronchar la idea
con un tajo de machete.
El gran Sarmiento escribió:
las ideas no se degüellan (sic)
a los hombres se atropella
pero al pensamiento no;
¿Acaso lo comprendió
esa chusma electoral,
esa recua comicial?[5]
que piensa en bancas con puertas
esas muchedumbres muertas:
la vergüenza nacional?
La revolución social
es sin patria ni frontera
es la revolución obrera
derrumbando al capital,
es la casta universal,
es el pueblo soberano
negándole a su tirano
derechos de explotación
buscando la redención
de todo el género humano.
Avance la masa obrera
del taller y de las trillas
armada con las horquillas
esgrimiendo
una mancera
empuñe hojas de tijeras
a falta de buena bala
y den golpes las piquetas,
que abran huellas las barretas
y los garrotes de tala.
Además la FORA con sus ideas gremialistas, de solidarias y de destrucción del capital, además de los cuadros filodramáticos y oradores y conferenciantes anarquistas con su afán didáctico para las masas analfabetas y hundidas, hubo un personaje en el campo argentino, que ayudó a las ideas de rebelión, de emancipación individual, de desprecio por los bienes materiales y que fue una especie de mensajero o lento chasque entre las poblaciones, entre las cuadrillas de trabajadores, entre las vías férreas: en linyera[6].
Prototipo del anarquista individualista, el linyera lanzó su protesta pasiva contra la sociedad, dejó crecer sus cabellos y sus barbas y sin más bagaje que su atadito (la “linyera”) salió a recorrer los campos argentinos, a vivir con muy poco y a disfrutar y padecer e el contacto con la naturaleza. En su atadito llevaba un libro de versos, o alguna obra del príncipe Kropotkine o del desbordante Bakunin, y un número de “La Protesta” o “La Antorcha” que cambiaba en General Pico por “Pampa Libre”, o en Bahía Blanca por “Brazo y Cerebro” o “En el Camino”, o “Tierra Libre” en Tucumán, o “La piqueta” de Rosario, “Abriendo Cancha” de Colón (Entre Ríos), o “La Obra” hoja suelta de Santa Fe, o “La voz de los agricultores” de Charata, “La verdad” de la Agrupación Aurora Libertaria de Tandil, o “La acción obrera” de San Juan, o “El obrero granitero” de Sierra Chica, o “Libertad” de Laguna Paiva. O “El Croto” de Junín: o “La voz de Baigorrita” o “El Látigo del carrero”, o “La Social” dirigido por Federico Ritsche, hombre que entregó su vida entera al ideal libertario.
Los linyeras eran extranjeros y argentinos, los había alemanes, rusos, polacos, italianos. Soportaban los puntapiés de la policía con una resignación tolstoiana. El placer de los milicos era patearles los tachitos en los cuales se hacían comida. Esperaban a que estuviera lista la comida de un grupo de linyeras pata patearles los tarros y emprenderlas a puñetazos y patadas con esas extrañas figuras que parecían salidas de silenciosos bosques nórdicos. Al linyera argentino le faltó un Knut Hamrun para que lo pintara en toda su grandeza de alma y en su misteriosa búsqueda.
Pero vamos a hacer justicia con don Manuel Carlés y su liga Patriótica Argentina. El fue quien realmente enseño a autodefenderse a patrones y propietarios. Si las ideas sociales y los partidos revolucionarios preparaban sus milicias obreras agrupándolas en sindicatos, en centros de estudio o culturales, Carlés formó las brigadas de la Liga Patriótica integrada de patronos, propietarios, pequeños propietarios y los hijos y familias de todos ellos. A los argumentos del racionalismo socialista opuso los de la fe en los símbolos: Patria, bandera, propiedad, tradición. Al hombre revolucionario le opuso la mujer: en la mujer, tanto en la humilde como en la acaudalada, estaba la esperanza del porvenir de la patria, ella es la que podía influir hora tras hora en el marido y en los hijos para que se apartaran de las malas ideas que sólo perseguían la disolución del hogar, de la familia, de la patria.
Carlés no sólo agrupó a los poderosos sino que también organizo los “obreros buenos”. Fue el primero que les aconsejo “de casa al trabajo y del trabajo a la caso”. De las brigadas de obreros buenos salían los que iban a reemplazar a los huelguistas Los obreros buenos rompían muchos movimientos propugnados por la FORA (eran llamados “los patoteros de Carlés” o “crumiros”). Carlés sabía lo que hacía: premiaba a los obreros que más se destacaran en su lucha contra anarquistas y maximalistas y hacía de ellos los futuros capataces. Y también premiaba a los miembros de las fuerzas represivas que se habían destacado en su lucha con los elementos disolventes: así se condecoraban a agentes de policía, pesquisas, comisarios, bomberos, soldados, suboficiales y oficiales del ejército y de la marina.
Su labor fue incansable. Carlés viajó por todo el país con sus arengas que chorreaban colores azules y blancos y atronando los oídos de paisanos de todas latitudes con la palabra Patria. Era secundado eficazmente por damas jóvenes del barrio norte que les enseñaban a los obreritas moral y civismo.
Sus comunicados diarios en la prensa iban marcando los alertas ante las huelgas y las organizaciones obreras. Leamos, por ejemplo, el manifiesto de la Liga Patriótica Argentina del 1º de octubre de 1920: La agitación que va produciendo en las filas de los trabajadores de la campaña la ilusoria promesa de repartirles tierras, vacas y dinero ha tenido lógica repercusión entre los habitantes sensatos y laboriosos expuestos a la rapiña de locos y aprovechadores. No hay transeúnte a quien no se le invite a formar parte del gobierno comunista, donde ya las mujeres y los vagos se dan el título de comisarios del pueblo así sean ellas y ellos personajes desprestigiados por su moral pervertida. A la incitación de los haraganes, los hombres de conciencia deben responder con altivez como cuadra a hombres que hemos vivido de la libertad ya que nuestro orgullo de hombres libres no conoció jamás la condenación del servilismo que ha destruido tantos pueblos. Los hombres de trabajo que quieren su bienestar personal y el progreso colectivo dentro del orden y la moral están en el deber de repudiar a los explotadores profesionales que al amparo de la ignorancia de algunos de dedican al saqueo y al pillaje.
