Combatidos y hasta estigmatizados por sus propios compañeros de ideas, los anarquistas que a sí mismos se llamaban expropiadores o —para emplear otros términos— el anarquismo delictivo tuvo en nuestro país un gran auge en las décadas del veinte y del treinta.
Recordar, historiar no es, por cierto, reivindicar. Explicar objetivamente cómo se desenvolvía la sociedad de apenas tres o cuatro décadas es difícil y más que eso, peligroso. Porque precisamente a veces se confunde objetividad con reivindicación.
Se admite, sí, o son reserva alguna —y es hasta lectura ineludible para los niños— la historia de un Robin Hood, por ejemplo, que quitaba (quitar, robar, expropiar: términos que a veces se diferencian sólo en la mayor o menor fineza con la que se pronuncian) a los poderosos para entregar a los desvalidos. Pero, a siglos de su actuación, Robin Hood es hoy un personaje simpático, tal vez porque su existencia tenga ribetes de leyenda, o porque sea sólo el producto de la imaginación. Los anarquistas expropiadores no son producto de la imaginación. ¡Existieron, y cómo! No todos ellos fueron Robin Hood aunque más de una fue un Pimpinela Escarlata. Eran tremendamente crueles en la defensa de sus vidas porque sabían que el menor descuido, la menor conmiseración significaba el fusilamiento en la calle o en el paredón. Eran, sí, una especie de guerrilleros urbanos pero que no contaban con el respaldo de ninguna potencia extranjera que les enviará fondos y armas o donde poder refugiarse cuando las cosas se ponían demasiado peligrosas. Vivían con los segundos contados, sin treguas. Curiosos personajes que atacaban a la sociedad (“burguesa”) a bombas y a tiros, pero que en sus periódicos censuraban agriamente a la dictadura de los bolcheviques defendiendo un vellocino de oro transparente e inmanente: la libertad.
“No se los puede reivindicar”, nos decía una de los últimos grandes intelectuales anarquistas que viven en nuestro país. Sí, agregamos, pero no se los puede ignorar. El movimiento anarquista expropiador fue muy grande en nuestro país, tal vez más importante que en la misma España, aunque tuvo una efímera duración de 15 años. Estuvo integrado por universitarios, obreros y algún que otro delincuente nato, pero que conformaron una galería de tipos humanos definidos. Aquí los veremos desfilar.
El 19 de mayo de 1919 tuvo lugar el primer asalto con fines políticos en nuestro país. Y por la fecha y el ambiente en que se vivía no pudo haber sido organizado sino por rusos. Así es; el mundo social vivía atormentado por la Revolución Maximalista de Petrogrado y Moscú. En nuestro país, las filas anarquistas contaban con una profusión de apellidos eslavos que salían a relucir en los tiroteos frente a los sindicatos o en los atentados con bombas. Radowitzky, Karaschin y Romanoff habían perturbado la tranquilidad de los porteños. Por eso, cuando los diarios dieron los autores del primer asalto político, los lectores deben haber exclamado moviendo la cabeza: ¡No podían ser de otra manera, tenían que ser rusos!
Es que en este primer asalto todo es insólito, pero aun más lo son sus protagonistas. Tal vez el relato de un mero cronista no llegue a dar el matiz justo en la descripción de estos personajes, del ambiente conspirativo, de la mística nihilista y de la aceptación religiosa del destino de sufrimiento que rodea a los dos desesperados políticos que rompieron a tiros la tranquilidad del barrio de Chacarita en ese atardecer de mayo de 1919. Son personajes exclusivos para un Dostoiewski. O tal vez también para la melancólica ironía de un Chéjov.
El asalto —bien de época, por otra parte— comienza en tranvía. Había miedo en Buenos Aires. Hacía muy pocas semanas que a Hipólito Yrigoyen se le había ido la cosa de las manos y todo había terminado en la matanza de los talleres Vasena. El proletariado se había quedado con la sangre en el ojo. El “Peludo” tendrá que aguantarse 367 huelgas en ese año, dos más que todos los días juntos del año. Y mientras los intelectuales anarquistas siguen discutiendo entre sí la forma en que se desarrollará la vida cuando no haya más gobiernos, los anarco-individualistas aplican la acción directa y queman tranvías o hacen saltar panaderías por el aire…
Ya para ese entonces se había producido un nuevo desgarramiento en las izquierdas, que iba a repercutir en la vida sindical de la Argentina: una parte del anarquismo apoyaría la Revolución Rusa, es decir, a los maximalistas (bolcheviques). Pero el resto del comunismo anárquico —casi la mayoría— atacará tanto a capitalistas como al gobierno de Lenin por ser para ellos dictaduras iguales con formas distintas.
La polémica era durísima. Los anarquistas “prácticos” —que apoyan a la Revolución Rusa— defienden su criterio desde las columnas de “Bandera Roja”, mientras que los anarquistas comunistas intransigentes los llamaban oportunistas y traidores desde “La Protesta”, “El Libertario” y “Tribuna Proletaria”.
De las filas del grupo anarquista que apoyaban a la Revolución Rusa salieron los dos personajes que serán protagonistas del asalto de mayo de 1919. Pero no lo harán por “oportunistas” sino por rusos: el fin de ellos era obtener dinero para sacar un periódico en idioma ruso y explicar a sus connacionales en la Argentina lo que estaba ocurriendo en la lejana “madrecita” Rusia.
El matrimonio Perazzo es joven y los negocios van bien. Tienen una agencia de cambios en Rivadavia 347, en el antiguo local de la Bolsa de Comercio. Cierran el local a las 19, arreglan sus cosas y regresan juntos a su casa, en el barrio de Chacarita. Para ello toman el tranvía 13 en el centro, que los deja a pocos metros de donde viven. Pedro A Perazzo suele llevar, cuando se retira del trabajo, un maletín.
En los primeros días de la segunda quincena de mayo, la señora de Perazzo ha notado en el negocio que a través de la vidriera la miran unos extraños ojos de extranjero. Primero uno, más bien rubio, con cara de polaco, y luego otro, de ojos negros, brillantes. Se lo hace notar al marido quien no da importancia al hecho.
Esa noche del 19 de mayo, el matrimonio Perazzo sale a las 19:30 del local y toma el obligado tranvía 13 rumbo a casa. El lleva el acostumbrado maletín.
Durante el trayecto, la señora está inquieta, Está segura que el pasajero sentado detrás de ellos es el desconocido con cara de polaco que los ha estado espiando últimamente Se lo dice a su marido quien la tranquiliza aunque no deja de estar alerta porque él ha notado otra cosa extraña: el tranvía es seguido por un automóvil que varias veces se ha aproximado y uno de sus dos ocupantes ha lanzado miradas hacia ellos.
Llegan a destino. Perazzo se tranquiliza. En esa esquina de Jorge Newbery y Lemos hay mucha iluminación y tránsito. Dos vías de tranvía cruzan por ahí y a poco más de cincuenta metros pasa la concurrida calle Triunvirato.
Pero al bajar, su señora le tira la manga del saco y se queda paralizada. El pasajero de cara de polaco ha bajado también en esa esquina. El tranvía sigue su marcha. El auto misterioso para allí mismo y de él baja el de los ojos negros y brillantes. El cara de polaco se abalanza sobre Perazzo con un revolver en la mano. La mujer sale corriendo a los gritos. Perazzo se ha quedado tan paralizado que retiene aun más el maletín. El cara de polaco le pega dos o tres tirones pero no logra quedarse con el bulto. Entonces pierde la calma y empieza a tirar tiros a todos lados.
En eso llega un tranvía 87 con un bagaje definitivo para los asaltantes: dos agentes de policía en la plataforma. Al ver el insólito espectáculo y oír los tiros, los uniformados sacan sus armas y atacan al auto y al hombre rubio que ha disparado los tiros y que (ahora sí) ya ha logrado arrancar el maletín.
El otro asaltante, que ha bajado del auto, vuelve al mismo al ver que la cosa se pone fea y le grita al que acaba de arrancar el maletín a Perrazo que suba en seguida al vehículo. Pero éste no lo oye; está tan nervioso que huye a pie mientras sigue tirando a cualquier lado.
Uno de los balazos va a dar en el pecho del guarda del tranvía 87 quien cae (pero no le pasó nada; luego, el gallego contará a los cronistas que lo que le salvó la vida fue el hecho de haberse puesto dos camisetas gruesas de frisa ya que el balazo luego de rebotar en el suelo le atravesó la chaquetilla, la primera camiseta y no tuvo fuerza ya para perforar la segunda). Otro de los balazos del enloquecido asaltante hiere en un pie a uno de los agentes.
El de los ojos negros penetrantes y el chofer del misterioso automóvil han huido ante la imposibilidad de recoger a su compañero, quien perseguido por el otro agente toma por la calle Lemos, dobla por Leones y va hacia el norte por esa calle que es de tierra y oscura como boca de lobo. De allí desemboca en la calle Fraga pero, decididamente tiene mala suerte. En el número 225 de esa calle viven dos agentes de policía, quien al oír los tiros han salido a la calle con sus respectivas armas. Al ver venir al asaltante —que ya ha arrojado el maletín en cualquier parte— se parapetan detrás de los árboles y le hacen fuego graneado. El asunto ya se pone serio: una de las balas le rompe el brazo izquierdo al asaltante, quien enfurecido, va a buscar detrás del árbol donde se esconde al vigilante y le descerraja un mortal tiro en el pecho. Es el último tiro porque ya no le quedaban más balas y se mete en un corralón de carbonería. El carbonero, curioso, había salido al portón a mirar y recibe un balazo en un ojo que dispara uno de los agentes perseguidores.
El asaltante, sin balas y malherido se refugia detrás de unas macetas con malvones y helechos y allí caerá exhausto y será prendido por sus perseguidores.
Todo había terminado mal. Un verdadero “zafarrancho”. Un agente muerto, el carbonero y el asaltante heridos graves —éste último por la pérdida de sangre—, y el matrimonio Perazzo y un vigilante heridos leves. Total, para nada.
¿Quiénes eran los asaltantes? Ahí vendrá la sorpresa para la policía en la investigación. Investigación que será lenta y complicada a pesar del celo que se pone, principalmente porque ha sido muerto uno de los suyos.
El desconocido es curado un poco y llevado al interrogatorio que no debe ser muy liviano por cierto. Es alto, corpulento, de cutis blanco, pelo corto entre rubio y castaño, cara de eslavo. Viste ropas aseadas, aunque humildes. Tiene documentos a nombre de Juan Konovezuk, nacido en la Besarabia rusa, el 27 de enero de 1883. Pero luego es identificado con su verdadero nombre; se trata de Andrés Babby, ruso blanco aunque de nacionalidad austriaca por haber nacido en la Bukovina, en la frontera entre los dos imperios. Tiene 30 años de edad. Hace seis meses que reside en la Argentina. Es tenedor de libros.
Después de horas y horas de interrogatorio, lo único que la policía ha sacado es una historia fantástica. Babby relata que estando en un banco de plaza, sin trabajo, se le aproximo un individuo conocido como “José, el alemán”, de grandes bigotazos y de temible aspecto quien lo invitó a comer y luego le ofreció ganarse unos buenos pesos haciendo un “trabajo fácil”. Tenía que seguir a un matrimonio en el tranvía y, al descender, debía arrancarle un maletín al hombre. Babby declara que no se atrevió a contradecirlo por el aspecto amenazador del proponente y que, ya en el tranvía, vio que “José, el alemán” lo seguía en un automóvil desde donde le lanzaba furiosas miradas para obligarlo a cometer el delito. Ninguna otra referencia dice poder dar Babby sobre el misterioso “José, el alemán”.
El asalto y el desarrollo de la pesquisa es la lectura obligada de los lectores porteños. Los diarios traen largas crónicas sobres las declaraciones de Babby y hacen conjeturas sobre “José, el alemán”. Hasta se van creando una psicosis y todos creen conocer a un personaje con esas temibles características. Llegan por eso a la policía decenas de denuncias, principalmente de prostitutas y dueños de cafés.
La policía —que no está muy convencida del relato de Babby— hace averiguaciones en todos los restaurantes alemanes. Pero tanto los propietarios como los mozos se ven en figurillas para responder porque la verdad es que entre su clientela germana hay muchos señores bigototes a lo Kaiser (aunque Guillermo II ya había perdido la guerra y el trono) y conspicuo aspecto.
Pero en ayuda de la policía llega un anónimo que da la clave: Andrés Babby vivía en una pieza de Corrientes 1970. Allí el encargado da una serie de datos precisos: sí señor, allí vive una persona de ese apellido en una habitación que comparte con el profesor Germán Boris Wladimirovich. La policía pide hablar con el citado profesor. No, imposible, el profesor se ha ausentado desde el 19 de este mes. Salió con valijas.
La habitación es allanada. La señora Perazzo reconoce a Boris Wladimirovich como el hombre que la miraba con sus penetrantes ojos negros a través de la vidriera, el mismo que bajó del automóvil cuando Babby quitó el maletín de la mano de su esposo.
Ya está la pista. La policía intuye que el cerebro de todo esto ha sido Boris Wladimirovich. Y actúa rápidamente. Averigua por las amistades y da con los hermanos Caplán, que no tiene empacho en decir que lo conocen, que Wladimirovich al igual que Babby son anarquistas, y que el primero es muy amigo de un empleado del observatorio astronómico de La Plata, lugar adonde va porque es muy aficionado a la cosmografía.
Buen hallazgo en el observatorio: allí están dos valijas de Boris Wladimirovich, llenas de publicaciones anarquistas, libros, cartas y escritos. El empleado amigo de Boris, que no sospecha en qué cosas puede andar metido su amigo indica a la policía que no sabe dónde puede encontrase, pero bien lo puede saber Juan Matrichenko, un ucraniano que vive en Berisso. Los empelados de investigaciones buscan a Matrichenko y le señalan su preocupación por el paradero del buscado porque —dicen— temen que haya sido raptado. El ingenuo y preocupado Matrichenko los consuela rápidamente: no él lo ha recomendado a un amigo en San Ignacio, en Misiones. El que puede saber bien qué día salió es el chofer Luís Chelli, porque Wladimirovich usa siempre sus servicios.
Dos pájaros de un tiro. Mientras se allana el domicilio del chofer, se telegrafía a la policía de Posadas.
A Chelli le encuentran material anarquista en su habitación y es reconocido por los Perazzo como el que manejaba el coche que intervino en el asalto. Todo aclarado.
Pero faltaba el plato fuerte en este primer episodio del anarquismo expropiador: la personalidad del principal protagonista del episodio.
En San Ignacio, Misiones, detiene a Wladimirovich. A los policías les parece extraño que ese hombre pueda ser un delincuente. Tiene la presencia de un universitario, de un intelectual. Maneras afables, mirada inteligente, rostro trabajado por algo que pareciera un íntimo sufrimiento. Allá en Posadas causa tanta sensación la captura que el propio gobernador de Misiones, doctor Barreiro, se hace llevar hasta la comisaría y conversa durante horas enteras con el anarquista. Y cuando llega la comisión policial de Buenos Aires al mando del comisario Foppiano el mismo gobernador decide acompañarla a llevar el proceso a la capital en el largo viaje en tren.
Antes de partir, las autoridades policiales y provinciales se hacen sacar una fotografía para la posteridad. Todos sentados, en estirada actitud, y Boris Wladimirovich detrás de ellos, parado. El preso, de nietzscheano aspecto, aparece cavilando, ajeno a todo ese despliegue, mientras los importantes funcionarios miran, tensos, el aparto fotográfico.
Mientras tanto, la policía ha averiguado bien la identidad de Wladimirovich. Es ruso, de 43 años de edad, viudo, de profesión escritor. “La prensa” informa a sus lectores más detalladamente: “Boris Wladimirovich presenta interesantes características. Es médico, biólogo, pintor y ha tenido figuración entre los elementos avanzados de Rusia. Está prontuariado en la policía como montenegrino y dibujante, pero es ruso, perteneciente a una familia de la nobleza”. Boris, a los veinte años contrajo enlace con una obrera revolucionaria y por esta causa renunció a su abolengo. Se sabe que ha sido un hombre de fortuna y la dilapidó por sus ideales.
Es médico y biólogo pero salvo el desempeño temporario de una cátedra en Zurich, suiza, nunca ejerció su profesión. El doctor Barreiro le ha escuchado en el viaje algunas disertaciones científicas que le han llamado mucho la atención.
Boris ha sido socialdemócrata ruso y participó como delegado de esa nacionalidad en el congreso socialista de Ginebra, en 1904, donde tuvo su primera disidencia con Lenin. De éste último dice que es un hombre inteligente, pero de Trotzki prefiere no hablar.
La policía sigue averiguando: Boris es autor de muchas publicaciones, entre ellas, tres libros de sociología. Habla a la perfección el alemán, francés y ruso y la mayoría de los idiomas y dialectos usuales en su madre patria. En castellano se expresa relativamente bien. Tiene un “hobby” artístico: la pintura, y antes de su fuga dejó en Buenos Aires 24 telas, entre ellas un autorretrato. Últimamente había dado conferencias libertarias en Berisso, Zárate y la Capital.
¿Pero por qué este hombre, miembro activo del movimiento revolucionario europeo, vino a dar a la Argentina?
Poco a poco se irán sabiendo más detalles. La muerte de su esposa y el tremendo fracaso de la revolución Rusa de 1905 inciden en su ánimo. Su carácter de por sí melancólico, comienza a encontrar consuelo en el Vodka, bebida a la que se aficiona luego de sufrir un colapso cardiaco. Dona su casa en Ginebra a sus compañeros de ideas y de allí se va a París donde decide hacer un largo viaje para descansar y levantar su espíritu. Un amigo tiene un hermano que posee una estancia en la provincia de Santa Fe, en la Argentina, y le recomienda que viaje allí. Wladimirovich llega en 1909 a nuestro país, donde se vincula con los círculos de obreros de nacionalidad rusa. Luego de descansar un tiempo en la estancia santafesina se va al Chaco donde vivió cuatro años y medio. Vive del poco dinero que le queda y se dedica al estudio de esa región recorriendo el Chaco desde el Paraná hasta Santiago del Estero y explora preferentemente el Estero Patiño. Vive frugalmente aunque su afición a la bebida blanca sigue en aumento. En Tucumán le llega la noticia del estallido de la guerra mundial. Entonces regresa a Buenos Aires. Dirá “La Razón”: “en Buenos Aires será recibido con los brazos abiertos por los elementos avanzados que no podían olvidar a pesar de su larga ausencia, su actuación libertaria con respecto a su país de origen, que lo presentaba rodeado de una aureola de apóstol más luminosa aun después de sus ostracismos. Y volvió a su tarea de propagandista dando conferencias, persuadiendo, predicando en los centros ya fueran numerosas o reducidas asambleas, no importaba. Al estallar los disturbios de 1919, Boris fue la Chacarita para organizar allí un comité revolucionario de ideas, se entiende, con una base seria, pero se encontró con un montón de gente que no obedecía a plan alguno y que demostraba una absoluta incapacidad para ello, que se limitaba a disparar aturdidamente sus armas en todas direcciones. Su desaliento fue enorme”
Después de la semana trágica, Boris está obsesionado por la amenaza de los muchachos de Carlés de matar a “todos los rusos”. “La caza de ruso” fue expresión popular entre los jóvenes de la alta y media burguesía porteña que se alistaron en la guardia Cívica y en la Liga Patriótica Argentina, en la sangrienta semana de enero, y se realizaron inicuos y criminales atentados contra los barrios de israelitas porque en General, en la Argentina, al judío se lo llamaba “ruso”. Algunos exaltados creyendo estar iluminados por mandato divino hasta propusieron una “degollina de rusos”.
Boris ha meditado largamente y él se cree en el deber de esclarecer a sus connacionales que viven en la Argentina. Esclarecerlo además en lo que significa la Revolución de Octubre. Que él cree que llevará a la libertad integral del hombre. Y por eso lo obsesiona tener un periódico. Para él es fundamental contar con un periódico porque como dirá semanas después (cuando le levanten la incomunicación) a los periodistas “lo que viene de Rusia a la Argentina es la hez del pueblo, sobre todo hebreos, que forman en conjunto una masa incoherente, incapaz de formar un plan serio de carácter revolucionario y mucho menos, llevar a la realidad una gran teoría”.
Pero para poder publicar un periódico hacen falta fondos. Hay dos posibilidades: contar con los centavitos de los obreros rusos y algún intelectual que deje de comer dos o tres días para ayudar a pagar la impresión del primer número, o si no, ir a lo grande. Y Boris, por su origen, está acostumbrado a no andarse con pequeñeces o mezquindades. Por ejemplo, él que sólo vive de alguno de sus cuadros que puede vender o de alguna clase de enseñanza de idiomas, cuando tiene dinero se va almorzar al restaurante alemán Marina-Keller, de la calle 25 de mayo, donde se siente en típico ambiente europeo y, además, hay vodka ruso legítimo. Por eso, cuando piensa en su plan del periódico considera que es necesario contar con fondos reales. Y comienza a madurar un plan. Para ellos conversa con el “negro” Chelli. Este es un chofer anarquista que varias veces lo ha llevado a su habitación cuando el vodka le hacía perder el sentido de orientación. Chelli es hombre de acción que ha actuado con él en la semana huelguística de enero. De allí nace el plan, porque el chofer es quien tiene el dato de los Perrazo.
Wladimirovich contará también con Babby, su compañero de pieza. Un anarquista que lo admira y lo tiene como su maestro. Es capaz de dar la cabeza por Boris.
Cuando llega la comisión policial de Posadas, Wladimirovich se declara culpable, de instigador del asalto y de único responsable. Cuando le carean con Babby, le dirá a su compañero de aventuras que se olvide de su cuento de “José, el alemán” por cuanto él ya ha reconocido la autoría del hecho.
Involuntariamente, Boris originará un entredicho judicial. En efecto, su figura parece ser tan interesante, que durante su incomunicación es visitado por el ministro del Interior de la Nación y varios legisladores yrigoyenistas que quieren conocerlo de cerca. Y conversan largas horas con el intelectual anarquista. Al salir, el ministro del interior responderá a los periodistas que “El detenido contestó serenamente a las múltiples preguntas que se formularon”. Esto hace hervir de indignaciones al juez interviniente que protesta por la visita del alto funcionario y de los diputados a quienes recuerda que el reo “esta incomunicado” y por tanto, impedido de recibir visitas.
Es que los jueces argentinos son en esa época muy severos con todo aquel que sea anarquista o tan sólo huelguista. A un empleado de Gath y Chaves, por ejemplo, por incitar a la huelga en la puerta del comercio, le dan dos años de prisión. A obreros que golpean a un “carnero”, ocho y diez años. Y nada de mandarlos a un colegio de señoritas: Ushuaia es permanente amenaza por los que se descarrían de las normas que se ha dado la sociedad. Hipólito Irigoyen es el presidente, pero deja en libertad a las instituciones para que se muevan por sus resortes naturales: ya sea el ejército —como en la semana trágica—: la policía en su lucha sin cuartel contra el extremismo político; la justicia con sus fallos ejemplarizadores contra todo lo que huela a subversión, y la Liga Patriótica Argentina —con Manuel Carlés, el almirante Domecq García, y los doctores Mariano Gabastou y Alfredo Grondona, al frente— en su vigilante defensa de la propiedad comportándose como un organismo de seguridad y choque “de facto”.
Por eso, los frustrados asaltantes las van a pasar mal. Más que todo, Babby que ha matado al agente de policía. El Jockey Club se ha apresurado a iniciar una colecta para la familia del “policía muerto por una banda argentina” y el primer día recauda 2.010 pesos ¡de los de 1919!
“La Razón”, que es un vocero inoficial de la Liga Patriótica, pone en duda la versión de Wladimirovich de qué quería el dinero del asalto para propaganda escrita. Sostiene que se supone que sus propósitos eran adquirir sustancias explosivas para fabricar bombas. “Crítica”, por su parte, los califica de bandoleros tipo Bonnot, recordando a la banda de anarquistas franceses que asaltaban bancos en Francia y Bélgica en los primeros años del siglo.
En primera instancia, el fiscal doctor Costa solicitará la pena de muerte para Babby, 15 años para Germán Boris Wladimirovich y dos años para Chelli.
Luego de largos meses de reclusión en celdas aisladas en la Penitenciaria, el juez Martínez impone 25 años de prisión a Babby, diez a Boris Wladimirovich y uno a Chelli. En la apelación, el fiscal de Cámara solicita meramente la confirmación de la sentencia juez Martínez. Y entonces ocurre lo insólito. Los jueces de la Cámara de apelaciones son más papistas que el propio fiscal e imponen la pena de muerte no sólo a Babby sino también a Wladimirovich.
El fallo fue largamente comentado y discutido. Los diarios anarquistas señalaron que se trataba de una “venganza de clase” de los jueces. En los círculos forenses no se dejaba de mostrar sorpresa por el fallo. Considerábase que el de Babby era justo porque había disparado contra la policía y muerto a uno de ellos. Pero Wladimirovich no había hacho uso de arma ninguna. El juez de primera instancia así lo había comprendido al señalar: “Los autores deben responder ante la ley por las consecuencias de los hechos realizados por cada uno; por eso, a Boris no puede inculpársele lo acontecido posteriormente que protagonizo Babby —La muerte del agente Santillán y la herida del agente Varela— desde que no fueron concertados ni aquél (Boris Wladimirovich) aportó su cooperación”.
En cambio, la Cámara saca a relucir el siguiente argumento: “El tribunal señala que los acusados formaron complot, asociación criminal castigada por el art. 25 del Código penal. A Boris Matrichenko, no participó en el asesinato del agente Santillán, le corresponde la misma responsabilidad porque la ley considera que hay solidaridad absoluta en los delitos de los complotados, tanto que llega al extremo de equipar los cómplices a los autores.” Agrega: “respecto al hecho de haber sido menos la pena pedida por el fiscal manifiesta la Cámara que es prerrogativa suya aplicar la ley según corresponda, tanto en el caso de que el acusador recurra como en el caso de que el fiscal desista, pues ninguno de ellos puede limitar las facultades del tribunal”. Suscriben el fallo Ricardo Seeber, Daniel J Frías, Sotero F Vázquez, Octavio González Raura y Francisco Ramos Mejía. Sólo los camaristas Eduardo Newton y Jorge H Frías disienten del fallo y votan por la confirmación de la sentencia de primera instancia. Esto último salva a Babby y a Boris de ser ajusticiados, ya que la Cámara tendrá que decir: “En vista de no poder imponer la pena de muerte a los reos en virtud del artículo 11 del código de procedimientos criminal que exige la unanimidad del Tribunal para hacerlo, condena a Babby y A Boris Wladimirovich a la pena de presidio perpetuo”
Cuando le fue comunicada la pena a Boris, éste, sin la menor afección señaló: “La vida de un propagandista de ideas como yo está expuesto a estas contingencias. Lo mismo hoy que mañana. Ya sé que no veré el triunfo de mis ideas pero otros vendrán detrás más pronto o más tarde”
Pero en la vida del ex profesor de Biología de Zurich ya no habrá. Meses después será conducido engrillado y esposado con un contingente de presos comunes a la lejana Ushuaia. Si alguna vez corrió peligro de ser enviado a Siberia, es posible que nunca soñó en que iba a parar con sus huesos a una región de igual desolación y a un penal de un país tan distante.
Allá su salud, ya quebrantada, se resintió rápidamente. Los que lo conocieron en el penal señalaron que siguió haciendo profesión de sus ideas entre los presidiarios. Su fin se acercaba apresurado por la mala alimentación, el frío y las palizas que era el pan diario de aquello oscuros años del penal. Pero antes de morir iba a protagonizar un hecho que otra vez llevaría su extraña figura (“La Razón” lo calificará de “curiosa, siniestra, novelesca silueta”) a las páginas de los diarios: será el cerebro pensante de la venganza de los anarquistas contra el miembro de la Liga Patriótica, Pérez Millán, asesino de Kurt Wilckens, en la sangrienta secuencia que se sucedió luego de los fusilamientos en la Patagonia[1].
Wilckens, en un atentado, había muerto al teniente coronel Varela, acusado por los anarquistas de haber fusilado a 1.500 obreros y peones en la patagonia. Encarcelado, Wilckens fue a su vez muerto mientras dormía en su celda por el nacionalista Pérez Millán, amigo del doctor Carlés, presidente de la liga Patriótica Argentina. Pérez Millán fue hecho pasa por loco y enviado al manicomio de la calle Vieytes para protegerlo y al mismo tiempo zafarlo de la pena que le correspondía por su crimen. Boris Wladimirovich había quedado impresionado por la muerte de Wilckens y enterado de que a Pérez Millán lo habían internado por insano en Vieytes, comenzó a simular un desequilibrio nervioso y la más completa locura después en el penal de Ushuaia. Sabía que a los locos de remate, de Ushuaia, los trasladaban a las celdas para delincuentes existentes en el manicomio de Vieytes. Tanto hizo hasta que fue trasladado. El único inconveniente que encontró es que, una vez allí fue llevado a un pabellón distinto Pérez Millán, quien tenia trato preferencial en una salita especial. Pero, consiguió un revolver que le hicieron llegar los anarquistas porteños, Boris se lo entrego a Lucich, un internado que tenía entrada libre a todas las dependencias. Boris, con su poder de convención, convenció a Lucich de que tenía que vengar a Wilckens matando a Pérez Millán. Así lo hizo Lucich. Para los anarquistas este venganza era una cuestión de honor, de ahí que —aquéllos que conocían bien la intervención de Boris en la muerte de Pérez Millán— consideraron al ex noble ruso con una aureola de héroe del movimiento.
Los nuevos malos tratos recibidos a raíz de su actuación en el episodio Pérez Millán, le llevaron rápidamente a la muerte. Boris, en los últimos años de su vida estuvo paralítico de sus dos miembros inferiores, debiendo arrastrarse por el suelo para poder moverse en la celda: un personaje de Dostoiewski con un final dostoievskiano. Parece calcado de “humillado y ofendidos” o de “La casa de los muertos”. Pero sigamos con la crónica de los anarquistas expropiadores.
Este primer e insólito asalto con fines políticos sirvió para el comienzo de una larga polémica que iba a desarrollarse durante toda la época en que el anarquismo tuvo una activa en nuestro país: ¿debía apoyarse a quienes recurrían a la “expropiación” o al delito para sostener el movimiento ideológico? ¿O había que rechazarlos porque desprestigiaban la lucha libertaria? Los hombres de la línea intelectual (principalmente en “La protesta”) y del anarcosindicalismo (en la FORA del IX congreso) estarán rigorosamente en contra de la delincuencia política así como también contra la violencia en lo que atañe al empleo de bombas y atentados personales. Mientras que los grupos de acción, partidarios de la denominada acción directa (cuyo vocero será a partir de 1921 el periódico “La Antorcha”) y los gremios autónomos apoyarán moralmente todo acto que vaya contra “los burgueses” por más delictivo que sea. Por otra parte, ya a partir del 21 y 22 los pocos anarquistas que habían apoyado a la Revolución bolchevique se habían decepcionado suficientemente de ella. Los asesinatos en masa de los partidarios de la bandera negra por parte de los comisarios de la bandera roja en la nueva Republica Socialista, levantada sobre las ruinas del imperio zarista, las deportaciones y las prisiones para los ideólogos anarquistas llegados a Moscú desde todas partes del mundo, habían volcado a la inmensa columna proletaria ácrata y a sus pensadores en contra de Lenin y sus hombres.
En nuestro país, todas las publicaciones anarquistas auténticas volcaban sus páginas tanta a atacar al régimen capitalista como el régimen comunista: son exactamente dos dictaduras iguales —decían— sólo diferenciadas por la clase que predomina, pero que suprime la libertad del pueblo. El único contacto que existía en Buenos Aires entre comunistas y anarquistas estaba dado en el Comité Antifascista Italiano, integrado por exiliados peninsulares de todas las tendencias. Allí estaban liberales, socialistas, anarquistas y comunistas que organizaban actos conjuntos en los que hablaba un orador de cada tendencia. Pero aun esto originó graves disidencias entre los anarquistas italianos por cuanto muchos sostenían que no podían compartir tribunas con los verdugos de sus compañeros de ideas en Rusia.
Y precisamente los anarquistas italianos que más se opondrán a la colaboración con los comunistas en el Comité Antifascista serán las dos figuras más preponderantes del anarquismo expropiador en la Argentina: Miguel Arcángel Roscigna y Severino di Gioavanni.
Los comunistas, por su parte, desde su periódico “El internacional” atacarán todo acto de violencia con bombas o todo asalto o robo realizado por los anarquistas del grupo “expropiador”.
El 2 de mayo de 1921 tuvo lugar un asalto a la Aduana de la Capital. Los delincuentes se llevaron una suma muy importante para aquel tiempo: 620.000 pesos. Pero el asunto se descubrió rápidamente por una torpeza del chofer Modesto Armeñanzas y todos los asaltantes —menos tres— cayeron en poder de la policía. En este asalto fue muerto un empleado aduanero. De los once implicados, tres eran realmente delincuentes profesionales y los demás, obreros que hacían sus primeras armas en el delito. Contra lo que sostuvieron algunos diarios, ninguno de ellos era anarquista, aunque el asalto sirvió para reiniciar la polémica entre los anarquistas mismos acerca de si era o no positivo cualquier clase de delito contra la “burguesía”
Rodolfo González Pacheco saldrá a la palestra en “La Antorcha” pocos días después para decir en un editorial llamado “Ladrones”, lo siguiente: “desde que se comprobó que la propiedad es un robo, no hay más ladrones a aquí que los propietario”. Lo único que está por verse es que si los que les roban a ellos no son de la misma data, de una auténtica moral ladrona. Apropiadora.
“Declaramos que no tenemos prejuicios respecto de unos ni de otros. Sobre todo, que un prejuicio de esta clase ampararía, más aún de lo que ya están, a los ladronazos clásicos. Porque estos gritan ¡ladrones!, de la misma forma como gritan ¡Patria y Orden!, sólo fin de esconder, tras ese estruendo verbal, el producto de sus grandes robos. Es lo mismo que el salteador de caminos que te descerraja un tiro para asustarte y que una vez asustado, re desvalija.
“No, no, no. Vamos a casos concretos, a realidades. ¿Cuál es el fin del que roba…?” Acaparar. O, cuanto menos, sacarle el cuerpo al trabajo y la esclavitud que es su derivado inmediato. Para librarse de ser esclavo se juegan la libertad. La pierden, generalmente, puesto que en ese jueguito los burgueses son nuestros consumados, y además son ellos los que tienen el naipe y tallan. Y si gana un ladrón chico surge rico, propietario, es decir, llega a ser ladrón grande.
“Pero, a pesar de todo esto, y aunque todos son ladrones, estamos más con los ilegales que con los otros. Con los ladroncitos que con los ladronazos. Con los asaltantes de la Aduana que con Irigoyen y sus ministros. Valga ejemplo”
Lo que lleva a la formación del grupo anarquista expropiador o delincuente en la Argentina es la necesidad de formar cuadros dentro de esa ideología para su autodefensa. No sólo es el ejército quien reprime las actividades anarquistas (semana trágica, huelga agraria de la Patagonia, huelgas portuarias en 1921, etc.) y la policía (volcada en gran parte a combatir las tareas de agitación, detener a cabecillas, vigilar y disolver mítines, quebrar huelgas), sino y por sobre todo, la acción en todo el país de la Liga Patriótica Argentina comandada por Carlés. No hay semana en la que no se produzca, por esos años, un hecho de sangre protagonizado por obreros de ideología anarquista e integrantes de la organización en defensa de la propiedad organizados bajo el rótulo de la Liga Patriótica.
No sólo en la Capital tiene fuerza la Liga Patriótica, sino también en el interior donde los propietarios de tierras y sus hijos se arman de legión —bajo los auspicios de Carlés— y hacen ejercitaciones militares para defenderse de los peones agrícolas que están en constate agitación. Los choques eran inevitables y uno de ellos, ocurrido el 1º de mayo de 1921, fue una verdadera tragedia. Ocurrió en Gualeguaychú. En ese día la Liga Patriótica realizaba un gran acto —en oposición al que los obreros hacían en festejo del Día del Trabajo— con gran desfile de gauchos a caballo, de colegios religiosos de la zona, banderas argentinas de 50 metros de largo, señoritas que arrojaban flores al paso de la juventud de choque de la Liga, etc. El momento culminante fue cuando Carlés llegó en su levita negra y su sombrero hongo en un biplano directamente de Buenos Aires.
Terminando el acto de reafirmación patriótica y de los derechos de propiedad, la caballería gauchesca al comando del estanciero Francisco Morrogh Bernard se dirigió hacia la reunión obrera que se llevaba a cabo en la plaza de Gualeguaychú y que esta presidida por una bandera roja y otra negra. Ver esas banderas y sentir la santa indignación patria en sus pechos fue todo uno en los hombres de Carlés. Y arremetieron contra la endeble tribuna proletaria y sus tres mil asistentes. Fue una carnicera. En un principio se habló de 5 obreros muertos y 33 heridos graves. Los diarios anarquistas triplicaron las cifras, los diarios serios las disminuyeron.
“La prensa” trataba de explicar el asunto diciendo que “El 95 por ciento de las víctimas no son argentinas. Ello induce a pensar en el carácter de la reunión obrera que se realizaba y también a explicarse la violencia con que los oradores anarquistas se refirieron en sus discursos a los símbolos nacionales. Intervinieron solamente 20 o 30 miembros de la Liga Patriótica en el suceso. La policía manifestó en el primer instante —seguramente por precipitación— que a los obreros no se les había encontrado armas”.
Un día después, el local de la Sociedad de Resistencia Unión Chauffeurs de la Capital, es atacado por dos automóviles en el que viajan jóvenes de la Liga Patriótica. Caen muertos dos obreros anarquistas: Los hermanos Canovi. Y no pasan tres o cuatro días que en el puerto —donde los carreros y estibadores han declarado la huelga— ocurre un tiroteo en que caen un obrero anarquista y un miembro de la liga patriótica.
La violencia crece y desde las publicaciones anarquistas se exhorta a repeler por las armas todo ataque de la Liga y, si es necesario, “atacarla en su misma guarida”.
En esa década del 20 se hará cada vez más difícil arrear simplemente al obrero. Por los menos, aquellos anarquistas conscientes se precian de llevar un arma y la verdad que no son mancos en hace uso de ellas. Baste citar los hechos de Jacinto Aráuz, donde ocurrió tal vez por única vez en la historia un tiroteo entre policías y anarquistas dentro de una comisaría. En esa localidad había intranquilidad entre los trabajadores agrícolas porque se les desconocían los derechos y se suplantaba a los que osaban protestar por peones traídos de otros lugares. El comisario de la localidad, no halló nada mejor para terminar el problema que invitar a todos los disconformes a la comisaría “a fin de conversar y llegar a un buen acuerdo”. Allá fueron trabajadores —entre los que se encontraban varios delegados inspirados en las teorías de Bakunin— y fueron invitados a pasar al patio del local policial pero notaron con sorpresa que estaba todo rodeado de “milicos” con armas largas. El comisario no aparecía pero si lo hicieron dos sargentos que comenzaron a llamar uno por uno a los obreros, los hacían pasar a un pasillo donde los desarmaban y a continuación eran entregados a otras agentes que los dejaban tendidos a garrotazos. Es decir, una manera expedita de solucionar un problema gremial.
Pero los anarquistas que estaban allí, en el patio, no eran por cierto niños de pecho. Pelaron sus armas y, a pesar de estar rodeados, la emprendieron a tiros. Se origino así una verdadera tragedia con víctimas de ambos lados. Desde ese momento, Jacinto Aráuz fue como un símbolo para los trabajadores de otras latitudes de la república. Era una especie de concretización del “donde las dan, las toman”.