Como se ve, Carlés no empleaba palabras menores. Además tergiversaba —con mucha viveza— la realidad. El sabía que los anarquistas no propiciaban ningún gobierno comunista. Todo lo contrario. Fueron ellos los primeros que alertaron contra lo que llamaban la traición a la revolución rusa por parte de los bolcheviques. Y así, mientras los grandes Estados capitalistas negociaban con Lenin y Trotzky y poco después el jerarca bolchevique Tchigherin, en Génova, asistía a un agasajo del rey de Italia y almorzaba con el delegado papal, los anarquistas rusos hacían un llamado a sus compañeros de ideas del mundo entero exhortándolos: “No repitáis nunca nuestro error: no introduzcáis el comunismo de Estado. ¡Viva la revolución Social del mundo! ¡Viva la solidaridad mundial del proletariado! ¡Abajo la burguesía y el Estado, comprendido el Estado del proletariado!”. Los proletarios rebeldes de Kronstadt eran masacrados por las tropas de Trotzky, quién fusilo proletarios como jamás lo había hecho ningún general burgués. Y el legendario Makhno, el líder campesino anarquista que se batía en lucha desigual con los ejércitos zaristas y los bolcheviques al mismo tiempo, habían declarado la guerra a muerte contra toda clase de Estado al grito de “Viva el soviet libre”.
Así están las cosas en el mundo y en la Argentina a fines de 1921, cuando Yrigoyen finaliza ya su mandato. A pesar de las grandes represiones obreras, la clase trabajadora ha tenido más libertad en el gobierno radical y se hicieron importantes leyes que mejoraron sensiblemente las condiciones de trabajo. En lo demás, el “Peludo” pareciera inclinarse a la filosofía de que cada uno defienda lo suyo: si los poderosos no querían perder sus ventajes, que se defiendan; si los obreros quieren algo, que den la cara. Pero llegado el momento pone las fuerzas de represión del lado de los poderosos. No olvidar que no es nada más que un gobierno de radicales…
Y en este episodio de Jacinto Aráuz se enfrentarán los obreros contra la policía y la Liga Patriótica (la escarapela de los reclutados por Carlés decía: “El que no es amigo de la patria es mi enemigo y lo combatiré sin descanso ni cuartel”).
Diciembre de 1921. Se esta trillando ya la cosecha de trigo en la interminable llanura bonaerense-pampeana. Hermoso cuadro para poetas y para colegiales en vacaciones, pero no para los que tienen que hacer el trabajo.
El levantamiento de las cosechas se hacía con máquinas espigadoras. Es decir que, por medio de una lona conductora, la paja del trigo que acababa de ser cortada era llevada hasta el carro. El carro era conducido por un carrero y la carga era acomodada con pies y horquillas por un peón a quien se llamaba “pistín”. Cuando la carga estaba completa, el carro salía al trote rumbo a la parva. Ese trabajo, sumamente pesado, se hacía de sol a sol y los salarios eran miserables y ni que hablar de las condiciones de trabajo, que eran realmente inhumanas. Oigamos a un peón, que trabaja en las cosechas de la zona de Villa Iris (relato corroborado por otros viejos trabajadores agrícolas de distintas zonas del agro bonaerense): “Los más penoso no era el trabajo en la chacras, no importa lo agotador de la tarea, sino que lo inaguantable era el trabajo en las máquinas trilladoras, verdaderos lugares de esclavitud. Los horarios por lo regular, eran desde las 4 de la mañana hasta las 11 de la noche, la comida se componía de un puchero de carne de oveja con una sopa de arroz y galleta dura. Los maquinistas —eran los dueños de las trilladoras que hacían campañas de leguas y leguas de campo— respaldados por la policía y apañados por los políticos lugareños (casi siempre conservadores) eran la única justicia imperante. Si por el viento se podía gastar más la correa del motor, se hacía trabajar a los horquilleros contra el viento, es decir, que recibían en la cara toda la tierra y la paja que volaba”.
Hace pocos meses hablamos con Teodoro Suárez, dirigente obrero anarquista, protagonista de los desgraciados sucesos de Jacinto Aráuz y obrero de las cosechas durante muchos años. Quien señaló que “la menor protesta de los asalariados en la cosecha era comunicada a la policía y detenidos los atrevidos que se dignaban protestar contra la esclavitud a que estaban sometidos. La campiña argentina se vio favorecido —nos dice Suárez— por la presencia en los lugares de la cosecha de obreros rebeldes e idealistas que, en nombre de la FORA aconsejaban a los trabajadores a organizarse y defenderse de todos los negreros y explotadores. Ustedes son seres humanos —se les decía a los peones— no son bestias de carga ni una clase inferior, son hombres que merecen respeto y deben luchar para vivir con dignidad: desconocer este derecho por parte de la sociedad es motivo de lucha para convertirla en otra mejor”.
“Les decíamos a los trabajadores —nos relata don Teodoro Suárez en su típico idioma anarquista— que a la vez que luchen por el pan debían frecuentar bibliotecas, leer libros, combatir los vicios y pensar en el porvenir humano. Nuestra frase era: hagamos de nuestras organizaciones obreras universidades populares porque si bien la lucha económica es necesaria más importante son los valores morales y la conquista y defensa de la libertad, tal como lo entienden y propaga la filosofía romántica del anarquismo. La organización de los productores —se les decía a los sencillos trabajadores del campo— es sumamente necesaria, pero para ser eficaz y poder llenar las aspiraciones emancipadoras que emanan de nuestras concepciones anárquicas deben de estar fincadas en los principios que dan imperecedera vida a la FORA.
Y se les remarcaba: “Sólo tienen valor en el campo gremial aquellas organizaciones que no se inclinan ante el déspota ni se dejan manosear por políticos arribistas o por grupos confusos y dictatoriales; nuestra organización ha de ser limpia y siempre al servicio de la libertad y la justicia”.
Pero volvamos al trabajo del campo. Además de lo hombres que trabajan junto a la trilladora, estaban los estibadores. Junto a las estaciones de ferrocarriles de las localidades de zona de cosecha era donde más abundaba el trabajo: allí están los galpones y planchadas donde se almacena el cereal. Y era abundante porque no todos los peones podían resistir trabajo tan pesado. Oigamos a un estibador de aquel tiempo: “Las bolsas pesaban 80 kilos, se trabajaba corriendo cuando se cargaban vagones; las estibas tenían una altura de 24 bolsas; se subían por una escalera de madera denominada “burro”. El trabajo de estiba se pagaba por día en los puertos, pero en la campaña no. En el campo se trabajaba a destajo y nadie sabía lo que ganaba por día ya que los capataces pagaban los domingos lo que ellos querían”.
Fue en aquel tiempo que la FORA presentó un pliego petitorio de condiciones a los cerealistas que es muy significativo: “El peso de la bolsa será de sólo 70 kilos; los horarios serán de ocho oras diarias de trabajo de cuatro a cuatro; no se permitirá la consumición de bebidas alcohólicas ni el uso de armas en los lugares de trabajo; en lo que toca a la corrida de vagones, tapado de chatas, movimeitno de “burro”, como movimiento de balanza, se cobrará extra; el trabajo no será al trote sino al paso normal de hombre”.
Estas condiciones de trabajo se lograron luego de duras luchas gracias a la acción de la FORA. Sobre esto nos dice el anarquista Suárez: “La lucha fue tremenda: persecuciones, asesinatos, procesos falsos, torturas y cuanta infamia se pudo cometer por el sólo hecho de poseer un carnet de la organización forista. No obstante logrado el triunfo de la organización, los policías ignorantes y sumisos se desvivían para demostrar a sus amos su fiel servilismo, llenando los calabozos de obreros organizados y amantes de la libertad”.
Consignamos esté último párrafo porque es típica de los anarquistas su aversión por la policía. Tanto así que en el quinto congreso de la FORA realizado en Buenos Aires se hizo pública una resolución por la cual se aconsejaba a los obreros “a no dejarse conducir presos llegando hasta la violencia práctica para poner coto a los abusos policiales, debiendo las sociedades a que pertenecen prestarles ayuda material y moral”.
Esa resolución la cumpliría al pie de la letra los anarquistas en el caso de Jacinto Aráuz. Pero antes no podemos menos —sobre esta aversión a la policía— que transcribir un pequeño suelto aparecido en el periódico anticlerical “El Burro” —de marzo de 1919— en el cual se insita a los lectores a boicotear a la policía en los siguientes términos: “Nuestros lectores deben repudiar al agente de policía, el rufián es más digno que el agente; ser policía es demostrar al mundo ser la escoria inmunda; su misión no es otra que ser un tristísimo alcahuete. Después de haber dado la nota triste con sus asesinatos al pueblo, hoy los tenemos convertidos en ladrones y salteadores”.
En Jacinto Aráuz los obreros de la FORA habían logrado la firma del pliego de condiciones y además sumaron un nuevo triunfo: la eliminación de loa capataces. Como buenos anarquistas no querían que los mandara nadie y la organización gremial se hacía responsable por intermedio del delegado de semana de que se hiciera el trabajo que solía hacer el capataz. A los capataces —que no eran puestos por las casas cerealistas sino por los jefes de estación— los obreros les dijeron claramente: “Como sanguijuelas no los queremos; como compañeros pueden quedarse con nosotros”.
Es que el capataz tenía una ganga especial: por cada bolsa cobraba un centavo, sin trabajar. Bolsa pesada es la que iba del carro a la balanza y de la balanza a la estiba. Es decir, había dos clases de bolsas: la que iba del carro directamente a la estiba era una bolsa que pesaba 70 kilos o menos (por ésta el capataz cobraba medio centavo) pero cuando el estibador que la bolsa pesaba más de esa cantidad la llevaba a la balanza. Además de eso los capataces ganaban igual que los obreros 6 centavos por bolsa “pesada” y cuatro centavos por bolsa “derecha”, es decir, la bolsa que iba del carro a la estiba.
La resolución de los foristas de Jacinto Aráuz de o permitir capataces produjo gran disgusto en el jefe de la estación y en los candidatos a ese cargo, casi siempre “punteros” del caudillo conservador.
Se trabajaba tranquilo en Jacinto Aráuz. Eso sí, duro. Hombrachones que cargaban sobre el lomo pesadas bolsas hora tras hora, llenos de tierra y sudor y que no sufrían de ninguna alergia pese a que las fosas nasales se les llenaba de esas briznas del trigo tan cantado por poetas. Y a la noche tenían cita de honor: ir a escuchar al delegado de turno o algún orador anarquista viajero sobre la traición de los bolcheviques a la revolución Rusa o la necesidad de eliminar todas las formas del Estado o la de educar a sus hijos en la negativa a cumplir con cualquier clase de servicio militar o policial.
Pero esa tranquilidad de aquel lugar era sospechosa. A principios de diciembres de ese 1921 comenzaron a circular rumores en el pueblo. Se hablaba que la Liga Patriótica Argentina estaba preparando matones en Bahía Blanca. Y estas versiones se hicieron realidad. Un buen día apareció en Jacinto Aráuz un señor de Apellido Cataldi. Llegó hasta el galpón del ferrocarril y preguntó por el delegado de la semana. Lo llamaron a Machado —un gauchazo nacido en el Uruguay— que estaba hombreando bolsas. Machado se presentó a Cataldi: “Yo soy el delegado”.
Cataldi lo miró de arriba abajo y le dijo: “Yo soy el nuevo capataz nombrado para esta estación. Si ustedes me reciben como capataz trabajarán conmigo, de los contrario traeré cuadrilla para remplazarlos”.
“Vea señor capataz —respondió Machado—, lo mejor que puede hacer, ya que usted no es del pueblo, es irse y no aparecer más por aquí”.
Cataldi sonrió y, sin saludar, se fue.
A los pocos días, el sindicato anarquista de Jacinto Aráuz recibió una nota del superintendente del Ferrocarril Pacífico, señor Callinger, con oficinas en Bahía Blanca, que requería una delegación de la FORA para “comunicarle con urgencia algunos problemas que interesan a esa organización”.
Ese mismo día se reunió la asamblea de estibadores y se dio lectura a la comunicación del superintendente del ferrocarril. Se resolvió enviar a tres delegados a Bahía Blanca. Allí, el funcionario ferroviario les comunicó que había recibido quejas de los chacareros en el sentido de que los estibadores eran injustos con ellos pues le cobraban doble las bolsas del carro porque algunas pasaban del peso. Les propuso que si ellos dejaban sin efecto esa cláusula del pliego de condiciones, él no enviaría una nueva cuadrilla con capataz a Jacinto Aráuz.