Claro, que a veces los anarquistas exageraban la nota en eso de ir armados. A veces, sus propias publicaciones tenían que darles consejos públicos. Como este anuncio de un pic-nic en Rosario publicado en “La Antorcha”: “Rosario, gran picnic familiar a beneficio de los presos sociales, en la isla Castellanos sobre el Río Paraná. Hombres $ 1,20; mujeres y menores, 0,5; niños gratis. Nota: advertimos que la subprefectura hará revisación en el embarque por lo que se recomienda no llevar armas”.
O este suelto publicado en la primera página de “La Protesta”: “El pic-nic del domingo: la mala costumbres de hacer disparos de armas de fuego en el bosque de la isla Maciel durante el día y sobre todo al oscurecer, mientras se realizan los pic-nics de la Protesta acarrea serios peligros y siembra la alarma entre las familias que concurren al que para los anarquistas debe ser un lugar de sana reunión y franca camaradería. Hemos recibido varias quejas de concurrentes al último pic-nic e incluso de un pescador que tiene su domicilio en aquel lugar, que estuvieron expuestos a recibir una bala perdida durante uno de los tanto tiroteos. Es necesario que los compañeros eviten que se hagan disparos de revólver en el bosque que llamen la atención a los aficionados a darle al gatillo, pues se siembra la alarma entre las familias que concurren a nuestros pic-nics y el día menos pensado puede ocurrir una desgracia. Se demuestra una absoluta falta de cultura con esos juegos peligrosos y corresponde a los anarquistas velar por el normal desarrollo de nuestros actos y sobre todo por la seguridad de todos los que nos dan pruebas de confianza concurriendo a los mismos. Recomendamos pues a los camaradas que no hagan disparos de armas de fuego en nuestros pic-nics y traten de evitar que lo hagan aquellos concurrentes que no estén en condiciones de leer estas recomendaciones”
Parece ser que estos tiroteos amistosos eran una costumbre bastante arraigada porque el diario ácrata seguirá publicando la recomendación varios días seguidos.
Serán incontables los casos de refriegas de obreros de distintas tendencias en lugares de trabajo, de gestos de rebeldía de trabajadores contra capataces y patrones que derivaban por las vías del hecho (uno de ellos, el caso de Pedro Espelocín —quién más tarde será un miembro activo dentro del anarquismo expropiador— que mata a un capataz que maltrataba a un niño), y de asalariados que enfrentaban a policías y a miembros de la Liga Patriótica. Largas son las listas de los presos sociales condenados por la justicia desde huelguistas hasta homicidas por cuestiones laborales o políticas. El Comité pro Presos Sociales y Deportados sostenido por el aporte humilde de los trabajadores anarquistas no da abasto con sus funciones: no sólo tiene que pagar el gasto de abogados y trámites para los procesados sino que también toma a su cargo el mantenimiento de las familias de éstos. Pero no únicamente pasiva es esta comisión. No se reduce a conseguir esos medios como si fuera un ejército de salvación o una sociedad de damas de beneficencia. Su misión oculta es la de conseguir la evasión de los presos. Y para eso es necesario contar con muchos recursos: hacer viajar a “compañeros de confianza”, merodear las cárceles a veces meses enteros hasta compenetrarse de los detalles, alquilar casas, contar con automóviles para la huida y, por sobre todo, sobornar a los carceleros, empleados judiciales y hasta secretarios de juzgados para que influyan en las sentencias.
Quien maneja todo eso es el secretario del Comité Pro-Presos y Deportados: Miguel Arcángel Roscigna, dirigente metalúrgico anarquista. Mientras los ideólogos de “La Protesta” y de “La Antorcha” señalan desde sus páginas que la libertad de los presos debe conseguirse solamente con movimientos huelguísticos o con movilizaciones de grandes masas del pueblo. Roscigna es hombre de acción y ducho en todas las artimañas para tener en jaque a la policía y a la justicia. Es un hombre cerebral, frío, planificador. Pero cuando hay que actuar, él es quien realiza las cosas, no sólo dirige sino que también ejecuta. Ya lo ha demostrado en el caso Radowitzky: con paciencia y astucia hizo todos los tramites para ser nombrado guardiacárcel en Ushuaia”. Allá preparará todos los detalles para que esta vez la fuga no fracase. Cuando todo estaba preparado, en el congreso de la Unión Sindical Argentina (USA) integrado por dirigentes socialistas y sindicalistas, un irresponsable denuncia —para atacar a los anarquistas— que “Roscigna está de perro en Ushuaia”. (Perro era el cariñoso calificativo que los anarquistas dispendiaban a carceleros y policías). La policía averigua y comprueba que Roscigna se halla en territorio fueguino. Es inmediatamente cesanteado y expulsado del penal. Antes de desaparecer y que todo no haya sido en vano, Roscigna le prende fuego a la casa del director del presidio.
Después será quien organice la primera fuga del panadero Ramón Silveyra condenado a 20 años de prisión, de la penitenciaría, quien prepare los medios de la segunda fuga del mismo. Dos sucesos verdaderamente espectaculares y que decían a las claras que detrás de todo eso había un verdadero talento organizativo. Talento que luego demostró en la preparación de célebres asaltos y actos de acción directa (o terrorista, como quiera llamársele).
La guerra sin cuartel entablada entre las dos fracciones anarquistas, los “protestistas” y los “antorchistas” (que vendrían a representar la derecha y la izquierda dentro del movimiento) llega a tal extremo que la Comisión Pro Preso Sociales y Deportados se divide, tomando ahora cada uno de esos organismos sus propios detenidos. La comisión orientada por “La Protesta” y la “FORA” del V congreso defenderá exclusivamente a los anarquistas presos por su ideología, mientras que la comisión antorchista lo hará con todos aquellos acusados de delitos comunes (es decir, los anarquistas expropiadores). Tal es el caso tan debatido de los presos de Viedma.
En 1923, en el territorio nacional de Río Negro es asaltada la diligencia del Correo, en un episodio realmente del Far West. La policía territorial detiene no lejos del lugar a cinco trabajadores rurales de ideología anarquista, que estaban juntando leña para hacerse un asado. Se loa tortura bárbaramente, estanqueándolos, y los cinco reconocen ser los autores del asalto. Uno de ellos Casiano Ruggerone, enloquece por efectos de las torturas y fallece meses después en el hospicio de Vieytes. Los otros cuatro son condenados en conjunto a 83 años de prisión. Andrés Gómez, Manuel Viegas y Manuel Álvarez a 25 años cada uno y Esteban Hernando a 8 años.
La comisión orientada por la “Antorcha” iniciaría una gran campaña para lograr la revisión del proceso. “La Protesta” luego de una pálida defensa dirá en sus columnas de los presos de Viedma que “son delincuentes vulgares que nada tienen que ver con la propaganda y las ideas anarquistas”. Esto provocó un exacerbamiento de la polémica dentro del movimiento que iría a durar mientras el anarquismo tuvo vigencia en la vida obrera argentina. Una polémica que siempre fue constante en el anarquismo, desde Proudhon pasando por Bakunin, Reclus, Malatesta, Armand, Gori, Fabbri, Trni, Abad de Santillán: ¿Llegar a la revolución por todos los medios imaginables, o mantener de los anarquistas el concepto de hombres puros, intachables, que llegan a la revolución a través del convencimiento de los demás de que es la idea más humanística por excelencia?
Pero claro, las dos tendencias, a medida que se produjeran los hechos iban a caer en graves contradicciones. Por ejemplo el caso Sacco y Vanzetti. El caso más famoso de una injusticia judicial que tuvo aún más trascendencia —por la movilización obrera mundial— que en su tiempo el mismo “Affaire” Dreyfuss.
¿Qué ocurrió con Sacco y Vanzetti? Algo muy parecido que con los presos de Viedma, salvo que en este último caso no entraron a jugar eso que hoy se llaman “relaciones públicas” que Vanzetti y sus compañeros anarquistas italianos de Estados Unidos supieron emplear magistralmente logrando durante más de siete años una agitación popular en el mundo entero que tal vez no logre superarse. En el propio Estados Unidos es agitación fue diez veces más grande que la que hasta hace poco se realizó por la finalización de la guerra en Vietnam.
Todos se unieron; aquí no hubo banderías: anarquistas, individualistas, anarco-comunistas, anarquistas expropiadores y partidarios de la violencia, socialistas democráticos, comunistas, liberales, el Papa y hasta los fascistas que recibieron que beneplácito la resolución del juez de suspender la ejecución de los acusados”
Cuando Sacco y Vanzetti los detiene —después de 15 días en que ha ocurrido el asalto de Braintree donde son muertos dos pagadores de una empresa— hacen declaraciones que los comprometen tangencialmente con el atraco. Hacen esas declaraciones aconsejados por un abogado que cree que así se salvarán de la deportación a Italia que se les aplicaría de inmediato de reconocer que son anarquistas. Es decir, aquí no hay tortura física como en el caso de los de Viedma, aunque si un apremio, una tortura moral; o entran en una larga discusión leguleyo o los deportan. Y esa larga discusión leguleyo la pierden luego de largos siete años, a pesar del apoyo moral de todo el mundo.
Con la muerte en la silla eléctrica de Sacco y Vanzetti, la justicia perdió una gran batalla. En ningún momento los jueces norteamericanos pudieron demostrar palmariamente la culpabilidad de los dos italianos. Sólo tuvo indicios, testimonios, Legalmente, sin valor ni resonancia. Es evidente que en la sentencia valió ante todo el carácter de anarquistas de los acusados. Como en el caso de los de Viedma. Sobre la culpabilidad o no de Sacco y Vanzetti nunca podrá ser definitivo. Lo que sí es indiscutible que pertenecían a un grupo partidarios de la acción directa. “La aduana de Refrattari”, de Nueva York, órgano de los anarquistas italianos y que fue la publicación a la que gran parte se debe la iniciación de la gigantesca campaña de agitación mundial, la que dio el grito de alarma; era un periódico manifiestamente partidario de la acción directa. Tanto es así que años después defendería las actitudes de Severino Di Giovanni y su gente en Buenos Aires cuando aquí los propios órganos anarquistas lo atacaban o callaban. Tal vez la palabra definitiva sobre el caso Sacco y Vanzetti la haya dado la minuciosa investigación que hizo el escritor y periodistas Francis Russell, “Tragedy at Dedham”, publicada en 1962 y elogiada como un trabajo serio por toda la prensa europea. Francis Russell opina que —juicio que también es citado por James Joll— Sacco era un “expropiador” convencido y actuaba de esa manera para allegar fondos para la causa, y es casi seguro que tanto él como vanzetti —quien siempre daba refugio sin preguntar al perseguido si era o no expropiador— fueron eliminados porque eran peligrosos agitadores.
Pero aquí, en la defensa que hicieron los anarquistas de Sacco y Vanzetti hubo indudablemente una dualidad. ¿Se los defendió porque eran inocentes o porque eran anarquistas? ¿Y si hubieran sido culpables de asaltar paran allegar fondos para la propaganda, para sus presos y para sus huelgas, se los hubiera defendido igual desde las columnas de la “prensa oficial” del anarquismo argentino?
La misma dualidad se iba a presentar con la epopeya delictiva de Buenaventura Durruti.
18 de octubre de 1925, tres individuos “a la manera del cinematógrafo”, como dirá “La Prensa” se introducen en la estación de tranvías Las Heras, del Anglo, en pleno barrio de Palermo. Uno de ellos va enmascarado. Los tres sacan a relucir pistolas negras y amenazan a los recaudadores que, en esa madrugada, acababan de hacer recuento general de la venta de boletos. Dicen “arriba las manos” en arcado acento español. Exigen el dinero. Los empleados balbucean que ya está en la caja de hierro. Exigen las llaves. No, las tiene el jefe, que ya se retiro. Los asaltantes hablan entre ellos. Se retiran. Al pasar se llevan del mostrador una bolsita que acababa de dejar un guarda: contiene 38 pesos en monedas de diez centavos. Afuera hay una campana y más allá un auto que los espera. Desaparecen sin poder ser perseguidos.
El que ha dirigido ese asalto fracasado, que se les ha reportado 38 pesos en moneditas (evidentemente, algo deprimente para asaltante que han actuado con absoluta precisión pero que les ha fallado el último detalle) es nada menos que Buenaventura Durruti, quien once años después se convertirá en el personaje más legendario de la guerra civil española, el guía indiscutido de los anarquistas españoles y de los anarquistas de todo el mundo que ha ido a España a defender la República del levantamiento franquista. Durruti, el comandante de la Columna Durruti, el que salva Madrid viniendo desde Aragón y derrota con tres mil milicianos mal entrazados a todo un ejército disciplinado con oficiales de Estado Mayor, generales de uniforme que han estudiado táctica y estrategia y tropa disciplinada.
Ese pistolero de las 980 moneditas de diez centavos será quien, luego de morir en el frente de la Ciudad Universitaria de Madrid recibirá las más imponentes exequias que jamás haya recibido un líder obrero en España. James Joll dirá: “La muerte de Durruti privó a los anarquistas de uno de sus más reputados y despiadados héroes legendarios; su funeral, celebrado en Barcelona, proporcionó el espectáculo de la última gran manifestación del contingente anarquista, integrado por doscientos mil adeptos, que desfilaron por las calles de la ciudad, lo que pudo hacer recordar manifestación similar a la que presenció Moscú catorce años antes, cuando el entierro de Kropotkin dio a los anarquistas rusos la última oportunidad de exhibir en público su fuerza, antes de que los comunistas arremetieran contra ellos” .
Y por ironía del destino o por esas adecuaciones a las circunstancias que tiene que hacer los hombres de ideas, el intelectual anarquista Diego Abad de Santillán —uno de los hombres que con más fuerza atacó a los “expropiadores” en las filas de los libertarios actuantes en nuestro país— llamará en 1969 a aquel pistolero de los 38 pesos en moneditas, “Buenaventura Durruti, el caballero sin miedo y sin tacha”.
La policía porteña está desorientada. ¿Pistoleros con pronunciación española? No tienen registrado a ninguno de esas características. Interrogan a elementos del hampa y tampoco consigue nada. Nadie los conoce. Como el botín ha sido irrisorio, la policía sabe que pronto darán otro golpe.
Y esto sucede el 17 de noviembre de 1925, apenas un mes después del asalto a estación Las Heras. Minutos antes de la medianoche, el boletero Durand de la estación de subterráneos Primera Junta, en Caballito, ha terminado de recontar el dinero de la recaudación del día. Falta el último servicio de subterráneo que viene desde el centro para finalizar la tarea. Se acerca de pronto un desconocido que saca despaciosamente una pistola y le dice con acento español: “¡cállese la boca!” mientras otro irrumpe en la boletería y se apodera de una caja de madera donde habitualmente se guarda la recaudación. Todo apenas dura un instante. Los desconocidos de dan vuelta y van hacia la salida de la calle Centera. Pero el boletero Durand comienza a gritar con todos sus pulmones: ¡Auxilio! ¡Ladrones! Es entonces cuando uno de los saltantes se da vuelta y hace un disparo al aire para amedrentarlo y que no inicie la persecución. Esos gritos y ese disparo han sido oídos por el agente que está de parada en rivadavia y centera. Y ya corre para ver qué sucede mientras desenfunda el arma. Pero le gana de mano. Hay otros dos desconocidos haciendo de “campanas” en las dos entradas del subterráneo y uno de ellos, cuando ve que el agente tiene el arma en la mano y va al encuentro de los otros dos que han realizado el asalto y ya salen por la escalera, le descerraja dos balazos que dan en el blanco.
El agente cae al suelo como una plomada. Los cuatro asaltantes corren hacia un taxi que los espera en Rosario y Centera. Pero el chofer no lo puede poner en marcha y, después de valiosos minutos de espera, los desconocidos se bajan del vehículo y echan a correr por la calle Rosario en dirección Este, y desaparecen.
El asalto ha sido en vano. Igual fracaso que en la estación Las Heras. El dinero de la recaudación no había sido puesto, como ocurría habitualmente, en la caja de madera, sino en otra, de hierro, por debajo de la ventanilla. La caja de madera no contenía no siquiera una moneda de diez centavos.
Aquí ya las cosas cambian. Para la policía, los asaltantes de Caballito son los mismos de la estación Las Heras, por sus características físicas y por el acento español. Y en este nuevo asalto ha caído muerto un agente: el cabo Núñez.
La policía de Chile acaba de enviar a la Argentina las fotos y los antecedentes de una banda de asaltantes españoles, o mejicanos o cubanos, que el 16 de julio de ese año se llevaron 46.923 pesos chilenos del Banco de Chile, sucursal Mataderos. Los desconocidos, luego de apoderarse del dinero huyeron a gran velocidad en un automóvil, haciendo disparos al aire creando una gran confusión en ese populoso lugar. Un empleado del banco logró asirse al auto en momentos en que éste arrancaba. Uno de los asaltantes le grita que se baje, pero el empleado no ceja. Entonces lo bajan de un tiro.
Además de todos esos detalles, la policía chilena informa a sus colegas argentinos que la banda estaba integrada por 5 hombres, uno de los cuales embarcó en Valparaíso hacia Francia y los otros cuatro se han dirigido a la Argentina. En Santiago de Chile se ha descubierto la pensión donde vivían. La dueña de la misma declaró que “eran cinco hombres educados, continuamente hablaban de luchas sociales y se llamaban a sí mismos revolucionarios españoles y que recorrían los pueblos de América en busca de fondos destinados a financiar el derrocamiento de la monarquía española”.
Los cuatro que han pasado a la Argentina levan documentos a nombre de Ramón Carcaño Caballero, mejicano; José Manuel Labrada Pontón, cubano; Manuel Serrano García, de Valencia, España; y Teodoro Pichardo Ramos, mejicano.
Con las fotos en las manos, la policía argentina cita a los asaltados de la Estación Las Heras y de primera Junta, si, no tienen ninguna duda, son ellos. Se inicia entonces una investigación incansable. Se allanan pensiones, hoteles y casas que alquilan habitaciones en busca de extranjeros. Pero no hay resultado positivo alguno. Interviene también Orden Social que detiene a anarquistas de acción para obtener algún indicio. Pero no saca nada en limpio.
En todos los coches de subterráneos y en los tranvías son colocados carteles con fotos de los cuatro extranjeros a los cuales “La Prensa”, después del asalto a Primera Junta, los describe así; “todas las personas que vieron en la madrugada de ayer a los asaltantes coinciden en que se trata de individuos de buen aspecto; visten correctamente bien y nada de ellos puede hacerlos sospechosos. Más aún, su presencia es simpática”
La policía tiene dos tesis: o se han marchado de inmediato después del asalto, al Uruguay o Brasil, a al no obtener botín en ninguno de los dos atracos, están esperando para hacer otra operación. La segunda de las tesis se iba a revelar como cierta.
“Cuando los habitantes de la tranquila ciudad de San Martín se hallaban entregados al almuerzo unos, y otros refugiados en sus hogares a cubierto de las inclemencias del sol y del calor, un grupo de forajidos armados de carabinas se situó en la puerta de entrada de la sucursal del Banco de la Provincia, frente a la plaza principal”. Así comienza “La Prensa” del 19 de enero de 1926 la descripción del famosos asalto al Banco de San Martín, que tan comentado fue en su tiempo.
Siete desconocidos (cuatro de ellos con antifaces) bajan de un doble faeton en la esquina de Buenos Aires y Belgrano, a dos cuadras de la comisaría. Cuatro se introducen en el Banco y los otros tres, con armas largas, se apostan en la entrada principal. Es un asalto muy curioso, con un matiz de bandoleros porque los tres que se han quedado afuera cuando ven que se aproxima algún peatón desprevenido lo apuntan silenciosamente con sus armas largas. Los desprevenidos creen al principio que se trata de una broma pero cuando ven que la cosa es seria salen disparando. Mientras tanto los cuatro que han entrado, trabajan rápidamente. Sortean los mostradores, revisan los cajones de los pagadores y van juntando todo el dinero que encuentran. Ni se molestan en llegar a la caja de hierro. Recolectan 64.085 pesos. Los empleados bancarios al ver entrar a los saltantes obedecen cuando una ronca voz española grita:
—¡Al que se mueve… cuatro tiros!