Regresaron los delegados e informaron a la asamblea, que luego de extenso debate decidió aceptar el temperamento propuesto por el funcionario ferrocarrilero. La Sociedad de Resistencia de Obreros Estibadores de Jacinto Aráuz contestó por escrito al superintendente la aceptación de la propuesta.
Pero la suerte de la organización anarquista estaba echada. Lo que esperaba el superintendente era el rechazo y no la aceptación. Todo se había planeado para terminar con los anarquistas de la zona. La victoria obtenida por los obreros al forzar la firma del pliega de condiciones había alarmado a las casas cerealistas, a los políticos conservadores y algunos radicales de la zona y, por supuesto a la policía. El plan era liquidar la organización sin más trámite. Para eso contaban con el visto bueno de Manuel Carlés y su Liga patriótica que piso a disposición de los organizadores del plan una brigada de “obreros bueno” de Coronel Pringles a las órdenes del incondicional Cataldi, que las oficiaba de capataz.
Luego de enviar la carta a Bahía Blanca, los anarquistas se quedaron tranquilos pensando en que ya habían aflojado demasiado aceptando el pedido del superintendente. Además, aunque nunca habían confiado en la policía, veían que tanto oficiales como agentes se había acercado a ellos y habían iniciado una especie de entendimiento cordial.
Pero el 8 de diciembre aparecieron por las calles de Jacinto Aráuz 14 hombres al mando de Cataldi provenientes de Coronel Pringles. Todos fueron alojados en el mejor hospedaje de la localidad. Los anarquistas volvieron a la realidad, ahora sí, sabían que si aflojaban lo iban a perder todo. Ese día cumplieron normalmente sus tareas, pero ya ala anochecer, cuando el delegado Machado fue a entregar las llaves del galpón de la estación al jefe de la misma, éste le expreso:
—Mañana se hace cargo de los galpones la nueva cuadrilla.
La policía cundió de inmediato. Machado reunió a sus hombres y todos se desparramaron en distintas direcciones. A caballo y en sulquis se dirigieron a convocar a los compañeros de las localidades vecinas: de Bernasconi y de Villa Alba (que hoy se llama José de San Martín), ambas de la Pamapa.
Mientras tanto, dos o tres foristas, entre ellos Teodoro Suárez salieron al paso al grupo de hombres de la Liga Patriótico y les inquirieron qué era lo que los traía por Jacinto Aráuz. Los recién llegados contestaron primero con evasivas pero luego confesaron que venían a trabajar a la estación pero “que los habían traído engañados”. Pero que ya no podían hacer nada porque no tenían dinero para regresar a sus hogares.
Los foristas les contestaron que no se preocuparan, que ellos les iban a juntar el dinero para pagarles el pasaje y más, todavía, si alguno de ellos quería quedarse a trabajar en Jacinto Aráuz podía hacerlo, pero a la par de los de la cuadrilla de obreros organizados. Por último se los envió a participar a la asamblea que la Sociedad de Resistencia iba a realizar esa noche.
Pero por supuesto, no concurrieron. La asamblea comenzó a las dos de la madrugada del 9 de diciembre de 1921. De ella participaron los trabajadores Jacinto Aráuz, de Bernasconi y de Villa Alba. Todos lo oradores estuvieron de acuerdo en una sola cosa: defender el lugar de trabajo “ya que lo planeado era una desvergüenzada y provocación incalificable a los hombres de trabajo, y el tener ideas de bien, personalidad responsable y decencia, era un delito para los negreros de la Pampa”. Además, se calificaba a los hombres de la Liga Patriótica de “carneros, matones y guardaespaldas”.
De allí, la cuadrilla de trabajadores se dirigió a tomar el galpón y, cuando se aproximo Cátaldi y la gente de la Liga Patriótica no se les permitió la entrada. Los policías, mientras tanto, habían ocupado la playa de estacionamiento y cuando notó que se estaba por iniciarla refriega, comenzaron a dar grandes voces dirigidas a los obreros anarquistas:
—¡Muchachos, no tiren todo se va arreglar!
Las armas que ya habían salido a relucir en todos los sectores volvieron a esconderse. Hasta el capataz Cataldi volvió a embolsar los revólveres que había mostrado en sus manos.
El delegado Machado resolvió entonces dirigirse a la oficina de la estación para enviar un telegrama (por el telégrafo ferroviario) al superintendente de Bahía Blanca, reclamándole por el cumplimiento del pacto. El jefe de la estación se negó en principio a transmitir ese telegrama, demostrando que estaba en el plan, pero la actitud resuelta de los obreros foristas determinó que cambiará de actitud. Al telegrama de Machado, el superintendente comunicó al jefe el siguiente cable: “Clausure galpones, yo viejo”.
Esto tuvo virtud de serenar los ánimos. Se aguardaba entonces la llegada del alto funcionario. Los anarquistas tenían confianza que se cumpliría con lo convenido.
Todos se desconcentraron y los foristas se fueron hasta el boliche de Amor y Diez donde se pusieron asar un cordero. Eran las 8 de la mañana. El lugar donde se reunieron los trabajadores fue rodeado enseguida de policías de Jacinto Aráuz habían sido reforzados por agentes de pueblos cercanos.
El oficial Merino, que estaba al frente de la tropa, se llegó hasta la comisaría para comunicar a sus superiores el lugar donde se encontraban los trabajadores. Al poco rato llega el oficial de policía Américo Dozo y se dirige a los obreros que se disponían a comer:
—Señores, traigo órdenes del comisario Pedro Basualdo para que vengan conmigo a la comisaría y dejen sus armas.
Los obreros se miran; están sorprendidos pero no intuyen todavía lo que se les tiene preparado. Es cuando toma entonces la palabra el obrero Carmen Quinteros, santiagueño de pura cepa y tan anarquista como Bakunin. Quinteros señala a los compañeros que era necesario desacatarse a la orden del policía pero que creía suficiente con que enviaran a tres delegados hasta la comisaría para ver qué es lo que quería el comisario Basualdo.
Pero el oficial Dozo insiste:
—Tengo orden terminante del comisario de que tienen que ir todos y desarmados.
El asunto pinta feo. Es entonces que se levanta el cubano Manuel Oyarzún a quien todos conocen como “el maestro”. Es un hombre de la localidad de Villa Alba, muy respetado por todos los de la FORA; se puede decir que su palabra es siempre acatada porque tiene el matiz de la razón.
—Compañeros, estos señores parece que tiene mucha prisa en darle a nuestro problema un mero corte policial. Es necesario ser prudentes y que no parta de nuestro lado un motivo de choque con la policía que es lo que esta buscando la patronal. Si rehusamos ir a la comisaría se nos puede acusar de desacato y vemos que la policía tiene órdenes de cumplir con lo resuelto por el comisario. Yo sé cuál es el ánimo de los compañeros por la injusticia que se está cometiendo con nosotros, pero igual les aconsejo ir hasta la comisaría para saber de qué se trata.
Pero Carmen Quinteros aclaró algo a los compañeros —ya que en todos estaba latente aquella recomendación de la FORA de no dejarse conducir presos— y agregó a lo de Oyarzún.
—Estoy de acuerdo de ir todos a la comisaría pero no en calidad de detenidos. Vamos a ir acompañando al oficial voluntariamente y por eso debe retirarse la policía.
El oficial Dozo percibió que los obreros habían mordidó el anzuelo y sin perder tiempo dijo:
—Así me gusta, muchachos, miren —y se levantó la chaquetilla para demostrar que no llevaba armas; sargento, vaya con los agentes para la comisaría, los muchachos van a ir conmigo.
Con el oficial Dozo marcharon los obreros hacia la comisaría. El sargento con los vigilantes marchaban a prudente distancia, escoltando al grupo, cosa que no les daba gran tranquilidad a los estibadores.
Así llegaron al patio de la comisaría. Allí era otro el cantar: la trampa estaba preparada. El grupo obrero se quedó en el centro del patio y fue rodeado por seis agentes armados. El oficial Dozo hizo como que iba a buscar al comisario Basualdo, pero volvió con armas y dirigiéndose a Machado le dijo.
—Pase usted, Machado.
Machado, pasó, creyendo que en su calidad de delegado de semana el comisario lo quería hablar con él. Pero se equivocó. Porque no habían pasado dos minutos cuando Dozo, dirigiéndose de nuevo al patio señaló a Guillermo Prieto: ahora venga usted. Prieto pasó pero lo que vio lo hizo retroceder unos pasos mientras gritaba.
—¡Compañeros! ¡Dan la biaba!
Lo que había visto Prieto era suficiente: a Machado lo habían rodeado entre el comisario Basualdo, el sub-comisario, otro oficial, varios agentes y un particular y lo habían bajado a garrotazos. Prieto apenas pudo gritar porque también desapareció en cuarto donde daban la gran paliza.
—Pase un tercero —grito entonces Dozo a los anarquistas.
No se movió nadie. Y se escuchó al santiagueño Carmen Quinteros al mismo tiempo que daba un paso adelante:
—Aquí no hemos venido en calidad de detenidos. Que salga el comisario Basualdo para que nos diga que e propone con nosotros.
En ese momento apareció el comisario Basualdo por molinete; llevaba un Winchester con el que apunto a Carmen Quinteros mientras gritaba:
—¡Ahora vas a ver! ¡Agentes, métanles bala, no dejen a ningún anarquista vivó!
De un certero balazo, el comisario degolló literalmente a Quinteros que cayó desangrándose.
—¡A tiros no, Basualdo! —se oyó gritar todavía a Jacinto Vinelli, secretario de la Sociedad de Resistencia de Estibadores.
Les había ganado la mano. El grupo de obreros les caían balas de todos los costados. Estaban cercados. Pero esos anarquistas no eran nenes de teta. No practicaban el “de casa al trabajo y del trabajo a casa”. Quien más quien menos sacó su arma de fuego o su cuchillo. La sorpresa les ocasionó varios heridos pero se repusieron y se armó de lo lindo durante más de veinte minutos. ¡Cuidado con las fieras enjauladas!, y eso era lo que parecía ese grupo de hombrachones tirando a diestro y siniestro. Los policías vieron que la cosa no eran tan fácil de pegar cuatro tiros y que todo el mundo levanta los brazos rindiéndose, comenzaron a buscar protección. Diez minutos más y los anarquistas tomaban la comisaría y hacían presos a los representantes del orden en este hecho único en la historia policial argentina: un tiroteo con anarquistas en el patio de una comisaría.
Pero a los discípulos de Malatesta se les acabaron las balas. Ninguno de ellos tenía más de un cargador o más que el tambor lleno del revólver. Y tuvieron que dejar el lugar. Algunos lograron detener dos automóviles que pasaban por el camino y desaparecer mientras otros trataban de buscar los bosques cercanos.
El patio de la comisaría presentaba un espectáculo escalofriante: los estibadores habían tenido una baja: Carmen Quinteros. La policía dos muertos: el oficial Dozo y el agente Freitas. Pero de ambos lados muchos heridos graves (de ellos moriría poco después otro oficial, Eduardo Merino y otro agente, Estiban Mansilla, y el estibador Ramón Llabrés, que había venido de la localidad de Villa Alba a dar su solidaridas a los hombres de Jacinto Aráuz). En total, cuatro policíasy dos anarquistas muertos.
Las cosas habían resultado mal para la policía. El comisario Basualdo no había pensado ni remotamente que los anarquistas iban a luchar tan fieramente. Pero ahora la situación cambiaba porque los trabajadores se habían quedado sin armas y él había pedido urgentes refuerzos a Bahía Blanca, Villa Iris, Villa Alba y Bernasconi. Además de alertaron las comisarías generales de General Villegas, Genaro Pinto, Carlos Tejedor, Rivadavia, Trenque Lauquen, Pellegrini, Adolfo Alsina, Saavedra, Puán, Tornquist, Guaminí, Villarino y Patagones para que detuvieran a los prófugos.
Iba a empezar así la caza de anarquistas. ¡Guay del cayera en manos de la policía!
Las partidas policiales iban de mando del comisario Modesto Rivaldi, de Villa Iris; del oficial Roberto Randone, de Villa Alba, del sub-comisario Luís A Bianchi, de Bernasconi; del comisario López Osorno, también de Bernasconi; del comisario Hipólito Almeyra, de Puán; del oficial Pedro Gómez, de Darregueira y del oficial Velásquez de Guatraché. Luego llegarían el inspector Bacigalupi, de Santa Rosa y el comisario Antonietti, de General Acha.