Pero dos de los bancarios, que se han tirado tras el mostrador tratan de salir gateando por una puerta trasera. Es cuando uno de los enmascarados los ve y sin dudar un instante los balea, matando al empleado Rafael Ruiz e hiriendo a otro.
Con el dinero obtenido, escapan con el automóvil. Los persiguen pero cubren su retirada a balazos, no ahorrando pólvora.
La policía está ante un nuevo hecho. Esta vez la desorienta el número de los asaltantes: siete más un chofer. Es decir que si se trata de la banda venida de Chile, ha encontrado aquí nuevos colaboradores. Están en medio de las investigaciones cuando salta la gran noticia en el Departamento Central de Policía. Hay gran nerviosismo y se convoca a los periodistas a conferencia de prensa.
Se ha recibido respuesta de las autoridades policiales de Barcelona acerca de los cuatro asaltantes de la estación de tranvías Las Heras, de Primera Junta y del Banco de Chile: no son no mejicanos, ni cubanos —dice la policía barcelonesa— sino españoles y los cuatro nombres dados son falsos. Esta es la verdadera identidad:
Ramón Carcaño Caballero es en realidad Buenaventura Durruti, nacido en la ciudad de León, el 14 de julio de 1886, de profesión motorista.
Teodoro Pichardo Ramos es Francisco Ascaso, de Almudévar, Huesca, nacido el 2 de abril de 1901.
Manuel Labrada Pontón, es Alejandro Ascaso, de Almudévar, Huesca, nacido el 17 de octubre de 1889.
Manuel Serrano García es Gregorio Jover Cortés, nacido en Valencia en 1892.
Añade la policía de Barcelona que se trata de “una banda temible de anarquistas que durante mucho tiempo actuó en Barcelona donde cometió numerosos asaltos, robos y asesinatos”. Además, a Ascoso se lo sindica como el autor de la muerte del cardenal Soldevila, de Zaragoza.
Luego, con ayuda de las policías de México y de Cuba se reconstruirá toda la trayectoria de este grupo anarquista español que comienza asaltando al banco de Gijón, en España, para obtener fondos en esa lucha que los libertarios españoles llevan contra la dictadura de Primo de Rivera. De Gijón pasan a México donde realizan un asalto exitoso en Carolina, episodio en el que resulta muerto uno de los asaltados, de allí marchan a Cuba donde atracan también con éxito un banco. En la Habana embarcan en el vapor “Oriana” con el cual viajan hasta Valparaíso, Chile, donde llegan el 9 de junio de 1925. Allí trabajan en diversos oficios hasta que el 11 de julio asaltan el Banco de Chile en Santiago. Vuelven a trabajar como obreros hasta que a principios de agosto viajan por tren hasta Buenos Aires.
Está todo esclarecido. Ahora basta aprenderlos. Aquí ya está en juego una cuestión de prestigió internacional. Al tener la certeza de que se trata de anarquistas, las investigaciones se dirigen al sector ideológico que se sabe es partidario de la violencia y de la expropiación. Además, se vigilan atentamente los lugares donde Durruti puede abandonar el país.
Pero no tendrá la policía argentina la satisfacción de apresarlos, Aunque sí los franceses.
Cinco meses después del asalto al Banco de San Martín un cable de París informaba que la policía francesa había desbaratado un atentado anarquista contra la vida de Alfonso XIII, rey de España, durante la visita que éste realizaba a Francia. En efecto, dos anarquistas españoles, Francisco Ascaso y otro que se hace llamar Duretti, fueron apresados en un humilde hotel de Cliché con plano y armas que evidenciaban su propósito de realizar un atentado en gran escala contra el monarca español.
Esta información conmociona a la policía argentina, que desea vengar la muerte del cabo Núñez, caído en el asalto de Primera Junta, y se dirige a sus colegas de Francia pidiéndoles detalles de cómo han llegado Ascaso y Durruti a Francia, con qué pasaportes y también que traten de detener a Jover Cortés y al hermano de Ascaso.
Responde los parisinos que Francisco Ascaso llegó a Cherburgo el 30 de abril de 1926, por barco, lo mismo que Buenaventura Durruti. Días después los franceses logran detener también a Jover Cortés. Los tres llegaron con pasaportes uruguayos: el primero con el nombre de José Cotelo; el segundo de Salvador Arévalo, y el tercero, de Luís Victorio Repetto. Los tres pasaportes han sido obtenidos en el consulado del Uruguay en Buenos Aires.
Para la policía la cosa es pan comido: José Cotelo es un anarquista uruguayo que vive en Buenos Aires. Lo detiene pocas horas después. Cotelo reconoce que el 1º de abril obtuvo un pasaporte uruguayo a su nombre, pero que horas después lo perdió, posiblemente por que se le callo del bolsillo. Una explicación tan ingenua no puede menos que indignar a los pesquisantes, que le dicen a Cotelo que él va apagar todos los platos rotos por Durruti y compañía. Pero Cotelo se mantendrá en su ingenua respuesta. Los otros dos nombres, Arévalo y Reppeto, pertenecen también a activos anarquistas —el primero es obrero panadero— del Uruguay que actúan en Buenos Aires. Pero estos dos últimos no pueden ser hallados. Cotelo, luego de centenares de interrogatorios infructuosos, es dejado en libertad por el juez, después de varias semanas de calabozo.
Pero en lo que no se da por vencida nuestra policía es en obtener la extradición de Durruti, Ascaso y Jover. Altos oficiales de la policía han llagado hasta el propio presidente Alvear para pedirle que ejerza su reconocida influencia en París —donde ha sido largos años embajador— para obtener la rápida entrega de los tres anarquistas. Para acelerar los trámites se envían a París a los tres mejores hombres que tienen las filas policiales porteñas: Fernández Bazán, Romero y Carrasco. Y la cancillería argentina solicita oficialmente la extradición al gobierno de Francia. Luego de largos tramites y vacilaciones los franceses acceden y comunican al ministro argentino en París, Álvarez de Toledo, que Durruti, Ascaso y Jover están a su disposición. Se alista entonces un buque de guerra de la marina argentina, el transporte “Bahía Blanca”, para traerlos a Buenos Aires.
Los anarquistas —por intermedio de “La Antorcha”— denunciarán que el trasfondo de todo esto es una maniobra de los gobiernos argentino, francés y español. Dicen: “En la infame confabulación en que se juega la surte de tres hombres, compañeros nuestros —Ascaso, Durruti y Jover— como en toda partida en que intervienen tahúres en complicidad, hay, además de los que aparecen —Francia y la Argentina— otro tahúr más siniestro que al parecer no participa en el juego, pero cuyas inspiraciones siguen y a cuyo servicio están aquellos. Este es España. Por guardar las formas, ya que no existe tratado de extradición, Francia no se la concedió a España. Pero solidarios en todo, los gobiernos cuando se trata de perseguir subversivos, se le da indirectamente satisfacción concediéndosela a la Argentina, con lo que el gobierno francés cumple un doble objetivo: obtiene de la Argentina a cambio de la extradición otorgada a despecho de todos los requisitos legales, un aplazamiento en el pago de la deuda de guerra por compras de trigo, y complace al mismo tiempo al gobierno español, quien confía obtener de la Argentina la extradición de los tres españoles, si no se les condena aquí, ya que existe entre ambos países tratado de extradición.”
El diario termina diciendo: “Tutti contenti, pues”.
Cuando a los tres jóvenes anarquistas les comunican que serán entregados a la policía argentina no se les mueve un pelo, pero son concientes de que deben movilizarse de inmediato, no perder un segundo. Recurren a todos los medios: desde la huelga de hambre, de protesta, hasta los llamamientos de solidaridad y las cartas a todos los movimientos anarquistas del mundo. Con gran éxito, se inicia una campaña formidable por Ascaso, Durruti y Jover que en determinados momentos eclipsa a la que se realiza por Sacco y Vanzetti en esa época.
“¡Ascaso, Durruti y Jover, los nuevos Sacco y Vanzetti!”, escriben todos los diarios anarquistas del mundo. En nuestro país la repercusión es inmediata, se organizan mítines, se publica un follero (en una semana se agotan 20.000 ejemplares y de inmediato de imprimen 30.000 más) en el que se sostiene que Ascaso, Durruti y Jover no estuvieron jamás en Argentina y que eso de los asaltos son patrañas e inventos para cubrir los fracasos de la policía argentina. En Francia, todos los rotativos —salvo los de derecha— reclaman la libertad de los tres y señalan que es antijurídica la entrega a la Argentina. Los intelectuales franceses (liberales, socialistas, comunistas y anarquistas de toda laya) firman manifiestos por “los tres esforzados que sólo buscan libertad de su patria”. En el parlamento francés el asunto tiene un eco inmediato y diputados socialistas presentan un proyecto de reforma de la ley de extradición.
El gobierno francés vacila. Tiene demasiados problemas internos para crearse otro nuevo. Busca entonces una “impasse” y dispone que no se lleve a efecto la extradición hasta que no se cumplan ciertos trámites legales. El primer “round” esta ganado. Pero la policía argentina empuja a Alvear. Esta vez no quiere perder la batalla. Por su cuenta ha prohibido todo acto que en Buenos Aires se haga por los tres anarquistas. “La Antorcha”, el comité Pro-Presos Sociales y los gremios autónomos de panaderos, yeseros, pintores, chóferes, carpinteros, obreros des calzado, los lavadores de autos y lustradores de bronce, el comité de relaciones entre Grupos Italianos (que orientan Severino Di Giovanni y Aldo Aguzzi) y el Grupo Búlgaro, no se amilanan por las amenazas policiales, y organizan mítines “relámpago”. Y en ese sentido, los anarquistas son personajes un poquito estrafalarios. Aplican métodos realmente insólitos, por ejemplo, programan un acto en Plaza Once y lo anuncian. Por supuesto, la policía rodea el lugar con la montada y disuelve el grupito más insignificante. Entonces sale del subterráneo un anarquista y se apoya en las rejas de la salida del túnel hacia la plaza mientras otros dos, desde la escalera prestamente lo atan con cadenas a dichas rejas. El anarquista queda imposibilitado de moverse y es el momento en que comienza hablar con uno de esos vozarrones tremendos, ejercitados en centenares de asambleas y actos públicos en donde no se empleaban no amplificadores ni ningún sistema eléctrico para llegar al público:
—¡Aquí, venid a escuchar, aquí estamos los anarquistas para gritar la verdad sobre los compañeros Durruti, Jover y Ascaso!
Los policías corrían al lugar de donde partían las voces y descubrían el increíble espectáculo de un hombre crucificado con cadenas, que hablaba como una ametralladora. Mientras reaccionaban, pedían ordenes y se consultaban, el anarquista hablaba de los lindo a los viandantes que miraban con ojos entre espantados y estúpidos.
El primer intento policiaco era siempre tratar de silenciarlo a garrotazo limpio, pero como el anarco seguía con su prédica, aquello adquiría ribetes de espectáculo público no conveniente. Eso de pegarle a un hombre atado e indefenso le revolvía el estómago a cualquiera. El segundo intento era tratar de taparle la boca, cosa muy difícil porque el ácrata se zafaba y le salían entonces las palabras entre cortadas conformando un espectáculo más grotesco todavía que iba reuniendo cada vez más curiosos. Al final, la policía se la tenía que tragar y esperar pacientemente hasta llamar a un herrero del Departamento Central que tardaba como una hora en cortar las cadenas. Mientras tanto por supuesto, el orador se decía tres o cuatro discursos tocando todos los temas: Ascaso, Durruto y Jover, Sacco y Vanzetti, Radowitzky, los presos de Viedma, atacaba a Alvear (a quien los ácratas llamaban “la buscona” o “cien kilos de manteca”) a los policías (“burros coceadores, milicos salvajes”), a Carlés (“el honorable sinvergüenza”), a los integrantes de la Liga Patriótica (“niños bien, crápulas invertidos”), a Leopoldo Lugones (“ave de pico ganchudo y plumaje pardo”), al comunismo (“cretinismo autoritario”), a los militares (“orangutanes idiotas”), etc., etc., ¡Como se ve, nadie se salvaba!
La defensa de Durruti y sus compañeros era —evidente o sin quererlo— la defensa del anarquismo expropiador. Del derecho que asistía a los libertarios de “expropiar” para hacer la revolución. Los anarquistas de línea “antorchista” sabían muy bien que Durruti había estado en la Argentina y había dirigido tres asaltos. Por eso resulta un poco ambigua la defensa “moral” que se usó en este caso: se sostenía siempre que eran inocentes, que los tres eran incapaces de actuar en hechos delictivos. Es decir, no se los defendía como revolucionarios, no se los justificaba en su acción sino que sencillamente se decía: son inocentes, son nuevas víctimas de la justicia burguesa.
Esto llama poderosamente la atención. “La Antorcha” estaba por la acción violenta pero no abiertamente sino defendiendo a los hombres que la practicaban haciéndolos pasar por mansos corderitos. Fue una línea que mantuvo durante todos los años violentos, hasta su desaparición en 1932. En la Argentina hubo una sola publicación sobre la base de la violencia: fue el periódico italiano “Culmine” que editó Severino Di Giovanni.
Y otra cosa que llama la atención es que mientras en Francia se vuelca toda la intelectualidad liberal y las organizaciones políticas de raíz liberal en la defensa de Durruti, Ascaso y Jover, el propio anarquismo argentino tiene sus puntos de vista divididos: los moderados de “La Protesta” orientado por López Arango y Abad de Santillán dirán en un editorial a fines de 1926: “La Protesta contra la extradición de Ascaso, Durruti y Jover no entra en la égida de la ética anarquista”. Con esto quedaba palmariamente sellada la guerra a muerte que el decano de la prensa anarquista de nuestro país llevaría contra todo aquel que dentro de la idea libertaria propugnara el asalto, el robo o la falsificación de dinero como medios para llegar al fin revolucionario.
En abril de 1927, el gobierno francés se sobrepone a las amenazas y protestas populares y resuelve confirmar la extradición a la Argentina de los tres españoles. Lo mismo hace la Cámara de Apelaciones de París. Júbilo en la policía argentina.
Todo se ha perdido. Al consignar la noticia, “La Antorcha” se dolerá: “¡Carne a las fieras; señores gobernantes de la emputecida Francia que trafica con las vidas humanas!”
Pero no sólo se la agarran con Francia sino también con la Argentina. Y la misma “Antorcha” dirá de nuestro país: “Un país bárbaro, incivil, sin garantías individuales o colectivas expuesto a que todos los abusos, todas las violencias de arriba tengan fácil e inmediato asidero en él, eso es la Argentina”. Y más adelante: “La Argentina es un país inmensamente estúpido, sin relevante conciencia moral, sin el más mínimo atributo ni sentido de justicia. Aquí sólo hay un infame miedo que gobierna y aún más infame miedo que obedece. La única garantía es la de la cobardía ambiente, de la mentira ambiente, de la crapulosidad ambiente”.
El ministro argentino en París, Álvarez de Toledo comunica al gobierno francés que se hará cargo de los detenidos a la brevedad posible y que para ello un buque de guerra argentino arribará a Le Havre. Ni qué decir que la prensa anarquista de Francia y de la Argentina la emprenden contra Álvarez de Toledo y “La Antorcha” le saca los trapitos al sol acusándolo de haber cometido “irregularidades en la administración pública”. Acusan a Alvear señalando que ha obtenido de Francia las extradiciones canjeándolas con una mora en el pago de las deudas de guerra que tiene Francia con la Argentina por compra de alimento.
El Comité Pro-Presos Sociales se prepara a defender a los tres españoles en cuanto pisen territorio argentino. Ese organismo advierte a la opinión pública que el Socorro Rojo internacional también se atribuye la defensa de Durruti y sus compañeros, cosa que nadie ha autorizado por cuanto los detenidos son anarquistas y nada tienen que ver con los comunistas. Y hace notar a los del Socorro Rojo que mejor harían en defender a los anarquistas presos en Rusia.
La agitación en Buenos Aires por Ascaso, Durruti y Jover es cada vez más intensa y se acopla a la campaña de Sacco y Vanzetti. Alvear se da cuenta de que cuando los tres españoles sean bajados a tierra van a ser otro factor de perturbación en in ambiente laboral muy enrarecido como es el de ese 1927. ¿Conviene Traerlos? ¿Con qué fin? ¿Solamente para dar satisfacción a la policía? Alvear es más vivo que esos norteamericanos que se han metido en el atolladero de Sacco y Vanzetti y se han ganado las iras de todo el mundo civilizado. ¿Vale la pena traer a los tres “gallegos” para juzgarlos aquí? No, evidentemente no. Ya es suficiente con los problemas que trae Radowitzky en Ushuaia como para meter otro factor irritante y dar nueva oportunidad a los anarquistas para que tiren más bombas, armen más manifestaciones y declaren nuevas huelgas. Alvear sabe que los anarquistas mienten cuando sostienen que Durruti y compañía son tres angelitos que nada hicieron en la Argentina, y que la policía tiene razón en querer cobrarse la muerte de un compañero. Pero, por otra parte está hecho de que la detención en Francia se debió a un delito eminentemente político y no común, como el de haber preparado un complot contra el enclenque Alfonso XIII.
Y todo se arregla de manera altamente diplomática: Francia le dará un mes de plazo a la Argentina para que proceda a embarcar a los reos. La Argentina demora la contestación y solicita que como en ese plazo no puede disponer de buque les envié a los detenidos con escolta de la policía francesa. El gobierno galo se niega a ello y los días van pasando. Entonces se hace aparecer un clima de descontento del gobierno argentino para con el francés: si los presos no van es por la culpa de Francia. Y viceversa: si los presos no van es por la decidía del gobierno argentino. Los días pasan y el plazo se cumple. Todos quedan bien sacándoselos de encima: Ascaso, Durruti y Jover son puestos en libertad en París pero inmediatamente expulsados a Bélgica.
Por supuesto, gran jarana entre los anarquistas que lo festejan como gran triunfo. Y no ahorrar palabras no befa: dirá “La Antorcha” en artículo titulado “El Rescate” que “la partida empeñada entre el pueblo de Francia y la Argentina y los respectivos gobiernos y policías ha sido resuelta por forzado abandono de éstos, favorablemente a la cauda de la libertad y la justicia. Encumbren los gobiernos su derrota en los acostumbrados pretextos necesarios para salvaguardar la Razón de Estado. El gobierno de francés, so capa de aguardar la proyectada legislación sobre la materia, cedió a la opinión pública anulando varias veces la extradición. Y el argentino, temeroso a su vez de afrontar la presión popular del país y del mundo, que no dejaría de manifestarse vigorosamente, no insistió en la demanda, con lo que Ascaso, Durruti y Jover fueron puestos en libertad y ambos gobiernos y policías se dan el aire de no haber sufrido una derrota. Es como en el ajedrez, el abandono del juego ante el jaque mate inminente. Hemos rescatado a tres compañeros nuestros, sobre quines se cernían amenazas terribles. Es la alegría del recobro, del reintegro a la acción y la de la derrota reaccionaria. Doble alegría en la que templamos nuestro coraje para proseguir la acción de hoy y de siempre por el rescate de todos los nuestros: Sacco y Vanzetti, Radowitzky… Mientras, las policías en el resquemor de la derrota se preparan, mordiendo iras, a hacernos pagar duramente al primer síntoma de debilidad, nuestra victoria y su fracaso. Esforcémonos en hacerles morder, con sus afilados dientes de perros espumarajeantes de rabia, más frecuentes derrotas suyas, victorias nuestras, del pueblo”.