La versión policial de los sucedido señala que un grupo de peligrosos anarquistas, en número superior a los 40. Habían asaltado de improvisto la comisaría de Jacinto Aráuz pero que habían sido rechazados por la abnegada defensa de los representantes de la ley que aún, arriesgando sus vidas lograron mantener el local y hacer huir a los individuos de ideas extranjerizantes.
Mientras los caminos eran cortados y se buscaba en los bosquecillos cercanos, el comisario Basualdo empleaba su tiempo en allanar el local de la Sociedad de Resistencia, del que no quedó nada en pie: los muebles destrozados fueron a aparar a la calle y no quedó vidrio sano, secuestrándose mucho material de “carácter subversivo”. También fueron allanados sin contemplaciones los domicilios de los obreros federados no sólo en Jacinto Aráuz sino también de todos los pueblos vecinos. Había que aprovechar la bolada y dar el gran escarmiento. Y valía la pena porque según la policía, se hicieron hallazgos como para poner los pelos de punto a más de un tranquilo burgués. Por ejemplo, lo encontrado en el domicilio del secretario de los estibadores de Bernasconi, Alfonso de Las Heras “alias del sordo, donde se hallaron cartas comprometedoras, banderas rojas, insignias subversivas y un frasco de estricnina”.
El subcomisario Bianchi fue quien más se distinguió en la persecución. Y precisamente fue quien logró detener a Alfonso de Las Heras quien había huido a pie, con Teodoro Suárez a campo traviesa. Los dos buscaron refugio en un puesto y allí fueron rodeados por una comisión policial al mando del comisario Bianchi. Los hicieron venir con las manos en alto, los rodearon y Bianchi en persona los comenzó a golpearlos con un caño de hierro dándoles golpes en la cabeza, en las costillas y en los riñones. Las Heras cayó al suelo y Teodoro Suárez corrió hacía el auto policial para buscar refugio. Pero allí fue peor porque los acomodaron en el piso y los fueron pisoteando con las botas.
Los llevaron al patio de la comisaría que estaba lleno de charcos de sangre. Habían recogido los cadáveres de los policías pero todavía estaba tirado el de Carmen Quinteros. Allí iban siendo concentrados los prisioneros. Cada uno que llegaba era atado de pies y manos con alambres y se los dejaba a merced de los policías que habían quedado en la comisaría que se sacaban la rabia y el gusto a latigazo limpio. Luego fueron traídas las mujeres de los anarquistas presos que tuvieron que asistir a los castigos a que eran sometidos sus compañeros. Entre uno de esos castigos se contaba el siguiente: mientras un policía lo levantaba en vilo de los pelos al preso, otro vigilante le orinaba la cara.
El doctor Enrique Corona Martínez, brillante jurisconsulto que tomaría días después la defensa de los detenidos, describió las torturas sufridas por ellos y señaló que pocas veces se había empleado tanta crueldad en el trato de la gente presa. A los heridos y a los golpeados no se les prestó atención médica en ningún instante hasta que llegó el juez federal del territorio, doctor Peraazo Naón.
Oigamos ahora el relato de lo que fue aquella noche en la comisaría de Jacinto Aráuz, de los labios de la criolla Zoila Fernández. Esta mujer a pesar de tener “ideas extranjerizantes” era criolla de pura cepa. Era un tipo de mujer que curiosamente se dio mucho entre las que acompañaban a hombres de ideas libertarias. Eran “compañeras” y nunca negaron nada a los compañeros que iban en busca de descanso o de refugio: allí encontraban en todo momento alimento, ropa limpia, caricias. No pocas de ellas fueron criollas, otras judías y algunas que otra italiana.
Esas mujeres servían de horrorizado mal ejemplo de inmoralidad a Carlés y su Liga Patriótica que ensañaban a las “obreras buenas” lo que no debían hacer.
Zolia Fernández Tania tres hijos y era compañero de Jacinto Vinelli el secretario de la Sociedad de Resistencia de Jacinto Aráuz. Éste, con Machado, José María Martínez y Francisco Real habían logrado huir. Por eso, la policía fue a buscarla a Zoila Fernández para que dijera dónde se hallaba el compañero (o su “concubino” de acuerdo a la jerga policial). Leamos el relato que hizo Zoila Fernández al juez sobre el mal trato recibido: “Poco después de las once me visitaron no menos de veinte policías, entre ellos el comisario de Villa Iris, lo que entre insultos y amenazas me pusieron las esposas, dedicándose luego al saqueo de la casa. Destrozaron lo que pudieron en la mía, pasando de inmediato al local de la sociedad donde lo que no pudieron llevarse le prendieron fuego. Como todo esto hicieron en presencia mía, les pedí me sacaran las esposas para llevar a ni hijito, que apenas tiene cuarenta días, pero mis ruegos fueron desoídos, conduciéndome a la comisaría. Allí contemple el cuadro más horrible. Los chorros de sangre causaban una dolorosa sensación. Los heridos respiraban con dificultad, y de vez en cuando hacían oír un quejido entrecortado. Cuando por la tarde los policías se habían repuesto del susto, me llevaron a la oficina, después de dirigirse toda clase de improperios me tomaron por la nuca y me llevaron hasta el patio para hacerme limpiar con la cara los charcos de sangre. (Testigos presénciales de este hecho nos relataron que Zoila Fernández gritaba histérica: “¡no me importa que me hagan esto, es sangre de machos, sangre de anarquistas!”). Luego fui conducida a un calabozo, con la amenaza de que en la noche la pagaría; esta amenaza que yo la veía cumplirse, porque no hay espíritu más ruin que el del policía, y el recuerdo de mis queridos hijitos, a quines no vería más, me estremecieron de espanto y pasé unas horas que me serán inolvidables mientras viva. Sin embargo estaba convencida que antes de ser ultrajada tendría la fuerza para hacerme asesinar. Felizmente las amenazas no llegaron a cumplirse gracias a un oficial, que habiendo sorprendido las provocaciones de los policías me hizo poner guardia. Más tarde, y por indicación del mismo oficial, logre que me trajeran a mi hijito, que se me moría de hambre y con el presencia las horribles torturas que les fueron aplicadas a los obreros, que ni habían participado en el hecho. Nunca vi crueldad más grande. Se les cruzaban las muñecas por detrás y se les ligaba con alambres de púas. El juez Perazzo Naón encontró a los presos en esas condiciones, y por orden suya, después de las declaraciones de práctica se nos puso en libertad a mí y a otra compañera, y a los presos se les quitó las ligaduras. Pero cuando el juez se fue a comer, los polizontes volvieron a ligarles las muñecas a los presos, aunque esta ves con alambres de fardo. Así permanecieron hasta el otro día en que fueron conducidos hasta Santa Rosa”.
Así es, al día siguiente los presos, terriblemente golpeados y heridos fueron encadenados unos con otros y allí, antes de la despedida de Jacinto Aráuz fueron víctimas de nuevos castigos. El que más se distinguió en esta paliza de despedida fue un cabo de la policía montada de Bahía Blanca, de apelativo “Barullo”. Pero, en el tren especial que lo iba a conducir a Santa Rosa, se hizo cargo de ellos un policía de ley, el sargento Zárate, quien dijo a sus subordinados: “estos presos son ahora mis presos, mucho cuidado con tacarlos que a la postre quién sabe su son culpables” y dirigiéndose a los presos: “bajo mi custodia nadie los va a tocar; se los garante el sargento Zárate”.
Y cumplió con su palabra aún en el momento de más peligro. En Santa Rosa, los esperaba la Liga Patriótica. Al llegar los presos a la estación, un profesor del Colegio Nacional y un abogado arengaron a los presentes para que “el pueblo se hiciera justicia por propia mano”. Con ellos caldearon el ambiente porque Santa Rosa reinaba gran indignación por la muerte del oficial Dozo, perteneciente a una apreciada familia del lugar. A duras penas el sargento Zárate logró salvar a los presos de que los lincharán.
Nada menos que el dramaturgo Pedro E Pico y Enrique Corona Martínez fueron los abogados de los estibadores. Corona Martínez se fue a vivir a Jacinto Aráuz y allí se hizo pasar por corredor de comercio para reunir los antecedentes del caso. Fue él en un profundo alegato demostró que al comisario Basualdo se le había prestado dinero para que se prestara a la eliminación de la Sociedad de Resistencia.
Pero, esas fueron palabras que se llevó el viento. La única realidad fue que no sólo fue destruida para siempre la organización obrera en esa localidad sino en muchas localidades vecinas.
No bien se tuvo la noticia en Buenos Aires, La FORA se puso manos a las obras. Hizo un llamado de solidaridad y los primeros que se presentaron fueron los obreros ladrilleros que sacaron 600 nacionales de su caja para ayudar a los presos de Jacinto Aráuz y para dar protección a los prófugos.
La FORA dará a conocer un indignado manifiesto titulado: “La barbarie policial en la pamapa” y que decía entre otras cosas: “por la verdad y la justicia, el proletariado de la FORA debe aprestarse a la lucha. No es ya el simple encierro en los inmundos calabozos, ni en las simples deportaciones por los comisariotas en convivencia con los señores de la Liga Patriótica y el comercio lo que se practica, sino el asalto, el crimen y la alevosía, bajo la inmunidad del código y de la fuerza”.
“El cobarde y vandálico atropello —continúa— perpetrado por las hordas policíacas contra un grupo de trabajadores, compañeros nuestros, en el pueblo de Jacinto Aráuz, es uno de los tantísmos jalones manchados con sangre proletaria por los lacayos incondicionales del capitalismo. Pero frente a las hordas criminales de los que usurpan la riqueza y el poder, frente a la venalidades de esa prensa que mide la verdad, y la justicia según el valor de la de los que antes de sentirse hombres un solo minuto de su vida, prefieren con su silencio complicarse en los crímenes más abominables, están centenares de trabajadores que no abandonarán a sus hermanos de infortunio”.
“La vieja FORA que en más de una ocasión hizo temblar a la canalla gubernamental, no abandonaría a sus hijos a merced de una injusticia que se inclina siempre del lado de quienes detentan el poder. Por eso, contra la prensa celestina y mercenaria que desde el primer momento está empeñada en tergiversar los hechos para se sepulte en las mazmorras carcelarias a nuestros hermanos de Jacinto Aráuz, damos hoy este manifiesto a los trabajadores del país y a los hombres de sentimientos sanos para que juzguen quiénes son los criminales y quiénes son lo que deben ir a ocupar los calabozos”.
Termina diciendo la FORA: “La ofensa inferida a los trabajadores de Jacinto Aráuz es la ofensa a todos los trabajadores de la FORA. Recojamos el guante”.
Pero un hecho más importante vendría a ocupar a la FORA y a la opinión pública en general. Comenzaba a venir las noticias de la represión de huelgas patagónicas por el teniente coronel Varela. Los obreros comenzaron a tener conciencia de lo que significaba la tremenda lección impartida por el ejército argentino a los obreros patagónicos. Las noticias de los fusilamientos en el lejano sur quitaron importancia a lo de Jacinto Aráuz aunque este último hecho marcaba la forma diametral opuesta de reaccionar de los obreros: en el Patagonia se entregaba sin luchar. En Jacinto Aráuz habían demostrado que había que luchar aún presos dentro de la comisaría.
Al delegado Machado y al secretario Jacinto Vinelli jamás pudo capturarlos la policía. El primero desapareció u nunca más de supo nada de su vida. Jacinto Vinelli siguió prófugo durante casi ocho años dedicándose en esos años al anarquismo “expropiador”. El 21 de agosto de 1928 fue detenido en una farmacia con un fajo de billetes de diez pesos falsos, de la falsificación realizada por el anarquista alemán Polke.
De los protagonistasde los hechos de Jacinto Aráuz —pese a la brillante defensa— seis fueron condenados a tres años de prisión: Manuel Suárez, español, con ocho años de residencia en el país; Alfonso de la Heras, de Bernasconi; Gabriel Puigserver, de Villa Alba, y Abelardo Otero, también de la misma localidad. A Otero luego le adicionaron un año más por un hecho huelguístico acaecido en salto. Estos pasaron once meses en la cárcel de Santa Rosa y el resto de sus condenas en la cárcel de Genaro Acha. El resto de los compañeros salieron a los tres y once meses. Los policías fueron todos absueltos.