Durruti y sus compañeros continuarán su lucha en otras tierras, pero no volverán más a la Argentina (aunque en 1933, la policía —adrede o por equivocación— los hace aparecer dirigiendo el asalto contra el Banco de Londres en Flores). Pero aunque no volvieron, su influencia en el anarquismo expropiador fue decisiva.
En el asalto a la sucursal del Banco Nación en San Martín había actuado junto a Durruti dos anarquistas de nuestro medio: Miguel Ángel Roscigna y Andrés Vázquez Paredes. Y ellos dos iban a ser ahora los protagonistas del más sonado asalto de la década del veinte: el del Hospital Rawson.
¿Cómo se explica que Miguel Ángel Arcángel Roscigna, un obrero metalúrgico altamente calificado —era herrero de obra— apreciado por su patrón debido a su contracción al trabajo, a su cumplimiento, al hecho de no faltar nunca a su agitada vida gremial e ideológica, se dedicara al asalto en banda? Tenía un hogar feliz —era un buen padre— y una casa sencilla pero con todas las comodidades. ¿Entonces?
¿Quién era, cómo era Roscigna? Uno de sus compañeros, Gino Gatti: “La vida de Miguel Arcángel, vista ahora a la distancia, fue un verdadero poema épico, un canto a la solidaridad”. Emilio Uriondo —uno de los anarquistas más consecuentes con su ideología y formado al lado de Roscigna— lo ha calificado como “el más inteligente de todos los anarquistas de acción, el más desinteresado, un hombre que en la vida burguesa hubiera podido vivir una existencia cómoda y sin sobresaltos, pero que prefirió abandonarlo todo para jugarse por la idea”. El mismo Abad de Santillán, enemigo de los expropiadores, nos dijo de Roscigna: “era un hombre capaz, inteligente, decidido, generoso, por eso nosotros lamentamos muchísimo cuando se vio envuelto en hechos que lo llevarían a su definitiva perdición”.
Así como Severino Di Giovanni era un anarquista en el que su ideario estaba por encima de todo y que consideraba enemigo suyo a todo aquel que no fuera anarquista (y más, a todos los anarquistas que no participaban de la acción directa tal cual él la entendía), Roscigna era cerebral y trataba de aprovechar los intereses encontrados de la sociedad para enfrentarlos. Pero en donde Roscigna no transigía era en dos cosas: en el trato con la policía (según ex oficiales de Orden Social, Roscigna, Nicola Recchi y Humberto Lanciotti eran capaces de aguantar cualquier clase de tortura sin doblegarse en ningún instante) y en el trato con los comunistas.
En mayo de 1925, Roscigna publicó un escrito titulado “Anarquistas incongruentes” en el que califica duramente a los ácratas italianos que forman parte del Comité Antifascista junto a socialistas, liberales y comunistas. Dirá allí: “No es admisible que en la actualidad quede un solo anarquista militando en la ignorancia de lo que es y de lo que aspira a ser el partido comunista. Millares de compañeros muertos, presos y proscritos: he aquí el balance siniestro del gobierno que en Rusia ejerce una dictadura no menos liviana que la del fascismo en Italia”.
Y más adelante señala: “¿Es que los compañeros ignoran la tradición del oprobio y la obra nefasta desarrollada por esos malos pastores dentro de las organizaciones obreras rebeldes de este país? ¿Reconocerán acaso la labor de “bomberos” desarrollada por los comunistas durante el inolvidable episodio de la toma de las fábricas en Italia? ¿Ignoran la diaria masacre que, como una reeditada Cronstadt, se abate la silenciosa e inexorable sobre todo lo que represente una oposición o simple discusión a las órdenes emanadas de los nuevos amos de Rusia, aun cuando ella expresen los mismos creadores del comunismo que pretenden conservarse en un terreno de honesta consecuencia?”
Finaliza pronunciándose contra toda alianza con quienes “como antítesis de nuestros fines de libertad propagan solamente autoridad”
En julio de 1927 los anarquistas vuelven locos a todos aquellos que tienen algo de norteamericano, por el asunto de Sacco y Vanzetti. Los atentados terroristas se suceden unos a otros. La policía cree que el inspirador de toda la campaña es el italiano Severino Di Giovanni pero no deja de sospechar de ese otro anarquista de aspecto tan tranquilo que se llama Miguel Ángel Arcángel Roscigna. Éste, el 24 de julio de ese año comete la torpeza de ir a dormir a su casa, en César Díaz 4585. Allí lo detienen los empleados de investigaciones de Orden Social. Ya saben que no le van a poder probar nada, pero quieren “probarlo un poco”. Además, han recibido informes de la policía uruguaya de que Roscigna junto con Emilio Uriondo son los que pusieron la bomba a la legación de Estados Unidos en el Uruguay y los que prepararon un artefacto explosivo dentro de un libro —una verdadera obra de arte bombástico— para enviárselo al director de la cárcel de Ushuaia.
A Roscigna lo tiene varios días en Orden Social. Pero lo único que logran sacarle son mentiras: dice con cara de inocente que ha abandonado las ideas anarquistas, que su actuación en las luchas obreras son cosas de la juventud pero que ya tiene 36 años y ahora se dedica al estudio de la avicultura porque próximamente instalará un criadero.
Con hombres así, indoblegables, la policía tiene dos salidas: o liquidarlos directamente (ley Bazán) o soltarlos y seguirlos para descubrir la madriguera sorprendiéndolos con las manos en la masa para que así ningún juez los pueda liberar por falta de pruebas.
Los hombres de Orden Social, dedicados a la caza de Di Giovanni no insisten en Roscigna. Grave error para ellos. Les va a dar un terrible dolor de cabeza. Los convertirá en hazmerreír de la población apenas dos meses después.
Cuando la justicia pone en libertad a Roscigna por falta de pruebas, éste cree haber nacido de nuevo. Pero sabe que es la última. El sub-comisario Buzzo se lo ha dicho claramente: “tenés tres posibilidades: ir a criar gallinas a La Quiaca, meterte en un seminario y estudiar de cura o directamente suicidarte, así nos ahorras el trabajo, porque la próxima vez que te encotremos en alguna calle de Buenos Aires te baleamos, te ponemos una pistola en la mano con cápsulas servidas y te caratulamos resistencia a la autoridad”.
Pero Roscigna tiene otras preocupaciones: el problema de la atención de los presos anarquistas es un desastre, no hay plata que alcance. Por ejemplo, se ha tenido que suspender por falta de fondos la vianda diaria que se les mandaba a Caseros y a la penitenciaría y que salía nada menos que cien pesos mensuales por persona. Eso se ha tenido que reducir a una ayuda de 8 a 10 pesos semanales que se da por igual a todos los detenidos anarquistas, sean condenados, encausados o en averiguación en el departamento central. A pesar de esta reducción la sangría es tremenda, puesto que, además, hay que ayudar a las familias de los presos y a los fugitivos. Por otra parte Roscigna no se conforma con la parte pasiva de ayudar a los que están encanastados sino que lo seduce la liberación de los compañeros presos, así los tengan guardados en el lugar más inexpugnable. Y para todo eso —como ya dijimos— se necesita mucha plata. Si bien Roscigna es un optimista en todo, es hombre práctico; las cosas hay que hacerlas bien, a lo grande.
En ese sentido, al lado de Durruti ha aprendido mucho en los pocos meses en que anduvieron juntos: si, hay que insistir con las listas de solidaridad haciendo que los obreros den todos sus centavitos disponibles para los compañeros que estén entre rejas; eso habitúa a la fraternidad y crea una obligación moral revolucionaria, pero por otro lado hay que actuar y obtener fondos en actos expropiatorios, sin ninguna clase de miramientos con los que están gozando de la vida mientras otros sufren.
Roscigna quiere preparar algo meticulosamente para que valga la pena hacerlo, es decir, que dé bueno ganancia, sin mucho ruido. Pare ello, cuenta con su incondicional amigo Andrés Vázquez Paredes, un joven español decidido, de ideas claras, inteligentes. Tiene detrás de sí una vida muy activa en la lucha en el sindicato de pintores, experto en la fabricación de bombas, que ha sufrido cárcel por los atentados terroristas de 1921 en la campaña pro Radowitzky. El mismo Vázquez Paredes fue quien facilitó la bomba al anarquista alemán Kurt Wilckens con que mató al teniente coronel Varela.
Pero su bien lo tenía a Vázquez Paredes, le faltaba un hombre fundamental: Emilio Uriondo, preso en la cárcel de Punta Carretas, en Montevideo, por el atentado contra la legación de Estados Unidos.
La figura de Emilio Uriondo es un mentís para todos aquellos que dicen que el movimiento anarquista en la Argentina fue exclusivamente extranjero. Uriondo es criollo de pura cepa: Emilio Adelmo Uriondo, es de los pagos de Magdalena. En él se conjunciona todo lo positivo de nuestro hombre autóctono: noble, que se echa jamás atrás cuando están en juego los amigos o los principios de lealtad, de una sola pieza, entero siempre. Pero sobre esa base tiene la viveza del criollo, esa intuición que le hace ver quién es y quién no es. Su viveza la aplica con la policía, con la autoridad, porque como buen criollo es levantisco, rebelde a ultranza: a él no le gusta que lo manden ni que lo atropellen. ¿Quién les ha dado jinetas a los otros para que lo manden a él? Dios, la única bendición que les ha dado a los hombres es su libertad, palabra sagrada. El necesita esa libertad porque es respetuoso de la libertad de los demás. Posee esa cultura nata del criollo, es fino, hasta delicado cuando habla, no necesita de palabras gruesas para expresarse. Y es aguantador. Es capaz de resistir cualquier dolor físico: sobre las anchas espaldas de su estampa de paisano bonaerense caerán muchos años de Ushuaia, muchos garrotazos, muchas lluvias y soles en interminables huidas a pie, de noche, por regiones desoladas y por montañas, muchos días de plantones de los interrogatorios de ”sillas” con los torniquetes que van aproximando cada vez más las piernas a las manos por la espalda, como se hace hoy en el Congo, y que cauda tanto espanto a los cristianos occidentales que miran las radiofotos en los diarios. Y tiene otra cualidad: es estudioso, autodidacta, posee una cultura política como pocos; no hace gala de ella, pero sabe muy bien lo que sostienen Bakunin y Marx, Kropotkine y Engels, Malatesta y Lenin. Y es un convencido de que a la teoría hay que acompañarla de la acción, porque si no, no sirve de para nada. Por eso no le hace mella la campaña de los anarquistas intelectuales que se persignan escandalizados ante los hechos de un Di Giovanni o de un Roscigna.
Este Uriondo es el hombre que le falta a Roscigna para dar el golpe deseado, pero está preso. Debe buscar a otros. Necesita hombres de acción, y éstos son pocos. Se decide entonces por los hermanos Moretti, dos hombres no muy claros en sus ideas pero que se han jugado más de una vez. Han sido protagonistas de la huelga contra la Energina, compañía petrolera. El movimiento de fuerzas se originó por los expendedores en los surtidores de nafta que allí hacían “expropiación” de combustible. La empresa los descubrió y los echó. Y vino la solidaridad anarquista en un momento pleno de violencias que provocó hasta la polémica dentro del movimiento libertario. Allí surge la figura de Eliseo Rodríguez, anarquista español de perfiles nítidos, del que no ocuparemos más adelante.
Roscigna tiene sus hombres: Andrés Vázquez Paredes, Vicente Moretti y Antonio Moretti, todos dispuestos a seguirlo a cualquier parte.
El 1º de octubre de 1927, en la entrada del hospital Rawson, en medio de la gente que viene y va, enfermos y familiares, hay tres hombres con vendajes en la cabeza. Posiblemente víctimas de algún accidente. A nadie le llama la atención que estén precisamente allí, en la puerta, tal vez esperando a alguien. Al que esperan es al pagador de los sueldos, que debe estar por llegar.
Los tres vándalos son Miguel Arcángel Roscigna, Andrés Vázquez Paredes, y Antonio Moretti. A treinta metros de allí en un doble faeton espera Vicente Moretti.
Cuando llega el auto con el pagador y éste baja con la maleta en la mano acompañado por el policía, los tres vándalos se le acercan y los amenazan con pistolas. Todo, luego, es rápido y desgraciado. El pagador suelta la maleta, uno de los anarquistas la toma y corre hacía el auto. Los otros dos hacen lo mismo pero uno de ellos, al darse la vuelta nota que el policía a sacado la pistola. El movimiento instintivo le gana de mano y en puntería: mientras corre va desdibujado cómo el policía cae. Luego se enterará por los diarios que se llamaba Francisco Gatto, era agente de la policía de la Capital y, que falleció casi en el acto.
El botín ha sido muy bueno: 141.000 pesos. Pero antes de pensar en qué se va hacer con esa cantidad nada despreciable, es necesario huir. Porque a pesar de varias pistas falsas, la policía no está muy desencaminada. El director de investigaciones, comisario Santiago —era amigo de Yrigoyen y viejo enemigo de los anarquistas— ha dicho desde un principio que ésa es obra de anarquistas. Y al primero que detiene es al chofer Dositeo Freijo Carballedo, víctima obligada de todas las investigaciones: cuando ocurre un atentado con bombas o un asalto, el primero que detiene es a ese español que, si bien no es ningún santo, en este caso nada tiene que ver.
Roscigna comprende que ha llegado el momento de dejar Buenos Aires y el país y trasladarse a Uruguay, donde tiene muy buenos amigos. Para eso recurre al andaluz Busto Duarte, un lanchero del tigre, incondicional de los anarquistas, quien meses después será quien dará refugió en el Delta a Severino Di Giovanni cuando lo persiga toda la policía.
Bustos Duarte, esta dispuesto. Con él viajarán —en el bote “E pur se muove”— Roscigna, los hermanos Moretti. Vázquez Paredes tomará otro rumbo. Dejarán el automóvil en un garage de San Fernando que les recomienda otro vecino del Tigre, a quien todos conocen como el “Bebe Castro”. Los tres prófugos cruzan el Delta y pasan la noche en un rancho que don Hilario Castro —padre del “Bebe”— tiene en Palmaria.
Pero el dueño del garage de San Fernando es un hombre que trabaja a dos puntas. Luego de cobrarles sus buenos pesos para darle refugió al automóvil, hace la confidencia a la policía. Se moviliza de inmediato toda la dirección de Investigaciones y de Orden Social. Van al garage, descubren el auto del asalto, detienen al “Bebe” Castro y se dirigen a la casa del lanchero Bustos Duarte. Éste no está, pero si su esposa, quien sorprendida responde con pelos y señales todo lo que le pregunta la policía: reconoce a Roscigna y a los dos Moretti por fotografía, lo mismo que a Vázquez Paredes, agregando que éste no viajó en el bote con su esposo.
Para la policía está todo esclarecido. Solicita la colaboración de las autoridades policiales uruguayas y envía comisiones a Colonia, Palmira, Carmelo y Montevideo. Se movilizan todos los medios disponibles para la captura de los autores del asalto al Rawson. Mientras tanto Roscigna y los Moretti, luego de recorrer a caballo los montes cercanos de Palmira han alquilado un automóvil y emprenden viaje a Montevideo. Cuentan con el asesoramiento del “baqueano” Osores, un paisano oriental dispuesto a dejar el pellejo por los anarquistas.
Los comentarios a la prensa de los comisarios argentinos Santiago y Zavala llenan de optimismo a todos los que esperan la captura de los tres. Les van pisando los talones y el detalle de la persecución dala en los diarios hora por hora, de Palmaria se dirigen a La Agraciada, pasan por Drabble, hacía el Norte, lleguen a Soriano y siguen hasta Mercedes. De allí toman el camino a Montevideo y pernoctan en Cardona, en un hotelillo justo frente a la comisaría. De cada localidad que pasan llegan noticias de testigos. Y todo es reflejado por los diarios. Por ejemplo “La Prensa” denuncia que en Cardona, en el lugar denominado La Lata, los prófugos estuvieron haciendo ejercicio de tiro. Dice así, en su edición del 16 de octubre de ese año: “A Roscigna se lo considera el cabecilla de los malhechores, suponiéndose que tiene sobre sus cómplices una influencia moral grande, inspirada en su mayor audacia y decisión, como así también en sus condiciones de tirador diestro y temible, como demostró en la exhibición que hizo delante de algunas personas de La Lata (Cardona), ante las cuales, a una distancia de 30 metros y usando winchester, máuser y revólver, agujereo el fondo de un envase que no tenía más circunferencia que una moneda de plata uruguaya del valor de un peso: Éste ejercicio lo encaraba Roscigna desde dos aspectos: como adiestramiento de una condición que le podría ser muy útil en cualquier momento, y como alarde de dominio absoluto en un `sport´”.
De San José se salvan por unos minutos de caer en poder de la policía uruguaya que en todo es asesorada por la argentina. Llegan por último a Montevideo y lo primero que hacen es tomar un refresco en el café De Salvo, en avenida Millán y Vilardebó. Allí se despiden del baqueano Osores. Del café se dirigen caminando a la peluquería situada en las cercanías del mercado agrícola, de la calle José L Terra, donde se hacen afeitar y luego se pierden en las calles de ese barrio obrero, en que viven muchos ácratas. Esa es la última noticia que se tiene. Luego, pese a todos los esfuerzos, la policía no encontrará un rastro más. Todo el optimismo se derrumba. Y los diarios comienzan entonces a criticar duramente a la policía por su falta de rapidez. “Crítica” aprovecha para desatar una cruel burla contra los hombres del comisario Santiago, que dirige la pesquisa. A toda página titula, por ejemplo: “En todas partes, en el Uruguay y aquí, la policía encuentra automóviles fantasma”. Y un recuadro titulado “En los dominios de Mark Twain”: “Mark Twain nos ha relatado la grotesca aventura de aquellos investigadores que, provistos de una lupa, siguen las huellas de un fugitivo elefante. Abstraídos en la búsqueda, con los ojos fijos en el suelo, examinan las marcas que, entre otras tantas del camino, van dejando las plantas del fabuloso paquidermo. De pronto, sus frentes chocan contra una mole imprevista, levantan sus ojos y se encuentran de narices contra el elefante, recién perceptible para ellos a pocos milímetros de distancia y gracias a un causal accidente, no obstante su monumental volumen. Algo exactamente es lo que está ocurriendo con nuestra policía —la mejor del mundo—. Por ver mejor, no se ve nada y cuando ven algo será porque los otros se dejan descubrir. Si alguna duda existiera sobre la eficacia teórica de nuestros detectives, quedaría desvanecida ante la infalible certeza de sus suposiciones. Pero ya en el terreno propicio, el malhadado, el pertinaz detalle, el minuto perdido, cualquier falta en el tiempo, en el espacio o la distancia, pone entre los sabuesos y la presa una desconcertante lejanía. La mente del vodevilista bulervardier más afortunado no podría idear, por cierto, situaciones tan espeluznantes y cómicas como las que nos ofrece, cotidianamente la mejor policía del mundo, en la más espectacular de las pesquisas”.
Con sus ediciones dedicadas al asalto del Rawson y a dar detalles de la persecución de los prófugos en el Uruguay, “Crítica” hace una pingüe ganancia: su tiraje sube constantemente, la gente se devora las crónicas. Hasta pareciera que tomara el partido de los perseguidos, pero no es así. Eso lo sabe bien Roscigna, que comprende muy bien que no es otra cosa que periodismo amarillo: en el fondo “Crítica” azuza a la policía. A los cuatro anarquistas les convendría que nadie hablara de ellos y no salir todos los días en la primera plana del diario más vendido que trae páginas con dibujos de sus rostros. Pero Roscigna no es hombre de turbarse. Si se trata de Severino Di Giovanni, por ejemplo, éste iría personalmente a la redacción de “Crítica” desafiando todos los peligros y le exigiría al director que terminara con la campaña so pena de meterle cuatro plomos en el cuerpo. Roscigna, no. El va a usar a “Crítica” en lo que pueda. Y le escribe varias cartas, que Botana hace publicar a toda página. En esas cartas —que luego también envía Vázquez Paredes— abunda en testimonios, lugares y testigos falsos que desorientan aún más a la policía.