De los que sufrieron mayor condena, Teodoro Suárez se destacó posteriormente como dirigente obrero de la FORA. Luego de actuar largos años en Villa Constitución donde floreció una de las federaciones locales más fuertes, prosiguió en la Capital. En 1952 conoció nuevamente la cárcel y las torturas por haber sido el autor de un manifiesto de la FORA contra descuentos compulsivos a los obreros, ordenado por la CGT peronista. Se lo detuvo en la subprefectura de Boca y Barracas donde el oficial Méndez le rompió tres costillas a garrotazos y luego fue colgado de un gancho por las esposas junto a los obreros de Oliva Cenaumont, Santana, Zacarías y Mayorga y a los imprentos Loeda y Galepi. Habían pasado los tiempos y los gobiernos, pero seguía habiendo cárceles y torturas para los últimos anarquistas que seguían firmes en sus convicciones.
Al recordar el hecho de Jacinto Aráuz no podemos poner punto final sin recurrir a aquel ardiente escrito de Rodolfo González Pacheco, titulado precisamente “¡Anarquistas!”, y en donde otras cosas dice:
“El anarquista es un hombre de batalla. La pelea es su juego; es la arena en que mejor él destaca su bravura fatal, o es el mar, cuyas crestas amargas cumbrea jubiloso. La derrota o el triunfo no cuentan; son impostores que el anarquista y desprecia mientras marcha a cumplir su destino; su destino no es tan poquita cosa como una corona de flores o de espinas, sino mucho más: morir peleando, pelear para ser libre.
“Todo lo que no sea batalla, le viene chico o le queda ridículo al anarquista. Es un hombre de batalla y no de componendas o sutilezas. Con él no hay arreglo nunca. No pacta ni desiste; luchas y afirma. Tipo nuevo en la historia, generador de otra especie de hombres, macho ardiente y poderoso que avanza, bramando amor, a poseer la vida.
“Y la batalla es su juego, es la luz que destaca su musculatura fornida y ágil. Su arena candente y su oleaje amargo. Lo que él cumbrea y donde él se clava.
“No ve mal ¡no! los que no le ven como a un insurrecto eterno, tenaz y diabólico. ¡Es él! Los que tiran a matarle, le conocen, los que le llenan de peligroso, a él, al anarquista nombran. Timbre es esto y no calumnia; flechas bajo cuya lluvia canta, son romperse, su talla de granito.
“¡Anarquistas! ¡Os hablamos con la voz de huracán de la Anarquía; crespa, ruda sostenida. La guerra con los burgueses es hoy, fue ayer y debe ser siempre, definitiva y a muerte. No poséis vuestras acciones en la balanza tramposa de los legalitarios, negros o rojos. Sólo un peso debéis sentir en vosotros; el pero que os clave al suelo, que os afirme en el destino y que os aplome, machos ardientes y poderosos, frente a la vida: el peso de los testículos!”
Casi cincuenta años han pasado. Y no en vano. La vida en el campo ha cambiado. No sólo por el adelanto de la técnica que ha terminado con el trabajo humano más sacrificado sino también por las leyes sociales que la humanidad ha sabido ir imponiéndose principales a partir de la finalización de la segunda guerra mundial.
Del inmigrante extranjero que iba a trabajar al campo se ha pasado en nuestro país al hijo de la tierra que se viene a la ciudad a engrosar los conglomerados urbanos. Y este fenómeno no se debe a la explotación del hombre sino a la falta de posibilidades. A partir de 1943 se le dan leyes sociales al hombre del campo que si bien no lo dignifican en su aspecto integral lo sacan del oprobio y de la dependencia más primitiva a la que estaba sometido.
Así como no en vano pasan los años de la humanidad con sus marchas y contramarchas en el aspecto social, así tampoco fueron vanas las luchas de esas “sociedades de resistencia” que copularon en olvidados pueblos de nuestro extenso país. Nada se puede negar, como no se puede negar la acción de los parlamentos socialistas que desde sus bancas lucharon por las primeras leyes sociales en nuestro país —leyes que afirmaron presidentes conservadores y radicales— como los estatutos de las diversas ramas del trabajo que impuso Perón.
En este trabajo se ha tratado de dar el clima cierto de aquellos años. Por ejemplo, el odio tremendo de los anarquistas a todo lo que vistiera uniforme, en este caso la policía, odio que los llevaba a no diferenciar a la policía en función política de la policía en función social. Y, debemos reconocer, que en algo les cabía la razón porque fue culpa de todos los gobiernos en este país al usar a la policía en la represión de las ideas. Al mismo policía que ordenaba el tránsito o ayudaba a un accidentado se lo usó para allanar un sindicato o apresar a un intelectual o reprimir una manifestación política. Cuando al gobernante de turno se le quemaban los papeles recurría a la sirvienta para todo servicio: la policía. Es así como luego se generalizaría el concepto y no se sabía diferenciar entre un comisario Basualdo que la emprendía a tiros con peones de ampo y un sargento Zárate que los protegía de ser apaleado y linchados. Así, nuestra policía ha tenido que apalear radicales en tiempo de conservadores; apalear socialistas y anarquistas en tiempos de radicales; apalear antiperonistas en tiempos peronistas. Eso ha sido tan peligroso para la institución policial como el otro aspecto en la que es culpable nuestra sociedad: se a glorificado y batido en palmas a los “policías en acción” estos que descargan sus armas antes de preguntar, en vez de poner alto el ejemplo de esos comisarios concienzudos que sen han transformado con ser fieles ejecutores de la justicia y que han tenido en cuenta siempre que es preferible dejar escapar a diez culpables y no matar a un inocente.
Finalizado este pequeño capítulo para la historia de las ideas anarquistas en nuestro país nos queda por decir que, a pesar de tener en la década del veinte y aún del treinta varios momentos de esplendor, la influencia libertaria y la acción de la FORA fue decayendo sensiblemente hasta pasar a límites mínimos después de la guerra civil española y la guerra europea y, aquí por la influencia del sindicalismo estatal peronista. Su campo actual está circunscripto al terreno de las ideas, que será valioso si el anarquismo se conforma en la tarea anónima pero gigantesca marcada por Malatesta: “a los anarquistas les compete la especial misión de ser custodios celosos de la libertad, contra los aspirantes al poder y contra la posible tiranía de las mayorías”.