Pasan los días y Santiago, Zavala, Garibotto y todos sus empleados de investigaciones tienen que darse por derrotados y regresar. Sólo les queda esperar y tener confianza en esa insustituible arma de la policía: los confidentes. Esos seres que se encuentran en las capas sociales más variadas: mucamas, porteros, canillitas, chóferes, empleados, abogados, médicos, parientes de militares, sacristanes, mujeres santurronas, prostitutas, rufianes, toda la gama de colaboradores gratuitos que fue la “quinta columna” más eficaz que tuvo la policía para derrotar al anarquismo combatiente.
Pocos acontecimientos han interesado tanto al público en esos años como el asalto al hospital Rawson y la persecución de Roscigna y sus amigos. En el Uruguay el asunto llega al parlamento y se propone un pedido de informes al Ministro del Interior por el fracaso de la policía oriental. En nuestro país “La Prensa” echa la culpa de todo a la falta de coraje civil de la gente “de ahora” ya que durante el asalto “nadie se jugó para impedirlo o capturar a los delincuentes”. Y por supuesto, un hecho de tal trascendencia llega al seno del anarquismo: mientras “La protesta” toma distancia del asunto y “de los Roscigna y de los Moretti” —con la firma de Abad de Santillán— exhortando a los anarquistas “a poner fin; aislar ese foco de perversión y de desviación de las ideas y métodos de lucha; el anarco-banditismo es desgraciadamente una placa”; el otro periódico, “La Antorcha”, que dirige González Pacheco dirá que todo es una patraña policial y que ni Roscigna, ni Vázquez Paredes, ni los Moretti tienen nada que ver con el asalto al Rawson.
Para Gonzáles Pacheco todo no es nada más que “Un siniestro propósito reaccionario, un complot policiaco contra el anarquismo militante”, “hay un siniestro móvil en todo esto, y tras él, un personaje igualmente siniestro: el policía Santiago. Hecho a una vida de infamias, este nuevo inductor de persecuciones y violencias contra el anarquismo cree factible jugarse la última carta en contra nuestra en tal forma. Va mal y ha equivocado el camino. No es por estos medios como se podrá desvincular del contacto de las clases trabajadoras a un movimiento que ha surgido de su seno y es él único horizonte moral en esta hora del mundo. Lo que no ha vencido ni la violencia, ni el terror, ni la muerte, tampoco podrá vencerlo un siniestro y a la vez burdo complot policiaco”.
Y después —en clara respuesta a los hombres de “La Protesta”— el mismo González Pacheco tomará posición con respecto a los anarco-bandidos: “Son buenos los delincuentes o son malos… ¿Qué puede importarnos eso a nosotros, compañeros…? Esta duda que debía plantearse el juez, y que nunca se plantea, tiene que ser superada por nosotros, absorbida en la llama pasional de nuestras vindicaciones: son víctimas. Sin caer en sensiblerías frente a los que hacen ilegalismo, podemos afirmar que son siempre mejores que los que los castigan. ¿Tablas para valorizarlos…? Si alguna podía aplicarse, debía ser ésta: ¿el llamado delincuente es más humano que el vigilante, éste menos perro que el comisario, éste todavía menos bestia que su jefe, en fin, éste último no tan canalla como el presidente de la república o el rey del reino. El que encarna el poder encarna el daño. Los demás son simples grados, eslabones de una cadena que termina en una argolla que aprieta el cuello del que cayó más abajo. Éste hace el gasto de la bacanal de sangre y lágrimas en que los otros se ahítan, con su miserable vida aherrojada. Esta es la victima; pero no sólo de la pena que le infringen los perversos, sino también de aquellos “hombres honestos” que no han deshonrado en ellos toda legalidad. Esta es la palinodia que hay que cantar frente a los delincuentes. Todo puritano, aunque se diga anarquista, es en el fondo un legalitario; como toda mujer que se envanece de la castidad de su alma en el fondo una burguesa. Su capital de virtud, como el del burgués está hecho de las desventuras de sus hermanas. El delincuente es un despojado de su honradez; la prostituta es una desposeída de su amor virtuoso. Un anarquista frente a ellos nunca puede preguntase si son buenos o son malos, sino atraerlos al foco de sus reivindicaciones contra los burgueses y contra las burguesas. Reparto y reparto de todo. Menos virtudes legales; más militancia anarquista”
Roscigna, con el dinero del Rawson —además de emplearlo para tareas de solidaridad con su causa— financiará falsificaciones de dinero argentino. La falsificación de dinero fue algo que subyugó a los anarquistas expropiadores que actuaron en la Argentina. Roscigna creía firmemente que a través del dinero falso se podía derrotar a la burguesía. Para ellos contaba con una figura de ribetes novelescos: el alemán Erwin Polke, un técnico hasta ahora insuperado en el arte de la imitación gráfica. Polke era un hombre silencioso —anarquista individualista, gran lector del teórico Max Stirner— y solidaros que vibraba solamente cuando le proponían alguna nueva falsificación. Jamás pidió participación alguna, se conformaba con poco y vivía como un monje. La única ganancia que tuvo en su vida fue la cárcel, donde consumó una hazaña delictiva todavía insuperable; en la prisión de Punta Carretas, en Montevideo, llevó a cabo una de las falsificaciones de moneda argentina más notable. Para ello contó con la ayuda de un discípulo bastante hábil y descabellado: Fernando Gabrielesky.
Pero el capítulo de las falsificaciones tiene un lugar aparte de la expropiación violenta que estudiamos hoy. Digamos entonces que nuestro conocido Roscigna debió permanecer por un tiempo en Montevideo. Sabía que regresar a Buenos Aires era esperar en cada esquina la pena de muerte. La policía argentina, en especial Investigaciones y Orden Social, iba a cobrarse bien el fracaso de la captura de la Durruti, la muerte del agente Gatto en el hospital Rawson y el papelón de persecución de Palmira a Montevideo.
El 11 de febrero de 1928, recobra la libertad en Montevideo Emilio Uriondo, acusado de poner una bomba en la legación de Estados Unidos en Montevideo. Roscigna y Uriondo se opondrán decididamente a un plan que han elaborado los dos Moretti junto a tres anarquistas cátales.
Antonio y Vicente Moretti a los pocos meses del asalto al Rawson han hecho venir a Montevideo a sus compañeras e hijos y se han instalado en los altos de una casa de la calle Rousseau de Villa de la Unión. Allí viven una vida llena de estrecheses ya que subsisten del producido de la venta ambulante de corbatas.
En cuanto a los tres catalanes, son tres muchachos jóvenes del grupo de Durruti a quien éste les aconsejó alejarse de España por estar muy comprometidos. Sobre ellos pesa la pena de muerte. Son autores de más de cien atentados con bombas en Barcelona y son perseguidos por la policía militar por hacer propaganda anarquista en los cuarteles, lesiones graves a un general, dos coroneles y varios oficiales y haber huido de una prisión militar. Se llaman Tadeo Peña, Pedro Boadas Rivas y Agustín García Capdevilla[2]. Han venido “recomendados” a Roscigna por Durruti. Y traen la invitación “especial” de Durruti para Roscigna, de trasladarse a Europa porque lo necesita como hombre de planeamiento de la acción. Pero Roscigna no aceptará: le contestará a Durruti que lo disculpe pero que la lucha en Argentina lo atrae demasiado como para poder abandonarla.
Los tres catalanes son muchachos inquietos, dispuestos a la acción: les queman las armas que llevan encima y no pueden “esperar” como les recomienda Roscigna. Para éste, cualquier acción “expropiadora” en el Uruguay es contraproducente. Ahora hay tranquilidad y desde allí se puede ayudar mucho a los prófugos de la argentina. Además, está en pleno apogeo la campaña por la libertad de Radowitzky que tiene gran eco popular y no hay que empañar el nombre de anarquista con hechos que tal vez puedan ser impopulares en ese preciso momento.
Pero los Moretti y los tres “gallegos” se lanzan por su cuenta y realizan un asalto que significa un verdadero “zafarrancho”, y que a la postres resultaría la tragedia final de Roscigna.
El asalto a la casa de cambios Messina fue “a la Bonnot”. Es decir, no sólo la búsqueda del botín sino también soliviantar la tranquilidad burguesa con un verdadero acto de terror, entraron tirando a diestro y siniestro y cubrieron su retirada descargando contra todo bulto que se meneara. Resultado: se llevan cuatro mil pesos uruguayos y hay tres muertos y tres heridos. Los muertos son el agenciero Carmelo Gorga, conocido hombre de turf oriental, el empleado Dedeo y el Chofer de taxi Fernández, quien se negó a llevar a los asaltantes. El hecho tiene una trascendencia tremenda porque ocurre a pocos metros de la propia casa de Gobierno.
Como durante el asalto a los tres catalanes de les escapan unas palabras en su rancia lengua española, la policía uruguaya colige que otra vez andan merodeando Durruti, los Ascasos y Jover Cortés. Para eso pode antecedentes en Francia. Pero también hacen grandes redadas de anarquistas: esta vez la policía tiene que hacer algo, todos los diarios lo exigen. El alma de la investigación es el famoso Pardieron, que tiene la misma fama que Velar en Rosario y Habiage en Avellaneda, es decir, que aplica métodos que luego servirán para calificar a Leopoldo Lugones (hijo) y que llevarán a los que es conocido como la “ley Bazán”.
Por una confidencia, Pardeiro llega a saber que el grupo asaltante del agenciero Messina se encontraría en los altos de la casa de Rousseau 41 de Villa la Unión. Y no le han informado mal. A las 4 de la madrugada del viernes 9 de noviembre de 1928 —es decir, a 15 días del asalto— 300 hombres del ejército uruguayo y de la policía, armados con ametralladoras y armas largas y con el apoyo de 50 bomberos con toda clase escaleras se aprestan a tomar por asalto la casa. Le cortan la corriente eléctrica y llevan reflectores. El despliegue es tan perfecto que cuando los habitantes de la casa despiertan ven por los menos diez cabezas en cada ventana, apuntándolos.
Adentro están Antonio y Vicente Moretti y los tres catalanes. Pero también se encuentran Pura Ruiz y Dolores Rom, mujeres de los Moretti y dos niños de corta edad. Los anarquistas viendo que cualquier intento de resistencia supondría también la muerte de sus familiares, se rinden. Pero antes de hacerlo. Antonio Moretti tomo una resolución extrema. No se entrega: levanta las manos, lleva su arma a la sien derecha y se suicida. Ya antes había expresado a su hermano que no caería jamás vivo en manos de la policía.
El comisario Pardeiro que es felicitado por el propio jefe de la policía de Buenos Aires, el yrigoyenista Graneros, va hacer todo lo humanamente posible para que Vicente Moretti largue el paradero de Roscigna. Pero aquél, aunque está muy deprimido por el suicidio de su hermano, sabe aguantárselas y en sus declaraciones puede leerse: “si bien conozco a Roscigna no lo veo desde hace algún tiempo: él no tiene nada que ver con el asalto al Rawson ni con el asalto a Messia”. “Agrega que lo único que sabe es que Roscigna vivió durante 8 meses en una casa de Playa Malvin, honestamente”.
Pero, el dueño de la cada de la calle Rousseau dice que dos noches antes vio entrar a Roscigna quien converso con los Moretti y los catalanes. Quiere decir que el hombre que más interesa a Pardeiro está en Montevideo. Y prosigue la persecución. Ahora está entre la espada y la pared. Ya no queda refugio seguir. Y, mientras Emilio Uriondo se dirige al Brasil, Roscigna regresa a la Argentina.
Los dos han decididos volver para liberar a sus compañeros presos en la cárcel de Punta de Carretas, el penal de Montevideo. Pero para llevar a cabo esa operación tan difícil necesitan mucho dinero. Y están dispuestos a lograrlo por el único medio que pueden por su calidad de perseguidos: la “expropiación por medio de la violencia”
Roscigna cumpliría con su palabra y prepara la fuga de presos de Punta Carretas que, como todo acto que cometían los anarquistas tenía algo de novelesco, de inverosímil, de burlona ironía, de romántica aventura.
En la Argentina, mientras tanto, actuarán grupos anarquistas expropiadores muy importantes que tendrán breve actuación pero intenso y sin pausa. Son años verdaderamente violentos, principalmente el último gobierno de Alvear, los dos de Yrigoyen, los de Uriburu y los primeros de Justo. Todos aquellos que señalaban que el anarquismo violento había crecido debido a la pasividad de Yrigoyen se dieron cuenta de que estaban equivocados pues con Uriburu a pesar de los fusilamientos y de la tremenda represión los anarquistas siguieron saliendo a las calles, jugándoselas, metiéndose cada vez en un callejón sin salida, perdiendo uno a uno a sus hombres.
Roscigna participará en febrero de 1929 en el asalto a los establecimientos Kloekner y en octubre de 1930, en plena represión uriburista, junto con Severino Di Giovanni, en el atraco al pagador de Obras Sanitarias, en Palermo. El Botín, nada menos que 286.000 pesos, es empleado en un setenta por ciento para la ayuda de compañeros presos, gran parte de la cual llevan Miguel Arcángel Roscigna y José Manuel Paz (un anarquista español a quien sus compañeros conocen con el mote de “el capitán”) a Montevideo para financiar una obra que ya ha comenzado.
En efecto en agosto de 1929, un matrimonio italiano con su pequeña hija ha llegado a Montevideo procedente de Buenos Aires para instalarse allí. Dicen ser comerciantes y compran un terreno en la calle Solano García justo enfrente de la cárcel de Punta Carretas. La policía averigua enseguida de quién se trata por cuanto se tiene especial precaución con los vecinos del penal. Pero está todo en regla: el nuevo vecino se llama Gino Gatti y piensa instalarse con un comercio de carbonería. Al poco tiempo se ha levantado una especie de galpón tinglado con vivienda que exhibe un cartel: “Carbonería El Buen Trato: venta de carbón de leña y piedra”.
El matrimonio Gatti es muy afable con todos los nuevos clientes. El es muy correcto y gana la simpatía de los vecinos. Se los ve salir todos los días, con el carro que le compró al antiguo carbonero Benjamín Dominici, a repartir las bolsas.
Pero en la primera semana de marzo de 1931, los vecinos se enteran, que a pesar de que el negocio de carbonería marcha bien, el matrimonio Gatti ha decidido dejarlo para regresar a la Argentina. Todos lo lamentan y el carbonero Gatti se despide con su amable sonrisa de siempre. Pasan los días y, precisamente el 18 de marzo por la tarde un guardiacárcel de la prisión de Punta Carretas observa atentamente a los reclusos que gozan de su corto recreo diario del patio. Tiene la sensación de que algo inusitado está ocurriendo pero no puede decir qué es. Se le ha dado instrucción precisa de que vigile expresamente al alemán Erwin Polke, pero éste está jugando allí, en el medio del patio, al ajedrez. Tal vez por eso mismo es lo extraño: pareciera que Polke se hubiera situado allí para que la atención de los guardias se volcara sobre él.
Minutos después se oyen gritos exteriores, pitadas y sirenas. Los gritos parten de vecinos de la carbonería “El Buen Trato”. Es que han visto salir a unos cuantos desconocidos por los fondos y han creído que se trata de ladrones que están desvalijando la ex carbonería de Gatti. Se agolpan enseguida policías y guardiacárceles y rodean el terreno. Es cuando aparecen dos nuevos desconocidos por la puerta del fondo, y al verse rodeados, tratan de meterse de nuevo al local. Pero ya es tarde. Los aprehenden y cuál no es la sorpresa de los guardicárceles presentes al reconocer que trata de dos penados de Punta Carretas, uno de ellos Aurelio Rom, anarquista, cuñado de Antonio Moretti.
Al entrar en el local, la policía se encuentra con algo inusitado: un profundo pozo perfectamente iluminado que pareciera ir al centro de la tierra: es un cuadrado de dos por dos apuntalados con maderas. Se baja con una escalerilla hasta cuatro metros de profundidad. De allí comienza el túnel de 50 metros de largo. “Es una obra técnicamente perfecta” dirán luego los ingenieros de la policía. Por él, una persona de mediana estatura puede caminar con absoluta comodidad, está realizado en forma de bóveda y tiene iluminación eléctrica, lo mismo que caños para su ventilación desde el exterior. Además, cada veinte metros hay una campanilla eléctrica por la que se emiten señales desde la entrada.
La salida del túnel perfectamente calculada da a un baño del pabellón de la cárcel donde estaban los anarquistas.
Los realizadores del túnel son además de Gino Gatti, a quien desde entonces se lo llamará siempre “el ingeniero”, Miguel Arcángel Roscigna, Andrés Vázquez Paredes, el “capitán” y Fernando Malvicini (un anarquista rosarino, integrante del grupo de Severino Di Giovanni hasta el fusilamiento de éste ocurrido dos meses antes en la Penitenciaría). El momento culminante fue, sin duda, el instante en que debían dar el último toque y hacer la salida en el baño de la prisión. Para ello, la noche anterior habían llegado a apenas 50 centímetros de la salida, y así lo dejaron, apuntalado al piso del baño y esa delgada capa de tierra con un gato de chata, es decir, esos poderosos artefactos que servían para colocar debajo de los pesados carros para cambiar ruedas. Cuando llegó la hora de recreo de los presos, Roscigna y sus compañeros desde adentro del túnel con el mismo gato de chata levantaron el piso del baño. En la cárcel los únicos que estaban enterados eran Vicente Moretti, su cuñado y los tres anarquistas catalanes presos desde el asalto a la casa Messina. El primero en ir al baño fue Moretti, quien se encontró no sólo con el agujero sino también con la escalerilla para bajar. Luego salieron los tres catalanes y detrás de ellos cinco presos comunes que aprovecharon la bolada. Nueve en total. Cuando de dispuso a salir Rom y otro preso común, fueron apresados.
Tres eran los coches que esperaban a los prófugos en la calle que daba a los fondos de la carbonería. De allí hullero sin dejar rastro.
Roscigna había cumplido su palabra: liberar a sus compañeros. Pero esa fuga de presos que tan perfectamente sincronizada había sido realizada y en la que no fue necesario gastar ni una bala, iba a ser la cauda de la definitiva perdición de Miguel Arcángel Roscigna.
Apenas 9 días de libertad iba a gozar Vicente Salvador Moretti, y para peor, con él caerán sus liberadores.
Luego de pasar la noche en la casa del anarquista Germinal Reveira, en la calle Legionario 2326, Moretti y los tres anarquistas catalanes toman distintos caminos. A Moretti lo espera Roscigna en un escondite que considera seguro: una casa de la calle Curupí, próxima a la avenida Flores, frente al hipódromo de Maroñas. En la habitación de delante de esa casa está instalado el comité del Partido Colorado Radical uruguayo. A ellos, el dueño de la casa, Roberto Dassore, les ha alquilado el último cuarto del fondo. Es un lugar ideal del cual pueden salir y entrar por que siempre hay mucha gente y su presencia pasa inadvertida.
Todas las mañanas, Roscigna sale a comprar el diario. A él le gusta siempre cambiar opiniones con la gente de la calle: para despistar ha cambiado su atuendo por ropas humildes: usa saco pijama y un pantalón barato, alpargatas y gorra. Cada vez que llega a comprar el diario, Roscigna le dice le dice al canillita: “Deme el pasquín burgués que habla de los asaltantes”. Y se queda conversando con él. Esa forma de pedir el diario le llama la atención al vendedor de diarios que, ni corto ni perezoso se lo cuenta al comisario seccional. Éste, al día siguiente destaca a dos empleados de investigaciones a esa esquina para ver de qué tipo se trata. Pero ese día no vendrá Roscigna. La suerte en contra le ganará de mano a la alcahuetería del canillita.
El 27 de marzo de 1931 anda la perrera por la calle Curupí: una simple jaula en un carro donde amontonan a todos los cuzcos sin dueño. El cazador de perros, armada de lazo, es un ex penado, José Sosa, que ha pasado varios meses en Punta Carretas por carterista y canflinflero. Ahí frente al comité de los colorados radicales hay un miserable lanudo que no se deja atrapar y se mete en el caserón. El perro Sosa se mete detrás de él. En el ancho patio está Vicente Moretti tomando mate y gozando del fresco de la mañana. Ante la imprevista aparición del perrero, Moretti se sorprende primero y después le grita: ”Deje tranquilo al pichicho, amigo”. Sosa simula protestar y se va con las manos vacías pero contentísimo: acaba de identificar a Moretti, el evadido de Puntas Carretas. El lo conoce muy bien porque estuvo preso en el mismo pabellón. Y por eso deja el carro con los perros como está y corre a la comisaría. Allí, casi sin aliento el perrero habla de su gran descubrimiento: “¡es Moretti! ¡yo lo conozco bien!”
Los uruguayos son gente precavida: hasta concentran piquetes del 4 de Caballería del Ejército Oriental para tomar la casa de la calle Curupí. Pero no es necesario. Cuando a la casa entran 53 policías con armas largas encuentran a Moretti leyendo en el patio, ignorante de lo que ocurría. En ese ínterin, sale de su cuarto Roscigna. No está armado y ve que le apuntan. En un primer instante no sabe como reaccionar. El momento de la captura es un tema que se conversa siempre entre los anarquistas acosados por al policía. Y Roscigna solía repetir a sus compañeros las distintas reacciones en el momento de la muerte, que tuvieron dos anarquistas rusos en el patíbulo: el campesino Gabriel Michailoff y el estudiante Rissakof, los dos autores del atentado contra Alejandro, zar de todas las Rusias. Michailoff era un campesino de 21 años, enorme como un oso, de larga cabellera y penetrantes ojos azules. Lo trajeron a la plaza Simeón para ahorcarlo delante de todo el pueblo. En medio del silencio de hombre y de mujeres que habían concurrido hasta con sus hijos para ver el espectáculo, el verdugo levanto el lazo de la horca para ponérselo al cuello, y el oso Michailoff con absoluta tranquilidad levantó la mandíbula como ofreciéndole caballerescamente su garganta. Pero ocurrió lo increíble.
Cuando el verdugo hizo funcionar el mecanismo y el pesado cuerpo del campesino cayó en el vació, se rompió la cuerda y Michailoff se vino abajo. Pero se levantó, con el cogote medio dislocado y el cuello casi reventado por el que se le escapaba sangre para afuera y para adentro, y nuevamente, con toda dignidad volvió a ofrecerle su garganta para la segunda cuerda. Pero no había caso, no eran cuerdas para el peso de Michailoff; nuevamente se rompió como un hilo de cocer. El hijo de la estepa hizo un esfuerzo sobrehumano para levantase de nuevamente pero quedó en cuatro patas, cegado por la sangre que le llenaba los ojos y respirando por medio de ronquidos por los borbotones que le estaban llenando los pulmones. Ocho hijos de campesinos como Michailoff pero con uniforme lo arrastraron como pudieron y medio sentado, medio en cuclillas, le pusieron la ter pero con uniforme lo arrastraron como pudieron y medio sentado, medio en cuclillas, le pusieron la tercera cuerda que esta vez sí, quedó soberana, tensa con su carga que pegaba sacudones como un gallo con el cuello retorcido.
El espectáculo iba a tener su gran final con el estudiante Rissakoff. A éste lo trajeron bien atado con cuerdas que parecían haber cortado la circulación de sus largas manos, tan pálidas parecían. Todo en él era palidez y en su cara se reflejaba el hambre de los estudiantes pobres de Rusia. Pero el no ofreció el cuello como Michailoff. Al contrario, comenzó una de desesperada resistencia y pasó al ataque. No tenía otra cosa con qué atacar que sus dientes y empezó una danza alocada, cómica, tratando de alcanzar con sus mandíbulas a todas las manos de los carceleros que procuraban sofrenarlo. Era imposible, parecía un lobo escuálido defendiéndose de una jauría de perros. Hasta que el más vivo de los policías dio el golpe maestro: lo agarró de los pelos y con otro que lo agarró de los pies lo tiraron al suelo donde le rompieron la cadera a patadas. Lo dieron vuelta y después, lo levantaron todo descangallado, como una cucaracha que le han pisado el abdomen y lo colgaron. Algunos les pareció que todavía en el último estertor, el estudiante Rissakoff seguía pegando dentelladas.
Roscigna tenía delante de él armas que lo apuntaban y él mismo estaba desarmado: ¿valía la pena hacer lo de Rissakoff, intentar una resistencia inútil? Esto ya lo había probado Severino Di Giovanni dos meses antes. ¿O hacer lo de Michailoff? ¿Ofrecer elegantemente el cuello y quedar a la merced de ellos? Se decidió por esto último. Sabía que sería entregado a la policía argentina. Con él, caen Vázquez Paredes, Malvicini y el “capitán” Paz.
La detención de Roscigna fue anunciada con toques de sirena por los diarios uruguayos. La policía oriental, no sabiendo qué hacer para demostrar su hazaña los expuso a los cuatro: Roscigna, el capitán Paz, Malvicini y Moretti en el patio de la jefatura, sentados en sillas, con las manos esposadas a la espalda. Todo el periodismo rioplatense se dio cita para mirar a los anarquistas. A Roscigna, que es corto de vista, le han quitado los anteojos. Cuando los periodistas le hacen preguntas responde con deferencia y tranquilidad, con frases cortas. Pero donde se extiende es cuando habla de la policía, con profundo desprecio. Dice que son “los sirvientes mal pagos de los explotadores y los burócratas del poder”. A manera de explicación de su modo de vida dice que “alguna vez se hará justicia a los anarquistas y a sus métodos: nosotros no tenemos a nadie quien nos financie nuestras actividades, como la policía es financiada por el Estado, la iglesia tienen sus propios fondos, o el comunismo tienen una potencia extranjera detrás. Por eso, hacer una revolución, tenemos que tomar los medios saliendo a la calle, a dar la cara”.
Con una celeridad pasmosa, a las pocas horas de la noticia de Roscigna llega el pedido de extradición por parte de la cancillería argentina. Es el comisario Fernández Bazán que ha hecho apurar las cosas y hay un Ministro del Interior don Matías Sánchez Sorondo que en ese sentido responde de inmediato porque siente una singular alergia por todo lo que sea anarquista, más todavía que por lo radical o yrigoyenista. Fernández Bazán, con su modo práctico de ver las cosas, sabe que gente como Roscigna no se cura más. Por más cárcel que el metan, así lo pongan diez cerrojos siempre va a ser un peligro constante. A granes males, grandes remedios. Valga el ejemplo de Di Giovanni, cuatro tiros y a otra cosa. Muchos años van a pasar hasta que nazca otro Di Giovanni. Mientras tanto, paz y Tranquilidad.
Por su parte, Roscigna sabe que está en una situación muy difícil. Que si accede a la extradición será entregado atado de pies y manos a la dictadura de Uriburu que lo fusilará sin remedio si llega a pasar el puerto. El sabe bien los recursos que gastan allí: se lo recibe bajo acto, muy ceremoniosos, y cinco metros más adelante “el sujeto trató de resistirse quitando el arma a uno de sus custodios por lo que tuvo que ser muerto”.
Así como a Roscigna no le tiembla la mano en el momento de actuar, sabe que enfrente, a Fernández Bazán tampoco le tiembla la mano. El anarquista piensa y encuentra una salida: se acusa ante los uruguayos de ser el autor de la evasión de presos de Punta Carretas y de haber robado tres automóviles para la huída de éstos. Lo mismo harán Malvicini, el “capitán” Paz y Vázquez Paredes… Mientras dure el juicio no podrán ser remitidos a la Argentina. La justicia uruguaya los condenará a seis años de prisión. Lograrán así prolongar sus vidas por seis años. Pero más no. A Fernández Bazán no se le escapará la presa.
El anarquismo expropiador en la Argentina como vemos dio figuras muy singulares con personalidad propia. No está en discusión aquí la justicia, el delito de su acción. Eso ya lo ha juzgado la sociedad en que vivimos.
Dentro de este medio, de ese sentido de mirar las cosas, personalidades con características propias en el anarquismo expropiador fueron, sin lugar a dudas Severino Di Giovanni y Miguel Arcángel Roscigna, Buenaventura Durruti y Andrés Vázquez Paredes, Emilio Uriondo y Juan Piano, Eliseo Rodríguez y Juan Antonio Morán, Gabriel Arguelles y Gino Gatti, y muchos otros.
Los anarquistas expropiadores de ese breve década de la violencia en la que actuaron fueron encerrándose en un círculo cada vez más estrecho que, visto desde la perspectiva de hoy, aparece como un esfuerzo en vano, como un sacrificio inútil, con una violencia que sirvió más para destruirse a sí mismos que para hacer triunfar la idea: practicaron el asalto y la circulación de moneda falsa para atender las necesidades de su movimiento, para liberar a sus presos, para atender a las familias de los perseguidos: pero en esos asaltos y falsificaciones caía más de uno a su vez preso (cuando no era muerto) y entonces los que quedaban tenían que volver a recorrer el círculo sin salida, y de ahí en más. Salvo casos excepcionales que ya veremos contra todo lo que puedan afirmar las crónicas policiales o los anarquistas intelectuales o sindicalistas puros de aquella época, ninguno de ellos aprovechó para sí mismo el producto de lo “expropiado”: los que no fueron muertos y pudieron sobrevivir la dura cárcel de Ushuaia volvieron a trabajar en sus antiguos oficios, unos como albañiles, otros como obreros textiles, otros mecánicos, cumpliendo duras horas de labor pese a sus años. Es decir, lo que puede estar equivocado es el ideal abrazado por ellos y el método elegido pero no su honestidad en seguir hasta sus últimas consecuencias.
En ese círculo de actividades que iba cerrándose poco a poco tuvo vital importancia lo que ellos llamaron “vindicación”. Los anarquistas expropiadores la llevaron a cabo contra sus enemigos naturales: los policías. Eliminaron así al comisario Pardeiro de un certero balazo en la cabeza, en un atentado que llegó a conmover a Montevideo (el hecho, decidido por Miguel Arcángel Roscigna, fue ejecutado porArmando Guidot y por Bruno Antonelli Dellabella), y desfiguraron para toda la vida de un trabucazo en la cara al famoso “vasco” Velar, comisario especializado en la caza de anarquistas (el hecho fue decidido por Severino Di Giovanni y Miguel Arcángel Roscigna y realizado por Roscigna y Paulino Scarfó según los anarquistas o por Di Giovanni y Scarfó según la propia víctima). Esos dos casos fueron de los más famosos de una serie de venganzas contra policías. Pero el más famoso fue el atentado contra el mayor del ejército José W Rosasco, nombrado por el presidente Uriburu “interventor policial de Avellaneda”, después de la revolución del 6 de septiembre de 1930 que derribó a Yrigoyen.
“Sánchez Sorondo, Leopoldo Lugones (hijo) y Rosasco son los tres únicos de la revolución que las tienen bien puestas”, es el comentario unánime de los muchachos conservadores ahítos de frases mussolinianas que esperaban otra cosa del golpe de septiembre que comenzó tan bien y tan fácil barriendo a toda la llorona radicalada con los chicos del colegio militar. Pero ahí se quedaron, a mitad de camino sin limpiar a fondo al país de radicales, anarquistas y ratas. Es que hacen falta hombres como Rosasco para que hagan realidad la que pregona Leopoldo Lugones padre, el vate de la Recolución, el que canta a lo nacional, a la fuerza nacional, a la violencia nacional. El sólo admite en el país a los “extranjeros honestos” que vienen a trabajar, pero no admite que “extranjeros hagan huelgas por un extranjero (caso Radowitzky) en suelo patrio”.
Por eso el teniente general Uribiru sabe lo que hace cuando nombra al mayor Rosasco con el insólito título de “interventor policial de Avellaneda” Porque es Avellaneda, la zona esencialmente industrial y obrera, donde los anarquistas tienen sentados sus reales. ¡De allí vienen las huelgas, de allí viene todo! Por eso Uribiru le dice a Rosasco: hay que limpiar Avellaneda.
El mayor Rosasco hace su entrada en Avellaneda atando a dos chorritos que lloran por su madre a un banco de plaza y los hace fusilar. Y Rosasco está allí, presenciando, porque no es hombre de aflojadas, y cuando esa sangre de charco comienza a chorrear por el cuerpo de los punguitas, Rosasco se refriega las palmas como para limpiarse de esa carroña que no merece vivir, y a otra cosa.
Rosasco no va a limpiar a Avellaneda de las timpas y lugares de juego que monopolizan caudillejos conservadores de barrio sino solamente a sanear el aspecto gremial. En ese sentido cumple. Cuando Rosasco se pega una ducha, se pone los breeches, se calza las botas relucientes, se viste de chaqueta con las insignias de mayor, se pone la gorra, pega una rápida mirada al espejo y sale… ¡a temblar, anarquistas! Hace unas redadas fabulosas: los celulares se amontonan en la entrada de la primera de Avellaneda y de allí los van dejando a empujones porque siempre sin retobados: gallegos, catalanes, tanos, polacos, búlgaros y hasta un grupo de alemanes que han constituido una sociedad vegetariana, a los cuales no les tiene ninguna confianza.
Cada vez que explota una bomba en Avellaneda, nueva redada. Los tiene locos. Y cuando Rosasco quiere que canten, cantan. Aplica métodos infalibles. Allí en Avellaneda no hay jueces ni abogados que valgan. Los intereses de la Patria están por encima de la Constitución y eso que los liberales llaman las garantías individuales. Extranjero anarquista que agarra Rosasco no pisa más suelo argentino: se lo manda a Sánchez Sorondo que le aplica la 4144, la ley de residencia. Y argentino anarquista que cae en sus manos va directamente por transporte naval a Ushuaia. Y por supuesto, Rosasco siempre juega con la pena de muerte instaurada por los hombres de septiembre: fusilamiento a quien se resista, fusilamiento a quien es sorprendido in fraganti.
Pero este apóstol de la fuerza y de la violencia encontrará en la vereda de enfrente a otro que también cree y usa la violencia como método. Se llama Juan Antonio Morán, marinero timonel de profesión, bien criollo, de Rosario, y esencialmente anarquista, de la punta de los pelos a los pies.
La figura de Juan Antonio Morán es de perfiles nítidos. Con Uriondo hace desmentir la afirmación de que el anarquismo activo en la Argentina fue protagonizado solamente por extranjeros. Morán llega a ser dos veces secretario general de la Federación Obrera Marítima, en su tiempo tal vez la organización obrera más poderosa. Morán dirigió huelgas portuarias que se caracterizaron por su singular violencia.
Era el prototipo del dirigente anarquista de acción: no es de esos directivos que publican solicitadas en los diarios. Cuando es huelga es huelga y no admite carneros ni crumiros pero no manda a piquetes de huelga y se queda en el sindicato, no, sale él mismo a recorrer el puerto, y cuando sale se calza la pistola. Cuando los marítimos remisos en cumplir órdenes lo ven aparecer, dejan el trabajo de inmediato. Y si no bajan, los baja Morán. En una oportunidad, en un barco en la Boca, Morán ve desde abajo que hay un “carnero” trabajando. Saca la pistola, le apunta apenas por encima de la cabeza y tira. El argumento es suficiente. El “carnero” baja y desaparece a la carrera.
El 12 de octubre de 1928, Morán se verá envuelto en un hecho gravísimo. Hay huelga. La Mihanovich emplea todos los medios para vencer a la Federación Obrera Marítima. Recluta “obreros libres” que son protegidos por la Liga Patriótica de Carlés y por elementos de choque, muchos de ellos traídos del Paraguay. Los incidentes portuarios se suceden hora tras hora. El día indicado, por la tarde Juan Antonio Morán está en la sede sindical, cuando dos marineros le avisan que en el bar de Pedro de Mendoza y Brandsen están los hombres de Mihanovich —hay más de 30— capitaneados por los paraguayos Luciano Colman y Pablo Bogado. Y que Colman acaba de decir: “lo estamos buscando a Morán para matarlo”.
Morán oye en silencio el relato de los dos marineros y no dice nada. Segundos después va a la puerta del sindicato y cambia dos o tres palabras con el agente que en la esquina vigila la entrada de los marítimos. Cuando el agente se da vuelta, Morán se desliza sin ser visto y minutos después aparece en el bar donde está la gente de Mihanovich y va directamente donde está Colman y le dice: “sé que me andas buscando para matarme, aquí estoy, soy Morán”. Ahí nomás comienza el tiroteo. Se intercambian más de 30 balazos. Cuando reina de nuevo el silencio y la gente tirada debajo de las mesas y detrás del mostrador va levantando las cabezas se ven los resultados: Colman, muerto, Bogado, herido grave.
Cuando el agente de custodia en el sindicato oye los tiros corre hacia el lugar del tiroteo. Morán vuelve a la sede sin ser visto y continúa su trabajo. El herido Bogado denunciará que el autor de la muerte de Colman ha sido Morán. La policía va a buscarlo y lo detiene. Pero la justicia no encontrará ningún testigo que lo acuse. Por eso, meses después saldrá en libertad.
Como hombre de acción, Morán buscó a los hombres de acción dentro del anarquismo y fue así como conoció a Severino Di Giovanni, a Roscigna, a todos los perseguidos por actividades “expropiadoras”. Y ese dirigente sindical que durante el día presidía asambleas, o discutía con representantes patronales, por la noche se encontraba con aquellos y le parecía lo más natural planear asaltos y atentados con bombas y salir luego a llevar a cabo lo planeado. ¿Quién podía suponer que un dirigente marítimo tuviera esa otra actividad? ”Era audaz en extremo, decidido y capaz de afrontar cualquier situación por difícil que fuese”, dirá “La Nación” poco tiempo después.
Cuando el mayor Rosasco comienza a diezmar a los anarquistas en Avellaneda y de paso le da con todo a los radicales, Morán comprende que la única salida es buscar a los “expropiadores”. Aquí no hay comunicados, protestas, recursos de amparo o de hábeas corpus que valgan, aquí se impone el mismo método de Rosasco. Del lado del interventor está el Estado, con todo su aparato represivo, está la sociedad, está el miedo de todo un pueblo que por las dudas se ha puesto a marcar el paso. Y enfrente de eso está ese grupito cada vez más pequeño de hombres a quien le faltan sus dirigentes principales: Severino Di Giovanni, fusilado; Paulino Scarfó, fusilado; Miguel Arcángel Roscigna, preso; Andrés Vázquez Paredes, preso, Emilio Uriondo, preso, Humberto Lanciotti, preso, Fernando Malvicini, preso, el capitán Paz, preso; Eliseo Rodríguez, preso; Silvio Astolfi, herido gravemente; Juan Márquez, muerto a tiros, Braulio Rojas, muerto a tiros; y sigue la interminable lista de los que han quedado fuera de combate.
Morán decide enfrentar a Rosasco. En ese enfrentamiento hay una sola cosa que puede favorecer a los anarquistas: el factor sorpresa. Y los expropiadores le dicen que sí a Morán. Vendrá un muchacho de la Plata, Julio Prina, estudiante de filosofía.
También estará con Morán el “nene” Lacunza, hijo único de un campesino de San Pedro, que ha hecho sus primeras armas con Di Giovanni y Emilio Uriondo en el asalto a la compañía de ómnibus La Central. El tercero que acompañará a Morán será, como chofer, el “gallego” González (toda una vida novelesca que culminó en 1944 cuando entró con un tanque de la división Laclerc en la liberación de París), y por último “el ingeniero”, uno de los personajes más interesantes del grupo, enemigo en sí de la violencia porque sostenía que a la burguesía se la podía derrotar con otros medios más ingeniosos, pero que, cuando los compañeros se lo solicitaban, era capaz de concurrir a la más peligrosa y arriesgada de las acciones.
En la noche del 12 de junio de 1931, el mayor Rosasco acompañado del secretario de la comuna de Avellaneda, dejaban la jefatura para correrse a cenar al restaurante “Checchin”, a una cuadra y media de la policía. Rosasco estaba muy contento, acababa de hacer una redada de 44 anarquistas, entre ellos unos muchachos que repartían volantes: “Hay que matar a Rosasco”. ¡A decir verdad, a esos muchachos no les iba a quedar ganas de imprimir ni el cuento de Caperucita Roja! Rosasco había llamado a los periodistas para denunciar otro complot anarquista desbaratado. Entraron al restaurante y pidieron el fiambre, que comieron con muy buen apetito. Cuando habían terminado el primer plato, paró un automóvil del que bajaron “cinco individuos correctamente vestidos”. Uno de ellos se sentó a una mesa cercana a la puerta y los otros cuatro siguieron al fondo, como para pasar al patio. En ese momento el mayor Rosasco reía a carcajadas por una broma, cuando de improvisto los cuatro individuos se pararon frente a la mesa. Uno de ellos se adelantó, tenía aspecto de criollo, era musculoso, un verdadero toro físicamente, y dirigiéndose a Rosasco le dijo: —porquería—
Rosasco se fue poniendo de pie lentamente mientras sus ojos se salían de las órbitas. El desconocido. El desconocido —era Juan Antonio Morán— sacó, con la misma lentitud que el otro se iba parando, una pistola 45 y ale disparó cinco certeros balazos, todos ellos mortales. De inmediato emprenden la fugo y, para cubrirla, Julio Prina reparte unos cuantos tiros que hieren levemente a un mozo y a Prieto.
Y aquí ocurre otro acto del drama. Al salir, uno de los anarquistas trastabilla y cae estrepitosamente rompiendo el vidrio de una de las vidrieras. Sus demás compañeros lo aguardan ya en el coche, creyendo que se trata de un accidente pequeño, pero no era así. El muchazo es —Lacunza— no se levanta, está muerto. Los anarquistas vuelven apresuradamente y recogen el cadáver del compañero, metiéndolo como pueden en el auto. Y parten velozmente.
Dos son las versiones existentes sobre la muerte de Lacunza: una sostiene que recibió un impacto de bala del propio Prina, al ponerse involuntariamente en el camino, pero creemos en la segunda: Lacunza sufrió durante el hecho un ataque cardíaco y cayó muerto instantáneamente. Lo corrobora el hecho de que no fueron encontrados rastros de sangre en el lugar donde se cayó ni en el trayecto hasta el auto.
Las exequias del mayor Rosasco fueron verdaderamente imponentes. Una verdadera demostración de poderío de las autoridades revolucionarias: allí estuvieron las más altas autoridades de la Marina y del Ejército, volaron por encima del cortejo todas las cuadrillas de aviones disponibles en el Palomar; la Curia mandó su jerarquía en pleno, la Sociedad Rural, el Jockey Club y el círculo Militar enviaron emocionadas delegaciones; estuvo allí el nacionalismo en pleno y hubo representantes de la mayoría de las fuerzas vivas de Buenos Aires, Avellaneda y La Plata.
El asesinato había sido un verdadero reto de los ácratas sediciosos contra el gobierno nacional, contra el ejército, contra la policía. Y hubo piedra libre en la investigación. ¡Pobrecito el anarquista que cayó en esos días en manos de la autoridad! Al primero que encontraron en un allanamiento lo pasaron para el otro mundo sin más trámite. Se llamaba Vicente Savaresse, era del grupo Tamayo Gavilán y nada tenía que ver con el asunto Rosasco. La policía jamás pudo descubrir quiénes fueron los autores aunque siempre sospecharon del marítimo Juan Antonio Morán. Y lo condenaron a muerte en ausencia. Esta es la primera vez que se pública la versión exacta del asesinato del mayor Rosasco y los nombres de sus miembros; han pasado casi cuarenta años y el hecho ya es historia. Develar lo que en ese momento fue un misterio insoluble ha costado al autor de estas líneas mucho esfuerzo y la verdad histórica exige que ahora se diga quiénes fueron los responsables de un acto que ellos creyeron de justicia.
El 2 de mayo de 1931 la policía logra localizar a uno de los anarquistas que más la obsesiona: Silvio Astolfi, gran amigo del fusilado Severino Di Giovanni. Astolfi es un italiano muy rubio, despreocupado, que se toma la vida con soda pero que cuando hay que tirar, tira que da miedo. Ha participado en cien hechos, siempre con la misma despreocupación. Pero ese 2 de mayo las cosas se le pondrán muy serias al tano. Últimamente se había unido al grupo de Tamayo Gavilán, y con él realizan ese día el asalto al pagador de Villalonga, en Balcarce y Belgrano. Un asalto que, como todos los de Tamayo, se singulariza por la cantidad de balazos que se disparan. Obtenido el dinero, los anarquistas huyen por Balcarce. Al volante va Silvio Astolfi, a quien le encanta manejar el auto a gran velocidad. En México y Balcarce, un agente alertado por los tiros balea el coche de los asaltantes y logra matar a un muchacho de apellido Mornan, de 18 años, que hacía su primera salida como “expropiador”, y que iba sentado en el asiento de atrás del auto y herir en la cabeza a Silvio Astolfi. Éste, a pesar de que la sangre le baña la frente y el rostro siguen en el volante. Así huye hasta la esquina de Villafañe y Ruy Díaz de Guzmán donde se queda sin nafta. Bajan todos. Astolfi tambalea, tiene todo el traje manchado de sangre. El chileno Tamayo Gavilán lo quiere acompañar pero el italiano le dice: “sálvense ustedes, yo estoy listo”. Y se sienta en un umbral. Luego se levanta y toma por Villafañe hasta Azara. En esa esquina se le aproxima el agente Máximo Gómez. Astolfi le saca la lengua y empieza a correr con las pocas fuerzas que le quedan. Y entonces comienza una increíble persecución. Toma por Villafañe hasta Diamante y de allí nuevamente hasta Ruy Díaz. Por cada dos tiros que le dispara el policía, Astolfi le responde con uno, para ahorrar proyectiles. Por Ruy Díaz llega hasta Martín García donde va a pasar un tranvía y se sube a la plataforma delantera. Con el tranvía llega hasta Caseros y Bolívar donde se sube a un taxi amenazando al chofer al que obliga a tomar por Caseros hasta Tacuarí. Allí dobla en Martín García y se baja a la altura del 669, edificio de una fundición de metales. En el momento que se baja ve que llega detrás de él el agente Gómez. Entonces de parapeta detrás de los pilares de un portón y apoyando la pistola en el brazo izquierdo apunta al vigilante. Este vacila y restricede y entonces Astolfi lo hiere en la región glútea. Aprovecha la oportunidad y extenuado, limpiándose con la mano la sangre que le tapa la vista, el anarquista prosigue su carrera. Esta vez toma por Martín García y llega a la calle España en medio del alboroto de todo el barrio de Barracas que ve atónito correr a este muchacho que tiene el diablo en el cuerpo. Por España toma hasta Uspallata. En Uspallata y Montes de Oca comienza la parte sangrienta de este increíble maratón.
Por esa última calle vienen de encuentro de Astolfi los cabos Fernández y Montes y el agente Martínez abarajándolo con una seguidilla interminable de balazos. Astolfi toma Montes de Oca en dirección contraría hacía Ituzaingó, corriendo en zig-zag porque ya no le quedan casi balas.
Astolfi ya arrastra los pies, jadeante ve venir a otro taxi y nuevamente lo para, amenaza al chofer y trata de ganar distancia de sus tres perseguidores, pero éstos también suben a un vehículo y lo persiguen originándose otro tiroteo en el que por lo menos se disparan 30 balazos. Y uno de ellos revienta el neumático trasero del taxi de Astolfi, que baja en el pasaje Pablo Giorello. Pero allí lo espera otro agente, que trata de pararlo a tiros. Astolfi se detiene, apunta y la da en la cabeza al representante del orden que cae muerto instantáneamente. Pese a eso, Astolfi sabe que en ese pasaje se ha metido en una ratonera y tienen que salir de allí en seguida. Pero ya son cuatro los que lo acosan. Ahora también está el agente Tranquilo Perna haciéndole fuego. Astolfi juega su última carta y se abre paso con las últimas balas por el mismo lugar donde lo esperan sus perseguidores, Del primer tiro mata al agente Perna y aprovecha el desconcierto para llegar al medio de la calle. Y en ese instante cuando aparece un taxi cuyo chofer le dice: “Suba rápido, compañero Astolfi”. Es un miembro de la Unión de Resistencia de Chauffeurs. La suerte lo ha puesto en el camino del perseguido. Huyen a toda velocidad perseguidos por un auto policial de la comisaría 16ª. Pero logran desaparecer.
Astolfi será llevado a la casa Benedicto Settecase de Montaña, de allí a la de Nicola Recchi, quien a su vez lo trasladará al refugio de Gino Gatti. Éste lo llevará a La Plata donde lo curará de sus gravísimas heridas el doctor Delachaux, un profesional amigo de los anarquistas. Meses más tarde, restablecido, después de esta porteña odisea, lo llevarán a Montevideo, de donde partiría hacia Barcelona, recomendado a Buenaventura Durruti.
Pese a la represión y a la pérdida de hombres, el anarquismo expropiador se mostró fuerte todavía en los años 32 y 33, principalmente en La Plata, Avellaneda, y esta Capital. En La Plata contaron con la constante y desinteresada protección de Antonio Papaleo, en cuya casa encontraron refugio los perseguidos.
Se sigue con el mismo ritmo, se asalta y se trata de liberar a los presos. En ese sentido, Eliseo Rodríguez logra fugar con singularidad astucia desde el calabozo del sótano de la propia jefatura de policía de La Plata y Pedro Espelocín desde el hospital donde estaba internado con custodia. Rodríguez (quien rechaza un ofrecimiento para ser llevado al Uruguay porque por otro conducto le han pedido intervenir en la liberación de un compañero) y Espelocín se unen a Juan Pablo del Piano (un obrero panadero de recia personalidad cuyas dos pasiones son el anarquismo y tratar de lograr una cura para su hijito enfermo de parálisis infantil) y a Gino Gatti y Armando Guidot. Actúan en Córdoba y Rosario. Mientras tanto, los hermanos Prina de la Plata (Julio y Toni) actúan con Juan Antonio Morán, Daniel Ramón Molina (también marítimo), Julio Tarragona, ángel Maure, Pedro Blanco y Víctor Muñoz Recio.
Son dos pequeños grupos pero que se batirán hasta el final.
A fines de 1932, por iniciativa de Rafael Lavarello y la ayuda de Morán, Prina, Molina y Gatti se planea un nuevo túnel. Esta vez desde un departamento cercano a la penitenciaría para liberar a Emilio Uriondo y a otros anarquistas. Va a ser todavía mejor concebido que el de Punta carretas. Su extensión será de 58 metros, hasta el lavadero del penal. Pero al llegar a los 23 metros de túnel, el trabajo debe suspenderse: todos los hombres complotados están siendo perseguidos de cerca por la policía y, además los medios escasean.
Después se suceden los golpes del implacable comisario Fernández Bazán. El 19 de enero de 1933 son muertos Tarragona y Molina, luego de matar a dos policías, en la localidad de Aldo Bonzi. El 16 de marzo en Rosario, es muerto Pedro Espelocín y son detenidos Eliseo Rodríguez y Armando Guidot. Un día después, en Córdoba, la policía logra capturar a Gino Gatti.
En esa época los hermanos Prina huyen a España y el 28 de junio, una brigada policial cerca una case en la avenida Mitre de Avellaneda y sorprende durmiendo a Juan Antonio Morán. Ahora sólo queda uno, Juan del Piano a quien se sabe que dan refugio chacareros del sur santafecino. Y será allí, cerca de Firmat donde el 11 de agosto de 1933 se resistirá hasta la última bala siendo muerto por la policía.
Todo estaba terminado. Ya no quedaban hombres afuera para liberar a los de adentro. Por eso el 7 de octubre de ese año, los anarquistas presos en Caseros intentan un golpe desesperado. Pacientemente se han ido proveyendo del exterior de explosivos, granadas de mano y pistolas. Con los explosivos has dinamitado un muro y así, con las granadas y a balazos piensan abrirse paso hasta la calle. Al avance comienza a las 18:30. Adelante van Mario Cortucci (que fuera integrante del grupo de Di Giovanni) y Ramón Pereyra (del grupo de Tamayo Gavilán), más atrás vienen Gino Gatti y Álvaro Correa Do Nascimiento (un anarquista brasileño). Atraviesan rejas y pasillos en un tiroteo infernal. Cuando ya llegan al patio exterior, Cortucci recibe un balazo en la cabeza y muere y a Pereyra le estalla una granada que le vuela la mano izquierda. Lo guardiacárceles se rehacen y atacan desde todos lodos enfocándolos con reflectores y llegan ya los soldados del 3 de Infantería, que está enfrente del penal con ametralladoras.
Los anarquistas no pueden seguir avanzando y se van replegando a su pabellón hasta que se les acaban las balas. El intento ha fracasado. Los guardiacárceles han perdido 3 hombres, los anarquistas uno y otro herido grave… Pero, para ellos las consecuencias de esta acción desesperada serán funestas. En su mayoría irán a dar con sus huesos a Ushuaia.
A comienzos de 1935 el país está tranquilo. Pero Fernández Bazán no está conforme. Sabe que todavía están con vida Juan Antonio Morán y Miguel Arcángel Roscigna, quines aunque presos, siempre siguen siendo peligrosos. Morán está en Caseros y Roscigna en Montevideo.
En los primeros días de mayo de 1935 los jueces sobreseen por falta de pruebas en todos los casos a Juan Antonio Morán. Pero algo raro ocurre. A Morán lo han sacado varías veces de la celda y ante él pasan varios desconocidos que lo miran detenidamente. Son empleados de investigaciones que lo están semblanteando.
El 10 de mayo le comunican a Morán que en seguida va a recuperar su libertad. Sus compañeros anarquistas de la cárcel le aconsejan que no salga de la cárcel hasta avisar a un abogado. Pero eso sería demostrar miedo y Morán no lo tiene. Y firma su libertad, su sentencia de muerte. Las puertas de la prisión se abren, Morán respira hondo. Camina dos pasos y allí mismo es brutalmente tomado de la nuca, de los brazos y de las piernas, levantado en vilo y metido en un auto que parte a gran velocidad.
Dos días después, en un sendero de tierra de General Pacheco, un boyero encuentra el cadáver de un hombre. Tiene un solo balazo: en la nuca. Pero su cuerpo está horriblemente martirizado. Tardan en identificarlo: es Juan Antonio Morán, el anarquista.
El acto de su entierro será una manifestación de indignación obrera. Los oradores clamarán venganza con el puño en alto.
El 31 de diciembre de 1936 termina la pena que sufren Miguel Arcángel Roscigna, Andrés Vázquez Paredes, Fernando Malvicini y el “capitán” Paz. Esa fecha está subrayada en la agenda del comisario Fernández Bazán. Ya está todo arreglado. Ha ido a Montevideo una comisión policial al mando del Jefe de Orden Social, Morano. El Uruguay ha rechazado el pedido de extradición pero ya hay un arreglo tácito entre las dos policías. En Montevideo le aplicarán el edicto de “indeseables” y los expulsarán hacía Buenos Aires, pero en el mismo puerto de la Capital uruguaya le entregan los “paquetes” bien atados a la comisión de Morano. En el vapor de la carrera no los dejan ni moverse. Y de la dársena, directamente al departamento central. Los jueces La Marque y González Gowland que entienden en la causa del asalto al Rawson y del asalto a La Central van a tomarles interrogatorio al propio Departamento, porque de allí no los sacan. Cuando por falta de pruebas se los sobresee, empieza Roscigna, Vázquez Paredes y Malvicini el camino sin retorno (al “capitán” Paz lo trasladan a Córdoba porque tiene una causa pendiente y será liberado poco después a punta de pistola de una comisaría).
Cuando el secretario de la Comisión Pro Presos, Donato Antonio Rizzo y la hermana de Roscigna van a inquirir al departamento de policía sobre el paradero de los tres anarquistas, un oficial les responderá que han sido trasladados a La Plata; en La Plata les informarán que están en Avellaneda, en Avellaneda que están en Rosario, en Rosario que están en la comisaría de Tandil, y así sucesivamente. Camino que seguirá la sacrificada hermana de Roscigna que tiene la esperanza de volver a ver con vida a su amado hermano. Pero todo será inútil. Un día renace la esperanza con amplia fuerza: un pescador de la isla Maciel ha visto cómo han bajado de un celular en la comisaría del Dock Sud a tres hombres esposados: adelante iba Roscigna. Se avisa de inmediato a Apolinario Barrera, un hombre del diario “Crítica” que hace publicar a todo trapo un gran titular: “Roscigna en el Dock Sud”
Esta parece ser la señal para Fernández Bazán de que hay que terminar con los trasladados. Desde ese momento ya no se podrá encontrar el más mínimo rastro de los tres luchadores anarquistas.
Los esfuerzos continuarán: hasta los grupos libertarios de Barcelona envían dinero para que se continúe con la búsqueda. Se tiene la certeza que han sido asesinados, pero no se quiere abandonar la última esperanza. Hasta que —pasados varios meses de la desaparición— un oficial de Orden Social se sincera con la Comisión Pro Presos y les dice con tono confidencial: “no se rompan más muchachos, a Roscigna, Vázquez Paredes y Malvicini les aplicaron la ley Bazán, los fondearon en el Río de la Plata”.
Hasta hoy no ha podido ser dilucidado este oscuro episodio. Nunca fueron encontrados los cadáveres. Tal vez nunca se conozca la verdad.
Juan Domingo Perón premiará los méritos del comisario Fernández Bazán nombrándolo en 1947 subjefe de la Policía Federal y después accederá también al pedido de éste: nombrarlo en la diplomacia. Que según el propio Fernández Bazán había sido siempre “su verdadera vocación”.
Con la Revolución Libertadora se retirará y vivirá sus últimos años en solidad. Antes de morir pedirá que sus restos sean cremados (como tantos anarquistas que él combatió). Fernández Bazán será el último funcionario peronista que a su muerte haya sido elogiado por “La Prensa” de Gaínza paz, que, en la necrología hará también el elogio de la “Ley Bazán”.
Llegamos al final de todo este capítulo amargo pero vivido por nuestra sociedad. El anarquismo delictivo existió en esa época evidentemente porque estaban las condiciones dadas para ello. Violencia contra violencia, justicia indiscriminada por la propia mano ante la injusticia social reinante. ¿Justificar a los anarquistas expropiadores? ¡No! Sólo exponer sus hechos. ¿Se justifican sus reacciones extremas? Eso creemos, es algo inevitablemente personal: hay horteras y burócratas que pasan toda su vida aguantando injusticias y hay rebeldes tan susceptibles que reaccionan ante el más leve abuso de poder: están aquello que pasan sus vidas marcando el paso y vistiendo uniformes y están los otros que no aceptan imposiciones si no están basadas en la lógica, que no es siempre compatible con la naturaleza humana. Lo hemos visto ya en esos dramones rurales de principios de siglo: está el peón que acepta latigazos de su patrón para poder medrar con paciencia y está el otro que ante el primer latigazo saca su cuchillo, se hace justicia, y se hace matrero. Y hay rebeldes cuya rebeldía sólo les alcanza para dejarse el pelo largo y dejar boquiabierta a su chica, y hay otros cuya rebeldía los impulsa a lanzarse a una lucha tremenda, marginados por la sociedad, habitantes de un submundo de violencia, dureza y sangre. Aquí hemos reseñado la trayectoria, sórdida y épica al mismo tiempo, de hombres que escogieron este último camino y lo transitaron hasta el final: hasta el abrupto y definitivo final…